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El primero en abandonar la playa ha sido Lucio Etxe con su tablón a cuestas: más de dos metros de largo y no menos de cincuenta kilos hendiendo su hombro izquierdo. Marcha sin aparente esfuerzo, sus pisadas son firmes e idénticas contra la arena. ¿Cómo lo consigue un escuchimizado como él?, ¿cómo lo consiguen muchos que levantan de la playa joyas semejantes? Es la simple necesidad, acuciada en esta posguerra.
Me dijo: «Es un mal hombre, nos lo ha demostrado en los últimos tiempos. No aguanto tenerlo cerca. Agur. Y tú márchate también». Le pregunté si estaba seguro de que la cara del tipo era la que vio la noche del crimen, y me contestó con una seguridad escalofriante que sí. «¿Y hasta hoy no la has reconocido, no has vuelto a toparte con ella? ¡Han transcurrido diez años!» Tuvo un sorprendente ramalazo de cólera: «¡Se marchó de aquí para preparar la guerra, y cuando regresó nunca lo he tenido tan cerca como hoy!». Quedó agotado y desistí de más preguntas.
Este intercambio de frases tuvo lugar a pocos metros de la playa, junto a las ruinas del viejo castillo, con Lucio Etxe a punto de emprender la subida del monte hacia la Galea. Yo tomé la carretera que me llevaría al alto de Cuatro Caminos y a la vieja herrería del difunto Antimo Zalla, que ahora regenta su hijo Tomasón.
El de la camisa azul me sigue a cincuenta metros, como acabamos de pactar. Pretendió pegarse a mí, vivir conmigo las próximas investigaciones y someter a mi juicio las hojas del cuaderno que redacte al término de cada jornada. No le desanimó mi primer veredicto: «Quizá sea bueno como poesía. Yo escribía así antes». Fue lo menos ofensivo que se me ocurrió. El tipo puso mala cara: «Sólo he tocado la piel de la realidad, pero me meteré hasta sus cojones…, gracias a ti. Me refiero a que seré tu sombra».
– Allá tú -me encogí de hombros.
– ¿Qué te crees? ¡Yo también quiero novelar para llegar a las masas!
– ¡Pues búscate un tema! -Aunque era imposible olvidar que poseía el privilegio de la fuerza, se replegó sobre sí mismo. Me puse en su lugar, recordando mi reciente pasado, y de nuevo le compadecí-. Al menos, trabaja por tu cuenta en este crimen. Escribe lo que ocurra delante de tus narices. La creación es un acto solitario.
– ¿Me hablas de escribir y aún no he visto una sola página de tu novela? ¿En qué momento del día escribes?, ¿o de la noche, y por eso no lo veo? Ni siquiera llevas un cuaderno para anotar cada jodido momento en el mismo momento. ¿Cómo lo haces, coño, cómo lo haces?
Lo tuve desmembrado a mis pies.
Ahora vamos los dos carretera arriba -él, a cincuenta metros por detrás- hacia mi próximo destino: la herrería de Tomasón Zalla. La visita es obligada: Tomasón ayudó a su padre Antimo en el aserramiento de las cadenas que fijaban a los gemelos a la peña de Félix Apraiz. Lucio Etxe y él fueron los grandes protagonistas aún vivos de aquella noche, de los que más revelaciones puedo esperar.
La pequeña herrería se encuentra en Cuatro Caminos. Me la anuncia una pareja de percherones atados a su entrada; el ruido de martillazos sobre hierro completan el cuadro. Es una lonja oscura y profunda, en cuyo fondo relampaguea un fuego sobre una cama de brasas. El hombrón que machaca una herradura al rojo es Tomasón.
– Espera un poco -oigo a mi espalda.
Es Jacinto, su hijo, de menos de veinte años, transportando una pieza larga, que no es hierro sino madera.
– Sí -digo, y me detengo.
– ¿Te sigue ese de ahí afuera? Creo que le conozco. Puedo meterle aquí y darle un susto.
– No, no… -me apresuro a pedirle.
– Quieto, quieto -viene una espesa orden del fondo-. Estiba esos troncos.
El hijo, que es también un Zalla grande, se pone a la tarea sin chistar. Cesan los martillazos y se me acerca Tomasón. Sus manazas me mueven hasta que mi rostro recibe la luz de la calle.
– Eres el hijo de Vicente Bordaberri. Luché con tu padre en los Intxorta. Mi hijo no sabe lo que fue aquello ni lo que pasa hoy. Es joven. ¿Qué te duele? A lo mejor has venido a secar el paraguas…
– No. Se trata de los gemelos Altube. ¿Recuerdas?
– ¿Recordar? ¿Recordar? ¿Cómo no voy a recordar? ¡Vaya pájaros de la hostia! ¡Que le pregunten a mi padre si los recordaba, con la avería que le hicieron! -Pero la curiosidad se sobrepone al negro recuerdo-: ¿Qué pasa ahora con esos dos bichos de los cojones?
– Mataron a uno…
– Sí… ¡Lástima que no a los dos!
– Lo intentaron y aún no sabemos quién.
– Avísame cuando ése termine su trabajo para darle un abrazo.
– Hay varios sospechosos y tú puedes ser uno de ellos. -Por segunda vez ahoga su cabreo y queda con sus poderosos brazos remangados colgantes-. Un investigador privado, de nombre Samuel Esparta, acaba de hacerse cargo del caso. Soy yo, es mi nuevo nombre. El pueblo no puede seguir ignorando quién lo hizo.
El hijo, Jacinto, se junta al padre y ambos miran al falangista que está en la otra acera de la calle como un poste de la luz.
– Sancho, Samuel o demonios, te has pasado a Franco -gruñe Tomasón Zalla, y Jacinto Zalla asiente con vigor.
– Mirad mi cara: es un patatal. Ese hombre y otros dos me zurraron ayer.
Sobre el desconcierto de ambos, Tomasón Zalla compone una frase dolorosa:
– ¿Quieres un asesino? No des más vueltas, ahí enfrente lo tienes. Se ha hinchado de hacer viudas.
– Entonces, nosotros enseñaremos a esos bárbaros lo mucho que nos importa una sola vida humana, la de Leonardo Altube. Devolvamos a Getxo la justicia. -Mi pequeño ardor hace mella en los rostros sin afeitar-. Quiero saber lo que recordáis de aquella noche. -Y clavo mis ojos en Tomasón Zalla-. Lucio Etxe os sacó de la cama y tu padre Antimo y tú bajasteis a la playa a salvar a los gemelos Altube. Me interesa lo que visteis y oísteis.
Los pulmones de Tomasón Zalla lanzan al exterior tanto viento como fuelle de fragua.
– Con las prisas y el apuro que nos metió Lucio Etxe, mi padre y los dos ni sabíamos a quién íbamos a sacar… ¿Crees que si hubiéramos sabido que eran esos gemelos habríamos bajado? ¡No por cierto! En el patio de atrás aún tenemos el tractor que nos vendieron. Allí está, más muerto que mi abuela.
– Creo que los gemelos metieron mucho ruido con aquellos tractores. Ellos trajeron el primero que se vio en Getxo.
– ¡El primero y después también el último! -exclama Tomasón Zalla-. Y, entre uno y otro, el nuestro. ¡Qué sinvergüenzas! Un par de docenas ya venderían, sí, en toda Vizcaya. Eran de un modelo pequeño… ¡y todos con defecto de fábrica! No sé cómo se enteraron los jodidos de que en Francia una fábrica apartaba para desguace los que salían estropeados y que un encargado cabrón los vendía bajo cuerda a mitad de precio o menos. Los jodidos se los compraban y los traían y los vendían al precio de los buenos. Funcionaban un mes y luego ¡crack!, quietos para siempre. Los gemelos nos decían que habíamos tenido mala suerte. ¿Con qué hígados íbamos mi padre y los dos a cortar aquellas cadenas cuando nos subimos a la peña de Félix?
Extraigo de mi bolsillo los dos medios eslabones.
– ¿Eran de esta medida?
Tomasón Zalla coge las dos piezas en sus manazas y responde rápidamente:
– Sí. -Levanta el rostro-. ¿De dónde has sacado esto?
– De la ferretería de Joseba Ermo.
– De ese Ermo y de Eladio Altube…
¿Me quiere decir algo con sus ojos clavados en los míos?
– Lucio Etxe me contó vuestro meritorio esfuerzo con la sierra en medio del oleaje…
– Primero el padre quiso empezar aserrando la cadena de Leonardo Altube, pero yo le paré el brazo con una mano y puse la otra en la cabeza del jodido que el agua al retirarse ya no dejaba ver, como a la otra. El padre me miró y yo moví la cabeza diciéndole: «Éste ya está». Al padre le costó no hacer nada por Leonardo Altube…, ¡el mismo jodido que un par de años atrás le había engañado con aquellos trastos! Y olas cada vez más grandes reventando contra la peña y cubriéndonos.
– Pero luego se retiraban…
– ¡Claro! Si no, no habríamos podido trabajar, no éramos buzos… ¡Fue la hostia! Y gracias a que el agua bajaba, él podía respirar un rato, pues la mayor parte del tiempo no veíamos su cabeza…, ¡pero su hermano estaba peor! No, no fue fácil aserrar la cadena de su cuello. El padre y los dos nos turnábamos. La mitad del tiempo estábamos bajo la mar. Rompíamos una hoja tras de otra. ¡No las íbamos a romper con los nervios que teníamos viendo bajo nuestras narices aquella cara más de ahogado que de vivo! El padre y los dos aserrábamos con agua o sin agua, pero las narices de Eladio Altube sólo podían respirar en seco.
– Os honra vuestra determinación.
– ¿Quién puso sus vidas en nuestras manos, la Virgen, San Pedro, San José o la madre que los parió a todos? Pero ni el padre ni yo nos acordábamos de los tractores.
Por unos momentos queda abatido, como si acabara de revivir aquella prueba. Aunque, si fuera el asesino, no se me mostraría de otro modo; en tal caso, habría sido un colaborador de su padre. ¿Tuvieron que vencer la tentación de simular que se afanaban por salvarlo?
– Retrocedamos… ¿Era ya de noche cuando llegasteis con Lucio Etxe?
– ¿De noche? Tenía que ser. Pero de noche o no, había niebla muy cerrada.
– Tu padre, tú y el Etxe… ¿visteis a alguien más?
– No.
– ¿Y oísteis?
– ¿Oír? La niebla es un colchón para los ruidos.
– ¿Ningún paso en la arena mojada?
– ¿Pasos? Los únicos locos éramos los tres.
– A Eladio le llevaríais el primero a la arena…
– Sí, al vivo -responde Tomasón Zalla con viveza.
– Allí esperaba Lucio Etxe…
– Lloriqueando.
– Y vuelta a la peña.
– Había que ir.
– Sí, claro, había que ir. Y no os habíais equivocado con Leonardo…
– Estaba más ahogado que una alpargata.
– ¿Por dónde le cortasteis a uno y a otro la cadena?
– Por el cuello. Los collarines.
– De modo que allí quedaron las cadenas sujetas a la argolla de la peña por el candado grande.
– Sí, allí quedaron hechas un gran nudo.
– Pero luego, al día siguiente o cuando fuera, el juez ordenaría desprenderlas de la argolla y de nuevo entraríais vosotros.
– Nadie nos llamó para las malditas cadenas. Algún día después supimos que habían desaparecido.
– ¡No me jodas! -exclamo. Esas cadenas no fueron muy recordadas en los años siguientes, aunque siempre se pensó que descansaban en algún almacén judicial-. ¿Qué más pasó aquella noche?
– Yo subí al pueblo en busca del médico -dice Tomasón Zalla-. No sé para qué: tumbados en la arena teníamos a dos, uno bien muerto y el otro aún vivo. Pero es que Lucio Etxe se había empeñado: «Nosotros no debemos tocarlos», decía.
– ¿Qué médico?
– Don Julio Inchauspe.
Pienso que ya me ha dicho todo lo que sabe… o lo que me quiere decir. Estorbo, he interrumpido su trabajo.
– Gracias, me habéis ayudado mucho.
– Ayudado… ¿en qué? -pregunta Jacinto Zalla secamente.
Carraspeo y mi mirada salta de uno a otro.
– Investigo el crimen de Leonardo Altube, ya os lo dije.
– También nos dijiste que no eras policía -gruñe Tomasón Zalla-. ¿Eres de alguna compañía de seguros? A lo mejor, Eladio Altube quiere cobrar a alguien por su hermano muerto.
– Quiero hacer lo que la policía no hizo hace diez años.
– Con corbata y sombrero -dice el hijo, y sus labios más bien dibujan una sonrisa irónica que otra cosa.
– Gracias otra vez.
Luciano me corta el paso en la calle. Su macabro bigotito corona una sonrisa confidencial.
– Lo he visto todo, no he oído nada, el misterio es de lo más prometedor.
– El misterio siempre es lo principal.
– Haré lo mismo que tú: entrar e interrogarles.
Durante un momento me lo imagino secuestrado y tostándose sobre las brasas de la fragua.
– A cambio, me harás un favor… No tengo acceso al juzgado de Getxo, pero tú sí. Necesito echar un vistazo a las cadenas que se conservan allí desde la muerte del gemelo.
– ¿Para qué?
– Sólo tenerlas un momento en las manos.
Enarca las cejas y me revela con suficiencia:
– No están en el juzgado sino en la ferretería del Ermo.
– ¿En la ferretería de Joseba Ermo? -me asombro-. ¿Qué hacen allí? ¿Cómo lo sabes?
– Ese Ermo, entre otras cosas, es un chatarrero… Se las llevó de aquella peña de la playa y…
– ¿Quieres decir que las soltó de la argolla casi delante de las narices del juez para…? ¿Para qué?
– El hierro, a peso, alcanza un buen precio. ¡Ja, ja!
– ¿Cómo sabes que hurtó al juez una prueba tan importante? ¿Qué investigación de los cojones se llevó a cabo en 1935?
– Eladio me dijo: «Llevo diez años queriendo entrar en ese agujero, pero él nunca abre la puerta. Amontona chatarra hasta que sube el precio y la vende a los hornos de fundición». Pero las cadenas aún no las ha vendido. ¿Sabes por qué? -Aguzo el oído. Luciano suelta otra carcajada-. Espera que los años la conviertan en una pieza de museo… ¡Ya sabes lo que valen los collares de Cleopatra! Es un jodido.
– Así que las cadenas nunca formaron parte de una investigación, ni siquiera de la investigación de quién las robó…, que pudo ser el propio asesino. Y si yo, ahora, conozco quién es el ladrón, habré de incluirlo entre los sospechosos.
– Como ves, no puedo ayudarte -sonríe el camisa azul-. No es sólo el candado de esa puerta, es que el Ermo es un buen eslabón en nuestro mercado negro… ¡Siempre los eslabones! -La expresión se le transfigura y está a punto de cogerme por las solapas-. ¿Recogerás también esta conversación nuestra? ¿Cuándo y cómo la escribirás?
Está febril. Le ha dado muy fuerte.
– Digamos que acabo de escribirla.
Me alejo, y esta vez no me sigue ni a cincuenta metros.
Pero me cuesta vencer los lamentos de mi cuerpo por meterme en la cama. Están, por un lado, ama y su desmoronamiento cuando vea mis marcas; y, por otro, la urgencia de poner en orden mis ideas.
El clin-clon de la campanilla hace que vuelvan la cabeza una mujer con vestido de flores oscuras y Koldobike, que le está envolviendo un libro. Al despedirse, la mujer le deja un enigmático «Estás muy salada». Hundo el paraguas en el paragüero. Koldobike sale de detrás de la mesita roja y me entrega toda su atención: escruta mi rostro y luego me toma del brazo y recorremos la librería hasta el biombo que ella ha restituido. «Siéntate», me ordena, «que estás hecho una ruina.» No me siento, me sienta, añadiendo, mientras me despoja de la gabardina, el sombrero y la chaqueta, deshace el nudo de la corbata y suelta el botón del cuello: «A los de tu oficio os convendría tener un mal catre en vuestras oficinas. Yo me encargaré. Mientras…». Empuja el respaldo de la silla, conmigo, hacia atrás. Hace que me levante, gira la silla ciento ochenta grados, me sienta otra vez y empuja el respaldo hasta apoyarlo en el borde de la mesa. No es un lecho horizontal, pero sí los cuarenta y cinco grados que, ahora descubro, necesitaba.
– No tienes precio, nena. ¿Por qué me tratas tan bien? Tengo suerte de vivir entre mujeres.
Koldobike mira hacia otro lado al sentenciar:
– Pero esos hombres nunca se casan.
Ahora suelta los lazos de mis zapatos para quitármelos, y de esta operación salta a otro tema con cierta precipitación:
– Ha venido una viuda negra reclamando tus servicios -me suelta.
– Le habrás explicado que en estos momentos… ¿Qué anunciaban sus trapos?
– Vestido de satén, rebeca de seda con cashemire, pamela de ala ancha, bolso y zapatos estiletos de cocodrilo… Todo negrísimo.
– Y gafas oscuras.
– Y gafas negras, naturalmente. Una dama misteriosa con posibles.
– Cobro igual a todos los clientes: cincuenta pesetas más gastos.
– ¿Cuándo lo has decidido? ¿Y por qué sólo cincuenta? De momento, no hay miedo de que a alguien le parezca caro.
Nos miramos y ni siquiera sonreímos: cosas así dan ambiente.
– También estuvo el negurítico a comprar el papel más grande para sus planos de Getxo.
– El de los pasos.
– Me dijo que es más humano un plano del país en pasos en vez de en kilómetros, y que tiene medida toda la costa de Getxo.
– Le seguirían los loqueros.
– ¿Y qué pensarías si un intelectual de cincuenta años con gruesas gafas de concha pidiera El sueño eterno y que al pagar me dijera…, no te lo pierdas: «Nuestro crimen de hace diez años ya no dormirá el sueño eterno?». ¿Qué pensarías, eh?
– Es un mal chiste… ¿Que qué pensaría yo? No sé… Quizá, que gracias a mis andanzas he conseguido despertar en alguien interés por la Sección. Sería mi único logro… No te olvides de reponer a Chandler.
– Pediré ejemplares de toda la familia, porque habrá colas en la puerta… ¿Cómo te encuentras ahí tirado?
Intento incorporarme, pero ella me empuja hacia atrás. Busco nueva postura y le cuento lo de las cadenas robadas por Joseba Ermo, y el rostro del falangista que Etxe vio en la niebla. A pesar de que una de las características de Koldobike es que sólo le asombran sus propias revelaciones, se queda boquiabierta.
– ¡No me digas que el caso está resuelto! -Suena a queja, a desencanto.
– Me temo que no. Lucio Etxe sufriría un espejismo.
– ¿Espejismo? ¡Quia! -La imprevisible de Koldobike ha dado un viraje-. Lucio Etxe sabe mucho de nieblas de la playa y si dice que vio la jeta de ese tipo es que vio la jeta de ese tipo. ¿No sería el asesino ideal?
– La revelación de Lucio Etxe es atractiva. Mucho. Pero no es demasiado fiable: tengamos en cuenta la excitación del momento, la oscuridad, ¿y cómo construir algo sobre una nebulosa visión de hace diez años?… Escucha, nena: ¿qué lugar elegiría Lucio Etxe para matar a alguien? ¡La playa, su playa! La conoce palmo a palmo, la quiere, no tiene secretos para él: sus ruidos, sus vientos, el ciclo de sus mareas, los hábitos de los pescadores que la frecuentan, sus peñas… Quien encadenó a los gemelos pudo ser este hombrecillo desamparado y pusilánime. Aceptando esto, la historia que nos ha endilgado sería pura filfa: los gritos que oyó a su llegada a la playa y que le llevaron a la peña de Félix Apraiz, sus inútiles intentos por desencadenar a los gemelos, la cabeza de Leonardo totalmente sumergida, la desesperada petición de Eladio para que buscara ayuda, su carrera hasta la herrería de los Zalla y su regreso con ellos, la liberación del superviviente… ¡Todo, una invención muy novelesca!
– Me parece que estás muy mal -afirma Koldobike moviendo la cabeza-. Y la culpa es de la paliza. Voy a despejar el sofá que tenemos en el cuartito para que te tumbes como Dios manda hasta que anochezca y tu hermana encienda velas en casa… ¿Dónde te duele?
– En el costado de babor.
– También traeré linimento de friegas. Ahora, mejor si te callas.
– No me tocaron las cuerdas vocales… Félix Apraiz: aunque en su peña se cometió el crimen, ¿quién le cree más sospechoso por ello? Es un nuevo hecho el que le convierte en más sospechoso que otros: el matrimonio no ha olvidado la noche fatídica. ¡Han transcurrido diez años y ambos la siguen recordando punto por punto! ¿Por qué? Félix Apraiz padecía insomnio y salió al campo a recuperar el sueño. Ocurría muchas veces. Pero aquella noche parece que fue distinta, porque un hombre había sido muerto en la playa. Tanto ella como él me confesaron que fue el crimen lo que hizo inolvidable la noche, pues Elixane Garro pensó que su marido «tuvo ocasión de matar», zozobra que al parecer aún no ha desterrado. En cuanto a Félix Apraiz, confiesa que este mal pensamiento de su Elixane también le atormenta desde entonces. Pero quizás obtengamos la verdad con un leve cambio: si el marido, en vez de ser sólo sospechoso, adquiriera la categoría de culpable. Entonces, a la zozobra de diez años había que llamarla culpabilidad pesando dolorosamente sobre la pareja.
– También a tu lengua le convendría un descanso -dice, mientras me empuja al sofá.
– ¿Y qué me dices de los herreros? ¡Buena pareja el padre y el hijo! Aunque Tomasón no debe haberse roto mucho su cabeza para soltarme la historia que su padre Antimo contó en 1935 a la policía y al pueblo. Corrieron a la playa…, ¿qué otra cosa podían hacer? Aserraron el collarín de Eladio…, ¿qué otra cosa podían hacer? Etxe no sólo los había llamado sino que los veía aserrar. Quizá pudieron salvar a Leonardo, aunque tenía la cabeza bajo el agua. Quizá, premeditadamente, dilataron el tiempo (ocho lentas pasadas de sierra en vez de las cuatro necesarias; ¿cómo iba a advertirlo el ignorante Etxe?). Si bien resultaría peligroso alargar demasiado el tiempo, y la cadena, al fin, hubo de acabar seccionada. ¡Los eslabones no hablan! Pudo tratarse de la segunda salida aquella noche de Antimo Zalla y de su hijo; al menos, del padre. De modo que Lucio Etxe no lo habría sacado de la cama sino del chorro del grifo refrescando su cogote, pues matar debe de producir mucho sudor. ¿Y el hijo? Habla el padre y chitón. Sería colaborador.
– ¿Y crees que no se te da el soñar despierto? -dice Koldobike, alejándose para atender a un cliente que luego se marcha sin comprar nada.
Koldobike ha salido echando la llave y dejándome encerrado para que nadie me moleste. Lo primero que hago es cambiar de postura. Me levanto y parece que los huesos recuperan su responsabilidad. Les ayudo echando a andar. Mis pasos miden por tres veces el largo-de la librería, desfilando otras tantas ante la sagrada Sección. ¿Les bastaría a ellos con los datos que ya poseo?
Me siento ante la mesita roja de Koldobike cediendo a la protesta de mi esqueleto. Dicen que los golpes duelen más con el tiempo.
Una figura acaba de recortarse al otro lado del cristal de la puerta. No presiona el picaporte, no golpea con los nudillos y no hay duda de que me ha visto. Se limita a estar ahí, a que yo le vea; es decir, me está permitiendo tomar, sin presiones, una decisión. Por su estatura y su boina creo que es don Manuel, el maestro. Si le falta algún libro para la escuela ha venido en mal momento. No tengo más remedio que abrirle.
– Hola, don Manuel.
– ¿Qué hay, Sancho? Antes he visto a Koldobike por la calle y así puedo…, esa chica va un poca rara, ¿no?…, puedo hablarte a solas.
– ¿A solas? -Don Manuel es alto y más bien flaco. Sus alumnos le llamábamos Lapicero. Me dio clase desde los siete a los catorce años, y le recuerdo con más carne que hoy; será cosa de la guerra. Un hombre, si es maestro, nunca podrá presumir de digno y justo si antes no ha merecido estas calificaciones de sus alumnos. Don Manuel las mereció-. ¿Quiere sentarse?
No quiere. Me pasa el brazo por los hombros, en uno de sus viejos gestos fraternales, y me lleva junto al biombo. Tampoco aquí se sienta.
– ¿Cómo están ama y la hermana?
– Bien. ¿Y usted?
Se limita a toser.
– Me llega que estás sacando del olvido el asunto de los gemelos Altube. Me costó creerlo: tú, un civil sin lazos de sangre con ellos ni, posiblemente, de amistad… No, no te critico, sólo estoy asombrado. No me parece mal. Al contrario… Vivimos malos tiempos, unos de los peores para nuestro pueblo. Nos humillan, nos matan, persiguen nuestra lengua; es un milagro que no hayan sido ellos los interesados en buscar al asesino de ese hijo de Roque Altube. No es suficiente la terrible saturación de muertos, pues ahora se trata de un muerto diferente, no sólo un hijo de Roque Altube Uribe Gaztañerrota sino un asesinado en un Getxo aún sin guerra, sin invasión franquista… ¿Sabes adónde quiero ir a parar?… ¡Lo mató alguien de entre nosotros! ¿Quién? Se supone que otro vasco. Y aquí está el peligro: no pudo ser un vasco…, si bien en Getxo la inmensa mayoría lo somos. Pero también los hay de fuera, no vascos. Y hubo de ser uno de éstos. Porque, Sancho, los vascos no somos de matar, y menos de ese modo.
Es una cuestión que me queda lejos, pero la expresión del hombre que tengo delante está casi desencajada. Me atrevo a indicarle:
– Por un simple cálculo aritmético, las probabilidades de que…
Me corta:
– Aquí no cabe la ciencia sino el sentimiento de lo que somos.
– Según usted, deberé sospechar sólo de gente sin sangre vasca-Don Manuel ha avanzado demasiado y creo que así lo entiende. En su mano aparece un pañuelo blanco, se suena en seco y lo devuelve muy despacio al bolsillo de su pantalón.
– Me asombra que ellos no se te hayan adelantado -dice-, disponiendo de esta gran oportunidad. Ahí es nada:
¡vascos matándose entre sí! Por suerte, tú pondrás las cosas en su sitio. -Hace una pausa para mirarme a través de un parpadeo-. ¿Por qué?… Sí, eso exactamente: ¿por qué?… Supongo que no por sustraerles el placer de embarrarnos.
Si he tenido que confesar a otros mis razones, ¿por qué no a quien mejor las entenderá, por haber sido mi maestro de literatura?
– Estoy escribiendo la novela de este caso criminal.
Tarda en exclamar: «¿Escribiendo?», para añadir:
– Sí, claro, lo recuerdo, sacabas muy buenas notas en redacción, se te daba bien. Tenías buen gusto, buena letra. En tus resúmenes de lecturas tenías ideas, te ponía buenas notas.
– Son ideas, precisamente, las que me faltan.
Nunca le molestó que le llevásemos la contraria. Su cerebro trabaja bien, porque me dice:
– Acatar la dictadura de la realidad. Es decir, escribirla… ¡Ah!, recuerdo que ya escribías antes. Novelas de misterio. ¿Qué ha sido de ellas? Me pasaste a leer una. -Su expresión se agrieta-. ¡Dios mío! ¿Soy yo el culpable de…? Le di una puntuación muy baja. Hablé contigo y no dulcifiqué mi opinión. Algo he leído de novela de aventuras, policiaca… o como se denominen. La tuya me aburrió. Esperé nuevas visitas del antiguo alumno con nuevos originales, pero no volviste más. Luego supe que seguías escribiendo, por suerte para ti. Quizá no fui justo.
– Sí que lo fue. Tengo escritas dieciséis novelas, todas devueltas por las editoriales. Todas.
– Ha de ser duro. Lo siento. -Estoy seguro de que no se le ha pasado por alto el aspecto de mi rostro, pero sólo ahora me lo toca levemente con dos dedos. Me pregunto si este roce de pieles se produjo alguna vez en otro tiempo, o cosas así ocurrían de modo natural. ¿Cuándo dejamos atrás y para siempre estos contactos entre vertebrados que no son ni siquiera caricias y ya nunca olvidamos?-. ¿Estás haciendo realismo de novela negra? ¿Dónde te has metido, Sancho?
– Soy un miserable, provoco las cosas para vivirlas desde dentro de ellas y luego escribirlas. Ignoro lo que saldrá, pero no sé hacerlo de otra forma. Aunque puedo jurar por lo más sagrado que cuanto sale de mi pluma puede ocurrir…, porque ya ha ocurrido.
Don Manuel se queda atónito, sólo repite: «Es curioso, curioso…». Saca otra vez el pañuelo y se suena. Luego tose. Es la primera vez que deja de mirarme.
– ¿No es la imaginación un camino para mostrar la realidad? -digo-. El destino de la imaginación no puede ser otro que la realidad; otra cosa es la fantasía. Sólo que yo he encontrado un atajo.
Don Manuel se precipita a cortar unas sentencias innecesarias:
– Claro, claro, Sancho, estoy contigo, la literatura es inagotable… Escucha: no quiero amargarte, pero debes conocer un pensamiento que vive conmigo desde hace años. Exactamente, diez, diez años. Desde ese mazazo en la playa a nuestra comunidad, incluso a nuestro pueblo. -Estoy seguro de que no flaquea por él sino por mí-. No hay criminal. Fue un mal cálculo de ellos mismos.
– No le entiendo.
– Los gemelos lo planearon todo. Quisieron aparecer ante nosotros como víctimas, enternecer nuestros corazones. ¿Por qué? Hasta ellos mismos comprendieron que llevaban demasiados años agrediéndonos con sus actividades, como inmisericordes depredadores, y que Getxo estaba a punto de estallar.
Es lo último que esperaba oír en este caso, incluso en este mundo. Reacciono con las únicas palabras que pueden justificar este sinsentido:
– Usted, con tal de vaciar a esta tragedia de cualquier asomo de criminalidad… A veces, hay que aceptar las cosas, aunque no nos gusten.
– Sé que cuesta creerlo, a mí también me costó… Sí, Sancho, te aseguro que me costó. Sólo ellos podían haber tramado algo tan endemoniadamente laberíntico. Tanto, que les falló: había de romperse por algún punto semejante estructura tan ingeniosa pero a merced de veleidades tanto atmosféricas como humanas.
Le replico, sencillamente, que no sé de qué me está hablando. Pero él ha tomado carrera y perdido toda medida:
– Le he dado muchas vueltas, diez años de vueltas… Matar es fácil, incluso a dos personas a la vez. Existen métodos directos bien conocidos. Directos. Ellos eligieron uno, muy complicado. Sus negocios, empresas comerciales, asociaciones y demás fueron siempre chapuceros, se diría que medraban con el embrollo. Ah, pero su plan para enternecernos era todo menos chapucero… Escucha: se trataba de simular que los habían encadenado a esa peña para que se ahogaran y que, en el último momento, eran salvados por un alma caritativa que pasaba por allí. ¿Quién? ¿Quién te viene a la cabeza, Sancho? ¿Quién pisa la playa todos los días el primero y, lo que resultaba fundamental, «a la misma hora»? ¡Etxe! ¿Quién, si no?… Eladio y Leonardo, que le esperaban, llamaron su atención gritándole desesperados. Lucio Etxe llega a ellos, quiere salvarlos tirando de las cadenas, sin éxito, y finalmente obedece unas órdenes a gritos y salva media playa y la cuesta en busca de los Zalla, que rescatan de la peña a Eladio vivo, y a su hermano muerto…
– Todo eso es bien sabido de todos.
– Otro retraso y hubieran sido dos los cadáveres.
– No sé adónde quiere ir a… ¿Retraso? ¿Qué retraso?
– Retraso o adelanto. Retraso de Lucio Etxe o adelanto de la marea por culpa del viento gallego. -Vivía la gloria del científico que revela por primera vez su gran descubrimiento-. Lo tenían perfectamente estudiado, se divertirían tanto como maquinando uno de sus gatuperios. El centro sobre el que giraba todo era Etxe, la hora de Etxe, las cinco de la madrugada. A los gemelos les llevaría días o semanas hacerse con la medida de los tiempos…
– ¿Qué tiempos? -le pregunto, y no soy capaz de ocultar una sonrisa. Bueno, también me pica la curiosidad por conocer a qué extravagancia era capaz de recurrir.
– Dos tiempos: antes y después de Etxe. Aunque la cuenta tuvieron que echarla hacia atrás: después de Etxe y antes de Etxe, en este orden. Después de Etxe, el tiempo que a éste le llevaría ir y regresar de Cuatro Caminos, ahora con los herreros. ¿Sesenta minutos? A lo que había que añadir otro tiempo: el que los Zalla tardaron en aserrar las cadenas. ¿Quince, veinte minutos, considerando la pequeña tempestad de olas que les golpeaba? Nos ponemos en setenta y cinco u ochenta minutos… Ya acabo… Este tiempo, el segundo, lo confrontaron con el primero, la marcha hacia arriba del agua, y así supieron qué tiempo habían de conceder a la marea para que alcanzara sus cabezas… Pero algo les falló.
– Todo eso, sin criminal.
– Sin criminal. Y lo siento, porque tu narración se queda sin un final novelesco.
– A pesar de todo, tendría un final: a Eladio Altube se le acusaría de asesinato por imprudencia…, suponiendo que exista esa figura en las leyes de Franco, cosa que no creo.
– No existe. Aún rigen en esta posguerra leyes de guerra, donde unos matan sin matices y otros son sentenciados a muerte en juicios sin defensa. -Me mira, relajado-. Sí, tendría un final: un vasco que no tuvo intención de matar.
No tengo más remedio que alterar su sosiego.
– Eladio Altube ha sufrido dos atentados después de aquél.
Don Manuel se quita la boina y sopla sobre ella cuidadosamente. A pesar de que apenas rebasará los cincuenta años, su pelo ya tiende al blanco.
– No quiero insistir. Veo que has tomado muy en serio tu novela y deseo sinceramente que la acabes con bien. Este pobre maestro bendice de antemano tu final, sea el que fuere. Es como si encargara a mi antiguo alumno un complicado ejercicio de redacción…, una razón de más para seguirte. -Se cala la boina con la soltura de los que saben que siempre les caerá bien-. ¿Tiene que ver con todo esto lo que le he visto a tu empleada? -Me acaricio mecánicamente la corbata desanudada-. ¡Ah! Que yo recuerde, jamás usaste ese trapo. -Se vuelve y se aparta de mí por primera vez hasta detenerse ante la Sección, cuyos lomos recorre con la vista y con la punta de los dedos-. ¿Por qué no? Ellos no se atrevieron a tanto como tú, Sancho. Ellos crearon la realidad que veían, endureciéndola o dulcificándola. Tú secuestras la tuya. ¿Qué se siente al ver pasar bajo la pluma tanta vida auténtica? Hay libros que estallan ante los ojos y el tuyo será uno de ellos… ¿Ando descaminado? -Vuelve el rostro para mirarme un segundo, pero obvia mi respuesta y sigue con lo suyo-. Como no podía ser de otro modo, vestían a lo americano, a lo yanqui, si quieres. Y si alguien, tú, enamorado de alguna de sus manifestaciones necesita trasplantar la receta… Otros nos reafirmamos en lo nuestro con kaikus, abarcas y boinas.
– ¿Le suena bien Samuel Esparta?
Me mira otra vez, parpadea y sonríe.
– Para Getxo, mejor que Sam Spade. -Salva los cuatro pasos que le separan de mí-. Espero que, en esta ocasión, el hábito haga al monje… No eches en saco roto mi teoría sobre los gemelos. Incluso a mí me fascina, aunque no fuera la acertada. Pero sí es la acertada. Yo sólo la he deducido, sus inventores fueron ellos. ¡Es brillante y redonda! Me cuesta creer que el final de tu novela pueda ser otro. -Sus ojos realizan un preocupado recorrido por mi cara-. Cuídate del exceso de realismo.
Su espalda cansada se dirige pesadamente hacia la puerta, que abre, y el clin-clon de la campanilla me llega con su despedida:
– Si algo no marcha en tu redacción, poco podrá hacer tu viejo maestro, que se estancó en la simple traducción al euskera del Quijote y en lo que sabía hacer Cervantes: imaginar. Tú acude a esos americanos. Agur.