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Czesich se despertó sudando, y durante unos minutos se quedó mirando las cortinas iluminadas por el sol y el cielo raso teñido de amarillo del hotel antes de que los ecos de su sueño lo abandonaran. Había habido Boinas Negras con Kalashnikovs colgados del hombro, y una mujer, que le recordó a Marie que compraba fruta en un supermercado. Había habido hombres con ojos enojados, como los de Malov, y los pasillos que albergaban ratas en la Embajada de Estados Unidos, y no tenían salida.
El teléfono emitió una única llamada estridente, y se calló. Pudo oír un televisor vociferante en el piso de arriba. La rodilla derecha y el medio de la espalda le dolían. La tensa bolsa de su vejiga y la película sobre la lengua y los dientes lo instaban a salir de la cama, pero se quedó totalmente quieto debajo de la sábana, escuchando, convencido de que, afuera en la ciudad gris, los agentes de Lvovich lo estaban buscando.
Se había quedado hasta tarde en la manifestación, hasta mucho después de que se hubiera terminado la distribución, hablando con los mineros, con el deseo de que se le pegara algo de su sólida y calma dignidad. Durante un rato se había quedado en cuclillas al lado de la mujer que hacía la huelga de hambre, y había dejado que le pintara con pinceladas de frases roncas, el horrible retrato del gobierno de la ciudad de Vostok. "Kabanov es un león herido -le dijo-. Podría escabullirse a los bosques y morir. Podría desatar una represión seria. Debe tener cuidado."
Aparte de quedarse en su habitación y mantenerse sobrio, Czesich no podía imaginar qué quería decir tener cuidado en estas circunstancias. El aura de probidad que había mostrado ayer frente a la sede del Partido, la sensación de importancia que había tenido cuando un centenar de soviéticos comunes le había dado la mano, cuando oía que la gente le estaba agradecido y lo elogiaba y, en dos casos, le pedía su autógrafo, no había desaparecido desde anoche. El abuelo Czesich sonreía desde el cielo, y en lo más profundo de su ser una porción de vergüenza se había trocado en una porción de satisfacción. Pero estaba llegando a comprender que, por definición, había que pagar un precio hasta por el heroísmo más insignificante. En este país las cosas estaban teñidas de sangre. Uno lastimaba a la gente e, inevitablemente era lastimado a su vez.
Finalmente se levantó, pero un miedo viscoso y cambiante lo embargó mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía. Pese a tener hambre, no podía imaginarse abriendo la puerta y saliendo al corredor. Suponía que Malov estaría esperándolo en el vestíbulo o Bobin o algún aviso oficial de expulsión, o el Primer Secretario a la cabeza de un equipo de matones de la KGB dispuestos a pegarle y arrastrarlo a la cárcel.
Después de rondar por la habitación durante unos minutos, tomó la tarjeta de Propenko, marcó el número particular que tenía escrito en ella y contó quince llamadas. Era la mañana del sábado. Seguramente la familia estaría en la dacha. Cortó y llamó de nuevo por si acaso las líneas se habían cruzado.
Dio unos pasos más, impaciente; intentó una tercera vez, luego llamó a la telefonista y pidió una comunicación con Moscú.
– No hay líneas de larga dsitancia desde anoche.
– ¿Qué problema hay? -Su imaginación se estaba volviendo psicodélica. Coup d'état. Asesinatos. Los separatistas radicales ucranianos volaban puentes y líneas de alta tensión. Se preguntaba si habrían arrestado a Propenko anoche y en ese momento lo estaban interrogando en la sede de Seguridad del Estado.
– Avaria -dijo la telefonista-. Emergencia. Un problema en la estación de transferencia de Vostok.
– ¿Cuándo estará arreglado?
– ¿Quién sabe? Pronto.
– ¿Pronto? ¿Una hora, un día?
– Pronto. Vuelva a intentarlo.
– Pero estoy llamando a la Embajada de Estados Unidos. Es urgente.
Le pidió que no cortara. Esperó quince segundos, oyó un ruidito en la línea y la comunicación quedó cortada.
Ya presa de una paranoia muscular, Czesich intentó llamar a Propenko una vez más; ninguna respuesta; luego la telefonista, ocupado: entonces sacó su maleta de abajo de la cama y empezó a hacer el equipaje. Tenía el pasaje de vuelta, algún dinero, muchos Marlbara… Pero al cabo de un minuto de doblar suéters o pantalones y meterlos en la maleta, se obligó a detenerse. Le pareció mal correr, e innecesario. Era un estadounidense con pasaporte diplomático ¿qué era lo peor que podían hacerle? Lo peor que podían hacerle era arrestarlo, tratar de intimidarlo, y enviarlo a la embajada, donde otras personas tratarían de intimidarlo (en su propia lengua por lo menos) y luego lo mandarían a casa. Eso era todo.
Quizá la maldición de un estómago vacío lo estaba volviendo loco de nuevo.
Guardó la maleta, sacó una botella de agua mineral de la nevera y vació el contenido. El único canal de televisión de Vostok transmitía la clase de gimnasia aeróbica de los sábados por la mañana. Lo apagó bruscamente, y como si los dos aparatos estuviesen conectados, sonó el teléfono. Se forzó a contestarlo.
– ¿Antón Antonovich?
La voz era masculina, tosca y vagamente familiar. Czesich luchó por asociarla con una cara.
– Lo escucho -dijo.
– Soy Yefrem Alexandrovich de la puerta principal. Aquí está una joven Lydia Sergeievna. Discúlpeme, pero no me está permitido dejarla entrar.
Y ella se niega a sobornarlo, pensó Czesich, y usted espera poder arrancarme un paquete de cigarrillos.
Mientras llegaba al vestíbulo, tuvo que luchar con una imaginación sobreestimulada. Lo atormentaban guiones de novelas de espionaje baratas: la llamada del portero era una trampa; toda la distribución había sido una trampa desde el principio; ahora lo iban a secuestrar, y torturarlo hasta que revelara el nombre de sujete de la CÍA en la embajada.
Pero, aparte de la falta del periódico en la puerta, el pasillo era el mismo de cualquiera otra mañana. Su dezhurnaya lo saludó con un gesto neutral; nada sospechoso, nada inusual. Aparentemente todavía no había recibido orden de Bobin de deshacerse del norteamericano alborotador. La escalera curva estaba iluminada por un sol lechoso, el rellano de piedra tenía tres estrellas de sangre seca, prueba de la jarana regada con bebida de la noche anterior, tampoco nada inusual. El vestíbulo estaba vacío salvo por el robusto Yefrem Alexandrovich con su uniforme sucio de caspa, que se acercó rápidamente disculpándose. Le explicó que en el hotel había reglas estrictas que no permitían el acceso de gente local al hotel de extranjeros. Hemos tenido problemas con gente del mercado negro que acosan a los hombres de negocios, haciéndoles desagradable la estadía en Vostok. También algunas prostitutas. Estaba Lydia Sergeievna parecía una joven perfectamente distinguida, claro, pero las reglas son las reglas. El sólo trataba de cumplir con su deber. Esperaba que Antón Antonovich lo comprendiera.
Czesich le agradeció y dijo que lo comprendía perfectamente. Yefrem Alexandrovich pareció desilusionado.
Lydia estaba de pie afuera, sin medias al sol en el patio. Se dieron la mano cordialmente y se alejaron a una distancia prudente de la puerta antes de hablar.
– Creí que nuestra cita había sido cancelada.
– Disinformatsia -dijo ella, y Czesich vio que el portero no había conseguido desanimarla. Tenía puesta una falda azul plateada que le llegaba a la rodilla y una blusa blanca floreada, y parecía particularmente feliz esta mañana, cómoda, en su casa, en estas calles. El estado de ánimo era calmante.
– ¿Podemos caminar? -hizo un gesto hacia el Prospekt.
Aguijoneado por un sobresalto de orgullo masculino, promotor de muchos actos aventurados, Czesich aceptó sin vacilar. Qué podían hacerle, se preguntó una vez más. Supongamos que tropezara con Malov. ¿Qué podía hacer Malov en realidad? ¿Dispararle un tiro?
En cuanto dejaron atrás la esquina del hotel, Lydia puso manos sobre sus solapas y lo detuvo ahí misino. La cara de Lydia realmente reflejaba luz ahora, y Czesich dio por sentado que le iba a plantar un beso en las mejillas y a agradecerle la distribución de ayer, pero ella soltó abruptamente:
– ¡Kabanov renunció!
El estuvo a punto de mojarse los pantalones.
– ¿Cómo? -Le puso las manos sobre los hombros, y por un minuto pensó que iban a dar unos pasos de baile ahí mismo, en la vereda del Prospekt.
– ¡Lo vieron cuando se iba de la ciudad con su familia antes de la madrugada!
– ¿Quién lo vio?
– ¡Un miembro del Comité de Huelga!
– Quizá simplemente salía para su dacha por el fin de semana.
Lydia sacudió la cabeza y rió.
– Otra persona le trajo la misma noticia al padre Alexei de la sede del Partido. ¡Esta noche lo van a pasar por televisión! ¡Se ha ido! ¡Su oficina está vacía!
Lo abrazó de la manera completamente inocente de las jóvenes soviéticas, apoyando el pecho y la cara contra él y apretándole las costillas con sus brazos. Czesich la apretó a su turno, y le hizo dar vueltas en un lento vals victorioso. Bajo las acostumbradas expresiones impávidas de los peatones que los rodeaban, seguro de que detectaba una especie de júbilo colectivo. Aparte de ellos, el tonto extranjero y la joven sobrexcitada, nadie sonreía realmente, pero esta gente que pasaba al lado de ellos eran soviéticos, después de todo, medallas de oro en pesimismo, maestros en dominar emociones. Pero la sonrisa secreta estaba allí; estaba casi seguro. Se soltaron y siguieron caminando por la acera. Lydia prácticamente saltaba, y Czesich ya se veía esperando a Julie en el aeropuerto con un ramo de flores. Julie lo iba a amar por esto. Si no lo amaba por esto, todo estaba perdido.
– Deberíamos ir al parque, Antón. Ahí será un héroe.
– Su padre es un héroe. Se subió al banco que está en el patio de Lvovich y pronunció un discurso. Todo lo que hice yo fue mirar.
– ¿Mi padre hizo eso?
– Con mucha competencia.
Le pidió un relato de los hechos que habían tenido lugar en el parque, y a Czesich le agració complacerla. No era necesario agregar adornos, le dijo, su padre era un hombre de verdadero coraje, moral y físico. Para cuando había recorrido tres manzanas, estaba sonrojada de orgullo, y Czesich excitado al contarlo se dejaba llevar por una pequeña ola de amor-propio-por-asociación. Su pánico anterior le parecía tonto en la avenida luminosa, con sus tranvías que iban y venían retumbando. El día era apacible, las calles estaban tranquilas. Y, como esas cosas entraban en el espectro visible sólo cuando los primeros secretarios perversos se iban v-otstavku, o como si la presencia de Lydia de alguna manera las hubiera sacado a la luz, vio ahora que había árboles delicados a intervalos de cuatro metros y medio a lo largo del bordillo, que había flores en macetas en muchas de las ventanas de los primeros pisos, y que padres cuidadosamente vestidos se paseaban con sus hijos pequeños, no estaban comprando, formando fila, negociando o discutiendo sobre el partido, sino sólo paseando, parte de un mar de la existencia común moviéndose levemente de ida y vuelta por debajo de las tormentas políticas.
– ¿Qué le parece si tomamos un autobús en vez de caminar? -sugirió él-. No me gustan las grandes multitudes antes de almorzar.
Lydia rió.
– Este es el camino al mercado. Los autobuses están colmados los sábados.
– ¿Qué le parece un taxi, entonces?
– Ladrones.
Mientras lo discutían, un autobús tremendamente lleno, se detuvo a pocos metros delante de ellos. Se miraron, y se precipitaron para tomarlo y treparon empujando. Justo cuando la puerta se cerró, Czesich sintió algo en la acera detrás de él. No fue siquiera un pensamiento, sólo la sombra de un pensamiento, una intuición, un olor a malicia en el grupo de mujeres que esperaban. Lo descartó por paranoico.
Lydia se reía nerviosamente. El codo derecho de Czesich presionaba entre los senos de su vecina (a la mujer no parecía importarle), la pierna izquierda la tenía enredada en una maraña de botas y bolsas, y sentía el pecho agitado por la carrera; su brazo izquierdo rodeaba a medias a su bonita compañera y se sostenía al respaldo de un asiento. A cada parada, cada cambio brutal de cuerpos que bajaban y subían los escalones e iban y venían entre los asientos, él y Lydia se sentían empujados, con los torsos torcidos, cada vez más cerca de la ventana de atrás. Ahora estaban clavados el uno contra el otro, lado a lado, la cartera de ella comprimida entre las rodillas de los dos. Ella acercó su boca a la oreja de él y dijo:
– Mi chaperon.
El sonrió ante el halago que lo retrotrajo a sus veinte años, pero ella desvió la mirada hacia la ventanilla y a un auto de la milicia que se mantenía pegado al paragolpes del ómnibus.
– Mi padre lo arregló.
– ¿Te están siguiendo?
– Todo el tiempo -susurró, como si fuera un juego-. A veces están de uniforme, otras no.
Czesich sintió que se le iba el miedo.
– Sentí algo. Allá en la acera.
– Es probable que le haya asignado a alguien también, después de lo de ayer.
El dijo que esperaba que fuera así. El autobús, se inclinó, gimió y llevó su carga hacia el oeste. Frente a la sede del Partido, el conductor disminuyó la marcha y cambió de carril, y Czesich, empujado hasta quedar pegado a la ventanilla posterior, pudo observar a hombres y mujeres que cantaban y bailaban borrachos y agitaban sus carteles. El parque estaba enteramente lleno, y el estado de ánimo se acercaba al pandemonio. Unas pocas docenas de personas se habían desparramado por el extremo sur del césped hasta la acera, y allí se mezclaban con transeúntes curiosos y una fila de hombres de la millicia que trataban de sacarlos de la calle. La escena lo impresionó como soprendentemente poco soviética, tanta exuberancia, tanta emoción ahí visible para todos, una anomalía feliz que quizá nunca volviera a contemplar. Tomó a Lydia por el brazo. -Vamos -le dijo-. Tengo que verlo.
Pasaron dos paradas antes de que pudieran llegar de nuevo a la puerta. La lucha fue mas dura allí, con los recién llegados aplastándose entre si en los escalones estrechos, tratando de sostenerse, cuando una nalga o un codo quedaban atrapados entre los bordes de goma de la puerta. No había sitio ni para medio pasajero más, pero cuando el autobús se detuvo en la siguiente parada, una oleada de esperanzados asaltó las dos puertas. Czesich se puso de costado, empujó contra la marea, y consiguió llegar hasta el primer escalón, agachó la cabeza, se inclinó hacía la calle y dio un paso gigantesco para caer adentro de un mar de hombros y pechos. La gente le hizo de almohadones, pero dio con el pie justo en el bordillo, y su rodilla mala se torció hacia abajo y adentro, provocando una llamarada de dolor debajo de la rótula. Lydia lo seguía de cerca. Había perdido el primer botón de su blusa, pero aparte de eso estaba entera. Descansaron un momento en el alféizar de una vidriera.
– ¿En Estados Unidos tienen esto, Anton?
– El mismo deporte. Diferente clase de peso
Retrocedieron tres manzanas y se mezclaron con los otros espectadores en el extremo del parque. No debería haber temido que su presencia llamara la atención. No había cantos ni discursos, ninguna actividad organizada de nignún tipo salvo la fila de hombres de la milicia a lo largo del bordillo. La gente bebía de botellas de champaña compartidas, cantando, pavoneándose, y le pareció que lo que más deseaban era lo que él deseaba, sólo estar presentes. Tuvo la sensación de que todos habían llevado ahí sus heridas y resentimientos para liberarlos en un ritual masivo de limpieza de almas en público. Esta nube de mala historia colectiva se levantaría sobre la sede del Partido, para dirigirse adonde afuera hubiese huido el Primer Secretario, y lo perseguiría durante el resto de su miserable vida.
– Me pregunto si su padre se habrá enterado -le dijo a Lydia, que lo tomaba del brazo, todavía radiante.
– Están en la dacha. Alguien se lo dirá.
– Ya no quiere ir por el río ¿no?
Ella sacudió la cabeza.
– Vamos a la dacha a celebrar todos juntos.
La idea le valió otro abrazo. Era agradable que lo abrazara una mujer hermosa y no sentirse sexualmente excitado. Era diferente, parte de su nuevo ser, un regalo de la ciudad liberada de Vostok.
– Un problema -dijo cuando Lydia lo soltó.
– ¿Qué?
– Si no consigo algo de comer antes de media hora, me voy a convertir en una especie de monstruo norteamericano loco, salvaje y vicioso que…
Lo detuvo.
– Tengo un plan, Antón, iremos al mercado privado y compraremos algo para almorzar y algo para llevar a la dacha para la cena. Pasaremos por la iglesia a decir una oración… si no le importa.
– Para nada. Le encenderé una vela a San Judas
– Tomaremos el tren de las cuatro y estaremos en la dacha a tiempo para cenar. Todos estarán contentos.
Lydia sonreía, frunciendo la salpicadura de pecas que tenía en la nariz. Dos o tres de las personas que estaban cerca habían oído este horario de celebración y a Czesich le pareció que debajo de sus máscaras, también sonreían.