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Sergei Sergcievich Propenko soñó que estaba abriendo una piña. Sentado a una sencilla mesa blanca, sostenía la fruta con una mano mientras tenía un cuchillo de cocina en la otra. A sus espaldas estaban su esposa, su hija y su suegra, y cuando cortó el ananá a lo largo con el cuchillo, las mujeres se pusieron a vitorear. En el sueño sentía que una sonrisa le pellizcaba los músculos de la cara, veía el jugo pegajoso sobre el mantel, por encima del aplauso oía la voz de su hija, Lydia. que lo instaba a apurarse. Unió las dos mitades apretándolas con el pulgar y el dedo del medio, hizo dar un giro de noventa grados sobre su eje a la fruta, bajó el cuchillo otra vez, y la soltó. Las cuatro secciones se separaron en una erupción de suculenta carne amarilla y se mecieron sobre la superficie pegajosa de la mesa: un triunfo.
Entonces de algún modo el aplauso se convirtió en un sollozo. A Propenko le llevó un momento comprenderlo. Sollozos, chinelas que raspaban el piso de la cocina, la suave explosión del gas de la cocina, una cuchara que tintineaba en una taza, más sollozos. Su hija dejó escapar una palabra ahogada que sonó como "santo" y él se preguntó cómo una celebración se podía convertir con tanta rapidez en tristeza en el reino del sueño. Pero ya no era el reino del sueño: a los ruidos de la cocina se sumaron los ruidos de la calle (frenos chirriantes de ómnibus y los cables del troley que se sacudían) y se desvaneció toda sensación de festejo. Propenko mantuvo los ojos cerrados y trató de aferrarse a los restos de su sueño, trató de recordar la última vez que había sentido un trozo de piña sobre la lengua.
Fue. si la memoria no le fallaba, en 1963.
Los pies y los tobillos sobresalían del extremo del colchón, como siempre, y sintió que Raisa le pellizcaba el pulgar a través de la sábana.
– Sergei, siete y media. Tienes una reunión a las nueve.
– ¿Qué tragedia ocurre en nuestra cocina?
Ella se sentó sobre el colchón, contra su cadera, y un viejo terror ruso remolineó por debajo del cutis de su cara.
– Anoche asesinaron al cuidador de la iglesia. El amigo de Lydia.
Propenko se apoyó sobre los codos.
– Un tiro aquí -dijo Raisa. Señaló su nuca con un dedo-. Uno de los amigos de mamá pasó por acá hace unos minutos y se lo dijo. -Apretó los labios y lo que había estado debajo de sus mejillas surgió y enrojeció la superficie, algo que Propenko había visto otras veces. La tetera silbó. Lydia seguía llorando en la cocina. Raisa le apretó la mano y lo dejó.
Se quedó sentado en la cama, invadido por un recuerdo de veinte años atrás. Estaba solo con su pequeña hija en el apartamento de dos habitaciones en Makeyevka (Raisa y Marya Petrovna estaban en la iglesia) y Lydia se echó a llorar y a agitar sus diminutos puños enrojecidos en el aire. Los bebés eran un misterio para él; había crecido en una familia en la que no había ninguno, y cuando el llanto se intensificó le pareció que se ahogaba, como si algo pasara con los pulmones de Lydia. Se acercó a la cuna y con una mano le frotó suavemente el cuerpo, desde el cuello a las rodillas, mientras sentía que el vientre soplaba como un fuelle. Al comprobar que no surtía efecto, la levantó y sostuvo el cuerpo sin peso sobre su hombro, como había visto hacer a Raisa, y caminó por el cuarto de estar palmeando la diminuta espina dorsal de Lydia. No dejaba de llorar. Se retorcía, chillaba y se esforzaba por respirar, dejando caer lágrimas y saliva sobre la espalda de su camiseta y llenaba de angustia el pequeño apartamento. Le frotó la espalda, le cantó y la meció de un lado a otro; la acercó a la ventana y le dejó mirar el humo que ondeaba y enturbiaba el aire, en la fábrica de paneles de hormigón. Nada dio resultado; la terrible tristeza persistía.
Esa vez se había sentido acusado, y ahora sentía lo mismo.
Se lavó, se vistió y fue a desayunar. Lydia estaba sentada con la cabeza gacha, las lágrimas caían sobre su kasha, el cabello colgaba lacio de modo que le ocultaba ambos lados de la cara. La abuela la observaba, con los ojos enrojecidos, ella también. Raisa estaba al lado de la cocina, escuchaba qué ocurría a sus espaldas.
Propenko apoyó una mano sobre uno de los brazos desnudos de su hija y esto provocó una nueva oleada de sollozos.
– Lydia.
Lo miró, con la cara deformada, desprovista de toda su belleza, de tal modo que se había convertido en una imagen de la pesadilla recurrente de su padre. Hombres que echaban abajo la puerta del departamento con la intención de violarla. Raisa y Marya Petrovna le gritaban que hiciera algo. Y él estaba acostado en una cama demasiado pequeña y no podía moverse ni hablar, convertido en un gigante de madera.
– Era una buena persona -dijo Propenko, pese a que nunca había llegado a conocer a Tikhonovich, sólo había oído los informes que Lydia daba noche tras noche, y se había puesto celoso. Tikhonovich ayudaba a organizar el proyecto de un orfelinato; Tikhonovich convencía a sus toscos mineros amigos de que debían acudir a los servicios religiosos; Tikhonovieh la ayudaba con las lecciones de inglés, un amigo que casi doblaba su edad, un mentor; Tikhonovieh y el padre Alexei juntos de rodillas rezando durante horas seguidas.
– Vete a la iglesia -sugirió Propenko, porque le pareció que tenía la obligación de sugerir algo-. Habla con el padre Alexei.
– Está en Moscú -dijo Lydia, y la sacudió otro ataque de llanto.
Propenko le oprimió el hombro suavemente, pero ella se escapó al cuarto de baño, y los adultos comieron pan y bebieron té mientras escuchaban el agua que corría. Lydia reapareció al cabo de un minuto, le dio a su abuela un torpe abrazo y salió por la puerta. Oyeron el golpe de la puerta del ascensor al abrirse y cerrarse y el chocar de los cables en el cajón del ascensor.
– Era como una hija para él -dijo Raisa.
Propenko se atragantó con un sorbo de té, se recuperó y preguntó si se sospechaba de alguien.
– Los chekisti inventarán sospechosos -le dijo su suegra, insistiendo en el uso de la palabra antigua, como si fuera más venenosa-. Tienen una larga lista de sospechosos en sus celdas de tortura, ansiosos por dar un paso adelante y confesar. Muy ansiosos.
Propenko asintió con la cabeza sin mirarla. Esta mañana no necesitaba muertes y torturas con el desayuno. En su plato había tres huevos duros, pero no los acompañaba ninguna salchicha, ni manteca para el pan, ni azúcar para el té, ninguna garantía de que, después de su reunión de las nueve, habría siquiera un trabajo para proveer dinero para comprar la comida que todavía se pudiera conseguir el mes siguiente, y el otro. Era un miembro del Partido sin ninguna salchicha en su plato; muerte y tortura era lo que menos necesitaba esta mañana.
– Bessarovich vuelve en avión desde Moscú -dijo, para cambiar de tema.
Raisa lo interpretó de inmediato.
– ¿Debido a esto?
Propenko frunció el entrecejo, mordió el primer huevo y luego tomó un sorbo de té.
– La gente comenta que ella viene para disolver el Consejo. Para llevarnos a todos a Moscú.
– Yo iría -dijo Raisa demasiado rápido-. Iría mañana, Sergei. Lydia ha ido a la iglesia casi todas las noches durante todo el verano. Se la ha visto allí. Encontrarán allí algunas de sus cosas. Ahora la torturarán como torturaron a mi padre.
– No toques este tema, no esta mañana, por favor.
– ¿Qué los puede detener?
– Yo.
– ¿Tú?
– Yo.
– Sergei, esa gente son animales, no tienen ningún…
– No va a ocurrir nada -dijo Propenko-. Eso es todo.
Raisa desvió la mirada. Marya Petrovna lo observaba como era su costumbre desde hacía veintitrés años, y todavía no estaba segura de que fuera el marido que le convenía a su hija. Pinchó un trozo de torta seca con el tenedor pero no la llevó a la boca
– Quizá fueron ladrones -sugirió Propenko.
– No se llevaron nada.
– En estos tiempos pudo haber sido cualquiera.
– ¿Con una pistola? ¿De un tiro en la nuca? Di la verdad, Sergei.
– Fueron los chekisti -dijo Marya Petrovna, diciendo la verdad por él, refregándole la verdad en su cara.
– A Lydia no le van a hacer nada.
– Ya la han lastimado -dijo Raisa-. Te digo que estaba pegada a este Tikhonovich como una hija.
– Nos dio una clase de historia -agregó Marya Petrovna, cruzando los brazos y sacudiendo los codos, mientras le hacía saber a Propenko lo que se había perdido por quedarse en cama en semejante mañana-. La estudiante universitaria nos dio una clase de historia. Stalin, Dzerzhinsky, Yezhov, Berin. Llorando como una nube. Otra vez la década del 30, dijo.
Propenko había terminado de comer los huevos y todavía tenía hambre. Sus mujeres sufrían, obsesionadas por la historia, desilusionadas con él. Extendió el brazo por encima de la mesa y cortó una rebanada de la torta a medio comer de Marya Petrovna. Pasó la punta del cuchillo por debajo de la porción, se la acercó por encima de la mesa y se la deslizó en la boca.
Marya Petrovna se estiró para darle una palmada en el hombro. Raisa movió los labios como si fuera a sonreír.
Soñé que nos preparábamos para comer un ananá -dijo él, observándolas-. Lo cortaba como si fuera un cirujano. Sobre la mesa había jugo amarillo. Ustedes me rodeaban, dando vivas
Ahora las dos sonreían.
– ¿Dónde lo conseguiste?-quiso saber Raisa.
– Estaba ahí, simplemente.
– Ahí simplemente -dijo Marya Petrovna con nostalgia. Empujó su plato hacia su yerno, que acabó la torta en dos bocados.