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Propenko caminó desde Vostok Oeste hasta el centro de la ciudad, siete kilómetros, sin ningún destino en vista. Todavía no se movía hacia nada, sólo se alejaba de todo, se alejaba de una vieja idea que tenía de sí mismo. Su traje estaba desgarrado en las rodillas y los codos, el frente de la camisa y la corbata estaban húmedos y manchados de sangre, y sentía que la gente lo miraba con disimulo mientras esperaba en las esquinas para cruzar. Ahora no le importaba, un mundo interior revuelto lo absorbía.
Hasta hacia dos horas, el trato que había hecho con el Primer Secretario había sido algo secreto, invisible, unas pocas palabras tranquilas y un apretón de manos Nunca le había parecido algo bueno, pero hasta hacía dos horas le parecía por lo menos defendible, y muy pequeña, muy privada, la clase de compromiso que la gente hace todo el tiempo Ni siquiera las mentiras en que se apoyaba le habían parecido muy importantes. Había llamado a la mina Nevsky desde su oficina antes de ir al pabellón, y le había dicho a la secretaria que atendió el teléfono que el envío de víveres sería demorado unos días v a ella no había parecido importarle nada
Aún cuando empezaron a entregar los alimentos en el patio, todavía sentía que era la decisión correcta. A la gente, a la gente pobre, se les estaba dando algo para suavizar el dolor de su pobreza. Antón Antonovich hacía anotaciones y mandaría a Washington la información de que todo estaba en orden. Las viejas le estaban agradeciendo, agradeciendo a Estados Unidos. No fue sino cuando el patio comenzó a llenarse de hombres y mujeres de la calle, que la dura corteza de lógica se había quebrado y abierto, y toda la inmundicia oculta había subido burbujeante a la superficie, toda la furia, la desesperación, todo lo que las viejas frases hechas del comunismo habían enmascarado durante tanto tiempo Fue cuando una vieja rechoncha había empezado a reprenderlo y a agitar un dedo ante su cara que se dio cuenta de que la multitud en el patio debía verlo como él veía a Mikhail Lvovich, que se había alineado con las fuerzas que habían estado aplastando a la gente todos estos años, manteniéndolos oprimidos, sofocándolos. Se dio cuenta de que todo se había hecho muy silenciosamente, un suave giro en el proceso del pensamiento, algunos trucos con el lenguaje, y una multitud de tratos secretos y pequeños con hombres que vivían en la opulencia y predicaban la igualdad.
Ahora, caminaba por las calles acosada por una visión de sí mismo de traje, corbata y zapatos lustrados, combatiendo a las masas harapientas, defendiendo las reglas, manteniendo el orden. Pero ¿las reglas de quién? ¿Un orden que representaba qué? ¿El crimen? ¿El hambre? Ahora toda su vida de adulto, veinte años en el Consejo, olía a mentira.
Caminó y caminó para alejarse de eso, y cuando levantó la vista se encontró frente al Teatro de Opera y Ballet, cerca de la oficina de Raisa, muy cerca de la Sede del Partido. Caminó las dos últimas manzanas y se quedó allí en la acera mirando entre los árboles a un pequeño grupo de personas que hacían huelga de hambre sentados sobre una lona impermeable a la sombra de Lenin; observando las caras de los mineros y los otros manifestantes, sus carteles y banderas, una cruz de madera apoyada sobre un banco. Buscó a su hija y no la vio.
Galina, la asistente de Raisa, lo miró como si acabara de trepar a la pared del Hospital Psíquico 39, y se apresuró a ir a la oficina de atrás para anunciarlo. Raisa apareció en el área de recepción al minuto, y Propenko se dio cuenta de que las manos le temblaban sobre sus muñecas, le rozaban su traje desgarrado, tocaban sus palmas arañadas como si lo primero en el orden del día fuera remover toda evidencia de lo que pudiera haber ocurrido. Raisa dirigió una mirada ansiosa a Galina que simulaba estar ocupada detrás de su mesa, y luego a la cara de su marido, y susurró:
– Seryozha, ¿qué? ¿Qué es esto?-pero él todavía no podía decírselo.
Huyeron de los ojos y oídos de la oficina y fueron a un restaurante que Propenko sabía que estaría lleno y ruidoso aún a medía tarde. En camino la preparó con una descripción del tumulto en el patio: las viejas que se arañaban como animales, la cara pálida de Antón Antonovich que se hundía debajo de la multitud. Y cuando estuvieron sentados a una pequeña mesa en un rincón, encerrados entre hombres y mujeres sobrios a medias, que se suponía debían estar trabajando, dijo:
– Mentí sobre lo que ocurrió en el balcón de Kabanov.
Raisa lo miró fijamente.
– Hice un trato con él. Dije que cambiaría el orden de la entrega de víveres, para que no fuera a los mineros y la iglesia hasta dentro de una o dos semanas. Me dijo que necesitaba tiempo para negociar con ellos. Prometió asegurarse de que nadie amenazara a nuestra familia, de que nadie de nosotros fuera lastimado. Me pareció una nimiedad.
Raisa siguió mirándolo, y cuando Propenko ya no pudo soportar esa inspección desvió los ojos hacia la pared. Se dio cuenta de que había algo, una idea, que estaba al lado de la mesa como un fantasma; se le ocurrió que parte de lo que en realidad había estado tratando de hacer en el balcón de Mikhail Lvovich era desterrar el recuerdo del padre de Raisa, el hombre a cuya enorme sombra había pasado una gran parte de su vida de casado. De pronto le pareció tan obvio: no como la motivación principal, pero como un personaje furtivo menor. Su éxito en el Consejo siempre había tenido una leve mancha, porque el Consejo era parte del sistema, y el sistema había matado a Maxim Semyonich. La fuerza o el coraje que él pudiera demostrar en su vida nunca podría estar a la altura del mito de la resistencia de Maxim Semyonich en los campos. Hasta Lydia lo veía así. Bastaba ver con qué tipo de jóvenes andaba: siempre mayores, más políticos, más religiosos.
– Estaba pensando en Lydia -dijo, volviendo a mirar a Raisa-. En la familia. -Era cierto, pero no una verdad pura, y él lo sabía. El fantasma se rehusaba a retirarse. Por detrás de la máscara con que hablaba, Propenko trataba de decidir si Raisa se daba cuenta, pero su cara no expresaba nada.
Raisa desvió su mirada hacia la habitación. El esperó, pensando en la mujer de Vzyatin y sus teoremas psicológicos, sus tranzferentzes, komplexes y freuds, cosas en las que él nunca había creído realmente, cosas extranjeras. No era de extrañarse que se hubiera resistido a ella durante todos estos años. No había más que ver lo que revelaban. No había más que ver lo que se agazapaba debajo de su respetabilidad comunista.
– ¿Qué otras mentiras dijiste?
– Ninguna.
Miraba más allá de él, recordaba un hombre demacrado, sin afeitar que respiraba un poco de aire en el parque que había detrás de la casa de su infancia; las gregarias babushki que iban allí lo evitaban como si padeciera la plaga. Cuando ella tenía la edad de Lydia, su padre ya era un ex convicto, un Enemigo del Pueblo, arruinado social, financiera y físicamente.
El mozo los favoreció con su presencia, y Propenko se dio cuenta de que no había comido nada desde la cena con Antón Antonovich la noche anterior. Pidió lo que había carne, vino y pan, y cuando les pusieron adelante los platos grasientos, Raisa todavía seguía mirando fijamente. Parecía agotada. Le sirvió un poco de vino y ella no hizo caso. Al cabo de un largo rato volvió los ojos hacia él.
– ¿Y ahora?
– Quiero que vayas con tu madre a la dacha. Esta noche. Después del trabajo.
– ¿Para qué? ¿Qué vas a hacer tú?
– Todavía no sé. Algo.
– No tenemos el auto.
– Vayan en la elektrichka.
– ¿Y qué? ¿A vivir en la dacha? ¿Hasta qué? ¿Hasta que vengan los soldados? Esta mañana los mineros cerraron parte de la calle Gorki, ¿lo sabías? Anoche,
cuando Galina fue al aeropuerto a esperar a su mando encontró allí tres camiones llenos de Boinas Negras
Al mencionar la palabra "marido'' aparecieron las primeras lágrimas en los ojos de Raisa Se las secó con el dorso de la muñeca.
– ¿Y qué pasa con el trabajo?
Un hombre con cara de remolacha sentado a la mesa de al lado giro la cabeza para mirarlos. Propenko lo miró a los ojos hasta que se dio vuelta
– Es sólo por el fin de semana-le dijo a Raisa. aunque no estaba seguro de por que lo dijo o qué se suponía que estaría resuelto antes de la noche del domingo. No podía ver nada más que el próximo paso a dar. Vació el vaso de vino-. Ahora voy a buscar a Vzyatin y a Leonid. Les voy a contar lo que acabo de decirte a ti
Ella frunció el entrecejo y se secó la cara.
– ¿Qué puede hacer Vzyatin?
– Tiene conexiones en Moscú.
– ¿Bessarovich? Ellos te metieron en esto. Bessarovich y Vzyatin. ¿No te das cuenta. Sergei? Te tiraron una brasa ardiente en el regazo.
Propenko sacudió la cabeza. Bessarovich, podía ser: Vzyatin. nunca.
– ¿Y si simplemente te fueras?
– ¿Adonde?
– Pidieras otro destino, pidieras ser transferido. Ella podría transferirte. Nos mudaríamos
Volvió a sacudir su cabeza. La carne le sabía a rancia.
– ¿Por qué no?
– Por mil razones. Sabes… -se calló. Iba a decir: sabes que nunca podría huir así. pero ya no podía jactarse de esa manera.
– ¿Y si Bessarovich y sus protectores pierden? -dijo Raisa despacio-. ¿Y si están en el lado equivocado. Sergei?, Vzyatin y los mineros y el padre Alexei? ¿Y si es como siempre ha sido? ¿Si nos despertamos mañana y hay soldados en las calles y Bessarovich y sus amigos han sido arrestados?
Propenko no se permitía ni siquiera pensarlo. La guerra civil que la gente llamaba perestroika finalmente había llegado a Vostok. demasiado tarde, y ahora le parecía que ya no podía ocultarse en su apartamento, leyendo los periódicos para saber que debía decir en público, esperando para tomar partido hasta saber que lado iba a ganar. Ya no había un terreno neutral. Si ahora uno se alejaba de algo había que ¡r hacia alguna otra cosa.
– Tú y yo estamos equivocados -dijo, y Raisa lo miro enojada-. Nos quedamos tranquilos. Ese era el trato. Quédese tranquilo y lo dejaremos en paz con su Lada, su dacha, sus cuatrocientos rublos al mes. Pero uno no puede hacer tratos con su vida de ese modo. Si lo hace todo se estropea. Uno se pudre de adentro para afuera.
– Lo dice el hombre que hace tratos
Propenko miró a lo lejos, todavía acusado.
– Tu padre tenia razón
– Tu padre tenía razón Tu padre y tu madre.
– Estaba bien para Stalin. Ahora no tenemos a Stalin -dijo Propenko. aunque no hacía dos días que había visto un retrato del dictador de bigotes puesto al lado de la mujer que vendía periódicos y calendarios en un kiosco cerca de la oficina. No se lo había dicho a nadie salvo a Anatoly. Anatoly se había persignado.
– Si tu padre viviera hoy diría las mismas cosas, y todavía tendría razón.
– ¿Por qué hablas así? -dijo Propenko-. Sé que no lo crees. Tu madre lo sabe Lydia lo sabe. ¿Para quién es el disfraz?
Raisa se inclinó hacia adelante, con la cara enrojecida.
– El disfraz es para lo mismo que a ti te sirve tu disfraz -dijo demasiado fuerte- Para seguir viviendo.
Esta verdad fuerte sonó muy clara en un silencio en el ruido de fondo del restaurante, y Propenko mantuvo sus ojos bajos sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda.
– ¿Qué estás pensando hacer? Dímelo.
– No lo sé -dijo pero empezaba a saberlo. Una noción vaga estaba tomando forma, una venganza y una penitencia-. Haga lo que haga, para la milicia es mas fácil cuidarte en la dacha.
– ¿Y confías en ella?
– Tenemos que confiar.
La cara de Raisa volvió a cambiar, largas arrugas ondulando a lo largo de su frente, líneas cortas que subían desde el labio superior, las aletas de la nariz ensanchadas y los ojos achicados. A Propenko le recordó la expresión de su cara cuando le dio la noticia del asesinato de Tikhonovich. Desvió la mirada, luego volvió a mirarlo, sin lágrimas ahora.
– Sergei. trató de que Lydia se acostara con él.
– ¿Qué? ¿Quién?
– Vzyatin.
– ¿De qué estás hablando? ¿El hijo de Victor?
– El mismo Victor. Tu amigo. El Jefe.
– ¿Cuándo?
– El verano pasado. En Sochi.
– ¿Qué quieres decir. Raisa? Victor tiene mi edad. Lydia veinte, es…
– Estaba borracho. Se toparon en un sendero detrás de la playa y le habló un rato y luego la besó. Trató de que fuera con él a su habitación.
– ¿Dónde estaba yo?
– En la cama conmigo. Era medianoche.
– ¿Dónde estaba su mujer?
– Afuera.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Raisa estaba enredando el pie de la copa en el mantel.
– Raisa
Ella levantó los ojos.
– No te lo dije porque acabo de enterarme. La semana pasada Y porque Lydia me pidió que no te lo dijera. Fue a la iglesia a hablarle del crimen y se disculpó, después de un año. le dijo que no volvería a pasar.
– ¿Lydia te pidió que no me lo dijeras?
– Dijo que él se había equivocado. Estaba borracho. No quería que tú odiaras a tu amigo por un solo error.
– ¿Odiarlo? Le romperé los brazos
Raisa lo miraba como si fuera un espejo.
– No tienes por qué seguir hablándome de esa manera Y no tienes que hablar de esa manera por Lydia. Y sería mejor que ahora dejaras de tratarla como si todavía estuviera en la escuela primaria.
– Tú no comprendes, Raisa. No sabes lo que los hombres sienten cuando la miran. Yo lo sé. Sé lo que Victor siente y sé lo que piensa, y Lydia cree que el mundo es una iglesia gigantesca en la que todos los hombres son santos y todas las mujeres…
– Tikhonovich y Lydia eran amantes.
– ¿Qué?
– El era el amante de Lydia.
– ¿De qué estás hablando? El hombre tenía…
– Cuarenta y un años.
Propenko hundió la cara en sus manos, apretó las yemas de los dedos sobre la piel de su frente y las corrió hacia las cejas y de nuevo hacia arriba. Con un fuerte ruido de sillas que se arrastraban, el hombre con cara de remolacha y su compañero borracho dejaron la mesa y caminaron hacia la puerta.
– Nos estaban escuchando.
– Déjalos que escuchen.
Propenko miró a Raisa y pensó, por un instante, que podría ser la esposa de cualquiera o la de nadie. Que no conocía la palabra o el nombre que pudiera contenerla. Pensó en decirle que Malov era sospechado de ser el posible asesino de Tikhonovich. pero ¿de qué serviría? Vzyatin era la persona con la que tenía que hablar ahora, no Raisa
Dejaron algunos billetes sobre la mesa, en la puerta se abrieron paso entre una pequeña multitud y salieron a la acera. Una bruma suave flotaba en el aire, y para cuando llegaron a los escalones del edificio de Raisa, tenían la ropa cubierta por una delicada capa de gotitas.
– ¿Adónde vas? -le preguntó ella cuando se detuvieron.
– Te lo dije. A buscar a Vzyatin.
– ¿Y para qué? ¿Para romperle los brazos?
– Olvídate de eso ahora. Mañana por la noche estaré en la dacha. Si Anatoly consigue los cables, iré con el auto. Sino, iré en tren, o con uno de los hombres de Vzyatin. Si no ves a Lydia enseguida, no te preocupes. Le hablaré esta noche. La convenceré de que vaya.
– No irá -dijo Raisa.
– Le hablaré.
– No va a ir, Sergei. Tiene planes con el norteamericano. Le pregunté.
– Le hablaré cuando llegue a casa.
Raisa abandonó y miró a otro lado.
Se quedaron juntos un momento, conectados por nada, decidió Propenko, conectados por lo que creían conocer el uno del otro. Ella se dio la vuelta, y él la miró trepar por la escalera y ponerse la máscara que usaba para la gente con la que trabajaba.