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La librería Beltza

Las campanadas de la iglesia de San Baskardo me devuelven al mundo. ¿Qué hago yo sentado en esta piedra del viejo Molino de La Galea? Koldobike ya habrá cerrado. Este pensamiento me pone en marcha. Veinte minutos después estoy ante la puerta acristalada de la librería y busco la llave en mis bolsillos. Mis dedos fracasan, empuño el picaporte y la puerta se abre con el clin-clon de la campanilla sobre mi cabeza. Recorro el local bajo la mirada de Koldobike y me siento a mi mesita del fondo. ¿Qué hace ella aquí todavía a esta hora?

– Acabo de vender por teléfono uno de Navarro Villoslada -la oigo. La tengo ante mí-. ¿Qué te pasa?

– ¿No comes hoy? -gruño.

– Sabía que te pasaba algo.

– Siempre crees que lo sabes todo.

– Tengo antenas.

Hay brío en su respuesta. Es un modo de hablar que hasta hoy no había advertido. Suena bien.

– Si supieses la verdad te enamorarías de mí -suelto de pronto. Sostengo bien el momento, su mirada. Koldobike se ha quedado de una pieza. Es una muchacha alta, desgarbada, con una fronda de rizos color zanahoria en su cumbre. Puede decirse que cuando monté la librería, hace cinco años, ella ya estaba dentro.

No se venden muchos libros en Getxo, aunque la misma suerte corren zapatos, camisas y pantalones: mucha gente no ha perdido el hábito de adquirirlos en Bilbao, aunque deba desplazarse trece kilómetros; Bilbao fue el huevo fundacional del comercio, y lo sigue siendo. Es una animosa ciudad llena de mostradores que ofrecen al cuerpo lo más primario para una felicidad elemental. Una clientela así no pide librerías, en su escala de valores los libros ocupan el lugar de los chicharros. Se lee poco y se escribe menos: sólo algún ilustrado firma opúsculos sobre viejos castillos y torres, estelas funerarias o banderizos como los Jaunsolo o los Garzea que ensangrentaron el país; temas que, aun siendo propios, no apasionan a mis laboriosos conciudadanos. Una única universidad de jesuitas que moldea alevines de las grandes familias, destinados a dirigir el gran comercio y la gran industria, no puede, ni menos se propone, crear un clima propicio a los libros. Sin embargo, yo he abierto una librería en el corazón de Getxo. El tío Anselmo, hermano de ama, hubo de echar a la calle a los inquilinos ilustrados de un piso que tiene en Las Arenas y que llevaban dos años sin pagar el alquiler. Mi tío les obligó a dejar los muebles, incluidos cuatro baúles llenos de algo muy pesado. Cuantos interesados pasaron luego por el piso a comprar alguno de esos muebles, levantaban las tapas de los cuatro baúles, descubrían su contenido, las bajaban y seguían con los otros bultos. Sólo quedaron sin vender los cuatro baúles. «¿Qué hay dentro?», preguntó ama a su hermano cuando éste le propuso traerlos a nuestro desván. «Papelotes», contestó mi tío. Dos hombres los transportaron en un carro y los subieron por las escaleras. Ama no sintió la menor curiosidad por lo que metía en casa, pero yo tenía quince años. Descorrí el primer cerrojo, levanté la tapa… y libros, cientos de libros, y lo mismo en los otros tres baúles. En la escuela me habían familiarizado con los libros: aparte de flores, árboles, animales y vidas de grandes hombres, el maestro nos hacía leer fragmentos del Quijote y las Aventuras de Ulises para niños. Al dejar la escuela, a los catorce años, don Manuel me dijo: «No te olvides de los libros». En los cuatro baúles encontraría todos los que, creí, se habían escrito en el mundo. En secreto y a la luz del candil, devoré La isla del tesoro, Rebelión a bordo, La cabaña del tío Tom, varios de Dickens… En novela policiaca, Rex Scout, Stanley Gardner, Ellery Queen…, a quienes abandoné al descubrir a Hammett y a Chandler, los grandes y distintos a todos, en joyas como Cosecha roja, La llave de cristal, La maldición de los Dain, El halcón maltés, Los chantajistas no disparan… 1939 fue el año de mi primer intento de copiarles.

Tiempo después, ama reveló a don Pedro Sarria en confesión que su hijo escondía en el camarote horribles papeles del diablo, novelas y otros peligros para la juventud. El cura le pidió que los quemara. Recordé entonces que mi tío acababa de adquirir una pequeña lonja en Algorta y la tenía vacía. Le hablé y me permitió salvar el contenido de aquellos baúles. «De modo que eran libros», gruñó. «¿Para qué quieres guardar algo tan inútil? Véndelos, prueba a ver si alguien los quiere.» Vivíamos el comienzo de la dura posguerra y yo todavía no ingresaba un real y carecíamos de un trozo de tierra donde sembrar patatas, vainas o lechugas. Estaba vaciando el tercer baúl cuando apareció Koldobike, a quien apenas conocía, y empezó a darme ideas. El primer asentamiento de los libros fue en el santo suelo, en hileras contra las paredes. Vaciados los baúles, tres de ellos los partí con un hacha para leña y el cuarto lo reservó Koldobike para mostrador, porque algunos curiosos habían empezado a asomar las cabezas e incluso a entrar. La guerra y la posguerra nos habían familiarizado con la destrucción, atraía como nunca antes la cultura del dolor, la ruina, el desmantelamiento. En la lonja, la gente parecía encontrar un gran placer en agacharse para rozar con sus dedos los bordes de los viejos libros y, en ocasiones, tomar uno y levantarse con él mirándonos a Koldobike y a mí como preguntándonos cuál era el siguiente paso. Y si ellos se preguntaban eso, yo me preguntaba qué hacía allí aquella vecina: echaba mano aquí y allá con la determinación de quien hubiera nacido para vivir aquel momento. «Vale una peseta», le oí decir al primer cliente, quien depositó el papelito sobre el cuarto baúl y se llevó el libro. ¿Con qué criterio lo eligió? Con ninguno. ¿Con qué pautas asignó Koldobike precio a cada ejemplar? ¿Quizá por el grosor del lomo? Aquel primer día hicimos una caja de nueve pesetas, la mayoría acuñadas durante la guerra y en papel por el Gobierno vasco, ya sin valor e incluso peligrosas de guardar, pero que desprendían una imperecedera nostalgia; las aceptamos sin reservas por pura rebeldía. Al atardecer, Koldobike me ayudó a bajar la persiana y se despidió con un desconcertante «hasta mañana». En la cena -tres huevos, uno por cabeza-, entregué a ama las nueve pesetas. Ni el brillo que apareció en sus ojos me animó a confesarle que procedían de los libros; se santiguó con la mano que las retenía y empezó a echar cuentas. Retiradas cinco pesetas sin valor, las cuatro restantes significaban comida.

Al día siguiente, había ante la lonja cinco camisas azules con el correaje negro, acompañados de dos municipales. «¿Qué clase de propaganda reparte usted aquí?», me increparon. «Son papeles de todo el mundo, libros», oí a mi espalda. Era Koldobike. Me había ayudado también con la persiana. Los libros seguían en el suelo, algo revueltos por el manoseo de la víspera… Los cinco falangistas echaron un vistazo por encima sin encontrar la propaganda antifranquista que esperaban. Defraudados, la emprendieron con los siete sacos de los baúles convertidos en leña, los vaciaron volcándolos y se fueron con una recomendación muy a tener en cuenta: «Ándate con cuidado». Entonces los municipales me dijeron: «¿Tiene usted permiso para abrir este comercio?». Oí a Koldobike a mi espalda: «¿Tiene esto pinta de ser un comercio?». Y ellos: «Necesitan permiso todas las persianas que se levantan en la calle, y ayer a ustedes les quedaban libros por vender».

Lo primero que hice al retirarse los municipales fue agacharme para recoger por segunda vez todos los libros, por si en la primera -realizada en el camarote de casa- había pasado por alto algún título policiaco; los extraídos entonces, treinta y uno, descansaban en el fondo de mi armario ropero; huelga decir que todos juntos, policiacos y de serie negra, pues en esos inicios aún no los diferenciaba, faltaba alguna lectura más para que Hammett y Chandler me sacudieran tan hondamente y, por supuesto, aún no había tomado la pluma para copiarles. Luego me dediqué a devolver a sus sacos la leña desparramada. «Nos darán el permiso. Si fuera para vender morcillas y chorizos habría competencia, pero en Algorta estaremos solos», oí a Koldobike. Me incorporé. Lo difícil no había sido tomar una decisión, que ya estaba tomada, sino dirigirme por primera vez a la muchacha que tenía a mi espalda: «¿Permiso?». Ella se desentendió de mi gruñido. «Si esos libros del suelo son dinero, no sé por qué no lo serían los que nos enviarán las editoriales. Tenemos que sobrevivir. Yo me encargaré del papeleo.» Me volví para mirarla a los ojos, también por primera vez. Pero fue ella la que habló: «Soy de los Ibaiceta del Puerto Viejo. Y tú eres de los Bordaberri de Algorfa. Ahora ya nos conocemos». Hoy, seis años después, sigo ignorando por qué se presentó con tanta frescura en la lonja de mi tío, y por qué continúa en la librería -que también ha bautizado como Beltza («negra» en euskera)- por el modestísimo sueldo que ella misma se asignó.

Oigo a Koldobike:

– Saliste a recoger de Correos tu última novela… y vuelves sin ella. No tenía la culpa.

– Le tocó a ésta.

Se acerca un poco más y se me inclina apoyando sus manos en la mesa.

– ¿De dónde vienes, si se puede saber?

– No había un alma en la playa.

– Entonces, nadie vería el entierro. ¿Tardó en hundirse?

– Era plomo.

Se incorpora.

– Vete a casa, yo cierro.

– No. Me quedaré.

Descuelga su chaqueta roja del perchero de pie y se aleja poniéndosela con un «hasta luego».

Oigo la campanilla, la puerta se cierra, pero Koldobike queda de este lado.

– Me lo sé de memoria -dice.

Se quita la chaqueta y la devuelve al perchero.

– ¿Qué hora es? -pregunto.

– Las dos.

Me pongo en pie arrastrando la silla hacia atrás y susurrando:

– Ama estará preocupada.

– Le envié recado de que no irías a comer, que tenías trabajo.

– ¿Qué es lo que sabes?

Me siento de nuevo. Koldobike lanza un suspiro y mueve la cabeza.

– La canción de siempre: las devuelven y te encierras aquí esperando consuelo de tus Chandler, Hammett y demás.

Raymond Chandler y Dashiell Hammett son las perlas de la Sección Especial, la sección «la negra», que ocupa la estantería más alta, la más cercana al cielo. Hacia abajo, figuran: Stanley Gardner, Rex Stout, Valentín Williams, Earl Derr Biggers, Martyn, Mash, Mason, Angelis… Están en la Sección por no ser en absoluto desdeñables y ofrecer algunos rastros y destellos de «la negra». Creo que a S.S. Van Dine y a Agatha Christie no les agradaría ocupar estanterías rozando el suelo: me los imagino tan elitistas como sus héroes investigadores: Philo Vance y Hercule Poirot: nada que ver con Philip Marlowe y Sam Spade, hijos de Chandler y Hammett, que chapotean en el más fangoso barro humano social por veinticinco dólares diarios más gastos.

Descubro a Koldobike de pie entre la Sección y yo.

– Escapa de ellos, no son tan maravillosos. Lo único que les diferencia es que a ellos les publican y a ti no.

No la miro. Su voz se rebaja.

– Estos escritores tampoco son gran cosa: un gracejo de vez en cuando y para de contar. Si tus novelas se toman por el lado chistoso tienen más salero que las mentiras que se cuentan en La Venta. -Debo parecerle un derrotado al borde del suicidio-. Olvídalos. Si recibimos algo nuevo de Chandler, Hammett o de cualquiera de los otros…

– Apenas hay otros.

– ¿Sabes que, en más de una ocasión, he estado en un tris de hacer una pila en la calle con todos ellos y prenderles fuego? ¡Nunca había visto una indigestión tan gorda!

– ¡Marlowe y Spade son héroes a contracorriente! -exclamo-. Arriesgan su vida por defender a inocentes, a débiles, a doncellas en peligro. Llevan a criminales ante la justicia. No se paran en barras para denunciar lo denunciable. Desenmascaran a corruptos, hipócritas y extorsionadores. ¡Son los últimos caballeros!

Koldobike tose y espera a que decline mi furor.

– Ellos escriben de lo que ven en sus ciudades americanas en las que no cabe una rata más, y cuando la gente vive amontonada se matan unos a otros para hacer sitio. Ellos no tienen más que darle a su máquina contando lo que pasa a su alrededor: tiros, sangre, cadáveres con bonitas corbatas flotando en el río o descuartizados, rubias platino fumando como cosacos, espías, chivatos, matones… Ellos no han de inventar nada, el que tienes que inventar eres tú, porque en Getxo no ocurre nada.

Cierra los ojos aún con el eco de la última sílaba. A seis años de la guerra, la gente de Getxo sigue siendo asesinada por Franco. Sobra que le diga a Koldobike que el tiempo negro en que vivimos nada tiene que ver con «la negra». Tiene a su padre en prisión con pena de muerte. Al mío, lo fusilaron en el 39. Yo he de agradecer a mi cojera no haber corrido parecida suerte; es de nacimiento, mi pierna izquierda es más corta que la derecha; no mucho, cosa de centímetros, aunque demasiados cuando se trata de alcanzar el autobús. Asistí seis años a la escuela de don Manuel, y después hice Comercio y Mecanografía en academias de Algorta. Por entonces empecé a emborronar papeles tratando de imitar las historias que publicaba la Biblioteca Oro.

Respeto su congoja de segundos, hasta que le da carpetazo con un: «Sí, Bordaberri, tenías que inventar lo que no veías».

– Vete a comer -le digo.

Koldobike lo rechaza con un «Bah, luego traeré algo para picar» seguido de una inequívoca actitud expectante, que me obliga a confesar:

– He arrojado la toalla…

– Ganarás en salud.

– … pero he recogido otra. Otra toalla.

Naturalmente, no sabe de qué le hablo. Sus ojos se medio cierran, exigiendo saber más. Me levanto, voy a la Sección y acaricio los lomos.

– Ellos veían y escribían. Yo también veré y escribiré. -Agito un dedo ante su cara-. Y vete con cuidado, muñeca, porque ya estoy escribiendo sobre todo lo que tengo ante mis ojos. ¡Todo! Incluida tú. Espero que actúes como el personaje que te reservo.

No entiende nada, claro. Por suerte para ella, puede agarrarse a algo.

– ¿A qué ha venido eso de «muñeca»?

– ¿Te extraña? Ellos lo emplean, como bien sabes. Te acostumbrarás. Escúchame con atención.

Y le cuento con detalle la intensidad de lo ocurrido en la playa. A medida que avanzo en la vieja historia de los gemelos, es como si las palabras se fueran poniendo de mi parte. Termino el relato con la sensación de haber conseguido un acorde.

– Los gemelos Altube… -murmura Koldobike con escaso interés-. Yo tendría catorce años, apenas recuerdo nada.

– Es una buena historia.

– ¿A quién le importa ya?

– Pero sigue siendo una buena historia, no lo puedes negar. -Mi estabilidad se tambalea y me sube una queja del estómago-. ¡Una buena historia sigue siendo buena aunque alguien la cuente mal! -protesto.

– ¿Quieres escribir sobre un asunto que no acaba?

– Así es, no acaba, sólo empieza.

– ¿Y tú quieres…?

– Mi Underwood tiene un bonito punto final en una tecla.

– ¿Y vas a inventarte la segunda parte de una historia que empieza siendo real y terminará desmoronada? Tú no sabes inventar.

No, no se atreve a pisar la nueva ruta. La tomo del brazo, la conduzco a mi mesita y la obligo a sentarse en la silla. Está perpleja y me dispongo a detallarle el propósito que a cada minuto que transcurre encuentro más apasionante.

– Escucha… -empiezo, intentando calmar mi exaltación paseando por la librería-. Será algo más completo que lo que hacen ellos…

Pero sólo puedo dar dos pasos.

– Sé lo que tienes en la mollera -me corta Koldobike-, y es imposible que te lo tomes en serio. Antes, al menos, querías imitar a Chandler y a Hammett…, ¡pero ahora quieres ser nada menos que sus Marlowe y Spade! ¡Quieres salir a la calle como la mismísima encarnación de Samuel Esparta! ¿Pues sabes lo que te digo? Que no te veo.

La muy bruja ha expuesto mi futuro mejor que yo mismo. Su pasmo no había sido temerosa confusión. Cuando retrocedo hasta la mesita me enfrento a la Koldobike de siempre.

– Serás como un policía escribiendo malamente sus memorias -sentencia-. ¿Es que no tenemos aquí policías hasta en la sopa? ¿Por qué habría de salirte una buena novela?

– Siento otra música mordiendo mis huesos… ¿No suena ya esto distinto?

– No oigo nada.

– No quieres oír. Hasta yo mismo me asombro… ¡Estoy escribiendo en otro lenguaje!

– Enséñamelo, quiero leerlo.

– ¡Lo tengo aquí, está escrito aquí! -Y un dedo presiona mi frente, como si la quisiera perforar-. Sólo otro escritor me entendería, muñeca… Tengo ya varios folios escritos y te aseguro que me he dejado llevar, que ellos se han escrito solos… Intentaré adecuarte, nena. Samuel Esparta necesita una secretaria, no una empleada. Y rubia. Es básico.

Koldobike se toca el cabello con una mano, sin decir nada; cree que estoy bromeando. «Ah, se me olvidaba, he de envolver el Villoslada.» Se levanta, recorre la librería hacia la entrada y busca en las estanterías. Para ser de pueblo, no deja de tener estilo; con algún retoque no desmerecería de las sofisticadas secretarias de ellos. Localiza el libro y se dirige con él a su puesto -otra mesita en la entrada, roja, con el teléfono y una pequeña caja registradora-, toma un recorte de papel azul con lunares y enseguida sale de sus manos un vistoso paquetito con lazo dorado.

– A propósito: si suena el teléfono y es una mujer desesperada reclamando mis servicios, o un hombre que no quiere hablar más que con Samuel Esparta, les anuncias lánguidamente que tu jefe se halla metido en el caso más misterioso de su larga carrera.

Koldobike me lanza una mirada de reojo y mueve pacientemente la cabeza.

– ¿Me creerás si te aseguro que casi me da vergüenza utilizar ese gran tema que me ha venido a las manos? -Koldobike no levanta la vista de su paquetito-. Así es, me ha venido a las manos sin esfuerzo por mi parte… Allí estaba la herrumbrosa argolla de Félix Apraiz, en la peña que tan bien conocemos. Félix Apraiz la cementó en una hendidura natural, ni se sabe cuándo, y en ella fijaba su palangre nocturno. A veces, alguien se le adelantaba, alguien que no tenía ningún derecho sobre su argolla. Y se cabreaba, claro. Cortaba el palangre ajeno y ataba el suyo. ¿Te das cuenta? No lo soltaba, sino que lo cortaba. Y de entre los que le cabreaban, los gemelos Eladio y Leonardo se llevaban la palma… Pero ¿era razón para matarlos?

– Con matar a uno habría sido bastante -me sorprende Koldobike tomando parte en mi especulación-. El otro habría comprendido y emigrado.

– ¿Emigrado? ¡Quia! Habría corrido a denunciarlo. O le habría partido la cabeza. Los gemelos eran de armas tomar. Pero el superviviente no hizo nada de eso.

– A lo mejor a Félix Apraiz le habría convenido matar a los dos.

– Es que, quien fuera, quiso matar a los dos.

– ¿Y por qué no los mató?

– Te lo expliqué: porque Etxe apareció a tiempo y fue posible aserrar la cadena que rodeaba el cuello de Eladio cuando el agua ya rebasaba su nariz. Leonardo yacía ahogado junto a él.

Koldobike se halla ahora desatando los envíos de las editoriales recibidos hoy.

– ¿Sigue vivo Eladio?

– No sé que haya muerto.

Koldobike interrumpe su quehacer y se me encara.

– Si Félix Apraiz ha tenido diez años para redondear su trabajo y no lo ha acabado… la respuesta es clara. Busca por otro lado… Si agarraste este caso por verlo fácil, olvídalo y vende libros en lugar de escribirlos.

– No me importa la naturaleza del caso…, ¡lo elijo porque es real! ¿Aún no lo entiendes?

Sí lo entiende: ha sido prometedor el intercambio de disparos entre ella y yo.

– Y el peligro -dice, atacando uno de los paquetes con las tijeras.

– ¿Qué peligro?

– En adelante, no será tu pluma la que mueva al asesino, él se moverá solo. Anda suelto por ahí y no le hará ni pizca de gracia que alguien rompa su siesta de diez años. Irá por ti. ¿Me has oído? Irá por ti.

– Gracias por el aviso, muñeca. Me zafaré para que no te suicides.

Callo, por ver si me pregunta algo así como: «¿También has escrito eso?», pero no ocurre. Por el contrario, repite:

– Sí, peligro, auténtico peligro fuera de la novela.

– ¡Es el realismo que ando buscando!

– ¿Qué harás si te apunta con su escopeta de dos cañones?

– En Getxo han desaparecido todas las escopetas, todas están enterradas envueltas en hules engrasados. Además, he leído todas las novelas y visto todas las películas de cine negro. Me sé todos los trucos.

La réplica de Koldobike resume su pensamiento y la mirada envolvente que me dirige:

– Que el zapatero Suelas te ponga más tacón para que rebases el metro sesenta y cinco… ¿Y si está en las Américas? ¡Ojalá! Tu novela no tendría final, no habría novela.

– La guerra ha mandado al exilio sólo a los mejores: ese hombre me está esperando.

– Quieres arreglar un descuido de Franco.

– El caso estaba ya cerrado cuando Patxi nos visitó. A Leonardo lo mataron en junio del 35, trece meses antes de la guerra. Nuestra policía dispuso de esos trece meses para investigar. La guerra le vino bien al asesino, la gente empezó a pensar en otra cosa. Luego, cuando «liberaron» Getxo, en junio del 37, Franco, con tanto muerto a sus espaldas, no iba a ocuparse de uno solo, y además ajeno… Pero, sí, hubo una investigación de trece meses.

– ¿Te das cuenta? Un montón de cazadores: policías, alguaciles, jueces, abogados, chivatos… ¡y tú quieres ganar donde todos se estrellaron!

No interrumpe un solo instante su ocupación, ahora registrando los albaranes. A mí, la explicación no me permite dejar de medir la librería con mis pasos.

– Sólo los casos heroicos merecen ser novelados -digo.

Koldobike levanta la cabeza, me mira, y me gusta pensar que se piensa a sí misma viviendo otra vida. ¿Por qué, si no, se sienta con más cuidado y se estira la blusa?

– El juego empezará con una gran ventaja del asesino sobre ti: él sabrá quién eres desde el principio y tú no sabrás quién es él.

– En cambio, ese hombre estará relajado y yo estaré a cien.

– ¿Hombre? ¿Por qué no mujer?

Hombre, hombre, y ella también lo sabe.

– Otro punto a mi favor: creerá que quien le persigue es un despistado librero y se confiará más.

– ¡Si al menos fuerais una docena de libreros!

– Mi verdadera baza es que él no ha leído a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett y yo sí. -Recojo de Koldobike un paciente suspiro y me detengo bajo el rótulo Sección Especial-. ¿Se ha recibido hoy algún título? -Es la pregunta que le dirijo casi a diario.

– No. Y que no manden más porque no salen los otros y no hay sitio. ¿Y sabes lo que te digo? Si no se te quita esa idea de la cabeza, enciendo en la calle una fogata con todos esos librotes que te han comido el seso.

La tengo a mi espalda, me llega su perfume barato.

– Sal a la peluquería a que te pongan de rubia.

Dejo de oír su respiración. No me atrevo a volverme.

– ¿Es que las rubias venden más libros?

Sé que no piensa así. Me vuelvo con un entusiasmo repentino y la tomo de los hombros.

– Escucha: con un simple biombo convertiremos mi mesita del fondo en la oficina donde Samuel Esparta recibirá a sus clientes en apuros. Llegarán a la librería personas…, hombres o mujeres, no importa…, que no buscan libros sino al investigador privado Samuel Esparta, y tú simularás que te sacas un chicle de la boca, o te sacas uno de verdad, y lo pegas debajo de tu mesa y le preguntas: «¿A quién anuncio?», y te vienes al biombo, asomas la cabeza por una esquina y me anuncias: «El señor X o la señora X». Todo esto lo hace mejor una secretaria rubia.

Retrocede un paso, librándose de mis manos.

– ¿Cómo te atreves a mandar en mi pelo? Estás enfermo. Tendrás que buscarte a otra.

– No quiero a otra, te quiero a ti.

Se desinfla, aunque no del todo.

– Me gusta mi pelo, nunca me lo he teñido ni tengo intención de hacerlo.

Me encojo de hombros.

– Bueno… A fin de cuentas, era sólo una pieza… y no fundamental.

– ¿No? -Koldobike se ha puesto en guardia, la he herido sin querer, no ha sido un truco por mi parte.

– Empezaré con lo puesto y ya iremos viendo -le anuncio.

Se dirige a su mesita, pero al llegar a ella no se sienta.

– ¿Acaso ya sabes por dónde empezar tus investigaciones?

– Por la playa, naturalmente. Por Etxe descubriendo a los gemelos atados a la peña de Félix Apraiz. Mi estreno será Etxe, mi primer interrogatorio.

¿Qué está pensando Koldobike en este descanso que se toma?

– ¿Quieres que te diga una cosa? -Me apunta con el dedo-. Tu primer paso debe ser un cura.

– ¿Un cura? ¿Qué cura?

– El cura con quien se confesó.

– ¿Quién se confesó?

Su rostro se cubre de sombras:

– No he dicho nada, no quiero jugar a esto.

– No es un juego, es tan real como la vida misma.

– Sólo en las novelas hablan así.

– ¿Es que esto no es ya una novela?

Mueve la cabeza con fatiga, creo que acaba de dar mi caso por perdido del todo. Pero esa idea del cura…

– Sólo en las películas los asesinos se acercan a un confesionario.

– Películas y novelas…, ¡tal para cual! Aunque si la chifladura en que te has metido es realidad, entrarán también curas confesores de criminales.

– Pero esto será un paso más, será una novela…, ¡ya es una novela!

Corro a mi mesita, me siento a ella, saco del cajoncito un puñado de folios en blanco, elijo del cubilete de plumas una estilográfica, la destapo y me dispongo a escribir la primera línea, la primera palabra. La mano me tiembla. Miro a Koldobike y la sorprendo pendiente de mis movimientos. El silencio sólo lo rompería el rasgueo de la pluma contra el papel, pero mi mano es de piedra.

– ¿Cómo empezarías tú? -susurro-. Estoy en la playa, acabo de recordar lo que ocurrió en aquella peña y la impunidad del crimen… Y una todopoderosa realidad me está dictando la música de las palabras con las que debo pensar…, ¡con las que debo escribir! Escucha lo que escribí esta mañana en la playa: «Estoy escribiendo sin pluma ni papel, simplemente en mi cabeza. Estoy escribiendo, que nadie lo dude. Y lo que leo me gusta…». No es el comienzo de la novela. Quizá deba regresar al mismo escenario… ¿Por qué no me ayudas?

– En el pozo de serpientes en el que te vas a meter yo sólo veo a una persona de negro que sabe quién es el criminal.

– ¡Si al menos hablaras ya de personaje y no de persona!

– Lo saben dos: un cura y el criminal. Busca a ese cura. No será de Getxo sino de las Quimbambas.

– Esto suena bien, me gusta, será parte del texto… ¡Eres la secretaria que necesito!… Pero aún no es el arranque ideal.

Koldobike se me acerca con una seriedad inusitada.

– ¿Necesita un pueblo, al cabo de diez años, que se le recuerde el doble crimen que…?

– ¡Perfecto! -exclamo con euforia. El rasgueo de mi pluma suena como la mejor de las músicas.

– ¿Qué escribes?

– El comienzo perfecto…, que da pie a la siguiente cadencia…, muy de la serie negra… y de otros circunloquios narrativos de altura: «aunque, en realidad, no murieron los dos gemelos, sólo uno de ellos».

– ¿Ya tienes pensado mi nuevo nombre?

– Koldobike. Nada de nuevo, es un nombre campanudo.

Nueva pausa para su reconstrucción interna.

– Así que Koldobike… Tendrías que haberme avisado, llevo esta falda a medio planchar. Debes verme con la que no he traído. Te la contaré: azul, con unos plieguecitos…

– No la veo. Sólo escribo realidades. Sería volver a la maldita ficción.

– No seas cabezota. Mira: si yo ahora me marchara a casa a cambiarme de falda y regresara con la azul, sería realidad, ¿no? Y te pondrías a escribir que Koldobike dejó un rato la librería y apareció con una falda azul muy bien planchada…, ¿me sigues? Y como no es preciso contar «toda» la realidad, pues espero que antes no hayas ni mencionado la falda sin planchar, y así Koldobike habrá tenido puesta todo el día la falda planchada y todo será de lo más real.

– ¡No, nunca! Sería como desvelar los innobles artificios a que puede recurrir un autor para sostener su realismo…

– Entonces vendré a trabajar vestida de boda.

– ¿Tanto te cuesta mostrarte todos los días tal cual eres?

– Y tú, ¿te muestras tal cual eres?

Quedo tan atónito que la propia Koldobike acude en mi ayuda:

– No te preocupes, hay otra persona que tampoco será ella misma. -Se inclina con el secante en la mano para absorber la gota de tinta que ha soltado mi pluma-. Espero que tú la encuentres antes de que ella te encuentre a ti, Sam Esparta.