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Es de noche, más de las nueve, cuando Koldobike y yo, apoyado en ella, alcanzamos mi portal, un trayecto familiar que siempre cubro en breves minutos, hoy seguramente doblados. Me siento en el primer peldaño de la escalera mientras ella sube al piso a poner en práctica la estrategia. Mi cuerpo ha resistido bien el viaje, sólo la queja de un par de huesos.
Koldobike no regresa sola. El gemido, al menos, que espero escuchar de mi hermana al ver mi estado, no se produce. Elise siempre fue una mujer entera, salía a descubierto cuando los Junkers alemanes pasaban sobre nuestras cabezas para bombardear Bilbao, el aeropuerto de Sondika o la industria de la Ría, pero también se les podía ocurrir soltar sus bombas sobre Getxo, a modo de entrenamiento; yo prefería verlos bajo techado. Desde la muerte de nuestro padre, ella fue en el hogar la figura fuerte.
– Tenéis razón, mejor que no lo vea -sentencia al verme.
La estrategia consiste no en que ama no me eche la vista encima de ningún modo sino en dejar el piso en penumbra. Subimos los tres -Elise a un costado, ayudándome y con la mano abierta acariciando mi nuca, y Koldobike al otro lado, como apoyo de mi antebrazo-, y, ante la puerta, cerrada, se despide mi «incondicional secretaria», no una sino cuatro veces, y se va escaleras abajo.
Elise entra en casa y, segundos después, se apagan todas las bombillas: ha quitado los plomos. Oigo su voz: «¡Qué lata, otro corte de luz!». Y ama: «Nada de corte, son las brujas». Así que las dos se ponen a buscar velas en los cajones, y las encienden y la cocina queda en una penumbra protectora. Ceno, sin ganas, berza sobrante del mediodía y un tazón de leche que no puedo terminar. Sólo pienso en la cama, donde Elise me desnuda hasta dejarme en calzoncillos. Intenta darme unas friegas con alcohol, pero mi mano frena la suya en el primer recorrido doloroso. Nos despedimos con el mejor logro: los ojos de ama no se han enterado.
En la madrugada, aún de noche, la puerta se abre sigilosamente dos palmos y asoma la cabeza de mi hermana tras una vela. Para que se fuera me bastaría con no hablar.
– Pasa.
– ¿Cómo estás? -La llamita indaga en mi rostro y no parece bastarle-. Voy a encender la luz.
– Faltan los plomos -le recuerdo.
– Acabo de reponerlos.
– Prefiero que no enciendas.
– Yo no soy ama, ayer vi tus marcas. Lo único que sé, por Koldobike, es que fueron falangistas.
– Pero todo está arreglado.
– ¿Arreglado? -No me cree-. Te haré una cura. -No enciende la luz hasta su regreso con una farmacia-. ¿Sabes cuántas marcas tienes? Tienes cuatro. Y otros tantos moretones. Sin contar el medallón del ojo… Ahora, a dormir -me pide cuando acaba. Llega a la puerta y se vuelve-. Por cierto, antes casi no conozco a Koldobike. ¿Qué hace esa chica? -Apaga la luz y, ya en el pasillo, la oigo antes de cerrar la puerta-: A ti y a ella, y a ella y a ti, os veo muy raros.
Estoy seguro de que la investigación marcha. No he conseguido nada definitivo, ni siquiera importante, pero el caso se mueve, hablo con gente y me entero de cosas nuevas, con gente entre la que ha de estar el tipo que ya habrá empezado a ponerse nervioso. Si esto es así, ya tengo mucho. ¿Significa algo la intromisión de los falangistas de Luciano? Sí para mí: cada vez que llegaba a este punto, a lo largo de la noche, tocaba partes de mi cuerpo maltrecho. Y sentía que en este cuerpo algo resucitaba. Este pensamiento golpeando mi cerebro es el que me ha puesto en la cocina a las nueve de la mañana, ya vestido. Elise me sale al paso y le ofrezco la mejor expresión posible que, asombrosamente, la tranquiliza y me anima a decir:
– Estoy mucho mejor.
Y es posible que sea verdad. Me lavo las manos en la fregadera y me refresco rostro y cabeza, con la hermana detrás, comprobando mis posibilidades.
– Voy a salir.
– Siéntate -dice ella sin sorprenderse.
Primero, el cambio de apósitos, y luego el tazón de leche caliente y la manzana.
– Vete, antes de que aparezca ama. No te he dicho que llueve porque no serviría de nada.
Me pone en la mano el paraguas y la gabardina. La miro abiertamente.
– Estoy escribiendo otra novela.
Sube un rastro de alegría a su rostro.
– ¿Es verdad que todo se ha arreglado con los falangistas?
– Tranquila -le sonrío.
Bendita lluvia que me permite ocultar el rostro bajo el paraguas al paso de conocidos. Creo que me faltaba la gabardina para sentirme más Sam Esparta. Por supuesto, Koldobike tiene abierto el chiringuito. La expectación con que trato de localizarla en el interior me confunde por mi falta de dudas en las horas precedentes: sí, continúan el rubio platino y la falda exigua; una irreductibilidad que endurece más la mía.
– Hola.
– Hola. El mundo no se hunde aunque uno no se levante de la cama.
– ¡Sí, se ha hundido de ayer a hoy, he perdido el ritmo, ignoro cuál ha de ser el siguiente paso!
– ¿Lo sabías ayer? No… La siguiente visita podría ser al padre.
– ¿Roque Altube? ¡Es el padre del difunto Leonardo! Un padre no mata a su hijo.
– Es un hombre serio, de palabra, de los de antes. Los gemelos eran una mancha en el apellido.
– ¿Limpieza de sangre con sangre? Estás loca. Además, en 1935 tendría setenta años. ¿Te imaginas a un viejo así aquella noche en la playa atacando a sus propios hijos?
– Dos años después lo vieron en el frente vasco durante toda la campaña. Un viejo muy especial… Pero olvídalo. Aunque podría darte mucha información. Entonces la policía le hizo preguntas…
– ¡Estoy a oscuras, no puedo pensar, he perdido el pulso de la investigación!
Koldobike llega ante mí y examina mi rostro.
– Elise ha hecho un buen trabajo… ¿Sabes lo que te digo? Que si ahora te pregunto qué tal estás me jurarás que estás muy bien, pero yo no quiero responsabilidades y te mando a casa, que aquí no haces falta… ¿Adónde vas?
– A retomar el hilo.
– Estaba segura.
Es un sinsentido que llueva sobre la playa. Es distinto en un monte, donde hay vegetación que regar. La arena de Arrigunaga es menos blanca que la de Ereaga, y encima las gotas de lluvia la oscurecen más. Cuando uno recorre la playa bajo la lluvia es que no la esperaba; y lo más inverosímil es ver a este uno protegiéndose con paraguas y gabardina. No hay un alma: los veraneantes se retiraron a sus cuarteles de invierno, y hay que ser un nativo muy loco para bajar a pescar lloviendo, por no hablar de darse un baño. Mi presencia adquiere una relevancia insospechada, hasta el punto de oírme decir: sí, hay alguien en la playa: yo. Porque aquí empezó todo.
Hay varios accesos a la playa. A mi espalda, en la otra punta, las peñas que arrancan del Puerto Viejo y discurren bajo el acantilado; hacia el centro de la playa, la bajada del monte, junto al chiringuito de Maruri a cobijo de las ruinas del castillo, una prolongación de la carretera. Unos pasos más adelante, la otra prolongación, que también muere en la arena, aunque apuntando a la peña de Félix Apraiz. Es la que yo he elegido: es la ruta que hubo de tomar Lucio Etxe para correr a la herrería del difunto Antimo Zalla al descubrir a los gemelos encadenados. Cuando alcanzo el veintiséis advierto que estoy contando mis propios pasos, y al punto lo dejo. Qué tontería: es lo que hacíamos de chavales, por ejemplo, para marcar los límites de un campo de fútbol en la arena… ¿Por qué ahora? No es nostalgia; se trata de ese tonto de…, ¿cómo se llama?…, que no tiene otra cosa que hacer que medir todo Getxo á pasos. ¡A pasos! Sólo a un ocioso de Neguri se le ocurre perder el tiempo con semejante excentricidad. Sin embargo, con menos pasos a dar, Antimo Zalla quizás habría llegado a tiempo de salvar a Leonardo Altube. ¿Por qué hablo de pasos y no de metros? Quizás en breve, Getxo disponga de un plano de distancias y tiempos medidos en pasos. Y yo, ahora, he reanudado la cuenta de los míos camino de la peña de Félix Apraiz.
¿De quién será ese tablón con una piedra encima marcando posesión? Lo ha escupido la mar esta noche y alguien lo ha hecho suyo. ¿Dónde está ese alguien? Seguro que está viajando a su casa con otra carga y regresará.
– ¡Hola, librero!
Me vuelvo: es Luciano, el falangista, que se me acerca a un trote silencioso por la arena, envuelto en una gabardina y bajo otro paraguas. Si me costaba hilvanar dos pensamientos sobre el caso…
– ¿Qué quieres ahora? -me encaro con él.
– Me alegra verte de pie. ¿Fuiste al médico?
Le doy la espalda para seguir adelante. Me sigue.
– Escucha: nuestras palizas son únicamente aparatosas. Cuando queremos acabar con un ciudadano no andamos con medias tintas… También me alegra verte aquí, porque necesito aprender pronto. No he pegado ojo en toda la noche.
– ¿Aprender?
– Quiero ver cómo lo haces, cómo y cuándo lo escribes. Sobre todo, cómo.
– Lo estoy escribiendo ahora mismo. -Me vuelvo-. Tú y yo, aquí, en la playa… Aunque esta escena es un pegote.
– Pero también irá en la novela.
– ¡Y la de ayer en la librería, los tres valientes de la nueva España!
– ¡Magnífico, es lo que sospechaba! ¡Todo vale, todo lo que ocurre ante tus narices! Pero no es fácil de digerir para un poeta como yo.
– ¿Y a mí qué cojones me importa tu problema? -estallo.
– Eh, eh, que no es un lenguaje propio de un librero…, aunque me gusta tu genio, que no seas un marica vencido sino un tío con sangre, como nosotros. Nos entenderemos.
De nuevo, tomo la dirección de la peña y él detrás… Sí, allí empezó todo…, pero ¿cómo concentrarme con el moscardón que llevo a la espalda?
– Es posible que me necesites, como yo a ti -le oigo-. Te convenceré con tu propia fórmula: estoy aquí, luego tienes que incluirme en tu historia. ¿Por qué? Porque soy una realidad que se mueve ante tus narices. No contabas conmigo, pero surjo. Son los imperativos de la maldita realidad. ¡Bendita sea la libertad de la poesía!
– Regresa a tu imperio hacia Dios y déjame en paz. -Me vuelvo a mirarle-. ¿Dónde estabas la noche de junio de 1935 en que mataron a Leonardo Altube?
Observo cuidadosamente su reacción. No esperaba la pregunta. Su sonrisa es más una mueca forzada.
– No en Getxo. A finales de junio de ese año estaba en Valladolid falsificando las papeletas de los exámenes de fin de curso. Tres cursos de abogado sin pisar un aula. Las papeletas me salían cada vez mejor. Luego, gracias a la guerra, no tuve que falsificar ningún diploma. Mis pobres padres siguen creyendo que, como a tantos, la guerra truncó mi carrera. Pero regresé de Valladolid con algo mejor: la doctrina de José Antonio, la ideolog…
– O sea, que no estabas en Getxo -le corto. -No.
– Quizá viniste para matar y regresaste a Valladolid a rematar la chapuza de las papeletas. Los meses son largos, el crimen se cometió el día siete.
– No me investigues, librero. Pierdes el tiempo. Aunque fuera el asesino…, a ver si me entiendes…, todo quedaría en agua de borrajas. Me gusta tu interrogatorio porque hace que me sienta dentro de la novela, así que pronto estaría en disposición de escribirla… Sólo que no sé cómo empezar.
Nos hemos detenido, estamos frente a frente. Aunque ha dejado de llover, nuestros paraguas siguen abiertos.
– Tienes negocios con el gemelo vivo, y seguramente ya los tenías con los dos antes de junio de 1935… -digo.
¿Por qué tarda tanto en responder? Gruñe una sola palabra:
– Algas.
Cierra su paraguas con brusquedad y lanza un largo resoplido.
– Oí, no hace mucho, algo sobre algas -digo, recordando a Eladio Altube.
Luciano se ha recompuesto y empieza por atacarme levantando la punta de su paraguas para señalar el mío.
– Ciérralo, ya no llueve. Y basta de interrogatorio…, aunque no me molesta, tu deber es sospechar de todos. Tanto tú como yo estamos en situación parecida: los dos ignoramos si el otro es el asesino (te tengo en la lista negra, qué te crees), en cambio, cada uno sabe lo que es él… La playa, y en ella dos hombres muy especiales están viviendo una escena teniendo enfrente la peña en la que, hace diez años, un par de gemelos lucharon por su vida…
– La peña -digo-. ¿La puedes señalar?
Lo hace, empleando de nuevo la punta de su paraguas y diciendo:
– Soy de Getxo… Aunque muchos me habéis desterrado. No me quita el sueño… ¿O es un honor?… Así que dos hombres en una playa… Escribiré esta escena como primer ejercicio. Escribiré. Aún no he visto lo que tú llevas escrito de nuestra novela. No te apartes mucho de mí.
Mientras se aleja, le veo sacar un cuaderno de un bolsillo de su chaqueta y una estilográfica del bolsillo alto. Se sienta en una piedra solitaria, coloca el cuaderno sobre sus rodillas, levanta la cabeza y me mira, perdido. Lo abandono a su suerte y camino hacia la peña.
No sé a qué he bajado a la playa. Bueno, a recoger el hilo. ¿Y si este tipo es el hilo? Lo tengo a mi espalda, bastante lejos, y escribe.
¿Qué edad alcanzan las gaviotas? Las que planean sobre mi cabeza quizá podrían contarme lo que vieron aquella noche. Pero ¿cómo ver de noche? O lo que oyeron. En las novelas de crímenes, la misma revelación se, desea de perros y gatos testigos, y, sobre todo, de loros. Y nunca se puede contar con ellos. Mis gaviotas sobrevuelan ahora la peña de modo persistente; no vuelan en largos recorridos, según acostumbran; es como si quisieran fijar mi atención en un punto, ése, enviándome que en la peña está la clave. O es que, simplemente, el mal tiempo las empuja a tierra.
En mi regreso rebaso al tipo sentado y con la pluma quieta, y, al alcanzar el madero con la piedra encima, descubro a alguien a lo lejos, que se acerca. Es uno de los esmirriados Etxe, Lucio, que vendrá en busca de su segundo tesoro de hoy. Se cubre con un viejo gabán que la mojadura ha convertido en casi negro… Hola, hola, y las insoslayables opiniones sobre el tiempo.
– ¡Eh! -oigo. Es Luciano. ¿Qué hago con él? Corre hacia nosotros agitando al aire su cuaderno. Segundos después tengo en mi mano su esfuerzo-. Léelo. Ahora.
Lucio Etxe nos mira estupefacto. Me retiro unos pasos y abro el cuaderno. Advierto que Etxe no nos mira a los dos sino sólo al tipo.
Leo. Con curiosidad, ¿por qué negarlo?:
Ni siquiera la luz del sol riela el encuentro entre los dos hombres, sino los negros presagios de una lluvia que los cubre con espesa cortina. ¿Qué quieren el uno del otro estos dos hombres? Ambos son de Guecho, pero ¡qué distantes se encuentran sus almas! Uno de ellos, que es librero, se agita en el fango de ideologías esteparias aplastadas por una guerra que glorificarán los siglos venideros. Al otro se le adivina, por su apostura varonil, que milita en el ejército de la verdad. El primero parece recuperable.
Están en una playa porque allí, años ha, fue muerto un ser humano, y esos dos hombres quieren hallar y reducir al culpable. Puesto en éstas, en tan comprometida situación, empiezo un capítulo al azar (la emoción es tan grande que apenas acierto a arrostrar esta prueba que debo superar). Y allí, en cualquier futura página posible, una revelación: he descubierto que la vida es posible sin poesía.
Esto es lo que consigo extraer de un texto emborronado de tachaduras.
– ¿Qué tal? -Su expresión es lastimera.
Me invade la piedad que ha de existir entre escritores cuando se trata de emitir un veredicto a un colega. Pero mi atención se desvía hacia los ojos muy abiertos de Lucio Etxe clavados sin pestañear en el tipo…, como si también hubiera leído el cuaderno. De pronto, siento su mano tirando de la manga de mi gabardina. Me arrastra unos metros y me mete en el oído:
– Es la cara que vi en la oscuridad aquella noche.