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31

Oleg, el chófer del Jefe, cortó la sirena cuando no estuvieron al alcance del oído de la Sede del Partido, pero mantuvo el Volga en dirección al Departamento General, para salvar las apariencias, supuso Propenko.

Vzyatin estaba repantigado en el asiento posterior del lado del chófer con una enorme sonrisa de satisfacción en la cara. Gracias a los amigos militares de Bessarovich. los Boinas Negras se habían quedado en los cuarteles. El "arresto" de Propenko había sido calculado perfectamente para coincidir con la primera corrida desordenada hacia los víveres. La milicia, los mineros, hasta los manifestantes, todos habían respondido exactamente como había dicho Vzyatin que harían.

– ¿Adonde. Su Alteza?

Propenko rió con una risa que no era la suya. La reluciente seguridad de Vzyatin trataba de estirarse a través del asiento y apoderarse de él. pero sintió que se resistía; insistía en recordar al Jefe en Sochi, borracho, babeando por una niña de diecinueve años. Su camisa húmeda se le pegaba al pecho. Raisa iba a pensar que se había vuelto loco.

– ¿Dónde está Lydia?

– Todavía en la iglesia

– ¿Y tienes alguien con ella?

– Claro. Sergei. No realmente dentro de la iglesia, no somos sacrílegos, pero hay oficiales de civil haciendo guardia afuera. Mi mejor gente está con ella y con Raisa en la dacha. Yo estoy contigo. ¿Cómo te sientes?

– Atontado

– Eso es natural. Lo esperábamos. Estuviste muy bien.

Propenko se encogió de hombros. Echó una mirada a la oscura cabeza de Oleg, como si el chófer fiel de Vzyatin fuera a detenerse de pronto junto a la acera, volverse en su asiento y transformarse en Mikhail Lvovich Kabanov. todo enormes orejas y sonrisa viciosa. Lo que había hecho había ocurrido en un sueño a toda velocidad. Lo que necesitaba ahora era unas horas para apartarse de todo y pensar.

– Quiero hablar con Lydia.

– A la Sangre Sagrada. Oleg -dijo Vzyatin por encima del asiento.

Oleg cambió de carril.

– Debí haberme quedado -dijo Propenko-. Antón Antonovich está allá solo

Vzyatin sacudía la cabeza vigorosamente.

– Los generales no luchan en las trincheras. Seryozha. Con tanta gente en la plaza puede pasar cualquier cosa. Cualquier cosa.

– ¿Entonces por qué dejar al norteamericano?

Vzyatin no contestó.

– Es un buen hombre. Victor.

– No tan bueno como tú crees -dijo Vzyatin en tono crítico, pero Propenko no estaba con ánimo para mimar la omnisciencia del Jefe, y dejo caer el tema y se dedicó a mirar por la ventanilla. Suponía que debería estar agradecido; nada hubiera sido posible sin la experiencia y conexiones de Vzyatin. De todos modos, una vaga inquietud dejaba oír su música de fondo. Las alusiones misteriosas; la renuencia de Vzyatin a advertir a los obreros y a Antón Antonovich sobre adonde se dirigían los camiones; la línea sobre "generales en las trincheras"; el hecho de que, desde el momento en que se mencionó la idea, se había hecho cargo, llamando a Bessarovich y a los mineros, dando órdenes, sin decir mucho en realidad sobre las consecuencias posibles. Si esta era la nueva democracia, el futuro no sería muy diferente del pasado.

– Lvovich está acabado -dijo el Jefe-. Llamó a los cuarteles y el coronel Kudrin se negó terminantemente, sin dar explicaciones. Hasta los Boinas Negras están contra él ahora.

Propenko lo miró de nuevo.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Lo sé -dijo Vzyatin. y cuando Propenko siguió mirándolo, agregó-: Tenemos gente adentro. Seryozha, en su oficina. Traté de decírtelo esta mañana, pero tú estabas en el país de los sueños.

– ¿Quién es "nosotros"?

– Nosotros es nosotros -dijo Vzyatin-. Bessarovich está con Yeltsin. Yo estoy con Bessarovich. Tú estás conmigo.

Por la ventanilla del jefe, Propenko vio a una maestra que guiaba a una fila perfectamente recta de niños de ocho años por la acera.

La radio graznó Vzyatin se inclinó hacia adelante y escuchó unos pocos segundos, y luego se volvió a arrellanar.

– Ahora Lvovich está recibiendo llamadas de Moscú que le dicen: "Misha. llegó el momento de dar un paso al costado". Sus delegados están renunciando uno tras otro. Los víveres norteamericanos se están repartiendo a sus enemigos, y el embajador de Estados Unidos viene a visitarnos, y hay cinco mil personas desengañadas en el parque. Está acabado.

Propenko sacudió la cabeza con movimientos imperceptibles. Mikhail Lvovich había sido una montaña en el paisaje de Vostok durante tanto tiempo que le resultaba imposible imaginar su desaparición real. La ciudad se inundaría de luz.

– Tú y Leonid dudan de mí-dijo Vzyatin-. Te aseguro que Lvovich está por quebrarse. Si no estuviera ciento por ciento seguro, nunca te habría dejado correr el riesgo que asumiste hoy.

Propenko no creía en estar ciento por ciento seguro, de nada. Echó una mirada a los ojos de Oleg en el retrovisor, y luego a su amigo el Jefe. Ahora, justo ahora, se sentía tan escéptico como Raisa.

– ¿De modo que el Embajador viene realmente?

– Tú me dijiste a mí que venía.

– Esta mañana Antón Antonovich no lo mencionó, sin embargo.

– Mis fuentes me dicen que la Embajada de Estados Unidos en Moscú pidió una visa diplomática para Vostok. ¿Qué piensas que quiere decir?

Propenko se relajó un poco. Si Lvovich renunciaba realmente. Si los mineros, sus nuevos aliados, llenaban el gobierno de la ciudad con su propia gente. Si Malov podía ser controlado de alguna manera, o arrestado… si los patrones de Bessarovich conseguían de veras tener más influencia en la capital.

– Oleg hizo una llamada telefónica muy temprano por la mañana -continuó Vzyatin con astucia cuando habían recorrido otra cuadra-. Desde el departamento.

Propenko volvió a mirar por el retrovisor. Oleg a veces parecía mudo; ahora actuaba también como sordo. Quizá la llamada telefónica tenía que ver con cables nuevos para un Lada del 87.

– A cierto Mikhail Lvovich Kabanov -dijo Vzyatin. Pareció estar a punto de echarse a reír.

Propenko hizo una pausa.

– ¿Y qué dijo?

– Y dijo: "Respetable camarada Primer Secretario, si se hace algún daño a los víveres norteamericanos o a cualquiera involucrado en su reparto o al sacerdote o a los amigos del sacerdote, le cortaremos las bolas y a ellos los colgaremos del mástil que está en la plaza Lenin". Se inclinó y apoyó una mano sobre el hombro del chófer. ¿La cita es exacta, Oleg?

Oleg asintió.

Propenko sintió que los dedos de Vzyatin le apretaban el cuello atrás, un gesto que nunca le había gustado.

– Pensamos que Oleg era la elección lógica, ya que nadie, salvo su mujer, lo ha oído hablar jamás.

Un borracho que esperaba para cruzar miró el auto del Jefe mientras pasaba, y el vodka reveló sus verdaderos sentimientos, la cara reflejó un desprecio por las palizas que daba la milicia y los sobornos que exigía. La gente sobria miraba a otro lado: los borrachos lo miraban directamente. Ninguno de ellos, pensó Propenko, podía imaginar esto

– ¿Qué dijo Lvovich?

– Nada -Vzyatin rió-. Demasiado dormido… Y si tú no levantas el ánimo muy pronto te voy a llevar al gimnasio y te tumbaré unas veces. ¿Qué pasa?

Propenko sacudió la cabeza y trató de sonreír. Finalmente, miró directamente a Vzyatin, y no vio nada más que buena voluntad en la cara de su amigo.

– Me estoy recuperando -dijo.

– Bueno, recupérate más rápido.

– ¿Y en cuanto a Malov?

– Malov resulta complicado. Tenías razón. Hablé con Bessarovich esta mañana, en cuanto saliste del pabellón con los víveres. Está hablando con la gente, dice que tiene algunas ideas, pero Malov es un problema. Parece operar… por su cuenta.

– Ni siquiera el komitet es lo que parece -dijo Propenko.

– Especialmente el komitet. Lo que importa ahora es actuar como si tuvieras amigos en Moscú, lo que es cierto. Sigue tu programa normal. Vete a la dacha el fin de semana. Mantendremos a Malov lejos de ti. Por el momento, tú y yo debemos actuar como si nada pudiera tocarnos. Dentro de pocos días, será la única verdad.

– Estoy inquieto por Lydia.

– Estamos detrás de Lydia como una sombra. Estamos detrás de Alexei como dos sombras… quiso venir al parque y no lo dejamos.

– Ella quería llevar a Antón Antonovich a Leskovo para mostrarle la iglesia.

– Muy bien.

– Quería ir con el barco diario.

– No hay ningún problema.

– Le dije a él que no era una buena idea.

Vzyatin le palmeó la pierna.

– Tú eres el padre.

Oleg dobló por la calle lateral que llevaba a la entrada al cementerio de la iglesia y el Volga traqueteó por el camino.

– Ahora estamos al final de algo, Sergei -dijo Vzyatin-. Todo lo que debemos hacer es mantenernos fuertes durante unos días.

Oleg detuvo el auto frente a la puerta, salió y registró el cementerio para asegurarse de que sus colegas estuviesen en sus puestos.

– No estoy hecho para estas cosas -dijo Propenko.

– Tonterías, Seryozha. Eres un héroe. Cuando se termine este capítulo, todo se aclarará para ti. Deberías estar celebrando tu futuro.

Propenko ya lo había hecho, dos semanas atrás justas. El recuerdo lo volvía cauteloso.

– La próxima primavera hay elecciones. Diputados al Congreso del Pueblo. Deberías pensar en presentarte. Después de hoy tendrás el apoyo de cada minero del oblast, lo mismo que el de algunos hombres importantes de Moscú.

Propenko sacudió la cabeza.

– Todos estos años y todavía no me conoces, Víctor.

– Tú no te conoces a ti mismo.

– No soy político.

– Quinientos mineros afirmarían lo contrario.

Se miraron durante unos segundos. Ahora Propenko tenía palabras nuevas en la garganta. Se estaba preguntando por qué Vzyatin no se presentaba como candidato para el Congreso del Pueblo, porqué su hijo, esposa y suegra no necesitaban protección. Por qué el Jefe había trabajado con Bessarovich sin decir nada a sus amigos más íntimos Cómo Vzyatin podía haber hecho lo que hizo con Lydia y mirarlo en la cara todos estos meses como si no hubiese pasado nada.

– Uno siempre se siente confundido después de algo así. Sergei. Es comprensible Si no te ocurriera, no serías un adulto. Serías lo mismo que uno de los manifestantes en el parque, estarías agitando banderas y gritando.

– Creía que estábamos de su lado.

Vzyatin se encogió de hombros.

Oleg regresó e hizo señas de que todo estaba en orden. Vzyatin acompañó a Propenko hasta la puerta de la iglesia, con una mano en su codo. Cada mensaje que mandaba el cuerpo del Jefe, cada gesto y cada mirada decían lo mismo. Somos diferentes de los otros. Seryozha. tú y yo. Estamos más arriba. Es sencillamente como son las cosas Vzyatin se detuvo en la puerta como si una superstición lo retuviera allí, como si temiera que Isus Khristos pudiera usurpar algo de lo extraordinario que había en él si se acercaba demasiado.

– ¿ Que hiciste para convencer al norteamericano de ir también? -dijo sonriendo-. Nada de métodos de fuerza, espero.

Propenko le devolvió la sonrisa y levantó las cejas una vez, resistiéndose.

– De veras -dijo Vzyatin-. Quiero saberlo. Por motivos profesionales.

– Mi secreto. Víctor.

El Jefe rió. como aprobando, pensó Propenko, y prometió esperar y ocuparse de que lo llevaran a la dacha.

Propenko pasó por el pequeño cementerio en el que estaba enterrado su suegro, por el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Tikhonovich, y subió los tres escalones de madera. Golpeó la vieja puerta y esperó. Naidie respondió. Golpeó de nuevo y recorrió con la mirada el cementerio hasta que descubrió a uno de los guardaespaldas de Lydia allí, de pie ante una tumba como un deudo. El hombre lo saludó con un movimiento de cabeza. Propenko hizo lo mismo y la puerta se abrió.

– ¡Papá!

– ¿Estás ocupada?

Lydia se puso de puntillas para besarlo.

– Entra.

Propenko avanzó en un vestíbulo oscuro. Más allá de otra puerta abierta vio velas que titilaban, y parte de una pared cubierta con iconos Esta visión y el olor a incienso y cera de velas despertó en él una colección de recuerdos dormidos. Hacia cuarenta años que no ponía los pies en una iglesia

– ¿Que pasa?

– Nada -dijo con calma el ateo, incómodo

– Nos enteramos de lo de los víveres -susurró Lydia. Su cara estaba iluminada desde adentro de un modo que Propenko no había visto nunca antes-. El padre Alexei ha estado rezando por ti y por Antón Antonovich todo el día.

– ¿Está mejor?

– Lydia asintió, siempre resplandeciente.

Leonid le había dicho una vez que el desafío de la paternidad era soportar el aniquilamiento gradual de la adoración que los hijos sienten por uno, y Propenko había recordado, y resistido, esa idea durante toda la adolescencia de Lydia. Ahora le parecía totalmente correcta, y hacía todo lo que podía por no apagar su felicidad y no adjudicarse a sí mismo un papel demasiado importante en ella. En general en este país había habido demasiada adulación: el señor feudal, el zar, el Estado, Lenin, Stalin. tiranos de toda forma y tamaño. Había convertido a Rusia en un país de niños perpetuos

– Sólo quería pasar para verte un minuto, sólo para ver la iglesia, decirte hola -dijo, pero en realidad no era verdad. Su intención al venir era convencerla de pasar el fin de semana en la dacha, pero algo había sucedido en la Sede del Partido y en el auto de Vzyatin. El siervo que había en él por fin se había liberado y, rotas las cadenas, descubrió que ya no tenía necesidad de encadenar a nadie. Por un instante se sintió como si él fuera la criatura, que se soltaba de la pata de la silla y se arriesgaba a una independencia tambaleante. Se preguntó si Lydia podría darse cuenta. Aquí parecía diferente, y al principio pensó que se debía a que por primera vez se encontraban en su territorio, lejos de los lugares donde él siempre había sido el padre y ella siempre habia sido la hija. Pero era algo más. Lydia era Lydia; él había cambiado. Un espacio nuevo los separaba, y él tenía que resistir el deseo de cruzarlo y abrazarla, cerrar la distancia de nuevo hasta que ella fuera una vez más parte de él. una de sus repúblicas renuentes.

Hizo una inspiración profunda y trató de despojarse de todo resto de poder.

– Quizá no sea una buena idea llevar al norteamericano a Leskovo después de lo que ocurrió hoy.

Ella lo miró un segundo, ladeó la cabeza, pareció estar tratando de explicarse esta voz nueva.

– Si quieres ir, Victor dijo que puede protegerte, pero quizá no sea lo mejor ir este fin de semana. Depende de ti.

Se oyeron pasos dentro de la iglesia. Los labios de Lydia esbozaron una pequeña sonrisa.

– ¿No vas a tratar de hacerme ir a la dacha?

– No -dijo Propenko. y vio que por fin habían roto el molde de su propia historia privada, más importante para él que mil v-otstavkus.

– ¿Quieres conocer a Alexei? -dijo ella, y él imaginó que había algo nuevo en este "'quieres" que le había dirigido. Asintió, y dejó que ella lo tomara del brazo

La nave nadaba en una luz amarilla acuosa. Una vieja babushka encorvada estaba de pie contra la pared del fondo con un par de gafas de hombre apoyados a mitad de camino en su nariz. Cerca del altar, sobre el piso de madera inmaculado, estaba arrodillado Alexei, frágil y canoso, con una larga barba irregular y rala. Su vista hizo retroceder a Propenko atrás en el tiempo. Estaba en una humilde iglesia de madera, destruida ya hacía mucho tiempo, en el sector de la ciudad llamado Makeyevka, y como siempre ocurría los domingos en aquellos años, la iglesia estaba llena de mujeres cuyos hijos y maridos habían muerto en la guerra. En los últimos meses, su abuela materna, antes de que perdiera la capacidad de caminar y se viera forzada a reducir sus impulsos religiosos a una simple lectura de la Biblia y a discursos no tan tranquilos a la hora de cenar, había empezado a llevarlo con ella a la iglesia. Tenía cinco o seis años, y lo que más recordaba era el sacerdote barbudo, alto como un gigante, que decía todo con una voz muy fuerte y profunda, e insistía en desaparecer por una puerta detrás del altar. Su abuela le había dicho que más allá de esa puerta había una habitación donde Isus Khristos, que era Dios, siempre cuidaba a Sergei, noche y día, y el día que muriera lo besaría y lo tendría en sus brazos, muchos, muchos años después en el futuro.

El joven Sergei no comprendía cómo Isus Khristos podía vigilarlo noche y día desde esa habitación de atrás, ni cómo su tío y todas las otras personas que habían muerto en la guerra entraban ahí detrás del altar. Pero cada vez que el sacerdote abría la puerta para entrar o salir, se estiraba hacia adelante para ver ese lugar atestado y misterioso. Una vez, hasta se soltó de la mano de su madre y se escabulló hasta la pared lateral, en busca de un ángulo mejor, y una de las viejas babushki lo agarró y blandió un dedo frente a su cara y le sacudió un hombro hasta que lloró.

Lydia le tiraba del codo, y él avanzó con timidez, con sus zapatos que hacían demasiado ruido sobre la madera pinta, sin una mancha. Ella se arrodilló a un metro más o menos, a la derecha de Alexei, y Propenko se unió a ella, con una rápida mirada hacia el cura. Los raspones de su rodilla le dolieron contra el suelo duro, un recuerdo de Vostok Oeste, y experimentó un temor pasajero de que, al arrodillarse aquí con su hija, quizás estuviera desempeñando un papel más ante ella o apuntalando todavía otro edificio que ocuparía el lugar del que acababa de abandonar. Pero juntó las manos e inclinó la cabeza y ofreció algo muy parecido a una plegaria: por Raisa y Lydia y Marya Petrovna. Por él mismo. Por Antón Antonovich. Por la liberación final de la Madre Rusia.