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En Zumalabena

Las dimensiones de Zumalabena superan las de otros caseríos. Se alza en un valle oscuro refrescado por un riachuelo rumoroso, lo único que parece vivo de por aquí. Ni una ventana con luz, ni una llamita de carburo en el portalón para recibir a las visitas anunciadas. Koldobike golpea la vieja puerta con los nudillos.

– Yo me quitaría la corbata y el sombrero -me dice.

Tengo tiempo de quitármelos, antes de que se abra sin ruido la puerta, y enterrarlos en el bolsillo de la gabardina. No tenía echada la llave ni corrido el cerrojo, sólo el pestillo, cosa que no deja de asombrarme. Bidane viste un chaleco gris de lana, falda negra y ni un pelo suelto en la cabeza.

– Gracias -murmura, apartándose para dejarnos pasar-. Por aquí.

El quinqué encendido que levanta su mano es nuestro guía por un pasillo en tinieblas. Más de una vaca muge en las profundidades. Todos nuestros viejos comedores son iguales; descontando los dormitorios, cerrados para las visitas, y la propia cocina, la pieza más acicalada es el comedor, en el que nunca se come, reservándolo para sentar a parientes en acontecimientos singulares. Bidane deposita el quinqué en el centro de un inmaculado tapetito blanco en el centro de una mesa redonda.

– ¡Qué fotos más bonitas! -exclama Koldobike.

– Sí, la historia de la familia. Ama siempre llamaba a un fotógrafo para nacimientos, comuniones, bodas, cumpleaños, romerías y entierros. Entre tanto recuerdo y los santos, ni sitio en las paredes.

Sí, hay docenas de cuadros, la mayoría pequeños, de fotos que no se ampliaron, con marcos muy simples. Son gruesos, en cambio, los de las divinidades, de un oro ennegrecido: un Dios barbudo entre nubes, Jesucristo, la Virgen, la Última Cena, Moisés con sus tablas… Todos ellos, y algunos más, simples postales de catequesis. En silencio, Bidane señala con un dedo dos cuadritos, uno encima del otro. Koldobike y yo nos acercamos.

– Yo, con Eladio, y yo, con Leonardo.

Es en alguna romería, Bidane con el mismo vestido en las dos fotos, y Eladio y Leonardo, uno con chaqueta y otro con kaiku. Ambos, con la misma expresión festiva. Pero ¿cuál de ellos es el de arriba y cuál el de abajo? Bidane no se queda esperando de nosotros que probemos fortuna sino que le preguntemos. Sin embargo, la mera disposición de las fotos, dando una supuesta preferencia a una sobre la otra, nos está dando una posible respuesta.

– El de arriba es Eladio.

– No lo sé -es la asombrosa respuesta de Bidane.

– ¿No lo sabes?

– Han pasado más de diez años, ellos se parecen más que entonces. A los matrimonios les ocurre igual con el tiempo.

– Pero, hace diez años, dejaste de ver el rostro de Leonardo, no puedes saber si hoy se parecerían más, no puedes compararlos. Tienes que conformarte con el viejo recuerdo. Eran tan iguales que Getxo siempre los confundió. Yo nunca supe si estaba delante de uno o de otro. -Miro a Koldobike, que asiente, e intento, con una indicación de la mano, que Bidane también la mire, pero se halla demasiado concentrada en mí-. ¿Los distinguías tú? -Y aguardo su respuesta con interés.

– Sí.

– Pues esas fotos son de entonces. ¿Quién es Eladio?

– No lo sé -repite. Pero añade-: Es que en ningún momento los he dejado de ver.

– Sí a Eladio, naturalmente, pero ¿al otro?

– También. Su parecido se ha hecho mayor en diez años, tanto, que en esas viejas fotos no se parecen.

Es inútil seguir, la mujer desvaría. Koldobike me está pidiendo calma con sus gestos.

– Os sacaré algo -dice Bidane.

– Hemos cenado -informa Koldobike.

– Entonces, demos una vuelta por casa para que tú…, Samuel -vacila al pronunciarlo-, veas qué hay que cambiar para que mi marido esté más protegido y el miedo se vaya de esta casa. El hombre que mató puede atacar de nuevo…

– ¿Por qué un hombre y no una mujer? -se me ocurre preguntar, y ni yo sé por qué lo hago. Koldobike sigue pasándome señas.

Bidane Zumalabe se ha quedado paralizada.

– ¿Eh? -Suena como un gemido-. ¿Una mujer? ¿Qué mujer? ¿Cómo se llama?

Es muy quebradiza, se ha descompuesto.

– No le hagas caso, es una broma de éste -sale Koldobike en su ayuda.

Y, de repente, Bidane pregunta:

– ¿Y por qué no una mujer?

Pero acaba desplomándose en una silla. Koldobike la arropa cubriéndole la cabeza con sus manos y repitiendo cálidamente:

– No es nada, no es nada… -como si tratara a una niña.

Koldobike me envía una mirada de reproche, yo suspiro y me sumo al silencio durante un rato antes de preguntar:

– ¿Alguien, sea quien sea, os envía amenazas? ¿Por qué?

Bidane aparta con su mano una de las de Koldobike que tenía sobre el rostro.

– No veo sombras alrededor de la casa ni oigo voces entrando por las ventanas o me llegan palabras perdidas de no sé quién hablando de muertos o de cosechas y que a mí me parecen insultos o amenazas… Esto le pasaría a una loca y yo no estoy loca. Tengo buenas razones para creer que mi marido está sentenciado.

– ¿Razones? -No pueden existir más que unas razones, que ella conoce y, por tanto, no cometo ninguna imprudencia-. Sin duda, todo arranca de los dos atentados que Eladio ha sufrido posteriormente y que él mismo me reveló y supongo que también a ti.

– ¡Eladio no pudo contarte nada! -exclama Bidane. Un pañuelo que no sé de dónde sale se pone a trabajar en sus ojos-. No, nunca me ha contado eso…

– Por no alarmarte -dice Koldobike.

– Porque seguramente serían más, más que esos dos atentados -digo-. Diez años dan para mucho. -Koldobike me reconviene con la mirada, pero creo que ahora pisamos terreno más firme-. Quizá calló contigo porque la verdad estaba en otra parte.

– ¿Qué verdad? -Más que a pregunta suena a lamento. Bidane se ha olvidado de sus ojos y de su pañuelo.

– Verdades no hay dos o más sino una. Veamos dónde está, si en los auténticos atentados o en los falsos. Porque Eladio no te pudo mentir en ambos casos…

Koldobike parece que abandona definitivamente la cabeza de Bidane y viene hacia mí.

– ¡Ya está bien! -exclama sordamente con la pretensión de que no llegue a su protegida-. Hemos venido a echar una mano, no a crear más problemas.

– Todo el mundo necesita saber la verdad, y yo también. Y tú. Y esta mujer más que nadie… Aunque no lo parezca, le estoy echando una mano.

Resoplido de Koldobike, que avanza medio paso más hacia mí y lo que ahora me dice en susurro sí que no puede oírlo Bidane:

– ¿Y si ella no quiere saber la verdad?

– ¡Todo el mundo quiere saber la verdad! Nos pasamos la vida preguntando cuál es la verdad y dónde está… y sólo en la tumba la podríamos conocer. A esta mujer le estamos dando la oportunidad de…

– No exageres, no eres Dios. Creo que eres tú quien se está dando la oportunidad. -Koldobike está lanzada-. Parece que tu investigación está pidiendo el sacrificio de una inocente.

– Ya no me pueden pasar peores cosas en esta vida. -Las suaves palabras de Bidane suenan tan melodiosas que cortan nuestro pleito. Su repetición quejumbrosa es casi inaudible y refleja bien su lastimoso interior-. Ya no me pueden pasar peores cosas en esta vida.

El silencio que sigue es un introito. Trago saliva con dificultad y me digo: «No eres más que el contador de esta historia, con sus negruras. Ellos, a veces, también se creerían dioses». Toso y pregunto a la esposa de la víctima que se salvó de milagro en cualquiera de las dos versiones:

– ¿Cuándo te confesó que todo fue filfa, antes o después de la boda? -Me ayuda a desentenderme del resoplido de Koldobike la contemplación de una Bidane que no tiene la menor idea de qué le estoy hablando. Pero insisto-: La playa, las cadenas en la peña de Félix Apraiz, el ahogamiento de Leonardo… Todo pudo ser un juego con desastroso final que se inventaron los gemelos.

La boca abierta de asombro no puede hablar. Luego, su pregunta debió ser, exactamente: «¿Para qué?», pero esa cabeza no está en condiciones de usar la lógica. En su lugar, estalla:

– ¡Pobre amor mío! ¡Pobre amor mío! -Una tierna plegaria que arrolla con todo y deja zanjado el asunto. Cuando se pone en pie, sólo a medias recompuesta, sale del comedor murmurando-: Qué ocurrencia, que lo hicieron ellos… -Sólo al pisar el pasillo se acuerda de nosotros-. Venid, venid -nos invita.

La seguimos y, a los tres pasos, se abre ante nosotros un gran espacio donde los ruidos se encogen. El quinqué de Bidane ilumina la cuadra más limpia que he visto en mi vida. No hay burro ni gallinas ni conejos y, aunque esa pareja de vacas ha de generar mucho estiércol, huele a rosas. Bidane se dirige a su puerta, cerrada, naturalmente.

– Esta mujer no tiene miedo -envío quedamente a Koldobike-. Le bastó descorrer el pestillo para abrirnos la puerta de casa. No tenía echada la llave. Ni un cerrojo. A pesar de que se encontraba sola.

– ¿Veis segura esta puerta? -quiere saber Bidane.

¿A quién teme esta mujer? Porque su marido no parece temer nada: sus negocios o chapuzas lo mantienen todo el día fuera de casa -su mujer le ha de llevar la comida allá donde esté- y, por lo que descubrimos hoy, tampoco se libran las noches. Si les amenazara un peligro no la dejaría sola. O quiere creer que vive en la inocencia por haberle ocultado los fallidos intentos de matarle.

– ¿Ha bajado Eladio a la ribera a pescar? -pregunta de pronto Koldobike.

Mi chica está dándole vueltas a lo mismo que yo.

– No, anda en sus trabajos -contesta Bidane.

En cualquier caso, esta mujer ha sufrido la misma congoja a lo largo de diez años: la posibilidad de que el asesino regresara para ultimar lo emprendido. Sin embargo, nunca pidió ayuda. Al menos, no a nosotros. Claro que, hasta ahora, no había tenido al investigador privado Samuel Esparta a quien acudir.

¡Qué paz habría recibido Bidane de una confesión de su marido de este jaez: «Querida, fuimos nosotros, tu difunto cuñado y yo, los que montamos todo el circo, sólo que algo falló y hubo una baja»! Se habría comportado como un marido altamente generoso culpándose del gran error…, aunque no veo a Eladio Altube en ese papel. ¿Y mintiendo? Inventándose sobre la marcha el tinglado, que pudo no existir, a fin de librarla para siempre del miedo. Tampoco le veo.

Los tablones con que se construyó la vieja puerta se hallan tan gastados que por algunas rendijas cabe la mano. Basta con ver la tranca que la cierra para olvidar toda tentación de llevarle la contraria.

– Una roca -digo, dando un patadón a la puerta.

– ¿Estás seguro?

– Samuel entiende mucho de puertas -asegura Koldobike.

Si Bidane estuviera fingiendo habría advertido el tonillo de la frase, pero su rostro no ha perdido las grietas y la mano que sostiene el quinqué es todo menos firme. Así que la congoja con que nos hace desfilar por las troneras de la cuadra, deteniéndonos ante cada una, resquebraja mi convencimiento y no sé a qué carta quedarme. Miro a Koldobike y creo que se siente más feliz adivinando mi viraje.

Todas las troneras disponen de un barrote vertical innecesario, pues, sin él, sólo un niño podría pasar. Acudo a mi recuerdo de otras cuadras para comentar:

– ¿Por qué estos hierros? -He de levantar mucho la mano para tocar uno; el escaso deterioro de su superficie me indica que no son tan viejos como el caserío-. Los ventanucos son tan estrechos que…

– No estaban con mis padres -me explica Bidane-. Mi marido los puso cuando vinimos a Zumalabena.

Sí, encaja con la teoría de los dos atentados al marido. Pero ahora quien tiene miedo es ella y no él.

– ¡Cuidado! -oigo, tarde, a Bidane, cuando mi nariz ya ha chocado contra un grueso pilar de roble. ¿Tanto le gusta a Eladio llenar la bolsa que no le queda nada para traer luz eléctrica a su casa?

– ¿Estás bien? -se me acerca Koldobike.

– Recuerda que soy duro de pelar.

– ¿Qué te ha pasado en la cara? -quiere saber con sumo reparo Bidane. Sus furtivas miradas me advirtieron desde nuestra llegada que escondía deseos de preguntármelo.

– Esta mañana alguien puso lija en el sitio del jabón.

Zumalabena es inmenso. He dado el visto bueno a sus enrejamientos en cocina, dormitorios y otras dependencias. Incluso he mirado bajo las camas. Bidane parece más tranquila. Carraspeo y empiezo:

– Eladio puso tanto hierro…

– No todos los puso mi marido, algunos ya estaban -me corta Bidane-. Aunque sí los reforzó todos.

– Bien…, puso verjas, reforzó… Sin embargo, en estos momentos él está del otro lado de esos hierros. Y de noche.

Los ojos de Bidane recuperan de golpe todo su miedo.

– Es que no sabe el peligro que le va a destruir -pronuncia la mujer con la gravedad con que un profeta anunciaría una catástrofe.

No es la primera vez que se expresa así. A Koldobike le ha impactado, si bien las dos horas que llevamos enclaustrados en esta oscuridad estarán pesando lo suyo.

– Jopé -expele sordamente mi secretaria.

Tendría yo ahora que recurrir al interrogatorio ritual de todo investigador para averiguar qué es lo que sabe Bidane que no sabe Eladio. Y lo que me detiene, precisamente, es la sensación de que no sería un auténtico interrogatorio llevado por mí, sino que lo llevaría ella, porque lo está pidiendo desde nuestra aparición. Al parecer, sus respuestas no son las adecuadas porque mis preguntas tampoco lo han sido, de modo que espera las nuevas que le proporcionen la disposición personal que necesita para responderlas. O es que, simplemente, no ha llegado el momento. Es una situación rara y me gustaría transmitir a Koldobike este brujuleo. Pero ahora es imposible. Bidane Zumalabe nos llamó para ayudarla, aunque no especificó qué clase de ayuda necesitaba realmente. No cambiaría esta noche por ninguna de las que ellos hayan vivido.

– ¿Qué hora es? -pregunto.

– Las doce y veinticinco.

Koldobike se ha subido la manga del chaquetón para descubrir su reloj de muñeca.

Hemos regresado al comedor, Bidane nos brinda un descanso, o desea una dilatación de la ronda de esta noche antes de mandarnos a descansar.

A propósito: en nuestro safari no he visto ni rastro de dos camas dispuestas para los visitantes, según nos adelantó, únicamente el sólido lecho matrimonial de los dueños. Ah, se ausenta Bidane.

– ¿Dónde piensa ponernos a dormir?, ¿en el suelo? -silbo.

En el rostro de Koldobike aparecen más sombras de las que nos rodean.

– Algo más grave que eso me zumba en la cabeza… Te digo, Sam, que te ha traído a una trampa, que te quiere eliminar. Abre bien los ojos, Eladio Altube te espera en algún rincón para darte un garrotazo. Luego, en buena lógica criminal, tendría que despeinar mis hermosas matas oxigenadas.

– Tus temores hacen buena mi teoría del falso atentado. ¿Tan importante fue para los gemelos… y lo sigue siendo para el vivo?

Suenan las pisadas de Bidane y surge con una fuente de higos. ¿Nuestra última cena?

– Ha sido un buen año de higos -dice.

Koldobike toma dos y yo uno. Así quedamos, mirándonos, con los frutos en la mano. ¿Esperamos a que la mujer se meta uno a la boca y nos demuestre que no están envenenados? Los tres sentados, sus brazos descansan sobre su halda y no se le adivina ninguna intención de llevar una mano a la bandeja. Koldobike cierra los ojos y mordisquea uno de sus higos. Yo hago lo mismo con el mío.

– Los pajaritos comen más -sonríe Bidane. Nos sentimos ridículos y comemos, incluso repetimos-. Os he sacado algo porque aún nos queda el camarote.

Dios mío. Un cansancio inútil por impulsarlo una mentira. Sin embargo, viendo a Bidane, su dramática seriedad, nadie pensaría eso.

– ¿El camarote? -exclamo-. ¡Nadie invade las casas por los camarotes!

Bidane señala la fuente sobre la mesa y explica:

– En el muro sur de Zumalabena tenemos ocho higueras cuyas ramas llegan al tejado y el viento las mueve y rompen tejas y tablas y hacen agujeros. Hay que echar un vistazo.

¿Por qué no pidió a Eladio que echara ese vistazo? Creo que el veredicto de Koldobike sería el siguiente: «Sam, ella carga con el miedo de los dos».

El quinqué de Bidane nos precede por unos peldaños de gran riqueza musical, las polillas habitan un conservatorio. La luz del quinqué ni de lejos alcanza los límites del camarote, pero el pequeño estruendo perdido de nuestras pisadas me hace creer que estamos en un hangar. No vacío, ah, no: toda una memoria de generaciones depositada en trastos que nadie utilizará ni nadie se atreve a tirar. Zigzagueamos por entre ellos camino de los supuestos accesos por el tejado. Bidane dirige el quinqué a un punto.

– Mirad aquí -alerta-. Un charco de agua de lluvia, teja rota.

Pero no hay agujero en el tejado. El hecho se repite en otros lugares.

– Pero no hay agujero -le acuso-. Y, aunque lo hubiera, ¿cómo se llegaría a él si está en lo más alto?

Bidane salta como un resorte:

– ¡Por las ramas de las higueras!

Tiene sentido, pero sigue sin haber fallos en el tejado. Bidane no se inmuta, prevalecen sus ramas escalera.

– Ningún enemigo es tan imbécil como para esconderse en este camarote lleno de pulgas -digo.

– Claro que sí, para luego bajar a hacer la fechoría -asegura la mujer abriendo mucho los ojos.

– De estar aquí, ya habría bajado antes de llegar nosotros.

– Las fechorías gordas no se hacen antes de las diez de la noche. Vosotros le habéis obligado a no salir. No lo juro, pero a lo mejor en estos momentos lo tenemos muy cerca. Aquí hay muchos agujeros donde meterse. De niña, venían mis amiguitos del barrio a jugar al escondite y no nos encontrábamos. Esto está lleno de armarios, arcones y cachivaches. -Aunque la luz del quinqué sólo llega a unos pocos, no dudo de sus palabras-. El mejor sitio era debajo de este sillón, que es ancho y alto y cabía bien uno de nosotros.

No suele haber sillones en nuestros caseríos, me asombra ver éste, que es de orejas. Nuestros aldeanos parecen no dar al descanso la importancia que merece, o les domina un extraño pudor a que les sorprendan postrados. Tienen sillas, bancos y banquetas, y naturalmente camas; pero no, por ejemplo, hamacas…, a pesar de los innumerables manzanos e higueras para colgarlas. Somos un pueblo austero que ha hecho del trabajo una mística. Y, justamente, aquí tengo a Bidane excusándose de la presencia del sillón al asegurar que es un regalo de un tío indiano y que lo subieron al camarote a la muerte de la abuela, que apenas lo gastó.

Ahora somos Koldobike y yo los que reanudamos la marcha, dejando a Bidane rezagada contemplando el mueble, supongo que evocando su niñez.

Luego me hace levantar tapas de arcones y mirar dentro, y puertas de armario no sólo para mirar sino también meterme a comprobar su vacío. Tiene en su cabeza un plano del emplazamiento exterior de las higueras y me lleva al punto donde he de remover malamente tejas desde abajo, o contar las rotas introduciendo las manos, o sólo los dedos, por entre las tablas. De agujeros peligrosos, aún nada. ¿Hay más sillones o es que pasamos con cierta regularidad ante el mismo? En tales ocasiones, Bidane, o le propina un manotazo para quitarle el polvo, o le dedica un viejo recuerdo de palabra, o le imprime un giro de centímetros para una nueva posición. Y siempre se acompaña de alguna inmersión en sus fondos, ya sea metiendo el pie, o más atrevidamente, un palo, o confiándonos alguna anécdota, como la del dinero de Euskadi «que ama escondió en el cajón de este fondo a la entrada de los nacionales». Al recitarlo con cierta emoción, se me queda mirando fijamente. Koldobike comenta: «Muchas familias hicieron lo mismo. Papel mojado». Y Bidane remata: «Había que hacerlo por si a éstos los echábamos. Pero aquí siguen, como lapas».

– ¿Y continúan ahí los billetes? -pregunto.

– Sí, ahí abajo -y Bidane me señala el sitio con la punta del pie.

No se mueve y espero hasta convencerme de que acaba de abdicar de su papel de guía… para pasármelo a mí. ¿Por qué?, ¿acaso hemos concluido la total inspección del desván y ha quedado ella convencida de que dentro de Zumalabena no hay ningún tipo agazapado y semejante evidencia la ha confundido y ahora no sabe qué hacer con nosotros? Sospecho que Koldobike ha llegado a la misma conclusión, pues dice:

– Bien, entonces salgamos de aquí, las pulgas me trepan por las piernas.

Es otra buena razón para bajar a descansar, quizás incluso en una cama, el resto de la noche. Y mi cuerpo averiado lo necesita. Está a punto de producirse el cambio de guía y no puedo dejar de preguntarme por qué. Bidane nos ha sustituido a Koldobike y a mí por el sillón…, además de mirarlo con una atención insospechada. ¿Tanto le conmueve ese trasto de su niñez? Me muevo para ocupar el espacio entre ella y el mueble en un intento de que se despegue de él.

– Nadie me podrá echar en cara que lo saqué de ahí -pronuncia Bidane con una voz nueva.

¿Se tratará del dinero, ese papel mojado escondido en el culo del sillón? Y, por segunda vez, Koldobike sonoriza mi pensamiento:

– Por Dios, Bidane, basta de remilgos: si te da miedo que los fachas encuentren esos papeluchos y no te atreves a tocarlos porque los puso ahí tu ama, aquí estamos nosotros para hacer el trabajo. ¡Qué buena fogata arderá en la huerta! -y da un paso hacia el sillón, pero le frena la voz de Bidane:

– Siempre nos echan a las mujeres que no sabemos guardar un secreto, pero nadie me podrá culpar nunca de que he movido un dedo para destruirlo…

– Parece que el robo de este banco debe hacerlo un hombre -suspira Koldobike-. Ahora sé para qué te quería a ti en Zumalabena.

Observo atentamente a Bidane. Su rostro es un amasijo de expresiones encontradas, de la angustia al sosiego. Si ella no quiere «mover un solo dedo»…, ¿para destruir qué?…, yo moveré todos los míos. Algún día pediré a mi ama que me revele dónde escondió los dineros de papel del efímero Gobierno vasco, que tampoco se atreverá a tocar. Me aseguro de que Bidane me está dando su autorización con su silencio.

El sillón es una pequeña mole antipática. Lo tumbo de espaldas sin dejarlo de mis manos hasta el suelo; al sacudírmelas, queda flotando una nube de polvo. Una caja de madera cubre todo el fondo, un añadido muy posterior, obra de algún manitas de la familia. Tiene un par de palmos de altura, y si esos billetes atiborran tanta capacidad es comprensible el respeto de Bidane. Mis dedos manipulan: uno de los dos costados más largos es una tapa corrediza. Más que abrir la caja, estalla su contenido, como si un cirujano hubiese abierto un vientre desatando una masa de intestinos retenidos a presión. Aunque, en vez de intestinos, lo que se desparrama por el suelo son cadenas.