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Pasos y tiempos

En las mañanas de sol, sus rayos alcanzan de través la fachada de la librería después de colarse por la esquina de la casa de enfrente, cuya pared lateral se orienta a las vías del ferrocarril y la estación de Algorta. Es un buen comienzo de jornada esgrimir el picaporte levemente tibio y contemplarme fugazmente en un cristal radiante.

Suena a mi espalda un ruido nuevo, que no es de automóvil ni de carro. Vuelvo la cabeza: un cochazo de cine se detiene a mi altura, en la acera. Barajo las marcas Mercedes Benz, Jaguar, Alfa Romeo…, no sé, ellos sí que sabrían, y este aldeanismo me habría deprimido de no distraerme la aparición de un almirante surgiendo del soberbio vehículo.

– ¿Es ésta la librería del señor don Sancho Bordaberri? -me pregunta una voz meliflua.

Le contesto que sí, añadiendo:

– Entre, mi empleada le atenderá.

– No vengo de compras, sino a entregar este sobre.

Y extrae uno salmón de un bolsillo interior de su chaqueta azul marino cargada de cordones colgantes. Mi mano aún sigue en el picaporte. El almirante echa un vistazo a mi mano, luego me mira a mí, y sólo entonces abro la puerta para que pase.

Es buena costumbre desentenderse del cliente por si sólo desea curiosear, pero a Koldobike le resulta tan diáfano que el almirante no es de ésos, que sale a su encuentro y le pregunta algo así como qué le trae por aquí.

– Entregar esta misiva de mi amo, don Efrén Baskardo, al señor don Sancho Bordaberri. -Koldobike le tiende la mano abierta-. No, en persona.

– Ahí lo tiene.

El almirante -que al entrar se ha despojado de su gorra de plato de alto frontispicio- retrocede y deposita en mi mano el sobre, no sin un previo y meticuloso examen visual de mi persona. Luego saluda dos veces con la cabeza, a Koldobike y a mí, embarca en su automóvil refulgente y allá se va con susurro aristocrático por la que ahora hay que denominar Avenida del Ejército.

Koldobike me espera con la curiosidad comiéndole los ojos. Nunca he abierto un sobre con mayor meticulosidad. El papel interior es del mismo color salmón.

– Qué preciosa letra tiene Aurelio Altube -dice Koldobike por intuición, sin esperar al veredicto de su mirada.

Todo Getxo sabe que Aurelio Altube es el secretario perpetuo de Efrén Baskardo, además de hijo de Roque Altube.

– Ya puede ser buena, es letra de máquina -señalo-. Admito que es mejor que la mía, aunque sin llegar a disponer, tampoco ésta, de un espacio menor para la i y otro mayor para la eme.

– Vamos, lee, por Dios.

«Al señor don Sancho Bordaberri.

»Librería Beltza.

»Sé, desde su primer paso, la investigación que ha emprendido usted para desentrañar el asesinato de Leonardo Altube. Apasionante. Entre 1915 y 1921 tuve a los gemelos

Altube como empleados en mi Funeraria y mis Seguros, en el barrio de San Baskardo, dos de mis primeras actividades comerciales. Me vi obligado a despedirlos porque me engañaban. Manipulaban los libros y se quedaban con mucho, demasiado. ¡Con sólo dieciséis años! Los admiré, puede usted creerme. ¡Unos mocosos burlándose de Efrén Baskardo Puerta! Llevo una espina clavada desde entonces. Sin embargo, es grande mi agradecimiento a la pareja: aprendí la lección, me encendió la luz roja.

»Le informo a usted de todo esto sabiendo que ha de tratar con ellos debido a su investigación, porque son peligrosos. Aunque ya sólo se trate de uno. No por ello debe usted descuidarse. La malicia y la maldad del muerto se habrán sumado a las del vivo, así que éste seguirá engañando con la misma eficacia que cuando eran dos. Le mentirá, señor Sancho. Lo lleva en la sangre. Sin que esto suene como un reproche al bueno de su padre, Roque, del que guardo muy buen recuerdo. Sus gemelos engañaron a medio Gecho cuando eran dos, y ahora sigue engañando uno. He conseguido una relación total de sus víctimas, por si desea completar la suya de sospechosos. Yo mismo, su primera víctima, hube de recurrir a una elemental ley de compensaciones para resolver no matarlos. Son endemoniadamente hábiles para envolver la realidad con falsas apariencias. Si ellos eligen una supuesta realidad, desconfíe al punto de esa realidad. Han transcurrido diez años de lo que ellos llaman crimen. Ha leído usted bien: «de lo que ellos llaman crimen». Es difícil, si no imposible, llamar a aquello de otra manera. Pero le aseguro a usted que me he pasado diez años tratando de encontrar la verdadera explicación. Si uno de ellos dice ahora que fue un crimen, tengamos la seguridad de que no lo fue. ¿Qué fue, entonces? Este enigma necesita más de diez años para ser aclarado. Hasta para engañar hay que tener clase y ninguno de ellos la tuvo nunca. Fulleros, marrulleros, no otra cosa fueron. Jamás despegaron de su exigüidad. Jamás levantaron el vuelo hasta los grandes retos industriales…, aun teniendo tan próximo el hierro. Comprenderá usted, señor Sancho Bordaberri, la dolorosa humillación en que viviré siempre al haber sido engañado por semejantes sanguijuelas cuando sólo tenían dieciséis años, es decir, en su época de aprendizaje.

»Sin más, mis saludos y mi recomendación de que tome buena nota de cuanto aquí le digo.

Efrén Bascardo Puerta, Grande de España.

Palacio Galeón

Guecho.»

Ahora, Koldobike sí que alarga el cuello para fijarse en un detalle.

– Baskardo con C y no K. Mi abuela me tiene contado que el padre de Efrén, Camilo Baskardo, quitó la K de su apellido al renegar de su familia oficial y de lo vasco y testar a favor de Efrén, su hijo bastardo.

– ¡Él también! -exclamo, agitando el papel salmón ante Koldobike-. Su mundo no es el de don Manuel, pero coinciden en que lo de los gemelos fue una artimaña.

Koldobike se resiste a dejar del todo una de esas sagas familiares tan próximas que tanto le fascinan.

– ¿Vas a creer a ese rencoroso ricachón? ¡A saber qué negro interés le guía queriendo llevarte a su huerto! Además, en ningún momento ha dicho que los gemelos simularan el atentado.

– Me basta con que los tenga por los pillos más redomados, capaces de fraguar un engaño que añadir a su lista. No son palabras de un tonto: «Si uno de ellos dice ahora que fue un crimen, tengamos la seguridad de que no lo fue».

– Vaya fijación, jefe. Algunos se enamoran de lo que no deben.

Palabras como amor y enamoramiento no suelen sonar entre nosotros; juraría, incluso, que no suenan nunca. ¿Quién las puede echar en falta en una estricta relación laboral? Compruebo que la naturaleza humana es imperfecta al detectar una sombra de rubor en las mejillas de mi secretaria.

– Al menos, la investigación dispone ahora de una ruta -rompo el molesto silencio-. ¿Olvidas que estábamos estancados?

– Ruta que no conduce a ninguna parte -dice ella, al fin-. Sam, te quedas sin novela. No hay criminal.

– No es elección mía, la realidad ha elegido por mí. Estos riesgos se corren dejando la iniciativa en otras manos. No tendremos un final de novela al uso, pero sí original. Menos malicia, pero más imaginación.

– Coitao. -Koldobike tiene una manera especial de decirlo, parece que te da la puntilla-. ¿Y las cadenas robadas con violencia? Busca al ladrón, es el hombre que necesita tu final.

– O el que espera una buena ganancia vendiéndoselas a Luis Federico Larrea.

– ¿Y qué me dices del propio Luis Federico Larrea? Ahí tienes una pista. Esas cadenas sujetaron a los gemelos a la peña y seguro que encierran un secreto aún no adivinado por nadie… ¡y Joseba Ermo las tenía bajo llave! Otra pista.

– Si el Ermo fuera el culpable y las cadenas tan peligrosas para él, las habría hecho desaparecer.

– A veces el egoísmo supera al miedo.

– ¿Quién más estaba al corriente de su escondite? Eladio Altube…, ¿te lo dije? Quizás el criminal ha vivido atormentado diez años preguntándose dónde habrían ido a parar.

– Bueno, pues ahí tienes varias rutas. Síguelas. Al menos, una de ellas.

– ¿Qué quieres?, ¿que agarre a los sospechosos por el cuello y se lo retuerza si no confiesan?

– Déjaselo al azul, es su especialidad.

Inflación de conjeturas, alguien se estará riendo en la sombra.

– Necesitamos pruebas, siquiera una -digo. Respiro tres veces con hondura y entibio mi desaliento-. Será mejor trasladar la responsabilidad a nuestras células grises…, en palabras de ese ridículo detective belga. Recopilemos todo lo conocido hasta hoy: declaraciones, contradicciones, gestos, movimientos, sospechas… Confrontémoslo con nuestra intuición, nuestra visión, incluso nuestro deseo de que las cosas se desarrollen de cierta manera… Organicemos todo el caos, el de fuera y el de nuestro interior, admitiendo que ambos caos forman parte de un orden final.

Koldobike me está mirando con aburrimiento.

– ¿Adónde quieres ir a parar?

Ignora que acaba de abrirme una puerta muy especial.

– Citemos a Luis Federico Larrea, lo acabo de elevar a la primera de nuestras pistas. Creo que hemos recibido El alcalde de Tangora, de Rochelt, que encargó. Avísale. Y le mencionas, de pasada, que nos gustaría admirar sus mapas de Arrigunaga y alrededores. Le complacerá mucho.

– Pensará que necesitamos urgentemente su dinero para comer.

– Así tendrá un quehacer para esta tarde. Los ricos que no se dedican a ganar más dinero se aburren mucho.

– A la orden, jefe.

– Gracias, muñeca.

Hoy como en casa, ama y yo solos, y regreso a la librería con tiempo para estar cinco minutos antes de las cinco, la hora a la que pasará el de los pasos. Cruzo la librería hasta el baño para orinar, y tengo la toalla entre manos cuando suena la campanilla.

– Buenas tardes.

La voz tierna pertenece a un sujeto vestido con chaqueta y pantalón de paño inglés de pequeños cuadros grises, camisa blanca y pajarita negra; rechoncho, discreta barriga y ojillos nerviosos protegidos por gafas gruesas de concha. Dedica largos minutos a examinar meticulosamente El alcalde de Tangora que ha puesto en sus manos Koldobike. Tangora es el antiguo nombre de Algorta.

– Muy bien, exquisito -le oigo.

– ¿Se lo envuelvo? -dice Koldobike.

– Sí, por favor, con doble papel.

Al acercarme observo dos cosas: que paga con un billete que extrae de una cartera de piel de cocodrilo y que a su lado, en la mesita, descansa una carpeta de a folio repleta de papeles: un buen augurio para mí. Me presento antes de que empiece a hacer cábalas:

– Soy Samuel Esparta, investigador privado. Me interesa mucho la originalidad de sus medidas en pasos de nuestro territorio.

– Y en tiempos -puntualiza. Se le han dilatado mucho sus ojillos detrás de los cristales. Sorprende mi mirada sobre su carpeta-. Con mucho gusto le enseñaré mis planos, mapas… -añade.

Le frustro la exhibición de su trabajo:

– Sí, pero luego, en nuestra playa. Arrigunaga, no Ereaga.

– Tengo medidas las dos. -No lo dudo.

Ya ambos en la puerta, siento dos dardos en mi espalda. Me vuelvo; nunca entenderé cómo pueden salir palabras de entre unos labios tan apretados.

– ¿Sabes lo que te digo, jefe? Que te quedas sin novela.

Hace sólo días, la playa era de los veraneantes, hoy de regreso a su invierno en la capital. Donde rompen las olas, cuatro chicos, nativos, arrojan con destreza pequeñas piedras planas al agua para que se deslicen a saltitos por la superficie. Es un juego, siempre me ha gustado creerlo, que arrancará del Paleolítico. Luis Federico es charlatán, no ha callado en todo el camino, alabando sin recato las excelencias de sus mapas: «Son los más humanos concebidos por el hombre. Trenes, tranvías, automóviles disponen de mapas adecuados a las grandes distancias que recorren. ¿De qué mapa dispone un obrero que va a su trabajo por calles o campos? ¿Y una lechera que ha de ir de casa en casa repartiendo su preciosa mercancía? -así lo ha dicho: «preciosa mercancía»-, ¿no agradecería conocer cuántos pasos humanos debe dar, cuánto tiempo le lleva dar esos pasos?».

Poco me faltó para indicarle que el mejor reloj la lechera lo tenía en su estómago para recordarle a cada paso que no había desayunado, pero no quise perturbar su entusiasmo. «Las distancias, tanto en kilómetros como en metros, son también pasos. Naturalmente, dejo fuera las millas marinas por una razón evidente», continuaba él. «Nadie mejor que un anciano me puede entender. Los ancianos caminan mucho, ¿lo sabe usted? O yo mismo, con mis más de cincuenta años. Cuando el médico nos recomienda: ande usted de dos a cuatro kilómetros por día, lo primero que el paciente escrupuloso se pregunta es cuántos pasos representan esos dos o cuatro kilómetros, pues en pasos sólo tiene medidos su pasillo, su huerta o jardín o la distancia a la tasca. Mis mapas se lo dicen.» Al final de la carretera que muere en la playa, me comenta: «Curiosa en grado sumo esa empleada de usted. ¿Aún no la ha amenazado su párroco con enviarla a la cárcel si no se cambia de falda?».

La arena está seca y nuestras pisadas se hunden. ¿Cómo estaría aquella noche? La marcha es más lenta sobre arena blanda, por lo que Lucio Etxe habría tardado más tiempo en salvar el trozo de playa que ahora pisamos, tanto al ir como al volver con los herreros. Habrá que tenerlo en cuenta al calcular los tiempos.

Luis Federico Larrea aún no sabe a qué le he traído. Hemos alcanzado la punta derecha de la playa, el rincón de Kobo, al pie del acantilado de La Galea, donde depositarían los cuerpos de los gemelos al ser sacados del agua. Distingo la gran peña de Félix Apraiz sobresaliendo de la mar, que sólo llevará subiendo una hora.

– ¡Magnífico escenario! -exclama Luis Federico inhalando aire marino a pleno pulmón y dando a su mirada un recorrido de ciento ochenta grados.

– Un escenario que quiero meter en un reloj -le anuncio-. Abra usted esa carpeta que está deseando abrir y de la que sólo necesito cuatro mapas: el trayecto de aquí a la carretera, y el de carretera arriba hasta la herrería de los Zalla y regreso aquí. Más que distancias, tiempos. Y no tiempos normales, tiempos de pasos de carrera, pues Lucio Etxe salvó corriendo el tramo de playa y la carretera arriba, para luego seguir corriendo carretera abajo y, por segunda vez, el tramo de playa. Corriendo se llega antes… y aun así llegó tarde. ¿Dispone usted de mapas con estas medidas?

– ¡Por Dios! -se ofende.

– No sería demérito para usted si le faltaran pasos de carrera.

Pero Luis Federico Larrea sonríe con suficiencia.

– Tengo lo que necesita -declara, feliz-. Es como si la Providencia hubiera pensado en usted cuando me iluminó a mí. No recurrí a variantes de los mismos mapas, un simple número corrector lo arreglaría todo: el 0,87. En las pruebas para determinarlo hice correr a un sobrino de doce años, una centella, y a mi abuelo de noventa y cuatro, y saqué un promedio. Mi abuelo falleció un mes después y siempre deseé que esas carreras no fueran las culpables.

Me ruega que le sostenga la carpeta y saca de ella los cuatro mapas tras una selección de papelotes. Con una estilográfica de oro anota números en una hoja en blanco, al tiempo que entona con orgullosa seguridad:

– 434 pasos de playa (pasos míos y de paseo), son 7,3 minutos; 750 pasos carretera arriba, 12,5 minutos; en la bajada, al ser pasos más largos, no son más que 732, que representan 10,3 minutos; los 434 pasos dé regreso en la playa no darían el mismo tiempo, debido al cansancio, así que registramos 8,6 minutos. Total de pasos…

– No me interesan los pasos, sólo los minutos.

– Total de minutos: 38,5. Es lo que yo tardé al realizar el experimento, un tiempo que no es el tiempo de un ciudadano medio, así que hemos de aplicarle el número corrector. -Se detiene, concluye las últimas operaciones y notifica al mundo-: ¡Treinta y tres con cincuenta y seis minutos! ¿Qué hacemos ahora con estos treinta y tres con cincuenta y seis minutos?

Es una pregunta reivindicativa, y hasta yo mismo admito que Luis Federico Larrea se ha ganado una respuesta:

– ¿Cuántos centímetros sube el nivel de la mar en treinta y tres con cincuenta y seis minutos? Éste es el huevo.

– ¿El huevo? Lo lamento, carezco de mapas sobre los vaivenes del mar.

– Me ha sido de gran ayuda, don Luis Federico. Gracias. Usted me acaba de proporcionar el primero de dos datos fundamentales que necesitaba.

– ¿Para el huevo?

– Sí. Pero no le molesto más. En tres o cuatro días recibiremos el otro libro y la revista que encargó.

– ¿Me está echando usted de la playa?

Es una pregunta tan amable que me desarma. Y, de pronto, me viene la escena de Lucio Etxe aporreando la puerta de los herreros…

– ¡No son suficientes esos treinta y tres minutos con cincuenta y seis! Los Zalla tardaron demasiado en saltar de la-cama y que la trágica situación penetrara en sus embotadas molleras…

– Usted me está hablando de la carrera arriba y abajo de ese Lucio Etxe, ¿verdad?

– Hay que sumar más minutos. Por lo que me contó, por la forma en que lo hizo, por su desesperación…, yo calcularía, redondeando…, ¿de qué otro sistema dispongo?…, quince minutos. Tan arbitrarios serían catorce como dieciséis. Ni usted ni yo estuvimos allí, y han transcurrido diez años. De modo que los treinta y tres con cincuenta y seis más quince dan cuarenta y ocho con cincuenta y seis. ¿No le resulta a usted ridículo este pico de cincuenta y seis? Suprimido.

– Cuarenta y nueve -rezonga Luis Federico de mala gana.

Tenemos la peña de Félix Apraiz a unos cien metros. Me la quedo mirando. Las últimas palabras de mi acompañante suenan a tanteo exploratorio:

– Encima de esa pequeña mole asesinaron a un pobre muchacho.

– ¿Lo recuerda? Quizá sólo sufriera un terrible accidente.

– ¿Accidente? Si no me equivoco, estaba encadenado.

¿Ignora dónde se está metiendo? Trato de desviar el rumbo:

– Por fin, aparecieron las cadenas. Joseba Ermo las guardaba desde entonces en secreto. Esperaba que transcurrieran estos diez años y se pusiera a tiro un incauto como usted.

Sonríe.

– Entre otras cosas, como usted ya sabe, soy coleccionista también de piezas relevantes por motivos dispares, y esas cadenas arrastran un pasado de sangre. Son, sí, altamente morbosas, deseadas. El coleccionismo es una adicción. Mis sótanos, tengo tres, se hallan abarrotados de tesoros. Es una forma de llenar una vida.

Ninguna nube pasa por su semblante; continúa sonriendo con esa aparente inocencia que á los dueños de un buen bolsillo les permite mecerse sobre cualquier mundo en llamas. Este pensamiento me endurece repentinamente.

– Si en este suceso, aún no esclarecido, hubiera un criminal, quizá lo sea quien robó esas cadenas de la ferretería. Y esta sospecha puede hacerse extensiva a usted, que las desea… ¿para hacerlas desaparecer?

No se inmuta. Esta gente vive varios peldaños por encima de los demás.

– ¿Por qué? -quiere saber. Al menos, lo simula.

– Podría haber en ellas algo revelador. ¿Quién las vio?, ¿quién las recuerda hoy?

– Usted aludió a un «terrible accidente»… ¿También figurarían en él las cadenas?

– Con más razón o con toda la razón, pues las cadenas nos están hablando de un artificio inteligentemente montado, con ellas como eje. Si alguien hubiera querido eliminar de verdad a los gemelos Altube…

– Ah, sí, ellos eran, los Altube.

– …lo habría llevado a cabo con un procedimiento contundente, no empleando un encaje de bolillos.

– ¿Encaje de bolillos? ¡Qué interesante! ¿De qué bolillos me habla usted, señor Samuel?

– Teatro. Idearon una farsa que yo tengo por muy ingeniosa. Confiaban tanto en ella, en su resultado, que arriesgaron incluso sus propias vidas. Lo tomaron como una diversión. Pero no fue únicamente una exhibición gratuita de talento, pretendían congraciarse con nuestra comunidad, borrar su mala fama conmoviendo corazones. Debemos pensar que también deseaban emprender otro camino, vivir más honradamente. No se trataría de un cambio radical. Mudarían, de momento, la fachada; se mostrarían como esquilmadores de guante blanco, ensayarían otra manera menos agresiva de comerciar.

No sé por qué clavo una mirada distinta en los ojos de Luis Federico Larrea, que la acusa, aunque sigue sonriendo.

– Soy inocente, no me juzgue por mi apellido -dice-. Disfruto de un interesante legado familiar desde mi más tierna infancia. No he tenido necesidad de ejercer de pirata de guante blanco. Soy lo que vulgarmente se califica de ciudadano privilegiado.

Doy por concluida su aportación.

– De verdad, ha sido muy amable mostrándome sus mapas. Ahora debo buscar el siguiente dato. Quizás, algún profesional haya estudiado este asunto y publicado los resultados, pero lo ignoro. Aunque prefiero estudiarlo yo mismo y, sobre todo, en esta playa y en esta peña.

– ¿Se refiere usted a cuántos centímetros sube el nivel del mar en cuarenta y nueve minutos?

Por toda respuesta, empiezo a quitarme zapatos y calcetines y arremangarme el pantalón por encima de las rodillas para salvar los cien metros de piedras y agua que me separan de la peña de Félix Apraiz. Parece agua muerta, pero es toda vida en plena marcha hasta alcanzar un apogeo repetido dos veces al día desde el principio de los tiempos. Su frontera ya nos está alcanzando a Luis Federico y a mí, así que debo retroceder playa arriba para dejar zapatos y calcetines en zona segura. Las peñas se encargan de desbravar las olas para que lleguen muertas a la playa. Luis Federico viene tras mis pasos, y le oigo:

– Me quedaré un poco más, si a usted no le importa. Será muy interesante contemplar su experimento. ¿En qué punto realizará su medición?

– En esa cara vertical de la peña que mira hacia nosotros -y me agacho para hacerme con un pequeño canto rematado en punta de buril.

El agua está fría y, a los pocos pasos, alcanza mis rodillas.

– Un momento, por favor -llama don Luis Federico a mi espalda-. Yo nunca salgo de casa sin mi cinta métrica.

Mascullo por lo bajo ¡imbécil! por mi olvido y regreso a la frontera entre los dos mundos, donde me espera Luis Federico con su cinta métrica circular. Su reconvención ha sido de lo más delicada, pero evito sus ojos.

Esta aún remansada porción de mar se beneficia de la peña de Félix Apraiz, que hace de rompeolas. El agua que frena el avance de mis piernas bulle con un palpitante hervor frío que anticipa el desencadenamiento de la pleamar. He de guardar el equilibrio sobre un fondo de piedras resbaladizas, y al alcanzar la nueva profundidad, junto a la peña, el agua ya empapa los pantalones recogidos en mis muslos.

Estoy ante una limpia pared casi vertical de tres metros de altura, donde tomaré la medida. Desde aquí no veo la argolla, en el primer tercio inferior de otra cara de la peña. Las cadenas mantendrían los cuellos de los gemelos entre medio metro y dos metros por encima de esta argolla, mientras el agua ascendía, implacable, hacia sus agujeros respiratorios, pero Lucio Etxe y los herreros regresarían antes de… He de acelerar, la marea también sube ahora… Pero sólo se salvó un gemelo. ¿La corriente y el oleaje enzarzaron las cadenas y una quedó más corta? Por otro lado, ¿qué falló?, ¿cambió el viento y la marea subió con más rapidez?, ¿o aquel día se retrasó Lucio Etxe?… Precipitadamente, apoyo en la pared un metro de cinta métrica y con el sílex marco, sobre la pátina de salitre, dos rayas profundas en sus extremos, arriba y abajo, ésta a ras del nivel del agua en este momento, y varias más a distancia de un decímetro.

– ¿Todo bien? -oigo a Luis Federico.

¿Qué he hecho mal ahora? Me desentiendo de él. En el trayecto de vuelta mis piernas reciben el empuje del agua por detrás y no sé por qué se me ocurre pensar que en el futuro tendré también de mi parte a la mar.

Desde nuestro puesto de observación en la playa intento localizar las tres rayas blancas abiertas. Sí, allí están, aunque no es fácil distinguirlas.

– Las seis cincuenta y tres -pronuncia Luis Federico leyendo en su reloj de leontina.

Pienso: ¡la hostia conmigo! Además, saca de no sé dónde unos pequeños prismáticos de teatro y me los ofrece, añadiendo:

– Creo que la distancia exige una pequeña ayuda. Y así podremos sentarnos un poco más arriba.

Se sienta Luis Federico y yo también, desentendiéndome de mis piernas y pantalones mojados. Los prismáticos pasan de uno a otro con innecesaria frecuencia. No es fácil el control del ascenso real del agua: la irrupción de las olas estrellándose contra la peña y envolviéndola en un torbellino crea un falso crecimiento de nivel, que pronto se desinfla y desciende, y en este retroceso hay un punto, imposible de fijar, que señala cada nuevo y verdadero nivel. Mi compañero no deja de cantar, con curioso entusiasmo, los minutos que van transcurriendo de los cuarenta y nueve: «Quince, veinte…». El nivel aún no ha alcanzado la mitad de nuestro metro. «Cuarenta, cuarenta y cinco, cuarenta y siete…» El torbellino cubre a ráfagas la raya central, mostrándola o tragándosela, hasta que ya no la devuelve, y momentos antes Luis Federico había cantado «¡cuarenta y ocho!». No perseguimos la imposible precisión; durante un rato negociamos un cálculo muy poco científico y establecemos en cincuenta y nueve centímetros lo que asciende la marea en cuarenta y nueve minutos.

Al menos, en esta playa y a esta hora, con este viento, con esta luna y con este ojímetro.

– ¡Ha sido muy emocionante! -exclama Luis Federico.

Contemplo sus aniñados mofletes de manzana roja deseando no verle aquí. Le lanzo con crueldad:

– ¿Se da cuenta de que alguien, antes que usted, se proporcionó su propio mapa de pasos y tiempos?