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– Ahora no tiene la cara tan blanca -dijo Anatoly.
A Czesich le agradó oírlo. Tenía las manos y rodillas raspadas y sangrantes, y la nariz hinchada, pero el vodka y la aspirina habían hecho desaparecer la mayor parte del dolor, dejándolo tan sólo deprimido. Anatoly también estaba deprimido, y su estado de ánimo sombrío estaba teniendo éxito ahí donde las anécdotas y los comentarios concisos habían fracasado: por fin, Czesich sintió lo que debían haber sentido los que vivían aquí.
Habían dejado Vostok Oeste atrás y recorrían una avenida ancha en busca de Sergei Propenko. Una lluvia aceitosa y gris había empezado a caer, y en las filas que serpenteaban desde los frentes de las tiendas, hombres y mujeres se protegían con lo que tuvieran a mano: bolsas de mercado, trozos de plástico, algún paraguas. Los limpiaparabrisas del Volga chirriaban. Pasó un camión del ejército con muchachos de uniforme marrón que miraban tristemente desde atrás. Czesich se sintió acechado por el engaño y la desesperación, una melancolía marxista-leninista.
– Sergei debe haber tenido motivo -dijo.
Anatoly se encogió de hombros, simulando que no le importaba, pero Czesich se daba cuenta de que se sentía desgraciado. Al cabo de unos minutos más, unas vueltas más y de entradas y salidas en callejuelas enteramente inútiles, el chófer dijo:
– No lo vamos a encontrar, Antón -y Czesich se rindió y permitió que se dirigiera al hotel.
– Ahora usted debería descansar.
Czesich no se sentía capaz de descansar o de enfrentar sus habitaciones solo o de aceptar la idea de que Sergei estuviera involucrado en algún tipo de traición. Sin entusiasmo sugirió que fueran al pabellón y averiguaran algo sobre el segundo camión.
– Descanse, Antón Antonovich. Diré a Leonid que usted dio la orden de que descargaran el camión y volvieran a poner los víveres en el contenedor. Le diré a Sergei que lo llame si está allí, pero por ahora usted debe descansar. Está herido.
– Tengo algo de comida en mi habitación. ¿Querría almorzar conmigo?
El chófer sacudió la cabeza.
– Ahora estoy demasiado avergonzado Antón. Todos estamos avergonzados ante usted.
Czesich habría querido decirle que era la vergüenza lo que había metido a la Unión Soviética en problemas en primer lugar, que la solución no estaba en sentir más vergüenza, ni en ocultar las cosas. Pero ya habían entrado en el extremo oeste del Prospekt Revoliutsii y cada fachada mate y cada cuerpo agobiado parecía pedir silencio. Cuando Anatoly hizo una curva para detenerse enfrente de la escalinata del hotel. Czesich volvió a invitarlo, sólo para tomar un té.
Anatoly rehusó una vez más, y se quedaron sentados mirando un grupo de finlandeses contentos que acababan de llegar en un autocar, y ahora cruzaban el estacionamiento y caminaban hacia el hotel como si fueran los dueños. A Czesich lo hostigaban toda clase de malos presagios, tenía miedo de salir del automóvil. Se preguntaba si Malov no habría conducido el tumulto de alguna manera, pagado a gente para que lo pisoteara. Se preguntaba si Propenko no habría estado involucrado y había cambiado de opinión a último momento. Se preguntó qué diría Julie si pudiese verlo ahora, ensangrentado y metido hasta el cuello en los asuntos ajenos.
– ¿Qué pasa si sus superiores se enteran de lo que hizo? -dijo Anatoly.
– ¿Quiénes?
– Sus superiores. ¿Qué harán si se enteran?
– Se enteraron -dijo Czesich-. Me echaron.
– ¿Cuándo?
– Ayer.
Anatoly estaba aterrado.
– Estará bezrabotny.
Czesich asintió. La palabra significaba simplemente "sin empleo" pero en la conciencia soviética estaba conectada con un horror inenarrable y la miseria, con la vida fuera del kollektiv.
– ¿Por qué lo hizo entonces? -Czesich dijo que no lo sabía, y se quedaron callados un minuto.
– En Moscú alguien debe saber que usted está aquí. Alguien debe querer que esté aquí o el Consejo lo hubiera impedido.
Czesich ya se lo había preguntado. Ahora, cierto o no. no parecía importar. Se encogió de hombros, le dio una palmada en el hombro a su amigo y salió a la lluvia. Golpeado y ensangrentado, llevó su portafolio y la chaqueta del traje hecha un bollo por el patio hacia la entrada principal. Le abrió la puerta el mismo portero corrupto que lo había servido más temprano ese día, Yefrem Alexandrovich que siempre saludaba. Czesich sintió el deseo de darle un puntapié.
La dezhurnaya del segundo piso se percató de las ropas mojadas y los rasgones de Czesich con una mirada, pero no arriesgó ningún comentario. El circuito entre la cara y los sentimientos se había roto hacía mucho tiempo. Abrió su cajón de llaves y le entregó la número 208, y luego volvió a su libro de poemas de la guerra.
Czesich se remojó durante una hora en el baño tibio, mientras sus heridas daban un color rosado al agua jabonosa que lo rodeaba, y sus pensamientos giraban en círculo volviendo a la idea de la rendición. Pero algún gene tenaz se resistía. Había creído que venía aquí porque quería que los Malovs y los Puchkovs del mundo fueran extirpados porque quería que los compatriotas de sus abuelos vivieran plena, digna y libremente de nuevo, aunque nunca lo hubieran hecho antes. Pero ahora parecía estar dentro de lo posible que todo eso fuera alegórico, una cruzada soñada, todo allá afuera. Quizá todo lo que realmente había querido era vivir libre, plena y dignamente en sí mismo, y el resto era simplemente para el público, una tosca representación de dramas íntimos sutiles. Quizá toda la historia se reducía a eso y nada más.
Salió de la bañera y se puso una bata de baño. Atacó su provisión de alimentos ya muy disminuida, y trató de calmarse preparando un menú elegante: cangrejo envasado y aceitunas negras y una copa de cerveza fría, galletitas cubiertas de chocolate como postre. Llevó a cabo toda la ceremonia, mantel, servilletas de género, música clásica suave por la radio, pero justo cuando empezó a comer sonó el teléfono, y el primer tono largo indicó que era una conferencia.
– Supongo que es inútil decirte que hagas lo racional, Chesi -fueron las primeras palabras que dijo Julie. Algo en su voz hizo imposible la rendición.
– Si fuera algo racional, lo haría -le dijo Czesich, y durante un largo rato se oyó el ruido usual de cañerías, zumbidos, silbidos, señales entrecortadas-. Filson me soltó -dijo, cuando ya no pudo soportarlo.
– Lo sé.
– Me quedé sin empleo, bezrabotny.
– Eso también lo sé. Me estaba preguntando cómo te ibas a arreglar.
A Czesich le sonó como que quizá pudieran seguir siendo amigos, a pesar de todo. Sintió un pequeño estallido de coraje.
– Estoy pensándolo.
– En el Donbass me aman.
– ¿Estuviste repartiendo los víveres?
– Más rápido de lo que te imaginas.
– ¿Sin ningún problema? -preguntó Julie, como si hubiera debido haber problemas. Como si allá ella hubiese puesto ciertos problemas en movimiento y llamaba para saber si ya habían llegado a Vostok.
Czesich se preguntó si ella y McCauley se habían reunido después de la ¡última llamada telefónica para pensar alguna manera ingeniosa tipo CÍA de fastidiarilo. Se concentró apretando su oreja libre con una mano.
– ¿Cómo está el tiempo por allá?
Miró a través de las cortinas el desorden afuera.
– Soleado. He oído aviones.
Una única gota de sangre diluida cayó de su nariz sobre su tobillo derecho desnudo y le pareció oír pasos en el corredor.
– Has caído en desgracia, sabes -decía ella ahora. Parecía divertirla.
– Julie, no puedo ni empezar a decirte lo poco que eso significa para mí en este momento.
– ¿Qué pasa? ¿Estamos hablando con el estómago vacío?
La observación fue demasiado filosa para el gusto de Czesich. Suponía que no merecía nada mejor: después de haber tratado de dejarla al descubierto en una línea abierta, y de desafiarla con su invitación a Haydock. De todos modos, le pegaba ahora que estaba caído, y se preguntó brevemente si Julie y él estaban condenados a una eternidad kármica de ofensa y venganza y reconciliaciones a medias. Miró por la ventana y estaba observando a un niño que revisaba el cubo de basura chorreante cuando la línea zumbó y graznó y escupió esto:
– Haydock no puede ir, Chesi. Me han dado la orden de ir allá y rescatarte.
Al principio pensó que había oído mal, o que se estaba burlando de él. Apretó el teléfono con tanta fuerza que las heridas de sus manos empezaron a sangrar de nuevo. Le ordenaron, qué diablos, pensó; iba a venir porque quería comprobar por sí misma, porque sospechaba que se había equivocado desde el principio.
– ¿Qué?-dijo-. ¿Cuándo?
– El domingo por la tarde, cinco treinta y siete Aeroflot 1021.
Garabateó la hora en la libreta que tenía al lado del teléfono, y sintió que sus efímeras esperanzas revivían como Lázaro.
– Arreglaremos una recepción oficial.
– Nada de bromas -le dijo ella-. Les dije que salía garante de tu sanidad mental, que eras un norteamericano decente y patriótico. Es el único motivo por el que Haydock lo permite. Eso, y porque parece que las cosas se están estropeando aquí y queremos que te vayas.
– Te esperaré en el aeropuerto -dijo Czesich sin escucharla en realidad.
– Cinco treinta y siete de la tarde. Si es que ese día hay combustible para el avión.
Me ocuparé de que haya. Arreglaré un tour.
– No es un picnic, Chesi, te debo decir. Habrá algunas preguntas desagradables.
– ¿Qué pueden hacerme, ahora?
– Cosas que no debería mencionar.
– ¿No, de veras? -Casi la única cosa que le podían hacer ahora era interferir con su pensión, su garantía de vida después de Washington. Había oído hablar de casos extremos en que empleados de USCA habían sido amenazados con la pérdida de la pensión, pero nunca había sabido de un caso en que ocurriera. Era más probable que Haydock lo sometiera a una reprimenda a la antigua, y la gente de seguridad de la embajada trataría de asustarlo, de sacudirlo un poco para asegurarse de que no era un espía, para hacerle comprender la magnitud de su error. ¿Y si la KGB hubiera decidido secuestrarlo, o asesinarlo? Estaba allá solo, contra todos los reglamentos. "Puso en situación de riesgo toda nuestra política."
Sería la misma mierda de siempre.
– Cosas -dijo Julie, como para atormentarlo-. Algunos días de nervios.
– ¿Algunos días de nervios? Julie, algunos días de nervios serían como un picnic ahora.
– Creía que todo estaba bien.
– Más o menos bien.
Ella se calló durante cinco o seis segundos, y él temió que la conexión se hubiera cortado.
– ¿Julie?
– Hablaremos cuando esté allá, Chesi. Tengo que irme.
– ¿Otra cita?
– Te veo el domingo.
– Sí -dijo Czesich pero ella ya no estaba. Se recostó en el duro sofá del hotel, cerró los ojos, y alimentó una pequeña semilla de posibilidad. La mente hacía esas cosas.