175402.fb2 S?lo un muerto m?s - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

Cadenas

A cuatro pasos de la librería me aborda Luciano Agui…

– ¡Vaya cara que me ha puesto tu empleadita! Parece mujer de armas tomar. Se me han quitado las ganas de esperarte dentro.

– ¿Cuándo empezaste a llevar gafas negras?

– ¿Eh?… Espera… Creo que dos años antes de la guerra, en Valladolid… A ti también te han impresionado, ¿verdad? Ayudaban mucho en los enfrentamientos callejeros con el rojerío. Me las quité y me las he vuelto a poner.

– En una novela hay que contarlo todo -digo-. Por ejemplo, hay que contar tu presencia en la playa aquella noche del crimen. Es un dato que mejorará tu novela sobre la mía, porque yo no estuve. ¿Lo escribirás?

Mis palabras le llenan de felicidad.

– Gracias por tu consejo, Samuel. Es Samuel, ¿no?… Gracias por tu confianza en mi capacidad para escribir novela: te veo inclinado a romper barreras entre nosotros.

– Será una gran escena, realismo puro. Te envidio por haberla vivido. ¡El narrador testigo del ir y venir de sospechosos la noche crítica! O más que sospechosos…, ¡quizás el crimen se cometió ante tus propias narices y escondes en la manga el nombre del culpable! Estarías jugando con ventaja.

Se quita las gafas para mirarme mejor.

– Oye, ¿es una trampa narrativa de las habituales en el género? -Me dedica un guiño-. Sóplame lo que debo decir ahora para que tu escena quede a tu gusto. Lo quieras o no, estás metido en mi novela.

– Estuviste o no allí…

– Es algo que me pertenece. Soy un aprendiz, debo guardar bien todas mis perlas. Pero soy agradecido y te paso esto…

Saca de un bolsillo de su camisa azul varias hojas dobladas y las pone en mi mano, alejándose de inmediato, como si temiera mi lectura y mi juicio.

Lo primero que hago al pisar la librería es rescatar de mi bolsillo esos papeles que guardé, y me bastan las tres primeras líneas para saber que hablan de Tomasón Zalla y de su hijo: entró en la herrería nada más salir yo.

– Cincuenta y dos con setenta y cinco -canta Koldobike, metiendo la cantidad en un sobre, que me entrega.

Es la caja del día.

– Dudo sobre el paso a dar mañana.

– Descansa. Duerme. Todo lo encontrarás igual después de un par de días… ¿Cómo te ha ido con don Julio?

– Medio Getxo estuvo en la playa aquella noche: Antimo y su hijo, Lucio Etxe, Luciano, y ahora entra el médico, por no mencionar a Eladio y Leonardo Altube. Una romería. El único ausente fui yo.

– ¿Qué hay del médico?

– Estuvo allí y no vio nada.

– A lo mejor no había nada que ver cuando llegó, todo estaba ya hecho.

– A lo mejor. Pero tenía que flotar en el aire de la playa alguna vibración, un aroma especial, una electricidad, el eco perdido de unos gritos… Y la playa, que lo vio todo, también calla.

– Las playas no hablan. Si hablaran las habitaciones, los bosques, las calles, los cementerios, incluso los gatos y los loros, sobraríais los investigadores privados.

La luz en que se mueven ama y Elise en casa no es de bombilla sino de vela. Elise sale a mi encuentro en el pasillo portando una, que acerca a mi rostro.

– Me ha visto el médico -la tranquilizo.

– Gran noticia. ¿Y ha visto tu cara?

– La tuvo delante.

– ¿Y?

– Que siga su curso.

– Ama dice que a ver qué te pasa, que te ve poco.

– Y con velas me verá menos.

La saludo en la cocina con un beso en la frente y me pregunta si he comido. La confundo corrigiéndole: «Ama, será si he cenado». Queda suspensa, y como cada vez confía menos en su cabeza, musita sin mucha convicción: «Sí, será eso». Y yo concluyo, haciéndola feliz: «No, no he cenado aún, ama. A eso vengo».

Cenamos porrusalda y leche. Elise, mi hermana mayor, que llevaba veinte años sin acostarme, hoy me acompaña por segunda vez a la cama y nos sentamos en ella.

– Me vas a decir en qué andas metido -me pide-. Nadie me ha contado nada, pero no soy tonta y me llegan cosas.

Sus dulces ojos azules consiguen en segundos que mi tensa arboladura se desplome en una calma chicha de fin de singladura.

– Siempre me animaste a escribir…

– Te gustaba.

– Pues ahora estoy escribiendo de verdad.

– ¿Saltando de una punta a otra del pueblo?

– Ahora escribo la vida. La tenía tan cerca y me empeñaba en inventarla.

Sí, le confieso todo; si hay alguien que se lo merece, es ella. Naturalmente, se asusta.

– Los crímenes son cosa de la policía.

– Y de escritores que necesitan un buen tema.

La contemplación de su cascada rubia no sólo me calma aún más sino que estoy a punto de caer en la ignominiosa pregunta de si algo tan auténtico mejoraría más mi trabajo que lo que tengo en la oficina.

– Lo único que has sacado hasta ahora es una paliza.

En vez de explicarle que cosas así le vienen bien a mi novela, le doy un beso en la mejilla. Nos ponemos en pie y Elise abre mi cama con la ofrenda con que se abre una cuna, y toma la puerta con la recomendación: «Ten cuidado».

Al desnudarme, de un bolsillo del pantalón sale un crujido de papeles: es el texto de Luciano.

En los avatares de la vida, y más en una épica policiaca como la que este que firma ha emprendido, quien hasta hoy había velado por la patria desde los más altos luceros, puede toparse con sorpresas inauditas como la de descubrir en pleno poblacho vasco nada menos que la fragua de Vulcano, el gran dios del fuego ardiente en el momento en que me dispongo a sacar la verdad a un tal Tomasón y a su hijo Jacinto. ¿Qué han pretendido los hados enfrentándome a estos gigantones capaces de doblar hierros con sus manazas?

Están sucios, tienen caras de criminales. Nada me extrañaría que hubieran matado a ese Leonardo Altube, quien seguramente es un vasco que está mejor muerto que vivo. Pero un fuerte impulso me arrastra a desfacer entuertos. Sí, como don Quijote, y para remontarme a las raíces de esta singular aventura, ayer me leí, con la paciencia de Job, todos los viejos informes de la policía de Guecho y de algún juez de la bien fenecida República, del año 1935, acerca de personas interrogadas o investigadas, todas sospechosas de haber atado una noche a esos gemelos Altube a una peña de la playa que llaman de Arrigunaga para que el mar, en su ascensión, los ahogara.

Al fondo de la herrería, recortándose en las llamas de Vulcano, están las dos figuras.

– Vengo a vosotros en busca de la verdad. ¿Quién mató al gemelo? Dispongo de medios, bien probados por mí no ha mucho, para haceros hablar.

– ¿Otro? -brama uno. Y añade-: Y éste, peor. ¿Y cuándo hacemos los trabajos?

Despierto con el brazo colgando fuera de la cama, la mano sobre los folios que no acabé en el suelo, porque precipitaron mi sueño, y consumida la vela de la mesilla. Al recoger los papeles compruebo que me faltaban ocho por leer; el sueño vino en mi ayuda.

Hoy, a Elise le tocaba coser fuera, en casa particular, y el dormilón de su hermano no la ve cuando se levanta. Bajo luz natural y con ama tomando posesión de todos los rincones, mis viajes por la casa son más bien furtivos.

Llego a la librería pasadas las once, y esta vez encuentro a Luciano dentro. Está leyendo, de pie y frente a la Sección, uno de sus títulos, que devuelve precipitadamente a su hueco en cuanto me ve. Koldobike se encoge de hombros y me lo señala con un gesto de impotencia.

– ¡Noticia, Samuel! -prorrumpe el tipo viniendo hacia mí-. ¡A Joseba Ermo le han abierto esta noche la cabeza y robado las cadenas que guardaba en su ferretería!

«Las cadenas, otra vez», pienso. Koldobike y yo cruzamos nuestras miradas, y es como si encontrara en sus ojos una revelación.

– Creo que se está moviendo algo -digo, sin dejar de mirarla-. ¿No lo comprendes? Hasta ahora sólo fue ir de aquí para allá y hacer lucubraciones. El criminal se encontraba muy cómodamente agazapado. Pero acaba de salir para mover ficha. ¿Por qué?

– No vueles, no vueles -dice Koldobike apartando los cabellos que le tapaban un ojo-. Al fin y al cabo, son cadenas que, a peso, tendrán su valor. Y ladrones hay en todas partes.

– ¡Son el arma del delito! Joseba Ermo las tenía bajo llave y el asesino las ha hecho desaparecer.

– En ese robo está la mano del asesino, ¿verdad, Samuel? -interviene el camisa azul.

– ¿Y las hace desaparecer ahora, después de haberlas tenido diez años muertas de risa? Yo también suelo tirar cosas viejas a la basura -argumenta Koldobike en su habitual papel demoledor.

– ¡Porque sólo ahora se huele algún peligro! -exclamo.

– ¡Nosotros somos ese peligro! -se atreve a soltarnos el tipo.

Me vuelvo a Koldobike.

– Y ésta es la pregunta, muñeca: ¿qué nos pueden decir esas cadenas? ¿Qué coño nos pueden decir?

– ¿Muñeca? -repite el azul.

– ¿Dónde está Joseba Ermo? -le pregunto-. ¿En el hospital?

– Hace minutos abrió su ferretería con un duplicado de la llave.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Eladio Altube me lo ha contado en su granja cuando he ido a…

– Sí, ya conozco vuestros negocios. -Me vuelvo otra vez hacia Koldobike-. He de ir a esa ferretería ahora mismo.

– Te acompaño -dice el falangista. Y añade, al descubrir mi mirada-: Te he traído la noticia…, ¿no merezco algún gesto por tu parte?

Me seguiría a cincuenta metros, en cualquier caso; necesita revolotear a mi alrededor por si desprendo algún polvillo negro aprovechable. No puedo evitar compadecerle, considerando que yo también procedo de un nivel tan ínfimo.

Luciano se apresura a abrir la puerta, esperándome en la calle, pero Koldobike me sujeta de la manga.

– A Joseba Ermo le han dado un sartenazo en la cabeza, como a los gemelos -dice.

– Los criminales repiten sus métodos.

– Alguien asegura que, a lo mejor, los gemelos se golpearon a sí mismos, y si ahora Joseba Ermo se ha atizado en su propia cabeza, habrá que pensar que a los de Getxo nos gusta esa diversión. Eladio, Leonardo, Joseba…, ¡buenas piezas los tres! ¿No es curioso que aparezcan juntos ahora?

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– Mira bien si el chichón de Joseba Ermo es de pega, y aprovecha la ocasión, ya que no pudiste ver los de los gemelos. Lo único que te digo es que abras bien los ojos: a lo mejor, Joseba Ermo se ha robado esas cadenas a sí mismo. Camino de la ferretería, Luciano me envía su asombro: -Oye, esa chica tuya es un lince. Tendrías las cosas más claras si fuera ella la que te escribiera la novela… ¿Cuánto le pagas?