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Lo primero que oigo al salir del cuarto es la voz de mi hermana:
– Déjale, ama.
Aquí está ama, sí, mirándome y reprimiendo las ganas de decirme cuatro cosas. Aún no ha digerido que mi mejor traje salga del armario en días laborables. La comprendo bien, le asiste una doble razón: heredé de mi padre un traje que él sólo llevó dos veces, mi hermana lo ajustó a mis medidas inferiores y no puede evitar el ver dentro de él, simultáneamente, al marido y al hijo, y al primero tanto vivo como muerto, pues ella siempre lamentó no haberle enterrado con él.
– Hoy vendré a comer -digo, sentándome a la mesa de la cocina. Quizá no tenga sentido ponerse a desayunar faltando el café. ¿Cómo empezar el día sin el teúrgico café con leche? De los últimos gramos adquiridos a precio de oro en el estraperlo ama guarda un dedal para hipotéticas visitas. Desayunamos un tazón hasta arriba de leche con sopas de pan negro.
– Ama -oigo a mi hermana para frenar la nueva carga de ama.
Sí, recuerdo a la hija de Félix Apraiz. ¿Cómo no la voy a recordar con lo bonita que era? Tendría un par de años más que yo. Su novio, Ismael Jáuregui, murió en la guerra y ella lo siguió esperando como si viviera. Vestida de negro, para el pueblo fue una verdadera viuda. Así, hasta octubre del pasado año, en que una rueda del carro cargado de arena del carretero Lecumberri le pasó por encima. Ocurrió a cien metros de la playa, en el camino que Alodi recorría a diario con su burro cargado con las cantimploras del reparto de la leche. El viaje de puerta en puerta no le obligaba a pasar por allí, pero pasaba. ¿En recuerdo del primer beso en aquella playa o por contemplar el caserío de los Jáuregui, a un paso del lugar del accidente? Supongo que más de uno sospechará lo que yo: que una lenta carreta sólo puede arrollar a quien sorprende en un momento de éxtasis.
Pienso en todo ello caminando ya por San Baskardo. Aserena se llama el caserío de los Apraiz, de los más viejos de Getxo, uno de los cuarenta y ocho primitivos y fundacionales, según la leyenda. Y pienso en mi atrevimiento al pedir a unos padres que se sobrepongan a su dolor para responder a preguntas sobre un viejo crimen en el que el marido fue altamente sospechoso y que, por no haberse resuelto, aún lo sigue siendo.
Recorro en sentido contrario el sendero entre huertas que Félix Apraiz debe tomar para dirigirse a la playa y atar el palangre a su argolla, suponiendo que lo siga haciendo. ¿Por qué no? Se le tiene por uno de los mejores pescadores de nuestra ribera, si no el mejor -es el único que ha visto al Negro, el congrio gigante, en toda su longitud-; y tanto la caza como la pesca son venenos poderosos.
Invado terrenos de Aserena a través de un hueco sin puerta en el muro de arbustos. El nuevo sendero cruza elevados maizales en su última fase seca y amarillenta. Y, de pronto, Aserena, silencioso, con una parra bien cargada ensombreciendo el portalón. Se abre, con ruido de madera vieja, la puerta doble de la cuadra y salen un burro y una vaca y, tras ellos, una aldeana esgrimiendo un palo, pero los animales conocen su camino y sobra la intervención de Elixane, pues no hay duda de que es ella. La vaca y el burro pisan territorio propio y me aparto para que pasen, con la mujer detrás.
– Buenos días, Elixane.
Si se ha asombrado, no lo demuestra: farfulla un sonido gutural y sus ojos pasan de refilón sobre mi rostro. Espero a que deje a los animales en un prado verde y regrese, un breve viaje que se me antoja inútil, si bien lo necesita para localizarme en su censo particular.
– Eres Bordaberri -dice al llegar frente a mí-. Hijo de Vicente. Vicente estuvo con Félix en los montes. -Se refiere a la guerra-. Pero unos vuelven y otros no… La madre, ¿bien?
– Sí, gracias.
Koldobike me suele poner al día de nuestra gente de Getxo. Félix Apraiz estuvo en un «batallón de trabajadores» hasta hace un par de años: del 37 al 43 se hizo todas las carreteras de España, sin soldada, pagando sus deudas a Franco. Regresó a tiempo de ver morir de mala manera a su hija.
– Acabo de regresar del reparto. Antes teníamos tres vacas -dice Elixane, volviendo a medias la cabeza hacia el prado-. ¿Vienes de la iglesia?
Me toco la corbata.
– Daba un paseo… ¿Está Félix? Me gustaría hablar con él.
– ¿Pasa algo?
– No, tranquila, sólo unas preguntas.
– Anda fuera. De pesca.
Claro. ¿Y por qué no interrogar a la propia Elixane?
– ¿Con palangre?
Mira a un lado y a otro antes de susurrar:
– Ha dejado de tenerle miedo. Después de aquello, no quiso ni ver el palangre, ni se acercaba a esa peña. Y lo mismo cuando le soltaron del «batallón de trabajadores». Pescaba, sí, pero nada de palangre; ganchos y caña. Pero ha vuelto. Hace sólo unos meses. Hoy ya ha salido otra vez de madrugada con el palangre. Buena señal.
– ¿Buena señal?
– Sí, alguna vez se le tenía que pasar el mal trago. Lo pasó muy mal. Comía poco, perdió carne. ¡Aquellos pobres chicos allí atados! Serían unos trastos, pero no dejaban de ser criaturas de Dios. «¡Si yo no hubiera puesto esa argolla!», no se cansaba de decirme Félix a todas horas.
No he tenido que sacarle el tema.
– Pero antes de que muriera uno de los dos gemelos…
– Coitaos.
– … antes, ¿no le ponía furioso que los gemelos usaran su argolla sin su permiso?
– Sí, echaba chispas. «¡Cuando los coja…!», decía. Pero nunca los cogió. Eso sí: cuando bajaba a la ribera y se encontraba con el palangre de la pareja, lo soltaba del hierro para que se lo llevara la mar. Los gemelos pronto se hacían otro. Decía Félix que si la ribera fuera un bosque, les pondría un cepo de osos.
– ¿Cuándo os enterasteis de la tragedia?
– Estábamos repartiendo las leches. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. A la vuelta se lo cuento al marido, que aquella noche, como no cogía el sueño, había salido a tomar el fresco… Son historias viejas.
– Pero que me interesan.
– ¿Te interesan? ¿Por qué? -Elixane cambia de expresión, deja de ser una cansina contadora de recuerdos para convertirse en un organismo en alerta-. Pero él no fue -musita con el mismo terror que hubo de experimentar en la guerra.
Me apresuro a tranquilizarla:
– Nadie le acusa, ni entonces ni ahora. Aquello ocurrió por igual para todo el pueblo.
No las tiene todas consigo.
– Entonces, tú…
– Es simple curiosidad. Pregunto y pregunto para no dejar nada pendiente. Sólo una persona debe inquietarse de que alguien husmee en nuestro pasado. Y tú, Elixane, estás segura de que esa persona no es Félix.
– ¡Claro que no es Félix! Así que para esto te has puesto tan elegante…
Con un «los trabajos no se hacen solos», da la vuelta y se dirige al portalón, y cuando le pregunto: «¿Puedo esperar aquí a Félix?», la espalda me contesta: «Él te dirá cuando venga».
Es media mañana, el tibio sol de septiembre me envía uno de sus últimos favores de este año y regreso al hueco entre arbustos para sentarme en una piedra. He dejado de ser bienvenido por Elixane, sorprendo en ocasiones su pequeño y blanco rostro atisbándome tras los cristales de un ventanuco.
Intercambio saludos con las ocasionales personas que pasan por el camino. Espero reconocer a Félix Apraiz cuando aparezca, los ausentes por la guerra y la posguerra regresan irreconocibles.
¿Qué debo deducir de la actitud de Elixane?, ¿debo deducir algo? El miedo se ha convertido en hábito entre nosotros. No sería preciso que Félix Apraiz fuera el criminal y ella lo supiera, o lo sea y tema que los demás le señalen. En cualquier caso, esa carita que me vigila esperando que me vaya tiene mucho miedo.
La idea que conservo de su marido es la de un hombre de estatura media, fibroso y de pocas palabras… Creo que es ese que aparece en la distancia: coinciden la estatura y la ausencia de grasa, e informa mucho de una persona su ritmo suave al caminar, su bamboleo o su ausencia; el de Félix Apraiz es leve. Porta un pequeño saco con la captura del día, un cestillo con aparejos enrollados, un par de hierros de eskarras y pulpos de dos longitudes, jersey grueso y viejo sobre una camisa de cuadros, igualmente vieja, pantalones de mahón con parches y gastadas alpargatas para no resbalar sobre las peñas, y en su rostro, al verme, una tranquila curiosidad manifiesta en su mirada fija sobre mí ya desde lejos. Me emociona la irreductible boina formando cuerpo con aquel cráneo de un vencido.
– Buenos días -digo.
– Qué hay -dice.
– Soy Sancho Bordaberri. Ya he hablado con tu mujer.
No me facilita las cosas; me refiero a que me ha obligado a pronunciar el nombre que debo enfundar, en lo posible, en tanto vivo mi nueva realidad.
– Así que ya has hablado -repite.
– Sí, acerca de lo que ocurrió hace diez años en tu peña…, en la peña de la playa que llaman tuya. Leonardo Altube.
Todo parece haber sido ensayado: su inmediato y lento movimiento con mi última palabra hasta llegar a una piedra, depositar sus trastos en el suelo y sentarse en ella.
– Yo no estaba allí -aclara.
Lo asombroso es que, pareciendo su frase un paraguas para capear el tema resbaladizo, su expresión indica que se halla dispuesto a continuar…, previa advertencia de que él no es la mejor fuente.
– Lo sé, pero quiero recoger informes de unos y de otros, estuvieran o no allí… He hablado con Lucio Etxe, que dio el aviso; con Eladio Altube y su mujer, Bidane. Sus testimonios, y los de otros, me serán muy válidos para localizar al que mató… ¿No sería bueno para Getxo? -Su mirada parece decir que sí-. Comprendo que te resulte bastante incómodo: eres uno de los que más motivos pudo tener…
– Sí, eran unos demonios -me corta.
– No señalo a nadie. Mi función es la de mosca cojonera.
– Está bien.
– ¿Está bien?
– Sí, ya era hora. -Félix Apraiz tiene una agradable sonrisa-. Ni siquiera la mujer me hablaba. Silencio. Lo mismo que todo el pueblo: cerrar la boca cuando me acercaba. ¿Y cómo no iban a hablar de aquello tan terrible? Hablaban a mi espalda. En diez años tú eres el primero.
Me lo imagino soportando el silencio de un pueblo que sospechaba de él.
– Hubo de ser duro…
Arruga la frente y da un manotazo al aire.
– ¡No! Sólo bocas cerradas en el asunto del pobre chico. En lo demás, igual. Creo que hasta la mujer me hablaba más que antes: de todo, menos de aquella noche. Como si alguien la hubiera borrado del calendario que teníamos en la cocina. Si yo la mentaba, ella corría a otro cuarto. Y si yo la mentaba en La Venta, todos bajaban la cabeza y empezaban a hablar de otra cosa. Por lo demás, igual: de fútbol, de pescas, de cosechas, de política. Yo con ellos y ellos conmigo. Pero nombrar a Leonardo ¡y todos se quedaban sin lengua!
Coge un palito y se pone a escarbar el suelo.
– Y tú, tú ¿qué piensas?
– No cuelgo a nadie la culpa, sólo busco pruebas. Si tuviera al criminal, pondría el punto final a la novela.
– ¿Novela?
Me mira de otro modo, es el primer cuerpo extraño que irrumpe en nuestra conversación. ¿Por qué pienso que es la única persona que me puede entender o, al menos, aceptar mi nuevo papel?
– He dejado de llamarme Sancho Bordaberri, ahora soy Samuel Esparta…, al menos, por un tiempo. Un nuevo nombre para un nuevo trabajo. Escribo mis pasos y os escribo a vosotros, la novela soy yo y sois vosotros… Aunque no lo entiendas del todo, no hay mala intención.
– Adelante. Me gusta oír hablar a alguien de aquella barbaridad…, sea novela o no novela.
– Es un libro que estoy escribiendo y algún día la gente contará la historia en La Venta. Sería buena señal, porque si no descubro a ese mal nacido que anda por ahí, no hay final, no hay novela. Por eso hablo con todos vosotros.
Se rasca la cabeza metiendo la mano por debajo de la boina.
– Ninguno te dirá «yo he sido». Eres un coitao.
– Ni lo espero. Samuel Esparta buscará pistas sin descanso, pistas que le lleven a…
– ¿Qué sacas tú de todo esto?
Estoy seguro de que Félix Apraiz ignora la profundidad de su pregunta, de modo que mi respuesta es de lo más trivial y, sin duda, esperada por él:
– A Getxo le debemos algo, ¿no crees? Un asesino respira nuestro mismo aire. Alguien, en el futuro, leerá una larga lista de nombres de sospechosos, incluido el mío. Cuantos más años transcurran, más difícil será conocer la verdad, el nombre de quien mató utilizando la tortura.
En la expresión de Félix Apraiz alumbra cierta sorpresa, que pronto se diluye.
– Sí, claro, aquellas cadenas en sus cuellos y la marea para arriba y ahogando al que estaba más abajo y el otro sin poder hacer nada y a punto de entrar en el mismo saco… Te juro que no me importa que me traigas todo esto, contigo puedo verlo sin miedo. Pero no esperes que te diga «yo he sido». Nadie te lo dirá. Y menos, el asesino. Así que todos estamos iguales.
– Eres el primero que sacas el asunto de he sido o no he sido.
– Se me hace raro hablar de aquel tiempo en que uno moría de ciento en viento por mano de otro -dice sombríamente-. Enseguida vino la guerra con su montón de muertos y todos olvidamos al Altube. ¡Es que era un solo muerto! Ahora vienes tú a remover todo aquello porque, sí, había que hacerlo algún día. Nosotros no somos como ellos, a nosotros nos duelen los muertos. ¡Si tú supieras lo que yo he visto en seis años fuera de casa! La gente caía al suelo de hambre y los dejaban morir. Miles y miles. Allí no había necesidad de fusilarlos como en las cárceles… Bien, bien, Samuel Esparta, por traernos lo que debe ser, por poner en Getxo a ese único muerto.
Me otorga, sin pedírselo, un permiso de intervención, que agradezco sinceramente. Siento algo así como si el mundo de Getxo hubiera acudido a mi oficina para encargarme el caso. ¡Mi primer cliente!
Mientras observo con interés a Félix Apraiz, pienso que Hammett y Chandler fueron contratados por algún cliente que resultó ser el asesino.
– ¿Recuerdas quién te trajo la noticia?
– La mujer, al regreso del reparto. Yo estaba sentado bajo la parra y ella viene y me dice: «Han matado en la playa a un gemelo Altube y puede que también al otro». Yo le dije que por qué hablaba tan bajo y ella: «Porque los han matado en tu hierro de la peña». Serían las once de la mañana y en ese momento no me faltaron ganas de darme de puñadas en la frente por no haber arrancado aquel hierro que tantos disgustos me había costado precisamente con aquellos zascandiles.
Queda suspenso. Sólo instantes después me mira como excusándose, y aprovecho para preguntarle:
– ¿De quién sospechaste?, ¿te vino algún nombre a la cabeza?
– ¿Sospechar? De todos y de ninguno. Eran muy jodidos, había muchos que se la tenían guardada.
– Sí, pero en estos casos hay un nombre que suena más.
Mueve la cabeza.
– No, eran muy jodidos para todos. A cualquiera se le pudieron hinchar los cojones.
Lo que, de pronto, empieza como un destello, en décimas de segundo adquiere un gran fulgor.
– Creo que aquella noche saliste de casa porque no podías conciliar el sueño, ¿recuerdas?
Reacciona en dos tiempos: primero, carraspea, y luego ríe en silencio.
– ¿Cómo te voy a decir que no si es verdad?
¿Qué significa que acepte sin reservas este hecho tan comprometedor?, ¿que no tema ser señalado como el criminal porque, sencillamente, no lo es?, ¿o quiera ofrecer una falsa imagen de inocencia que desvíe toda sospecha? Por otra parte, ¿no es extraño que un hecho tan banal como una noche de insomnio sea tan inequívocamente recordada por ambos al cabo de diez años? Aunque lo más asombroso es la naturalidad con que ella lo ha extraído del pasado y él lo ha confirmado. Sin embargo, esta unanimidad no los hace, por fuerza, idénticos en intenciones: el frasco ha sido destapado por ella, bien por pura simpleza o para dirigir las sospechas sobre su marido (sus razones no hacen al caso) y si es así, ¿por qué ha tardado tanto? En cuanto a él, sería un triste juguete de las circunstancias.
– Tuviste ocasión de matar al gemelo -le lanzo.
– Así parece. -Se encoge de hombros.
– ¿Salió este dato en la investigación?
– No me lo preguntaron.
– ¿Qué coño de investigación fue aquélla, que no se metió debidamente con el principal sospechoso?
– Tiene cojones que esos gemelos aún me sigan haciendo la puñeta después del muerto y del susto.
– Al que ha quedado vivo han intentado liquidarlo en dos ocasiones más. ¿Lo sabías?
– ¿Te lo ha contado él? No le creas. A ninguno de los dos no se les podía ni creer que la luna sale de noche.
– Tú no les habrías atado a tu argolla, les habrías matado de otra manera, porque no eres tonto. Y otro que tampoco es tonto los ató allí para echarte la mierda encima… ¿Nunca te preguntó la mujer qué hiciste aquella noche?
– No.
– Mal asunto. No presumo de adivino, pero sospecho que si no te preguntó es porque temió que le contestaras que…
– … yo les puse en aquel cepo.
– Ojalá te lo hubiera preguntado.
– No era la primera vez que yo salía de noche a tomar el fresco y ver si me entraba el sueño, y nunca me preguntó adónde iba y qué había hecho: de noche no se pueden hacer muchas cosas.
– Precisamente, ella sabía que aquella noche sí se podía hacer alguna cosa. Y, como lo sabía, le dio miedo preguntártelo. Por eso no lo hizo.
Félix Apraiz queda en silencio casi un minuto, supongo que dándole vueltas a todo ello. Luego espera que conteste con un firme no a su temblorosa pregunta:
– ¿Entonces… ella… me cree… un carnicero?
– No te preocupes. Sólo duda y prefiere no saberlo. Por eso no te hace la pregunta.
Se pone en pie de golpe y parece más alto que al principio.
– Mira, Sancho Bordaberri, Samuel Esparta o como demonio te llames: ese guirigay con el que me quieres revolver está bien para tu novela, pero yo me llamo Félix Apraiz y mi mujer se llama Elixane Garro y somos de Getxo y no llevamos diez años mirándonos de reojo. Yo te diré, listo de los cojones, por qué Elixane no me lo ha preguntado: porque es una vasca muy respetuosa con el marido que se culpa de haber inventado la maldita argolla bien cementada en la peña sin la que no habría muerto nadie. ¡Y Elixane Garro Bengoa no me ha recordado en diez años aquella noche!