175402.fb2
Me despiertan pasos en el pasillo. Desde la súbita iluminación de la consciencia sé dónde estoy. Cuando intensifico la luz del quinqué, los pasos se detienen, para proseguir con más cautela. Creo que no me visita una sola persona sino dos.
– ¿Qué haces tú aquí?
Ahí, en el umbral, tengo a Eladio Altube con el mayor de los asombros en una cara.
– Hola, librero -brota otra voz a su espalda. Es Luciano.
– ¿Qué haces tú aquí? -repite Eladio Altube, ahora con menos asombro y más violencia.
– Vamos, díselo y me entero yo también -ríe Luciano.
Me pongo en pie y mis manos acarician el revoltijo de cadenas. Eladio Altube no da señales de reconocerlas. Tomo el candado grande con la mano derecha, lo levanto una vez más fuera de la mesa y, tras una música de eslabones, quedan las cadenas en vertical. La distancia del cabo corto al suelo será de más de metro y medio; el otro rastrea el suelo. Con mi mano izquierda hago bailar los extremos de los dos que hicieron de collarines. Si alguien debe entender el lenguaje de estas cadenas es el hombre que tengo paralizado a menos de tres metros.
– ¿Habías perdido la cadena del burro? -vuelve a reír Luciano.
Las cadenas siguen hablando al hombre que las utilizó y provocando una mirada de odio y la ebullición de un organismo que empieza a respirar a estertores y a destilar sudor.
– ¡Hijo de la gran puta! ¡Cabrón! -escupe.
Luciano suelta una carcajada.
– ¡Eh, frena el carro!, que sólo habla, aún no te ha robado nada. ¿Verdad que no has venido a robarle, librero? Y, de paso, nos cuentas a qué debemos el honor de tu visita.
El circuito cerrado entre Eladio Altube y yo se ha producido desde el primer momento y es fulminante. Más que cruzarse, nuestras miradas chocan ruidosamente. Reconozco que me siento desnudado por él.
– Seguimos esperando la explicación de Samuel Esparta. -Su viraje me deja atónito: en un instante se ha construido una expresión de lo más campechana.
– Siguiendo con lo suyo, esperaba nuestro regreso para interrogarnos -dice Luciano-. Empieza, empieza, librero.
– ¿Cómo os ha ido el estraperlo de esta noche?
– ¡Nos quiere denunciar! -exclama Eladio-. Eso le ha traído aquí.
– Hace diez años, un hermano mató a otro y ahí está el vivo -pronuncio muy lentamente. Confío en que, en la novela, no suene pretencioso.
– ¡Te mira a ti! -exclama Eladio Altube-. Ve preparándote.
– Mis padres no parieron ningún hermano -jura Luciano-. Te mira a ti, compañero. Desde el principio no te ha quitado ojo… ¿Así que éste es el final de la novela? Quiero decir, de «tu» novela.
– Claro, la novela -dice Eladio Altube.
– Porque la mía, librero, va por otro lado y, por las trazas, tendrá otro final.
– Yo, aquí y ahora, estoy escribiendo el verdadero final. -Y, acaso prematuramente, un estimulante cosquilleo de consumación me recorre de arriba abajo al decirlo. Es innegable que me estoy jugando el pellejo contra dos, no contra uno, como había esperado.
El falangista se suena con su pañuelo y, tras el ronquido, sus ojos brillan.
– La semilla de la revelación estuvo en el interrogatorio al que sometí al tipo que pisa el primero la playa todos los días… ¿Etxe, verdad?
– Eladio Altube te lo dirá -le oriento-, pues le estuvo esperando la noche del crimen para cerrar la cadena de su propio cuello, y así, Etxe puso en marcha el reloj de su coartada.
– ¿Qué dice este señoritingo con un traje que no se lo quita ni para mear? -muerde Eladio Altube haciendo equilibrios entre la broma y la exasperación-. Sí, el Etxe al que yo nunca he esperado se llama así, Etxe.
– Pregunté a ese Etxe -continúa el camisa azul- qué vio en la playa antes o después de descubrir en la peña a los gemelos. «Nada, nada», me contestó. Y yo le acoso con experiencia: «Pero me cuentan que paseas la playa antes que nadie a recoger lo que las incansables olas han depositado la noche precedente en dadivoso gesto hacia vosotros, los nativos. ¿Qué es lo que viste en los alrededores de esa peña? ¿Qué viste en el escenario del terrorífico crimen?». «Nada, nada», repitió. Me indigné. Estaba mintiendo. Le apreté los tornillos empleando una táctica que aprendí de un sargento de la División Azul. Y cantó. ¡Vaya si cantó! Había visto una capucha negra. «¿Y por qué te lo callabas?»
Temblaba tanto el miserable que al punto supe que era el criminal. Vi la cosa tan transparente como agua de lago azul. Ésta fue su maniobra: se ocultó bajo aquella capucha para golpear y luego encadenar a sus víctimas; el mar, en su ascenso incontenible, hizo de verdugo. Entretanto, para despistar, se dirigió tranquilamente a buscar a los hombres de la fragua de Vulcano. Regresó demasiado pronto para sus cálculos y, ¡maldición!, estaba viva una de sus víctimas. Pero ya era tarde para remediarlo… Ésta es la versión que me puse a escribir por la noche. Me salió una escena de cine, pero de cine alemán. Las siguientes investigaciones no han sido más que un relleno. Uno aprende trucos narrativos sobre la marcha. Otra muestra de la impureza del género narrativo, pues la poesía carece de límites…
No he apartado un momento la mirada de Eladio Altube durante el martilleo de esta demencial parrafada. Ni un movimiento, ni una mueca. Le correspondía haberse reído, por lo menos, una vez, aunque fuera para disimular, pero en este momento desconoce el humor. Quizá confíe en la viabilidad del despropósito que nos acaban de regalar. Tenía que haberse reído de mí sabiéndose protegido por el poder falangista de su socio.
– Tantos remilgos por un solo muerto -suspira el camisa azul-. Tenemos dos versiones del mismo caso, con cualquiera de ellas puede hacerse una novela.
– Sólo una sería real.
– ¿A qué realidad pertenecen esas cadenas? ¿Significan algo?
– Eladio Altube asesinó con ellas a su hermano.
– ¿A cadenazos?
Se lo explico ampliamente. El falangista se vuelve hacia Eladio.
– ¿No dices nada?
– ¡Está loco! Pero ¿es que no le oyes? No sabe cómo acabar el trabajo en el que ha metido las narices sin que nadie le llamara y se ha sacado esto para joderme. ¿Quién se ha creído que es, Dios? ¿Por qué me ha elegido a mí? Mira al fantoche, dándoselas de señorito. ¡Fantoche! ¡Como no salgas de aquí echando leches te saco las tripas por la boca! Además, ¿cómo has entrado en mi casa?, ¿engañando a mi mujer? ¿Dónde está ella? ¿Por qué no buscamos su cuerpo muerto por ahí?
– Frena, frena… Si hay que matar a alguien, aquí estoy yo… La cuestión no es si tú has matado o no has matado, cosa que me importa un huevo, sino si la realidad es que has matado o si la realidad es que no has matado. ¿Cómo puede llamarse real el hecho de que tú no hayas matado? Las realidades se ven o se oyen; si no se ven o no se oyen, no son. Esas cadenas se ven, y se oirían si las agitamos. Esas cadenas que nos ha traído el librero son de lo más real que uno se puede echar a la cara. Según él, los cuellos de dos personas estuvieron atados a ellas, el tuyo y el de tu hermano. ¿Es o no fantasía del librero?
Eladio Altube tarda en asentir pesadamente con la cabeza, porque está centrado en clavar sus ojos en los míos, no ha hecho otra cosa desde que llegó. Dos únicos antagonistas tiene la escena: él y yo. El tercero es un simple ruido.
– Tu hermano la diñó en la peña y a ti te sacaron con medio océano en los pulmones, pero vivo. ¿Qué pasó? ¿Un error? ¿De quién? ¿Del rojoseparatista que os ató? ¿O no fue un error?
Eladio Altube mide muy bien las palabras:
– Tú lo acabas de decir: me salvé del cabrón por los pelos. La suerte tuvo que elegir entre mi pobre hermano y yo…
– Según lo que llevo visto y mi entender, te libraste porque tu cadena era la larga… ¡y aun así resultó corta! Algo le falló a alguien.
Inesperadamente, Eladio Altube se revuelve contra él:
– ¿Le crees al loco? ¡La puta leche! ¡Buen amigo de los cojones tengo!
– No te asustes, que sólo estoy escribiendo una novela con un criminal escondido en alguna parte. Calma, chico. Si, al final, la realidad te señala con la punta de la daga, serás el malo, sí, pero sólo en la novela. No seré yo quien te arrastre de los pelos tras unas rejas.
¿Qué cree, que puede utilizar la realidad para luego desprenderse de ella? Este advenedizo aún no ha entendido nada. Aunque todo esto es muy aprovechable, incluida la amenaza que representa para mí este falangista al que le trae sin cuidado la justicia y que hará causa común con Eladio Altube cuando entienda que ya no necesita más materia novelable.
– Pregunta a tu socio si había visto antes las cadenas. Te mentirá y dirá que no. Entonces le preguntas quién las ocultó en el camarote de este caserío después de robarlas de su propia ferretería.
– ¿Dónde está mi mujer?
Más que pregunta es alarido. Eladio Altube se precipita al pasillo gritando su nombre, recorre habitaciones y regresa con la expresión despavorida.
– ¿Te está engañando con el librero? -ríe el falangista.
– Simplemente, ha huido. De ti. -Señalo al gemelo levantando las cadenas-. Sabe que eres el asesino de tu hermano. Las cadenas nos están diciendo lo mismo.
– ¡Jodidos novelistas! -brama Eladio Altube- ¿Y qué decís de mi infierno tirando de la cadena para escapar de la mar que subía y subía? ¿No es también una realidad de los cojones?
Me suena fuera de lugar, no tenía que haber mencionado su coartada. ¿Por qué lo ha hecho? Cabe pensar que, a lo largo de estos diez años, ha ido borrando de su conciencia -debemos concedérsela- todo lo que Getxo recibió, es decir, las dos partes de su coartada: la dispuesta por él y la falseada por los avatares, que la elevaron a insuperable, y así pudo llegar a creer en la intervención de fuerzas tales como el destino, la fatalidad, los dioses o Dios, transfiriendo a cualquiera de ellas toda la responsabilidad.
No, no tenía que haberla mencionado. O sí, considerando la extrema situación en que le ha puesto el fantoche. Muy desesperado ha de estar para traer a colación esa coartada que jamás necesitó de voceros porque siempre se expresó por sí misma. De ella ha vivido diez años. Pero ahora siente temblar la tierra bajo sus pies y está empezando a sospechar que su hada madrina, esa coartada, ha cumplido su ciclo y no tiene otra a mano, de modo que ahora ha de fabricarse precipitadamente una segunda.
– ¿Qué necesitas para convencerte, que yo también debí morir aquella noche? Sabes que faltó un pelo: un segundo más y la espicho.
Es lo que Getxo supo siempre sin que nadie se lo resaltara. El aire del comedor parece desplazarse por un acelerado fuelle respiratorio: el de Eladio Altube.
– Pero no llegaron a contarte ese último segundo -digo-, así que no lo utilices, porque ni en sueños pensaste en él, tu cálculo de los tiempos se detenía mucho antes… Por cierto, mi más sincera enhorabuena por tu brillante coartada… sobre todo, ahora que apareces como su único inventor. Hasta ahora creí que el plan fue obra de dos cerebros: un mérito añadido.
Eladio Altube da unos pasos hasta su compañero y tira con ambas manos de la pechera de su camisa, exigiéndole:
– ¡Quítamelo de encima!
El falangista se libra suavemente de las manos. Le divierte la escena, se siente por encima de ella.
– Te gustaría que lo matara, ¿verdad? -pregunta con antipática suficiencia-. Lo podría hacer tranquilamente, te está insultando. Pero ¿sería bueno para la novela? No dejaría de ser un hecho real y, por tanto, imprescindible. Cuanto ocurre ante nuestras narices es materia de realidad. ¿No es así, librero? Tú mueres y yo sigo adelante con la novela. Escribiré que el otro investigador erró el tiro, apuntó equivocadamente, y yo tengo al Etxe, el verdadero asesino. Más páginas, más densidad. Por otra parte, meter un cadáver no le viene mal a cualquier novela negra.
– ¿Matar un investigador a otro? Muy original.
– No morirá de bala sino de infarto debido a una doble emoción: al acusar, primero, y al tener que tragarse su error después. Demasiada tensión para un tipo débil.
– Mentirías. Inventarías. ¿Y no te da miedo imaginar? Contaminarías todo el relato.
– Recuerda, librero, que, además, soy poeta. Resolvería el episodio a través de un solitario poema sin fronteras.
Alzo las pesadas cadenas lo más que da la longitud de mis brazos.
– ¡Esto es el verdadero final de la novela, maldita sea!
Mi grito se cierra con un grito ronco de Eladio Altube:
– ¡Mátalo!
El único que parece conservar la ecuanimidad es el risueño camisa azul.
– Por otra parte, librero, ¿con qué bagaje afrontas esta situación? Tan desarmado como una paloma. Primero: es tu palabra contra la suya. Un investigador serio jamás lanzaría una acusación tan fuerte sin pruebas. ¿Dónde están? Muéstrame una sola y apostaré por tu novela. Segundo: aunque apareciera milagrosamente esa prueba, ¿cómo reducirías al culpable?, ¿con las manos? A la vista está que Eladio es más hombre que tú, y además no es cojo.
– ¡Eso, prueba lo que dices, cabrón! -sigue gritando Eladio Altube.
El peso me ha obligado hace minutos a devolver las cadenas a la mesa. ¿Constituyen la prueba definitiva? ¿Debo pensar que tengo algo con ellas o sólo indicios? ¿Cuántos? Dicen que un indicio es sólo un indicio; que dos indicios son dos indicios; pero que tres indicios son ya una prueba.
– No sufras, librero, que yo te sustituiré en la investigación. Habrá novela. Tú también formarás parte de ella como cadáver.
– ¿Qué harás cuando desemboques en Eladio Altube, como ocurrirá indefectiblemente? -Son sólo palabras. Al parecer, no soy de roble, como ellos. Ahora soy yo quien está fallando a las cadenas.
– Has jodido bien al cabrón -ríe un Eladio Altube transformado-. ¡No tiene una puta prueba porque no puede tenerla! ¡Estoy limpio!
Necesito tiempo para convertir esos indicios en pruebas.
Una silenciosa figura se recorta de pronto en el umbral de la puerta. He de hacer un esfuerzo de concentración para recibir a Bidane Zumalabe. ¿Cómo ha entrado? Es su casa, tiene llave. ¿Qué hace aquí? Les ordené a las dos que… ¿Qué hacen aquí? Porque detrás de ella está Koldobike. Sus pasos por el pasillo han sido de fantasmas.
– Tengo la prueba -oigo a Bidane Zumalabe. Su voz no es firme, como correspondería a tal notición.
– Sí, tiene la prueba -asegura Koldobike, y ella sí que habla con firmeza. Y añade-: Es una mujer muy valiente.
Las únicas palabras que se esperan en el mundo son las de Bidane Zumalabe. A su espalda, como protegiéndola, Koldobike me envía ese gesto que expresa inequívocamente: «Vas a oír algo gordo».
– Que mueva las orejas -dice suavemente la señora de Zumalabena-. Que mueva las orejas.
La frase repetida parecería un chiste sin el tremendo destrozo que causa en el rostro de Eladio Altube.
– ¿Por qué no mueves las orejas si eres el que dices? -La mujer se ha detenido a dos pasos del hombre y se muestra muy tranquila-. Si no mueves tus orejas, estas visitas pensarán que eres Leonardo. Él tampoco podía, ¿lo recuerdas?
¿Qué tonterías está diciendo?… Pero de pronto estalla ante mí el profundo alcance de sus palabras. ¡Leonardo! El choque es tan demoledor que tengo la sensación de haber sido colgado cabeza abajo de los pies. Los gemelos, el muerto y el vivo, la magnífica coartada…, ¿obra del vivo que tengo ahí delante? Quienquiera que sea de los dos, no sabe mover las orejas, sus ojos espantados lo están reconociendo. Así que es el otro. Y quien se ahogó es éste.
¡Las orejas movibles de Eladio Altube! Muchos en Getxo no lo habíamos visto, pero sí oído: forzaba músculos de los laterales de su rostro y las orejas se agitaban como soplillos. Una prueba que estuvo ahí durante diez años. ¿Por qué no recurrimos a ella? Sencillamente, porque nadie sospechó del falso Eladio.
Eladio Altube -aún me resulta imposible llamarle Leonardo, no sólo porque todas las cosas llevan su tiempo sino por esas partículas de escrúpulo que deben quedar al final de todo relato- agita sus brazos en el aire. A falta de no poder mover sus orejas, se mueve todo él hasta situarse no sólo en el centro del grupo sino mirándonos uno a uno con patetismo, como exigiendo nuestra atención y ofreciéndonos el espectáculo de un hombre que ha dado a todos los músculos de su cuerpo la orden de mover sus orejas. Tan demencial es su determinación de conseguirlo, que esos músculos inician, desde los pies, un empuje hacia arriba -o así me lo parece- hasta colisionar con los de las orejas para despertarlos de un letargo de…, ¿cuántos años tienen los gemelos? Al parecer, Eladio no necesitaba de tanto ahínco para exhibir su excentricidad.
¿Prueba? Sí, hasta un juez la aceptaría. Aunque las cadenas serían más determinantes: reúnen más de tres indicios. Miro al falangista, pero no adivino qué pensamientos circulan tras esos ojos que parpadean. Lo único que ahora parece vivo del gemelo es el subir y bajar tumultuoso de su pecho. Si yo anotara que él y Bidane Zumalabe están mirándose, sólo transmitiría algo muy pálido. ¡Qué estremecedor intercambio! ¿Cómo vivieron esos diez años? ¿Quién engañó a quién? ¿Quién se dejó engañar? ¿Fue este gemelo vivo el primer novio de Bidane Zumalabe o el segundo? ¿Planearon entre los dos la muerte del otro gemelo, y entonces habría que incluir a la mujer en el diseño de la coartada?
Estoy lamentablemente contagiado de la conmoción del momento, la verdad ha de ser más limpia. Contemplemos, por ejemplo, a la mujer desintegrando segundo a segundo al hombre con el que compartió lecho durante tantos años. Se desprende de su implacable serenidad que se está cobrando una vieja deuda. Es posible que en alguna ocasión le pidiera mover las orejas -¿sospechando el fraude…?, ¿tan iguales fueron incluso para ella?…, ¿o por simple capricho?- y él, claro, fue incapaz.
Hay tanta tensión en la escena que el gruñido animal del hombre suena como un coletazo natural:
– ¡Mata al payaso!
Se abalanza sobre Bidane Zumalabe y cierra sus manazas alrededor de su cuello. La mujer emite un único gemido, pero se debate fieramente. Koldobike descarga puñadas y patadas sobre el hombre, que va en serio, la tiene arrodillada y aprieta, aprieta. Cuando quiero intervenir, se me interpone el camisa azul, su pistola en mis riñones.
– ¡Mátalo! -aúlla el gemelo.
Aún intento llegar a los tres, pero el cañón de la pistola se me clava más en la carne.
– ¡La está ahogando! -clamo tontamente lo innegable, y confió más en la súplica desesperada que mi rostro dirige al camisa azul. Le veo mover la cabeza, sin dejar de mirarme con fijeza, y pienso que me envía algo así como: «Lo siento, librero, las cosas han venido así». Pero le oigo otra cosa:
– Esta escena será más difícil de escribir de lo que yo creía.
Mis riñones quedan libres de la presión, el azul alcanza la espalda del gemelo, el cañón de su pistola descansa unos instantes en la nuca desatenta y el estruendo oscurece el comedor. Marca de la casa.