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13 de agosto de 1991

Todas las embajadas tienen sus secretos, pero la embajada de Estados Unidos en Moscú, tiene una vida secreta especialmente rica, capa sobre capa de hechos que algunas personas conocen y otras no: todo desde el nombre del hijo del diplomático que es drogadicto a los catorce años, hasta los nombres de los hombres de ciencia y los coroneles del ejército del Soviet que han estado pasando información en secreto a sus tratantes norteamericanos durante los últimos veinte años. Hay días en que uno siente cómo estos secretos se escurren a lo largo de los sesgados pasillos del edificio, giran por su patio desordenado y las oficinas polvorientas, se enroscan alrededor de los ojos y la lengua del personal. La nuestra es una comunidad extraña, una colección de mujeres, hombres y niños sin raíces, forasteros crónicos. Todos desde los obreros de la construcción temporarios hasta el Embajador tienen algún nivel de garantía de seguridad, algún grado de conocimiento que deben proteger, y el efecto acumulativo de todo esto es, creo yo, una cierta corrupción espiritual, una contaminación subconsciente de las relaciones, personales y profesionales, y del mundo interior de las personas.

En el corazón de esta colmena de secretos está la Oficina de Seguridad. La gente de Seguridad se especializa en la sospecha, como supongo, debe ser. Ven a todos, sean soviéticos o norteamericanos, como una fuente potencial de traición, una amenaza a la buena salud y existencia de Estados Unidos.

No me burlo de ellos. En el pasado, pero especialmente ahora, ha habido amenazas verdaderas al bienestar y existencia de Estados Unidos. De afuera y de adentro, y verdaderos peligros para los norteamericanos que viven aquí.

No me burlo de la gente de Seguridad, pero aún después de todos estos años de trabajar con ellos en diversos lugares, no llegan a gustarme. Si en tanto que comunidad nuestros secretos nos corrompen a ellos les corrompen sus secretos y su sigilo como almas individuales. Y dado que sus secretos son más importantes, también, entonces, lo es su corrupción. Viven detrás de mamparas espesas. Temen incesante y obsesivamente ser engañados y derrotados. Ocultan sus propias debilidades y buscan activamente descubrir las de los demás, actitud que me parece el polo opuesto del amor.

No fue ninguna casualidad, entonces, que cuando pensé en protegerme de Chesi y de su afecto atolondrado e imprevisible, pensé en Peter McCauley, ninguna casualidad que pronunciara su nombre en mi momento de terror. Cuando me encuentro con Peter siento que estoy siendo palpada en busca de fragilidad psicológica, inestabilidad emocional, pequeños nodulos cancerosos en mi lealtad. Peter mira en mi interior y parece ver todas las sombras y defectos. Observa desde atrás de su máscara jovial, demasiado rígido y seguro de sus opiniones. Y entonces, claro, una parte de mí lo envidia.

Hoy después del trabajo, el embajador Haydock ofreció una de sus fiestas para levantar el ánimo. Asamos hamburguesas y salchichas en el césped del nuevo recinto. Comimos brownies y sandías rodeados por nuestra pared de ladrillo de tres metros de altura y nos hicimos la ilusión de estar en Estados Unidos. Estas reuniones no me gustan, pero me hice presente. La gente hablaba de su trabajo y se quejaba de los "Sovs" como los llamammos nosotros. Hubo un partido de fútbol y Frisbees y chicos que corrían por ahí y lloraban, y el espectáculo usual de mujeres que revolotean alrededor de sus maridos como si yo fuera a llevármelos a mi cama de divorciada. Fue todo tan inocuo y, por debajo de nuestra jovialidad norteamericana, tan poco natural, tan triste. Tanta gente que desearía estar en otro lugar.

Estaba hablando con uno de mis colegas favoritos, Richard Gibbons, el extravertido y canoso funcionario de Información, cuando Peter McCauley me encontró. Traía una Coca en una mano y llevaba puesta una chaqueta deportiva muy sencilla y pantalones informales, como para ofrecer el aspecto menos llamativo y más normal posible. Al cabo de un minuto o dos, Richard se alejó (algo que la gente tiende a hacer cuando Peter se acerca) y la conversación agradable y variada se desplazó directamente sobre Vostok.

– De modo que tu amigo decidió abandonar el barco.

– Eso no es cierto, Peter.

Movió las cejas y me sonrió de una manera que él debe haber creído muy agradable. Tomó un sorbo de su copa y por un momento pensé que con eso lo iba a dejar ahí y se manejaría solo con Chesi, conseguiría su venganza secreta propia sin decirme otra palabra a mí. Sobre su frente alta había gotas de sudor, aunque eran las seis de la tarde y el día no era demasiado cálido, y dirigió sus ojos grises al partido de fútbol y al edificio de la embajada en su mayor parte vacío y lleno de micrófonos ocultos

– ¿Le pasaste lo que te conté sobre Vostok? -dijo despacio-. , El crimen, la inquietud y todo lo demás?

Le dije que lo había hecho. Exactamente como me había pedido: sin revelar mi fuente

– Es curioso que haya querido ir allá sabiendo todo eso. ¿no te parece?

– No en él

McCauley se encogió de hombros y dejó que su mirada recorriera la habi-tación. Mas allá oí la risa cortante, de borracha, de Marylyn Michlain.

– Podría estar corriendo algún peligro, sabes -dijo McCauley como al pasar, simulando que no me miraba, aunque yo sabía que me observaba por el rabillo del ojo-. En realidad deberíamos mandar a alguien para arrastrarlo de vuelta aquí, pero no me gusta arriesgar a uno de mis hombres por un tipo como él.

Claro está que trataba de que yo revelara alguna emoción, de ver de que lado estaba: intentaba -un poco toscamente, pensé- empujarme a hacer lo que ya tenía medio decidido de todos modos. Sentí que estaba presionado por sus jefes en los Estados Unidos. Sentí que estaba sudando, temiendo que Chesi hiciera realmente algo espantoso que nos metiera a todos en un lío… Pero antes de que me pudiera ofrecer que fuera al sur. Marylyn llegó hasta nosotros describiendo curva s y tambaleando, pasó un brazo alrededor de la cintura de Peter. Y yo me valí de eso como excusa para alejarme y pensarlo un poco mas

De modo que hace casi dos horas que estoy en casa, sentada en uno de mis balcones un tanto inseguros y observando cómo nuestros hombres custodian nuestro apartamiento lleno de caros automóviles extranjeros con matricula diplomática. Ha caída la noche, una fresca y suave noche de verano en Moscú. Me empieza a parecer posible que Chesi haya ido a Vostok. no para darme una bofetada, sino para dársela a los 'hombres de camisa blanca", como él los llama, incluso a McCauley. Sentada aquí en la oscuridad, con el recuerdo de la expresión satisfecha de McCauley; lo que hizo no me parece tan infantil. Estén enfadada claro, pero el enojo es en su mayor parte viejo: tiene más que ver con el pasado de Chesi que con su presente.

Chesi ya sabe quien es McCauley (o. más bien, lo que es) y lo imagino allá en el desesperado interior victima de una ilusión de celos. No me parece una idea irrazonable pedirle a Haydock. que me deje volar allá para arreglar varios líos de una vez, pero lo consultaré con la almohada y veremos que pienso mañana.