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Epílogo

Sólo era un muerto más: los protocolos civiles quedaron ahogados por los personajillos del Régimen y se implantó el consabido aquí no ha pasado nada. El cuerpo de Leonardo se entregó a sus padres con su verdadero nombre. Yo habría querido ocultar la verdad, el baile de identidades, que únicamente las tres personas testigos de la revelación -Koldobike, el azul y yo mismo- estuviéramos en el secreto. Para Bidane Zumalabe no hubo sorpresa; con respecto a ella, lo único por determinar sería en qué momento de su noviazgo y matrimonio con Leonardo se encontró casada con el que no hubiera querido, confidencia que ella misma nos haría en breve a Koldobike y a mí.

En todo caso, mi primer impulso de callar la verdad chocó con una realidad en marcha: la novela. Había que contar con lo peor, que se publicara; en cuyo caso, naturalmente, todo saldría a la luz. Quizá no fuera muy noble, por mi parte, erigir a la novela en gran árbitro. ¿Habría elegido Bidane Zumalabe la censura, o le tenía sin cuidado que Getxo la tuviera por tonta o algo peor? No le di opción.

En el cementerio de La Galea, junto a la tumba del primer gemelo, el enterrador, Gabino Perurena, tenía reservado un espacio para el segundo, a ruego del padre, Roque Altube, que los quería ver tan juntos como habían vivido, pues lo ocurrido al final lo quiso tomar como un mal sueño. Las dos únicas intervenciones de Bidane Zumalabe fueron, una, su petición a Roque Altube de que diera tierra a Leonardo en cualquier otro lugar del cementerio, petición que el padre entendió y atendió; la segunda demanda la escuchó Gabino Perurena: la tumba junto a la de Eladio, que no iba a ser ocupada, la necesitaba ella; no anduvo con circunloquios, simplemente, la necesitaría ella, en su día, para resarcirse de sus diez años separados.

Días después de todo ello, Koldobike me propuso darnos una vuelta por Zumalabena.

– ¿A qué?

– No le vendrá mal un rato de compañía.

– ¿Compañía?

La verdad es que yo también echaba en falta algo así como un remate. Nada fundamental, claro, a estas alturas… Bidane Zumalabe y Leonardo Altube: ¿cómo fue lo de ellos? ¿Acaso no nos merecíamos conocer…?

No, nadie tenía derecho a hurgar en intimidades…, por poco o mucho morbo que rezumaran. Sin embargo, allí marchábamos Koldobike y yo queriéndonos convencer de que sólo nos animaba un sentimiento de compasión.

Tampoco deseábamos ni siquiera comentar con ella la naturalidad con que nos había utilizado. Comenté:

– Entendió que una esposa no debe desenmascarar a su marido, y nos pasó el paquete. Nos transmitió su gran inquietud por la seguridad de él…, ¡pero era ella la amenaza! Nos condujo hasta donde estaban las cadenas y nos pidió que fueran nuestras manos sacrílegas las que sacaran de la caja del sillón aquel dinero del Gobierno vasco. Pero, claro, no había billetes sino cadenas… ¿Observaste si hubo asombro en su cara? Seguro que no: segundos antes había concluido el tiempo de fingir… -Me asaltan de pronto unos recuerdos que reviso en silencio y Koldobike me pregunta en qué pienso-. No he hablado mucho con Bidane, pero jamás, jamás salió de sus labios la palabra «Eladio». Siempre, «marido». Esto se llama respeto a la legalidad y rechazo del fraude…, ¿a partir de qué año de casados?, ¿debemos seguir manteniendo que no nos merecíamos conocer…?

¿Nos esperaba? Me cuesta decir que no, pues en el portalón de Zumalabena vimos tres de las sillas que se encontraban días atrás en su comedor. Bidane no sólo nos esperaba sino que proponía, además de una visita, una nada protocolaria, privilegio que apreciamos en todo el valor que tenía.

Había miedo a las palabras, incluso a las de saludo, y es posible que únicamente cruzáramos susurros. Las sillas ocupaban los vértices de un triángulo, y así nos sentamos. Imaginé que la ausencia de una mesa central favorecería las confidencias. El largo silencio que precedió a las primeras palabras de Bidane no resultó incómodo.

– Me fue posible vivir con la copia. -¿Se acompañó de algo parecido a una sonrisa? Sí, pretendió relajar el encuentro con una pizca de humor, aunque sus ojos nos hablaban de un combate interior aún en tablas-. Cuando acepté a Leonardo sabía que no era Eladio, pero también sabía que era lo más parecido a él que encontraría nunca. No me importa decir algo tan insustancial porque es la verdad, es lo que yo sentía. Lo hice por amor. A Eladio le parecía bien que Leonardo ocupara su lugar, fuera mi novio y después mi marido, si él faltaba. Se lo oí en alguna ocasión. Ellos estaban muy unidos. Además, también Leonardo estaba enamorado de mí, también me amaba. Todo estuvo bendecido por el amor. Busqué el milagro imposible. No sabía qué hacer con mi dolor…

Frases todas demasiado afinadas para haber surgido sobre la marcha y no producto de una vieja destilación con miras a embellecer o, al menos, hacer soportable el tiempo que durara el apaño. Se las repetiría a sí misma a lo largo de los diez años: «Todo lo bendijo el amor. Todo lo bendijo el amor». Y, contemplando a Bidane Zumalabe, uno se inclinaba a darlo por cierto, sin más.

Koldobike y yo seguíamos sin pronunciar una sola palabra, así que me creí con cierta fuerza moral para atreverme a preguntar qué le impulsó más a matar, si el quedar como dueño absoluto de todos los bienes, o lo otro, el amor. Yo no albergaba ninguna duda. Pero ella se apoderó de nuevo de la palabra, que fue una respuesta:

– Eran hermanos, eran socios, eran iguales, quizá no tuvieran tantos dineros como cree la gente, yo nunca lo supe ni siendo esposa de uno. Pero lo único cierto es que, mucho o poco, lo disfrutaban juntos, no sabían hacerlo por separado, el uno sin el otro. No eran dos personas, eran una.

– Y tú también eras una -irrumpió la voz de Koldobike como un estilete.

– Sí, lo único que no podían compartir en vida -asintió Bidane Zumalabe, también con la cabeza, y un mechón de su pelo rubio cayó sobre su ojo izquierdo, pero tan metida se hallaba en su rememoración que no lo advirtió-. Os diré algo muy importante… Sí supe con quién me casaba, pero un año antes estuve equivocada unas pocas horas. ¡Y qué importantes fueron después esas horas! Aquella madrugada terrible, Lucio Etxe se presentó en casa para llevarme junto a Eladio. Sólo para llevarme, entonces no me dio más explicaciones. Encontré a mi novio sentado en su cocina, envuelto en una manta y llorando. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo decía una y otra vez: «Se ahogó a mi lado y no pude hacer nada por él». Nadie le sacaba de ahí. Se lo pregunté a Lucio Etxe y me dio la espalda. Y pensé que si Eladio hablaba de alguien que se ahogó a su lado y allí no estaba Leonardo, es que el ahogado era Leonardo. Aunque podía no ser así. Me senté a su lado y lo abracé y lo besé. El pobre temblaba y lloraba. Cuando, tiempo después, llegué a saber que no era Eladio y que lo había matado, me pregunté si aquellas lágrimas suyas eran sinceras. ¿Por qué no lo iban a ser? ¡Quería tanto al hermano al que había matado!… Y ahora, escuchadme bien: nunca quise más a mi Eladio como horas antes de saber que no lo era. Estrechaba entre mis brazos el cuerpo sentado en la silla, lo besaba, mil besos nos dimos en nuestras bocas… Bueno, y el pobre y tonto de Lucio Etxe miraba a todas partes menos a donde no se atrevía a mirar… Pero tuve que regresar a Zumalabena para los ordeñes, y luego, al acabar con el reparto de las leches, me tumbé a echar una cabezadita. Y no llevaría dormida ni diez minutos cuando me despierto de golpe y grito: «¡No es Eladio!».

– ¡Las orejas! -apuntó Koldobike.

– No. Es que en el ensueño había recordado los besos de Eladio y los comparé con los que acababa de dar a uno de los gemelos, y también grité: «¡Es Leonardo!». Corrí a Berango, pero la casa ya estaba cerrada para mí. Y no pude verle en todo un año, aquel gemelo tenía miedo de tenerme cerca y que adivinara la verdad. Yo me presentaba casi a diario a la puerta de su casa, pero él sólo asomaba media cabeza por el ventanuco del camarote para mormojear palabras que no le entendía. Me fui aburriendo de ir, aunque no de darle vueltas en la cabeza a todo aquel lío y de preguntarme por qué callaba lo que sabía… Así, un año, hasta que pienso que supuso que yo ya habría olvidado las diferencias que había entre los dos. Y entonces salió y hablamos de boda.

Hizo una pausa y, aunque parecía que era para tomarse un respiro, la dedicó a observar nuestros rostros e intentar averiguar cómo nos había caído lo de la boda. Es que, hoy, la mujer aún está viva y le queda algún futuro por delante y necesita saber el juicio que merece una novia que se casa con un hombre por amor a otro. Si lo hizo, es que para ella tenía sentido. Pero sucedía que entonces el asunto escapaba a su intimidad y quedaba por primera vez expuesto a un objetivismo impertinente.

Busqué los ojos de Koldobike pero no los encontré. Quise decirle que no hablase, que no le hiciera ninguna pregunta. Ella debería conservar, intacta, la providencia que aplicó a su dolor.

– Fueron las seis horas que mediaron entre mi encuentro con él en su cocina y mi propio grito despertándome -prosiguió Bidane Zumalabe con quieta intensidad-. En esas seis horas sentí a Eladio, a pesar de haber besado a Leonardo…, ¡y ya no quise perderlo nunca más! Seis horas en las que cerré los ojos y me agarré a un sentimiento equivocado, en las que sentí que el cambio era posible. Estoy segura de que el mismísimo Dios me envió esas seis horas. A Él le debo ocho años sin dolor.

Silencio.

– ¿Ocho años? -habló Koldobike de pronto.

Tenía razón Bidane Zumalabe, pues los años de matrimonio no fueron diez sino menos de nueve.

– Hasta que él supo que yo lo sabía, y entonces me vio como la única persona en el mundo que conocía lo que ocurrió aquella noche en la playa. «¿Qué harás ahora?», me preguntó. «Nada», le dije. «¿Irás con el cuento a la policía?» Le aseguré que no. Y me creyó, pues pasaban los meses y yo no abría la boca. No tenía por qué hablar, había callado desde el principio, para mí no había cambiado nada. Se quedó tranquilo. Tú rompiste la calma, Samuel Esparta.

– Pero ¿cómo descubrió que tú sabías que no era Eladio? -quiso saber Koldobike, y yo también.

– Un día le llamé desde lejos y no me oyó, y al acercarme le tiré de una oreja diciéndole que estaba más sordo que una tapia y que oiría mejor si pudiera mover las orejas adelante y atrás, y él ya no bromeaba cuando me echó una mirada de fiera. Yo también le miré y nos dijimos todo con los ojos. De esta forma tonta supo que yo sabía… Y tú, Samuel Esparta, estabas metiendo mucho ruido y él se puso nervioso y robó las cadenas y las escondió en el viejo sillón del camarote, quizá para matarme con ellas en la misma peña de Félix Apraiz, porque yo era la única persona en el mundo que conocía su secreto. Sé que habría acabado matándome.

No pude más y le eché en cara por qué se inventaba todo eso.

– Una esposa se entera de muchos secretos del marido porque le oye hablar dormido algunas noches -explicó Bidane Zumalabe obviando mi acritud-. Ya no tenía más remedio que delatarle. Así que me convertí en el gran peligro que le amenazaba. Y para mí era una tortura ese papel. Quería y no quería denunciarle. Y recurrí a vosotros. Ya sabéis: tirar la piedra y esconder la mano. -Suspira profundamente-. Pero ya acabó todo.

Al alejarnos de Zumalabena nos llegaron sus últimas palabras desde el portalón:

– Pero me amaba. Mató por mí.

Koldobike pone en mi mano una diminuta cajita de cartón. La abro y son tarjetas de visita. Dicen:

Tomo una de ellas entre los dedos, y mientras la contemplo sin una sensación especial, creo oír la voz incisiva de mi secretaria:

– ¿Sabes lo que te digo, Sam?

No me entero de lo que sigue porque estoy pensando en otros abismos insospechados a los que me puede conducir una tarjeta como ésta.