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Por la tarde solemos cerrar a las ocho, pero ayer Koldobike me pidió permiso para salir a las siete; un formulismo que está de más, y lo sabe: cuántas veces soy yo el que le pide permiso a ella. Fue oportuno que le preguntase por el emplazamiento de la casa de Eladio Altube en el momento en que salía.
– ¿Por qué su casa? -exclamó-. Vive más tiempo en cualquiera de sus chiringuitos. Lo encontrarás muy de mañana en su granja, la que se ve desde el Cruce de Laparkobaso.
No hay en Getxo grandes distancias, y a las nueve tengo ya a la vista la granja industrial de gallinas de Eladio Altube: una especie de hangar de ladrillo, una construcción que, en su día, hace diez años, llamó mucho la atención, tanto por su diseño como por ser la primera granja industrial de su género que se veía en Getxo. Aunque desde la guerra funciona a pleno rendimiento -sufrimos una desmedida revalorización de los alimentos-, al año de su puesta en marcha fue clausurada por los propios gemelos… Detengo mi marcha, recordando. Sí, un tal Ambrosio Menchaca puso otra granja de gallinas hacia 1932, que no tenía nada de innovadora, de industrial: simplemente, llenó su caserío, en el que vivía solo, de aves, lo abarrotó literalmente de ellas, cuadra y habitaciones, se dijo que incluso su dormitorio y que llegó a dormir entre las jóvenes pollitas para darles calor: supo transformar con tanto esfuerzo e ingenio su enorme caserío en granja, que consiguió albergar a más número de gallinas que la industrial de los gemelos, si bien su triunfo no se debió al número y a los mimos sino a la raza colorada de unas aves que entregaban los muy apreciados «huevos rojos de aldea», en choque con los menos sustanciosos «huevos blancos de granja», que además eran poco mayores que las canicas; por añadidura, las gallinas rojas de Ambrosio Menchaca se alimentaban del más natural y de siempre maíz rojo, y las blancas, de esos piensos americanos que vaya usted a saber con qué porquerías los hacen.
Bien, y aquí llega lo gordo: alguien mató a Ambrosio despeñándolo por La Galea… ¡Otro crimen con Eladio y Leonardo en medio! ¿Qué clase de maldición les persigue? La competencia que representó Ambrosio Menchaca y que les obligó a cerrar su negocio seguramente les hizo sospechosos durante un tiempo, pero el criminal resultó ser un tal José Salegui, por razones que no recuerdo. A los pocos meses, los gemelos reanudaron su venta de huevos, esta vez con más fortuna, ya que pronto estalló la guerra y, sobre todo, la posguerra, y los alimentos entraron en el mercado del estraperlo para enriquecer a tanto pirata.
He dado vueltas a todo esto sin avanzar un paso. Ahí está la granja, al otro lado del Cruce de Laparkobaso, y la contemplo sin dejar de pensar en el asesinato de Ambrosio Menchaca y en Eladio y Leonardo como sospechosos. Y es lo que me tiene clavado en el sitio: la lógica de que fueran sospechosos, sus buenas razones para haber matado. Y, sea como fuere, que un rival de ellos resultara muerto. Lo curioso del caso actual es que los gemelos están en el meollo de otro crimen…, aunque ahora como víctimas.
Sus naturalezas son conflictivas. Engañaron, alborotaron. Al fin, alguien se cansó de ellos.
Hay una cerca de alambre de espino rodeando la propiedad, guardada también por dos perrazos que vienen a mi encuentro ladrando. Espero ante la puerta de tubo y espino. Veo salir del hangar a un sujeto pequeño, que se acerca. Amansa a los perros con una orden desfallecida, y se detiene al otro lado de la puerta. Le ha costado mover piernas y brazos, como si estuviera cansado, y eso que es joven, no más de veinticinco años. Lleva un sucio buzo azul que huele a excrementos de gallina y no sólo no me hace la pregunta que cualquiera esperaría sino que sus ojos no me miran, no me estudia, se dirigen a un punto por encima de uno de mis hombros.
¿Es Eladio Altube? Me cercioro antes de hablar: es más joven, el gemelo tendrá ahora unos cuarenta y cinco.
– ¿Está el amo?
– Ocupado.
– Necesito hablar con él.
– Cuando está con las gallinas no se le puede molestar.
– Dile que es para hablar de su difunto hermano.
– ¡Que pase! -El grito procede del hangar. No veo a nadie en el exterior. El enclenque empleado me abre la puerta-. ¡Por el otro camino! -suena la misma voz. Son dos senderos sin cuidar abiertos en el césped y yo elegí el equivocado. Aunque no veo a Eladio Altube, él a mí sí. El empleado me sigue a un metro. Pronto me asalta un más intenso olor a excrementos. En la puerta de madera del hangar sólo está abierta la mitad de arriba. El empleado me sobrepasa en un movimiento torpe y me abre la de abajo-. Espabila, que ya has perdido mucho tiempo. -El dueño de esta voz surge del hangar con una cesta llena
hasta el borde de huevos blancos, se cruza con el bulto que entra y cierra la media puerta a su espalda, quedando fuera. Así que no tengo ocasión de ver el interior del recinto, las celdas industriales de las gallinas, de las que sólo me llega un espeso grrg-grrg de multitud.
– Soy… -empiezo.
– Ya sé quién eres -me corta secamente.
Viste pantalón de trabajo y camisa de cuadros, ambos arrugados y más bien sucios. La engañosa quietud de su cuerpo parece no pertenecer a unos ojillos inquietos en continua búsqueda de algo. La explicación de que me haya reconocido se encuentra en esos ojos puntiagudos que cazan y conservan las más viejas informaciones aprovechables, y yo, un vecino de Getxo, soy parte de esa información. Me molesta descubrir que tiene mi nombre en su agenda sin mi permiso.
– ¿Estás seguro de que sabes quién soy? -le reto.
Su mueca quiere ser una sonrisa mientras me guía hacia una caseta de ladrillo con tejado de chapa.
– Sancho Bordaberri, el de la librería Beltza.
– Ahora no soy ése sino Samuel Esparta, investigador privado.
Eladio Altube se para y yo con él.
– ¿Qué has dicho? -inquiere, cerrando aún más sus ojillos-. ¿Eres las dos cosas?, ¿te llamas de dos maneras?, ¿lo sabe la policía?
– Olvídate de la policía. Es cosa personal.
Me escruta a la defensiva.
– Investigador privado -repite-. ¿Y qué investigas?
– La muerte de tu hermano.
Es tal su sorpresa que varios huevos de su cesta se estrellan contra la tierra. Por un momento, parece que no quiere perder la tortilla a sus pies, de tanto que la mira -le creo capaz de recoger esa sopa con una cuchara y aprovecharla para la cena, al menos para la de su empleado-. Pero desiste. Reanuda la marcha, entra en la caseta y me indica por señas que yo haga lo mismo. Es una especie de almacén de herramientas grandes apoyadas en las paredes; hay una estantería con cuatro archivadores y una pequeña mesa con una silla; me la acerca con el pie para que me siente; aunque hubiera otra, él seguiría en pie, tal es la tensión que le envara. La cesta sigue en sus manos, olvidada.
– Aún se ignora quién lo mató -digo-. Es algo pendiente, sobre todo para ti, supongo.
Su mirada es incolora. Mueve fríamente los labios.
– Y tú te has puesto a investigar. Para eso has venido. ¿Quién te paga?, ¿a quién le interesa este asunto?
– Te repito: es cosa mía. Aunque los investigadores privados cobran una cantidad más gastos, esta vez nadie me ha contratado.
– Nadie te ha contratado, te has contratado a ti mismo… Sé que haces libros, quieres contar esta historia para venderla.
Me quedo de piedra. Creí que sólo los de casa y Koldobike conocían mi debilidad. Una ocupación, por otra parte, secreta sin necesidad de ocultarla y del todo intrascendente en Getxo. Sin embargo, en cierta agenda, alguien tenía registrado: «Sancho Bordaberri, escritor».
Eladio Altube se relaja y deposita la cesta en el suelo.
– Tendrás una lista de nombres para sacarles lo que sepan. Yo te puedo contar más que ninguno.
Es lo que me aseguró Koldobike y estoy de acuerdo: nadie sabrá más que quien convivió con la víctima hasta las últimas y dramáticas horas sobre la peña.
– No he leído muchos libros -añade-. A lo mejor no he leído ninguno como el que tú quieres hacer. No hay que ser muy leído para saber que un libro se venderá más si tiene noticias que nadie sabe.
– Las noticias son para los periódicos, y lo mío no…
– Llámalo como quieras, pero lo que importa es que tendríamos un libro con más compradores.
– ¿Tendríamos?
– Al cincuenta por ciento, ni para ti ni para mí.
Ningún cambio en su expresión incolora al término de esta oferta de asociación en toda regla. ¿Por qué me asombro viniendo de un tipo tan mercachifle como él? Aunque se merece un no tajante, soy un investigador en busca de informes y por fuerza este hombre ha de poseer un tesoro de ellos… seguramente sin ser consciente.
– Creo que tu aportación no sería relevante -me limito a señalar-. ¿Qué revelaciones me harías que no fueran de conocimiento general? ¿O que lo fueron hace diez años para los débiles de memoria? El pueblo sabe, yo mismo sé todo sobre este asunto. Corrió de boca en boca. Todo, claro, excepto el gran secreto, el que sólo conoce el asesino. Mis preguntas ya no buscan hechos sino sombras, reflejos de esos hechos que puedan ser interpretados a la nueva luz que aporte un investigador recién surgido.
¿Descubrí en los finos labios de Eladio Altube algo semejante a una sonrisa?
– Tengo noticias, hechos nuevos. Noticias nuevas que nadie conoce y que tienen un precio.
– ¿El nombre del asesino? Ésta sí que sería una noticia. Pero incluso con ella no conseguirías nada. Es más: reventarías mi libro. Lo empecé a escribir hace un par de días y sería de mal gusto descubrir tan pronto al asesino. No quiero romper los esquemas tradicionales de estas historias. El asesino sólo ha de ser descubierto al final de unas doscientas cincuenta páginas. Si yo resolviera el misterio en las primeras treinta o cuarenta, ¿qué mierda de libro sería? ¡Es que ni siquiera habría libro!
– Pon que no hablas conmigo hasta el final de esas doscientas cincuenta páginas.
Es un sujeto con mil trampas en su cabeza, incluso trampas literarias.
– Una solución igualmente desastrosa -le aseguro, aun admitiendo que en otro tipo de libro habría sido una buena solución-. ¿Qué investigador no empieza su investigación visitando al hermano del muerto, que no sólo es su hermano, sino que se libró de milagro de morir con él? Samuel Esparta no puede traicionar leyes de la noble profesión de investigador, no puede acabar con su carrera apenas empezada… Pero ¿es eso realmente lo que me quieres vender, el nombre del asesino?
Contengo mi respiración esperando la respuesta.
– No -suspira Eladio Altube, supongo que lamentando la inutilidad, por partida doble, de su oferta-. Pero queda lo otro, lo que tampoco nadie sabe y yo sí, lo que te costará el mismo precio.
– ¿Ese cincuenta por ciento? -Eladio Altube asiente con la cabeza. Me parece estar en un regateo de feria-. Te advierto que quizá no acabe el libro, que quizá nadie quiera publicarlo o no se venda un solo ejemplar. Nunca te metas en asuntos económicos con un escritor.
– Pondríamos en el contrato una cláusula para compensarme. De tu bolsillo.
– ¿Compensarte? -estallo-. ¿Sabes que estás comerciando con la memoria de tu hermano, un infortunado que sólo merece justicia?
Eladio Altube se vuelve hasta darme la espalda, recoge la cesta del suelo y en dos pasos llega a una estantería con varias cajas de cartón de mediano tamaño; alza la cesta hasta depositarla en la encimera y con mano segura, y a pares, empieza a trasladar huevos de la cesta al serrín de una de las cajas. Media docena de ellas ya estaban llenas. El silencio de su espalda me transmite algo así como un mensaje de que no debo interrumpirle. Acaba y regresa a mi lado con la cesta vacía. Se ha tomado un descanso, puedo comprenderlo… pero cuando levanta la mirada me parece ver sus ojos humedecidos.
– Vendrán de un momento a otro -le oigo en un tono muy menor-. Es la recogida de la mañana.
– ¿Quiénes vendrán?
Mi pregunta es tonta, se trata del movimiento de su granja, así que incluso estoy dispuesto a interrumpir mis preguntas mientras él resuelve sus cosas. Supongo que también me ha conmovido su repentina emoción.
Pero es él quien de pronto se mete otra vez en harina, y no retomando los temas ya manoseados, sino el nuevo de su mercadeo, y ahora, al parecer, gratis:
– Antes de la guerra de nuevo vino a por mí. En la playa, de noche. A sólo unos metros de la peña de Félix Apraiz. Una estaca vino sobre mi cabeza. Pude desviarla. Corrió como un demonio en la oscuridad. Estoy seguro de que buscaba atarme por segunda vez al hierro.
– ¿Y por qué no lo sabíamos? -murmuro. Le miro fijamente y, sí, parece cierto-. Es que había dejado el trabajo a medio hacer. ¿Cuántos meses habían transcurrido?
– Cuarenta y tres días.
– Cuarenta y tres días sobre ascuas. Me refiero a él.
– Un cabrón.
– Un perfeccionista.
– Es la primera vez que lo cuento.
– ¿Por qué? Pudo constituir un dato importante para la investigación de entonces.
– Nadie se tomó en serio la muerte de mi hermano, ni polis ni jueces. Las lenguas del pueblo no descansaron durante meses, y no sé cuándo se habrían cansado. Pero vino la guerra… ¿Contarles los dos nuevos ataques del cabrón?, ¿para qué? No quise volver a ser el payaso de la feria. Mi hermano no se merecía que…
– ¿Has dicho dos ataques?
Eladio centra toda su atención en una furgoneta que acaba de frenar ruidosamente en la carretera. Leo el letrero que lleva en su carrocería: Servicio de Falange Española. Bajan tres hombres y se acercan muy resueltos por el camino.
– Les conozco, no te preocupes -me tranquiliza Eladio.
Desde 1937 nadie quiere tenerlos cerca y menos que se dirijan directamente hacia uno. El que precede a los otros dos cruza el umbral de la caseta y entonces oigo a Eladio un «¡Arriba España!» bastante desfallecido. El recién llegado hace un amplio gesto con el brazo como borrando algo en el aire.
– ¿Hay muchos hoy? -pregunta con voz cantarina.
– Una caja más que de costumbre -dice Eladio.
– ¡Arreando! -Empuja el hombre a los dos que entran.
Lo único que les distingue es la camisa azul con las cinco flechas bordadas en el bolsillo del corazón. Bueno, y la seguridad de perdonavidas con que se mueven. Mientras sus dos compañeros empiezan a sacar cajas, el de la voz cantarina no deja de mirarme parado frente a Eladio Altube.
– Es el de la librería de la Avenida del Ejército -le informa Eladio, adelantándose seguramente a su pregunta.
– No sabía de qué me sonaba tu cara -dice el tipo-. He entrado más de una vez. -Es alto y flaco, de rostro afilado, gafas de cristales negros sobre una nariz ganchuda y, claro, el bigotito lineal de cabrón-. ¿Vas de boda?
Hay ironía en su tono. Se refiere a mi traje, mi corbata y mi sombrero.
– Es que hoy me he vestido ante el espejo.
Me suena bien la frase.
– No te conviene hacer negocios con este mangante -dice el tipo riendo-. Métete en tu librería y no salgas.
– No hay negocios entre nosotros -dice Eladio Altube.
Pienso que ahora el tipo preguntará: «Entonces, ¿qué hace aquí?» o algo parecido, pero se va siguiendo a sus dos compañeros con las últimas cajas.
– Yo sí que tengo negocios con él. Buenos negocios -dice Eladio Altube-. Los mejores. ¡Qué pena que no pueda verlos mi hermano! -Se cruzan nuestras miradas-. Estraperlo, naturalmente. Somos socios. El precio de nuestros huevos es más alto que el Serantes.
– Parece que no le importó mi presencia…
– ¿Importarle?
– Yo podría denunciaros a las autoridades…
– Aquí la autoridad es Luciano; Si abres la boca, el que iría a la cárcel o a otro sitio serías tú.
Eladio Altube sonríe y no dudo de que han llegado los mejores años también para él, y hasta yo lamento que no pueda disfrutarlos Leonardo Altube.
– El pueblo pasa hambre -digo.
– Yo no he traído esta guerra ni soy ninguna autoridad -comenta casi dulcemente.
– Es un estraperlo manchado de sangre.
– No me metas en eso.
– Esa gente…
– Luciano Aguirre es del pueblo, ¿no lo sabías? De Las Arenas de toda la vida.
Me cuesta creer, como siempre, en estos cambios de chaqueta. Dijo que entraba en mi librería, y será verdad; lo hablaré con Koldobike, memoriza los rostros mejor que yo.
La visita de Luciano Aguirre ha sido breve, pero demoledora. Temo que no va a ser fácil regresar a la investigación, que ya había conseguido algo inesperado: el segundo intento de acabar con el gemelo superviviente, intento recién revelado por él mismo, y por primera vez, según sus palabras. La irrupción de Luciano Aguirre me ha privado de conocer el tercer intento, por no mencionar la versión personal de su odisea encadenado a la argolla, en principio mi único objetivo al venir aquí.
En tanto busco la idea o la frase más inocente para recuperar el hilo perdido, Eladio Altube me anuncia nerviosamente:
– Ahora tengo trabajo. Media hora. Pero luego he de subir a Algorta y, si quieres, me acompañas.
Su trabajo consiste en armar mucho ruido en el interior de su hangar, principalmente voces más que furiosas contra su empleado. Me imagino a éste trajinando afanosamente sin levantar cabeza y a su dueño y señor gastando todas sus fuerzas en gritos, sin mover un dedo. Al cabo de media hora, emerge de la puerta sacudiéndose con ambas manos su camisa de cuadros de lechero y su pantalón de sarga. Voy a su encuentro.
– Si uno no está encima de ellos sin perderles de vista, te arruinan -gruñe.
– ¿Cuántas gallinas?
– Dos mil.
– Nuestros aldeanos nunca vieron en sus cuadras arriba de dos o tres docenas, una carga inapreciable -digo-. Pero dos mil aves dentro de un solo recinto han de dar mucho trabajo a un solo hombre.
Eladio Altube se me encara a medias.
– Mira, Sancho: el empleado que tengo es un gandul. Una madre se cansa lo mismo con un hijo que con diez… porque con diez debe emplear otro sistema. Con dos mil bichos también se emplea otro sistema: el industrial. Lo mismo hace la madre con diez hijos. ¿Quién trajo a Getxo la cría industrial de aves? Los gemelos. ¿Quién trajo el primer tractor? Los gemelos. Y traeremos más inventos. Hay muchos aquí que siguen viviendo como los burros. ¿Nos lo agradecen? ¡Quia! Los gemelos seguiremos siendo unos faranduleros.
– ¿Los gemelos?
Eladio Altube endurece su expresión.
– Para mí, siempre seremos los gemelos. Siento a mi hermano tan cerca como antes. -Coge un pantalón de un gancho de la pared y se retira tras la silla-. Un momento y vamos.
Da por sentado que le voy a acompañar, es como si me estuviera advirtiendo que no debo perder la oportunidad que me brinda. Le veo en la mejor disposición para hablarme de los dos viejos temas que parece deberme. ¿Quién me garantiza que mañana no habrá cambiado de idea? Es un hombre de genio vivo e incierto, a merced de cualquier viento cambiante. No, no me transmite ninguna garantía; puedo decir, sencillamente, que no me fio de él.
Ya se ha puesto un pantalón más limpio, aunque sigue con la camisa de cuadros de lechero. Me hace una seña con la mano y sale el primero, espera fuera a que salga yo y echa la llave, que guarda en el bolsillo de su camisa.
– Lo hago por mi hermano -dice, camino de la alambrada-. Me refiero a la puerta; siempre que dejaba una puerta atrás, la cerraba.
– Las gallinas también se sentirán más seguras si se las cierra. ¿Tiene llave del gallinero tu empleado?
– Ni siquiera mis socios tienen un duplicado. Yo volveré por la tarde para abrir.
– Tu hermano dejó en buenas manos vuestros negocios.
– Esté donde esté Leonardo, me gustaría que lo supiera.
Aparece una sombra de emoción en su rostro colorado y con barba de tres días.
– Tengo la impresión de que quedó algo pendiente entre vosotros, quizá no existió la última despedida, dadas aquellas terribles circunstancias.
Estamos ya en pleno viaje hacia Algorta, carretera de Sarrikobaso arriba. Eladio Altube se detiene un instante tan fugaz que no pierde el paso, pero sí su mirada sobre mí. Creo que mi disparo a ciegas ha dado en un punto muy sensible. Yo sólo pretendía llevar la conversación a 1935 y a la peña de Félix Apraiz.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunta a media voz-. No eres tonto, Sancho Bordaberri. ¿Cómo lo sabes? -Cruzamos nuestras miradas y rectifica-: ¿Cómo lo sabes, Samuel Esparta?
– Me pongo en tu lugar, ahogándote junto al cadáver de tu hermano…
– Yo sabía que también se estaba ahogando y los dos tirábamos de las cadenas. Pero eso fue al principio… ¿Por qué no me despedí de él cuando aún era tiempo, cuando le oía pedir socorro? Creía que nos ahogaríamos a la vez, pero él se ahogó antes, se ahogó cuando el miedo ya me había agarrado por los huevos y luchaba por mi vida como si nadie más hubiera en aquella maldita peña. ¡Leonardo murió a mi lado y yo ni me enteré, no pude despedirme de él! Desde entonces…
Enmudece y caminamos en silencio. Se me ocurre pensar que cualquier personaje en su circunstancia sería una perla para el investigador de un crimen: un par de gemelos sufre un atentado para acabar con sus vidas, el asesino tiene éxito al 50 por ciento, un gemelo sobrevive y el otro no; si se hubiera tratado de una víctima normal, es decir, una víctima con un solo cuerpo y no con dos, ese 50 por ciento se referiría a una parte de su cuerpo, la que más interesaba, es decir, la superviviente… siempre que ésta contuviera el cerebro pensante, que fuera la de arriba, la de la cabeza. ¡Un asesinado en condiciones de contar quién le asesinó, un cadáver hablante! Pues eso es lo que es Eladio Altube.
– Los sendos golpes en las frentes parecen indicar que alguien se acercó a vosotros sin despertar sospechas -rompo el silencio de la marcha-, que le conocíais. Me refiero a que le habríais conocido de haberle podido ver. ¿Por qué no le visteis?, ¿estaba demasiado oscuro?
Vuelvo la cabeza y veo cómo Eladio Altube entrecierra los ojillos.
– Negro estaba, sí. Los dos carburos los teníamos en la arena, a unos pasos, porque Leonardo y yo estábamos…, no recuerdo en qué estábamos. La verdad es que no me acuerdo de nada antes de los golpes. Hay un salto y de pronto me encuentro con la cadena al cuello, tumbado largo en la peña, y Leonardo pegado a mí, también con collar. El agua ya la teníamos por la cintura.
– Hablaríais.
– ¿Qué pasa?, ¿qué es esto?, gritaba Leonardo, ¿quién nos ha puesto aquí?
– Tampoco había visto al agresor.
– ¿No te he dicho que todo estaba muy negro?
Su rostro regordete se petrifica, recordando, y le dejo tranquilo algunos pasos más. Creo que éste no es lugar para que trabaje un investigador: dos personajes viajando a pie por la calle y con prisa de una granja de gallinas a…, ¿adónde?…, seguro que a otro negocio de los suyos. Y a plena luz del día. Ni ellos se moverían a gusto en un escenario tan blando, echarían de menos el tono lóbrego del género: locales apenas iluminados por lámparas de mesa ahogadas por el humo de cigarros; gentes derrotadas intercambiándose secretos de amor o delictivos; una rubia de piernas y cuello largos esperando a que el día acabe mejor que los anteriores; un barman frotando inútilmente el mostrador con un trapo mientras estudia los rostros impredecibles de individuos al borde del abismo; una conversación entre dos tipos sombríos sentados a una pequeña mesa de un antro que cerrará en cuanto se vayan, o lo haga sólo uno de ellos dejando al otro con la cara aplastada contra la mesa y un estilete hundido en el cogote hasta la empuñadura; un oscuro callejón del que alguien no saldrá como entró… En este discurrir precipitado, Sarrikobaso arriba, a plena luz, refrescados por una brisa saludable, estoy seguro de que ellos se encontrarían encorsetados, tampoco obtendrían cosa aprovechable de un asesinado aún con vida, el imposible personaje con el que sueña todo investigador. Sin embargo, yo he sacado algo en limpio, la revelación de que a Eladio Altube intentaron liquidarle en dos ocasiones más, secreto que, al parecer, nadie conoce en Getxo; ha sido un regalo.
Según ascendemos, pasamos ante los primeros comercios y nos cruzamos con más gente. «¿Qué hay?», me saludan. «¿Qué hay?», contesto. Y en ambos casos hay un poso de pésame. Pero a Eladio Altube ni siquiera le envían eso, ni él abre la boca; todo lo más, dedica un desganado movimiento de cabeza por si algún saludo le incluía a él. Cruzamos las vías del ferrocarril y damos unos pasos por la ahora denominada Avenida del Ejército; todos los pueblos y ciudades de España, todos, cuentan con una rebautizada Avenida del Ejército, que es por donde entraron los conquistadores franquistas en la guerra: así empezó el horror.
– Tu librería -me señala Eladio Altube a la derecha.
Encajaría bien que yo le invitara a entrar -me huelo que en su vida ha pisado una- para sentarnos él y yo en mi oficina, con la mesita de por medio, y reproducir escenas imprescindibles. Pero tiene prisa y ni siquiera puedo abrir la boca. Se detiene ante un comercio frente a la estación del ferrocarril, una pequeña ferretería que posee con dos de los Ermo de La Venta, Joseba y Zacarías; un negocio abierto hacia 1920 por un par de gemelos asociados a dos hermanos, cuatro pájaros de cuenta a quienes Getxo siempre se los imaginó vigilándose mutuamente muy de cerca.
– Vengo todos los días a echar un vistazo -dice-. Pasa. -Abre la puerta y suena una estruendosa campanilla. Me mira sonriendo-. Tengo a Joseba cada vez más sordo.
Hay una mujer con sorki de aldeana junto a un mostrador de madera bastante sucio y atendido con desgana por un muchacho que me recuerda al que acabo de ver en la granja, un poco más limpio. Al punto, descubro la razón: el aire igualmente desvalido bajo una camisa vieja que le viene muy ancha y una cara de hambre que incluso destaca entre las habituales que se ven en estos tiempos por ahí. Es de dominio público que estos empleados les duran muy poco a los Ermo y al Altube, por maltrato y cobrar una miseria, y muchos de ellos no aguantan ni el mes y desaparecen sin recibir la primera paga. Sin embargo, éste, con suaves palabras, consigue vencer la resistencia de la aldeana y que adquiera la guadaña en litigio, que se la envuelve con destreza en papel y le cobra en metálico, y en ese preciso momento surge de la trastienda Joseba Ermo, se acerca a su empleado y el dinero de la aldeana no acaba en el cajón sino en la mano del jefe, y entonces se aleja de mí Eladio Altube, pasa al otro lado del mostrador y alarga el cuello para cerciorarse de si la anotación que Joseba Ermo hace en una vieja libreta es la correcta.
– ¿Qué le sirvo? -se dirige a mí el empleado.
– Déjale en paz, que viene conmigo -gruñe Eladio Altube desapareciendo con Joseba en la trastienda.
Joseba Ermo posee el aire desaliñado y al acecho de los Ermo. No le he sorprendido cruzando conmigo una sola mirada, pero apostaría fuerte a que me ha hecho la ficha. Uno se encuentra indefenso ante ciudadanos que van por el mundo tramando planes con fines exclusivamente personales mientras duermen.
Me llegan sus voces, discutiendo. Joseba Ermo no es más sospechoso que otros de haber matado a Leonardo Altube, pero ahora está allí dentro cruzando palabras airadas con su hermano, contra el que acaso sienta encono por no haberle hecho desaparecer también en el mismo intento y así quedarse dueño absoluto de la ferretería. No puedo evitar imaginarme a Eladio Altube pensando: «Está cabreado porque no consiguió liquidarme». Y a Joseba Ermo: «No te des humos, que la próxima vez lo haré mejor». ¿Cabe que sigan relacionándose como socios, como simples seres humanos, después de lo sucedido diez años atrás? ¿Acaso Eladio Altube sabe quién es el asesino, sabe que no es Joseba Ermo?
– Siéntate ahí -me dice el empleado señalándome la única silla.
Le dirijo una seña amistosa con la cabeza y me siento, pues Eladio Altube aún me debe una revelación. Suena la escandalosa campanilla y entra un hombre vestido con buzo azul y grasiento de mecánico. Asoma la cabeza de Joseba Ermo para echar un vistazo al nuevo cliente y desaparecer.
El recién llegado necesita seis metros de cadena. Un artículo de difícil manejo sobre un mostrador. Y ruidoso. El cliente elige una no muy gruesa y el muchacho transporta el pesado enroscamiento como de culebras hasta un tornillo al extremo del mostrador. Descuelga una sierra para hierro de la pared a su espalda y toma posición sobre la cadena trabada por los labios del tornillo. Y, de pronto, el chirrido de sierra contra hierro me remite al sonido que nunca oí, que nadie oyó en Getxo, excepto las cuatro personas vivas que estaban allí cuando rompió la noche de la playa: Antimo Zalla y su hijo, Lucio Etxe y Eladio Altube. Y yo, ahora, lo escuchaba. Una cadena parecida, quizás idéntica, rodeó los cuellos de los gemelos, y una sierra idéntica cortando penosamente uno de los eslabones. Así, pues, en 1935, el sospechoso Joseba Ermo ya tenía la ferretería y pudo elegir la mejor cadena entre muchas.
Me levanto para preguntar al muchacho:
– ¿Tenéis candados?
La sierra se detiene y el muchacho y el cliente me miran. ¿Cómo no va a tener candados una ferretería? «Sí», me contesta el muchacho, y regreso a mi silla. Un buen surtido de cadenas y candados para Joseba Ermo. Aunque, también, para cualquier otro habitante de Getxo que viniera por aquí. Si bien, puestos a hilar fino, quien proyectara asesinar con cadenas y candados, no se proveería de ellos en esta ferretería sino en otra, lejana, para no dejar pistas fáciles… ¿Y por qué no se abre esa puerta y sale Eladio Altube tapándose los oídos?, ¿cómo soporta este chirrido escalofriante que inunda todo el local, un chirrido que habrá escuchado casi a diario en esta ferretería desde la terrible noche que lo escuchó atado a la peña y sabiendo que su vida dependía de la velocidad de aquella sierra? Porque el chirrido ha de llegar hasta esa trastienda. Para librarse de él, le convendría haber liquidado su parte del negocio y montar otro en el que vendiera cualquier cosa menos cadenas, sierras y candados.
El muchacho es ajeno a los ecos que despierta su quehacer. ¿Cuánto tiempo lleva moviendo adelante y atrás su herramienta? ¿Dos minutos? Se me antojan mil. Sumaré esos dos minutos a los que le restan por cercenar la cadena, a los que ha de añadirse el tiempo que tardó Lucio Etxe en alcanzar la herrería y regresar con los herreros. ¿Media hora? ¿Tiene sentido ocuparse a estas alturas de unos minutos que ya hicieron o deshicieron dos destinos?
En el muro, sobre la puerta de la trastienda, hay una esfera de reloj cuyo minutero se me ocurre controlar. Tres minutos y cuarto más tarda el muchacho en separar los seis metros de cadena. Tres minutos y cuarto en unas circunstancias favorables de que careció Antimo Zalla sobre la peña, baqueteado por los golpes de mar, de noche y con los nervios rotos por la responsabilidad; de manera que habría que añadir quince minutos más por esas circunstancias adversas, lo que nos pone en dieciocho minutos y cuarto; sin olvidar el otro tiempo precedente, la media hora que tardó Lucio Etxe en subir a Cuatro Caminos y bajar con los herreros; lo que hace unos cincuenta minutos; sin olvidar, tampoco, el tiempo a contar desde que Eladio Altube recobra la noción de las cosas y se descubre encadenado y con la marea en ascenso y, junto a él, ahogado o a punto de estarlo, su hermano. Y si esta larga agonía, compuesta de varios tiempos, ningún humano que la haya vivido la puede olvidar -y, si se necesita una ayuda, ahí está el maldito chirrido-, ¿por qué no se ha abierto aún esa puerta de la trastienda y ha salido Eladio Altube con las manos tapándose los oídos?
En el instante en que el muchacho concluye su trabajo y endereza su cuerpo, quizás una fracción de segundo antes, algo cae al suelo a sus pies con un ruido especial, quiero decir, un material perfectamente reconocible: hierro, un trozo de eslabón; bueno, dos, las dos mitades cortadas de una misma unidad. Me levanto, paso al otro lado del mostrador y me agacho para recoger mi trofeo. Los pies del muchacho se desplazan unos centímetros para facilitar mi operación, e imagino su asombro. Me incorporo y le muestro las dos piezas sobre la palma de mi mano.
– ¿Puedo quedármelas?
– Que no te vean los jefes -dice el muchacho.
Que no me pregunte para qué la quiero porque no lo sé. Ignoro igualmente si la agradable sensación de haberme hecho con algo que creo importante tiene fundamento. Hasta hoy, sólo disponía de las versiones que circularon por Getxo a raíz de la tragedia, mi caudal se reducía a viejos retazos recibidos precariamente por un mocito que estaría en otras cosas. Tampoco el esfuerzo memorístico por recuperar ese pasado -sin olvidar los contactos personales con Lucio Etxe y el de hoy con Eladio Altube- me había zambullido en el problema tanto como estos dos trozos de hierro. Es la diferencia entre los pálidos ecos del pasado, unas confesiones, seguramente desvirtuadas por el tiempo, y este rotundo envío que retiene mi mano, un fragmento no de la cadena evocada sino de la real. Con este eslabón partido estoy «tocando» el caso. Ellos se llevarían una cajetilla Lucky abierta a los labios y la retirarían con un cigarrillo menos, que prenderían con otro movimiento elegante de su mechero, lanzarían con satisfacción una larga bocanada de humo, ladearían su sombrero y rumiarían un ¡ok!
Tanta es mi euforia que a punto estoy de preguntar al muchacho: «¿Recuerdas a quién vendiste una cadena similar a ésta hace diez años?». Se marcha el cliente con su pesado paquete y sale Joseba Ermo de la trastienda para recoger del mostrador el importe de la venta y comprobar la anotación en la libreta abierta. Regresa a su encierro sin dirigirme una sola mirada.
– Salgo a comer -le anuncia el muchacho antes de que se cierre la puerta. Me dirige un adiós con la mano y se va.
Regreso a mi silla. Ellos también esperaban en pensiones de mala muerte, en antros amarillos de nicotina y alcohol, o en esquinas heladoras. Estoy esperanzado, lo que puede no ser bueno; prefiero sentirme moderadamente ufano, sin caer en un entusiasmo de principiante. Traslado lentamente mis dos fetiches al bolsillo de la chaqueta.
Mi plácida espera se rompe con el escándalo de la campanilla. Es una mujer de unos cuarenta años, con una cesta.
– El dependiente ha salido y ellos están ahí dentro -le informo, con la intención de que se marche. Pero ella va hasta el mostrador para depositar en él la cesta, y se vuelve.
– No vengo a comprar -me dice con una sonrisa triste pero luminosa, a su pesar. Es rubia y bonita, con el pelo estirado hacia atrás y recogido en un moño. Su rostro sereno resiste muy bien la gran exposición. De haberla encontrado en otro lugar que no fuera esta ferretería no me habría asombrado a mí mismo revelándome de pronto: «Es la mujer de Eladio Altube. ¿Cómo se llamaba?, ¿cómo se llama?». No dejo de mirarla y enseguida me respondo: «Bidane Zumalabe, del caserío Zumalabena». Una historia corriente: hubieron de retrasar un año la boda por la muerte del hermano; los Altube la habrían retrasado aún más, sin que por ello la tragedia hubiera pesado menos sobre el acto. El matrimonio se instaló en el mismo piso de Berango donde vivieran los gemelos, y sólo cuatro años más tarde se trasladó a Zumalabena, caserío raíz de los Zumalabe; aunque Eladio Altube jamás tocó una herramienta de campo… Son chismes que ama recitaba en la cocina.
– Usted no es de Getxo -oigo a la mujer.
Es por mi traje, la corbata, en un día de labor; y mi sombrero. Me pongo en pie.
– Tengo ahí, a un paso, la librería.
Quizá no sea Bidane Zumalabe. Sonríe, pero ha perdido parte de la seguridad con que llegó: son los libros que parece ver sobre mi cabeza, de los que ella puede sentirse tan lejana. Pertenece a esa inmensa mayoría de personas que, terminada la escuela, no vuelven a coger uno. Parece avergonzarse un poco, al menos, delante de un librero demasiado bien vestido.
– Estoy de servicio -se me ocurre decirle.
Es imposible que sepa a qué me refiero, pero se cree en el deber de corresponder:
– He venido a traerle la comida.
– ¿A quién de los dos? -salto como un muelle.
La mujer vuelve la mirada a la puerta de la trastienda, de la que continúan saliendo voces fuertes.
– A mi marido, claro.
La ocasión es un regalo que no puedo desperdiciar.
– Lo que ocurrió en la playa hace diez años fue muy duro y te tocó de cerca, vuestra relación estaba en marcha. -Asiente sombríamente con la cabeza-. Aunque tarde, te transmito mi condolencia. Yo, entonces, era un crío. Si desentierro ahora el asunto… Te podría mentir diciéndote que es por haberte encontrado, pero la verdad es que… ¿Recuerdas lo que te dije antes, que estoy de servicio?
– De servicio -repite sin apenas voz, mirándome con un parpadeo de desconcierto.
– Me he impuesto la tarea de dar con el asesino… Sí, ya sé, a estas alturas. Es difícil de comprender desde fuera… Sé que, en algún momento, os tendría que dar explicaciones, y éste puede ser el momento. Y, seguramente, tú eres la persona que más merece oírlas, pues fuiste la novia del hermano del difunto, y ahora su mujer… Y si te he dicho que estoy de servicio es porque quiero escribir acerca de lo ocurrido. Y te preguntarás por qué lo escribo. -Parece aguardar mi confesión con un interés sorprendente-. Quizá resulte demasiado simple contestar que porque así lo quiero, o lo necesito. Así fue al principio. Nunca sospeché que la escritura ayudaría a la investigación, y no sólo al revés. Será como ir poniendo en orden los hechos, darles más sentido, más verosimilitud, porque, ¿sabes?, la escritura es capaz de mostrarnos otra realidad. Cuando escriba todo esto que te estoy diciendo, tú y yo en esta ferretería y ellos ahí dentro, dispondré de otra realidad, incluso de otro investigador privado… Porque si me ves haciendo esto es porque esta mañana he visitado a tu marido en la granja para hacerle muchas preguntas, que es lo que hace un investigador privado.
– Eres de la policía, de la policía de Franco.
– ¡No, no! Es cosa exclusivamente mía. Hay un criminal entre nosotros y Getxo merece que le libren de él. Y tú y Eladio lo merecéis más que ninguno.
Estamos de pie, a dos metros el uno del otro, junto al mostrador, aunque ninguno apoyado en él. Bidane Zumalabe extrae un pañuelo azul, más bien grande, del bolsillo de la especie de bata que viste, y se lo lleva a los ojos.
– La guerra lo tapó todo -dice, y su voz no es rota-. Debemos olvidar aquella pena que sólo fue de una familia, porque sería una soberbia a los ojos de Dios poner ese dolor por encima de una guerra interminable que cayó sobre muchos, sobre todos. Debemos olvidar, olvidar…
– ¡Pero hay alguien que no olvida! -exclamo-. Eladio sufrió también el atentado… ¡y sigue estando en peligro!
El viaje de vuelta del pañuelo no alcanza el bolsillo. La expresión de Bidane es toda ella perplejidad.
– ¿En peligro? -murmura.
Su hombre no se lo ha contado, y creo que dice mucho a favor de Eladio. ¿Cómo salgo del bache?
– Quien atacó una vez puede repetirlo -se me ocurre enviarle. Y poco me falta para añadir: «Sobre todo, si fracasó en un cincuenta por ciento».
– Él también habrá olvidado. Diez años no pasan en balde. Todos debemos olvidar, todos hemos olvidado -pronuncia roncamente.
– ¿También Eladio Altube?
– Mi marido no habla nunca de eso.
– A veces, no podemos hablar si lo que llevamos dentro es demasiado terrible.
– Mi marido ha olvidado.
Comprendo que, para su equilibrio, deba creerlo. Si una esposa oye roncar a su esposo, también le oye soñar esas frases quebradas que emergen de la más honda verdad irreductible. Pero ella ha dicho: «Eladio Altube ha olvidado». Más exactamente: «Mi marido ha olvidado». Yo tengo prueba de que es falso, de que alguien se empeña en que no olvide.
Han dejado de oírse las voces de los dos hombres y temo que la puerta se abra en cualquier momento y se cierre nuestro diálogo, porque pienso que Bidane Zumalabe aún puede contarme muchas cosas.
– ¿Cómo y cuándo te enteraste de la tragedia?
Estoy seguro de que no le ha sorprendido la pregunta.
– La novedad me la trajo Lucio Etxe a Zumalabena a las cuatro de la madrugada: «Él me ha pedido que te lleve corriendo. Te espera uno de los gemelos. Al otro lo han matado». No me atreví a preguntarle quién era el vivo. Además, no lo sabría entonces.
– ¿Por qué? ¿Acaso no estuvo presente aquella noche en todo lo que allí se vivió?
No sigo adelante, no lo pudo saber, los gemelos eran demasiado parecidos, habría de esperar a que llegaran las identificaciones o el propio Eladio lo aclarara, cosa que ocurriría más tarde. Aunque pienso que pasaron por alto un indicio: Leonardo Altube no habría pedido a Lucio Etxe que sacara a Bidane de su casa en aquellos momentos y a aquellas horas «porque no era su novio» y carecía de fuerza moral para hacerlo.
– Dejé a los padres a medio vestir en el portal y fui tras Etxe -continúa Bidane. Es natural que no se preste con agrado a mi requerimiento que, a su entender, no conduce a ninguna parte, «porque todos han olvidado o les conviene hacerlo»-. Yo nunca había pisado la casa en la que ellos vivían en Berango, aunque llevábamos cinco años de relaciones, ya sabes cómo son los pueblos. Encontré a Eladio en la cocina, sentado en una banqueta, encogido bajo una manta, junto al fuego que Lucio Etxe había encendido en la chapa con carbón antes de salir a buscarme. Lloraba y temblaba tanto que no podía ni levantarse. Me arrodillé para abrazarlo. «¡Se ahogó a mi lado y no pude hacer nada por él!», repetía sin parar. Yo no sabía entonces lo que había pasado, sólo que su hermano había muerto. No podía dejar de abrazarle ni de llorar con él. Nunca le quise más que entonces. Le amaba. Le besé, le besé en la boca. Lucio Etxe lo miró con los ojos muy abiertos, pero enseguida se puso a echar más carbón a la chapa. Así pasó mucho tiempo, hasta que lo acostamos entre los dos, después de ponerle camiseta interior y calzoncillo, pues Lucio Etxe le había quitado las ropas mojadas al llegar. Aún tardé horas en saber por qué se había mojado tanto.
Continuábamos los dos de pie, junto al mostrador. Tan penosos recuerdos no habían alterado su expresión apacible, más bien ausente, como si todo ello no le incumbiera.
Se oye un roce, aquella puerta se entreabre, quedándose así, y aumenta el volumen de las voces. He de terminar…
– Una vez repuestos del golpe, ¿en qué nombre pensasteis? Quiero decir, ¿de quién sospechasteis?
– De nadie y de todos. Prefiero no decir más.
No puedo quedarme así, no sé a qué viene su silencio, después de cuanto me ha confesado.
– ¿Quizá demasiados sospechosos? Los gemelos conocían a mucha gente, negociaban con unos y con otros, era conocida su vocación comercial, y no siempre sus socios quedaban satisfechos. Algunos despotricaban contra ellos. Los gemelos sembraban rencores, deseos de venganza. -Miro fijamente a unos ojos que no se abren-. Y no debemos limitarnos a los socios, a cualquier vecino se le puede enfurecer, bien con causa o sin ella. Todos sabemos que Félix Apraiz los acusaba de atar el palangre a su argolla.
– Ese hierro no tenía puertas, cualquiera lo podía usar -expone la mujer.
No sigo, no le pregunto, por ejemplo: «Pero ¿lo usaban?».
Se abre del todo la puerta y salen los dos socios. Joseba Ermo echa un vistazo al mostrador, luego a la mujer y a mí, y abre un cajón, por si hay dinero que no se le entregó. Cruza la tienda y sale sin ni siquiera un gesto de despedida. Supongo que Eladio Altube le habrá informado de mi insignificancia, de que los libros dejan escasas ganancias; y Bidane Zumalabe parece acostumbrada a semejante trato.
Eladio Altube abre la cesta, huele el contenido, acerca una silla al mostrador y se sienta. Su mujer saca de la cesta una servilleta de cuadros y la extiende sobre el mostrador a modo de mantel y deposita encima una tartera, que abre, y lleva una cuchara hasta la mano del hombre, quien se pone a comer afanosamente las alubias rojas. Afanosamente, sin masticar apenas, la boca llena en todo momento, y, con la lengua así impedida, me dice a borbotones:
– Vamos a escape.
Únicamente los obreros se llevan una tartera de casa para comer a mediodía en el andamio o sobre un lingote. Pero él no es un obrero, sus negocios han de proporcionarle beneficios que sumar a los conseguidos en una carrera crematística de veinticinco años. ¿No le permite su actividad siquiera tomarse un par de horas para comer en casa -en Zumalabena, no demasiado lejos-, sobre mesa decente, los platos que le guisa su mujercita con amor? ¿No le demuestra amor viajando con la cesta a la cita del mediodía? Seguro que no siempre en este local sino en la granja, la playa, el bosque o cualquier insólito lugar del que extraer rentas. Siempre tendría a mano una simple tasca, por no hablar de restaurante.
Eladio y Leonardo empezaron a tomarle gusto al dinero muy pronto, creo que con dieciséis años; Efrén Baskardo los empleó en su funeraria y hubo de despedirlos porque le robaban; fue el inicio de una frenética carrera de un cuarto de siglo, hasta hoy: de pequeño tráfago mercantil, no interrumpido por el asesinato de Leonardo que, a estas alturas, obliga a preguntarnos: ¿para qué tanto dinero?, ¿en qué lo gastaban?, ¿en qué lo gasta ahora Eladio?
Bidane Zumalabe se ha retirado con su cesta después de despedirse de mí con una mirada que, en todo caso, tenía que haber sido de antipatía o lo contrario, nunca de inquietud, que es la impresión que me ha dado. El matrimonio no ha cruzado una sola palabra.
– Tengo que salir y el chico aún no ha regresado -gruñe Eladio Altube, ya fuera de su banqueta. Tan escaso tiempo le concede para comer. Pero es justo: es el mismo que se concede él.
– Si me informas de cómo fue el segundo atentado, no te molesto más.
– Te llevaré al sitio, no me molestas.
– ¿Al sitio?
– La playa.
– ¿También la playa?
– Pero con otra hostia.
Sale a la calle y yo con él, mira arriba y abajo, cierra la puerta con llave y echamos a andar, él mascullando, pero calla al cruzarnos con un hombre, y se vuelve para mirar la espalda que se aleja. «Este jodido me viene ahora…», le oigo. El hombre llega a la puerta de la ferretería y acciona el picaporte. Eladio Altube se precipita a regresar.
Diez minutos después lo tengo otra vez a mi lado.
– Quería un tirafondo de los pequeños -se justifica.
Luego, él y una mujer hablan a la puerta de la casa de ella, en el barrio de Abasota. «No te puedo dar hoy, ven en una semana», dice la mujer. «Con todos los plazos me haces esto», gruñe Eladio Altube, «se acabaron para ti los préstamos. Hablaré con tu marido.» «¡No, no, por favor! En cinco días te doy el dinero.»
– No sé por qué piden un préstamo si luego no pueden pagar -protesta Eladio Altube al retirarnos.
– Precisamente por eso.
Me mira y calla. También, prestamista. Eran finos los gemelos. Llamamos a tres puertas más y le abonan en dos. Luego echa un vistazo a una pequeña granja de cerdos en los altos de la playa, y finalmente bajamos. Me invita a sentarme en la arena en un tono que parece fuera suya. Y quizá sea así, que tenga más derecho que quienes no hemos perdido a un hermano en ella.
– Antes, con Leonardo, era un juego. -Se expresa con cansancio y como si hubiera adivinado mi pensamiento-. Y no sólo éramos más jóvenes. En todos los trabajos se suda, pero con él era distinto, porque contaba chistes.
– ¿Chistes? -me asombro-. Siempre os tuvimos por serios y concienzudos. Y, si os gustaba reír, ¿por qué jamás se os vio en fiestas y tabernas?
Eladio Altube se me encara:
– La gente nunca comprendió a los gemelos. ¿Crees que íbamos a cambiar porque no nos comprendieran?… Escucha, investigador: lo único que verdaderamente nos divertía era negociar, andar listos para meter la cabeza en cualquier asunto que prometiera. Entre risas, Leonardo y yo inventábamos empresas nunca vistas en Getxo. Nos divertíamos mucho. Hoy no tengo sus chistes y todo es distinto.
– Quizá no te diviertas, pero sigues.
Hunde su mirada en la arena.
– Leonardo aún está conmigo. Lo siento cerca. El hijo de puta que lo mató no se salió del todo con la suya.
– Pero aún lo sientes al acecho, ¿no? ¿Cómo fue el segundo intento?
Su mirada salta como un rayo de la arena a mis ojos.
– Algas -pronuncia con expresión chispeante.
– ¿Algas?
– Hace años, Leonardo y yo nos dedicamos durante un tiempo a recoger esos yerbajos que los temporales de invierno arrojan a la playa. Contratábamos a hombres para que las cargaran en carros de bueyes. No sólo eran regaladas sino que el Ayuntamiento tenía que habernos pagado por limpiar la ribera. Una fábrica sacaba de ellas porquerías para laboratorios… Una noche de invierno y de algas bajé a la playa a recordar aquel tiempo, y un golpe en la cabeza me dejó sin ser. Al abrir los ojos estaba enterrado en una oscuridad gelatinosa que me envolvía con mil tentáculos. Tenía sujetos muñecas y tobillos con esos tentáculos y, sobre mi cabeza, un gran peso chorreante me aplastaba. Me ahogaba. Entonces recordé las algas y comprendí que estaba enterrado en ellas, que alguien me había enterrado. No podía respirar y las algas entraban en mi boca si la abría para gritar. Si culebreaba para apartar algas, alguien desde fuera amontonaba nuevas… ¡y el muy cabrón daba saltos encima para aplastarlas más y más! Hasta que pude sacar la cabeza. Tres hombres se acercaban por la playa, los que habían espantado al hijo puta. Pasaron de largo sin que yo les llamara: ya no me hacían falta. Ocurrió en 1941.
La peña de Félix Apraiz queda en la otra punta de la playa. Siempre la playa.
– No te veo preocupado por un tercer ataque. ¿Piensas que, después de cuatro años, te dejará en paz?
– La procesión va por dentro.
– Yo, en tu lugar, no volvería a pisar la playa de noche. -Se encoge de hombros-. ¿Sospechas de alguien? -Otro encogimiento de hombros-. Claro, tenéis negocios con tantos… Bueno, ahora tienes sólo tú. Aunque todo empezó con tu hermano vivo. ¿No te atreves a dar un nombre? ¿Félix Apraiz?
– La gente es demasiado quisquillosa.
– ¿Félix Apraiz? -repito-. Él u otro, es alguien que parece tener querencia a la playa.
– A la ribera bajan muchos pescadores.
– Pero a él le hinchasteis mucho las narices.
– La gente de Getxo es muy quisquillosa.
– Tienes otro nombre en la cabeza, ¿verdad?
– Y tú tienes metido a Félix Apraiz. Ya me contarás qué te dice cuando le veas.
– ¿Por qué piensas que le veré?
Saltan dos chispas de burla en sus ojillos.
– ¿No eres tú el investigador?