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Al despojarme del traje y el sombrero de los últimos días y embutirme el pantalón de pana, la camisa gruesa y el jersey habituales, me siento tan liberado de la pesadilla que mi humor cambia y durante la comida se me suelta la lengua. Con la última cucharada de alubias rojas, y a pesar de su pobreza en «sacramentos», comento con ardor que estaban estupendas, y me llega el bisbiseo de la madre: «Era la vestimenta».
En vez de encerrarme en el cuarto a despotricar de mi reciente locura, contemplo, enternecido, su parsimonioso fregado del pequeño puchero, los dos platos y las dos cucharas, y luego, sentados a un lado y otro de la mesa -hoy, mi hermana come en el trabajo-, me esfuerzo por escucharle los últimos chismes del pueblo, hasta que se adormila con los brazos sobre el halda en la siesta que nunca reconoce que lo es. No puedo dejar de mirar su figurita con la sensación de que le debo algo, pero las tenues palabras que salen de mis labios no sólo van para ella: «Ama, no me ha caído en el traje ninguna mancha, no lo volveré a sacar del armario por capricho».
Tardo en aceptar que en nada habría desmerecido esta escena en la realidad de la narración clausurada.
Hacía tiempo que el negocio no se abría a las cuatro y media en punto. Me felicito por no haberme precipitado en manchar el cristal de la puerta con esa ridiculez de «Investigador privado». El campanilleo sobre mi cabeza me vuelve a resultar amigable. Tampoco me molestan especialmente los libros de texto apilados en el suelo. Koldobike devolvió el orden, tanto reintegrando ejemplares a las estanterías como respetando la distribución anterior… Bueno, en general; porque aquí veo a Zane Grey en el apartado de geografía; por qué no ha de estar aquí un hombre enamorado de los grandes espacios libres del Oeste norteamericano que describió minuciosamente; ¿acaso existen textos de geógrafos que oxigenen tanto? Advierto algún descuido más, ¿atribuible a la estrangulación de su falda? Ni un fallo en la satrapía de la novela negra. De momento, sólo considero que he de meditar profundamente sobre la peligrosa relación entre este mundo y yo, no poner más tropiezos a una librería que sobrevive malamente.
Pliego el biombo, lo abandono en un rincón y recupero mi oficina, la comercial, donde volveré a proyectos relegados: incorporar un apartado de papelería -viejo sueño de la muy realista Koldobike-, regalo de boletos por compra para la rifa mensual de un libro grueso con pastas de cartón, sección de tebeos, elaboración de carteles anunciando novedades… Recuperaré el noble espíritu comercial con el que, hace cinco años, se abrió la librería.
A las cuatro cuarenta y dos llega Koldobike, y el destierro del biombo y mi atuendo le anuncian los nuevos tiempos.
– Se acabó todo, ¿verdad?
– Descubrí el fraude a tiempo.
– Te ilusionaba lo que ya tenías escrito.
– Pero no era la novela que persigo.
– ¿Y qué importa, maldita sea? Seguro que iba siendo una buena novela, flotabas en una nube… Por cierto, ¿tenías realmente algo escrito?
– Por desgracia, era bueno.
– Pero ¿lo tenías escrito?
– Sí.
– ¿Cuándo lo escribías? Nunca te vi los papeles.
– Esta vez, todo era diferente. Realidad y escritura eran la misma cosa. ¡Claro que la escribía!
Lucha por no hacerme otra pregunta, pero al fin vence su sangre caliente y me pregunta:
– ¿Quemarás los papeles ya escritos? Yo no lo haría, a lo mejor te vuelves atrás. Seguro.
La breve realidad vivida se halla escrita a fuego en mi cerebro. No lo entendería.
Ya son las siete y media y la tarde ha concluido para Koldobike. Cada uno ha ocupado su territorio, ella rematando lo ya ordenado -la he visto cambiar de sitio bastantes títulos- y atendiendo a los clientes -de la docena que ha entrado, la mitad salió de vacío-, y yo, sentado a mi mesita desarrollando programas sobre el papel; tengo una pequeña familia a mi cargo, incluida la renta del piso. Una mujer tan práctica como Koldobike ha de entenderlo:… De pronto, me llega su grito mezclado con el sonido de la campanilla. Me levanto y veo a tres hombres, uno sacándola a la calle a empujones y los otros dos viniendo hacia mí.
– ¡Lo ha dejado ya, no le toquéis! ¡Os juro que lo ha dejado!
Estoy caído en el suelo un instante después de ver el puño avanzando contra mi rostro.
– Te lo advertimos, imbécil. No dirás que no te lo advertimos.
Llueven patadas sobre mi cuerpo. Dos botas con gran destreza, botas no de una persona sino de dos, botas de pie derecho hundiéndose en mi carne.
– Eres un cabezota, nos obligas a hacer esto. ¿No sabes que ahora la justicia la administramos nosotros?
Es la voz de Luciano Aguirre. No oigo a Koldobike. ¿Qué le han hecho? Bajo las negras sombras que se mueven a mi alrededor buscando en mi cuerpo lugares aún sin tocar, recuerdo el portazo que habrá dejado a Koldobike en la calle; sabe esta gente que los tiempos que corren frenan el impulso de acudir en ayuda de alguien.
Cuatro manos me ponen en pie y la embestida de una rodilla perfora mi estómago. Han de seguir sosteniéndome para que no me derrumbe.
– ¿Se te va metiendo en la mollera lo que no debes hacer, vasco de los cojones? -Ahora tengo el cañón de una pistola en mi nariz, que siento húmeda-. ¿O quieres probar esto?
¿Me han trastornado los golpes o creo haber vivido o leído alguna vez una escena semejante?
– ¿Has tenido bastante? -Es la voz del otro.
– Contesta a mi compañero. Ni a él ni a mí nos gusta hacer estas cosas, pero a veces no hay otra forma de implantar un orden… ¿Qué contestas?
Cuando el aturdimiento deja paso a una incipiente consciencia, me asombra la falta de dolor. Esperan mi respuesta con los brazos caídos.
– Asunto acabado, ¿no? -insiste Luciano Aguirre.
¡Qué disparate que le bautizaran con uno de nuestros entrañables apellidos!
– Lo estoy pensando.
Reconozco mi voz, yo he pronunciado las tres palabras… en ausencia de Koldobike, que no las habría apoyado. Se acabaron los golpes, supongo que los brazos se cansan. Pero el dedo que aprieta el gatillo se alimenta con las espinacas de Popeye.
El frío del hierro penetra a fuego en mi sien. La voz de Luciano Aguirre también es metálica, y no parece de él sino de una página de Hammett.
– Sólo una palabra: «abandono», y salvas el pellejo. ¡Habla, librero!
– Nuestra paciencia se acaba.
– ¿Sabes que tienes más suerte que un jorobado? En situaciones así, lo que pueda decir un rojo nos lo pasamos por los huevos: disparo y a la cuneta. Pero tenemos un buen día. -Están jugando conmigo, creen saber lo que contestaré-. Caerás como un saco y ni siquiera serás un héroe sino un conejo más. Saldremos a la calle y nadie se nos pondrá delante, aunque hayan escuchado el tiro. Ahora todas las ejecuciones han de llevar la firma de Franco, pero hay agujeros: danos ese gustazo.
– Déjamelo a mí, estoy perdiendo la forma últimamente.
– Yo nunca me he cargado a un librero y me gustaría -asegura el que impide en la puerta que entre Koldobike.
¿Qué desenlace darían Hammett o Chandler a esta situación? Quizá se sacarían de la manga la eliminación sin más de este investigador privado por higiene narrativa.
El de la puerta echa el pestillo y se nos acerca trayendo en los ojos la ilusión de acabar de una vez con el conejo.
Luciano -ya no más Aguirre- le pasa la pistola y su cañón vuelve a apoyarse en mi frente.
– No, nunca me había cargado a un librero -dice, como constatando un fracaso.
Luciano acerca su rostro a un palmo del mío.
– Los vascos sabéis rezar. Reza.
– Creo que ellos lo escribirían así -musito-: «Me sería más fácil vivir muerto que olvidar el nervudo relato que voy a seguir escribiendo». Luciano se toma un silencio antes de exclamar:
– ¿Escribiendo?, ¿quién escribe?, ¿tú?
– Una novela negra. Ahora, con vosotros, más auténtica.
Luciano desvía la pistola de un manotazo en el momento en que el otro empuja el gatillo y sólo queda en el aire el estruendo de la explosión y una frase iracunda: «¡El muy cabrón nos ha llamado negros!».
– Repítelo -me ordena Luciano, observándome con desconcertado interés-. Una novela. Y negra, ¿no? Sé lo que es una novela negra. No es un género fundamental para la literatura de España como la poesía. No abundan los poetas novelistas. Algunos se arriesgan, pero más valiera que no lo hicieran. En Falange contamos con buenos poetas que cantan las glorias de España. Yo soy uno de ellos. ¿Por qué los poseedores de un género excelso parecen cojos al abordar una simple narración convencional e inferior?… Estoy seguro de que tú no eres poeta, nunca has sentido el mundo como poeta.
– No -confieso.
– Cerrado a España y abierto a los judíos anglosajones.
No me fío de este inesperado viraje. Pero cuando Luciano arrebata la pistola a su compañero y la devuelve a la cartuchera de éste, empiezo a creer que la posguerra ha perdido un difunto. Luciano entra en el baño para coger la toalla y ponerla en mis manos.
– Límpiate la cara.
Así lo hago y, al descubrir la sangre que recoge, la aplico en adelante como simple esponja y la retiro empapada. Intento ir al baño, pero mis piernas son dos postes. Luciano me hace el trabajo de arrojar esa toalla al suelo del baño y recoger la segunda de la barra, que me entrega. Toda mi cara debe de ser un mapa enrojecido.
– Así que escritor. Novelista. Un poeta, como yo, entiende mejor la cosa narrativa que un novelista la poesía. Que quede esto bien claro entre nosotros. -Me conduce como a un rígido maniquí hasta la silla de mi mesa y consigue doblar mi cuerpo hasta sentarme-. Entre los falangistas abundan los poetas…, la doctrina de Falange es pura poesía…, más que en otro estamento militar. Somos la pluma y la espada. Alegarás que en el marxismo también hay poetas, pero nuestra lucha es la del espíritu en pos de la justicia social. Dicen nuestros enemigos que buscamos cambiar algo para que no cambie nada. Así nos atacan los muy negados para la poesía, pues todo esto te lo predica un falangista-poeta a quien se deben las letras de más de una de nuestras canciones patrióticas e imperiales, tan imprescindibles como los cañones; un falangista que ha ganado la guerra y quiere ganar la paz. Pero, te confieso…, ¡a quien las novelas se le atascan! Y tú, un simple librero que ha perdido la guerra y nada sabe de España y de su unidad de destino en lo universal…, ¡estás escribiendo una novela contra toda lógica! ¿Acaso en la literatura existen dos mundos y tú perteneces a uno y yo al otro? ¿En qué nos diferenciamos tú y yo? ¿Interviene aquí la política, los malos sois narradores y poetas los buenos?
Se inclina para examinar mi rostro apartando la toalla. Creo que tengo a sus dos compañeros a uno y otro lado.
– Que entre la enfermera -dice Luciano.
– Pero…
– ¡Traedla, coño! Necesito que este rojoseparatista me confiese cómo lo hace.
– Que no venga, que no me vea así -pido.
– No te me puedes morir ahora -dice Luciano.
Oigo el pestillo de la puerta y enseguida unas manos amigas apartan a un lado la toalla que sostengo.
– ¡Cielo santo, qué bárbaros! -casi grita Koldobike. Y continúa en un susurro que hace que la quiera más-: Bárbaros, bárbaros, bárbaros… Suelta mis manos, yo pierdo su calor, oigo el grifo del lavabo y regresa con la caja metálica que hace de botiquín y la pequeña palangana con agua. Un mojado guaté rastrea delicadamente mi rostro, y otro, seco, ultima el trabajo. Luego recompone las grietas con trocitos de gasa fijados con esparadrapo.
– Ésta se la hice yo -señala uno de los falangistas con el dedo.
Koldobike lo aparta de un empujón.
– Está mal, tiene que venir un médico.
– Más tarde -dice Luciano-. Él y yo hemos de hablar de cosas nuestras.
– ¿No ves que lo habéis dejado más muerto que vivo? -exclama Koldobike.
– Que te diga si su lengua no está muy viva, ¿verdad, librero? Este hombre guarda un gran secreto que me ha de revelar.
– ¿Y cómo se lo vas a sacar, metiéndole alfileres en las uñas?
Luciano la mira de un modo que temo por ella.
– Más vale que te calles, rubia. ¿Qué haces con esa falda y ese pelo? ¡La nueva España no quiere indecencias!
Y enseguida parece centrarse en mí. Se inclina para hablarme al oído, pero en un volumen que también me habría atronado desde la otra punta de la librería.
– ¿Cómo puede afrontar el poeta una narración sin que le invadan flechas y luceros, flores de la campiña, mozas fermosas y corazones enamorados?
Me parece que comprendo a este camisa azul, cree que poseo algo muy valioso para él, me refiero a que me conviene creerlo: de momento, esa cosa me ha salvado el pellejo.
– ¿Qué quieres que te diga?
Espero que Koldobike también lo comprenda. Incluso Hammett y Chandler utilizarían una alternativa tan a mano para sus investigadores privados metidos en este brete.
– No te hagas el tonto, librero. Estás escribiendo un relato, una novela, según me has dicho, y parece que pita, a juzgar por la serenidad de tu rostro…, bueno, el rostro que tenías hace un rato. Quiero que me digas cómo consigues llevar adelante la historia sin filtraciones poéticas. Una buena narración no cae en estos baches.
Koldobike se incorpora como un resorte con una bola de guaté en la mano.
– ¡Basta de pamplinas, voy en busca de un médico!
– ¡Quietecita! La cuestión del médico vendrá después, de aquí no sale ni entra ni Dios. -Los dos secuaces de Luciano toman posiciones, uno en la puerta y otro detrás de Koldobike. Luciano va en busca del pequeño taburete para alcanzar libros y lo planta frente a mí, se sienta y me mira desde abajo-. Explícame cómo lo haces. -Creo que penetro la tragedia de este hombre. Sufre la misma angustia que me laceraba antes de entregarme al realismo. La relación entre él y yo ha dejado de ser sólo política.
– No tengo ningún hueso roto -tranquilizo a Koldobike.
– ¿Cómo lo sabes?
– Hay cosas de uno que se saben. No oí ningún chasquido. Esta gente pega de libro.
– Pues tu cara es un derribo. -Koldobike vigila el brote de nueva sangre-. ¿Cuánto va a durar esto?
Luciano se apropia para mí de la pregunta:
– ¿Cuánto va a durar esto?
Los que mandan tienen el privilegio de perder la paciencia hasta los límites que ellos mismos se marcan. Le miro y le veo a través de una neblina.
– Se trata de escribir lo que se ve y lo que se oye. Nada más…
Luciano medita con los ojos muy abiertos, y por fin exclama:
– ¡Pero eso está al alcance de una máquina de fotos y un registrador de voces!
– En cierto modo, el creador debe desaparecer. Narrar es centrarse en lo de fuera, y en este fuera hay otros, hay hombres y mujeres que deben pesar en la historia más que el propio narrador. Los poetas no saben hacerlo. No porque no puedan sino porque no está en su ser.
– Así que se trata de humildad.
– Y de algo de imaginación.
– ¿Imaginación en el realismo?
No sólo no tengo ningún interés en tocar estos temas, sino que mi cabeza es un balón de fútbol contra el que golpean las cuarenta y cuatro botas de un partido.
– Espera… -murmuro, levantando la mano derecha por primera vez para tocarme la frente.
– Cuidado con los esparadrapos -dice Koldobike.
– La imaginación es imprescindible para transformar la realidad en otra realidad y, sobre todo, para elegir una sobre la que trabajar recogiendo imágenes y sonidos.
– ¡Or kon pon! -exclama Koldobike. Hay una mezcla de asombro y burla de unas teorías que ella sabe mejor que nadie que nunca me sirvieron para nada.
– ¿Qué coño has dicho? -quiere saber Luciano volviéndose a ella.
Koldobike lo ignora.
– ¿Elegiste alguna realidad para escribir? -intervengo rápidamente a costa de una perforación de mi sien.
– He contado cosas de la anteguerra, la guerra y esta posguerra. Si la anteguerra, la guerra y la posguerra no son realidades, tú me dirás. Pero no me salieron.
– Porque lo hiciste como poeta.
Luciano resopla.
– En Falange hay mucho poeta, como te dije. Puede decirse que la esencia de nuestra Falange es poética. ¿No es poesía la justicia social, la lucha contra el desorden marxista, la entronización de un caudillo que implante un orden único en una España una, grande y libre? Las letras de nuestras canciones son pura poesía que arrastran a empresas imperiales. ¿Has vibrado alguna vez, librero, con el grito unánime de «¡Con el imperio hacia Dios!»? ¡Todos los falangistas anhelamos morir por España, lanzándonos contra las hordas marxistas, abierta la camisa azul para ofrecer mejor nuestro pecho! ¡Poesía, pura poesía!
Los dedos de Koldobike tamborilean contra mi cráneo; sospecho que lo toma como el tambor de un desfile.
– Es natural que tan gran bagaje… poético… te embarulle una narración -expongo suavemente.
– ¿Embarullar? -protesta Luciano.
Me cuesta hablar y dejo que lo interprete como quiera. Calla también durante un buen rato, supongo que midiendo bien sus próximas palabras.
– Tomé la pluma una noche de 1938. Esta vez no sería poesía, ni siquiera un cuento, sino una novela corta. Tendría entre doce y quince capítulos. Poco diálogo y mucho discurso. Los protagonistas serían un falangista y su primera novia, hija de fusilado en una cárcel de Franco, roja como su padre pero guapa a rabiar. Naturalmente, este amor fracasa porque ella le pide que ponga una bomba. Y entonces el falangista resuelve enamorarse de una buena chica de la Sección Femenina… Todos estos prolegómenos me llevaron meses sin apenas escribir una línea. ¿Por qué?
– Miedo a la escritura.
– ¿Miedo? No me pasaba eso con la poesía: me venía la inspiración y ya estaba el primer verso. Aunque el relato, sí, era otra cosa. Bien, acepto el miedo…, que tampoco me proporcionó un compás de espera analítico. De manera que cuando tomo la pluma y me siento… ¡me sale una historia distinta!, la de un falangista que, después de ganar nuestra guerra, quiere ayudar a ganar la europea y le viene a huevo la División Azul que envió Franco al frente ruso. Le apuntan y le encargan reclutar más voluntarios. En noches de francachela emborrachaba a jóvenes para calentarles la cabeza con glorias imperiales, y en la madrugada les sacaba el papel donde tenían que firmar. Esta primera parte me salió más o menos decente; lo peor vino cuando quise contar lo que le pasa en Rusia a este valiente, uno de los cuarenta mil de la gloriosa División. Me atasqué, y hasta hoy. No lo entiendo, después del arranque prometedor.
– Recurre a tus recuerdos personales en Rusia -le apunto con esfuerzo.
– Es que yo no fui a Rusia.
– ¡Toma ya! -silba Koldobike.
– Te quedaste sin realidad -digo.
Era mi propio problema con la imaginación. Siento a Luciano más próximo de lo que desearía. ¡La maldita falta de imaginación ataca a los buenos y a los malos!
– No me desarbolé, esgrimí de nuevo la pluma -añade-. Y, de pronto, la novela daba un giro hacia el abismo, las gloriosas hazañas de la División Azul se reducían a lirismos sobre intercambiables estepas nevadas, rígidos uniformes helados, impasibles expresiones bajo gorros de piel con carámbanos-, añorados colores de prados primaverales. Mi pluma tampoco se sustraía a flechas y luceros. En cambio, tú, viento en popa. Lo tienes más fácil, no eres poeta. -Se lamenta y se levanta y apoya una mano en mi hombro-. Lamento la paliza, librero. -¿Por qué no van a ser sinceras sus palabras?-. Tú sí que tienes cojones.
– No se te olvide meter esto, Sam -dice Koldobike.
– Ah, claro, naturalmente. No sólo escribes la realidad sino que vives en ella. -Luciano se inclina sobre mí-. La verdad, librero: ¿incluyes todo, todo?
– Todo -asegura crudamente Koldobike.
– ¿Incluso esta escena, nosotros zurrándote y ahora intercambiando amigablemente confidencias?
– La novela de Sam Esparta es un saco sin fondo -añade Koldobike.
Luciano se atreve a tocar con sus dedos la cabellera explosiva de mi empleada y ella se los aparta de otro manotazo, y entonces los dedos descienden para señalar la falda. -Nunca se habían visto en Getxo estas pintas -dice, con un curioso brillo en su mirada-, y nuestro librero se llama ahora Samuel Esparta…, Esparta, ¿no?…, y es un investigador privado metido de cabeza en la serie negra con un crimen real. El héroe íntegro y sufrido y su incondicional secretaria para todo… ¡Pero si es de libro! ¡Qué escenografía se ha montado el jodido librero! Realismo, realismo. ¡Y la poesía a tomar por el culo!