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Sí, en el cristal de esta puerta falta algo. ¿Lo he comentado ya con ella? Es la propia Koldobike la que abre desde dentro para que salga una anciana que se despide con un agur temeroso.
– Se lleva uno de texto, El niño bien educado, para su nieto.
– Hola, muñeca.
Lo pronuncio con la naturalidad con que se extrae una espina de ballena de la garganta.
– Hola, jefe.
Es maravillosa. No hay complicidad en la mirada que no ha buscado mis ojos. La librería casi ha vuelto a su ser, de nuevo los libros en sus estanterías y los de texto apilados a un lado en la entrada. Koldobike ha hecho un buen trabajo desde ayer, más meritorio por la dificultad añadida de esa falda corsé que la obliga a moverse como una oruga liberándose de su capullo. Pudo limitarse a devolver los libros a las estanterías simplemente con prisa, pero los veo tan ordenados por temas o autores como estaban antes de la visita… Eh, aquí hay un fallo, en la Sección, un hueco; mis dedos se hunden en él.
– No hace ni diez minutos que acabo de sacar dos ejemplares. A poco te chocas en la puerta con el cliente -oigo a mi espalda a Koldobike-. Una de Hammett y otra de Cain.
Siento algo en mi estómago.
– No se había vendido ninguno de la Sección en ocho meses -comento-, y ahora, a poco de estrenarme como investigador… ¿Quién era?
– ¿No está él?, me preguntó. Se acababa de enterar de que el librero de Algorta anda haciendo preguntas raras por ahí. Eso me dijo: preguntas raras. Y me dijo que trabaja en un plano de Getxo, un plano como nunca se ha hecho, un plano de pasos, todas nuestras distancias medidas en pasos. Y que ahora le ha tocado a la playa, que la recorre arriba y abajo apuntando el número de pasos que da.
– ¿Pasos? ¿Para qué?
– Es un tipo elegante, de unos cincuenta años, un Larrea de Neguri, según me dijo, que siempre había comprado los libros en Bilbao, libros de geografía, topografía, agrimensura, orografía, principalmente, y siempre del País Vasco. Me contó que así como uno de su familia escribe sobre ermitas, estelas funerarias y cosas así, él se dedica a medir nuestro suelo en pasos. Me dijo que los pasos son el gran vehículo en que siempre se ha trasladado la humanidad, el pueblo. Él mismo cuenta sus pasos de un pueblo a otro, de un monte a otro, de un manantial a otro, de un caserío a otro… Ahora anda con la playa, midiendo los pasos que hay de Kobo a la Peña del Palo y alrededores. Y como supo que el crimen te ha llevado a la playa, que diste pasos en ella…
– ¿Y no ha encerrado su familia a este loco?
– Es un nuevo cliente que ya no comprará en Bilbao, sino en Beltza.
– ¿Y qué tienen que ver Hammett y Cain en todo esto?
– No sé, la playa, el crimen, tu investigación, tus propios pasos yendo de un lado a otro… Quizá te pida que los cuentes, o quiera aprender de ti cómo se aclara un misterio. ¿Y si sabe más de lo que suponemos?… Se llama Luis Federico y usa gafas. Me dejó su tarjeta.
Me siento a la mesita del despacho que crea el biombo y que vuelve a estar ordenada. Me descubro la cabeza. Mis manos acarician papeles y carpetas sin ningún propósito, no busco nada. Me aflojo el nudo de la corbata, y no sólo porque ellos lo suelen hacer en sus relatos. Trato de ordenar el cúmulo de noticias recogidas desde el comienzo y me pregunto si con ellas cabe establecer alguna pista, por endeble que sea. ¿Qué es lo que ha descubierto, en realidad, Samuel Esparta? Poco que no se supiera ya. Pero ¿acaso es poco escuchar, hoy, a las mismas gentes que hace diez años fueron requeridas para declarar? Lo que llevo recogido de ellas en nada contradice las versiones que entonces circularon por el pueblo. Mi ventaja es que las tengo delante, me hablan, las veo actuar, grabo sus gestos, sus miradas, unas versiones que el tiempo ha madurado y teñido de una serenidad que puede favorecer la recuperación de detalles olvidados en la convulsión de los primeros momentos. Me agrada pensar que de Lucio Etxe, Eladio Altube y Félix Apraiz he recibido más que las autoridades que los interrogaron. Por no mencionar a las mujeres, Bidane Zumalabe y Elixane Garro, que dudo fueran requeridas entonces. Yo, con ellas, he podido completar el cuadro humano.
Koldobike asoma la cabeza por un lado del biombo y,- al comprobar que estoy mano sobre mano, deja ver todo el cuerpo.
– También estuvieron los maestros para los libros de la escuela. Esta vez, parece que sus relaciones van en serio. ¿Cuántas veces han roto o medio roto desde que empezaron hace, ¡uf!, veinte años? Ese don Manuel no es para mis nervios. Si es de los que no se casan, ¿por qué entretiene años y años a la señorita Mercedes?… ¡Si hubieras visto la mirada que lanzó a mi falda!
– Déjales, ellos sabrán.
– ¡Son los novios eternos! Me sacan de mis casillas. Aunque cuando los veo juntos…, siempre en la calle, naturalmente, a la vista de todos, para ellos no existe la playa nocturna de las parejas…, cuando los veo juntos, tan formalitos, hablándose con tanto respeto, casi me dan envidia.
– Veinte años y aún no se tiran los platos a la cabeza. Será porque no comen juntos en casa de ella o de él.
La voz de Koldobike se quiebra al pronunciar sordamente:
– Y tú llevas el mismo camino.
No sé qué quiere decirme. Debe de ser culpa de la falda y el pelo teñido.
– No me gustan los compromisos.
Emite un flojo suspiro que no encaja en la escena, y es que a la chica le falta un hervor para dar la talla en su nuevo papel.
– No pasa nada, todo irá bien -la consuelo.
– ¿Bien? Te han amenazado, y esa gente nunca amenaza antes de cargarse a alguien. Quieren hacer contigo algo especial.
– A lo mejor tienen algo que ocultar y les asusta que yo siga investigando. Uno de esos azules es de Getxo de toda la vida, de Las Arenas. Se llama Luciano Aguirre, me lo dijo Eladio Altube. Es el único descubrimiento que ha venido a mí, los otros he tenido que ir a buscarlos. Quizás a mi novela negra le faltaba algo de violencia. -Suena la campanilla de la entrada y Koldobike desaparece con un «Te recuerdo que Samuel Esparta es ahora de carne y hueso y no de papel»-. Cierra la puerta.
Todas las oficinas de investigadores privados tienen puerta y la mía debe tenerla también. Oigo a Koldobike dialogar con un hombre, luego silencio, y enseguida el convencional cruce de palabras de despedida y otra vez la campanilla. Si no puedo concentrarme en los siguientes pasos a dar es porque me asaltan dudas sobre los ya dados.
– Quería un libro de caracoles -de nuevo tengo a Koldobike en mi puerta-, uno muy concreto, lo traía apuntado: El caracol y su explotación, de Federico Doreste, publicado por Espasa-Calpe. Habrá que pedirlo. Si Franco nos condena a comer caracoles, ¡asco de babas!, yo me moriré de hambre.
Ahí la tengo, en el vano que debería ocupar la puerta de la oficina que este ridículo biombo es incapaz de crear. ¡Todo es falso!
Estoy en uno de mis baches.
– ¿Qué te pasa? -oigo a Koldobike.
– ¡Ha sido un error tratar de cambiar la naturaleza de las cosas! ¿Quién coño me ha mandado resucitar el caso de los gemelos Altube? Ese tiempo ya pasó. Pero a un escritorzuelo se le ocurre utilizar el realismo que encierra para tapar su impotencia. Sin contar con las nobles leyes de la novela negra, que aquí no se dan. He querido tocar la realidad y me muevo en un mundo irreal.
– A lo mejor estás inventando otra clase de novela y te sobran los camisas azules -dice Koldobike con los ojos muy abiertos, como asombrada de su perspicacia.
– Sospecho que nada de lo que estoy viviendo se parece a lo que escribieron Hammett o Chandler. Más bien soy un producto de Agatha Christie o de S.S. Van Dine, y de sus héroes, Hercule Poirot y Philo Vance, que son investigadores por afición a la caza de sospechosos para interrogarlos en una atmósfera muy limpia, muy civilizada, convencional, inofensiva, casi tonta. Y, sobre todo, gastando sus células grises en un asesinato cometido la víspera… ¡Soy un intruso en un pasado muerto!
Me levanto, echo un vistazo a mi alrededor y descubro la expresión incrédula de Koldobike.
– Te ha dado fuerte, ¿eh? -suspira-. Si continúas así, te quedarás sin novela.
Se aparta para dejarme sitio y voy hacia la entrada a pasos que no controlo.
– ¿Y qué me dices de los que ya confían en ti para que Getxo recupere su buen nombre? -oigo a mi espalda-. Pienso, entre otros muchos, en los padres de Leonardo, Roque Altube y Madia o Magda, que perderán la esperanza de saber quién les robó a su hijo… Por cierto, son nombres a los que no puedes dejar de visitar.
Ahí está el error: inventarme sospechosos entre vecinos que sólo se ocupan de sus pacíficos quehaceres y desearían no ver la cara de ningún investigador privado.
– Hoy sí comeré en casa -envío ásperamente a Koldobike ganando la calle bajo el tintineo de la campanilla.