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Inventando frases

A esta puerta le falta algo, su mitad superior está desnuda. Ellos, en el cristal de la puerta de sus oficinas, hacen pintar un nombre, el suyo. Yo también pondré el mío: «Samuel Esparta. Investigador Privado». Es posible que alguien despistado que me necesite para resolver un misterio, quede desconcertado al descubrir en el frontis «Librería Beltza» y pase de largo; un establecimiento de doble actividad debe asumir estos riesgos. Nuestros clientes habituales, más bien escasos, entrarían sin apenas advertir el nuevo letrero, que figuraría en letras discretas. Otros, entenderían que el librero es un extraño investigador de libros, y, no sabiendo qué es eso, dudarían si entrar o no, y los más valientes se decidirían. Sólo los que buscan resueltamente al verdadero Samuel Esparta sabrán que han llamado a la puerta debida y escucharán de mí el «Cuénteme».

Hum, y todavía no he encargado tarjetas de presentación. -Qué hay -saludo a Koldobike.

No le estoy reclamando cómo ha ido la cuenta del día, es nuestro saludo familiar en Getxo. Sus palabras me llegan al descubrir el desorden reinante:

– Una visita de ellos.

– ¿Ellos?

Tras una fracción de segundo tontamente ilusionado -«ellos»-, estanterías vacías y muchos libros por el suelo me hablan de otros ellos, los que nos vigilan desde la entrada de las tropas franquistas.

– Llegaron como un nubarrón y, mientras uno me interrogaba, los otros dos lo ponían todo patas arriba. ¿Qué creían que teníamos detrás de los libros? Sólo buscaban hacer daño. Tu mesa también está buena. Me dijeron: «Dile que no juegue a los policías, que para eso ya estamos nosotros. Que es el primer aviso». Estoy ordenando un poco todo esto. ¿Cuándo dejarán de recordarnos que ganaron la guerra? ¡Una patada es lo que me entran ganas de darles!

Los cajones de mi despacho están vacíos en el suelo, y los papeles que contenían, ya recogidos, forman un solo montón sobre la mesa. Y, de pronto, estalla ante mí el fulgor de platino que se me pasó al llegar. Casi derribo el biombo al regresar junto a Koldobike, agachada, recuperando libros del suelo.

– ¡Lo has hecho!

La pongo en pie tomándola de los hombros. No puedo retirar los ojos de estos cabellos luminosos.

– No tenías ninguna verdadera obligación.

– Corría prisa, ya habías empezado a escribir la novela y quería estar guapa.

– Sé lo que significa el pelo para las mujeres.

– ¡Chanfainas! ¿No eres Samuel Esparta? Esta vez vas a hacer una buena novela, y si quiero ser su secretaria tenía que teñirme de rubia para meterme en ella. Te recuerdo que, además de vender los libros de Chandler y de Hammett, los leo. Sé de ellos tanto como tú mismo, me gusta lo que hacen y cómo lo hacen, y te asombraría saber lo que sé de sus secretarias.

No gira la cabeza, son sus ojos los que miran a otro lado mientras me dice todo esto. En cinco años es la primera vez que vivimos un momento tan curioso.

– No tenías que llegar a tanto para que yo me crea uno de ellos.

– Me lo pediste.

– Sí, pero no pareces la Koldobike que todos conocíamos. A cambio, Samuel Esparta ya tiene una secretaria sofisticada. Bien. ¿Y si estoy yendo demasiado lejos? Es en la escritura en lo que debería centrarme.

El giro brusco de su cuello me envía que, bajo el esplendor de su nueva cabellera, vibra la Koldobike de siempre. Ya tengo su mirada demoledora sobre la mía.

– Locura o no locura, tu novela ya lleva cuarenta y ocho horas en marcha. Ayer estabas como un flan con tu nuevo juguete: ¿qué tal te ha ido hoy con Eladio Altube?

– La novela ya cuenta con otro buen capítulo -le aseguro-. Y más: funciona sola. El pobre escritor no tiene que inventar nada, a Dios gracias, porque todo se lo dan hecho. Después de diez años muerto, este caso resucita entre las manos de Samuel Esparta y está muy vivo, como si le hubiera estado esperando. Samuel Esparta es un loco con suerte.

Los ojos de Koldobike refulgen como su cabello.

– Chitón de una vez con eso de la locura, en la que yo no creo ni tú tampoco. Atrévete a negarlo.

Naturalmente, no me atrevo. Aunque también los locos creen que no están locos.

– Falangistas, ¿no?

– Sí, putos falangistas.

– ¿Cómo saben que yo…?

¡Eladio Altube! Seguro que son los tres que recogieron aquellos huevos en su granja. Llevan demasiados años decidiendo vidas y muertes y no quieren competencia. Aunque lo mío nada tiene que ver con sus «paseos» y fusilamientos.

Busco en los libros del suelo, al pie de las estanterías de la negra, hasta dar con La dama del lago, de Chandler, y Cosecha roja, de Hammett, y los devuelvo cuidadosamente a su altar.

– Que contemplen desde ahí arriba la violencia que tenemos por aquí.

Koldobike me obsequia con una mirada de reojo indescifrable antes de reanudar su recogida de libros.

– Parece que te alegras de estar en su punto de mira -silba.

Estoy reintegrando los papeles de la mesa a sus respectivos cajones.

– Eladio Altube me ha dado muchas noticias -digo-. He pasado el día con él, he conocido muy de cerca algunos de sus negocios, en su ferretería he visto actuar a Jo-seba Ermo, he conocido a Bidane Zumalabe… Necesitaré toda la noche para ordenar tanto informe. He tenido bajo mi lupa a personajes muy interesantes. Creo, incluso, que los diez años transcurridos no sólo no han oscurecido el misterio sino que lo están acercando a su maduración.

– ¿Alguna pista?

– Entiéndeme… No, no tengo ninguna pista. ¿Cómo te lo explicaría? Siento que ha empezado a resquebrajarse el muro.

– ¿Tan pronto? Ni que fueras la purga de Benito.

– ¿Qué pensarías si te cuento que a Eladio Altube intentaron mandarle al otro barrio en dos ocasiones más? Él me lo ha revelado. No lo sabíamos, nadie lo sabía, ni siquiera Bidane Zumalabe, pude comprobarlo. Él no quiso asustarla. Que quede entre nosotros.

– Bien, jefe.

Koldobike lanza un suave ay, se pone en pie y se dirige con celeridad a su mesita y recoge un pequeño envoltorio.

– Se me olvidaba -dice, llegando hasta mí y entregándomelo-. Cuando cerré al mediodía, una vecina me soltó que te había visto con el gemelo por Sarrikobaso, y me dije: «Mi jefe se queda hoy sin comer».

Entreabro el papel de estraza y aparecen dos tortas de talo cobijando un chorizo.

– ¿Por qué pensaste esa tontería?

– ¿Has comido?

– No.

Se dirige ahora a la puerta, comentando: «Ese Altube no da ni la hora», y la cierra por dentro con el pestillo: aún no ha concluido la jornada y la librería no está en condiciones de atender a nadie.

Con el primer bocado descubro que tenía hambre. El chorizo, asado, ha empapado sus cubiertas e hilillos de grasa roja se deslizan entrañablemente entre mis dedos. Cojo del baño la pequeña toalla y me siento en mi oficina. Mientras mastico, sigo los movimientos arriba y abajo de Koldobike, embutida en una falda demasiado angosta. Dentro de un tubo de metal no se movería peor. Al menos, no es una falda corta, le cubre las rodillas. Y lleva medias, a tono con las normas implantadas por el párroco de San Baskardo, el carlistón don Eulogio, en junio de 1937, para todo Getxo y aún en vigor, a pesar de su jubilación hace un año. La falda, angustiosamente ceñida, revela unas caderas -que siempre tuve por escurridas- llenas y redondas. Ellas, y la nueva cabellera, me la convierten en otra. Yo también soy otro y, además, con nuevo nombre. Son ingredientes de la nueva novela que, milagrosamente, marcha.

– Te convendría un par de días de siesta entre un interrogatorio y otro.

– Imposible. La novela tiene un ritmo.

– Lo decía por esa gentuza de camisas azules. Llevan años practicando con nosotros el tiro al blanco.

– Fue una bravata.

– Te matarán.

– Tomaré una decisión cuando lo hagan.

– Engordas de felicidad inventando frases para tu novela.

Mastico el último bocado -he venido hablando con la boca llena-, me limpio las manos con la toalla y la devuelvo a la barra del baño.

– El bocadillo estaba muy bueno, encanto.

Koldobike es la mujer que menos ríe de cuantas conozco, a pesar de que toda ella está hecha de sarcasmo.

– Vete a casa, que no te han visto el pelo en todo el día. Cena de fuste y duerme sin pensar en nada, puesto que sólo estás a verlas venir, según dices. Y mañana te levantas a la hora de los ricos.

– Tengo que hacer de escribano.

– Nadie te espera, todo estará parado hasta que llegues.

– ¿Por quién empezarías tú a cualquier hora?

– Te diría un nombre si fuera mañana por la tarde. -Suspiro y pongo cara de niño bueno-. Félix Apraiz.

– Siempre la playa.

– Aunque no se mata a nadie por una argolla. Además, el último que los habría atado a ese hierro es Félix Apraiz.

– A no ser que buscara que todos pensasen como tú lo acabas de hacer.

Mis dedos tropiezan en el bolsillo de mi chaqueta con dos piezas duras y olvidadas. Las cojo y se las muestro. Intento explicarle la razón de tenerlas conmigo, pero creo que no lo consigo.

– Recuerda que la hija de Félix Apraiz, Alodi, murió hace un año cerca de la playa aplastada por la carreta de Lecumberri. Que tu pluma se acuerde de ella antes de meterte en harina.