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Escribo esto en un asiento 14 de agosto de 1991

estrecho del Aeroflot 1021, Moscú-Vostok-Minvodi, de ahí la escritura temblorosa. A mi izquierda, en el asiento del pasillo, está sentado un hombre del Asia Central, que lleva una tibuteka sobre la cabeza calva, aferra un melón amarillo en el regazo y mira fijamente adelante como a una imagen de la muerte que viniera a su encuentro a quinientas millas por hora. Más allá, dos hombres (me parecen mineros) están de pie en el pasillo porque no hay suficientes asientos, han estado allí desde algunos minutos antes de levantar vuelo, enfrentados, con las manos apoyadas en los compartimientos altos, sonriendo y bromeando, y de vez en cuando tomando un sorbo de la botella que uno de ellos tiene escondida debajo de la camisa. Más allá hay un surtido grande y fascinante de paquetes envueltos y equipaje de mano apilados contra la puerta de emergencia. A nadie parece importarle. La azafata pasó una vez -justo después de alcanzar la altura de crucero- con una bandeja de vasos de plástico para cóctel, llenos hasta la mitad con agua mineral rosada y echó una mirada a la puerta obstruida y empujó a los mineros a un lado, pero ahora ha desaparecido. Reina la anarquía. Adelante alguien tiene una cabra pequeña que bala débilmente.

Es un domingo de mediados de agosto, claro y cálido, y debajo de nosotros alcanzo a ver campos verdes que se extienden hacia un horizonte algo borroso. Estoy en camino a la ciudad de Vostok, capital de los yacimientos de carbón de Donbass, deslizándome hacia el sur en mi propia historia. Me alegra haberme liberado por dos días de la comunidad de la embajada, pero este sentimiento flota sobre la superficie de una mezcla de otros, un caldero hirvientc de furia y afecto, compasión de mí misma y perplejidad; las mismas cosas que he sentido por la Unión Soviética y por Anton Czesich desde que los conocí, hace casi la mitad de una vida.

En este momento, suspendida aquí a decenas de miles de pies sobre la tierra, entre extraños, con las noticias sorprendentes de Vostok y las recomendaciones del embajador Haydock sonando en mis oídos, me siento como una partícula de hollín en la mano enorme del Destino o Dios o la Historia, o lo que sea. Siento que todos mis pequeños berrinches voluntariosos, todas mis decisiones y esfuerzos, todas mis rachas de buena y mala suerte, sólo me han llevado a un círculo enorme, de modo que de nuevo soy sólo una mujer norteamericana soltera, algo consentida que voy hacia el hombre que me atrae y me irrita, en un lugar que los dos a un tiempo amamos y odiamos.

Muchas veces he tratado de explicar mis sentimientos hacia este país a amigos que no han estado aquí y de explicarme mis sentimientos hacia Chesi a mí misma. ¿Cómo puede una nación ser a la vez tan exasperante y tan atractiva? ¿Tan sentimental y tan cruel? ¿Tan hiriente y tan bondadosa? ¿Por qué pido que me destinen aquí una y otra vez? ¿Por qué ahora me encuentro volando hacia Chesi, en vez de alejarme de él por todo lo que ha hecho, con tantos otros hombres en el mundo? Levanto los ojos de esta página y veo a nuestros compañeros eslavos, amontonados en este avión maloliente, que se zambulle y tambalea, como animales sin ni siquiera una sonrisa de la azafata, ni siquiera un panecillo duro o una fruta para hacer más fácil nuestro viaje… y los dos mineros en el pasillo se están riendo. Si yo tan sólo pudiera hacer lo que hacen ellos. Si tan sólo pudiera tomar todas las notas viejas, agrias y sublimes, y mezclarlas con un himno ruso agridulce y seguir. Si tan sólo pudiera comprender, realmente comprender, lo que parecen dar por sentado: que la gente con la que uno sufre es la gente que uno ama.

Ahora hemos iniciado el descenso, en lo que parece un ángulo demasiado agudo. El avión empieza a sacudirse en serio, y al tiempo que estas palabras garabateadas se vuelven cada vez menos legibles, el mundo abajo se enfoca cada vez mejor. Todavía no se ve a la azafata. No se preocupan de los cinturones de seguridad. Ninguna palabra reconfortante a cargo del capitán. Mi vecino, que va a visitar a parientes que desde hace dos años no pueden comprarse un melón, comprime su regalo con tanta fuerza que temo que se le parta.

Los mineros del pasillo tienen las mejillas rosadas v se guiñan un ojo, mirándome y moviendo la cabeza, sonriendo, como diciendo: ¿ Qué bueno, no? Que broma para todos nosotros que nos toque un aterrizaje como este, de pie. sosteniéndonos, sacudiéndonos, sonriendo. Por la ventana veo los montones de escoria y dos excavaciones a cielo abierto como dos cuencas de ojos en la tierra, y autos y autobuses en un camino recto y gris. En un minuto tendré que meter este libro en mi bolsa, prepararme para el aterrizaje y para lo que sea que me esté esperando en Vostok. Si pudiera pedir un favor en estas próximas horas, sería que terminara nuestra pequeña guerra fría privada, entre Chesi y yo. Pediría la capacidad de vernos como somos realmente, en vez de oscurecer la imagen con el pasado. Con tantos años de protección, sospecha y competición amarga. N‹› es que espere, ni siquiera desee, que me espere en el aeropuerto con flores y una disculpa. Ni que espere que nos instalemos a vivir en un apartamento de la embajada en París, o en alguna casita pintoresca en la costa de Maryland, y vivamos felices eternamente, como deberíamos haber vivido desde el principio. Tenemos demasiada historia mala entre nosotros para algo tan simple como eso, tal como los soviéticos tienen demasiada mala historia para un crucero de una noche, indoloro, por las aguas tranquilas de la democracia y la abundancia.

Lo que pido para mí, es sólo lo que pido para ellos: una medida de olvido y una medida de memoria, y el coraje de vivir sin protección.

Nuestra azafata se acerca, blandiendo un dedo enojado. Basta.