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Este libro es para Jack Armstrong,
porque es de los buenos
Cariño, dame tus mejores recuerdos,
pero que no sean como la tinta clara.
Proverbio chino adaptado para la canción Pale Ink
de la Jimmy X Band, James Xavier Farmington
Scott Duncan estaba sentado frente al asesino.
En la habitación sin ventanas, gris como una nube de tormenta, el ambiente era tenso y silencioso, atrapado en ese paréntesis en que empieza a sonar la música y ninguno de los dos desconocidos sabe bien cómo dar comienzo al baile. Scott asintió con la cabeza, sin comprometerse a nada. El asesino, engalanado con el uniforme carcelario de color naranja, se limitaba a mirarlo fijamente. Scott entrelazó las manos y las puso sobre la mesa metálica. El asesino -según su expediente, se llamaba Monte Scanlon, pero desde luego no era ése su verdadero nombre- quizás habría hecho lo mismo si no hubiese tenido las manos esposadas.
«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó Scott una vez más.
Su especialidad era el procesamiento de políticos corruptos -lo que parecía una pujante industria artesanal en su estado natal de Nueva Jersey-, pero tres horas antes, Monte Scanlon, un verdugo en serie a todas luces, había roto por fin su silencio para plantear una petición.
¿Qué petición?
Una reunión privada con el ayudante de la fiscal Scott Duncan.
Eso era poco común por varias razones, entre ellas por estas dos: en primer lugar, un asesino no debería estar en posición de pedir nada; segundo, Scott no conocía ni había oído hablar siquiera de Monte Scanlon.
Scott rompió el silencio.
– ¿Quería verme?
– Sí.
Scott asintió y esperó a que añadiera algo más. Scanlon no dijo nada.
– ¿Y en qué puedo ayudarlo?
Monte Scanlon le sostuvo la mirada.
– ¿Sabe por qué estoy aquí?
Scott miró alrededor. Además de Scanlon y él, había otras cuatro personas en la sala. Linda Morgan, la fiscal, se hallaba reclinada contra la pared del fondo intentando aparentar el despreocupado aspecto de Sinatra apoyado contra una farola. De pie detrás del preso, había dos fornidos celadores, casi idénticos, con brazos que parecían tocones de árbol y pechos como armarios antiguos. Scott ya conocía a esos dos bravucones; los había visto llevar a cabo su cometido en otras ocasiones con la serenidad de monitores de yoga. Pero ese día, aun con el preso esposado, incluso ellos tenían los nervios a flor de piel. Completaba el grupo el abogado de Scanlon, un hurón que apestaba a colonia barata. Todas las miradas permanecían fijas en Scott.
– Mató a gente -contestó Scott-. A mucha gente.
– Era lo que suele llamarse un sicario. Era… -Scanlon hizo una pausa-… un asesino a sueldo.
– En casos en los que yo no he intervenido.
– Cierto.
Scott había tenido una mañana bastante normal. Había estado redactando una citación para un directivo de una planta de eliminación de residuos acusado de sobornar al alcalde de un pueblo. Un caso de rutina. Un chanchullo más en el verde estado de Nueva Jersey. Y de eso hacía… ¿cuánto? ¿Una hora, una hora y media? Ahora estaba sentado a aquella mesa atornillada al suelo frente a un hombre que había asesinado -según el cálculo aproximado de Linda Morgan- a cien personas.
– ¿Y por qué ha preguntado por mí?
Scanlon parecía un playboy envejecido que podía haber cortejado a una de las hermanas Gabor en los años cincuenta. Pequeño y demacrado, tenía el pelo cano peinado hacia atrás, los dientes amarillos por el tabaco, la piel reseca por el sol del mediodía y demasiadas largas noches en demasiados clubes oscuros. Ninguno de los presentes en la sala conocía su verdadero nombre. Cuando lo detuvieron, su pasaporte lo identificaba como Monte Scanlon, de nacionalidad argentina, cincuenta y un años. Sólo la edad parecía correcta. Sus huellas dactilares no constaban en la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal. Los programas de reconocimiento facial no habían dado el menor resultado.
– Tenemos que hablar a solas.
– Yo no llevo este caso -repitió Scott-. Ya le han asignado una fiscal.
– Esto no tiene nada que ver con ella.
– ¿Y sí conmigo?
Scanlon se inclinó hacia delante.
– Lo que estoy a punto de contarle -dijo- va a cambiar su vida por completo.
Una parte de Scott quería agitar los dedos delante de la cara de Scanlon y decir: «Oooooh». Estaba acostumbrado a la mentalidad del criminal capturado: sus retorcidas maniobras, sus intentos de sacar ventaja, sus búsquedas de escapatoria, su exagerado sentido de la propia importancia. Linda Morgan, tal vez adivinando sus pensamientos, le lanzó una mirada de advertencia. Antes le había contado que Monte Scanlon había trabajado durante casi treinta años para varias familias estrechamente relacionadas. La ley RICO anhelaba su colaboración con la avidez de un hombre famélico ante un buffet libre. Desde su detención, Scanlon se había negado a hablar. Hasta esa mañana.
Así que allí estaba Scott.
– Su jefa… -dijo Scanlon, señalando a Linda Morgan con la barbilla-… espera que yo colabore.
– Van a ponerle la inyección -contestó Morgan, todavía intentando aparentar despreocupación-. Nada de lo que diga o haga cambiará eso.
Scanlon sonrió.
– Por favor. Usted teme perder lo que tengo que decir mucho más de lo que yo temo la muerte.
– Ya. Otro hombre duro que no teme la muerte. -Se apartó de la pared-. ¿Quiere saber una cosa, Monte? Son siempre los hombres duros los que se manchan los pantalones cuando los atan a la camilla.
De nuevo Scott reprimió el deseo de agitar los dedos, esta vez ante su jefa. Scanlon seguía sonriendo. No apartó la mirada de los ojos de Scott en ningún momento. A Scott no le gustó lo que vio. Sus ojos eran, como cabía esperar, negros, brillantes y crueles. Pero -aunque quizá sólo fueran imaginaciones suyas- creyó ver también otra cosa. Algo que iba más allá de la habitual ausencia de expresión. Parecía haber un ruego en esos ojos; Scott no podía desviar la mirada. Tal vez había en ellos arrepentimiento.
Incluso remordimientos de conciencia.
Scott alzó la vista hacia Linda y asintió. Ella frunció el entrecejo, pero Scanlon la había puesto en evidencia. Linda tocó en el hombro a uno de los guardias y les hizo señas para que salieran de la sala. Al levantarse de su asiento, el abogado de Scanlon habló por primera vez.
– No se podrá emplear nada de lo que diga contra él.
– Quédese con ellos -ordenó Scanlon-. Quiero estar seguro de que no nos escuchan.
El abogado cogió su maletín y siguió a Linda Morgan hacia la puerta. Pronto Scott y Scanlon estaban solos. En las películas, los asesinos son omnipotentes; en la vida real, no. No se libran de las esposas en medio de un centro penitenciario federal de alta seguridad. Los fornidos celadores, como Scott sabía, vigilarían desde detrás del espejo unidireccional. Aunque, por orden de Scanlon, apagarían el interfono, todos estarían mirando.
Scott se encogió de hombros en un gesto de interrogación.
– No soy el típico asesino a sueldo.
– Ya.
– Tengo reglas.
Scott esperó.
– Por ejemplo, sólo mato a hombres.
– Vaya -dijo Scott-. Es usted un príncipe.
Scanlon hizo caso omiso del sarcasmo.
– Ésa es mi primera regla. Sólo mato a hombres. No a mujeres.
– Bien, y dígame, ¿tiene la regla número dos algo que ver con no echar un polvo hasta la tercera cita?
– ¿Cree que soy un monstruo?
Scott se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.
– ¿No respeta mis reglas?
– ¿Qué reglas? Usted mata a gente. Inventa esas supuestas reglas porque necesita hacerse la ilusión de que es humano.
Scanlon pareció pensárselo.
– Es posible -admitió-, pero los hombres a los que he matado eran canallas. Me contrataban canallas para matar a canallas. No soy más que un arma.
– ¿Un arma? -repitió Scott.
– Sí.
– Monte, a un arma no le importa a quién mata. A hombres, mujeres, abuelitas, niños. Un arma no distingue.
Scanlon sonrió.
– Tocado.
Scott se frotó las palmas de las manos en las perneras del pantalón.
– No me ha pedido que viniera aquí para una clase de ética. ¿Qué quiere?
– Usted está divorciado, ¿verdad, Scott?
No contestó.
– Sin hijos, una separación amistosa, tiene una buena relación con su ex.
– ¿Qué quiere?
– Explicar.
– Explicar ¿qué?
Scanlon bajó la vista, pero sólo por un instante.
– Lo que le hice.
– Ni siquiera lo conozco -repuso Scott.
– Pero yo sí lo conozco a usted. Lo conozco desde hace mucho tiempo.
Scott dejó que se hiciera el silencio. Miró el espejo. Linda Morgan debía de estar detrás del vidrio, preguntándose de qué hablaban. Quería información. Scott se preguntó si habrían ocultado micrófonos en la sala. Probablemente. En cualquier caso, le convenía hacer hablar a Scanlon.
– Usted es Scott Duncan. Treinta y nueve años. Estudió en la Facultad de Derecho de Columbia. Podría ganar mucho más dinero en el sector privado, pero eso le aburre. Hace seis meses que trabaja en la fiscalía. Sus padres se mudaron a Miami el año pasado. Tenía una hermana, pero murió en la universidad.
Scott se revolvió en su asiento. Scanlon lo observó.
– ¿Ya ha acabado?
– ¿Sabe cómo funciona mi negocio?
Cambio de tema. Scott esperó un momento. Scanlon pretendía crear una ilusión óptica, con la intención de desconcertarlo o alguna tontería semejante. Y Scott no iba a caer en la trampa. Nada de lo que había «revelado» acerca de la familia de Scott lo sorprendía. Para encontrar esa información bastaba con saber pulsar unas cuantas teclas y hacer un par de llamadas.
– Por qué no me lo cuenta -contestó Scott.
– Imaginemos que usted quiere que muera alguien -dijo Scanlon.
– De acuerdo.
– Se pondría en contacto con un amigo, que conoce a un amigo, que conoce a un amigo, que me llamaría a mí.
– ¿Y a usted sólo lo conocería ese último amigo? -preguntó Scott.
– Algo así. Sólo tenía un intermediario, pero tomaba mis precauciones incluso con él. Nunca nos veíamos cara a cara. Usábamos nombres en clave. Los pagos siempre se ingresaban en cuentas extranjeras. Abría una cuenta para cada… llamémoslo transacción…, y la cerraba tras concluir la transacción. ¿Me sigue?
– No es tan complicado -dijo Scott.
– No, supongo que no. Pero, verá, últimamente nos comunicábamos por correo electrónico. Abría una cuenta de correo provisional en Hotmail o Yahoo o donde fuera, con nombres falsos. Imposible de rastrear. Pero aunque se pudiera, aunque llegara a averiguarse quién había enviado un mensaje, ¿adónde conducía? Todos se enviaban o leían en bibliotecas o lugares públicos. Estábamos totalmente a cubierto.
Scott se abstuvo de mencionar que, a pesar de esa total cobertura, había acabado con el culo en la cárcel.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
– A eso voy -contestó Scanlon, y Scott advirtió que iba animándose a medida que hablaba-. Antes, y cuando digo antes me refiero a hará unos ocho o diez años, lo hacíamos casi todo por teléfono público. Nunca veía el nombre escrito. Él simplemente me lo decía por teléfono.
Scanlon calló y se aseguró de que tenía toda la atención de Scott. Suavizó un poco el tono, ahora ya menos frío.
– Ahí está el quid de la cuestión, Scott. Se hacía por teléfono. Sólo oía el nombre por teléfono; no lo veía escrito.
Miró a Scott con expectación. Scott no tenía ni idea de qué intentaba decir, así que asintió:
– Ajá.
– ¿Entiende por qué recalco que se hacía por teléfono?
– No.
– Porque una persona como yo, una persona con reglas, podría cometer un error por teléfono.
Scott pensó por un momento.
– Sigo sin entender.
– Nunca mato a mujeres. Ésa era la primera regla.
– Eso ha dicho.
– De modo que si usted quería cargarse a alguien que se llamaba Billy Smith, yo habría deducido que Billy era un hombre. Ya sabe, con i griega. Nunca pensaría que Billy era una mujer. Con «ie» al final. ¿Lo entiende?
Scott se quedó absolutamente inmóvil. Scanlon se dio cuenta. Dejó de sonreír. Hablaba en voz muy baja.
– Antes hemos hablado de su hermana, ¿no, Scott?
Scott no contestó.
– Se llamaba Geri, ¿verdad?
Silencio.
– ¿Ve el problema, Scott? Geri es uno de esos nombres. Al oírlo por teléfono, uno supondría que se escribía Jerry. La cuestión es que hace quince años recibí una llamada. De ese intermediario del que le hablaba…
Scott movió la cabeza en un gesto de negación.
– Me dieron una dirección. Me dijeron la hora exacta a la que «Jerry» -Scanlon trazó con los dedos unas comillas imaginarias- estaría en casa.
– Se dictaminó que fue un accidente -dijo Scott, y le pareció oír muy lejos su propia voz.
– Eso mismo ocurre con la mayoría de los incendios provocados, si uno hace bien su trabajo.
– No le creo.
Pero Scott volvió a mirar aquellos ojos y sintió que se le tambaleaba el mundo. Las imágenes acudieron a raudales: la sonrisa contagiosa de Geri, el pelo despeinado, los aparatos en los dientes, la manera como le sacaba la lengua en las reuniones familiares. Se acordó de su primer novio de verdad (un papanatas llamado Brad), de cuando nadie la invitó a ir al baile del instituto, del discurso exaltado que pronunció cuando se presentó para el cargo de tesorera del consejo escolar, de su primer grupo de rock (era malísimo), de la carta de aceptación de la universidad.
Scott sintió que se le anegaban los ojos.
– Sólo tenía veintiún años.
Silencio.
– ¿Por qué?
– A mí no me interesan los porqués. Sólo soy un asesino a sueldo…
– No, no me refiero a eso. -Scott alzó la mirada-. ¿Por qué me lo cuenta ahora?
Scott observó su reflejo en el espejo. Habló en voz muy baja.
– Tal vez tenga razón.
– ¿En qué?
– En lo que ha dicho antes. -Se volvió hacia Scott-. Quizás, en definitiva, necesito hacerme la ilusión de que soy humano.