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26

Czesich se despertó en un estado de gracia. Parte del vodka de la noche anterior todavía agitaba su sangre, y tenía la lengua y los labios muy secos, pero se sentía animado de un modo que no se asocia usualmente con la mañana siguiente a una noche de fiesta. Casi no le costó levantarse. Se estiró hacia el techo en una especie de yoga agradecido, y luego, para su sorpresa, se tiró sobre la alfombra de la sala de estar e hizo unos pocos ejercicios para fortalecer los músculos, y la mitad de una rutina de estiramiento abandonada hacía mucho, desde el tiempo en que jugaba al hockey. Ya no estaba atado a la calle Sexta sudoeste. Ya no dependía de Myron R. Filson. hijo, y la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos. La sentencia se había cumplido hasta el final.

Ni siquiera las mezquinas ofensas de la vida soviética podían empañar semejante estado de ánimo. Esta mañana el agua del baño parecía leche y salía helada de los dos grifos. El desayuno consistía en pan, una gelatina marrón y té. Y para coronar la torpe hospitalidad del hotel, cuando cruzaba el vestíbulo para salir del hotel, balanceando su portafolio de cuero y tarareando una vieja canción de los Everly Brothers, Slava Bobin lo abordó. Bobin sostenía una hoja de papel doblada con las dos manos y pasaba una nerviosa burbuja de aire de mejilla a mejilla.

– Buenos días, Antón Antonovich -dijo, estrictamente como introducción- ¿Cómo durmió?

Czesich estaba radiante, no percibía las señales.

– Maravillosamente -dijo.

Los pequeños ojos marrones de Bobin se dirigieron a la izquierda, hacia el hueco de la escalera, se demoraron allí, luego con renuencia volvieron a su norteamericano. Desplegó la hoja de papel delante de su esternón y miró a Czesich a los ojos

– Llegó esta mañana.

Cuando descifró el sentido de las torcidas líneas de escritura, Czesich apretó los labios con fuerza. Se sintió atenazado por el temor, pero pudo mirar a Bobin directamente y sonreírle.

– Slava Timofeich -dijo, apoyando una mano sobre el hombro de Bobin-, las burocracias son criaturas lastimosas, ¿no es cierto?

Las mandíbulas de Bobin temblaron. Pareció asentir con la cabeza.

Con una risita y un gesto triste, Czesich tomó la hoja de papel y la examinó más a fondo. La palabra SROCHNA -URGENTE- estaba estampada sobre todo el margen superior, y tenía la fecha del día anterior, 14 de agosto de 1991 y la frase VALES DESAUTORIZADOS. Filson debió dejar el teléfono con un golpe y después dedicarse todo el resto del día a escribir esta orden y a hacerla firmar por todos los que debían avalarla en la USCA. Debió llevarla personalmente de una oficina a otra dando explicaciones al mismo tiempo, contento de poder informar a una sucesión de funcionarios nombrados por motivos políticos, que Antón Czesich había traicionado la causa, que había resultado ser un renegado, un insulto a todos los miembros de equipos en todas partes. La última firma habría sido la de Walter Woroff con su fetichismo por las insinuaciones que destruían carreras. Woroff, el que siempre dejaba caer el nombre de personas importantes. Woroff, el buen camarada del Presidente. Los dos debieron haber estado positivamente excitados con su venganza.

Imaginó a Filson enviando este télex excitado, y luego corriendo a su casa, desesperado, en busca de su amada Alicia.

Puerco.

– De todos modos no se supone que Washington deba pagar mi cuenta -le dijo, ante la cara preocupada de Bobin-. Siempre está a cargo de la embajada. -Su serenidad se alteró, apenas, sólo durante parte de una fracción de segundo.- No ha tenido noticias de la embajada, ¿no?

Bobin sacudió la cabeza.

– Un error burocrático -explicó Czesich-. Hoy día todo está computerizado en Washington. Es una confusión. Hace unos años tuve el mismo lío en Dushanbe. y usted conoce a los Tadzhikis, ¿no? Se puede imaginar la alharaca.

Bobin sonrió débilmente, imaginándola, pero sus rasgos seguían velados por la duda.

Czesich sostenía el télex en su mano izquierda y, mientras hablaba lo volvió a doblar y metió las manos en los bolsillos del pantalón. Un instante después sacó la mano izquierda vacía, y en la derecha sostenía un pequeño rollo de billetes verdes. Sacó dos de veinte y uno de diez y los metió en la mano de Bobin.

– Mi garantía personal -dijo, y Bobin apenas un poco más alto que un susurro y mientras sus dedos se acercaban sobre el tesoro, dijo en treinta segundos que esto no era necesario, no era lo que había pensado; que él también había estado seguro de que el telegrama era un error, pero que había sentido que debía mostrárselo a Czesich para conocer su opinión. De paso, ¿estaba todo bien con la habitación? ¿Los vecinos hacían demasiado ruido?

Czesich lo tranquilizó. Se quedaron ahí un minuto, dirigiéndose sonrisas falsas, no tan distintos, pensó Czesich con un respingo, no tan distintos en absoluto.

– Haré que la embajada le haga llegar una garantía por cable el fin de semana -mintió, pero Bobin. aferrando el equivalente en moneda fuerte al precio de las habitaciones por cuatro meses (sin asentarlo en los libros) agitó un brazo expansivamente.

– Nye nada, nye nada -dijo, ahora bien fuerte-. No es necesario, Antón Antonovich.

– ¿Estamos preparados para el Embajador?

– Seguro, Antón Antonovich. ¿Cuándo tendremos la certeza de que viene?

– Un día. Dos días a lo sumo.

– Listo-dijo Bobin-. Absolutamente todo listo. -Cuadró los hombros, sacó pecho, y se estrecharon la mano.

La puerta principal se abrió, mientras la mantenía abierta Yefren Alexandrovich, un ex luchador de sesenta años, con uniforme marrón, el mismo hombre que, siguiendo instrucciones de Bobin, recibía sobornos todas las noches de las prostitutas y de las parejas jóvenes que querían una mesa en el restaurante, y luego pasaba la mayor parte de esta ganancia a su patrón. Czesich tenía una comprensión heredada de cómo funcionaban esas cosas. El portero cargaba de insultos a sus pobres compatriotas, tomaba su dinero, negaba la entrada a algunos, informaba sobre otros a la KGB. Sonrió al norteamericano, le hizo una pequeña inclinación, una pequeña demostración falsa de consideración. Czesich le sonrió y pasó por la puerta, sintiéndose bien. Hoy se iba a vengar en una pequeña medida, en nombre de las masas insultadas.

Anatoly estaba en cuclillas delante de su Volga color melocotón, pasándole un trapo sobre su impecable radiador cromado. A Czesich lo alegró verlo, pero algo en el "Buenos días" del chófer sonó un tanto amargo. Al principio, pensó que Julie se habría puesto en contacto con las oficinas del Consejo de Comercio e Industria en Moscú y estos habrían avisado a sus colegas de Vostok. Pero Anatoly no parecía estar enojado con él, sino en general. Un problema con su esposa, supuso Czesich, y lo dejó pasar. Dejó pasar, también el hecho de que esta mañana no hubiera ninguna anécdota edificante mientras hacían el recorrido alrededor de la manzana. La constancia era el palo corto soviético. Hoy habría once mil tubos de dentífrico en el univermag. Mañana, y durante los próximos cuatro meses, no habría dentífrico en ninguna parte. No habría agua caliente; ni agua limpia, nada de agua, y de pronto, una hermosa mañana vodka, toda el agua que uno necesitaba, caliente como Tegucigalpa.

De todos modos, había llegado a pensar en Anatoly como un amigo, y tuvo (que hacer un esfuerzo para no ceder al deseo de sondear el estado de ánimo del chófer o revelar el suyo. Intentó el truco de Bobin y le preguntó a Anatoly cómo había dormido.

– Dormí bien. Antón Antonovich.

– ¿Su vecino es silencioso?

– Bastante silencioso

– ¿Está lejos del centro de la ciudad?

– No demasiado lejos.

– ¿Su esposa trabaja?

– Sí. En el aeropuerto.

– ¿Y le gusta?

– Bastante.

Czesich abandonó y se arrellanó en su asiento. Anatoly había sintonizado una estación de radio que transmitía una emisora ininterrumpida de música pop con mucho ritmo. Estaba ahí puramente para distraer, un narcótico suave contra el lento descenso de la nación hacia la ruina. A Czesich le recordó su país

Una multitud de unos cien mirones se había reunido en el pabellón. Tanto el Rey del Jazz como su socio. Ivan Ivanich. estaban de servicio, junto con una milicia extra: veinte patrulleros juveniles distribuidos a lo largo del cerco portátil. Czesich saltó del auto y empezó a caminar saludando a los tenientes casi antes de que Anatoly hubiese detenido el Volga. Después de todo era para esto que había venido: el acto concreto de entregar los alimentos. Pero, ante su sorpresa. Propenko le pareció abstraído y abatido. Estaba fumando torpemente, y buena parte del sentimiento fraternal de la noche anterior había desaparecido: había algo vulgar en el aire.

Está bien, se dijo Czesich. Lo que fuera eventualmente se revelaría. Entonces lo tomaría en cuenta. Hoy nada iba a estropear su buen ánimo.

– Pasé una noche maravillosa, Sergei -dijo-. Todavía sentí que la calidez de su familia me rodeaba cuando me desperté esta mañana.

Propenko tosió al tragar una bocanada de humo y le dio las gracias.

– Lydia es una joven hermosa.

Propenko asintió.

– Es una felicidad estar rodeado por gente asi

Propenko dijo que lo sabía.

Con los dos directores y el inspector de aduana al frente, se abrió el primer contenedor. Levantaron las grandes cajas de las que se sacaron centenares de cajas de cartón que los obreros empezaron a cargar en dos camiones de granja. Harina de trigo Melocotones envasados. Latas de carne en conserva, judías y remolachas Azúcar. Varios miles de libras de huevos en polvo. Czesich saco algunas fotografías, para su propio archivo ahora, no para la USCA. Mientras la carga seguía, los jóvenes obreros transpirando, con los brazos desnudos, tiraban las cajas a los hombres mayores que las apilaban bien apretadas en el camión. Propenko se fue solo. fumando un cigarrillo tras otro. Leonid Fishkin. el director del pabellón, estaba de pie. como un centinela, sobre la rampa de cemento. Ryshevsky se impacientaba con sus guías, contaba las cajas, se deslizaba por ahí, molestaba a todos, aunque, técnicamente, su trabajo aquí ya había terminado Czesich se movía de un sitio a otro, intercambiando bromas con el sereno más viejo "¿Ha oído el chiste sobre Lenin y la sífilis?”-susurró Ivan-. ¿Cuál", preguntó Czesich. con un guiño, y el viejo se dobló en dos con grandes carcajadas, felicitando a Leonid por la limpieza del patio del pabellón, hasta quedándose unos minutos al lado del inspector de aduana, luchando por lograr un destello de conexión humana. Instintivamente se mantuvo separado de Propenko y Anatoly. Quizás habían discutido por la mañana temprano. Malov parecía haberse tomado el día libre.

A las diez, cuando ya se había completado la mitad de la carga, la hija de Propenko llegó caminando desde la parada de autobús en Prospekt Revoliutsii. Czesich la vio primero y le pidió a uno de los hombres de la milicia que la acompañara entre la multitud. Se encontraron dentro del cerco.

– Buenos días -dijo Lydia en inglés. Llevaba puestos un par de vaqueros nuevos y una blusa blanca, y le sonrió como si fuera su tío favorito.

– El gran día-dijo Czesich, reconfortado.

Lydia paso al ruso.

– Nunca hemos visto a mi padre tan nervioso.

– Lo noté. ¿Sigue en pie la cita del sábado?

– Si el Embajador no viene.

– Usted es más importante que el Embajador -le dijo Czesich-. Si el Embajador viene, simplemente tendrá que esperar que volvamos del pueblo.

Lo dijo inocentemente, como una consecuencia de su sensación de felicidad, un flirteo inocente. Pero Lydia se sonrojó y se fue rápidamente. La observó mientras pasaba entre los obreros sudorosos y la grúa. Vio cómo cambiaba la cara del padre al verla y cómo le apoyaba una mano en la espalda con tanta naturalidad como si tocara una parte de sí mismo, y luego se daba la vuelta y caminaba con ella hasta el extremo del asfalto. Le pareció que no se ponían de acuerdo en algo, quizá sobre el cigarrillo, pero de todos modos Czesich reconoció una especie de comprensión mutua maravillosa en cada matiz de posición y gestos. De modo que así era como se hacía, entre padre e hija.

Lo distrajo un disturbio menor entre los obreros, que estaban alargando su descanso, para fumar un cigarrillo, más allá de todo límite razonable. Leonid los reprendía dando patadas en el suelo. Ellos lo miraban con las cejas arqueadas, como personajes de una historieta, perezosos sin disculparse. ¿Que. parecían decirse, sacamos nosotros de todo esto?

Y multipliquemos esto, pensó Czesich. por cien millones. Miró hacia atrás y vio que Lydia subía por la suave pendiente hacia la calle.

Cuando hubieron cargado los últimos alimentos, y los seis formularios imprescindibles fueron firmados y sellados. Czesich se deslizó en el asiento posterior del Volga. abrió su portafolio sobre las rodillas y sacó la lista escrita a máquina de los lugares de distribución. El plan era ir a un lugar por la mañana y a otro por la tarde. Uno de los camiones cargados quedaría en el pabellón al cuidado de la policía y de los ojos vigilantes de Leonid. El otro camión, cuatro obreros. Propenko. Anatoly y Czesich. irían al primer lugar y comenzaría la distribución efectiva de los víveres

Propenko acabó de fumar, tiró la colilla y se sentó con Anatoly.

– La mina de Nevsky. según parece-dijo Czesich con entusiasmo leyendo el primer nombre en la lista

Se hizo un silencio tenso en el asiento de adelante Propenko se aclaró la garganta.

– Ha habido un cambio-dijo-. Un pequeño cambio en el orden, si no le parece mal. Antón He avisado a los mineros que no nos esperen.

A Czesich no le importó, nada podía perturbarlo esta mañana, aunque el cambio le impresionó como peculiar. Al partir, sintió que parte de su alegría se esfumaba. Ahora quería que todo el mundo fuera felíz. Quería que Propenko, Anatoly y sus familias fueran sus huéspedes en la granja de las Montañas Verdes. Su emancipación era como una droga para él.

Ahora el primer lugar de distribución estaba en una parte de la ciudad que nunca había visto, el límite este de Vostok. un vecindario de edificios grises de seis pisos, con tiendas abajo, algunas de ellas semiocultas detrás de prietas líneas serpenteantes. El barrio le recordaba una parte de Washington, no lejos de la oficina, un lugar al que iba a menudo a almorzar cuando se sentía valiente.

Anatoly siguió al camión a lo largo de una calle estrecha, luego giró bruscamente a la izquierda y siguió por la acera y pasó debajo de un arco de piedra. Más allá del arco había un patio con charcos al que daban la parte posterior de cuatro edificios de apartamentos. Cada edificio tenía dos puertas posteriores a las que se llegaba subiendo dos pares de escalones de cemento deteriorados, con una callejuela estrecha (en realidad un túnel) que se hundía entre dos puertas en la parte media del edificio. Cuando el Volga se detuvo. Czesich vio que una de las ocho puertas se abría y una mujer de mediana edad con una canasta de ropa lavada sobre una cadera, salío al rellano. Vaciló, miró fijamente el camión, el Volga. el jeep de la milicia que se detenía detrás y dio media vuelta y desapareció dentro del edificio

Cuando salieron. Propenko miró alrededor como buscando una pista.

– Este es el lugar correcto -le dijo a Czesich por encima del techo del auto Estos cuatro edificios están en la lista.

Czesich no lo puso en duda

– Un lugar muy pobre -agrego Anatoly despacio, para que lo oyera Czesich. Su gran mancha morada tembló y se estremeció, y por un instante Czesich pensó que iba a revelar el secreto de la mañana, pero Anatoly solo le echó una mirada a Propenko, luego paseó su mirada por los escalones en ruinas y las barandas llenas de herrumbre.-En su mayoría, viejas que viven de una pensión -Miró a Propenko otra vez, v luego desvió la mirada

– Mientras necesiten la comida-dijo Czesich.

– La necesitan

Están en la lista -repitió Propenko

Pero, en lista o no, pronto fue obvio que allí nadie esperaba un reparto de víveres esa mañana. El hecho sorprendió a Czesich y para este país, casi previsible El patio estaba en sombras Miró hacia arriba y supuso que a media tarde llovería aunque ni siquiera el tiempo parecía querer anunciarse hoy

Propenko subió por la escalera más próxima, desapareció detrás de la puerta durante unos minutos, y luego volvió a salir y dio la orden a los obreros de empezar la descarga. Czesich se mantuvo apartado y observó. Ahora había poco que pudiera hacer salvo presidir. Ya había desempeñado su papel. Ahora les había llegado el turno a los soviéticos.

Las empezaron bastante bien. Los obreros bajaron la carretilla de madera del camión y revirtieron el proceso que habían completado una media hora antes en el pabellón Poco a poco se ubicaron cinco pilas de alimentos empaquetados, cada uno de la altura de un hombre, en el centro del patio. Czesich sacó algunas fotografías más. pero vista de esta manera, su gran misión de salvataje internacional reducida a cinco montones de cajas de cartón en un cuadrado olvidado y húmedo, lo desanimó bastante. Por un momento le pareció que estaba contemplando la ridicula extensión máxima de su propio ego. unos cuantos miles de judías en un charco arenoso

Sin embargo, pronto aparecieron las caras. El momento adquirió una forma humana Primero tue un grupo de querubines que salieron a uno de los rellanos, de pie pegados los unos a los otros con sus caras sucias asombradas Enseguida se les unió la mujer que había salido con la ropa para lavar, luego cinco o seis adolescentes llegaron pascando por una de las callejuelas dándose golpes de karate entre ellos. Se abrió una segunda puerta y salieron tres mujeres mas y a Czesich le parecío oír más pisadas bajando por las escaleras detrás de ellas Miró hacia arriba y entre las hojas amarillentas de papel de diario pegadas sobre ventanas rotas, vio algunas caras que no miraban la comida, sino a él Un niño gritó: "¡Mamá, mamá, los alemanes!", y uno de los obreros se rió.

Tres minutos después. Propenko estaba de pie en el centro de una pequeña multitud, señalando con los brazos y dando instrucciones que Czesich no alcanzó a comprender del todo. El conductor del camión bajó de su cabina para ayudar, y Anatoly se abrió paso entre la multitud y trató de hacer un poco de lugar para los obreros. Czesich se quedo atrás, dejó que la gente pasara a su lado acercándose a Propenko y las tarimas. Este no era el plan. El plan era entregar los alimentos a orfelinatos, hospitales, comités de fábricas y minas, que los custodiarían y asegurarían una distribución equitativa. Pero, se dijo para si: hay que tener en cuenta cierto deterioro de cualquier plan en esta nación de planes. Hay que tener en cuenta los secretos, las mentirijillas y las grandes corrientes de motivaciones ocultas. Había que aprender a ir con la corriente. De todos modos, había esperado algo mejor de su nuevo amigo Propenko y sintió una oleada de desilusión Por encima del clamor, oyó una voz de mujer que reprendía, y alcanzó a ver a un muchacho que no tenía mas de diez años saliendo del otro lado del camión y alejándose a toda velocidad con una lata de comida robada Estaba bien Propenko parecía saber lo que hacia Al inmuto los dos hombres de la milicia saltaron del jeep, se acercaron a la muchedumbre, v empezaron a empujar a la gente. Estaba bien estaba muy bien.

Solo por su tamaño v manera de ser, Propenko imponía cierta medida de autoridad En menos de media hora había logrado dividir a la multitud que seguía creciendo,en cuatro filas irregulares que se acercaban a la comida desde los cuatro puntos del compás A la gente se le exigía que presentara sus cédulas de identidad para demostrar que vivían en uno de los cuatro edificios, y el conductor del camión tomo nota de los números de apartamento, para asegurarse de que nadie recibiera dos veces La muchedumbre, los empujones y los números gritados le recordaron a Czesich. extrañamente, el barullo de la bolsa. Trató de mantener la calma para eludir un tentáculo de alarma. Después de todo, ahora era un hombre libre. ¿Qué podía preocuparlo?

En menos de una hora habían repartido tres de los cinco grandes montones de comida. Propenko había puesto de lado las últimas dos pilas para las familias que no estaban en la casa, y algunas docenas de pedigüeños se quedaron por ahí importunándolo, pidiendo una ración extra. Un grupo hizo el gesto de acercarse a Czesich. pero Anatoly se había situado cerca del camión y los dispersó. Una mujer marchita consiguió pasar, sin embargo, con una bolsa de red en la que llevaba dos latas de remolachas americanas. Resultó que quería tocarlo, y cuando hubo apoyado un dedo sobre su manga, quiso decir un discurso.

– ¿Usted es realmente un norteamericano, señor? -dijo con palabras tan farfulladas que Czesich apenas pudo comprenderla.

Asintió con la cabeza. La cara de ella, con sus cicatrices y estrías, ofrecía una historia que se extendía desde los zares a la perestroika. con Stalin y Brezhnev en el medio. Supuso que su abuela y su abuelo podrían haber terminado como esta mujer, si se hubiesen quedado. Y él podría haber terminado como Propenko, con dos trajes decentes, cuatro habitaciones pequeñas, y una hija que realmente lo amara.

– Esta es la segunda vez que le debo gratitud, señor.

– No necesita agradecerme -dijo Czesich-. Nye nada. Pero la mujer pareció no oír o no comprender. Inclinó la cabeza como un cachorro y él se dio cuenta de que era un tanto boba. No vio ninguna vía de escape. Cerca había un policía cauteloso, que esperaba para sacarla de ahí, pero Czesich no se decidía a dar la señal.

– En los bosques afuera de Leningrado -comenzó la mujer- estábamos muriéndonos de hambre y frío. Mi brigada trataba de trabajar, señor. Mi supervisora me llamó y me dijo: "Ana Grigorievna. estas cajas son para tu gente." Bueno, miré adentro. Había guantes, señor y ropa interior abrigada. Guantes y ropa interior abrigada. -Extendió la mano y aferró el brazo derecho de Czesich con ambas manos, temblando con violencia.- Y le dije, "María Andreyevna; ¿de dónde lo sacaste ¿Donde? Y ella me contestó: "Los norteamericanos". Los norteamericanos, señor… He esperado cincuenta años para agradecérselo. -Apretó el brazo mas fuerte y le bajó la cara hasta la altura de su boca desdentada, de manera que su cámara se movió y le golpeó en el pecho. Recibió un beso en una mejilla y luego en la otra y oyó su murmullo, ronco y demasiado fuerte, algo que sonó como:- ¡ Deje caer todas sus bombas sobre estos bolsheviki! -Lo empujo hasta que quedó a un brazo de distancia, parpadeó dos veces con exageración, luego partió arrastrando los pies hacia su ansiosa familia.

Propenko le hacía señas a Czesich de que se acercara a los alimentos. Todavía había bastante gente entre la que había que abrirse paso, rezagados y recién llegados

– Antón -dijo Propenko, casi sin mirarlo-. Tenemos que esperar aquí un poco más. La presidenta del comité de residentes está camino hacia aquí de vuelta de su trabajo. No podemos irnos antes de que llegue.

Estaban de pie al lado del camión, no lejos de las tarimas aún llenas. La mayor parte de la gente eran, como había dicho Anatoly. mujeres mayores, pero la noticia había llegado a la calle, y Czesich vio que adolescentes y hombres maduros iban entrando por la arcada. Un grupo de jóvenes matones había quedado a un lado, fumando, observando las cosas, y se preguntó si el pelo color paja que lo había seguido no estaría en algún lugar del patio mirándolo o si Malov no estaría cerca dirigiendo la seguridad.

– Deberíamos tener más milicia aquí, Sergei -dijo Anatoly inquieto.

Propenko frunció el entrecejo.

Czesich oyó y luego presenció una discusión que tenía lugar al pie de una de las escaleras Dos mujeres se peleaban por una caja de comida, tirando por los dos lados como personajes de una farsa. Dos obreros estaban en cuclillas en el suelo del camión, fumando y al parecer nerviosos. Le pareció que esas gentes tenían prisa por salir del patio con sus cajas o latas, y subir por las escaleras mal iluminadas hasta la seguridad de sus parlamentos. Los imaginó allá dejando su bolsa de huevos en polvo y seis latas de melocotones sobre la mesa, un punto de saciedad rodeado de diez millones de hectáreas de tierra negra y rica.

– ¿Por que Vzyatin no está aquí? -dijo Anatoly Su mancha se movía de nuevo. Se pasó una mano por el pelo.

– Vzyatin no nos puede seguir como una niñera -estalló Propenko. y desvió la mirada enseguida. Por un instante Czesich pensó que iba a disculparse, pero otra peticionante distrajo la atención de Propenko, diciéndole que su mando, hermano, padre y ella vivían todos en dos habitaciones pequeñas, junto con dos niños también. Ahora los hombres estaban trabajando y los niños en el campamento.

– ¿No me dejaría sacar por lo menos tres cajas más de este montón grande? ¿Sólo tres cajas más? ¿Para los niños? Uno es epiléptico. ¿Qué mal haría. Tovarisch Direktr?

La población del patio parecía haberse doblado desde la ultima vez que Czesich había mirado. Ahora, por lo menos cien personas, tres cuartas partes de ellas hombres, iban entrando por la arcada cada pocos segundos.

Uno de los obreros saltó del camión, caminó hasta Propenko y dijo que. si al jefe no le importaba, los muchachos iban a correr hasta la stolovaya local para hacer un almuerzo rápido antes de que se comieran toda la sopa. Con una vo/ llena de preocupación. Propenko dijo que no le importaba.

Cuando los obreros se fueron, Czesich notó un cambio en el ambiente del patio. Algo, un ruido en la multitud suelta y arremolinada, un movimiento musita do. una pequeña elevación de tono, desató una sensación rara. Times Square.

Times Square en Vostok Oeste. Debía estar echando de menos a su patria

Observó cómo una mujer rechoncha sacudía el puño en la cara de Propenko y le gritaba.

– Basta ya -le gritó Propenko. Tenia las mejillas rosadas, y se le notaban las venas- Todos tenemos que esperar ahora, jBasta!

Anatoly miraba hacia la arcada con una expresión apenada en la cara.

Czesich intentó darse la vuelta para ver qué pasaba, pero detrás de él encontró una oleada de cuerpos, gruñidos, pies que se arrastraban, una fuerza. Casi imperceptiblemente lo iban llevando hacia las tarimas. A sólo unos pocos metros. Propenko y los dos hombres de la milicia estaban haciendo retroceder a un pequeño ejército de mujeres furiosas. Anatoly también había sido rodeado. Czesich apretó la Nikon contra el pecho, y dio unos pequeños pasos rápidos para evitar que le hicieran perder el equilibrio

– Perestantye! -gritó, y su propia voz lo sobresaltó.

Antes de que pasaran muchos segundos los dos montones de alimentos restantes quedaron ocultos por la gente, y él se sintió llevado gradualmente hacia ellos en una baraúnda de hombros y sombreros ladeados, y de hombres y mujeres que lo empujaban de todos lados. Trató de clavar los talones, pero fue como luchar contra la marea.

– ¡Adelante hacia el triunfo del comunismo! ¡Adelante! ¡Adelante! gritó algún idiota borracho, y la manada obediente empujó hacia adelante, ahora un poco mas rápidamente. Czesich tenía los brazos pegados al cuerpo. El hombre que tenía a su derecha fue presa de pánico y trató de liberarse: un codo errante llegó a la nariz de Czesich y sintió que las piernas se le aflojaban y cayó duramente sobre sus manos y rodillas. La correa de la cámara le quedó sobre las orejas, aferró el lente con una mano para que no diera contra el piso. Tenía sangre en la boca, caliente y salada, y sintió una lenta oleada de dolor. A su alrededor había botas y piernas, la grava le raspaba a través de los pantalones, y veía piernas gruesas y venosas al lado de su cara. Una rodilla le golpeó las costillas y se fue de costado, aferrado a su Nikkon como si fuera una pelota. Rápidamente se apoyó de nuevo sobre las manos y las rodillas, pero los cuerpos se arrastraban hacia la comida, empujándolo a él trecho a trecho, y soltó la cámara, agarró la pierna mas próxima y sintió un tobillo huesudo en la mano antes de que se liberara con un puntapié

Gritó y trató de ponerse de pie. pero la manada siguió adelante, sin tenerlo en cuenta, arrastrándolo con ella como si fuera un guijarro en la avalancha. La correa de la cámara se había roto y él mantenía los dos extremos contra el cuerpo con una mano, tratando de mantenerse derecho con la otra, de levantar una rodilla y apoyar un pie sobre el pavimento para ponerse de pie. Resbaló y cayó hacia adelante. A ambos lados del cuerpo sintió manos que lo levantaban, pero las manos lo soltaron y volvió a caerse. Las palmas le sangraban, y trozos de alquitrán y arena se le metían en las heridas. Escupió sangre y sintió las manos de nuevo. Se estaba levantando: pateó y se debatió y llegó a poner los pies en el suelo cuando lo tiraron a un lado y cayó como un muñeco de trapo. Se golpeo un hombro contra el neumático del camión, y sintió que le dolía todo el brazo por dentro. Rodó hasta quedar debajo del chasis oxidado y se detuvo en un charco, mirando el eje propulsor corroído, y tragando sangre y jadeando

Ladeó la cabeza y vomitó su magro y maloliente desayuno en el charco e

intentó moverse unos centímetros en la otra dirección. La cabeza le latía como una campana con el badajo en movimiento. La cámara había desaparecido, la persona que lo había rescatado estaba acurrucada cerca de sus pies Sacó el pañuelo y lo apretó contra la nariz hasta que la sangre dejó de brotar.

Vio zapatos que pasaban arañando, un pañuelo rojo enrollado alrededor de la punta de la bota de un hombre, alguien que se cayó sobre una rodilla y luego se levantó. Sintió que el estómago y el fondo de la garganta se contraían de nuevo, pero no había más comida para echar afuera. Su salvador se estaba moviendo, y a Czesich no le sorprendió ver la cara de Propenko. El cuidado cabello negro de Propenko caía sobre su frente, y los músculos alrededor de su boca y ojos parecían flotar Extendió una mano y sacó sangre de la mejilla de Czesich. Propenko se sostenía sobre los codos, y la cabeza miraba hacia el fondo del camión.

Czesich oyó el grito de una chica.

– Sergei -gruñó-. ¿Qué ocurrió?

Propenko desvió la mirada.

– ¿Qué está pasando? -Czesich temblaba de miedo y se avergonzaba. Pocos metros más allá la gente que él había venido a salvar se estaba pisoteando por lo que no era sino una o dos comidas. Imaginó que las mujeres se arrancaban envases y bolsas de harina las unas a las otras. Nada parecía humano en todo ésto.

Propenko sacudía su cabeza con pequeños movimientos. Tenía el aspecto de quien se va a echar a llorar.

– Sergei -dijo Czesich abruptamente-. ¿Qué ocurrió?

Pero Propenko no le contestaba, no podía mirarlo a los ojos. Miraba fijamente hacia adelante como tratando de recordar algo, de resolver un enigma: luego, al cabo de un momento, echó una mirada a Czesich como si fuera un extraño, y se deslizó hasta la luz.

La desesperada escaramuza por los víveres duro solo unos tres o cuatro minutos más. Czesich sintió el cambio en la multitud, sintió que el frenesí llegaba a su punto culminante y se desvanecía lentamente. Vio el dobladillo del pantalón y las bolas de un policía, gente que apresuraba el paso, un trozo de papel marrón que caía al suelo desde el neumático.

Cerró los ojos y trató de recuperar su respiración normal. El corazón todavía le tamborileaba. Sintió gusto a bilis y a sangre. Oyó a la gente que soplaba por cuernos de papel, gente que cantaba, gente que gritaba algo de 1969. Marie estaba allí su esposa desde hacía dos meses La exposición había terminado, ambas familias contentas porque Antón se había sacado el gusto de todas esas aventuras antes del casamiento. Julie Stirvin (pensó, lo creía realmente) ya era algo del pasado también, una ultima aventura sexual antes de tomar el largo camino, liso y tranquilo del matrimonio.

Times Square iba a ampliar los horizontes de Marie. Era la primera parte de una estrategia para demostrarle que más allá de los límites de Boston Este había un mundo humano real y que ella tenía derecho a habitar en él. Ahora veía que había sido otra de sus cruzadas. En la multitud se había dado el mismo cambio, pequeño y horripilante, un segundo o dos de silencio, y luego un infierno.

De alguna manera se habían separado, con el brazo casi arrancado tratando de retenerla, y la había encontrado al cabo de una hora y media llorando al lado de un policía en la calle Cuarenta y siete, su caso perdido para siempre ante el mundo exterior.

– ¿Está herido, Antón Antonovich?

Era Anatoly apoyado en sus manos y rodillas, mirando debajo del camión. Czesich sacudió la cabeza. No parecía tener energía suficiente para moverse. Su estómago todavía se contraía y se liberaba y, no tan diferente de Marie ahora, no estaba dispuesto a enfrentarse con el mundo exterior. Por fin, después de lo que le pareció un tiempo muy largo, tuvo conciencia de que Anatoly y el conductor lo estaban ayudando a salir lentamente a la luz. Lo sentaron sobre una tarima vacía y desde esa posición pudo ver un cuarto del patio cubierto con callones y manchas de harina derramada, y un pequeño grupo de babushki con niños a su lado.

Cerca de su oído derecho, Czesich oyó la palabra bolnitza, hospital. Imaginó a los médicos atendiéndolo con instrumental de la Segunda Guerra Mundial y jeringas sucias. Gimió:

– Nye nada!-Alguien rió.

La cara de Anatoly apareció delante de la suya de nuevo.

– Su nariz no está fracturada, Antón Antonovich -le decía-. Está sangrando. Está rasguñada. No está rota.

De alguna parte, salió una botella de vodka, y Czesich se la llevó a los labios. Todo alrededor había hombres mirando. Era un Direktor, un norteamericano. Tenía que desempeñar un papel.

– Los alimentos -dijo noblemente.

– Desaparecidos, Antón Antonovich. Evaporados. Barridos.

Alguien le pasaba por la mejilla un pañuelo empapado en vodka, que le hizo sentir la estimulante punzada de las sales aromáticas en las fosas nasales. Su visión se aclaró lo suficiente como para enfocar los restos de una docena de cajas rotas. Las babushki lo miraban fijamente. Se volvió levemente y vio a un miliciano golpeando la cabeza de alguien contra el capó del jeep. Un segundo jeep, luego una ambulancia, entraron en el patio, con las luces girando.

Finalmente pudo mantenerse en pie solo, y entonces el dolor volvió con más intensidad. En su portafolio tenía una caja de aspirinas; la recuperó y tragó tres pastillas con tres sorbos amargos de vodka. Su traje estaba mojado y desgarrado en las articulaciones, el frente de la camisa estaba manchado con sangre. Hizo un bollo con la chaqueta y lo tiró en el asiento posterior del auto. El y Anatoly iniciaron una breve e inútil búsqueda de la cámara fotográfica.

– ¿Y ahora? -dijo Anatoly, cuando fue obvio que no la encontrarían.

Czesich parecía no poder expresar dos pensamientos coherentes. El camión todavía seguía allí, vacío salvo las tarimas de madera. Habían llamado a un patrullero de la policía y tres hombres borrachos estaban tratando de evitar que los hicieran entrar en él por la puerta posterior. La ambulancia salió de prisa. Excepto unos pocos niños que habían quedado allí solos y un viejo inválido, todos habían huido de la escena, dejando el patio tan silencioso como un estadio de fútbol después del tumulto.

– ¿Adonde fue Sergei?

– Se fue caminando.

Los obreros llegaron caminando por debajo de la arcada, de vuelta de su almuerzo, y el conductor del camión empezó a increparlos.

– ¡Abandonaron su puesto! -lo oyó gritar Czesich-. ¿No veían lo que estaba pasando? ¿No podían haberse quedado?

Gritaron sus excusas, rodeando al hombre mayor y agitando los brazos hasta intimidarlo lo suficiente. Czesich se metió en el Volga, Anatoly se sentó al volante, y durante unos segundos miraron cómo los obreros y el conductor del camión se gritaban, cómo el teniente le sacaba los dedos de la puerta del auto de la policía al hombre que querían llevarse, cómo el viejo cojeaba hasta el centro del patio y removía los pedazos de cartón con la punta del bastón.

Anatoly accionó la llave, aceleró una vez, y apagó la radio.

– ¿Qué ocurrió? -le preguntó Czesich.

El chófer levantó y dejó caer los hombros.

– Anatoly. ¿Qué ocurrió?

– Han convertido en animales a nuestra gente.

– No me refiero a eso.

El chófer volvió a encogerse de hombros y desvió la cara. Primero el auto patrullero, luego los dos jeeps, luego el camión con sus obreros en cuclillas, salieron por la arcada, dejando el Volga solo en el patio desordenado.

Czesich dijo la primera cosa que le vino a la cabeza:

– No soy un espía.

– Lo sé, Antón.

– La guerra fría terminó.

Anatoly asintió sombríamente, como si el final hubiera llegado demasiado tarde.

– Entonces, dígame qué estaba ocurriendo esta mañana, Anatoly. Quiero saberlo. Por mí mismo.

Anatoly jugueteó con la botonera de la radio como si amenazara con encenderla. Mantenía los ojos desviados.

– Escuche, supuestamente yo no tendría que estar aquí, ¿me comprende?

El chófer sacudió la cabeza.

– Me ofrecí para esta tarea. La creé. La embajada suspendió este programa y yo vine de todos modos. La gente tiene hambre aquí. Quería que pudieran comer.

Anatoly siguió sentado sin expresión.

– ¿Me comprende?

El chófer volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Y qué dicen sus superiores?

– Mis superiores están a diez mil millas de distancia.

En la mirada que Anatoly le dirigió había sobre todo sospecha, pero por debajo había una chispa, una pizca de confianza.

– Este asunto es mío -insistió Czesich-. Toda esta cosa ridicula

– Ridícula no -dijo Anatoly. La palabra lo había herido-. Humillante, no ridícula. -Por debajo de la piel morada de su mancha de nacimiento había diez o veinte pequeñas hinchazones del tamaño de semillas de uva. Un lunar oscuro brotaba justo encima de su ceja izquierda.

– Sergei alteró la lista -dijo-. La mina Nevsky estaba primera en la lista Donde empezaron las huelgas. Llevar comida allí significa más que llevar comida Sería una señal.

Czesich volvió la mirada hacia adelante y trató de concentrarse. El parabrisas estaba salpicado por la llovizna Justo cuando parecía que tenía en la mano la fruta dulce y pelada, descubría otra corteza, otra cosa por la que había que pasar otra capa de disfraz

– ¿Estas casas estaban segundas en la lista?

– Ultimas -dijo Anatoly-. En segundo lugar en la lista estaba un orfelinato cerca de la iglesia

– Pero ¿por qué?

Anatoly se encogió de hombros.

– Nos lo dijo esta mañana. Leonid le preguntó por qué. y él se fue. Yo le pregunte por qué, y me dijo que me metiera en sus asuntos No era él mismo

Por fin, aún a través del dolor. Czesich pudo subir un escalón en su comprensión, un dato sólido sobre otro. Todo era una cuestión de símbolos y señales ahora, de gestos. Suponía que lo había sabido todo el tiempo Suponía que eso era lo que lo había hecho venir aquí.