175318.fb2
Los postes de alumbrado todavía estaban humedecidos por el rocío, y las babushki ya se reunían en la parada de autobús frente al edificio de Propenko, con las cuerdas de sus bolsas de compras colgando de los bolsillos del abrigo, y los labios y cejas con expresión adusta como si se dirigieran, no al mercado, sino a las trincheras de una guerra civil de viejas.
Propenko no estaba muy lejos de ellas, no muy lejos del lugar donde había tenido su breve conversación con Antón Antonovich la noche anterior, vestido con un suéter, un par de jeans húngaros tiesos, y las botas que usaba para trabajar en el jardín de la dacha. El trabajo que siempre lo había animado le parecía algo extraño ahora, como si se retrajese para desaparecer. Sentía vergüenza ante la mirada de la mañana.
Un autobús se acercó al bordillo de la acera y las babushki asaltaron las dos puertas. En busca de distracción, de calor, para quemar la energía perversa que había estado acumulando durante las últimas cuatro noches, Propenko empezó a ir y venir. Fue hasta la esquina y volvió. Miró hacia arriba a las ventanas de su apartamento. Volvió a ir hasta la esquina y se detuvo; le dio un puntapié a una tapa de botella para tirarla a la alcantarilla; observó a las mujeres que subían frenéticamente al autobús y al miliciano de civil de Vzyatin que fumaba en un auto enfrente; los autobuses que pasaban retumbando; las luces de estacionamiento que brillaban en la neblina; a los conductores inclinados sobre sus volantes como mensajeros al servicio de un rey terrible.
No podía liberar su mente de la imagen de Antón Antonovich sentado en su casa la noche anterior. Con su frente y mandíbula amplias y su duro modo moscovita de hablar, a primera vista el hombre podría fácilmente ser tomado por soviético. Pero había algo en su manera de sentarse allí, tan tranquilo y cómodo en un país extranjero, a la mesa de un extraño; había algo en sus ojos y ropa y en el modo de bromear con Marya Petrovna, hasta en su manera de caminar, algo totalmente despreocupado que lo diferenciaba de cualquier ciudadano soviético que Propenko jamás hubiese conocido. No podía imaginar a Czesich apretado contra la ventanilla de un autobús de esa manera, o haciendo un trato con un hombre como Mikhail Lvovich. o aprendiendo a disparar una pistola a las seis de la mañana para protegerse y proteger a su familia. Czesich no necesitaba una pistola o puños o amigos en la milicia. No recorría penosamente el sendero atado a la correa de nadie. En su país existían la ley y la dignidad. Aquí había soborno, "arreglos", una vergüenza congénita.
Un jeep de la milicia hizo un viraje brusco y se detuvo delante de él y Propenko entró. Vzyatin le palmeó la pierna y arrancó velozmente, sonriendo como si fueran a una excursión de pesca.
– ¿Por qué no esperaste adentro?
Propenko se encogió de hombros. Le había quedado un leve dolor de cabeza por la bebida de la noche anterior.
Vzyatin tenía puesto un uniforme nuevo recién planchado, y las estrellas doradas de las charreteras se destacaban sobre el paño azul grisáceo. Como de costumbre su cara expresaba seguridad, las cejas negras abundantes se contraían alegremente, los ojos siempre firmes y alertas, los labios apretados con satisfacción. Conducía como si fuera el dueño no sólo de la calle sino de toda la ciudad, sus manos se movían de un lado a otro mientras deslizaba el auto descuidadamente de carril a carril, de calle a calle, deteniéndose ante la luz roja sólo cuando era absolutamente inevitable.
Un príncipe, pensó Propenko, al galope por su reino por la mañana temprano.
Al llegar al semáforo del bulevar Donskov, Vzyatin metió la mano en el bolsillo tejido de la puerta y sacó una pistola. Propenko sostuvo el objeto extraño con los dedos, apuntando hacia abajo. Veintiocho años atrás cuando había tenido por última vez un arma en la mano, en sus días del ejército. La asociación no fue especialmente agradable.
– Nueve milímetros -dijo Vzyatin con orgullo-. Directamente de fábrica.
Se alejaron del semáforo, cruzaron el río por el puente Tchaikovsky, y entraron en una ruta de dos carriles que llevaba al sudeste, fuera de la ciudad. El sol se levantaba a su izquierda y brilló intensamente durante unos segundos hasta que lo tragó un techo de nubes y humo. La mañana prometía lluvia.
– ¿Y qué clase de impresión causa tu norteamericano en su vida privada?
Propenko volvió la cara hacia la ventanilla.
– Sincero -dijo-. Decente. A Lydia pareció gustarle.
El Jefe gruñó.
– Es sólo la ropa, Sergei. Las jóvenes siempre se enamoran de la ropa de un hombre mayor, de su estilo. Los libros de psicología de Masha dicen que es una tranzferentz de los sentimientos de la joven hacia su padre.
Propenko hizo una mueca al oír la palabra extranjera, y ante la mención de la ropa buena del norteamericano. Lydia no se había enamorado de nadie. El modo de ser Czesich sólo había llevado un poco de luz a la casa, eso era todo. Lydia era joven. Era susceptible al modo de ser de otra gente. No era ningún tipo de tranzferentz. No era un hecho psicológico.
– ¿Tiene sentido?
– Quizá.
Unos compases de estática graznaron por la radio de Vzyatin, y Propenko observó que seis camiones del ejército se dirigían a la ciudad. En su oído interno sonaba la risa de Mikhail Lvovich.
– ¿Cómo está Raisa?
– Asustada.
– Es más inteligente que todos nosotros -dijo Vzyatin, pero el comentario sonó mecánico y falso. Echó una mirada rápida a la aguja blanca del tablero. Vzyatin casi doblaba el límite de velocidad.
– ¿Viste el noticiario anoche?
– Estábamos cenando.
– Entrevistaron a dos coroneles del ejército que habían estado destinados en Alemania Occidental. Sus hombres ahora están de vuelta en Moscú, viviendo en tiendas de campaña porque no tienen otro lugar que ofrecerles. Y se supone que para fin de año regresan otros cincuenta mil. -Vzyatin desvió los ojos del camino un segundo para mirar a su pasajero.- "Héroes", los llamó uno de los coroneles. Nunca había pensado ver el día en que los héroes soviéticos vivieran así en su propia patria. "La paciencia del ejército, dijo, no es ilimitada."'
Para Propenko esto fue sólo una gota más que se agregaba a las nubes ominosas que se veían en un horizonte distante. Alemania Occidental. Moscú. Vzyatin podría haber estado hablando de otra galaxia.
– Dios nos proteja si esa gente llega al poder.
Propenko gruñó y se frotó los ojos. En la casa no había encontrado aspirina.
– Pero Gorbachov continúa nombrándolos -agregó el Jefe, como si Propenko lo hubiera alentado-. Shevardnadze se lo advirtió. Yeltsin insiste en advertírselo. Y él sigue lo mismo designando a personas que quieren llevarnos de vuelta al pasado.
Propenko se sintió como si Vzyatin estuviese tratando de venderle algo.
– Yeltsin no es mejor-dijo.
– En eso te equivocas, Sergei. Yeltsin es mil veces mejor. Bessarovich dice que es mil veces, diez mil veces mejor.
Propenko pensó: un misterio está resuelto. Hay que agregar a Bessarovich a las legiones de apparatchiki que abandonan al Presidente cuando los necesita. Ahora Yeltsin es el favorito. Dentro de unos años cambiarán a Yeltsin por alguien nuevo, y todos los taxistas y cocineros del país escupirán al oír su nombre. Rusia era como un paciente que va de médico en médico, entusiasmado por la promesa de cada nuevo tratamiento milagroso, cada teoría nueva, cada cura nueva para algo que es históricamente incurable.
El camino los llevó entre las ruinas de una galaxia más familiar, más allá de las construcciones de las minas de una selva de chimeneas que sobresalían de cuadrados de cemento que eran fábricas, cruzando un pequeño río cubierto por pinceladas de niebla, y hasta el borde de una llanura que se extendía hasta Asia Central. No tan lejos, Propenko alcanzó a ver los campos de trigo, casi dorados en esta luz, brillando como el paraíso. Mucho antes de llegar a ellos, Vzyatin giró.
– ¿Alguna vez pensaste en presentarte como candidato para el cargo?
– Has estado bebiendo, Victor.
El Jete rió.
– Eres inteligente, apuesto; un héroe del deporte ruso. Serías un candidato natural.
– Pasaron delante de una gasolinera (ya se estaba formando una fila de autos y camiones ante los surtidores) y a través de una aldea de veinte o treinta casas de troncos, luego por un camino de tierra que terminaba en una excavación cubierta de hierbas, de trescientos metros de ancho. Toda arena y rocas, la excavación era uno de los pedazos de tierra más horribles que Propenko había visto jamás. Parecía un lugar donde un asesino tiraría un cadáver.
Vzyatin estacionó el jeep y anduvieron a trompicones por la tierra hasta una tabla gastada por la intemperie que estaba a veinticinco metros de una serie de marcos de madera para blancos. Vzyatin puso una bolsa de municiones y dos blancos de papel sobre la mesa, y le enseñó a Propenko cómo hacer funcionar el seguro de la pistola, cómo mantener el brazo extendido y ajustar la mira, cómo distribuir su peso, cómo manejar el cargador.
– Poner el seguro -ordenó el Jefe. Llevó sus blancos de papel al marco de madera y comenzó a clavarlo en su lugar. Propenko se quedó al lado de la mesa y escuchó el latido en sus sienes.
Enseguida el Jefe estuvo a su lado de nuevo.
– Saca el seguro, Seryozha. Dispara. Una marca excelente es veinticinco puntos o más en tres tiros. Si la logras, tiras mejor que nueve de mis diez capitanes.
Como un robot, Propenko adoptó la postura correcta, movió el botón del seguro, levantó el brazo derecho y apuntó. La mano no le temblaba. Vio claramente el blanco, círculos blancos concéntricos sobre un fondo verde claro. Ajustó la mira sobre el centro del blanco, contuvo la respiración y apretó el disparador. La pistola dejó oír un pop satisfactorio, y un segundo después, muy lejos del blanco, se levantó una polvareda y golpeó de costado sobre el declive arenoso.
– Bajo.
Con los labios apretados y la frente arrugada, apuntó por segunda vez y disparó. Otra polvareda, lejos.
Vzyatin se le acercó por atrás, y poniendo sus manos sobre las costillas de Propenko, le separó los pies suavemente con un leve empujón.
– Eres un gigante -dijo-. Dispara al suelo.
El tercer tiro dio en la tierra a la derecha de la base del blanco.
– Tómala como tomarías el codo de Raisa.
Propenko aspiró y disparó, y una pequeña rasgadura apareció en el borde superior derecho del blanco.
– Un punto-dijo Vzyatin animándolo.
A pesar de sus dificultades, disparar una bala le pareció a Propenko sorpresivamente fácil. Con la flexión de un dedo un paquete de furia, rápido e invisible salía volando a través de la creación. Una bala podía cambiar todo en un instante, hacer que el mundo le resultara mejor a uno, hacerlo desaparecer. Imaginó a Malov en el cementerio de la iglesia, a la luz de la luna, apuntando al cráneo de Tikhonovich, y en rápida sucesión envió cuatro balas más a tierra. Quiso tomar la bolsa de municiones, pero Vzyatin lo detuvo.
– Aclara tu mente, Sergei. Llena tu mente con el blanco.
– Mi mente está llena de mierda.
– Sácatela de encima.
Había desaparecido parte del buen humor de la cara de Vzyatin, revelando una presencia severa de jefe. Fue algo mágico. Hace mucho, alguien debió ver este poder bajo el exterior jovial. Alguien en los más altos niveles del Partido en Vostok debió vislumbrar a un jefe en el joven sargento, y empezó el proceso de veinticinco años de hacerle ascender, escalón por escalón, la increíblemente corrupta escala de la milicia, sobornando, tolerando, desviando rivales al costado como si fueran vagones de carbón vacíos. Propenko no podía dejar de preguntarse (y era una pregunta empapada en varios condimentos de culpa) si el protector de Vzyatin podía haber sido un hombre a cuya mujer le gustara el caviar con huevos revueltos, le gustara escuchar Vysotski y tener bajo su balcón un guarda de la milicia abajo. Vzyatin debería ciertos favores.
Desparramó toda la carga siguiente a tierra a cada lado del blanco.
– No es mi deporte -dijo.
– No es un deporte, Sergei. No es un deporte en absoluto.
Propenko encajó otra carga en la culata de la pistola, miró con furia el blanco y envió tres tiros más hacia los campos de trigo.
Ahora Vzyatin lo miraba con gran atención, y él se inclinó hacia adelante sobre la mesa, con los brazos tiesos y dejó escapar el aire. Cuando boxeaba en campeonatos, había desarrollado la capacidad de anular sus pensamientos y los ruidos de la multitud y concentrarse en su contrincante como si nada más existiera. A veces, terminada la pelea, caminaba por las calles durante una hora o más, encerrado en esa burbuja transparente, dolorido y exhausto pero soberano en su propio mundo interior. Cada objeto, cada persona, se destacaba con nitidez. Ahora vivía en el estado mental exactamente opuesto. Las voces zumbaban en sus oídos. Algo tan sencillo como afeitarse, como disparar una pistola, requería una concentración olímpica que ya no podía lograr.
– Esto es tonto -dijo.
– ¿Lo es?
Dejó su arma, fue hasta el frente de la mesa, y se sentó allí contemplando el cielo deprimente. Detrás de él oyó el ruido del seguro. Vzyatin se acercó y se sentó a su lado.
– Habla conmigo, Seryozha -dijo, más como un interrogador bondadoso que como un amigo.
Propenko respiró hondo y dejó escapar el aire. Las confesiones eran una cosa complicada, llena de ecos y sombras. Se acordaba de cuando su hermana lo llamó desde Leningrado para decirle que ella y el marido se separaban. Vadim había llegado a su casa una noche y después de beber una botella de vino le había contado a Sonya que se había estado acostando con una de sus alumnas de filosofía política, que lo sentía, que se había terminado, que quería que lo perdonara. Sonya lo perdonó. Hicieron el amor. Al día siguiente cuando Vadim estaba en la universidad, ella había empaquetado su ropa y con su hija se fueron en taxi y lo dejaron. "Estamos viviendo con un amigo, Sergei -le dijo por teléfono-. Si el amigo me engaña, iremos a quedarnos contigo. Si tú me engañas, me colgaré en el hueco de tu escalera."
– Seryozha. Háblame.
Propenko miró más allá del blanco.
– Las cosas no son lo que parecen -comenzó.
Vzyatin rió como si hubiera dicho un gran chiste.
– Nunca-dijo-. Nunca.
Una ráfaga de viento sopló sobre la cuenta arenosa, y a Propenko le pareció sentir que una gota de lluvia le salpicaba el cuello. Las palabras estaban allí todavía, listas para desparramarse, pero la sonora carcajada de Vzyatin, de alguna manera, las había detenido. Recordaba que una vez cuando era una criatura y estaba en una esquina, había oído sirenas y al darse la vuelta vio un grupo de.motocicletas y un Chaika negro que venían a toda velocidad hacia él. Fue una visión asombrosa, esta flota veloz y clamorosa, de metal oscuro y luces centelleantes con un primer secretario de pelo gris repantigado en el centro. Era algo que uno sentía en el pecho.
– No has vuelto a ser el mismo de siempre desde la reunión.
El no dijo nada.
– Entraste por esa puerta como Sergei Propenko, y saliste como otra persona.
– No.
– ¿Qué dijo Bessarovich por teléfono, Sergei? Nunca entramos en los detalles.
– Nada. -Propenko mantuvo la mirada fija adelante. Sentía que la verdad le iba llenando la boca como bilis. Escupió.
– No puedo creer eso -dijo Vzyatin.
– Créelo. No tiene poder sobre Malov.
– Eso es un desatino. Sergei. Lo puede aplastar con una llamada telefónica.
– Entonces prefiere no hacerlo.
Vzyatin cruzó los brazos sobre el pecho y llevó el labio inferior sobre el superior.
– Hay algo que no me dices.
– La llamé tal como me dijiste que hiciera, Victor. Le hablé de Malov.
– ¿Y no dijo nada?
– Dijo que no me podía ayudar ahora, que algunas cosas deben resolverse en en casa.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– Dímelo tú.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo. Me dijo que le diera sus saludos a Mikhail I vovich.
– Quiza solo temía que tu teléfono estuviese intervenido.
Propenko gruñó.
– Quizas ha combinado algo con sus amigos del Comité de Huelga y ellos se van a ocupar de Malov por su cuenta. Quizás eso es lo que quiso decir. No podía decir algo así por una línea abierta.
– Quizá muchas cosas
Vzyatin miró fijamente el perfil de Propenko durante unos pocos segundos mas. y luego desvió la mirada. Y cuando desvió la mirada. Propenko sintió que se hundía. Vzyatin sabía. Bessarovich lo había sabido, antes de que ocurriera Había visto la deslealtad en él y se había echado atrás, protegiéndose. Trato de escupir otra vez pero tenía una piedra a medio tragar en la garganta.
Al cabo de un rato. Vzyatin abrió la funda de su pistola, la sacó, y sin levantarse disparó tres tiros Propenko divisó tres nuevas marcas en el blanco Nueve. Nueve. Diez
El silencio en que volvieron a la ciudad no tenía nada que ver con el silencio en que habían partido. Durante la mayor parte del viaje. Vzyatin sostuvo un cigarrillo sin encender entre los labios. Cuando cruzaron el río lo tomó entre el pulgar y el dedo del medio y lo tiró por la ventanilla. Sin volver los ojos dijo:
– No esperas que Kabanov te proteja ¿no?
– Claro que no
– Bien. Porque no podría protegerte aunque quisiera. Políticamente está en su lecho de muerte.
Propenko se puso lívido.
– ¿No me crees, verdad?
– No.
– Estás viviendo en el pasado-dijo el Jefe, no con mucha bondad-. Tú y Leonid. -Llamó por alguna clase de código por la radio y paseó cinco minutos dando ordenes Cuando se detuvieron ante el apartamento de Propenko. Vzyatin le entregó la pistola con su funda y correa y tres cargas de balas- Todavía tienes para cinco vueltas, recuerda.
– Malov va a pensar que me ha dejado preocupado -dijo Propenko, tratando de sonar jocoso. de resucitar un sentimiento de camaradería, pero no tuvo ningún éxito.
Vzyatin sólo asintió y le ofreció esperar mientras Propenko se cambiaba.
Propenko trepó los cuatro pisos con la pistola enfundada escondida debajo del suéter El apartamento estaba en silencio. Se sacó las botas al entrar y caminó descalzo por el vestíbulo hasta el dormitorio de atrás, donde encontró a Marya Petrovna dormida bajo la manta, con la boca abierta y las piernas abiertas, desnudas desde las rodillas para abajo, con las venas marcadas, la habitación estaba llena de cosas de Lydia. las paredes cubiertas con una mezcla de objetos religiosos (calendarios y copias de iconos, y bocetos de la iglesia)) dos posters de un joven cantante francés con pantalones de cuero y el pelo como la melena de un caballo. Vio cómo el pecho de Marya Petrovna subía y bajaba. Los hombres que hoy había prometido ayudar eran el tipo de hombre, en algunos casos los mismos hombres, que habían dado la orden de arrestar al marido de esta mujer, pegarle y llevarlo u un campo de concentración lleno de pulgas donde podrían pegarle un poco más, matarlo de hambre, y enviarlo de vuelta a su casa durante unos años, para luego volver a arrestarlo y llevarlo al campo donde moriría
Esa era la gente que esta mañana iba a complacer. Estos eran sus nuevos Socios.
Marya Petrovna resopló y se movió, y Propenko se retiró de la habitación
Depositó la pistola cuidadosamente sobre el sofá de la sala de estar y se puso traje y corbata. Las manos le temblaban. Necesitó varios minutos para colocar la funda debajo de su brazo izquierdo y cuando estuvo en su lugar, y se hubo mirado en el espejo para asegurarse de que no se notaba nada, sintió la necesidad de sacar la pistola y mirarla. Era una cosa tan ligera, el metal marrón y sin ninguna mancha, las pequeñas pirámides del mango mojadas por su sudor Sacó el seguro, luego lo puso, lo sacó de nuevo, sostuvo el arma sobre los dedos como había hecho en el jeep, luego la envolvió en su mano y apoyó la boca debajo de su ojo derecho, sólo para ver cómo encajaba allí. Se sintió oculto de la vida de la ciudad, invisible; podría hacer lo que quisiera en esta habitación y el ojo de la ciudad no lo registraría.
Se oyó el ruido de zapatillas que se arrastraban por el suelo de la cocina.
– ¿Sergei?
Utilizando su espalda como escudo. Propenko deslizó la pistola en su funda y abotonó el botón del medio de su chaqueta antes de darse la vuelta
– Siento haberla despertado -dijo, con una voz que pertenecía a alguna otra persona.
Marya Petrovna lo miró medio dormida.
– No estás en el trabajo.
– En camino
– No estuviste para desayunar.
– Salí con Víctor Vzyatin. Fuimos en auto. Dimos un paseo
Ella lo miró dos o tres segundos, masculló algo sobre el té y volvió arrastrando los pies a la cocina.
En el rellano del segundo piso. Propenko se quitó la chaqueta y se liberó de la pistola. Sudando, apoyado en la pared húmeda, echó la chaqueta encima de la funda y de la pistola En el jeep le devolvió el arma a Vzyatin.
– ¿Qué es esto?
– Decidí que no la necesito Vzyatin rió, como lo había hecho en el polígono de tiro, demasiado fuerte, un sonido agresivo completamente falso.
– Aunque no sepas usarla, no está mal que vean que la tienes.
– No me gusta -masculló Propenko-. Eso es todo. -Le dio a Vzyatin las tres cargas de balas.- Vamos.
Vzyatin puso en marcha el jeep y se sumó al tránsito, manejando más despacio ahora, pensativo, sin hacer caso de la radio. Al cabo de un rato dijo:
– Solías ser un guerrero.
Propenko no respondió. Vzyatin tenía una impresión completamente errónea de él. Nunca había sido guerrero. Había sido lo mismo que todos los demás del Consejo: una oveja que balaba y trotaba con la manada, pensando tan sólo en el próximo manojo de pasto dulce.
Cuando tuvieron a la vista los contenedores, Vzyatin habló sin mirarlo.
– La otra noche no quise decir esto delante de Leonid por su situación, pero díselo ahora si quieres. -Entró al área con el jeep y lo aparcó dejando el motor en marcha. Torció la boca, pero fue algo peculiar, y Propenko en su agitación, no lo entendió.- Algo extraño, Sergei. Más allá de las estupideces logísticas usuales -Vzyatin frunció el entrecejo y su voz vaciló levemente.- Recibimos un envío de esposas desde Moscú. Del Ministerio del Interior.
Propenko se encogió de hombros.
– Veinticinco mil pares -dijo Vzyatin, y antes de que la expresión de alarma de su cara tuviera la oportunidad de causar impresión, Propenko estalló en risas.