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Una horda de turistas de pelo pajizo llenaba el vestíbulo del hotel, la mitad de ellos borrachos al estilo escandinavo, tambaleándose amistosamente de un lado a otro, sonrientes con expresión atontadas, balanceando botellas colgadas del pulgar y el índice de modo que Czesich temía que su mañana se vería realzada por añicos de vidrio húmedo. Su excursión a la Unión Soviética tenía algo que ver con la campaña antialcohólica en Helsinki, suponía, pero no podía imaginarse qué era lo que los había traído tan al sur o cómo su guía de Intourist pensaba llenarles el día. El Museo Lenin bastaría para la mañana: los calcetines de Lenin, la ropa interior de Lenin, el cigarro de la esposa de Lenin. Pero ¿cómo harían para pasar la larga tarde Vostok, esas horas interminables antes de la próxima cena regada con vodka? Quizá una visita al beriozka con su dinero fuerte, la oportunidad de dejar unos centenares de marcos finlandeses en osos de madera laqueada y otras porquerías marxistas.
Se abrió paso entre las masas narcotizadas, hacia la puerta principal. Su ingenio se estaba agriando ahora. Quería decir, lo sabía, que tenía miedo. Había desayunado en la habitación, melocotón en rodajas envasado, y en las noticias de la mañana había visto a Puchkov agitar el puño de nuevo, y eso le hacía desear no haberse confesado a Anatoly, le hacía preguntarse si su castillo de naipes no se iba a derrumbar justo a tiempo para la llegada de Julie. Bajaría del avión, bonita y enojada, y no tendría nada para mostrarle salvo algunos contenedores vacíos y el polvo de su ego pulverizado. O algo peor.
De acuerdo al verdadero espíritu de la imprevisible Rusia, Anatoly y su Volga no se veían por ninguna parte. Czesich caminó por el patio, inspeccionando sus palmas y nudillos doloridos, flexionando su rodilla hinchada, preparando un discurso airado para Propenko sobre la entrega del día anterior. Se suponía que este era un programa piloto, diría. Toda la idea era ver si la ayuda occidental se podía distribuir de una manera equitativa, sin que las autoridades locales la manejaran mal. Y había una cuestión de honor personal, lo mismo…
Era una mierda pura. ¿Quién era él para hablar de honor personal? Le había mentido a Propenko desde el primer día. Su misma presencia en Vostok era una mentira… por una causa buena, pero mentira de todos modos.
Abandonó la redacción del discurso y se sumió en el pánico. Los finlandeses salieron atropelladamente por la puerta y subieron a su autocar rojo y blanco de Intourist, que arrancó inundándolo con su escape de diesel. Un minuto después, el Volga color melocotón se detuvo al pie de los escalones, pero el que estaba al volante era Propenko, no Anatoly. Czesich lo saludó fríamente y se sentó en el asiento delantero; se dirigieron al norte alejándose del pabellón.
– ¿Dónde está Anatoly esta mañana?
– Con los contenedores.
Czesich no supo bien qué era lo que lo inquietó tan súbitamente en la voz de Propenko. Los ojos castaños iban de adelante atrás como si inspeccionara ambos lados de la calle temiendo una emboscada, y Propenko estaba sentado tan derecho que su cabeza rozaba el techo del Volga.
– Desearía tener una conversación privada con usted, si no lo molesta, Antón.
– No me molesta -dijo Czesich, pero ahora el nerviosismo le inundó el pecho, como una premonición que se arrastraba. Esperó que la conversación empezara, que Propenko le diera a él una clase sobre el honor personal, sobre el engaño al estilo norteamericano, pero Propenko siguió adelante, ausente del mundo de las palabras. Czesich se preguntó si Julie y McCauley habían notificado al Consejo de Industria de Vostok. después de todo, si su visita era un invento, su manera de desquitarse humillándolo. Cuando ya no pudo soportar la incertidumbre, recurrió a la charla-. Estoy deseando ir al campo, Sergei -dijo-. Es muy gentil por parte de Lydia haber ofrecido llevarme.
Propenko apretaba los labios.
– No creo que ese paseo sea una buena idea ahora.
– Comprendo -Czesich miró la acera monótona. Su ventanilla estaba abierta, el aire era fresco y él traspiraba. Propenko no parecía estar especialmente enojado. Nervioso, quizá, muy nervioso, más bien sombrío, pero no enojado. Quizá Julie o Anatoly le habían dicho. O quizá se había enterado por otros medios de que su nuevo amigo Antón era un impostor. Quizá Malov y el populacho ruso lo estaban asediando con peticiones de víveres y no sabía cómo pedir ayuda. En el primer cruce importante doblaron a la derecha, y de nuevo a la derecha después de unas seis manzanas, y descendieron por una calle estrecha que corría entre una hilera de edificios de apartamentos y un gran parque.
– Ayer estaba demasiado asustado para agradecerle su ayuda -dijo Czesich, que todavía trataba de abrir nuevos caminos-. Lo más probable es que me haya salvado la vida.
Propenko acercó el Volga al borde de la acera e hizo una breve inclinación de cabeza. Cuando retiró las manos del volante, Czesich vio sudor en el plástico. Sintió el aire áspero y fresco sobre la cara.
– Caminemos, Antón. -Un auto se había detenido unos diez metros atrás de ellos; el chófer salió y se apoyó sobre el capó con los brazos cruzados.
– ¿Por qué el guardaespaldas?
– Se lo diré dentro de un momento.
Propenko tomó a Czesich por un codo y lo guió hasta uno de los senderos; oían las pisadas del hombre que los seguía. Había hombres jugando ajedrez en mesas de hierro herrumbrado. Más allá, por encima de la copa de los árboles y de un manto de bruma mañanera, Czesich llegó a ver los dos picos del puente colgante que reflejaban la luz del sol. Sentía una punzada en la rodilla derecha cada vez que se apoyaba en ella. Olió el río, el sudor acre, la mierda que golpeaba el ventilador.
– Antón -dijo Propenko después de recorrer unos treinta y cinco metros- ¿qué piensa de mí como hombre?
En otras circunstancias, quizá Czesich habría sonreído. ¿Es que Propenko no sabía que la mayoría de las personas tenían un "¿qué piensa de mí?" flotando por ahí detrás de su máscara y era mejor dejarlo ahí, sin preguntarlo? ¿Era este hombre tan provinciano, tan incauto? Puso su atención en la presión de los dedos de Propenko sobre su codo izquierdo. Era perfectamente normal que los hombres caminaran del brazo en Rusia, perfectamente normal; pero había algo terriblemente anormal en este momento, algo apresurado, ilícito y raro.
– Usted… usted es un hombre de familia -dijo, y cuando eso pareció ser menos de lo que Propenko buscaba agregó lo primero que le vino a la cabeza-: Tengo mucho respeto por la manera en que trabaja, por cómo obra.
– ¿Qué pensaría si le dijese que he cometido un gran engaño?
Czesich empezó a sospechar alguna especie de plan. Nadie hacía esto. Nadie le preguntaba a uno qué pensaba de él, lo tomaba del brazo para dar un paseo por el parque y le confesaba sus engaños privados. Menos con un guardaespaldas que lo seguía a pocos pasos de distancia. No cuando se suponía que hacía media hora que debía haber estado en el pabellón, cargando los víveres. Lanzó un juramento en silencio. Ahora su respetado y buen amigo Sergei Sergeievich le entregaría documentos en un sobre marrón, y luego llamaría al "guardaespaldas" al acecho y firmaría una declaración que diría que el norteamericano le había ofrecido dinero fuerte a cambio de secretos sobre los misiles.
Las diatribas santurronas de Julie le vinieron a la memoria con los tonos más fuertes y desagradables.
Czesich se obligó a torcer el cuello y mirar hacia arriba. Los músculos a lo largo de la mandíbula se estaban flexionando. Si este hombre era un traidor, todo lo que Czesich creía saber sobre la Unión Soviética, y sobre la naturaleza humana, se borraría de golpe. Quizás estuviera tratando de desertar, pero hasta eso parecía absolutamente atípico en él. Si Propenko desertaba ¿quién se iba a quedar?
Propenko estaba esperando.
– ¿Un gran engaño?
– Sí.
– Diría que era incapaz de eso.
Propenko dio un respingo. Siguieron cuatro o cinco pasos en un silencio desapacible.
– ¿Qué pensaría si le dijera que toda mi vida he vivido bajo un velo de engaño?
Czesich sintió que lo recorría un estremecimiento, esto le tocaba muy de cerca.
– Diría que se trataba sólo de un estado de ánimo. La edad madura. Pasará.
Propenko soltó el codo de Czesich, se detuvo, se puso enfrente bloqueándole el paso. En la cara Czesich no vio ahora ninguna amenaza. Propenko no era un espía de la KGB. Tampoco estaba por pedir asilo en Estados Unidos. Alguna intuición le decía que tenía adelante a un hombre de conciencia. Un hombre bueno. Había llegado a convencerse de que la especie se había extinguido.
– Antón, ayer no se suponía que los víveres eran para Vostok Oeste. Cambié la lista sin autorización.
Czesich se endureció. Una confesión pedía otra confesión; él no estaba preparado.
– Mi familia está en peligro. Hice un trato con el Primer Secretario. El se ocuparía de que estuviéramos a salvo, y yo trataría de demorar las entregas a los mineros y al distrito de la iglesia, para no hacerle pasar vergüenza, para hacer parecer que los alimentos no se entregaban a sus enemigos…
– ¿Su familia está en peligro?
Propenko asintió.
– ¿Debido al programa de alimentos?
– En parte. Hay otras partes…
Pero Czesich no estaba escuchando las otras partes.
– ¿Amenazaron a su familia debido a los víveres?
– Malov vino a casa. Me acusó de violación. Trató de demorar el reparto… usted mismo lo vio.
– ¿Violación? -dijo Czesich, pero sólo trataba de ganar tiempo. Podía imaginar la trama muy claramente. Tratar con Malov sería como tratar con el populacho. Esta gente tenía su propio código, inconmovible y despiadado, enteramente fuera de la ley. Una táctica tradicional; descubrían qué lo asustaba más, sonreían y se lo ponían por delante.
Czesich comprendió por fin. Lo que para él había sido un capricho altruista de borracho era una cuestión de vida o muerte para Sergei Propenko y su familia. Ahora la presencia del hombre que los seguía cobraba sentido. Era el diablo que venía a reclamar el alma del norteamericano entrometido.
Sabía lo que debía hacer y no podía hacerlo. De alguna manera sabía lo que Propenko iba a decir.
– Antón, quiero pedirle un favor.
– Lo que sea-dijo Czesich, y no recordaba haber dicho nunca una palabra más sincera.
Cuando llegaron al pabellón, Czesich abrió los contenedores y el trabajo empezó enseguida, con los espectadores de siempre, el elevador de carga y los obreros con su ropa color lona. Parecía como si Propenko y sus cómplices hubieran requisado todos los camiones fuera de uso en la ciudad, catorce en total. Además de los dos vehículos de granja que habían estado usando, había camiones con cubierta de lona con la palabra PUEBLO estampada atrás, un volquete, un surtido de camiones de reparto cuyos conductores fumaban y andaban por ahí, simulando que no miraban la comida. Habían contratado a seis obreros extra, y los contenedores se vaciaron rápidamente. Czesich y Propenko se mantuvieron de pie a un lado, sudando juntos.
– ¿Quién más lo sabe?
– Leoníd y Vzyatin -dijo Propenko-. Anatoly. Algunas personas del Comité de Huelga… ellos mandaron los camiones. El padre Alexei… él coopera con oraciones.
Los dos fumaban torpemente. La primera sensación de nerviosismo agudo había sido remplazada por algo más fuerte, mitad adrenalina, mitad entumecimiento. El cuerpo de Czesich insistía en mandarle falsas llamadas al baño, y él no dejaba de mirar por encima del hombro, colina arriba hacia el Prospekt, a la espera de una carga de los Boinas Negras.
A Malov, dijo Propenko, lo habían desviado hacia la estación de ferrocarril con la noticia de un inexistente cargamento de droga, idea de Vzyatin. El Rey de Jazz se había ido a hurtadillas allá para desinflarle un neumático.
Al mandarrias de la aduana se le había dicho que se estaba acelerando la distribución debido a la llegada de los dignatarios norteamericanos ese fin de semana, idea de Czesich. El castillo de naipes era ahora un rascacielo, una mentira se balanceaba sobre la siguiente, y Czesich miraba cómo cargaban las cajas y temía que todo se viniera abajo.
Al cabo de un tiempo se acercó el Jefe de la Milicia, saludó con la cabeza a Czesich, y apoyó su mano sobre el brazo de Propenko.
– ¿Puede concederme un minuto, Sergei?
– Está al tanto, Víctor -dijo Propenko, y Czesich fue receptor de una inspección sorprendida, no del todo agradable. Desde su primer encuentro, en la estación del ferrocarril, el Jefe le había clavado los ojos encima con la mirada de un interrogador, tratando de verlo por dentro, de ponerlo nervioso. Czesich pensaba que era una táctica tosca y nada amistosa, algo de un tiempo pasado. No lo entusiasmaba ver a Vzyatin desempeñar un papel tan importante en las cosas.
– En la Sede del Partido hay más de tres mil manifestantes -le dijo el Jefe a Propenko, como si Czesich no estuviera allí-. El Comité de Huelga le dijo a su gente que era sólo una reunión. No mencionó los víveres. Será una sorpresa. -Inspeccionó la cara de Propenko.- Anatoly tiene el altoparlante.
Propenko parecía estar parcialmente bajo un impacto toda la mañana, y ante esta noticia sólo asintió con la cabeza y miró la rampa donde Leonid Fishkin caminaba, fumaba y gritaba órdenes.
– Lvovich llamó al recinto en cuanto vio el número de gente. Del recinto me llamaron a mí. Les dije que por el momento no estaba disponible, pero que se mandarían más hombres.
Propenko volvió a asentir.
– Tendremos que simular un arresto, Sergei. Una vez que las cosas estén encaminadas. Tendré que venir y llevarte allá.
– ¿Por qué?
– Para guardar las apariencias, de modo que parezca que estoy cumpliendo con mi deber.
A Czesich esto no le gustó nada. O el Jefe estaba del lado de ellos o no estaba. Si estaba del lado de ellos ¿qué sentido tenía simular que no lo estaba? ¿Y quién iba a quedar de pie frente a la Sede del Partido cuando se llevaran a Propenko?
Pero Propenko tenía otras cosas en la cabeza.
– ¿Estás protegiendo a Lydia?
– Lydia está en la iglesia con Alexei. Tengo tres hombres allá. Tengo a un capitán cerca de los cuarteles del ejército con la mano en su radio. Bessarovich hizo algunas llamadas a sus amigos militares. Está satisfecha. No garantiza nada.
– ¿Llamaste a Bessarovich?
– Claro. Estuve levantado toda la noche llamando a gente. Este no es el tipo de asunto que uno hace solo. -Vzyatin echó una mirada a Czesich, luego volvió a los ojos de Propenko.- Aparentemente algunos de los mineros están armados.
Al oír esto, Czesich trató de apagar su cigarrillo en el suelo con displicencia, la maniobra de un duro, pero los dedos le fallaron y el cigarrillo saltó al aire como un sputnik predestinado al fracaso y cayó sobre la punta de su zapato. El Jefe se dio cuenta.
– ¿Tiene hombres con Malov? -dijo Czesich tratando de resarcirse.
Vzyatin lo miró fijamente antes de decidirse a contestarle.
– En la estación -dijo sonriendo como si supiera más sobre Czesich de lo que Czesich quería que supiera-. Allí tenemos mentirosos profesionales para que le mientan. -Echó una mirada a los camiones y volvió a Propenko.- Hora de salir -dijo-. Anatoly los guiará. Dile que no pierda tiempo. Lvovich ya oye un susurro en la maleza ahora y no queremos darle la oportunidad de tirar.
– Tengo que hablar a los obreros -dijo Propenko.
– Ya no hay tiempo.
– Treinta segundos, Victor.
Czesich estaba transpirando, imaginando su vejez en el archipiélago del Gulag. Vzyatin le lanzó una mirada, como si esta tontería de hablar-con-los-obreros hubiera sido idea suya, de la chapucera democracia norteamericana, pero los dos se quedaron y observaron mientras Propenko reunía a los obreros y a los conductores. El viejo sereno se sumó. Se amontonaron alrededor de Propenko como si fuera un entrenador de baloncesto que daba instrucciones. Czesich vio que la boca y los ojos de Propenko sufrían una levísima alteración, y todos los hilos de la atención dispersa se concentraban en él. Toda duda, toda posibilidad de una mala interpretación se evaporó con las primeras palabras, y quedaron sólo los hechos.
– Vamos a entregar estos víveres a los manifestantes frente a la Sede del
Partido -dijo Propenko-. Sin autorización. -Miró a cada hombre por turno.- Voluntarios a los camiones. Los demás pueden irse.
Czesich sintió el pulso en su cara. A lo largo de seis u ocho latidos, el apretado círculo de hombres sólo miró sin poder creerlo, y durante uno o dos pulsos más, sintió que todo el castillo en el aire tambaleaba bajo el peso de la historia soviética, la inercia soviética, la regla soviética fundamental: nunca, nunca, destacarse del kollektiv. Ahora se van a derrumbar, se dijo. Hijos y nietos del Gulag, van a derrumbarse.
Estaba equivocado.
Uno de los conductores simplemente se dio la vuelta y se fue. Dos de los obreros, hermanos al parecer, se hicieron a un lado y se trabaron en una disputa susurrada, y se fueron con rumbos diferentes, evitando a la multitud curiosa y a la guardia de la milicia, a grandes pasos hacia la ciudad. Pero el resto de los hombres se treparon a sus camiones, dejando uno de los vehículos sin conductor y al desdentado Ivan sacando su pecho cubierto de medallas.
– Sergei, Sergeich -dijo en posición de firme-. En la guerra fui chófer.
Y quedó resuelto el problema.
Propenko y Czesich se colocaron el asiento de atrás del Volga. Anatoly movió la llave, miró una vez por el retrovisor, y encabezó la procesión para salir del estacionamiento, tomar el camino de acceso al Prospekt Revoliutsii, y seguir hacia el oeste hasta la explanada frente a la Sede de Mikhail Kabanov.
Czesich había pensado en hacer su confesión en este momento, para poner las cosas en limpio. Se atragantó. ¿Cómo podía decirle a Propenko, después de haberlos visto a él y al noble Ivan Ivanich, y la explosión feliz de luz en los ojos de Anatoly, que Estados Unidos se había desentendido de todo (aidus interruptus), y que él mismo era un farsante bien intencionado?
– No importaba, se dijo. El asunto tenía ahora un ímpetu propio. Los dados habían sido echados.
En lo que parecieron segundo, Czesich consiguió ver hasta donde el follaje interrumpía los frentes a las tiendas. Se hizo algo difícil respirar. Propenko apretaba una rodilla con cada mano. Miró a Czesich y levantó las cejas una vez.
Con las dos manos en el volante y la mirada firme, Anatoly siguió hasta el otro extremo del parque, giró a la derecha, siguió por esa manzana unos cien metros y volvió a girar otra vez, demasiado rápido ahora, directamente por encima del bordillo y la acera, más allá de un grupo de manifestantes. Luego tomó el camino de enfraila asfaltado con el cartel Vehículos del Partido. Sólo la mitad de un batallón de la milicia miró el Volga y la fila de camiones que venía detrás y. para asombro de Czesich, no hicieron absolutamente nada.
Propenko y Anatoly salieron del auto. Czesich respiró hondo, se secó las manos en los pantalones, y se unió a ellos, de espaldas al Volga y a los hombres de la milicia, con el estómago haciendo ruidos. Julie lo iba a crucificar por esto.
Delante de él se extendía un rectángulo de parque con la acostumbrada estatua de Lenin rodeada por los acostumbrados tilos, bancos descascarillados y urnas de piedra rebosantes de colillas. Sobre el césped había miles de personas. Algunas sostenían carteles y banderas, otras simplemente caminaban por ahí, con cigarrillos colgando de los labios. Fin la esquina del frente, hacia la izquierda, cinco hombres con caras pálidas y una mujer delgada estaban sentados sobre una tira de plástico negro como si sentarse fuera un ejercicio. Cada uno tenía una botella de agua al lado. Miraban los camiones con sorda sospecha.
La llegada del convoy agitó a la asamblea como un cucharón en una sopa espesa. Al principio la gente daba vuelta la cabeza y miraba enojada, interesada a medias, cautelosa, pero cuando se hizo obvio que no se trataba simplemente de otra de las tácticas intimidatorias de la KGB, que no eran tropas del Ministerio del Interior que caían sobre el lugar, sino de obreros comunes, los manifestantes se fueron acercando gradualmente. Czesich vio a un niño que no tendría más de seis años aproximarse al borde del frente del parque, sosteniendo un cartel que decía solamente BOTCTABKY (RENUNCIE), como si la orden se dirigiera sin discriminar a cada persona que estaba en el edificio, como si lo que se necesitaba ahora en la CCCP no fuera sino una renuncia masiva, veinte millones de burócratas corpulentos enviados a sus pensiones. La multitud parecía pacífica, casi soñolienta, levemente perpleja, pero al enfrentarla Czesich tuvo que luchar contra un aleteo del pánico de ayer. Su cuerpo se acordaba.
Propenko pasó a través de la defensa de la milicia, avanzó hasta el borde del césped, y esperó allí, con el altavoz en la mano derecha, y apretando la izquierda contra su espalda. Más y más manifestantes se adelantaron. En un minuto el frente del parque estuvo colmado de gente.
Anatoly y Czesich pasaron entre dos secciones del cerco portátil y se unieron a Propenko en esa tierra-de-nadie.
– Sergei -dijo Anatoly-, arriba.
Propenko vaciló, echó una mirada a las filas de milicia que se mantenían alerta, y luego trepó al banco más cercano. Ahora la mano trabajaba febrilmente detrás de su espalda, y por un momento Czesich temió que fuera a llevarse el altoparlante a la boca y escupiera silencio. Czesich volvió la cabeza levemente para poder ver el edificio del Partido por el rabillo del ojo derecho. En una de esas ventanas del quinto piso estaba el hombre al que aludían todos esos carteles con B OTCTABKY, el venenoso Mikhail Kabanov. Uno solo entre un puñado de jefes del Partido de Brezhnev que Gorbachov no había podido alejar de sus funciones. Kabanov estaría observando a este hombre alto, de pelo oscuro que estaba de pie en el banco, recorriendo una lista de opciones letales. El hombre alto de pelo oscuro y todos los demás en el parque lo sabían.
El ruido de la multitud se calmó y Propenko encontró las palabras:
– Esto es un envío de víveres que ha llegado de Estados Unidos -dijo con voz vacilante, luego hizo una pausa y se aclaró la garganta para decir más alto-: son alimentos norteamericanos.
Ya casi todos los manifestantes estaban apelmazados en dos triángulos de césped más cerca del edificio del Partido. Más allá de la estatua de Lenin, detrás de los últimos manifestantes, Czesich vio que la gente trepaba a los bancos para ver mejor; transeúntes que llegaban al parque por el otro extremo, atraídos por el aroma de una abundancia de mercado libre.
Propenko se agitó un poco, se vio sudor en su frente, y luego levantó el altavoz de nuevo;
– El representante norteamericano y yo hemos decidido -hizo un gesto nervioso hacia las seis personas sentadas sobre el trozo de plástico- en honor de los que hacen huelga de hambre, y en honor de… toda la gente soviética que tiene hambre… hemos decidido distribuir los alimentos aquí y hoy.
Czesich vio que Propenko tragaba. El también tragó. Estaba llevando un tiempo lograr que el verdadero mensaje se captara. Un vitoreo vacilante surgió del frente de la muchedumbre, y observó que algunos empezaban a agitar sus carteles, y alguien blandía la vieja bandera tricolor rusa. El y Anatoly se acercaron un paso, al banco.
– Les pedimos a nuestros camaradas de la milicia que no intervengan -dijo Propenko, y esperó que el eco se desvaneciera-. Y les pedimos a los miembros del Comité de Huelga -señaló una fila de hombres de cuello corto y robusto que tenía delante- que se ocupen de que la distribución se haga de manera ordenada. Ayer en Vostok tuvimos un tumulto cuando intentamos distribuir los víveres. Hubo gente lastimada y detenidos. Queremos evitar que eso ocurra aquí.
Propenko hizo otra pausa, como si supiera que debía decir algo más sin estar seguro de qué. Los ojos oscuros se pasearon de un lado del parque al otro. La gente se sumaba a la multitud más rápidamente ahora, y Czesich oyó voces que querían promover un canto; V-otSTAVku! V-otSTAVku! Re-SIGN! Re-SIGN!" Propenko movió una mano, pero parecía difícil agregar algo. Vaciló, echó una mirada alrededor, luego levantó el puño izquierdo, con torpeza, como si fuera una marioneta y tuviera cortada la mitad de las cuerdas.
En respuesta al gesto se elevó un vitoreo ensordecedor, un trueno de "V-otSTAVku! V-otSTAVku! V-otSTAVku! V-otSTAVku!" Los carteles brincaban como si fuera una convención política y acabaran de presentar al candidato a presidente. Czesich observó cómo se movía la gente, la súbita comprensión en sus caras, la furia y la sed de venganza y sintió el miedo de Times Square en las entrañas una vez más. Miró hacia la calle esperando ver transportes blindados con soldados. Echó una mirada hacia atrás a los hombres de la milicia, y debajo de las viseras y expresiones severas vio el medio batallón de muchachos rusos asustados. Y ahora había un motivo para estar asustados. Si esto resultaba, dentro de una o dos horas, medio oblast se habría reunido aquí, en busca de su comida norteamericana gratis. Toda la furia subterránea palpable en Vostok estaría reunida en este parque, concentrada allí, en este edificio de granito marrón con la estrella roja en el techo; y el hombre en la oficina del quinto piso estaría mirando, no a dos o tres mil manifestantes, sino a diez mil, quizás a decenas de miles. En este momento Kabanov seguramente estaría hablando con los cuarteles del ejército, y algún coronel estúpido a cargo allá le diría sí o no, pulgares arriba o pulgares abajo, no de acuerdo a la ley, sino de acuerdo a lo que pensara de Mikhail Lvovich o qué respuesta le sería más beneficiosa en su carrera, o dónde estuvieran él y sus superiores en la guerra civil rusa no declarada. Ahora, cualquier comunista al que le quedara alguna célula sana en su cerebro, estaría huyendo por la puerta posterior, de los largos corredores y las oficinas suntuosas del edificio. Con un gesto, Propenko había provocado la caída de un rayo sobre este edificio. Czesich no había creído que fuera capaz de tanto.
Propenko no había terminado. Agitó el brazo por encima de su cabeza y trató de agregar algo, pero la gente siguió con sus cantos y gritos, y ahogó su voz. El banco estaba rodeado por hombres y mujeres que se estiraban para intentar estrecharle la mano. Anatoly tenía a Czesich por el brazo y gritaba algo, pero el mensaje se lo tragó entero otra serie de tremendos "V-otSTAVku! V-otSTAVkit! V-otSTAVku!", y el aire se llenó de la energía de varios miles de personas que mostraban los puños.
– ¡Tenga cuidado Antón Antonovich! ¡Tenga cuidado ahora! -le gritaba Anatoly.
El corazón de Czesich parecía un tambor. No se podía sacar la sonrisa de la cara, ni dejar de preguntarse qué pensaría Michael si pudiera ver esto. Vio que Propenko se metía entre la gente, y se sintió empujado hacia adelante contra una hilera de hombres de enormes hombros, cuellos, y brazos. Manos gruesas le envolvían la suya, y la gente lo abrazaba y le agradecía y lo bendecía y decía cosas que él no entendía, pero de todos modos asentía. Ivan Ivanich había abandonado su vehículo y luchó entre la multitud para llegar y tomarle la cara con sus dos manos como el abuelo Czesich solía hacer, y lo besó directamente en la boca. Uno de los mineros los envolvió en un abrazo enorme, y Czesich se sintió abrazado también por una sensación de rectitud que no conocía desde hacía años. Quería intensamente confiar en ella.
De algún modo, en medio de la confusión y la euforia, se encontró separado primero del viejo sereno desdentado y luego de Anatoly. Alcanzó a ver a Propenko, cuya cabeza oscura sobresalía de la multitud, a unos quince metros de distancia. Exactamente en ese momento Propenko lo vio e hizo el mismo gesto modesto de arquear las cejas como si su discurso hubiese sido una aberración y ahora sería feliz si pudiera dejar de ser el centro de atención y volver a su tranquila vida de familia. Ya parecía estar deslizándose hacia el borde del parque, para que la atención de los mineros pasara de él a la logística del control de la gente y la descarga del potente cargamento de los camiones. Czesich lo llamó, pero su "Sergei, espere" fue un chillido en medio de una tormenta eléctrica. Propenko levantó un puño cerrado por sobre su cabeza y Czesich le envió el mismo gesto triunfal.
El canto se convirtió en un ritmo, como preparándose para seguir durante horas, y Czesich empujó con más empeño entre la multitud. No sabía qué iba a hacer (por cierto este no era el momento para una confesión, pero sentía la necesidad de decir algo, cualquier cosa, de establecer una conexión más profunda.
A medida que la descarga de víveres continuaba, la gente se apretujaba hacia la comida, y la lenta marea de los cuerpos separó a los dos directores. Czesich se abrió paso a codazos contra la corriente, tratando de seguir a Propenko con la vista.
Un minero estaba delante de él, sacudiéndole la mano con entusiasmo. Czesich trató de ver más allá del minero, pero la cara de este estaba demasiado cerca, con el hollín incrustado para siempre en las arrugas que rodeaban sus ojos y en los poros de su frente. El hombre le agradecía, lo felicitaba. Czesich pescó la palabra "Chernobyl". El minero decía que había sido uno de los primeros voluntarios que se arrastraron por un túnel debajo del reactor que había explotado y sellaron las varillas con cemento. No queria nada de los víveres, afirmó, que se los dieran a los otros, de todos modos él moriría pronto. Lo que aquí importaba era el gesto. -Lo que ha hecho es una gran cosa -dijo-. Una cosa maravillosa. Estados Unidos nos oyó.
– Sí-le dijo Czesich-. Sí, claro.
La gente cantaba "V-otSTAVku, V-otSTAVku "; empujaban hacia los camiones y rozaban a Czesich con sus codos al mover los carteles hacia arriba y abajo. Varias veces se puso de puntillas y varías veces lo arrastraron, y entre tanto avanzó varios metros, y entonces descubrió que Propenko ya no estaba donde lo había visto. Los montones de cajas crecían en la entrada, y más y más gente seguía entrando. La primera fila de manifestantes empujaba el cerco que los separaba de los víveres y la escalera del edificio del Partido. En remplazo de la milicia paralizada, los mismos mineros habían organizado una red de guerrilla para controlar a la muchedumbre, pesos pesados de pie de espaldas a los víveres y empujando a la gente para formar algo que se pareciera vagamente a filas ordenadas.
Czesich empujó y se metió a contracorriente, abriéndose camino metro a metro. Cuando hubo recorrido las dos terceras partes del recorrido que cruzaba el parque miró hacia arriba y vio que un autocar se acercaba a la acera seguido por un Volga azul y amarillo con MILITIA impreso en la puerta. Nadie más pareció verlo. ni importarle. Treinta hombres de uniforme gris salieron del ómnibus y formaron una fila en el borde del parque, y todavía nadie salvo Czesich y algunos solitarios en la acera parecieron percatarse de su presencia. La gente estaba detenida ahora contra el cerco; apretujados, con la mirada hacia adelante. Abandonado, Czesich se puso de puntillas de nuevo y por fin alcanzó a ver a Propenko, casi en la acera. Dos de los hombres de la milicia recién llegados hablaban con él. Al cabo de un momento, los dos se dieron la vuelta y caminaron hacia el Volga, y Czesich cojeó tras ellos con su rodilla maltrecha, sin poder alcanzarlos y con los oídos zumbando. Tres mujeres grandotas formaron una pared delante de él. Trató de rodearlas, pero en ese momento se abrió una entrada en el cerco y todo un sector de la muchedumbre se precipitó adelante, arrastrándolo consigo unos pasos hasta que pudo liberarse y retroceder.
Se subió a un banco y consiguó ver a Propenko. Dos hombres y una mujer bloqueaban el paso para impedir que lo arrestaran, y Propenko parecía estar tratando de persuadirlos de algo. Parecía, lo mismo que sus corteses captores, estar tratando de pasar más allá, hacia la fila de uniformes. Czesich sólo pudo mirar. Propenko eludió a sus defensores, desapareció detrás de la columna de la milicia, y un minuto después Czesich vio que el Volga azul y amarillo entraba en el Prospekt y se alejaba a toda velocidad. Miró a la multitud excitada, a los obreros y mineros y a algunos hombres de la milicia que trataban de obligar a la gente a esperar con paciencia su cuota de alimentos. Echó una mirada a las ventanas del quinto piso, luego a la acera que corría a lo largo del borde este del parque y vio a Nikolai Malov de pie solo allí, mirándolo directamente. Czesich simuló que era un mozo de uno de los inmensos restaurantes estatales y dejó que sus ojos miraran hacia arriba, por encima de la cabeza de Malov, y luego giraran gradualmente hacia atrás donde estaban las pilas de víveres norteamericanos.