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Más que de las propias cadenas enviándonos algún mensaje, la certidumbre de que existe este mensaje procede de la señora de Zumalabena, de su comportamiento al hacernos recorrer todo su caserío hasta situarnos estratégicamente ante el mueble depositario del gran premio. Podemos asegurar que estas cadenas que nos miran desde el suelo son las que sujetaron a los gemelos a la peña, pero ¿son, en sí mismas, una prueba incriminatoria? Es la otra mirada, la de Bidane Zumalabe, la que nos impulsa a creerlo.
Es posible que ya tengamos al asesino, aunque no me dejaré colgar ninguna medalla. Las cadenas han llegado a nuestras manos de pura chiripa, y sin la desconcertante aportación de esta mujer las cosas seguirían como antes.
– Nunca las habías visto, hasta hoy.
Hemos regresado al comedor. El pesado manojo de cadenas descansa ahora sobre la mesa y parece tener vida propia, no deja de hablarme. ¿Qué me está diciendo?
– No, nunca -me responde Bidane.
– Pero sabías que estaban en tu casa.
– Sólo se las vi traer.
– Las traería de noche, en un saco, después de robarlas de su propia ferretería. Las subiría al camarote para esconderlas. ¿Qué importa dónde?
– Le seguí y lo supe.
– Te las arreglaste para subir sin alboroto las escandalosas escaleras…
– No las subí, escuché desde abajo. Por la clase de ruidos, estuve segura de que andaba a vueltas con el sillón. Luego bajó con otra carga en el saco.
– Los billetes. ¿Dónde los quemó?
– ¿Él quemar billetes? ¡Antes lo desuellan! Se los llevó. No sé más. Entonces subí, abrí la caja… y allí estaban las cadenas que nunca había visto.
Silencio. Esta mujer está viviendo algo terrible.
– ¡Vaya sorpresa! -se me ocurre decir-. ¡Descubrir de sopetón que el asesino es…!
Bidane Zumalabe sonríe antes de musitar con una mezcla de dolor y tristeza, acaso rabia:
– ¿Sorpresa? ¿Sorpresa?
Me vuelvo a Koldobike, la veo tan desconcertada como yo. Somos nosotros los sorprendidos…, suponiendo que esas palabras sean expresión de algo. La pobre Bidane está absolutamente aturdida. ¿Quién no lo estaría, en su caso?
– Mejor si te preparas para recibir a Eladio, que estará a punto de caer -advierte Koldobike.
Miro a Bidane, que sonríe de una manera curiosa.
– Sí, no tardará en volver -confirma.
– ¿Volver?, ¿de dónde?, ¿de hacer qué?
– Estraperlo.
En la mirada que cruzo con mi secretaria flota una palabra: garbanzos. Se la oímos a Luciano. El otro noctámbulo iba a ser Eladio Altube.
En una situación normal, en un país normal, acudiríamos a la autoridad, a la policía. Pero sufrimos una sangrienta dictadura militar: ¿ir con un solo crimen, y además por vulgares motivos civiles, a quienes siguen fusilando a miles en las cárceles después del «cautivo y desarmado el ejército rojo la guerra ha terminado», de hace seis años?
Sin una palabra, con los labios apretados, Bidane se dirige a la mesa para tomar las cadenas por el candado grande -¡el candado grande!- con ambas manos, sacarlas de la mesa y dejarlas colgando con buena parte de ellas tendida en el suelo. Alza más sus manos, pero no es suficiente. Sin soltarlas, sube a una silla, y ahora las cadenas adquieren una prolongada verticalidad y cabe advertir que hay dos cabos y que uno termina a la altura de su cintura y el otro aún culebrea en el suelo. Ambas terminales lucen sendos candados pequeños. Y, a su vez, de cada uno de éstos parten dos cortas prolongaciones, consecuencia del aferramiento de los collarines que ciñeron los cuellos de los gemelos. Un lenguaje explícito: dos ramales bien diferenciados, uno corto y otro largo. Una premeditación criminal. Las cadenas han hablado.
La respiración de Bidane se acelera al recoger entre sus manos el cabo corto para besarlo tiernamente. Al mirar a Koldobike la veo parpadear de emoción.
Recojo las cadenas de manos de Bidane y las devuelvo a la mesa.
– Yo me entenderé con él -decido-. Le esperaré aquí mismo. Le desenmascararé y agachará las orejas.
– No le conoces -dice Bidane sombríamente.
– La gente se derrumba cuando se queda sin suelo bajo los pies.
– Él está acostumbrado a vivir sin ese suelo -asegura Bidane con los labios tan apretados que le tienen que hacer daño.
– Yo me quedo contigo -dice Koldobike estirándose la falda, no sé por qué.
– ¿Cómo dejaros solos? -susurra Bidane-. Soy la única que conoce sus trampas.
– ¡Seríamos tres contra uno! -pretende embromar Koldobike.
– Sentaos.
Se lo pido con un gesto muy calmoso y me obedecen. Yo hago lo mismo. En este comedor y rodeados de tanto santo y tanto familiar difunto, parecemos tres parientes en un velatorio. Y quizá sea así.
– Escuchad: yo puse en marcha esta maquinaria. Al erigirme en investigador privado lo hice cargando con todas sus consecuencias, y ésta es una de ellas. Reto habitual en este género de novelas. No iba a ser un juego. Escritores más completos que yo se ven a salvo de vivir los peligros que encierran muchas realidades, pues les basta con sentarse ante su Underwood y sacarse de la manga una solución sobre el papel. En resumen, he tenido que bajar a la calle y patearla… Sí, sí, acabo. -Esto lo provoca Koldobike con sus gestos de impaciencia-. Más que para vosotras, hablo para mí, para ponerme en situación y enfrentarme a esta prueba con dignidad.
– No me has convencido -protesta Koldobike-. En este momento estoy tan metida en esto como tú.
Bidane guarda silencio ante lo que nos traemos.
– Pues escucha este otro argumento: cuando varios privilegiados poseen un secreto que nadie más conoce, si son víctimas de un naufragio no cometerán el error de ocupar todos un mismo bote salvavidas sino que se repartirán entre varios. La razón es obvia: hay más probabilidades de que alguno alcance tierra y ese privilegiado salvará el secreto. Y nosotros tenemos un secreto, ¿no?
– ¿Y si nos marchamos los tres? -sugiere Bidane.
En el rostro de Koldobike surge la alarma: supongo que piensa que no hay buena historia sin un buen final. No se trata de escamotear la suprema tensión que al lector se le debe.
– Me quedo contigo -expone con emoción-. Lo mismo que antes dijiste que hablabas más para ti que para nosotras, ahora te digo que hablo menos por la novela que por ti. No aceptaré que te sacrifiques. ¡Que se vaya al carajo la novela! Ese hombre que aparecerá ha matado. ¿Qué has matado tú? Ni un pajarito, no tienes ni una mala escopeta de caza. Y, aunque la tuvieras, ¿dónde está? En casa. Te has metido en una aventura negra sin haber vivido nunca una blanca. La única que se te ofreció, la guerra, te declaró nulo para la lucha.
– Esto no es una redada policial sino un combate singular.
– ¿Entre caballeros andantes?
Primero me enderezo y luego me pongo en pie. Endurezco mi expresión; espero, al menos, que así se lo parezca a Koldobike.
– Lo haré a mi manera. -Me suena ridículo, pero es que ahora no soy Sancho Bordaberri.
Ellas también se levantan. Koldobike resopla.
– No me gusta nada. Sobre todo, no me gusta que Sam Esparta te comprometa como si fueras de verdad. «Lo haré a mi manera.» ¡Qué farol! Pero suena tan bien que creo que los dos estamos locos.
– Pasad el resto de la noche en la librería -les pido, precediéndolas por el pasillo. Piso el portalón y miro bien por todos lados, hasta los aledaños de las huertas.
– Vamos a nuestro bote -dice Koldobike tomando a Bidane del brazo.
Al entrar en la vivienda dudo entre cerrar o no la puerta con llave a mis espaldas. Es natural que Bidane la tuviera echada, y así la debe encontrar Eladio Altube.
¿Y la luz? Rebajaré mucho la del quinqué, a fin de que nada le alerte. En el comedor, mis manos acarician las cadenas, el pequeño amasijo de eslabones. Joseba Ermo fue el tercero y último en llegar con una sierra a la peña de Félix Apraiz -los primeros fueron Antimo Zalla y su hijo Tomasón-, seguramente la noche del día siguiente, después de que el juez y la policía las abandonaran irresponsablemente con el propósito, en el mejor de los casos, de recogerlas al día o días siguientes, pero Joseba Ermo les ahorró el trabajo, bien por simple interés chatarrero o un olfato macabro al atribuirles un valor óptimo como pieza de coleccionista, un precio que se incrementaría de año en año. Las enterró en el sótano de su ferretería, bajo llave, tal era la confianza que le merecía su socio Eladio Altube, y a éste, con toda seguridad, en esos diez años nunca le preocupó saber que al otro lado de aquella puerta descansaba la herramienta de su crimen. Él mismo las habría enterrado allí. No será fácil destruir unas cadenas tan robustas. Por otro lado, ¿qué importaba que algún día salieran a la luz? ¿Quién, al cabo de los años, iba a recordar que si un gemelo se salvó y el otro no fue porque alguien se ocupó de disponer un reparto muy desigual de eslabones?
Sin embargo, de pronto, cambia de idea. Le entra miedo. ¿Por qué, tras diez años de olvido, incluso de él mismo? Supongo que yo he tenido algo que ver. Y Luis Federico Larrea. Yo, el entrometido que resucita el viejo crimen; y el de los pasos, porque acabaría aceptando el precio que Joseba Ermo pedía por las cadenas y éstas saldrían del sótano. A Eladio Altube le asaltó un pavor irracional, perdió el equilibrio. Sin la existencia del incómodo Samuel Esparta, las cadenas podrían haber viajado inocentemente del sótano de la ferretería a los sótanos del palacio de Luis Federico Larrea. Pero estaba yo, rondando como un felino la ferretería, me habría enterado de la venta y querido echar un vistazo. ¿Fue la suya una alarma irracional? Quizá no: sabía que las cadenas podían contar cosas a quien las examinara fríamente y no con el nerviosismo con que las manejaron Antimo Zalla y su hijo en aquellos agónicos momentos.
No dejo de mirar las cadenas. Las tomo con ambas manos, como acaba de hacer Bidane, las arrastro por la superficie de la mesa hasta su borde y les doy un último empujón para dejarlas colgantes. Ni levantando las manos por encima de mi cabeza consigo que su extremo inferior no toque el suelo. Arriba, en mi mano, el gran candado con el que estuvieron trincadas a la peña, y, más abajo, los dos menores que cerraron los collares. Los herreros los aserraron y Joseba Ermo, sin duda la noche siguiente, aserró el gran candado y se llevó todo el conjunto. Observo, además, que esta pieza se halla soldada a uno de los eslabones, para marcar, sin posibles desplazamientos, la desigualdad de los dos cabos. Es como leer en un libro abierto. ¿Por qué, al menos, Eladio Altube no eliminó este candado, la madre de todos los corderos? En el caso de que al principio se lo propusiera, no pudo. Luego se acolchó en la confianza. Hasta el estallido del pavor… Sabía yo que los nervios podían traer buenos aires a mi investigación.
Lo curioso es que el cálculo para coordinar el tiempo de las dos carreras de Etxe con el tiempo de la marea subiendo, pudo tener tres autorías: la de un criminal que quiso matar a dos, la de un par de gemelos embaucadores, o la de uno de ellos para matar al otro. El encaje de bolillos podía aplicarse a las tres.