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El martes (sintiendo quizá la llegada inminente de la gente de prensa norteamericana) el mandamás de la aduana se acordó de la comprobación por muestreo. Sin amilanarse y malhumorado, revisó dieciocho contenedores en el tiempo que le había llevado revisar tres el día anterior. Pero para Czesich ni siquiera esto era lo bastante rápido. Sentía que la suerte lo estaba abandonando, que los agentes de Seguridad de la Embajada y el Consejo del Comercio y la Industria lo estaban cercando.
El miércoles a mediodía Ryshevsky ya estaba aprobando el contenedor numero treinta y tres y Czesich subía a su oficina privada para vigilar el télex. Cada vez que Propenko o Leonid o Ryshevsky entraban para usar el teléfono o el baño, esperaba que volvieran al área de trabajo blandiendo un puño con un cable de Moscú Un reportero valiente de un periódico independiente llegó para redactar una nota sobre la ayuda alimentaria y Czesich le concedió la entrevista lleno de culpa, mirando por encima del hombro, deseando contra toda razón que pudiera pasar los alimentos por la aduana y estar fuera de la ciudad cuando las burocracias lo alcanzaran. A las cinco de la tarde del miércoles, con una desagradable niebla amenazando desde el horizonte una vez más, Ryshevsky dio el visto bueno al último de los cajones de madera y firmó un documento que daba a la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos el derecho a comenzar la distribución de dichos productos importados, segiin las listas de contenido adjuntas. Czesich no se permitió un pequeño ataque de frivolidad, la tentación de hacer una broma. "Gracias a Dios no encontró la heroína. Ryshevsky''. estuvo a punto de decir, delante de todos los obreros y los espectadores "Diez mil adictos de Donbass se lo agradecen."
Malov atrajo su atención y le guiñó el ojo. y Czesich se dio la vuelta.
Se suponía que el camión faltante había sido localizado y estaba en camino desde Rostov sobre el Don, pero él no tenía esperanza de llegar a verlo jamás. Dos contenedores. Una pérdida del cinco por ciento para él y una bonificación de 600.000 rublos para la mafia soviética. Era el precio a pagar ahora por hacer negocios aquí, parte del nuevo capitalismo.
En el hotel se puso una chaqueta deportiva, pantalones y zapatos cómodos, y luego se sentó al lado del teléfono respirando despacio. Eran las diez de la mañana en Washington. Filson con la energía que le proporcionaba la cafeína, estaría caminando por su oficina con un Doberman encadenado. Filson podía ser muy grosero; esto no iba a ser agradable.
Cuando le consiguieron la comunicación, Czesich dijo:
– Myron Filson, por favor-y cerró los ojos.
– Filson.
– Filson, soy…
– ¡Czesich! -gritó Filson por teléfono-. Qué… el… ¡Cristo!
– No grites, Myron.
– ¿Que no grite?
El jefe de Czesich estaba entre los que pensaban que la idea de que los comunistas escuchaban las conversaciones telefónicas era sólo una histeria anticomunista. ¿Había alguna prueba? Quería saber. Además del edificio nuevo de la embajada, un caso especial, ¿se había encontrado alguna vez una prueba? Esa gente todavía no ha aprendido a hacer gasolina sin plomo, ¿se puede creer realmente que pueden intervenir todos los teléfonos en cada maldito hotel Intourist en todo el maldito país?
– Haydock me maltrató durante veinte minutos anoche, ¡y me dices que no grite'.
– Los contenedores ya están en orden. Empezamos a repartir los alimentos mañana.
– ¿A quién le importa una mierda los contenedores? -gritó Filson-. ¿Qué está pasando? ¿Tienes a alguna rusa allá, o qué?
– Aquí hay gente hambrienta, Myron. Me mandaron para repartir víveres y eso es lo que voy a hacer.
– ¿Y no te importa un comino que este no sea el momento apropiado?
Apropiado. Era una de las palabras favoritas de Filson.
– No tienes la menor idea de lo que está pasando aquí, Myron.
– Te has vuelto loco, eso es lo que está pasando.
– Por una vez he tomado una decisión por mí mismo. No es lo mismo.
– ¿Sabes cómo tu "por una vez por mí mismo" ha afectado a la USCA? Ningún embajador en ninguna parte del mundo va a confiar en nosotros para encargarnos de sacar la maldita basura después de esto. Donde vayamos nos llevaran con una correa.
– Esa no fue mi intención.
– ¿Cuál fue? Por Cristo, Chesi. Esa no es tu manera de actuar. ¿Qué demonios está pasando, quieres decirme?
– Me harté de la mierda.
– ¿Qué mierda? ¿Qué mierda! Has hecho esto durante veinticinco años, y de pronto es una mierda?
– Bebí unas copas y por la mañana me pareció una mierda. -Czesich todavía tenía los ojos cerrados. Estaba tratando de encontrar la verdad exacta dentro de sí mismo y decirla claramente. En parte era eso. En parte era historia. En parte es que estoy enamorado de Julie Stirvin y quería demostrarle que no soy sólo un burócrata de corbata que adula al segundo en el mando.
Filson se tenía por un hombre honorable. La frase sobre el segundo en el mando lo irritaría. Czesich se mordió la lengua durante unos segundos, luego no pudo contenerse:
– No es algo personal.
– ¡Estás acabado! -explotó Filson-. Ya perteneces a la historia. Te ha llegado el momento de la mecedora.
– Te agradecería que se ocupen de mi pensión.
– Seguro -Filson barboteaba, rugiendo por teléfono-. ¿Alguna otra petición?
– ¿Podrías llamar a Marie? No puedo conseguir comunicarme con ella, Dile que estoy bien. Dile que cenaremos juntos en Nochebuena.
A once mil kilómetros de distancia, Czesich sintió el impacto del auricular al golpear el teléfono cuando Filson cortó bruscamente.
Anatoly le había ofrecido quedarse una hora más y llevarlo a la casa de Propenko, pero Czesich no lo quiso aceptar. Se quedó de pie en la acera del hotel observando cómo la niebla surgía majestuosamente del valle, y haciendo señas con el brazo a una sucesión de taxis vacíos que pasaban a toda velocidad. Un estado de ánimo maravilloso y desacostumbrado se había apoderado de él, soledad. Por primera vez, que recordara, estaba solo consigo mismo, sin nadie que lo observara.
Al cabo de casi diez minutos de estar allí empezó a sentir frío, y decidió caminar calle arriba algunas manzanas y probar en un lugar más tranquilo. Había llegado sólo hasta la primera esquina cuando le pareció sentir que había alguien detrás de él que lo seguía paso a paso. Al promediar la manzana siguiente intentó el truco del patio de nuevo y cuando volvió a la acera quedó un momento mirando a través del Prospekt Revoliutsii hacia el pabellón. Allí había un Volga blanco aparcado en la entrada y, desde esta distancia, el hombre al volante se parecía mucho a Nikolai Malov. Czesich saludó con el brazo de una manera inocente y amistosa, pero Malov simuló que no lo veía. Czesich caminó unos pasos, puso un paquete de Marlboros en la mano que extendía y consiguió un taxi en medio minuto. Antes de llevar a la avenida Octubre, se detuvo para comprar dos botellas de champaña soviético etiqueta dorada y algunos chocolatines, y espió una vez por la ventana posterior; niebla, autobuses, la confusión de taxis de la hora pico, y un Volga blanco que cambiaba de carril detrás de ellos. ¿De modo que Malov sabía que iba a la casa de Propenko a cenar? ¿Y qué importaba?
Los Propenko vivían en el conjunto de apartamentos soviéticos más típico, un grupo de cajas beige ruinosas, hechas con losas de cemento manchadas, y con balcones precarios. Una pandilla de adolescentes estaba sentada afuera en unos maceteros vacíos. Fumaban, movían la cabeza al ritmo de un parlante que lanzaba al aire rock and roll occidental. Cuando Czesich forcejeó un momento con la puerta metálica atrancada, uno de los jóvenes hizo un comentario y una de las chicas rió.
Entre todas sus visitas a hogares soviéticos, que debían haber sido cien, la mayoría con Julie, Czesich no recordaba nada más que dos o tres noches que fueron un fracaso. El vestíbulo maloliente y el ascensor ruidoso, el corredor sin luz, los graffiti. el marco de la puerta del apartamento 25 que parecía haber sido hecho por carpinteros borrachos, nada de eso lo engañó. Tocó el timbre y esperó a que la puerta se abriera a cuatro habitaciones llenas de luz y buena voluntad, y a cuatro caras sonrientes que esperaban lo mejor de él.
Tenía razón. Propenko llenó la entrada, el rey en su reino. Hubo apretones de mano y presentaciones, muchas exclamaciones ante sus regalos, una calidez perfectamente natural que había visto duplicada solamente en Boston Este, donde la gente también era pobre, los apartamentos también demasiado calurosos y olían a comida, las familias también amontonadas en edificios cuyos apartamentos jamás podrían comprar. Siguió la costumbre soviética y cambió los zapatos por un par de zapatillas. Lydia. la encantadora hija de Propenko lo llevó a la sala de estar y lo hizo sentar en un sofá. Marya Petrovna, la abuela, se quede) a cierta distancia y lo miraba como si viniera de otro planeta.
– Siéntase como en su casa -le dijo.
Y así fue.
Sirvieron la comida en una mesa con mantel, que habían llevado de la cocina a la sala de estar en honor a su visita. Una ensalada de tomates y crema agria, luego cerdo y repollo a la juliana. Se había prometido que no bebería pero en cuanto sirvieron la comida, Propenko abrió una botella de vodka y no pudo negarse.
– Estuvimos estudiando el atlas antes de que llegara -le dijo Propenko afablemente. Aquí parecía enteramente cómodo, directo, simple y sin dudas, pero algo andaba mal en su mundo interior. Czesich tenía un sexto sentido para estas cosas-. Tratábamos de adivinar donde habría nacido.
– Massachusetts.
– Massachusetts -corrigió Marya Petrovna.
– Massachussetts.
Propenko levantó la comisura de los labios.
– ¿Está en el sur?
– Noreste. No lejos de Nueva York.
– Menkhettn -dijo Marya Petrovna-. Uollstree.
– Wall Street. Eso está en la ciudad de Nueva York. Yo nací en Massachusetts. Ahora vivo en Washington.
– Wide Haus -dijo Marya Petrovna-. Kepetl Kheel.
– Conoce bien a Estados Unidos.
– Por los noticiarios -dijo la vieja-. Todas las noches Vasheentone, Menkhettn. A veces Kahleefornya.
– Espero que hablen bien de nosotros.
– Bien y no tan bien.
La esposa de Propenko se apresuró a servir más comida en el plato de Czesich. Propenko hizo saltar el corcho de la primera botella de champaña y Lydia sirvió un vaso a cada uno.
– ¿Es casado? -preguntó Raisa.
Czesich les dijo que estaba divorciado. El divorcio era un concepto que los soviéticos comprendían. El de una esposa católica que se negaba a firmar los papeles no lo era.
– Tenemos un hijo ya mayor. Vive en Nevada.
– Las Vegas -dijo Marya Petrovna-. Prasteetutsia.
Propenko tosió y le hizo una seña con la mano.
– Perdónela -dijo-. Tomamos una copa antes de que usted llegara… de puros nervios.
– Prasteetutsia -repitió Marya Petrovna en voz bien alta, mirando directamente a Propenko-. El americano sabe que es eso.
Czesich dio un respingo: Ella no podía imaginarse.
– ¿Todos nacieron en Vostok?
– Mamá nació en el campo -dijo Raisa-. En el pueblo. Los demás nacimos en una parte de Vostok llamada Makeyevka. Donde están las minas. Nos mudamos a este edificio hace nueve años.
– Lydochka habla americano -dijo Marya Petrovna, sin ningún motivo. Pareció haber estado esperando toda la tarde para decirlo.
– ¡Abuela!
– Di algo, niña.
La cara de Lydia estaba tan roja como los cuadros del mantel. La madre y el padre la miraban orgullosos.
– ¿Qué edad tiene? -le preguntó Czesich despacio en inglés.
– Veinte años.
– ¿Y dónde vive?
– Vivo en Vostok.
– ¿Y qué le gusta de Vostok?
– Me gusta -buscó las palabras- la lucha poética por la democracia.
Czesich rió.
– ¿Cometí un error?
– No -dijo él, ahora en ruso-. Lo habla muy bien.
– Shoton ana skazala? -quiso saber Marya Petrovna, y cuando Czesich le hizo la traducción, la vieja pasó el brazo sobre la esquina de la mesa y juguetonamente pellizcó el lóbulo de la oreja de su nieta-. Siempre la política -dijo-. Contigo todo es política.
– Ahora no se puede vivir sin la política -dijo la joven. Miraba directamente a Czesich, y él miraba directamente el recuerdo de ella sosteniendo la Biblia abierta para el padre Alexei-. ¿No le parece?
– En este país, es así.
– ¿Y en Estados Unidos?
– En Estados Unidos, si uno quiere, puede evitar la política.
– ¿Y usted la evita? -preguntó Lydia.
– En su mayor parte, sí.
– ¿Pero, por qué?
No sabía por qué. Porque asociaba la política norteamericana con besar bebés y con la riqueza, quizá. Porque parecía lejana y fútil. Porque las cosas estaban más o menos bien tal como eran.
– Paso mucho tiempo en el extranjero. Allí me intereso por la política.
– ¿Trabaja para la CÍA?
– Lydia -dijo Propenko.
Raisa pidió disculpas por su hija.
– No, no trabajo para la CÍA -le contestó Czesich a la joven-. No lo haría. Es sólo que la política me resulta más interesante en el extranjero. Supongo que es por la distancia.
– ¿Y qué piensa de la situación en nuestro país?
– Lydia, deja que el hombre coma -dijo Raisa.
– Pienso que es interesante -Czesich tragó un sorbo del champaña dulce, verificó la expresión de Propenko, y decidió no agregar nada más.
Pero la abuela lo miraba fijamente.
– Deeplamat -dijo. No sonó como un elogio. Lydia también lo miraba fijamente, los mismos ojos de su madre y su abuela, la misma seriedad del padre. De una manera inocente y sensual, La joven era muy hermosa.
Czesich intentó de nuevo.
– Pienso que los mineros constituyen una fuerza política interesante y disciplinada, muy bien organizada. Nuestros mineros no desempeñan un papel tan importante en Estados Unidos.
– La gente dice que la CÍA los está ayudando.
Pregúntale a tu amigo el sacerdote, pensó Czesich. Pregúntale a su amigo Peter McCauley.
– Dale a nuestro huésped una oportunidad para que coma -le dijo Propenko-. Lo estás sometiendo a un interrogatorio.
– A él le interesa -dijo Lydia, pero durante unos minutos se dedicaron a temas menos comprometidos. Propenko volvió a preguntarle por el hotel, como si no pudiese creer que Czesich estuviera cómodo allí. Raisa le preguntó dónde había aprendido a hablar ruso tan bien, y cuando Czesich se lo explicó, Marya Petrovna quiso saber todo sobre el abuelo Czesich: cuándo se había ido de Rusia, cómo se había ganado la vida en Estados Unidos, cómo lo trataron los estadounidenses "de veras", qué decía de los bolcheviques.
La charla transcurría mientras seguían comiendo y bebiendo sin pausa, y Czesich se sintió como si lo estuvieran haciendo entrar muy despacio en un nido cálido y seguro. El vitriolo de Filson se convirtió en algo lejano y divertido, sin consecuencias. El final de su carrera en la USCA no era real.
Inquirió si no había algo especialmente interesante que debería ver en su tiempo libre.
– Vaya a mi pueblo -sugirió Marya Petrovna. Apoyó una mano sobre la muñeca desnuda de Czesich y la calidez de su gesto lo sorprendió. Su vida no era rica en contactos físicos-. Si no conoce mi pueblo, tampoco habrá visto a Rusia, eso es todo.
– Me encantaría ir a su pueblo.
– Lo llevaría, pero estoy demasiado vieja. Mi corazón flaquea.
– Lo llevaré yo -ofreció Lydia.
A Czesich le pareció que sus padres se ponían tensos ante la sugerencia. Un eco resonó en la habitación, pero él no había oído el sonido.
– Podríamos ir en el elektrichka hasta Leskovo y ver la iglesia donde bautizaron a la abuela -dijo Lydia-. Llevaríamos comida, y hablaríamos inglés todo el camino de ida y de vuelta.
Czesich sonrió y asintió, pero sentía que estaba entrando en un territorio peligroso. No era un experto en las múltiples facetas de la vida familiar. Con Michael muy a menudo había sentido que hablaban idiomas diferentes. En la superficie, un inglés cortés; por debajo, un dialecto primitivo sin palabras, lleno de gritos y sangre. La palabra que corresponde para la clase de padre como era él era "torpe" y lo que menos quería hoy era marcar a otra familia -esta familia- con esa impresión digital sucia.
– Veremos -dijo Propenko-. Estamos en una época inestable. Quizá debería esperar un poco para hacer esa excursión al pueblo.
– No es inestable en el pueblo -dijo Lydia-. ¿Qué puede haber más seguro que ir a la iglesia?
Había terminado con el plato principal. Raisa y Lydia retiraron los platos. Propenko sirvió otra ronda de vodka y bebieron por el éxito del reparto de alimentos, y charlaron jovialmente durante un rato. No se mencionó los contenedores faltantes. Czesich descubrió un par de guantes de boxeo muy usados que colgaban de la pared, y preguntó por ellos.
– Sergei fue un campeón -se jactó Marya Petrovna. Ella también estaba un poco achispada, y en consecuencia una década más joven-. Todos en Vostok se acuerdan de él.
Propenko pareció tan avergonzado como un escolar.
– Yo jugué un poco al hockey en la escuela y la facultad -dijo Czesich para establecer otro lazo con ellos, para parecer menos extranjero a sus ojos-. Pero pelear siempre me asustó. Si me encontrara envuelto en una pelea no tendría la menor idea de qué hacer. Ya hace treinta y cinco años o más.
– Muy simple -le dijo Propenko-. Hay que pegarles aquí. -Señaló la hendidura de su mentón.- Tan fuerte como pueda. Una vez. No hay que pensarlo, simplemente estar decidido a hacerlo, y se hace. Justo aquí, una vez. Eso es todo.
Czesich le prometió tener en cuenta su consejo.
– Traernos chocolate fue muy amable de su parte -dijo R.aisa mientras ponía una bandeja en el centro de la mesa- Ahora nos cuesta encontrarlo. Es defitseit
Lydia trajo tazones con helado de vainilla. Propenko se aseguro de que todos tuvieran una copa de champaña llena
– En Estados Unidos nunca hay nada defitseit, ¿no es verdad?
– El dinero -respondió Czesich con sarcasmo, pero nadie lo captó. La combinación fatal de champaña y vodka lo había invadido. En su imaginación se burlaba de Filson Le estaba pegando una derecha en la mandíbula a Peter McCauley.
– Y tampoco hay colas, ¿no?
– En realidad, no. A veces para un concierto o una exposición especial de algún museo o para entrar en un restaurante muy popular una noche de fin de semana.
– El sistema de mercado libre -dijo Marya Petrovna-. El sábado por la mañana, un viejo murió aplastado por la gente mientras esperaba para comprar botas Lo pisotearan como ganado.
– ¿Cerca del hotel?
– En la esquina de la calle de Sinyaskaya. el edificio gris.
– Vi a la gente amontonada -dijo Czesich.
– Murió pisoteado -repitió Marya Petrovna.
– Esperando para comprar botas búlgaras -dijo Raisa.
Sin mirarlo directamente. Czesich aun intentaba descubrir cuál era el estado de ánimo de Propenko. Una conversación como esta era difícil para un hombre del partido, aun descontando la presencia americana.
– Nuestro sistema tiene sus problemas propios -dijo
– Deeplamat -volvió a decir Marya Petrovna. A Czesich le remordió la conciencia
– Soy medio ruso -dijo-. Necesito más alcohol para abrirme con la gente
Todos rieron. Propenko hizo saltar el segundo corcho contra el cielo raso y volvió a llenar la copa de Czesich. Lo miraron beber, doh dnah hasta el fondo, y entonces Marya Petrovna dijo:
– Ahora. Hable.
– Sea político -dijo Lydia alegremente-. Sea norteamericano.
– Está bien -Czesich vio como un pequeño remolino cálido pasaba por delante de sus ojos-. Tengo un amigo, un hombre bondadoso, que ha tenido una vida muy difícil. Bebe demasiado. Ha tenido muy mala suerte, provocada en parte por él mismo: un mal casamiento, un trabajo desagradable y así sucesivamente. Ahora está envejeciendo y quiere cambiar, pero no puede ¿Saben por qué?
– No tiene nigún modelo para el cambio -propuso Lydia.
– No. Se ha acostumbrado a ser desgraciado. Encuentra cierto consuelo familiar en ello. De algún modo, lo asusta la idea de no ser desgraciado.
– ¿Qué le va a pasar? -dijo Lydia
– Nadie lo sabe.
Czesich se dedicó a su helado. Vio que Propenko estaba sentado muy quieto con una mano en el pie de su copa. Raisa se levantó de la mesa y volvió con té
– Y su amigo representa a la Unión Soviética -dijo Propenko por fin.
– Claro. Sergei -dijo Raisa. nerviosa.
Czesich se encogió de hombros para demostrar que no había querido ofenderlos. El hombre representaba a la Unión Soviética, el hombre lo representaba a el Sus tristes historias parecían haberse fusionado.
– A nadie le gusta sufrir -dijo Propenko.
– No dije que le gustara Dije que estaba acostumbrado
– Acostumbrado -repitió Propenko-. Y exageradamente orgulloso de estarlo
– No tenemos mucho más de que estar orgullosos -interrumpid l.ydia
– La guerra -dijo Raisa
– Mas sufrimiento-repuso Propenko.
– Espacio-dijo Lydia. contradiciéndose-. Deportes. Grandes escritores.
– Los escritores son rusos -le dijo Marya Petrovna-. No soviéticos.
– Pueden estar orgullosos de la familia rusa -dijo Czesich-. De la amistad rusa Del alma rusa. -Nadie pareció oírlo.
– Somos los campeones del sufrimiento -anunció Propenko. Parecía bastante ebrio, mirando sus hombros y manos, pensando en su consejo sobre boxeo. Czcsich se sintió aliviado al ver que era un borracho considerado y completamente amigable- Si hubiera una Olimpiada del Sufrimiento. Rusia se llevaría todas las medallas de oro.
– Con Etiopía -dijo Lydia
– Nosotros entrenamos a los etíopes. Les mandamos enviados especiales para que les enseñaran las maneras más eficientes de ser miserables. Los etíopes, los cubanos, los polacos, ahora viven hambrientos y desgraciados gracias a nosotros
– Hay algo que no comprendo -dijo Czesich-. Acabamos de comer muy bien esta noche. Personas que conocí en Moscú me dijeron que el gobierno se asegura de que Vostok tenga abundante comida para que los mineros se queden tranquilos.
– Pero no están tranquilos, sin embargo -dijo Lydia con orgullo.
– Déjalo terminar. Lydia.
– En el tren un hombre me preguntó por que se había elegido a Vostok como uno de los lugares donde repartir alimentos y no supe qué decirle.
– En Vostok hay gente hambrienta-dijo Marya Petrovna-. ¿Ha visto el vecindario cerca de la iglesia. Belaya Rechka? Ahí ha\ gente que tiene hambre. Y al sin del río Y en los pueblos
– De todos modos Ustedes están mejor que en otros lugares ¿ no es cierto? ¿Mejor que en Ufa o en Uzinsk?
– Ufa -la vieja se burló-. La gente tenía hambre en Ufa ya antes de la perestroika.
Lydia habló con conocimiento, como alguien del doble de su edad.
– El padre Alexei dice que se eligió a propósito, para molestar a Mikhail Lvovich. ¿Se lo dijo en el tren?
– No.
– Usted le gustó mucho -siguió ella-. Dijo que pertenecía a una especie diferente de la de otros norteamericanos que ha conocido.
– ¿Cuándo conoció a otros norteamericanos? -dijo Raisa suspicaz.
– No sé -dijo ella, y Czesich deseó, por su propio bien, que estuviera diciendo la verdad-. Quizás en Moscú.
– A mí también me gustó él.
– Le dijo Czesich a Lydia, con el deseo de parecer agradable, neutral y diplomático.
– Debería oírlo predicar. -Podríamos ir al pueblo el sábado y a la misa el domingo a la mañana.
– El embajador de Estados Unidos quizá llegue el sábado y se queda hasta el domingo -dijo Propenko.
– Podríamos presentarle al padre Alexei.
– Mikhail Lvovich nunca lo permitiría.
– ¿Como puede evitarlo, papá?
– Puede hacer cosas que tú no sabes que puede hacer.
– El amigo de Lydia fue asesinado en la iglesia -dijo Marya Petrovna abruptamente, como para fastidiar a su cauteloso yerno.
Lydia se quedó callada; las dos mujeres mayores la miraron, y luego Czesich como pidiéndole su opinión. Propenko estudiaba el helado.
– Estoy enterado de eso -dijo Czesich-. Lo siento mucho.
La conversación se empantanó. Czesich trató de pensar algo que decir, una manera de suavizar las cosas, pero lo único que se le ocurría eran lugares comunes rancios de su carrera estéril, y los rechazó.
– ¿Y qué pasa con Yeltsin? -dijo, para tratar de sacarle algo a Lydia-. ¿Qué va a pasar?
– ¡ Va a ser presidente! -dijo ella desafiante. Ninguno de sus mayores estuvo de acuerdo. Admitieron que Gorbachov estaba herido, quizás, inválido, quizá viviendo sus últimos días, pero el consenso era que no lo desplazaría Yeltsin, sino Puchkov, el ejército y la KGB. Raisa asqueada dijo que algunos pensaban que el cambio sería para mejorar.
– Miramos la historia -dijo Propenko-. Recordamos a Khruschev, como Gorbachov, abriendo puertas, corriendo riesgos. Lo aplastaron como a un conejo en la ruta
– La gente lo recuerda -Raisa estuvo de acuerdo.
Czesich estaba lo bastante borracho como para preguntarse en voz alta si, quizás esta vez, la misma gente no se levantaría frente al ejército, la KGB. Era el sueño imposible del abuelo Czesich, reciclado.
– Antes aniquilaban a los que se rebelaban -dijo Raisa-. Usted no comprende.
– Pero uno no puede darse por vencido por anticipado ¿no es cierto? -dijo Czesich. y Propenko le dirigió una mirada extraña. Furia, sorpresa, ofensa, no la pudo interpretar.
De alguna manera, quizá gracias al alcohol, la conversación tocó temas menos volátiles. Hablaron de la reciente visita del presidente Bush a Moscú y Kiev, de los magníficos equipos de hockey del pasado, de Tolstoy y Dostoyevsky, de Akhmatova y Babel. Durante más o menos una hora. Czesich se sumergió en lo que, para él, era el exótico toma y daca de la familia. Como algo que flota lejos de la costa, todo el enmarañado revoltijo de la política de Moscú emergió de vez en cuando, pero a medida que el aire se calentaba, pareció que empezaba a sentirlo como una realidad secundaria, un espejismo que brillaba tenuemente en la lejanía brumosa. Cuanto más bebían, hablaban y reían, menos posible parecía que las ambiciones de hombres tan alejados pudieran tener algún efecto sobre este hogar.
A las once de la noche, Marya Petrovna anunció que, norteamericano o no, tenía que acostarse. Besó a Czesich en las dos mejillas, besó a su nieta, y se fue al cuarto de atrás. Czesich se sentía confortablemente achispado. No quería irse. Ellos no parecían querer que se fuera.
– Lamento lo de Ryshevsky y todo el resto -le dijo Propenko-. Los candados. La reunión. Me siento avergonzado.
– Lo he visto antes -dijo Czesich-. En muchos lugares diferentes. -Contó una anécdota breve sobre un inspector de aduana en Kazan que una vez le había hecho abrir once cajas de papel higiénico y contar cada rollo.
– Estaba esperando que le diera algunos -dijo Raisa-. Eso es todo. Estaba cansado de usar el Pravda.
Propenko asintió, pero parecía incapaz de sonreír.
– Empezaremos a entregar los alimentos mañana-dijo seriamente-. Tres días de demora no está tan mal. Ryshevksy anduvo mucho más rápido estos dos últimos días.
– Creo que Malov le dijo algo -dijo Czesich, y el aire cambió instantáneamente. El eco volvió. Por un momento pensó que la noche se había echado a perder.
Propenko miró a su esposa, luego de nuevo a Czesich.
– Malov no es un amigo -dijo con calma.
– Sé quién es -dijo Czesich-. Sin embargo, a veces hay que trabajar con ellos
– No -dijo Lydia-. Nunca. Sería como dormir con el diablo.
Algo en los ojos de Lydia le recordó a una Julie Stirvin joven, y estuvo a un milímetro de contar toda su historia en la USCA, incluso lo de su repentino retiro por una cuestión de principios.
– Tiene razón -dijo, y se le escapó un lugar común-. Uno sólo puede transigir cierto número de veces sin enajenar su alma.
– Una vez -dijo Lydia-. Una vez es todo lo que se necesita.
Czesich se encogió de hombros. Ella era joven aún; a medida que pasaran los años cambiaría el número. Revisó una lista de razones posibles por las que Malov se habría vuelto de pronto más cooperador y decidió que debía ser algo más que el temor a ser denunciado en la prensa extranjera o castigado por la embajada de Estados Unidos. Tenía que haber alguna clase de truco. Los hombres del tipo de Malov no se destacan por su bondad espontánea. Nadie parecía tener bastante energía para entablar un debate. Propenko se había quedado callado, y Czesich empezó a buscar una salida cómoda Cuando Raisa se dirigió a la cocina para hacer mas te la detuvo.
– Es tarde -dijo- Han sido muy bondadosos y esta ha sido la noche mas linda que he pasado en muchos años. -Por una vez sonó completamente sincero, aún para sí mismo La familia había ejercido un poder mágico sobre él y, al despedirse, trató de decírselo sin sonar como un diplomático.
Lydia lo abrazó, Raisa sonrió, tomó sus manos en las suyas y le deseó felicidad. Propenko se disculpó por no poder llevarlo al hotel e insistió en acompañarlo a la esquina y ayudarlo a conseguir un taxi.
– De nuevo niebla-observó cuando salieron a la calle-. Agosto es el mes de la niebla
Con las piernas un poco duras por la bebida caminaron hasta el final de la calle oscura y Propenko se quedó en el borde de la acera con el brazo extendido Resulto ser una mala noche para tomar un taxi.
– ¿No extraña a su hijo? -le dijo abruptamente.
No hacía cinco minutos que Czesich había tenido un ataque de nostalgia, no exactamente por Michael, sino por el Michael que había imaginado cuando Marie estaba embarazada Trató de localizar el punto exacto en la historia cuando esa visión se había extinguido, pero el alcohol mantuvo sus recuerdos misericordiosamente vagos Era una droga sorprendente, la manera que tenía Dios de compensar el hecho de haber dotado a Sus hijos con un talento tan enorme para arruinar las cosas
Aún a través de la agradable confusión provocada por el vodka, a Czesich le pareció muy claro que lo que había esperado de la paternidad era lo que acababa de presenciar en el apretado hogar de los Propenko: un bastión de intimidad en una vida en otros aspectos marcada por la separación y la falsedad. Lo que quería, lo único que quería realmente, era estar con gente que lo conociera bajo su máscara y lo amara de todos modos
– En realidad lo extraño -dijo- aunque no es el hijo que había imaginado. -Por fin un taxi se detuvo, pero cuando Propenko le dijo adonde debía ir, el conductor sacudió la cabeza y se alejó rápidamente.
– Lydia es la hija que imaginé -dijo-. El problema es que yo no soy el padre que imaginé.
– Tochna -dijo Czesich-. Exacto. -Ahora sentía verdadero afecto por este hombre, una armonía psíquica atípica. Por unos minutos fue como si estuviera con muy viejo amigo o un hermano. Otro de los efectos del vodka, esta rápida camaradería. No es de extrañar que los rusos la amaran tanto.
– ¿Qué quiso decir-preguntó Propenko vacilando-. cuando dijo 'enajenar su alma"?
– Es solo una frase. En Estados Unidos se ha convertido en una especie de cliché sin sentido.
– ¿Pero qué es lo que usted quiso decir con eso?
Por un momento Czesich no supo que decir.
– Es bíblica -dijo por fin.
– No estoy muy familiarizado con la Biblia. ¿Qué significa la frase para usted, en su propia vida?-Propenko se volvió hacia la calle de nuevo y extendió el brazo, pero miraba directamente a Czesich, con la cara ahora como la de Lydia, abierta y enteramente sincera, la de quien busca algo.
– Quiere decir que uno está viviendo una mentira.
– Ah.
– No que uno sencillamente dijo una mentira -Czesich se apresuró a agregar, como para disculparse a sí mismo-. Sino que uno no vive de acuerdo con sus principios.
Un taxi frenó para detenerse unos metros más adelante. Mientras iban hacia él, Propenko dijo:
– ¿Y qué pasa si sus principios se contradicen entre si?
– Entonces la regla es: Elija lo que más miedo le dé -dijo Czesich. No estaba seguro de qué quería decir exactamente con esto: las palabras parecieron emerger de alguna fuente oculta, algo que había oído no mucho tiempo atrás y casi olvidado.
Propenko pareció comprender, sin embargo. Sin hacer caso a las objeciones de Czesich deslizó diez rublos al taxista y le dijo que no levantara a nadie camino al hotel, y luego se agachó de modo que su cara quedó enmarcada por la ventanilla abierta.
– Antón Antonovich -dijo, con ojos vacilantes, mientras su gran mandíbula y los labios se movían como si tratara de decir algo afectuoso y un tanto incómodo- Vell-kim do Vostok.
El taxista partió, y Czesich miró la ciudad que iban dejando atrás envuelta en la niebla. La bebida y la compañía cálida lo habían puesto sentimental, e hicieron que todos sus viejos recuerdos de Rusia fueran un grado más dulces. Al cabo de un tiempo, se inclinó hacia el asiento de adelante y le obsequió al taxista unas líneas de Blok:
Y tú eres siempre el mismo, mi país.
con tu antigua belleza manchada con lágrimas.
El taxista sonrió con tolerancia, y preguntó si Czesich no tenía algo para vender