175402.fb2
Joseba Ermo Azkorra es de los Ermo de La Venta. Componen un clan cerrado, aunque no todos duermen en ella. No pasa de los sesenta años, rostro chupado, poca carne en su cuerpo y ojos demasiado vivos. Es de los que en la guerra denunciaron a republicanos y nacionalistas, y algunos fueron fusilados. Getxo lo desprecia. En el 37 encaminó a una banda de falangistas a la casa de Simón García, maestro de Las Arenas, al que dieron el paseo juntamente con su hijo de dieciséis años. Joseba Ermo se quedó con la casa, Gurbietaena, que el resto de la familia hubo de abandonar.
En la huerta de Gurbietaena no dejaba de crecer una gran higuera cuyos frutos empezaron a ser robados por la chiquillería con el cambio de dueño.
El falangista y yo lo vemos sentado en una banqueta, los codos sobre el mostrador y agarrándose con ambas manos la cabeza envuelta en vendas. Eladio Altube y el joven empleado atienden a sendos clientes.
– ¡Cojones! -exclama Luciano-. Parece que vienes de la guerra.
– A poco más me mata el muy cabrón -suspira Joseba Ermo.
– ¿Te has vendado tú solo? -digo, inclinándome sobre la cabeza para rozar con el dedo una venda enrojecida.
– ¿Yo? ¿Cómo, si recobré el conocimiento en el hospital de Basurto de Bilbao? Lo único bueno de todo esto es que no me cobraron.
Tiene toda la pinta de ser algo auténtico.
– Ya te cobrarán por otro lado -gruñe Eladio.
– Seguro -dice el cliente-. No me gusta ninguna de las limas que me has enseñado. -Mira a Joseba Ermo-. Que se te cierre pronto. -Y se va.
– ¿Quién era ése? -exige saber Luciano.
– Fidel, de la familia de los Camisones -informa Eladio.
– No quería comprar nada, sólo quería ver su trabajo. ¡Es el agresor!
El silencio, incluso del herido, arrincona al investigador azul.
– Te han dado una hostia de primera división -dice Eladio soplando la cumbre del cráneo.
– Quita, que hasta el aire se me clava -protesta Joseba Ermo.
– Deberías ir a casa y meterte en la cama -le aconsejo. Aunque vive solo y acaso sea compañía lo que más necesite-. Nos gustaría saber cómo ocurrió. ¿Te quedan fuerzas para hablar?
– El muy maricón… Sólo para robarme un poco de chatarra.
– Algo más que chatarra: las cadenas que usaron para… -empiezo a puntualizar, pero él me corta:
– Sí, esas cadenas y otra cosa, unos cuantos tornillos.
– Ese ladrón iba sólo a por las cadenas -insisto-, lo demás era puro disfraz.
– Tanto trabajo por unas miserables cadenas y unos tornillos… ¿Por qué?
– Por la misma razón por la que tú las guardabas bajo
llave… después de haberlas robado en la playa. -El rostro de Joseba Ermo se transforma en una máscara de piedra-. Puede convertirse en un tesoro macabro y famoso cuyo precio crecería con los años.
– Tal para cual -ríe Luciano.
– Vamos, cuéntanos -dice Eladio Altube.
Joseba Ermo despega cuidadosamente los codos del mostrador, endereza su tronco y gira todo él, excepto el cuello, sobre la banqueta, y sólo entonces vuelve el rostro, con gesto de dolor, hacia nosotros.
– Cabrón, cabrón, cabrón… -gruñe, con los ojos cerrados, tomándose un tiempo para probarse en la nueva postura. Ahora los abre y nos mira-. Con un yunque hubo de arrearme. Yo estaba anoche sentado a la fresca en Gurbietaena -nombra el viejo caserío sin ningún pudor-, cuando oigo pasos y me vuelvo… ¡y de pronto todo negro!
Septiembre es tiempo de higos, y los de Gurbietaena habían dejado de ser respetados. Todo el mundo sabe que Joseba Ermo pasa las noches junto a esa higuera, haciendo guardia.
– ¿Qué llaves te robaron? -pregunto.
– Todas las que llevaba en el bolsillo, el mazo entero.
– Pero al ladrón sólo le interesaban dos cerraduras: la de la puerta de la ferretería y la del almacén interior de chatarra, ¿no es así?
– Hombre, chatarra, chatarra… -protesta Joseba Ermo. -Chatarra -afirma Eladio Altube. Se dirige a todos-: Los desechos de la ferretería y la chatarra que trae de fuera, todo acaba en ese agujero.
Oigo un roce y descubro a Luciano escribiendo con su lápiz duro en un cuaderno sobre el mostrador. Me mira y se encoge de hombros, como enviándome que su sistema de escribir una novela no es el mío. El cliente del empleado joven toma la puerta sin despedirse y con un paquete.
– ¿Y qué ha sido de esas llaves? -pregunto.
– Me las encontré en esta misma banqueta al volver del hospital.
– ¿Cómo estaba la puerta de la tienda?
– Abierta. ¿Cómo, si no, estamos aquí?
– Un ladrón considerado.
Luciano llega hasta Joseba Ermo, le mira fijamente a los ojos y le grita:
– ¿Olía a tabaco cuando entraste? ¿Era de puro o de Celtas? -Ha visto muchas películas policiacas convencionales.
Los tres nos volvemos al oír a Eladio Altube hablar desde la puerta:
– Hace un rato, al coger el picaporte, me llamaron la atención unas fuertes raspaduras que antes no había…, o eso creo.
Luciano y yo nos acercamos a él y, efectivamente, la chapa exterior de la cerradura muestra unas hendiduras que brillan como sólo lo hacen los metales recién heridos.
– Sin duda, a la llave le costó acertar con su agujero -comento-. Pulso tembloroso, desconocimiento del terreno que pisaba, una diana que se le resistía… Nervios, nervios. Suponiendo que las marcas sean de esta madrugada.
– Lo son, lo son, yo también las he visto -oímos a Joseba Ermo, que no abandona la banqueta-. No contento con robar, me destroza el mobiliario. ¡Claro que yo también las he visto! ¿Qué le he hecho yo a ese cabrón?
Está claro que el criminal se ha visto obligado, ¿por qué?, a romper su retiro, y este movimiento ha consistido en el hurto de las cadenas. ¿Qué teme que me digan si caen en mis manos? ¿Debo pensar que se ha iniciado un duelo entre él y yo?
Creo que en esta tienda nada queda por rascar. Regresaré para cambiar impresiones con la de siempre. No me fío de ninguno de estos personajes, y del que menos del camisa azul; escribe y escribe en su cuaderno, pasa hojas y hojas, sospecho que anota incluso el color de nuestro aliento.
– Soy tan desgraciado que, en vez de perder un cliente, como suele ocurrir, pierdo una mercancía que me la iban a pagar a precio de oro. Un año llevábamos don Luis Federico Larrea y yo regateando.
Ha sido la voz de Joseba Ermo. Al oír el nombre de Luis Federico Larrea no tengo más remedio que detenerme.
– ¿Has dicho Luis Federico Larrea?
– Sí, don Luis Federico Larrea, de los Larrea de Neguri. A ése, si le pones boca abajo, no le caen de los bolsillos menos de quinientos millones.
– ¿Quería comprar esas cadenas?
– Venía una semana sí y otra también a darme un toque.
Es lo que me faltaba por oír. Me vuelvo hacia Eladio Altube, que asiente con la cabeza.
– ¿Para qué las quería? A lo mejor te lo dijo.
– Colecciona trastos viejos, recuerdos históricos. Dice que las cadenas son un vestigio histórico. Eso dijo: vestigio. También me contó que está haciendo un mapa de Getxo contando pasos, para saber lo que se camina, para que nadie se canse más que lo justo.
No hay duda, se trata del mismo hombre, es imposible que haya dos tipos tan locos en el mismo municipio. ¿Cabe señalarle como el asesino por desear apropiarse de las cadenas? Ese honor se lo ha robado quien se le adelantó y ya las posee, y no precisamente por pasión coleccionista. Presiento que nunca más volveremos a saber de ellas, que han desaparecido para siempre con su secreto. ¿Qué secreto?
No, aquí ya no queda nada por rascar.
Bueno, y de pronto se me ocurre echar un vistazo a ese sótano particular de chatarra de Joseba Ermo, una de cuyas puertas era la única que le interesaba al asesino, aunque para acceder a ella tenía que abrir también la de la calle.
Nadie parece advertir mi movimiento hacia las tripas del local. Una ferretería es la clase de comercio que trajina con más variedad de artículos. La oferta de esta pareja de socios, el Ermo y el Altube, no será de las mayores -al fin, mostrador de pueblo-, aunque todas sus paredes, hasta el techo, se hallan cubiertas de casillas ocupadas.
No está cerrada la puerta de la trastienda. Cruzo el umbral y piso un pequeño espacio, malamente entarimado, con dos puertas. Empujo la primera y me asomo. Llega hasta aquí algo de luz de la ferretería, que me permite ver un cuartucho-oficina lleno de estanterías destartaladas repletas de viejos y sucios archivadores desbordantes de papeles; una mesa mínima con una silla plegable de cervecera completan el sórdido despacho.
Me vuelvo a la segunda puerta, la empujo y también me asomo: respiro humedad de pozo. Cuando mis ojos se habitúan a la semioscuridad, una escalera de madera de diez o doce peldaños arranca hacia abajo a mis pies, y un lóbrego sótano se extiende más allá de la vista. No sólo huele a humedad sino también a hierro viejo. Hasta las últimas sombras puedo distinguir montañas de chatarra. Aquí permanecieron diez años las cadenas.
– Empezó a traer cargas hace años, porque en aquella campa al aire libre le robaban. -Es Eladio Altube, parado en la boca del sótano y mirándome-. Es un negocio en el que yo no tomo parte. Hicimos un trato: él usa este sótano y yo me entiendo con los proveedores y me quedo con las comisiones.
La pregunta surge de inmediato en mi interior, y es una suerte que las sombras oculten la mirada de Eladio Altube y nada frene mi osadía:
– ¿Sabías lo que tu socio guardaba en este sótano?
– Sí.
– ¿Desde el principio?, ¿desde hacía diez años?
– Desde que las robó de la peña.
No se mueve la sombra que es todo él. Deseo que lo haga para que me sea posible pasar a otra cosa.
– Diez años a un metro del instrumento de horror que mató a tu hermano, recordando por fuerza sus gritos de aquella noche, su agonía a tu lado…
¿Por qué se desplaza en silencio la sombra? ¿Para que yo no siga porque mis palabras pertenecen a un tiempo que él ha dejado atrás y yo lo resucito y de ello también me acusa?
Quiero cruzar la ferretería, abrir la puerta de la calle y salir a respirar el limpio aire de septiembre, pero alguien aparece ante mí: Bidane Zumalabe. Al toparse conmigo se detiene en el umbral, más bien se queda petrificada en estatua, fijando su mirada en mi rostro, y no precisamente en mis ojos. De su brazo caído cuelga una cestita, y ahora recuerdo para qué está aquí.
– Llegas muy pronto -le recrimina su marido.
– Es la una -dice ella.
Un fulgurante toma y daca sin ninguna acritud por parte de la mujer, quien, como ha de seguir su avance, cierra la puerta volviendo atrás la mano y enseguida salgo de su campo de visión. Cubre los seis pasos hasta el mostrador y deja en él su cestillo, sentándose suavemente en la banqueta. Más que cansada, parece no estar aquí. El joven empleado se desliza por el costado del mostrador portando una escalera de mano y, al pasar ante la cestita, hace un guiño a la mujer, comentando:
– Huele muy bien.
Agarrándose con una mano la cabeza y llevando en la otra su manojo de llaves, Joseba Ermo aboca el pasillo, cierra la puerta de su almacén con tres ruidosas vueltas de llave y se reúne con Eladio Altube en un rincón y discuten en sordina.
¿Qué hago yo, inmóvil, a dos pasos de esta puerta? Me correspondía haber saludado a Bidane, pero ni una palabra, ni un gesto. Ella tampoco, ni siquiera me miró a los ojos. De un encuentro tan de sopetón y sometido uno a novedades tan sorprendentes, puede esperarse cualquier anomalía. No me decido a salir, dejando a mi espalda este enjambre de personajes. Ahí sigue Bidane Zumalabe, sentada, esperando. Sus ojos parecen rastrear los rótulos de los cajoncitos que llenan la pared de enfrente. Ignoro por qué, pero me gustaría que Eladio Altube le diera la oportunidad de abrir el cestillo para sacar las viandas; daría cuenta de ellas sin importarle la presencia de testigos, que le verían comer como un triste obrero a la puerta de la fábrica; pura mezquindad de un tipo que ha mercadeado lo suficiente como para adquirir cualquier fábrica.
– Nunca he escrito tan a ras de tierra -oigo al camisa azul a mi lado. No ha soltado el cuaderno ni el lápiz-, aunque me gustaría requisar todo este torrente de vida… ¿De qué has hablado con mi colega ahí dentro? Olvídalo, yo tampoco haría revelaciones a un rival… Por cierto, ¿qué te parecieron las hojas que te pasé? No importa, no importa… Escucha, amigo: jamás habría sospechado que de personas corrientes brotara tanta materia novelesca. ¡Yo, que he hecho la guerra y la posguerra tan cerca de ellas que hasta las mataba! Estas hojas las lleno de vulgar narrativa de arriba abajo. Líneas cerradas apurando los bordes del papel, párrafos entrechocándose, no vaya a ser que deje un blanco por algún rincón…
Me ha bastado recorrer medio pueblo para dar un giro a mis teorías. Es más de la una y media y la librería no está cerrada. Koldobike me espera con la puerta medio abierta.
– He ido a casa de un salto y te he traído una marmita con lentejas. Siéntate, que aún están calientes.
Lentejas.
– Están ocurriendo cosas fundamentales y tan inciertas que cambian de color apenas se dan a conocer, y tú me vienes con urgencias domésticas…
– Andas como una pelota de aquí para allá sin aliento, y hay que alimentarse y respirar. Puedo tapar la Sección para que ellos no te vean comer lentejas.
Veo en la mesa de la oficina una fiambrera abierta y humeante. Me siento y esgrimo la cuchara.
– Su mujer también le lleva a Eladio Altube el pienso del mediodía.
– Come y cuéntame.
– Quizás el criminal no sea el que robó las cadenas, como creímos, y entonces vuelve a cobrar peso la teoría de los gemelos simulando su propio atentado.
Le revelo el gran interés de ese Larrea por las cadenas asesinas para su museo de antiguallas y sus constantes visitas a Joseba Ermo para acordar un precio.
– Alguien se enteró de este regateo y ha tomado el camino más corto.
– ¿Has caído en que ese negurítico, del que poco sabemos, es nuestro moscardón de verano?
Como sin ganas, subiendo la cuchara con carga y bajándola vacía, entregado al ritmo.
– Todo sigue estancado, cuando creíamos haber removido algo.
Koldobike se aleja para enviar a un cliente, a través del cristal de la puerta, que no estamos.
– Por cierto -dice al regresar-, alguien ha preguntado por ti: un tipo con gemelos de oro que ha recibido amenazas de muerte y quiere contratarte para desenmascarar a los malos. -Es su inyección de atmósfera-. Éste, al menos, te pagaría esas cincuenta pesetas diarias más gastos.
– ¿Es de los que vuelven?
– Le he dicho, mascando chicle, que estás muy ocupado salvando el mundo… Y pienso en otro de su cuerda que pudo haber atacado anoche a Joseba Ermo: Txominbedarra. Lleva viviendo desde la guerra en una tejavana en los bajos de Fadura, no lejos de Gurbietaena y de la higuera. ¿Qué hace allí? Sólo se sabe de él que es falangista porque entró en Getxo con un grupo de ellos, pero es el más loco de todos. ¡Ocho años en ese humedal vestido de harapos! Estará haciendo penitencia por sus crímenes. Y, ahora, a su vecino le abren la cabeza. ¿Qué piensas?
– No pienso nada. No me encaja ese Txominbedarra.
Koldobike me trae un vaso de agua del lavabo.
– ¿Y qué hacemos si nadie mató a nadie?
– Sé de un vasco que respirará con alivio. Además, con esta segunda opción, saldría a flote el ingenioso montaje que se inventaron los gemelos. No dejo de pensar que es una obra de arte. Acertaron a coordinar la llegada del madrugador Etxe a la playa con la marea y con el tiempo de un par de piernas corriendo en busca de los herreros y luego con el tiempo de tres pares de piernas regresando para aserrar las cadenas.
– No tan maravilloso, hubo fallos…
– ¡Pero no de ellos, sino de los impredecibles elementos naturales, del albur que siempre corremos por no estar todo escrito! ¿Estaba escrito, por ejemplo, que Lucio Etxe llegara puntualmente aquella noche? Un breve retraso suyo habría reventado el esquema.
Koldobike suspira.
– ¿Sabes lo que te digo? Que, a este paso, serás tú el que se quede sin criminal y por tanto sin novela. Porque el escritor de la Falange cogerá a cualquier desgraciado, lo molerá a palos en comisaría y le hará firmar que ha matado todo lo que haga falta, y tendrá novela… Y también te digo que yo sabía que eras algo romántico, pero no tanto: esa ocurrencia de los gemelos te ha enternecido y así no vamos a ninguna parte. No olvides que Eladio Altube te confesó que siguen atentando contra su vida. ¿Qué más quieres?
– Le conviene airearlo por propia seguridad, para desviar la investigación hacia la línea más trillada: un asesino. En nuestro mundo imperfecto agradecemos la existencia de concepciones armónicas, como una sinfonía o un reloj. El encaje de citas, distancias y tiempos que los gemelos consiguieron -con el fallo que admito, porque no se trataba de dominar la inspiración o los metales sino fuerzas a las que apenas es posible convocar- causa mi admiración, no lo puedo evitar. Es un ajuste de ruedas dentadas que merecía mucho más.
– ¿Como qué?
– Un criminal, un verdadero asesino.
– Pero has de conformarte con la trampa de los gemelos, el gran consuelo de don Manuel. Aunque me parece que tú no necesitas consuelos… Los dos me ponéis los nervios de punta: ¿se os ha ocurrido a él o a ti preguntar al gemelo vivo algo así como: oye, párate un momento y dinos de qué película has copiado ese encaje de bolillos?
– Nos mentiría.
– ¿Te han caído bien las lentejas?
– A lo mejor me doy una vuelta por Basaon.
Koldobike parpadea.
– ¡El padre de esas criaturas, Roque! ¿Quién mejor que un padre para contar cómo son sus hijos? Él te dirá si los ve metidos en esa martingala.
– Al menos, no mentirá. Si no quiere decírmelo, cerrará la boca. No mentirá… Está muy bien eso de encaje de bolillos, me gusta.
Quizás ha sido una decisión demasiado repentina. Confieso que jamás he ido con más desazón al encuentro de una persona. Si es cierta la vieja leyenda de los Patriarcas o Fundadores -y algunos la hacen extensiva no sólo a Getxo sino a todo lo vasco-, y si el sonido Altube perteneció a ellos, la figura y el ser de Roque hacen creíble esa tradición. Con sus ochenta años, Roque Altube es el referente del hombre apegado a la tierra, casi una reliquia de otro tiempo. No obstante, se sabía que, no por años o por aldeano, había tomado parte en acciones muy de nuestro tiempo, como la insólita fundación en Getxo de un sindicato de trabajadores o, incluso, su participación activa en la guerra. Bueno, y encima de todo ello, era el padre de los gemelos, sangre suya la más contrapuesta, dos ramas podridas que nadie hubiera imaginado brotasen de semejante tronco.
El caserío Basaon se levanta en la frontera con el inmediato municipio, Berango. Se puede alcanzar a pie, y así voy, después de haber pedido a Koldobike que me desee suerte.
Es media tarde y pronto me recibe la brisa arrastrando aromas de yerba cortada, higos y manzanas. Avanzo por estradas y senderos hasta una pequeña colina en cuyo alto se levantan las viejas paredes sosteniendo el gran tejado rojo a dos aguas, en cuyos aleros muchas tejas están pidiendo una reposición.
Accedo a Basaon entre dos campos de tallos amarillentos de maíces en pleno desahucio. El silencio y la soledad se rompen al doblar una esquina y toparme en el portalón con un grupo de personas sentadas en círculo alrededor de una montaña de mazorcas, desgranando la borona. Interrumpen su cháchara al advertir la inesperada visita.
– Hola, buenas tardes -toso.
– Hola.
– Hola.
Sólo me han respondido dos, dos mujeres, que identifico, no sin riesgo, con Madia o Magda y su hija Cenobia, ayudado por el urgente cuadro familiar que acaba de actualizarme Koldobike.
– Perdonen. Desearía hablar con Roque.
Es que no está en el grupo.
– Caruso, co-corre a bu-buscar a catite -ordena una mujer de unos cuarenta y cinco años a un chaval en edad de primera comunión. Serán Cenobia, la tartamuda, y su hijo Caruso, no tenido de su marido, Manolito, con quien la casaron, sino de un Flecha Negra italiano en la guerra.
El grupo regresa a sus maíces con menos resolución, menos ruido, y sorprendo furtivas miradas a mi corbata.
Getxo aún ignora si Madia o Magda, la mujer de Roque Altube, es Madia o es Magda; algunos juran que el propio Roque tampoco lo sabe, que incluso le han oído contar que al llamarla Madia o Magda le parece tener dos mujeres, y que al decirlo sonríe pícaramente.
Ahí descubro la expresión simple de Manolito. Hay una mujer, la que me mira con más descaro, que debe de ser Anastasia, la hija soltera. A su lado, la única que sonríe será Antonia, la novia que esperó seis años al otro hijo de Roque, Pelayo, a quien soltaron no hace mucho del batallón de trabajadores y se casaron.
Bueno, y aquí está ya Roque Altube, rescatado de sus trabajos en la huerta, secándose la frente con el antebrazo de su camisa de cuadros. A varios metros le siguen Pelayo y Caruso. Roque Altube me contempla con la misma naturalidad que si me hubiera estado esperando.
– ¿Qué hay?
En su voz poderosa advierto, sí, cordialidad. Me aclaro la garganta.
– Me gustaría hablar unos minutos de sus hijos Eladio y Leonardo…, si no le importa.
– No, no me importa -responde con prontitud, casi antes de que yo termine mi pregunta.
– Soy hijo de Vicente Bordaberri, fusilado en el 39. -Asiente con la cabeza-. Me llamo Sancho y tengo una librería en Algorta. -Sigue asintiendo.- No he sido capaz de presentarme como Samuel Esparta, convencido de que las tramoyas no van con él.
Me hace una seña para que le siga y me lleva por el sendero que le ha traído, nos cruzamos con Pelayo y con Caruso, que se limitan a mirarme, y llegamos a un tronco caído. Roque se sienta y me indica que haga lo mismo.
– Aquí estamos mejor -dice. No se refiere al asiento sino a la distancia que nos separa de su clan-. Me ha llegado en qué andas. Alguna vez tenía que ocurrir algo así. Diez años y tres meses.
Descubro que tengo ante mí a un padre que no ha olvidado, que conserva factura de cada día transcurrido.
– Alguien tenía que hacer algo -digo.
– Sí, alguien -asiente-. Pero no de los que ganaron. Yo sigo dándole vueltas a aquello. Pensando. Por las noches. Qué enemigo fue. ¡Pero tenían tantos enemigos! Eso es malo en un pueblo. -Se hunde en los recuerdos-. Muy chicos eran cuando engañaron a Efrén Baskardo. Los despidió de su funeraria. Fue el principio. Negocios y negocios. Ratonerías. Yo no he quitado sus nombres de la familia, ellos se han quitado. ¿Efrén? No lo hizo, no tiene tiempo.
– Pudo pagar a otro.
– Le conozco bien, viví con esa familia grande en el Galeón más de veinte años: las cosas importantes no se las dejan a otros. -Se pasa una de sus manazas por el rostro-. Ya sabes, la mujer y Ella, uña y carne, y yo entonces no tenía techo. Ahora sí. Llevo veinticuatro años en Basaon.
Se ha ensombrecido su mirada clara al mencionar a la otra tribu, aunque el pueblo siempre ignoró qué parentesco unía a Madia o Magda con la mujer a la que siempre conocimos como Ella, pues nunca nos proporcionó un nombre; ambas llegaron, solas y juntas, a Getxo a finales del pasado siglo, nadie supo de dónde procedían, y medraron por separado; Ella, la mayor, maquinando con fiereza, incluso obscenidad, por acumular riqueza y poder, y consiguiéndolo, y Madia o Magda casándose con Roque por amor. Efrén Baskardo sería digno hijo de Ella.
«Viví con esa familia grande en el Galeón más de veinte años», me acaba de decir Roque…
– Eladio y Leonardo nacieron y crecieron en el Galeón… Hubo contagio, ¿no lo ha pensado?
– No sé, mal ejemplo.
– Los niños oyen y ven cosas y algunas se les quedan.
– Las malas.
– La culpa era de ellos, no de usted.
– Todos mis hijos son iguales para mí. Sin embargo…
No puede contener la ola de mala conciencia que le invade, pero le cierra todos los resquicios al exterior.
– ¿Ha visto a Eladio desde lo que ocurrió en la playa hace diez años?
– Yo no he quitado sus nombres de la familia, ellos se han quitado.
– ¿No ha venido en ningún momento por Basaon? -No me contesta-. ¿Le interrogó entonces a usted la policía?
– Sí, ya vinieron. Uno me dijo si había sido justicia de Dios. Y también me dijo si Dios había estado más cerca del padre o más cerca del hijo.
¿Llegaron a sospechar del propio Roque? Qué torpes. Se basarían en el deseo de un padre estricto de limpiar el buen nombre de los Altube borrando del mapa a los que tanto lo manchaban. Qué locura; muy descabellada, sí, pero no falta de sentido.
Roque se rasca la nariz. Y repite:
– Más cerca del padre o más cerca del hijo.
También sonríe. Y se lo digo:
– ¿Y si todo empezó como un juego por parte de sus dos hijos, un juego que no les salió bien? ¿Si quisieron engañarnos haciéndonos creer que alguien quería matarlos? ¿Si ellos mismos se ataron a las cadenas?
Nunca he tenido delante una expresión más aturdida, más atontada.
– ¿Para qué? -consigue murmurar.
– Para tocarnos el corazón y que les perdonemos. -Su mente se paraliza, no sabe qué pensar, se derrumba su mundo de acontecimientos reconocibles-. Ellos eran diferentes y quizás hicieron esa cosa tan diferente. Quiero decir que podemos pensar que fue algo así como un negocio contra ellos mismos, y su final, con muerte, así nos lo hace creer… ¿Qué piensa usted, Roque?, ¿piensa que fueron capaces de correr el gran peligro de encadenarse a la peña con la marea subiendo?
Abre la boca para hablar, pero la cierra sin haber dicho nada. Cuando la abre de nuevo, le oigo:
– No sé, no sé… Difícil. -Y después-: Cosas más raras se han visto. -Y finalmente-: Ellos siempre engañaron, a lo mejor ahora también nos quisieron engañar, pues…
Es tarde, la librería tendría que haber cerrado, pero, a través del cristal de la puerta, veo brillar la bombilla del fondo y llamo con los dedos. La larga figura de mi rubia secretaria se acerca con unos andares cimbreantes que nunca le había visto. Abre y me suelta muy seria:
– Los de la Continental me doblan el sueldo si te dejo y me voy con ellos. Ayer me paró en un callejón su segundo. Le miré de un modo que le hice bajar los ojos, aunque luego los alzó y me dijo: «Ese Esparta está acabado, muñeca, sólo le encargan casos basura. Nos hemos ganado a los polis de la Central, y al alcalde, incluso a la prensa. ¿Qué futuro le espera a un jefe como el tuyo que no se atreve a usar su propio nombre?»… Bueno, no sé si me dijo eso, pero seguro que lo pensó, sus ojos de viejo zorro hablaban por sí solos. Me puse brava y le solté: «¿Sabes lo que te digo, esbirro de mierda? Que mi jefe es el mejor jefe con que pueda soñar una pobrecita secretaria como yo, trabajaría con él aunque yo le pagara un sueldo por lo mucho que me enseña». Y él me dice: «¿Enseñarte? Quiere cazar asesinos cubriéndose las uñas con guantes. ¡Es tan finolis que da asco! No sabe moverse en el hampa dorada»… ¿Sabes quién ha venido?
– Supongo que el alcalde, a que le limpie la ciudad.
– Bidane Zumalabe, la mujer de…
– Sí, ya sé quién es.
– Creo que sólo quería hablar, la infeliz está muy asustada… «No quiero que a mi marido le ocurra algo, pero le amenaza un gran peligro», me dijo. «Me gustaría saber si está en mi mano hacer algo por él, si tengo la obligación de hacerlo, si una esposa tiene el deber de sacrificarse en cuerpo y alma por el hombre al que juró amar ante el altar de Dios. Necesito que alguien me diga lo que debo hacer.»
– Quería hablar conmigo y no me encontró.
– No, quería hablar con una mujer… La vi muy desesperada.
– Todo el mundo está demasiado nervioso. Creo que es bueno para la novela.