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Propenko observó cómo Ryshevsky caminaba arrastrando los pies hacia su automóvil con su gruesa libreta bajo un brazo. Malov seguía a Czesich camino al hotel, y la multitud de espectadores frustrados se desbandaba y se dirigía en dirección a la parada de autobús, con las manos vacías. En el extremo oeste del valle, dos franjas de nubes color lavanda se deslizaban por el horizonte. Las miró un momento, pero el malhumor no lo abandonaba.
Cuando la zona de trabajo quedó evacuada y en silencio, Shyshkin, el mayor de los dos serenos, hizo una gira por el perímetro; controlaba detrás y entre los contenedores, apartando los pedazos de paja a un rincón de un puntapié, buscando guerrillas de adolescentes en el terreno que lo rodeaba. Una vez seguro de su territorio, vino y se paró al lado de Propenko.
– ¿No tiene chófer hoy. Sergei Sergeievich?
– La esposa de Anatoly vuela a Murmansk. Lo dejé ir temprano para que pudiera despedirla.
– Usted es un patrón generoso.
Propenko asintió.
– Todos dicen que usted y su socio están trabajando bien. Ivan. Estoy contento de haberles dado este trabajo.
El viejo se chupó las encías para dejar de sonreír. Su socio, el Rey del Jazz. se había dedicado a lavar los contenedores de noche para mantenerse despierto Leonid le había dicho que pedía prestados un cubo y un cepillo en el restaurante del pabellón después de cenar y, sin beneficio de jabón, frotaba y enjuagaba los contenedores hasta que quedaban tan limpios como si fueran nuevos
– El norteamericano le hizo un cumplido hoy. Dijo que quería llevarlos, a usted y a Bondolenk a su país con él para que enseñaran este trabajo a los norteamericanos.
Ivan abrió un lado de su raída chaqueta deportiva y tocó el cuello de una botella que llevaba allí.
– Nuestra recompensa -dijo-. Whisky americano. A la esposa le gustará.
– Todos tenemos algo. Todos menos Ryshevsky.
– Burro estúpido -dijo Ivan.
Propenko había querido hablar con Ryshevsky después de almorzar, y luego después del trabajo, pero creía que Bessarovich lo había abandonado ahora, que no tenía a nadie atrás, ningún poder, nada con qué amenazar. León id había estado ocupado con la exposición de fotografías toda la tarde. Vzyatin se había hecho ver un minuto al comienzo del día, y luego había desaparecido. Propenko había quedado con la extraña sensación de ser un miembro desleal de la tripulación de un avión sin piloto.
– ¿Vuelve a su casa ahora, Sergei Sergeievich?
– Tengo el automóvil averiado. Voy a salir en busca de repuestos.
– ¿Dónde está aparcado?
– Lo arrastraron al aparcamiento de la calle Chernyshevsky
Iván gruñó.
– Bastante seguro. -Miró a la calle como juntando valor, y Propenko pensó preocupado que se disponía a pedir un aumento o unas cajas de alimentos para llevarlas a la casa de su hermana. Había pasado por su oficina antes de almorzar y la había encontrado atestada de mensajes de conocidos y amigos de conocidos, gente con la que no hablaba desde hacía meses. Todo el mundo, desde su peluquero hasta el portero del gimnasio, parecía esperar una lata de duraznos americanos o una bolsa de lecho en polvo. Volkov tenía razón. Ahora tenía amigos nuevos. Algunos en las altas esteras
– Tengo que decirle algo importante, Sergei Sergeievich -dijo el sereno.
Propenko asintió y esperó.
– ¿Se acuerda de esta tarde, cuando hubo el problema?
– Sí.
– ¿Whisky, cigarrillos: ese problema?
– Estaba allí -dijo Propenko.
– ¿Recuerda cuando usted y el norteamericano y Ryshevsky fueron adentro?
– Lo recuerdo.
– ¿Y yo me quedé con el contenedor abierto?
– Exacto.
– ¿Conoce al hombre con una oreja deforme?
– Malov.
– Un cajón de whisky.
– ¿Qué quiere decir?
– Un cajón de whisky americano-repitió Shyskin bajito-. El de la oreja.
– ¿Lo robó?
– Lo tomó -le corrigió Ivan.
Propenko apretó los puños en sus bolsillos.
– ¿Por qué no lo detuvo?
Ivan no contestó, y la pregunta, flotando sin respuesta, pareció tonta. Los serenos no andaban por ahí diciendo a los chekisti qué podían y qué no podían hacer, y todo el mundo lo sabía.
– Está bien -dijo Propenko-. Lo aclararé.
– Usted dijo que quería un informe. Por eso se lo dije.
– Hizo lo correcto, Ivan. No quise decirle que debió haberlo detenido. No podía detenerlo. Hizo lo que correspondía.
– Primero lo llevó detrás del contenedor, del lado en que no había gente. Al cabo de un rato lo sacó de ahí y lo metió en su auto, el auto blanco. Piensa que yo no veo.
Propenko apoyó una mano sobre el hombro del viejo para calmarlo.
– El jefe Vzyatin va a venir a buscarme ahora. Nos ocuparemos de él. Pensaremos en algo.
El viejo asintió con tristeza.
– Quiza usted y Bondolenko le pueden pinchar un neumático una de estas noches, o algo así. Pueden vengarse de esa manera.
Ivan casi sonrió. El Rey del Jazz llegó caminando desde la parada del autobús balanceando los brazos de una manera exagerada, mirando de izquierda a derecha en busca de los lobos con calzado occidental que descendían sobre los contenedores al oscurecer. Shyshkin le deseó buenas noches a Propenko y fue a reunirse con su socio.
Como jefe de la milicia, Vzyatin pensaba que era mejor ser imprevisible, mantener inseguros a sus opositores. Algunas mañanas llegaba a trabajar antes de que amaneciera, trabajaba hasta la medianoche, se tomaba un día de semana libre y aparecía el domingo, pasaba su tiempo donde le parecía que era importante estar; en el pabellón de exposiciones, en las demostraciones, en su oficina en el Departamento General, recorriendo las calles. Le encantaba aparecer en escena inesperadamente, y en diferentes vehículos: el auto azul y amarillo del jefe con su fiel chófer, Oleg. al volante; o manejar él mismo un jeep común de sargento; o en uno de los Ladas o Zhigulis sin identificación de sus detectives. Esta noche salió del Prospekt Revoliutsii en un sencillo Volga negro con la puerta del conductor abollada y se deslizó por el camino de entrada muy despacio, mirando de un lado a otro, inspeccionando su reino, fichándolo todo en su mente de policía. Se detuvo frente a Propenko y sonrió por la ventanilla abierta.
– Sube, piernas largas.
Propenko se sentó atrás.
El Jefe se dio la vuelta y lo miró por encima del respaldo del asiento.
– ¿Huelo mal?
– Quiero estirarme.
– ¿Estás pasando por una de tus depresiones?
Propenko miró por la ventanilla del costado.
– ¿Sabes cuál es la definición psicológica de la depresión?
Propenko dijo que no lo sabía.
– Furia reprimida.
– En ese caso tengo una furia reprimida desde los catorce años, Víctor.
El Jefe pasó la mano entre los asientos, le apretó la rodilla a Propenko, y se volvió.
– Necesitas algo nuevo en tu vida -dijo por encima del hombro-. Una calavereada.
– No soy tipo de calavereadas.
– Demasiado puro ¿no?
– Puro como la nieve.
Propenko vio que el Rey del Jazz hacía el mismo recorrido que acababa de hacer Ivanich, tiraba de los candados americanos, escudriñaba en los rincones, debajo de la rampa del pabellón, entre los contenedores, inspeccionando el terreno que lo rodeaba como un general que planea su estrategia en vísperas de una batalla. El hombre estaba cuerdo, decidió Propenko, bien cuerdo. Sólo que había llegado a la conclusión de que la mejor manera de sobrevivir en la sociedad soviética era simular que uno estaba loco. De esa manera, la KGB lo dejaba a uno tranquilo, la milicia lo dejaba tranquilo; podía hacer casi cualquier cosa en la calle, e ir a su casa a estar con su jazz y sus dos o tres amigos íntimos, y la familia si tenía la suerte de tenerla. Esa era la manera de sobrevivir de casi todos los que conocía ahora. Limitaban su vida a un pequeño campo de deportes en el que por lo menos tenían la oportunidad de ganar; un trabajo que no llevaban a casa por la noche, unas pocas personas en las que podían confiar, un pasatiempo favorito, o un lugar favorito. Le parecía que su error había sido hacer justamente lo contrario, tratar de hacer su vida más y más amplia.
– Esta mañana pasé por la oficina -le dijo a Vzyatin-, y Lyuba me mostró dos télex. El primero llegó a las diez: "Proyecto occidental de ayuda con alimentos detenido temporariamente debido a razones logísticas. Sigue información." El segundo una hora después. "Mensaje anterior erróneo. Proyecto Vostok sigue adelante como planificado."
El Jefe meditó sobre esta noticia un momento. Propenko miró el espejo retrovisor pero no consiguió ver lo suficiente de su cara como para saber en qué estaba pensando.
– ¿Estaban firmados?
– El segundo.
– ¿Con qué nombre?
– Bessarovich.
Vzyatin pensó otros pocos segundos.
– El primero debe haber sido un error, eso es todo. Sabes como son las oficinas de Moscú: una persona clava un clavo, la siguiente lo saca, y la próxima lo vuelve a clavar. Los mantiene en actividad.
Propenko asintió, algo desilusionado. Había estado deseando que el primer télex fuera el correcto, que Vzyatin le dijera que todo el proyecto había caído, que lo iban a destinar a algo de menor envergadura.
– Llámala si estás preocupado, pero si es algo importante, usa el teléfono del Departamento. Uno nunca sabe quién está escuchando en su oficina.
– ¿Y desde mi casa?
– Tu casa es peor. Te digo que llames desde el Departamento si es algo que no quieres que todo el mundo lo sepa.
– La llamé desde mi casa el sábado a la noche.
– Apostaría a que se mostró evasiva entonces ¿no?
– Muy evasiva.
– Es lo que te estoy diciendo.
Propenko cerró los ojos. Cuando los abrió, Leonid salía por la puerta del fondo y bajaba por la rampa. Se sentó adelante, saludó a sus amigos sin mirarlos realmente, y salieron despacio por el camino.
– Ryshevsky es un verdadero incordio, ¿no es verdad? -dijo Leonid.
Propenko se dio cuenta desde la primera palabra que había estado bebiendo. La bebida era el segundo buen método para sobrevivir, después de la locura.
– Todo lo que el idiota tiene que hacer es mantener la boca cerrada y aceptar una botella de regalo, pero no, claro que no, tiene que defender sus reglas sagradas. La santidad de sus límites.
Vzyiatin se detuvo al llegar al Prospekt Revoliutsii y esperó que se hiciera un claro en el tránsito.
– Mientras tanto -dijo-, mil kilos de hashish cruzan sus benditos límites, por el límite de Afghania todas las semanas.
– Antón Antonovich lo manejó bien -dijo Propenko, tratando de abandonar su malhumor
– Maneja todo bien. Un buen hombre. Aunque me pareció verlo entrar al hotel con Malov hace un momento.
– Malov lo siguió.
– De todos modos… -Vzyatin le echó una mirada a Propenko en el espejo y guiñó un ojo – Juzga a un hombre por la compañía con que anda
Propenko no respondió. Se dirigían a la casa de un amigo de Oleg, alguien que tenía que ver con repuestos para autos, semilega!. pero principalmente era una excusa para que los tres pasaran una hora juntos lejos de todos los demás. Leonid tenía que hacer una confesión (todos lo sabían) y les parecía más fácil que la hiciera en el auto, en una diligencia maquinada, que en algún café u oficina o en su propia casa delante de la mujer y los hijos. Lo que se suponía que Propenko y Vzyatin debían hacer era charlar de cualquier cosa hasta que Leonid estuviese dispuesto a decirles que los dejaba.
– ¿Alguna novedad en la investigación?
Vzyatin se encogió de hombros
– Nuestro jefe está en el momento en que no habla de ello -dijo Leonid por encima del respaldo. Todavía no podía mirar francamente a los ojos a sus amigos. Propenko conocía ese sentimiento.
– Estamos esperando -dijo el Jefe. Entró en el tránsito y dirigió el Volga hacia el este, a la estación de ferrocarril-. Existen los hechos y existe la política. Interrogar a los miembros de ciertas organizaciones es una cuestión de política. Hay que pasar por canales. Uno no entra directamente en la Sede de Seguridad del Estado y dice: "Disculpe, señor comandante Gavkov, querríamos hacer algunas preguntas a sus hombres sobre los silenciadores." Hay que hacerlo a través de Moscú. Hay que pasar por encima de Lvovich y de Gavkov sin que ellos lo sepan. Ese es el truco.
Al oír el nombre del Primer Secretario, Propenko se echó atrás un poco en la sombra. Se dirigían directamente al Prospekt Revoliutsii, directamente a la casa de Lvovich.
– Victor está a la espera de que los mineros ataquen el palacio -dijo Leonid demasiado fuerte.
– Todos están esperando eso -dijo Vzyatin.
– Yo no -dijo Leonid con tristeza, pero pareció que no podía seguir adelante.
– ¿Qué es lo último que se sabe de la huelga? -preguntó Propenko para darle tiempo.
– Las minas siberianas se unieron hoy -dijo Vzyatin- Kolyma se unió. Oro. sal, carbón, los mineros se están uniendo todos. Querían que Puchkov se fuera desde hace mucho tiempo, pero ese discursito que pronunció por televisión les dio ganas de matarlo.
– Un amigo de mi hijo es taxista -dijo Leonid-. Anoche estaba sentado en la estación de ferrocarril, tarde, y vio que llegaba un vagón del Ministerio del Interior lleno de soldados. Cree que fueron a la base del ejército. Cien o más.
– Lvovich quiere tenerlos a mano -dijo Vzyatin.
Propenko se hundió aún más en el asiento. Ahora estaban en un vecindario de hermosas casas color pastel, sobrevivientes de la guerra, símbolos de la igualdad comunista. Leonid dijo:
– Eva y yo presentamos la solicitud.
Pese a que los dos lo sabían de antemano, ni a Propenko ni a Vzyatin se les ocurrió nada que decir, y Leonid quedó enredado un momento en las ramas de la vieja amistad.
– Por Mark y Sara -dijo él-. Se dio media vuelta en el asiento y miró a Propenko a los ojos. Propenko no pudo hacer salir ni una palabra de su garganta.
– Es un error, amigo -dijo Vzyatin-. Demasiado pronto.
Leonid sacudió la cabeza, sostuvo la mirada de Propenko por otros dos segundos, y luego se dio la vuelta de nuevo.
– Perderás el pabellón en menos de una semana. Pasarán meses, quizás un año, antes que de que te dejen ir. ¿Qué pasa mientras tanto?
La bebida alegraba a Leonid y lo soltaba pero, aún bebido, no pudo sonreír ante esto
– Eva dice que están asesinando a la gente en la iglesia Nuestro hijo esta involucrado con la iglesia, es el momento de irse. Ella tiene razón. -Intentó una broma- La lección de esto es que los judíos nunca deberían tener nada que ver con iglesias.
– Lydia está involucrada -se obligó a decir Propenko. Tanto a Vzyatin como a Leonid se los había dicho pero por separado.
– Tu Lydia está involucrada. Marcos de Leonid esta involucrado. Solo mi Andrei es el buen komsomol -dijo Vzyatin-. Le besaría el pene a Pudbkov si lo tuviera a su alcance. Que no es como lo educamos. Te lo aseguro.
– Nosotros fuimos buenos komsomoles
– Nunca le besamos el trasero a nadie. Sergei. -El Jefe hizo salir a un taxi de su canil- Hablando de traseros, ¿cómo te fue en la cena con Mikhail Lvovich? ¿Salió el tema de Makdohnlds khemburgrs?
– No pasó nada -dijo Propenko. Ahora estaban sólo a dos cuadras de la casa de Lvovieh. avanzando despacio. Se preguntó si Vzyatin se habría enterado de algún modo de su conversación en el balcón, y tomaba este camino sólo para torturarlo.
– ¿Llamaste a Bessarovich antes?
– Te lo dije, el sábado por la noche. Desde mi casa
Enfrente de la casa del Primer Secretario había un Chaika negro, con un guardia de la milicia en la puerta. Vzyatin le echó una mirada al guardia cuando pasaron. Propenko miró al otro lado
– Ese hombre está acabado -dijo el Jefe, como si supiera cosas que nadie mas sabía. Era en parte el motivo por el cual lo habían designado jefe: primero porque hablaba como si conociera secretos: segundo, porque los conocía.
Ni Propenko ni Leonid intentaron contradecirlo
Vzyatm salió del camino principal |usto antes del puente y siguió el curso del río hacia el sur. Las casas ya eran más feas, monstruos de cemento de seis pisos. situadas en el centro de lotes de piedra. Habían plantado árboles a lo largo del frente de los lotes, y ofrecían una mancha verde en el desierto, pero la impresión general era árida, ruinosa y pobre.
– ¿Cómo puedes dejarnos solos para luchar contra estos sinvergüenzas? -dijo Vzyatin desde el asiento de adelante.
Lo había dicho como una broma amistosa, pero Propenko se dio cuenta por la inclinación de la cabeza de Leonid que no lo había interpretado así Leonid encendió un cigarrillo y lo sostuvo fuera de la ventanilla. y un silencio ominoso floto entre ellos. Vzyatin trató de disiparlo.
– Todos imaginan dos opciones -dijo-. O se trata de Stalin otra vez o es Estados Unidos. La década del treinta, Sex shops en las esquinas y policía en las casas importantes. Hay otras posibilidades.
– El Tercer Paso -dijo Leonid con voz de borracho
El Jefe movió la cabeza
– La guerra civil.
Se quedaron en silencio de nuevo. Propenko sintió que su depresión se ahondaba Las palabras ''guerra civil" se conectaban en su mente, en las mentes de los tres, con el hambre y la desesperación y el triunfo bolchevique. No era un tema que hablaban a la ligera.
– En ese caso deberían venir todos conmigo -dijo Leonid-. Deberíamos irnos todos juntos.
Vzyatin seguía sacudiendo la cabeza.
– Yo me quedo. -Espió a Propenko por el espejo.- Me voy a quedar y a mis amigos les daré armas y les enseñare a usarlas.
Propenko se pregunto si hablaba en serio. Había oído decir que en Estados Unidos, casi todos llevaban armas, especialmente en las ciudades
– Esta mañana Malov se acercó a mí y me dio la mano -dijo solo por decir algo-. Sé que no quisiste decir nada con eso. Sergei -dijo-. No estoy resentido. Todos decimos esas cosas de vez en cuando Todos perdemos la paciencia.
– Una serpiente -dijo Leonid
– Te está preparando para poder pedirte algún alimento -dijo Vzyatin. Pero Propenko sospechaba algo mucho más simple: Malov había recibido un mensaje de Mikhail Lvovich después de anoche Habían retirado a los perros
– ¿Qué le dijiste?
– Le dije que estaba muy presionado por esta nueva tarea. Me dijo que comprendía
– Bien -dijo Vzyatin- No habla mas sobre la violación, supongo.
Propenko sacudió la cabeza. Se sentía mareado
– Es una serpiente -volvió a decir Leonid-. Yo estaría más preocupado ahora que antes.
– Vigilan tu casa-dijo Vzyatin-. Tenemos hombres de civil que vigilan a tu familia. Todo el departamento odia profundamente a Malov
– Hace un rato el sereno viejo me contó que Malov sacó un cajón de whisky del contenedor mientras nosotros estábamos adentro discutiendo con Ryshevsky.
– ¿Delante de mis hombres?
– Tú conoces a Nikolai -dijo Propenko-. Había simulado que estaba ayudando en la descarga. ¿Quién iba a tratar de impedírselo? El viejo Ivan temblaba en sus botas al contármelo, aunque Malov no estaba a la vista
Vzyatin dejó escapar una serie de maldiciones. Sus hombres lo habían vuelto a decepcionar Propenko pensó que debía ser la única persona en la ciudad que todavía podía decepcionarse con la milicia de Vostok.
Doblaron por una calle lateral y Vzyatin aminoró la marcha, en busca de un número. Lo encontró, se acercó al borde y señaló:
– Es una probabilidad remota-dijo-. Si no tienen los cables, toma lo que puedas y lo cambiaremos por cables en algún otro lugar.
– Anatoly generalmente los consigue -dijo Propenko-. pero ahora cuesta mas
– Yo también los consigo usualmente-dijo Vzyatin-. "Usualmente" ahora no ocurre. Entren los dos sin mí. Si me ven creerán que es un allanamiento. Número 112, quinto piso. Díganle que los manda Oleg.
Propenko y Leonid salieron y siguieron cuidadosamente el camino roto. La puerta del frente se mantenía abierta con un bloque de madera, y un par de niños de ocho o nueve años estaban jugando un partido de fútbol en el vestíbulo que hacía de campo provisorio, y se pasaban una pelota hecha con papel de diario atado.
– Me hacen recordar nuestra infancia-dijo Leonid.
Propenko asintió con la cabeza. Conocía a Leonid desde que eran niños y estaba tratando de imaginar la vida sin él ahora, con otra persona sentada en la gran oficina del pabellón, con otra persona en las reuniones del Consejo. Sintió la depresión familiar que lo invadía, lo hundía en sí mismo, pintándole el futuro en diversos matices de desesperanza.
En la puerta del ascensor colgaba un cartel de cartón: EN REPARACIÓN. Encontraron la escalera y empezaron a subir.
– Bien -dijo Leonid en el primer descanso-, te estoy abandonando.
– No me estás abandonando, Leonid.
Leonid sacudía la cabeza.
– Me digo que lo hago por mis hijos. Y luego mis hijos hablan de quedarse y luchar y queda al descubierto lo que soy.
– ¿Y qué eres? -dijo Propenko duramente. La observación le había tocado demasiado directamente-. ¿Un hombre que desea vivir una vida normal? ¿Eso es un crimen? Hace tanto tiempo que no llevamos una vida normal que nos olvidamos cómo es. Primero tenemos bastante para comer y no podemos decir nada. Luego no hay bastante para comer pero podemos decir todo lo que queremos. Ahora, nadie sabe qué tenemos ni qué podemos decir. Nuestras entrañas están retorcidas. El agua que sale del grifo parece leche y pensamos, "Qué maravilla, esta mañana el agua no está marrón. Será un buen día".
Propenko terminó este discurso y evitó los ojos de Leonid. Siguieron subiendo.
– De todos modos, se puede decir algo a favor de la lucha.
En esto Propenko percibió una nota que había oído a menudo. No sabía como ocurriría con las mujeres, pero en los hombres había un lugar, un ojo secreto que miraba a otros hombres y los convertía en algo más grande, mejor, más valiente, más viril. Lo había sentido él mismo, mirando a los veteranos de la guerra, imaginando su coraje, comparándolo con sus propios miedos. Era ridículo. Hacía menos de veinticuatro horas que había cometido el acto más cobarde de su vida, y aquí estaba Leonid, mirándolo como si fuera un luchador.
Ya estaban en el cuarto piso, Leonid, el fumador, casi sin aliento.
Propenko lo dejó descansar un momento en el rellano. Pensó que ahora no estaba Vzyatin, quizá podría hacer su confesión, hacer desaparecer la pequeña traición de Leonid, revelando una pequeña traición suya.
– No debí haber ido a cenar con Lvovich ayer. No debí haber ido ahí -consiguió murmurar.
Pero Leonid dijo, con la respiración entrecortada: -Mark piensa que Lvovich estuvo detrás del crimen… en la iglesia. -Y Propenko volvió a caer en un pozo de malhumor.
En el quinto piso, salieron del rellano en sombras a un pasillo en sombras y vieron el número 112 garabateado con tiza en una puerta de mental que tenían delante.
Una mujer endeble en bata de baño abrió la puerta a la que llamó Propenko. El mencionó el nombre de Oleg y ella los hizo entrar a un piso de dos habitaciones con luces encendidas en todas partes y una sopa dulce hirviendo en una cocina estrecha. Cerca de la cocina había un sofá y en el sofá un viejo aún más endeble, una bolsa de huesos debajo de una manta, de mejillas blancas con patillas y ojos hundidos que observaron a los visitantes sin pestañear. Propenko desvió la mirada.
El hombre del sofá se quejó dolorido. La mujer siguió revolviendo la sopa, sin hacer caso de los dos visitantes en el vestíbulo. Al cabo de un minuto apagó el gas y sirvió el líquido en dos platos de plástico azul. Llevó un plato y lo dejó en el extremo del sofá cerca de la cabeza del viejo y le hizo señas de que comiera. El mantuvo su mirada sobre Leonid. Después de un minuto, a Propenko le pareció que le oía decir una palabra en un susurro que le sonó como "judío".
La mujer llevó el segundo plato a una vacilante mesa de metal y se sentó. Llevó la cuchara con sopa a la boca, tragó y levantó los ojos.
– ¡Lyosha! -gritó como loca mirando la pared.
Propenko oyó que tiraban la cadena del inodoro. Una puerta se abrió a su espalda, y él y Leonid se dieron vuelta y vieron a un joven de la edad de Lydia que salió al vestíbulo terminando de meterse la camisa dentro de los pantalones con una mano y con la otra limpiándose la nariz.
El joven les sonrió y se situó muy cerca de ellos.
– Buenas noches, camaradas.
Propenko podía ver las manchas de tabaco en los dientes y oler la cerveza en su aliento. No cedió a su deseo de darse vuelta y salir del lugar.
– Tengo un Lada -dijo-. Mil novecientos ochenta y siete. Necesita cables.
– Todos los necesitan. La niebla se los lleva. Apuesto a que también necesita la tapa del distribuidor.
Se oyó otro gemido que venía desde el sofá, pero Lyosha no pareció oírlo. Movió los ojos de Propenko a Leonid y de nuevo, se sacó una pelusa de la solapa derecha. En el apartamento hacía calor y faltaba aire, y una capa de sudor cubría su frente granujienta. Propenko esperó.
– Lew puedo conseguir cables para un Lada del 87 -dijo Lyosha, mirándolo de nuevo-. Tardarán unas dos semanas. Noventa rublos cada uno.
– ¡Cómo!
Lyosha se encogió de hombros y desvió la mirada otra vez, aburrido.
– El precio oficial es ciento noventa y cinco rublos todo el juego -dijo Propenko.
Lyosha sonrió mirando al suelo.
– Correcto. En las tiendas de repuestos. Vaya y anótese ahí, y veremos qué consigue. Cuando entregan cables, la gente que trabaja en la tienda los compra enseguida. Esa gente se los vende a amigos. Si tengo suerte, los amigos me los venden a mí. Para cuando la tienda ha recibido su dinero, y la gente que trabaja en la tienda ha recibido su dinero y sus amigos han recibido su dinero y yo he recibido mi dinero, cuesta trescientos sesenta en vez de ciento noventa y cinco. El juego.
– Oleg nos dio su nombre -interrumpió Leonid. por encima del hombro de Propenko.
– Lo sé. De otro modo mi madre no los habría dejado entrar.
– ¿Sabe qué hace Oleg?
Lyosha les dirigió su sonrisa insulsa.
– ¿Conduce el auto del Jefe?
– ¿Y sabe quién nos está esperando abajo, para llevarnos a casa?
– ¿El Jefe? -adivinó Lyosha, ampliando su sonrisa-. ¿El propio Víctor Akakievieh?
La vieja había acabado de sorber ruidosamente su sopa en la habitación de estar y lavaba el tazón debajo del grifo. Su marido eructó con ruido.
Propenko había oído hablar de gente como Lyosha, aunque siempre los había imaginado viviendo con una amiga en un apartamento al sur del río, vestidos con chaquetas de cuero, y turnando cigarrillos extranjeros. Siempre había pensado en ellos y sus familias como siguiendo un camino distinto del de los Propenko, pero parecía que ahora alguna fuerza misteriosa, algún error de navegación, los había juntado. Se echó atrás ligeramente, Lyosha se inclinó hacia adelante, todavía sonriente, echándole su aliento, como un drogadicto.
– Trescientos sesenta rublos es casi lo que gano en un mes -le dijo Propenko.
El joven simuló sentir lástima por él cuando lo oyó decir eso.
– Debería buscar un empleo mejor, tío. Trescientos sesenta es el precio normal. Ya que ustedes son buenos amigos del Jefe, podría bajar hasta trescientos cuarenta y cinco pero supongo que usted ni siquiera tiene esa cantidad en el bolsillo, ¿no es así?
– No -confesó Propenko.
– Apostaría a que no tiene ni siquiera trescientos -Lyosha recorrió la ropa de Propenko con sus ojos brillantes y sonrió afectadamente.
– Vamos, Sergei -dijo Leonid. Tenía la mano en el codo de Propenko. Propenko estaba mareado. Los ojos de Lyosha parecían iluminados artificialmente, sin fondo. Una parte de él quería levantar al muchacho y tirarlo por la ventana, otra parte quería aceptar el precio y tener el auto de nuevo en la calle, y otra parte se sentía como si hubiese pisado goma y la goma se estuviese endureciendo, pegándolo a este piso para siempre. No podía creer que el chófer de Vzyatin tuviese amigos como este. La vieja pasó a su lado y entró en el cuarto de baño y, como para evitar que ellos oyeran sus ruidos, Lyosha fue hasta la puerta del vestíbulo, la abrió y extendió el brazo en un gran gesto. Propenko no lo miró cuando pasó a su lado.
En el vestíbulo de la planta baja los chicos seguían jugando, pero ahora Vzyatin se les había unido y estaba evitando un gol con su cuerpo, incitándolos a seguir. Los chicos se colocaban al fondo por turno y le pegaban a la pelota de papel tan fuerte como podían, Vzyatin desviaba el tiro con facilidad, hasta que por fin la pelota se rompió y corrió a saltitos por el piso. El Jefe levantó la vista, feliz como un chico de nueve años.
– ¿Tuvieron suerte?
Propenko negó con la cabeza.
– Tu chófer tiene amigos extraños -dijo Leonid.
Vzyatin les sonrió y se encogió de hombros.