175405.fb2 Sabor a muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Sabor a muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

SEXTA PARTE. Consecuencias mortales

I

Cuando el padre expuso por primera vez a la señorita Wharton la sugerencia de Susan Kendrick en el sentido de que tal vez le conviniera pasar uno o dos días con ellos en la vicaría de Nottingham hasta que las cosas se hubieran apaciguado un tanto, ella lo aceptó con gratitud y una sensación de alivio. Se acordó que fuese a Nottingham inmediatamente después del juicio y que el padre Barnes fuese con ella en metro hasta King's Cross, para ayudarla a llevar su única maleta y acomodarla en el tren. Aquel plan pareció la respuesta a una plegaria. El casi untuoso respeto con el que ahora la trataban los McGrath, que parecían mirarla como una valiosa posesión que realzaba la categoría de ellos en el barrio, lo consideraba ella más pavoroso que su anterior antagonismo. Sería un alivio escapar de sus ávidos ojos y sus interminables interrogatorios.

La encuesta judicial no fue una prueba tan dura como ella creía. Sólo se tomó declaración, brevemente, acerca de la identidad y el descubrimiento de los cadáveres antes de que, a petición a la policía, se aplazara la vista. El juez de primera instancia trató a la señorita Wharton con grave consideración y su presencia en el estrado de los testigos fue tan breve que, apenas se dio cuenta de que se encontraba en ella, se la invitó a abandonarla. Sus ojos, ansiosamente escudriñadores, no habían podido ver a Darren. Conservaba el confuso recuerdo de haber sido presentada a numerosos extraños, entre ellos un joven rubio que dijo ser el cuñado de sir Paul. Nadie más de la familia estaba presente, pero había varios hombres vestidos de oscuro que, según le dijo el padre Barnes, eran abogados. En cuanto a éste, resplandeciente con su sotana y birrete nuevos, se mostró totalmente a sus anchas. La guió, con brazo seguro, a través de los fotógrafos, saludó a miembros de su parroquia con un aplomo que ella jamás había visto en él, y trató a la policía con singular familiaridad. En un momento de perplejidad, la señorita Wharton llegó incluso a pensar que aquellos asesinatos parecían haberle sentado bien.

Pasado el primer día en Saint Crispin, supo que su visita no iba a constituir un éxito. Susan Kendrick, aunque en avanzado estado de gestación de su primer hijo, no mostraba ninguna merma en sus energías y cada minuto de su jornada parecía ocupado por sus quehaceres parroquiales o domésticos, o bien por la clínica de fisioterapia en el hospital local, a la que dedicaba parte de su tiempo. Aquella vicaría enclavada en plena ciudad nunca estaba vacía y, excepto en el estudio del padre Kendrick, no había tranquilidad en ninguna parte. Continuamente presentaban a la señorita Wharton a personas cuyos nombres no acertaba a captar y cuyas funciones en la parroquia nunca adivinaba. En lo referente a los asesinatos, su anfitriona se mostraba debidamente compasiva, pero era evidente que abrigaba la opinión de que no era razonable que alguien se sintiera perpetuamente trastornado por unos muertos, por más desagradable que hubiera sido su final, y que explayarse en esa experiencia era, en el mejor de los casos, un error, y en el peor absolutamente morboso. Pero la señorita Wharton había llegado a la etapa en la que le hubiera sido útil hablar, y echaba de menos a Darren con una ansiedad que se estaba haciendo desesperada, preguntándose dónde estaba, qué sería de él, y si era feliz.

Había expresado su placer respecto al bebé que esperaban, pero el nerviosismo se había trocado en timidez y sus palabras habían sonado como extremadamente sentimentales incluso a sus propios oídos. Frente al sólido sentido común de Susan respecto a su embarazo, ella llegó a sentirse como una solterona absurda. Se había ofrecido para ayudar en la parroquia, pero la incapacidad de su anfitriona para encontrarle una tarea que se aviniera a sus habilidades redujo todavía más su confianza. Había empezado a merodear por la vicaría como el ratón de sacristía que probablemente ellos creían que era, y al cabo de un par de días sugirió con nerviosismo que debía empezar a pensar en regresar a casa y nadie hizo el menor intento para disuadirla.

Pero la misma mañana del día de su partida se decidió a confiar a Susan su preocupación por Darren, y en este punto la dueña de la casa se mostró útil. La burocracia local no tenía secretos para ella. Sabía a quién llamar, cómo descubrir el número, y había hablado a la voz desconocida del otro extremo de la línea con el tono de una autoridad conspiradora mutuamente reconocida. Efectuó la llamada desde el estudio de su marido, con la señorita Wharton sentada en la silla convenientemente situada para quienes buscaban el consejo del vicario. Durante la conversación telefónica, se sintió como la indigna destinataria de una paciente atención profesional, vagamente consciente de que hubiera hecho mejor papel de haber sido una madre soltera o una delincuente, preferiblemente ambas cosas a la vez, y además negra.

Después, Susan Kendrick le dio el veredicto. De momento, ella no podía ver a Darren, pues la asistenta social no lo juzgaba ni mucho menos deseable. Había comparecido ante el Tribunal de Menores y se había cursado una orden de supervisión. Esperaban disponer un programa de tratamiento inmediato para él, pero hasta que éste estuviera satisfactoriamente en marcha, no creían prudente que viera a la señorita Wharton. Esto sólo podía provocar recuerdos desagradables. Se había mostrado muy poco dispuesto a hablar de los asesinatos, y su asistenta social juzgaba que, cuando estuviera preparado para hacerlo, convenía que fuese ante alguien debidamente cualificado en materia de ayuda social y capaz de actuar sobre el trauma sufrido por el niño. Él aborrecerá todo esto, pensó la señorita Wharton. Nunca le habían gustado las intromisiones.

Echada en la cama, la primera noche en su casa, despierta como tan a menudo solía estarlo últimamente, tomó una decisión. Iría a Scotland Yard y pediría ayuda a la policía. Seguramente, ésta tendría alguna autoridad, o al menos cierta influencia sobre la asistenta social de Darren. Siempre se habían mostrado muy amables y serviciales con ella y podrían asegurar a las autoridades municipales que a ella se le podía confiar el cuidado de Darren. Esta decisión proporcionó cierta tranquilidad a su turbado espíritu y se quedó dormida.

A la mañana siguiente se sintió menos confiada, pero su resolución se mantenía inquebrantable. Saldría después de las diez, pues de nada le serviría encontrarse con la hora punta del tráfico. Se vistió cuidadosamente para esta excursión; las primeras impresiones siempre eran importantes. Antes de salir, se arrodilló y rezó brevemente para que la visita fuese un éxito, para que se la atendiera con comprensión, para que Scotland Yard no fuese el lugar atemorizador que ella imaginaba, y para que el comandante Dalgliesh o la inspectora Miskin estuvieran dispuestos a hablar con la autoridad local y explicar que ella ni siquiera mencionaría los asesinatos ante Darren si su asistenta social lo consideraba imprudente. Caminó hasta la estación de metro de Paddington y tomó la Circle Line. En la estación de Saint James's Park se equivocó de salida, quedó desorientada durante unos minutos y tuvo que preguntar el camino hasta el Yard. Y de pronto, al otro lado de la calzada, vio el signo giratorio y el gran edificio rectangular de cristal, tan familiar gracias a los telediarios.

El vestíbulo de entrada la sorprendió. No recordaba con seguridad lo que había imaginado ella: un agente uniformado de guardia, tal vez una reja de acero, incluso una hilera de presos esposados, conducidos bajo escolta a las celdas. Pero se encontró ante un mostrador de recepción de lo más corriente, atendido por dos mujeres jóvenes. Había mucha gente en aquel lugar, que mostraba un aspecto de actividad eficiente pero al mismo tiempo relajada. Hombres y mujeres enseñaban sus pases y se dirigían, charlando alegremente, hacia los ascensores. Excepto la llama conmemorativa que ardía en su pedestal, pensó, aquello podía ser cualquier oficina. Preguntó por la inspectora Miskin, tras haber decidido que se trataba de una cuestión en la que una mujer podía mostrarse más comprensiva que un hombre, y que difícilmente podía molestar al comandante Dalgliesh con algo de tan escasa importancia, excepto para ella. No, admitió, no estaba citada. Se le pidió que se sentara en una de las sillas colocadas ante la pared de la izquierda, y esperó mientras la joven telefoneaba. Su confianza aumentó y sus manos, que se aferraban a su bolso, se relajaron gradualmente. Fue capaz, incluso, de interesarse por las continuas idas y venidas de la gente, de sentir que tenía derecho a encontrarse allí.

Y, de pronto, la inspectora Miskin apareció junto a ella. No esperaba esta aparición; más bien creía que un ordenanza la acompañaría a su despacho. Está economizando tiempo, pensó. Si cree que es importante, entonces me hará subir. Y resultó obvio que la inspectora Miskin no juzgaba que fuese algo importante. Cuando la señorita Wharton le hubo explicado el motivo de su visita, se sentó junto a ella y guardó silencio unos momentos. «Se siente decepcionada -pensó la señorita Wharton-, Esperaba que le trajera alguna noticia sobre los asesinatos, que recordara algún detalle nuevo o importante.» Entonces la inspectora dijo:

– Lo siento, pero no creo que podamos ayudarla. El Tribunal de Menores ha cursado una orden de supervisión a la autoridad local. Ahora, el caso es de su incumbencia.

– Lo sé. Es lo que la señora Kendrick me dijo, pero yo creía que ustedes podrían ejercer su influencia. Después de todo, la policía…

– En esto no tenemos influencia.

Estas palabras le parecieron tremendamente definitivas y la señorita Wharton pasó a la súplica:

– Yo no le hablaría del asesinato, aunque a veces pienso que los niños son más fuertes que nosotros en ciertos aspectos. Pero tendría el mayor cuidado. Me sentiría mucho mejor sólo con poder volver a verle, aunque fuese por poco rato, sólo para saber que se encuentra bien.

– ¿Y por qué no puede hacerlo? ¿Le han dicho algo al respecto?

– Ellos piensan que no debe hablar de los asesinatos hasta que logre superar el trauma con alguien experimentado en materia de ayuda social.

– Sí, eso suena a la jerga de costumbre.

A la señorita Wharton la sorprendió la súbita nota de sarcasmo en la voz de la inspectora y tuvo la sensación de contar con una aliada. Abrió la boca para hacer una nueva petición, pero decidió abstenerse de ella. Si algo podía hacerse, la inspectora Miskin lo haría. La inspectora parecía estar reflexionando, y finalmente dijo:

– No puedo darle su dirección, y por otra parte no la recuerdo. Tendré que consultar su expediente. Ni siquiera estoy segura de si lo dejaron en su casa con su madre, pero supongo que solicitaron una orden de custodia si deseaban sacarlo de allí. Sin embargo, recuerdo el nombre de su escuela, Bollington Road Júnior. ¿Sabe dónde está?

La señorita Wharton exclamó:

– ¡Ya lo creo! Sé dónde está Bollington Road. Puedo ir allí.

– Supongo que siguen saliendo más o menos a las tres y media, ¿verdad? Podría usted pasar por allí en el momento oportuno. Si se encuentra con él accidentalmente, no creo que puedan ponerle ninguna objeción.

– Gracias, muchísimas gracias.

Con su percepción ahora agudizada por la ansiedad seguida por el alivio, la señorita Wharton sospechó que la inspectora Miskin estaba pensando en hacerle alguna nueva pregunta sobre los asesinatos, pero no dijo nada. Cuando se levantaron y la inspectora la acompañó hasta la puerta, la miró y le dijo:

– Ha sido usted muy amable. Si recuerdo alguna otra cosa respecto a los asesinatos, algo que aún no les haya dicho, en seguida me pondré en contacto con usted.

Sentada en el metro, en su trayecto hacia la estación de Saint James's Park, planeó que si todo salía bien se obsequiaría después con un café en los Army and Navy Stores, pero su visita al Yard parecía haberle exigido mayor esfuerzo de lo que ella había esperado, y la mera idea de tener que salvar el tráfico de Victoria Street la deprimió y desalentó. Tal vez resultara menos fatigoso prescindir del café y encaminarse hacia su casa. Mientras titubeaba junto al borde de la acera, notó que un hombro rozaba el suyo. Una voz varonil, joven y agradable, dijo:

– Perdone, pero ¿no es usted la señorita Wharton? La conocí en las primeras diligencias sobre la muerte de Berowne. Soy Dominic Swayne, el cuñado de sir Paul.

Ella parpadeó, confusa unos segundos, y entonces le reconoció. Él dijo:

– Estamos bloqueando la acera -ella sintió la mano de él en su brazo, guiándola firmemente a través de la calle.

Después, sin soltarla, él añadió:

– Habrá estado usted en el Yard. Yo también. Necesito tomar algo, y le ruego que me acompañe. Estaba pensando en ir al Saint Ermin's Hotel.

La señorita Wharton respondió:

– Es usted muy amable, pero no estoy segura de que…

– Por favor. Necesito hablar con alguien. Me está usted haciendo un favor.

En realidad, era imposible rehusar. Su voz, su sonrisa, la presión de su brazo, eran persuasivas. Y la conducía, amable pero firmemente, a través de la estación y en dirección de Caxton Street. Y de pronto se encontró ante el hotel, tan sólidamente acogedor, con su amplio patio flanqueado por animales heráldicos. Sería agradable sentarse allí tranquilamente antes de iniciar el camino de regreso a casa. Él la guió hacia la puerta de la izquierda y hasta el salón.

Era todo grandioso, pensó: la escalinata bifurcada que conducía a un gran balcón curvado, los resplandecientes candelabros, los espejos de las paredes y las columnas elegantemente esculpidas. Y, sin embargo, se sentía extrañamente a sus anchas. Había algo tranquilizador en aquella elegancia eduardiana, aquella atmósfera de respetable y segura comodidad. Siguió a su acompañante, sobre la alfombra de color azul y crema, hasta un par de butacas de respaldo alto, ante la chimenea. Después de sentarse en ellas, él preguntó:

– ¿Qué le apetece tomar? Hay café, pero creo que debería tomar algo un poco más fuerte. ¿Un jerez?

– Sí, es una buena idea, muchas gracias.

– ¿Seco?

– Bueno, tal vez no demasiado seco.

La señora Kendrick sacaba la botella del jerez cada noche, antes de cenar, en la vicaría de Saint Crispin. Invariablemente era jerez seco, un vino pálido y áspero que realmente no era de su gusto. Pero al regresar a su casa echó de menos este ritual. Sin duda, cualquiera se acostumbraba con rapidez a esos pequeños lujos. Él levantó un dedo y el camarero acudió, rápido y deferente. Llegó el jerez, de un hermoso color ámbar, semidulce, inmediatamente reconfortante. Había un pequeño cuenco con frutos secos y otro con galletitas saladas. Todo era elegante, idóneo para aplacar los nervios. La vida ruidosa de Victoria Street parecía encontrarse a kilómetros de distancia. Sentada allí, con la copa junto a los labios, contempló con trémula admiración la ornamentación tallada en el techo, las lámparas murales gemelas, con sus pantallas fruncidas, los enormes jarrones con flores al pie de la escalinata. Y de pronto supo por qué se sentía tan a sus anchas. Visiones, rumores, sensaciones, incluso la cara de aquel joven que la miraba sonriente, todo se fundió en una imagen durante largo tiempo olvidada. Ella se encontraba en el salón de un hotel, seguramente el mismo hotel, aquel mismo lugar, sentada junto a su hermano, que disfrutaba de su primer permiso después de haber conseguido los galones de sargento. Y entonces recordó. Él había sido destinado a Bassingbourn, en East Anglia. Debieron de reunirse en un hotel cercano a Liverpool Street, no a Victoria Street, pero era un hotel muy similar. Ella recordaba con orgullo la elegancia de su uniforme, la insignia alada de ametrallador de la aviación en su pecho, el flamante brillo de sus tres galones, la sensación de importancia que experimentó al ser acompañada por él, cómo le satisfizo aquel lujo desacostumbrado, el aplomo con que él llamó al camarero y le encargó jerez para ella y cerveza para él. Y su actual acompañante le recordaba un poco a John. Como John, era casi de la misma estatura de ella. A los ametralladores de popa «nos prefieren pequeños», había dicho John. Pero además era rubio como John, había algo de John en sus ojos azules y la alta curva de las cejas, y mucho de John en su amabilidad y cortesía. Casi podía imaginar aquel emblema alado de la aviación en su pecho. Entonces él dijo:

– Supongo que la habrán estado interrogando de nuevo acerca de los asesinatos. ¿Le han hecho pasar un mal rato?

– Oh, no, nada de eso…

Le explicó la finalidad de su visita, sin la menor dificultad en hablarle acerca de Darren, de sus caminatas a lo largo del camino de sirga, sus visitas a la iglesia, su necesidad de verle de nuevo. Añadió:

– La inspectora Miskin no puede hacer nada ante la autoridad municipal, pero me ha dicho cuál es la escuela de Darren. Realmente, se ha mostrado muy amable.

– Los de la policía nunca son amables, excepto cuando les conviene. Conmigo no han sido amables. Verá, creen que yo sé algo. Tienen una teoría. Creen que pudo hacerlo mi hermana, ella junto con su amante.

Miss Wharton gritó:

– ¡Oh, no! ¡Eso es una idea terrible! Imposible que lo hiciera una mujer… ¡y menos su propia esposa! Una mujer no pudo cometer semejante asesinato. Seguramente, ellos han de comprenderlo.

– Tal vez sí. Tal vez sólo fingieran creerlo. Pero están tratando de obligarme a decir que ella confió en mí, que incluso me confesó lo que había hecho. Ella y yo nos llevamos muy bien, ¿comprende? Siempre hemos estado muy cerca el uno del otro. Sólo contamos el uno con el otro. Saben que, de estar ella metida en algún lío, me lo contaría a mí.

– ¡Pero ésta es una situación terrible para usted! No puedo creer que el comandante Dalgliesh admita realmente una cosa así.

– Necesita proceder a una detención, y la esposa o el marido siempre son los sospechosos más obvios. He pasado dos horas muy desagradables.

La señorita Wharton había terminado su jerez y, al parecer por milagro, había otro en su lugar. Tomó un sorbo y pensó: Pobrecito mío, pobre muchacho. También él bebía, un líquido más pálido en un vaso ancho, mezclado con agua. Tal vez fuese whisky. Ahora dejó su vaso sobre la mesa y se inclinó hacia ella, que pudo oler el alcohol en su aliento, masculino, áspero, un tanto inquietante. Dijo:

– Hábleme del crimen. Dígame lo que vio, cómo era aquello.

Ella pudo sentir la necesidad de él, intensa como una fuerza, y también experimentó la necesidad de salir a su encuentro. También ella necesitaba hablar. Había pasado demasiadas noches insomne, luchando contra el horror, esforzándose en no pensar en aquello, en no recordarlo. Era mejor abrir de nuevo la puerta de aquella sacristía y afrontar la realidad. Por tanto, se lo explicó, susurrando a través de la mesa. Volvía a encontrarse en aquel matadero. Lo describió todo: las heridas como bocas fláccidas, Harry Mack con aquella mancha de sangre seca en el pecho, el hedor, más insistente en la imaginación que en la realidad, las manos pálidas y carentes de vida, caídas como flores. Él se inclinaba hacia ella a través de la mesa, bebiendo las palabras de su boca. Después, ella dijo:

– Y esto es todo lo que puedo recordar. Nada de lo que ocurrió antes o después, sólo aquellos dos cadáveres. Y después, cuando sueño con ellos, siempre están desnudos, totalmente desnudos. ¿No le parece extraordinario?

Soltó una leve risita y se llevó cuidadosamente la copa a los labios.

Oyó que él suspiraba, como si aquel desagradable relato hubiera liberado algo en su interior. Se repantigó en su sillón, respirando profundamente, como si hubiese estado corriendo. Después dijo:

– ¿Y no entró en la habitación, en aquella sacristía donde los encontraron?

– Eso es lo que el comandante nos preguntó una y otra vez. Incluso nos miró las suelas de los zapatos. No lo hizo al principio, lo hizo precisamente cuando nos marchábamos. Y el día siguiente vino un policía y se llevó los zapatos. ¿No le parece raro?

– Estaban buscando sangre.

– Sí, claro -admitió ella tristemente-, ¡había tanta sangre!

De nuevo aproximó a la suya, a través de la mesa, su cara pálida y expresiva. Ella pudo ver una pequeña mota de mucosidad en el rabillo de su ojo izquierdo, una traza de humedad a lo largo del labio superior. Tomó otro sorbo de jerez. ¡Calentaba tanto, y era tan reconfortante! Él dijo:

– Quien hizo aquello, quienquiera que fuese, no pudo ser cualquier intruso corriente. Este asesinato fue cuidadosamente planeado, brillantemente planeado incluso. Nos encontramos ante alguien con inteligencia y con unos nervios a toda prueba. Volver a aquella habitación, desnudo y navaja en mano. Enfrentarse a él y después matarlo. ¡Dios mío, se necesitó valor para hacerlo! -Se inclinó todavía más hacia ella-. Debe usted comprenderlo. Lo comprende, ¿verdad?

Valor, pensó ella. Pero el valor era una virtud. ¿Podía un hombre ser tan malo y al mismo tiempo mostrar valor? Tendría que preguntárselo al padre Barnes, aunque últimamente no resultara tan fácil hablar con el padre Barnes. Pero, en cambio, sí era fácil hablar con aquel joven que la miraba con los ojos de John. Dijo:

– Mientras Darren y yo estábamos sentados allí, en la iglesia, esperando a que nos interrogaran, tuve la sensación de que había algo que sabía, algo que mantenía callado, algo sobre lo que se sentía…, bien, tal vez algo culpable.

– ¿Ha hablado con la policía de ello?

– No, claro que no. No les he dicho nada de esto. Hubiera parecido una tontería. En realidad, él no puede ocultar absolutamente nada. Estuvimos los dos juntos en todo momento.

– Pero tal vez él pudo advertir algo, alguna cosa que usted no viese.

– Pero entonces la policía lo habría visto también. Es tan sólo una sensación que tuve. Es que, en realidad, yo conozco bastante bien a Darren. Sé cuándo se siente… bueno, un poco avergonzado. Pero en esta ocasión debí de equivocarme. Tal vez sepa algo más cuando me sea posible verle.

– ¿Qué piensa usted hacer? ¿Encontrarse con él delante de la escuela?

– Es lo que pienso hacer. La inspectora me dijo que salen a las tres y media.

– Pero él estará con otros niños. Ya sabe cómo se comportan, gritando y corriendo hacia sus casas. Tal vez no quiera separarse de su pandilla, y es posible que se sienta violento al encontrarla a usted esperándole allí.

La señorita Wharton pensó: «Quizá se avergüence de mí. ¡Los niños son tan extraños! Será terrible si le veo y él no se detiene, si no quiere reconocerme».

Su interlocutor dijo:

– ¿Y por qué no escribirle una nota y pedirle en ella que se encuentre con usted en el lugar de costumbre? Él sabrá que eso significa el camino de sirga. Yo podría entregársela, si usted quiere.

– ¿Podría hacerlo? Pero él no le reconocerá…

– Se la daré a otro de los chicos para que se la entregue. Le daré una propina y le diré que se trata de un secreto. O pediré a cualquiera de ellos que me señale quién es. Darren recibirá la nota, eso se lo prometo. Mire, yo mismo la escribiré de parte de usted. ¿Sabe leer, verdad?

– Ya lo creo, estoy segura de que sabe leer. Lee los avisos en la iglesia. En realidad, es un niño muy inteligente. Su asistenta social le dijo a la señora Kendrick que Darren apenas ha asistido a la escuela. Al parecer, su madre se fue con él a Newcastle, pero ella no encontró allí las mismas oportunidades para su trabajo y por tanto regresaron. Pero no lo comunicó a la escuela y mucho me temo que a Darren le resultara demasiado fácil hacer novillos. Fue una picardía por su parte. Sin embargo, estoy segura de que sabe leer.

Él dobló un dedo y el camarero acudió con pasos silenciosos. Poco después regresaba con una hoja de papel, con membrete del hotel, y un sobre. La copa de la señorita Wharton fue retirada y otra llena ocupó su lugar.

Él dijo:

– Escribiré con letra de imprenta el mensaje y el nombre de usted. Esto le resultará más fácil a él. Y mejor será decir que se encuentre con usted después de salir de la escuela. Tal vez no pueda establecer contacto con él hoy mismo, pero lo haré mañana. Supongamos que decimos el viernes a las cuatro de la tarde, en el camino de sirga. ¿Le parece bien?

– Oh, sí, claro, perfectamente. Y yo me ocuparé de que no vuelva tarde a su casa.

Él escribió con rapidez, dobló el papel y, sin enseñárselo a ella, lo metió en el sobre.

– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Su apellido.

– Wilkes. Se llama Darren Wilkes. Y la escuela es la Bollington Road Júnior, cerca de Lisson Grove.

Miró cómo lo escribía él, con letra de imprenta, en el sobre y se lo metía en el bolsillo de la americana. Después sonrió.

– Bébase el jerez -dijo- y no le preocupe. Todo irá bien. Estará allí. Le verá, se lo prometo.

Cuando salieron del hotel y se encontraron bajo la desvaída luz del sol, a la señorita Wharton le pareció flotar en un éxtasis de gratitud y alivio. Apenas se dio cuenta de que él le pedía sus señas y la metía en un taxi, ni del billete de cinco libras que se deslizó en la mano del taxista. La cara de él, extrañamente grande, tapaba la ventanilla del taxi.

– No se preocupe -le repitió-. He pagado al taxista. Le devolverá algo de cambio. Y no lo olvide. El viernes a las cuatro.

Lágrimas de gratitud se agolparon en los ojos de ella, y alargó la mano, buscando unas palabras, pero sin que se le ocurriera ninguna. Y entonces el taxi se puso en marcha, haciéndola recostarse en el asiento, y él desapareció. Durante todo el trayecto hasta su casa, se sentó muy erguida, apretando su bolso contra el pecho, como si simbolizara la nueva felicidad reencontrada. Viernes, se dijo en voz alta. Viernes a las cuatro.

Cuando el taxi se perdió de vista, Swayne sacó el mensaje y lo releyó, con semblante inexpresivo. Después lamió el borde del sobre y lo cerró. La hora y el lugar eran, exactamente, los que él había dicho, pero la fecha era la del día siguiente. Jueves y no viernes. Y sería él, y no la señorita Wharton, quien estaría esperando en el camino de sirga.

II

Diez minutos después de regresar Kate a la oficina, entró Massingham. Él y Dalgliesh habían estado interrogando a Swayne, y ella ocultó su desilusión al verse excluida de aquel primer encuentro importante después del hallazgo de nuevas pruebas, diciéndose que ya llegaría su momento. A menos que doblegaran rápidamente a Swayne, los interrogatorios, cuidadosamente estructurados, efectuados según las normas de los jueces y el reglamento policial, pero planificados, variados y persistentes, constituirían inexorablemente, día tras día, hasta el momento en que pudieran acusarlo o, al menos durante algún tiempo, tuvieran que dejarlo en paz. A juzgar por la expresión en la cara de Massingham, ella tendría su oportunidad. Su colega casi arrojó el expediente sobre la mesa y después se aproximó a la ventana, como si la visión espectacular de las torres de Westminster y la curva del río pudieran contribuir a suavizar su frustración.

Ella preguntó:

– ¿Cómo ha ido?

– Nada. Ha estado sentado allí con su abogado al lado y sonriendo, diciendo cada vez menos cosas. O, mejor dicho, explicando lo mismo una y otra vez. «Sí, Berowne y yo nos encontramos en la orilla. Sí, tuvimos un altercado. Me acusó de seducir a Theresa Nolan y a mí me molestó que tratara de cargarme la paternidad de su bastardo. Se abalanzó contra mí como si se hubiera vuelto loco. Y estaba loco. Pero no me arrojó al río. Berowne se había marchado ya cuando yo nadé hasta la barcaza. Y yo no lo maté. Estuve toda aquella tarde con la señorita Matlock. Me vieron llegar a Campden Hill Square. Recibí la llamada telefónica de la señora Hurrell a las ocho cuarenta. Estuve allí hasta que salí para ir al pub. Fui visto allí desde las once menos cuarto hasta la hora de cerrar. Y si ustedes piensan otra cosa, pruébenlo.»

– ¿Y quién es su abogado? ¿Alguien de Torrington, Farrell y Penge?

– No. Nadie que tenga que ver con los Berowne. Tengo la impresión de que Barbara Berowne se está distanciando de su hermano, en vista de la dudosa reputación de éste. Se ha buscado un joven, brillante y prometedor, de Maurice y Sheldon, perfectamente competente y que ya está calculando sus honorarios. No hay nada como un caso notorio para dar a conocer el nombre al público. Su fuerza radica en que realmente da crédito a su cliente, y esto debe de ser un raro placer para un abogado de esa firma. Podía verse cómo trabajaba su mente. Él no cree que Swayne tenga bemoles para haber cometido ese asesinato, no puede creer que el motivo sea lo bastante poderoso, no ve cómo Swayne pudo haber salido de Campden Hill Square con tiempo suficiente para cometer el asesinato y regresar sin que se enterase la Matlock, y, desde luego, no ve por qué habría de mentir ella. Pero sobre todo, claro está, deja bien a la vista que no cree que Berowne fuera asesinado, y con eso ya empieza a ser uno de la mayoría. Él y el gran jefe podrían ir del brazo.

Y por tanto, pensó Kate, trataremos nuevamente de romper el silencio de Evelyn Matlock. Y ella se sentará allí, amparada por lady Ursula y aconsejada por los abogados de la familia, mitad obstinada y mitad triunfal, disfrutando con su voluntario martirio. ¿Por qué causa?, se preguntó. ¿Odio, venganza, glorificación de sí misma, amor? Por primera vez, tuvo que admitir que el caso, el primero emprendido por la nueva brigada, podía concluir sin ningún arresto y con un fracaso ignominioso. Massingham se volvió desde la ventana.

– Todavía no hay ni la menor prueba concreta que lo vincule a él con la escena del crimen. De acuerdo, tenía un motivo, pero también lo tenían media docena más de personas.

– Pero si mató por odio, seguramente no podría ocultar ese odio ni siquiera ahora, ¿no crees?

– Sí, ya lo creo que sí, y muy bien. ¿Acaso no ha descargado la peor parte de ese odio? Se ha librado de su poder. Puede sentarse allí, sonriente, el arrogante hijo de puta, porque se ha librado de su enemigo para siempre. Se mostraba muy dueño de sí, pero estaba exultante como un enamorado.

Ella dijo:

– Él lo mató y sabemos que lo hizo. Pero hemos de romper esa coartada. Y, sobre todo, hemos de encontrar alguna prueba física.

– Es que Swayne esto lo sabe, y mejor que nadie. Él confía en que la prueba no exista. Todo es circunstancial. Si tuviéramos algo más sólido, ya lo habríamos sacado a relucir. Y en realidad está diciendo lo que otras personas están pensando, que Berowne preñó a Theresa Nolan, la repudió y se mató, en parte por remordimiento y en parte porque la basura publicada en la Paternoster Review le advirtió que iba a producirse el escándalo. Joder, Kate, si al jefe le sale mal esto, nos van a tocar las bolas a todos.

Ella le miró sorprendida. Era raro oírle utilizar palabras obscenas, y supuso que no sólo estaba pensando en el éxito de la nueva brigada, o el de sus colegas en la Cl, y no en los más jóvenes, a los que no disgustaría ver al díscolo Dalgliesh dar un tropezón. Él había planeado su carrera tan cuidadosamente como ella la suya, y lo último que deseaba era que se le adjudicara un fracaso espectacular. Pero tenía sus motivos para estar preocupado, pensó ella con amargura. Difícilmente se conformaría si volviera a verse de nuevo en la división.

Le dijo:

– Dudo de que te lo echaran en cara a ti. De todos modos, en enero te marcharás a hacer tu curso de mandos superiores, el próximo paso hacia el puesto de comisario ayudante.

Él habló casi como si hubiera olvidado la presencia de ella allí:

– Las cosas no van a ser fáciles cuando muera mi padre.

– No estará enfermo, ¿verdad?

– Enfermo, no, pero tiene más de setenta años, y, desde que murió mi madre en abril, parece como si también él hubiera perdido gran parte de su vida. Me gustaría irme a otra parte, comprar un apartamento, pero en este momento es difícil.

Era la primera vez que le hablaba de su familia, y esta confianza la sorprendió. El hecho de que la hubiera mostrado debía de tener algo que ver, supuso ella, con el cambio en sus relaciones, pero supo que sería imprudente hurgar más.

Le dijo:

– Yo no perdería el sueño por el título. Siempre puedes rehusarlo. De todos modos, a la policía le será más fácil acomodar al jefe lord Dungannon que a la jefe Kate Miskin.

Él hizo una mueca y después dijo sonriendo:

– Está bien. Podrías haber optado por ingresar en las Wrens, pero difícilmente podrías esperar ascender a Primer Lord del Mar. Todo llegará con el tiempo: la primera mujer jefe de policía, cosa de una década después de la primera mujer arzobispo de Canterbury, diría yo. Pero no en mi tiempo, gracias a Dios.

Ella no replicó a la provocación. Advirtió la repentina mirada de él y entonces dijo:

– ¿Qué te ocurre? ¿Te preocupa algo?

Es tan obvio, pensó, no del todo contenta con su inusual percepción. De poco servía no invitarle nunca a ir a su apartamento, si la mente de ella se había hecho tan accesible. Dijo:

– Vino la señorita Wharton mientras tú estabas con Swayne. Quiere ver a Darren.

– Bien, ¿y quién se lo impide?

– Al parecer, su asistenta social, en interés de una buena práctica de su tarea social. La señorita Wharton quiere mucho a ese niño. Es evidente que sabe comprenderlo. Se llevan bien. Ella también le cae bien a él. ¿Te extraña que su asistenta social esté decidida a mantenerlos separados?

Él sonrió, divertido, con cierta indulgencia, como el hombre en cuya vida privilegiada la palabra «asistencia» había significado siempre su definición en el diccionario, y nada más.

– Las odias de veras, ¿verdad?

– De todos modos, le dije el nombre de la escuela del niño. Le sugerí que rondara por allí y esperase la hora de la salida para hablar con él.

– ¿Y te preguntas si a los servicios de asistencia social les agradará esto?

– Sé perfectamente que no va a gustarles. Me estoy preguntando si hice bien. -Y añadió, como para tranquilizarse a sí misma-: De acuerdo, ella merodeará cerca de la escuela y, con suerte, tal vez pueda acompañarlo a su casa. No veo qué daño puede hacer eso.

– Ninguno, diría yo -replicó él con desenvoltura-. Ni el menor daño. Vamos a tomar una copa.

Pero antes de que pudieran llegar a la puerta, sonó el teléfono de él. Lo descolgó y en seguida ofreció el auricular a Kate.

– Es para ti.

Kate lo cogió, escuchó en silencio durante un momento y después dijo brevemente:

– De acuerdo, voy en seguida.

Al observar su cara mientras colgaba el teléfono, Massingham preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– Es mi abuela. La han golpeado y robado. Llamaban desde el hospital. Quieren que vaya a recogerla.

Él dijo con fácil conmiseración:

– Mala cosa. ¿Es grave? ¿Está bien ella?

– ¡Claro que no está bien! Tiene más de ochenta años y esos hijos de puta la han golpeado. No está gravemente herida, si eso es lo que preguntas. Pero no está en condiciones de quedarse sola. Tendré que pasarme el resto del día fuera. Y probablemente mañana también, a juzgar por lo que dicen.

– ¿Y no pueden disponer ellos de alguien que se ocupe de ella?

– Si hubiera alguien más, ya no me llamarían a mí. -Y seguidamente añadió con más calma-: Ella me crió. No hay nadie más.

– Entonces es mejor que vayas. Ya se lo diré al jefe. Siento lo de la copa. -Y añadió, con los ojos todavía fijos en la cara de ella-: Ahora no sería conveniente.

– ¡Claro que no sería conveniente! No es necesario que me lo indiques. ¿Y cuándo va a serlo?

Caminando a su lado por el pasillo, en dirección a su despacho, ella preguntó de pronto:

– ¿Qué pasaría si tu padre cayera enfermo?

– No lo he pensado. Supongo que mi hermana vendría de Roma.

Claro, pensó ella. ¿Quién más podía ser? El enojo contra él, que ella había empezado a pensar que se estaba disipando, afloró de nuevo con vigor. El caso empezaba por fin a llegar a su desenlace, y ella no estaría presente. Tal vez sólo estuviera ausente un día y medio, pero no podía ser en peor momento. Y la cosa no podía durar mucho más. Al contemplar el rostro de Massingham, cuidadosamente controlado, ante su puerta, pensó: Él y el jefe se quedan ahora mano a mano. Será como en otro tiempo. Él tal vez lamente lo de la copa que no vamos a tomar juntos, pero eso será lo único que lamente.

III

El jueves fue uno de los días más frustrantes que Dalgliesh podía recordar. Habían decidido conceder un respiro a Swayne y no hubo interrogatorio, pero una conferencia de prensa convocada para primera hora de la tarde había resultado particularmente difícil. Los medios de comunicación se estaban impacientando, no tanto por la falta de progresos como por la de noticias. O bien sir Paul Berowne había sido asesinado, o se había dado muerte por su propia mano. En el segundo caso, la familia y la policía admitirían el hecho, y en el primero ya era hora de que la nueva brigada se mostrara más explícita sobre sus progresos para echarle el guante al asesino. Tanto dentro como fuera del Yard, había cáusticos comentarios en el sentido de que la brigada se hacía notar más por su sensibilidad que por su efectividad. Como susurró un superintendente del Cl al oído de Massingham, en el bar:

– Feo caso para dejarlo sin resolver; es de los que se crean su propia mitología. Menos mal que Berowne era de derechas y no de izquierdas, pues de lo contrario alguien estaría ya escribiendo un libro para demostrar que lo degolló el MI 5.

Ni siquiera la reunión de cabos sueltos, aunque satisfactoria, había disipado su depresión. Massingham le había informado sobre una visita suya a la señora Hurrell. Debió de mostrarse persuasivo, pues la señora Hurrell admitió que su esposo, pocas horas antes de su muerte, le había hecho una confidencia. Se había pasado por alto una pequeña factura de carteles, al preparar las cuentas finales antes de las últimas elecciones generales. Habría situado los gastos del partido por encima del límite estatutario y habrían invalidado la victoria de Berowne. El propio Hurrell había cubierto la diferencia y había decidido no decir nada, pero el hecho pesaba sobre su conciencia y quiso confesarlo a Berowne antes de morir. Qué finalidad creía conseguir con esta confesión era algo que resultaba difícil determinar. La señora Hurrell no sabía mentir y Massingham explicó que se había mostrado insistente, aunque de modo poco convincente, en el hecho de que su marido nunca había confiado en Frank Musgrave. Pero no era éste un camino que necesitaran explorar. Estaban investigando un asesinato y no un caso de ilegalidad, y Dalgliesh estaba convencido de que conocía a su hombre.

Y Stephen Lampart había quedado exento de toda posibilidad de participación en la muerte de Diana Travers. Sus dos invitados de la noche en que ésta se ahogó, un especialista de moda en cirugía plástica y su joven esposa, habían sido visitados por Massingham. Al parecer, conocían a éste ligeramente y, entre invitaciones a beber y el grato descubrimiento de que tenían amistades comunes, confirmaron que Stephen Lampart no había abandonado la mesa durante la cena y que había empleado menos de dos minutos para ir a buscar el Porsche, mientras ellos esperaban, charlando con Barbara Berowne, ante la puerta del Black Swan.

Pero fue útil despejar este detalle, como también lo fue saber, a partir de las investigaciones del sargento Robins, que la esposa y la hija de Gordon Halliwell se habían ahogado mientras pasaban unas vacaciones en Cornwall. Por breve tiempo, Dalgliesh se había preguntado si Halliwell podía haber sido el padre de Theresa Nolan. Nunca le había parecido la cosa muy probable, pero la posibilidad había de ser explorada. Todo eran cabos sueltos, ahora bien atados, pero la línea principal de la exploración seguía bloqueada. Las palabras del comisario ayudante seguían resonando en su cerebro, tan insistentes e irritantes como un sonsonete de la televisión: «Encuéntrame la prueba física».

Curiosamente, representó más bien un alivio que una irritación enterarse de que el padre Barnes había telefoneado mientras él se encontraba en la conferencia de prensa, y había dicho que le interesaba verle. El mensaje era un tanto confuso, pero no mucho más que el propio padre Barnes. Al parecer, el clérigo quería saber sí la sacristía pequeña podía ser desprecintada, y cuándo, si era posible saberlo, se iba a devolver la alfombra a la iglesia. ¿Se ocuparía la policía de hacerla limpiar, o era éste un asunto que le incumbía a él? ¿Tendrían que esperar hasta que fuese presentada en el juicio? ¿Había alguna posibilidad de que el Consejo de Compensación de Perjuicios Criminales pagara otra nueva? Parecía extraño que incluso una persona tan fuera de este mundo como el padre Barnes pudiera esperar de veras que las facultades reglamentarias del CCPC incluyeran el suministro de alfombras, pero, para un hombre que empezaba a temer que aquel caso de asesinato nunca llegara a ser sometido a juicio, esa inocente preocupación por un detalle tan trivial resultaba reconfortante, incluso conmovedora. Obedeciendo a un impulso, decidió que bien valía la pena hacerle una visita al padre Barnes.

En la vicaría nadie contestó, y todas las ventanas estaban cerradas. Y entonces recordó su primera visita a la iglesia, y aquel tablero que anunciaba las vísperas a las cuatro los jueves. Presumiblemente, el padre Barnes estaría en la iglesia. Y así era. La gran puerta norte no estaba cerrada con llave y, cuando hizo girar la pesada manija de hierro y abrió, se encontró con el ya esperado aroma del incienso y vio que estaban encendidas las luces en la capilla de Nuestra Señora y que el padre Barnes, con sobrepelliz y estola, dirigía las oraciones. El número de fieles era superior a lo que Dalgliesh hubiese esperado y el murmullo de las voces llegó hasta él, claramente, como un susurro suave y desacorde. Se sentó en la fila más cercana a la puerta y escuchó pacientemente las vísperas, aquella parte tan descuidada y estéticamente tan satisfactoria de la liturgia anglicana. Por primera vez desde que la conocía, la iglesia estaba siendo utilizada para el fin para el que había sido construida, pero le pareció sutilmente cambiada. En el candelabro de múltiples brazos donde el miércoles anterior ardía una única vela, había ahora una doble hilera de cirios, algunos de ellos recientemente encendidos, y otros que chisporroteaban con su última y trémula llama. No sintió el menor impulso de contribuir a aquella iluminación. Bajo la luz reinante, el rostro prerrafaelita de la Virgen, con su aureola de cabellos rizados y dorados bajo la alta corona, resplandecía como si acabara de ser pintada, y las voces distantes llegaban hasta él como augurios premonitorios del éxito.

La ceremonia fue breve. No hubo sermón ni cánticos y, a los pocos minutos, la voz del padre Barnes, que llegaba como si fuese desde lejos pero muy clara, tal vez porque las palabras eran tan familiares, recitó la Tercera Colecta como petición de ayuda contra los peligros: «Te rogamos que ilumines nuestras tinieblas, Señor, y que tu gran misericordia nos defienda de todos los males y peligros de esta noche, por el amor de tu único Hijo, Jesucristo, nuestro Salvador».

Los fieles murmuraron su amén, se levantaron y empezaron a dispersarse. Dalgliesh se levantó y se adelantó. El padre Barnes salió presuroso a su encuentro, con un revuelo de tela de lino blanca. Desde luego, había conseguido un nuevo aplomo y casi, pudo creer Dalgliesh, mayor estatura física desde su primer encuentro. Ahora parecía más pulcro, mejor vestido, incluso más rollizo, como si una leve pero no mal recibida notoriedad hubiera añadido carne a sus huesos.

Dijo.:

– Muy amable por su parte el haber venido, comandante. Estaré con usted en seguida. Sólo tengo que vaciar las cajas de las ofrendas. A mis feligreses les agrada que yo mantenga esta costumbre. No es que esperemos encontrar gran cosa en ellas.

Sacó una llave del bolsillo de sus pantalones y abrió la caja sujeta al candelabro votivo frente a la estatua de la Virgen, y empezó a introducir las monedas en una bolsa de cuero cuya boca se cerraba con un cordón. Dijo:

– Más de tres libras en calderilla y seis monedas de una libra. Nunca habíamos conseguido tanto, hasta ahora. Y también las colectas ordinarias han aumentado desde los asesinatos.

Su cara trataba de mantener una expresión solemne, pero su voz era tan alegre como la de un chiquillo.

Dalgliesh le acompañó, a lo largo de la nave, hasta el segundo candelabro, ante la reja. La señorita Wharton, que había acabado de guardar los reclinatorios y de enderezar las sillas en la capilla de Nuestra Señora, se situó a su lado, y, cuando el padre Barnes abrió la caja, dijo:

– Aquí no espero que haya más de ochenta peniques. Yo solía darle a Darren una moneda de diez peniques para encender una vela, pero en realidad nadie más utiliza esta caja. A él le encantaba meter las manos entre la reja y encender la cerilla. Apenas llegaba. Es curioso, pero no lo había recordado hasta ahora. Supongo que es porque no tuvo tiempo para encender la vela aquella terrible mañana. Ahí está, ¿la ve?, todavía sin encender.

El padre Barnes tenía las manos metidas en la caja.

– Esta vez sólo siete monedas y un botón…, bien poco corriente, por cierto. Parece como si fuera de plata. A primera vista, creí que era una moneda extranjera.

La señorita Wharton lo miró de cerca y dijo:

– Esto debe de ser cosa de Darren. Una travesura suya. Ahora recuerdo que en el camino se agachó y yo creí que recogía una flor. En realidad, hizo mal en coger algo de la iglesia. Pobre niño, debe de haberle pesado en la conciencia. No es extraño que sintiera una sensación de culpabilidad. Espero verle mañana y le diré algo al respecto. Pero tal vez debiéramos encender la vela ahora, comandante, y rezar una oración por el éxito de su investigación. Creo que tengo una moneda de diez peniques.

Empezó a rebuscar en su bolso.

Dalgliesh dijo al padre Barnes, a media voz:

– ¿Puedo ver el botón, padre?

Y allí estaba por fin, en la palma de su mano, la prueba física que había estado buscando. Había visto antes botones como aquél, en la chaqueta italiana de Dominic Swayne. Un solo botón. Un objeto tan pequeño y tan corriente, pero tan vital. Y tenía dos testigos para su descubrimiento. Siguió mirándolo y le invadió una sensación, no de excitación o de triunfo, sino de una inmensa fatiga y de conclusión.

Dijo:

– ¿Cuándo vaciaron esta caja la última vez, padre?

– El martes pasado, debía de ser el diecisiete, después de la misa de la mañana. Como he dicho, teníamos que vaciarla aquel martes, pero creo que con toda aquella excitación olvidé hacerlo.

Por lo tanto, había sido vaciada la mañana del día en que Berowne había sido asesinado. Dalgliesh preguntó:

– ¿Y el botón no estaba entonces en la caja? ¿Pudo haberle pasado por alto?

– Oh, no, eso no hubiera sido posible. Con toda seguridad, no estaba entonces en ella.

Y toda la parte oeste de la iglesia había estado cerrada desde el descubrimiento de los cadáveres hasta hoy. En teoría, claro, alguien de la misma iglesia, un feligrés o un visitante, pudo haber metido el botón en la caja. Pero ¿por qué había de hacerlo? La caja más apropiada para ser utilizada, aunque fuera para gastar una broma, era la situada frente a la estatua de la Virgen. ¿Por qué recorrer la nave en toda su longitud, hasta el fondo de la iglesia? Y no pudo haber sido introducido en la caja confundiéndolo con una moneda, pues allí no se había encendido ninguna vela. Pero todo esto era puramente teórico. Estaba oponiéndose a argumentos como lo haría un abogado defensor. Con seguridad, había una sola chaqueta de la que pudiera proceder aquel botón. Era demasiada coincidencia suponer que alguien relacionado con la iglesia de Saint Matthew y que no fuera Swayne pudiera haberlo dejado caer más allá de la puerta sur.

Dijo:

– Voy a meterlo en uno de aquellos sobres de la sacristía pequeña, y después lo cerraré y les pediré a los dos que lo firmen a través de la solapa. No podemos desprecintar la habitación por el momento, padre.

– ¿Quiere decir que este botón es importante? ¿Es una pista?

– Ya lo creo -contestó-. Es una pista.

La señorita Wharton habló con nerviosismo:

– ¿Es que supone que su propietario puede venir a buscarlo?

– No creo en absoluto que lo haya echado aún de menos. Pero, incluso en este caso, nadie correrá el menor peligro cuando sepa que obra ya en poder de la policía. No obstante, enviaré un hombre para que se quede en la iglesia, padre, hasta que lo capturemos.

Ninguno de los dos preguntó de quién era el botón y tampoco él vio motivo para explicárselo. Se dirigió hacia su coche y telefoneó a Massingham. Éste dijo:

– Será mejor que pesquemos en seguida al niño.

– Sí, inmediatamente. Eso es lo primero que hay que hacer. Y después a Swayne. Y necesitaremos la chaqueta. John, compruebe los informes del laboratorio al respecto, ¿quiere? No había botones de menos cuando vimos a Swayne en Campden Hill Square. Éste es, probablemente, el de recambio. El laboratorio detectará si había una etiqueta en el orillo. Y vea si puede conseguir prueba de que la chaqueta le fue vendida a Swayne. Necesitamos el nombre de los importadores y del comerciante que las vende, pero esto probablemente tendrá que esperar hasta mañana.

– Lo pondré todo en marcha, señor.

– Pero ahora necesitamos un duplicado del botón. Voy a sellar y certificar éste, y no tengo un sobre transparente. Usted reconoció la chaqueta. Supongo que sería esperar mucho que tuviera usted una igual.

– Yo diría que demasiado. Un demasiado que equivale a trescientas libras. Pero mi primo tiene una, y puedo hacerme con un botón. -Y añadió-: ¿Cree que puedan correr algún peligro la señorita Wharton o el padre Barnes?

– Evidentemente, o bien Swayne no ha echado de menos el botón o no tiene idea de dónde lo perdió. Pero me gustaría tener a alguien aquí, en la iglesia, hasta que le echemos la mano encima. Pero ante todo búsquenme a Darren, y pronto. Yo voy directamente y después querré que usted me acompañe al sesenta y dos de Campden Hill Square.

– Sí, señor. Hay muchas cosas que hacer. Es una lástima que no tengamos a Kate. Esto es lo que tiende a ocurrir con las mujeres policías: la inconveniente emergencia doméstica.

Dalgliesh replicó fríamente:

– No tantas veces, John, y en particular no con ella. Hasta dentro de veinte minutos, pues.

IV

Era sólo la segunda vez, desde la muerte de su padre, que Sarah iba al sesenta y dos de Campden Hill Square. La primera había sido la mañana después de difundirse la noticia. Había entonces un pequeño grupo de fotógrafos ante la verja de entrada y ella se había vuelto instintivamente cuando la llamaron por su nombre. A la mañana siguiente vio en el periódico una foto suya, subiendo furtivamente los escalones como una sirvienta infiel que se equivocara de puerta, con el pie: «La señorita Sarah Berowne ha sido hoy uno de los visitantes de Campden Hill Square». Pero ahora no había gente en la plaza. Los grandes olmos esperaban con muda aquiescencia el invierno, con las ramas moviéndose perezosamente en el aire cargado de lluvia. Aunque la tormenta había cesado, la tarde era tan oscura que las luces brillaban pálidamente desde las ventanas de las habitaciones de los primeros pisos, como si ya fuese de noche. Supuso que, detrás de aquellas ventanas, la gente vivía sus existencias secretas, separadas e incluso desesperadas, pero las luces parecían resplandecer de cara al exterior con la promesa de una seguridad inalcanzable.

No tenía llave. Su padre le había ofrecido una cuando ella se marchó, con la rígida formalidad -o al menos así se lo pareció a ella entonces- de un padre Victoriano poco propicio a tenerla bajo su techo, pero reconociendo que, como hija soltera, tenía derecho a su protección y a una habitación en su casa, en caso de necesitarla. Al contemplar la famosa fachada, las ventanas elegantemente redondeadas, supo que nunca había sido y nunca sería su casa. ¿Hasta qué punto esto le había importado a su padre?, se preguntó. A ella siempre le había dado la impresión de que él se alojaba en ella, pero que nunca la había considerado como su propia casa, tal como le ocurría a ella. Sin embargo, ¿había envidiado a su hermano durante su adolescencia, aquellas piedras muertas y prestigiosas? ¿Había codiciado la casa, como había codiciado la novia de su hermano? ¿Qué pensaba cuando, con su madre al lado, había apretado el acelerador en aquel viraje peligroso? ¿Qué cosas de su pasado se habían enfrentado finalmente a él, en aquella ínfima sacristía de la iglesia de Saint Matthew?

Mientras esperaba que Mattie abriera la puerta, se preguntó cómo había de saludarla. Parecía natural decirle: «¿Cómo estás, Mattie?», pero esta pregunta no tenía el menor sentido. ¿Cuándo le había importado a ella saber cómo se sentía Mattie? ¿Qué posible respuesta le cabía esperar, como no fuera una cortesía igualmente desprovista de significado? La puerta se abrió. Mirándola con los ojos de una extraña, Mattie pronunció su tranquilo «buenas tardes». Había en ella algo diferente, pero ¿acaso no habían cambiado todos desde aquella terrible mañana? Mattie tenía el aspecto agotado que Sarah había visto en la cara de una amiga que recientemente había dado a luz: ojos brillantes y cara arrebolada, pero al mismo tiempo hinchada y en cierto modo disminuida, como si la virtud hubiera huido de ella.

Le dijo:

– ¿Cómo estás, Mattie?

– Bien, muchas gracias, señorita Sarah. Lady Ursula y lady Berowne están en el comedor.

La mesa ovalada estaba cubierta de correspondencia. Su abuela estaba sentada muy erguida, dando la espalda a la ventana. Delante de ella había una gran hoja de papel secante y a su izquierda cajas de papel de carta y sobres. Estaba doblando una carta ya escrita cuando Sarah se acercó a ella. Como siempre, intrigó a la joven el hecho de que su abuela se mostrara tan meticulosa con las nimiedades del comportamiento social, tras haberse saltado durante toda su vida las convenciones en materia sexual y religiosa. Aparentemente, su madrastra no tenía cartas de pésame que contestar o bien dejaba esta tarea en manos de otros. Estaba ahora sentada a un extremo de la mesa, disponiéndose a pintarse las uñas, titubeantes las manos sobre una fila de botellitas. No se las pintará de rojo sangre, supongo, pensó Sarah. Pero no, iba a ser de un rosado suave, totalmente inocuo, perfectamente apropiado. Ignoró a Barbara Berowne y dijo a su abuela:

– He venido como respuesta a tu carta. Lo del funeral no es posible. Lo siento, pero no estaré allí.

Lady Ursula le dirigió una mirada prolongada y calculadora, como si ella fuese, pensó Sarah, una nueva camarera que se presentara con unas referencias un tanto sospechosas. Dijo:

– No es deseo particular mío que se celebre un funeral, pero sus colegas así lo esperan y parece que sus amigos lo quieren. Yo asistiré, y espero que su viuda y su hija estén allí conmigo.

Sarah Berowne insistió:

– Ya te he dicho que no es posible. Vendré a la cremación, desde luego, pero eso será en privado, sólo para la familia. Lo que no haré es exhibirme debidamente enlutada en Saint Margaret de Westminster.

Lady Ursula pasó un sello por encima de la humedecida almohadilla y lo pegó con precisión en el ángulo derecho del sobre.

– Me recuerdas a una chica que conocía en mí infancia, la hija de un obispo. Causó cierto escándalo en la diócesis al negarse resueltamente a ser confirmada. Lo que a mí me chocó, pese a contar sólo trece años, fue que ella no tuviera la perspicacia de ver que sus escrúpulos nada tenían que ver con la religión. Tan sólo quería causarle una situación embarazosa a su padre. Esto, desde luego, es perfectamente comprensible, sobre todo en el caso del obispo en cuestión, pero, ¿por qué no mostrarse sincera al respecto?

Sarah Berowne pensó: «No tendría que haber venido. Ha sido una estupidez pensar que lo comprendería, o incluso que trataría de hacerlo». Dijo:

– Supongo, abuela, que tú habrías querido que ella se confirmase, aunque sus escrúpulos hubieran sido auténticos.

– Sí, desde luego, creo que sí. Yo situaría la amabilidad por encima de lo que tú llamarías convicción. Después de todo, si la ceremonia era una comedia, lo que, como sabes, es mi opinión, tampoco podía hacerle ningún daño dejar que las manos episcopales reposaran un momento sobre su cabeza.

Sarah murmuró:

– No sé si querría vivir en un mundo que situara la amabilidad por encima de la convicción.

– ¿No? Pues tal vez fuese más agradable que éste, y considerablemente más seguro.

– Bien, ésta es una comedia en la que yo prefiero no tener ningún papel. Sus ideas políticas no eran las mías, y siguen no siéndolo. Yo debiera estar haciendo una declaración pública. No estaré presente allí y espero que la gente sepa el porqué.

Su abuela contestó secamente:

– Quienes se den cuenta lo sabrán, pero yo no esperaría de ello un gran valor propagandístico. Los viejos estarán observando a sus contemporáneos y preguntándose cuánto tiempo pasará antes de que les llegue el turno, esperando que sus vejigas se contengan durante el acto, y los jóvenes observarán a los viejos. Pero me atrevo a decir que muchos de ellos advertirán tu ausencia, los suficientes como para captar el mensaje de que tú odiabas a tu padre y que prosigues tu venganza política más allá de la tumba.

La joven casi sollozó:

– ¡Yo no le odiaba! Durante la mayor parte de mi vida, lo amé, y hubiera podido seguir queriéndole si él me lo hubiese permitido. Y él no querría que yo estuviera allí, no esperaría que estuviera. Él mismo habría odiado estar. Oh, ya sé que todo será de muy buen gusto, con palabras y música cuidadosamente elegidas, los trajes adecuados, la gente apropiada, pero no estaréis honrándole a él, no a su persona, estaréis honrando a una clase, a una filosofía política, a un club privilegiado. A ti y a los de tu clase no os cabe en la cabeza que el mundo en que crecisteis ha muerto, está muerto.

Lady Ursula repuso:

– Lo sé, hija mía. Yo estaba en él, en 1914, cuando murió.

Tomó la carta siguiente de la parte superior de un montón y, sin alzar la vista, continuó:

– Nunca he sido mujer aficionada a la política y puedo comprender que los pobres y los estúpidos voten por el marxismo o por una de sus variantes de moda. Si no se tiene más esperanza que la de vivir como esclavo, bien cabe optar por la forma más eficiente de esclavitud. Pero debo decir que estoy en contra de tu amante, un hombre que ha disfrutado de privilegios toda su vida, y que trabaja para promover un sistema político que asegurará que nadie tenga oportunidad de gozar de lo que él ha disfrutado tan singularmente. Esto sería excusable si él fuese físicamente feo, ya que este infortunio tiende a fomentar envidia y agresión en un hombre. Pero no lo es. Puedo comprender la atracción sexual, aunque sea cincuenta años demasiado vieja para sentirla. Pero tú, seguramente, podrías haberte acostado con él sin tener que cargar con todo ese equipaje de moda.

Sarah Berowne se volvió con actitud fatigada, se acercó a la ventana y contempló desde ella la plaza. Pensó: «Mi vida con Ivor y la célula ha concluido, pero nunca fue honesta, nunca tuvo la menor realidad, nunca pertenecí a ella. Pero tampoco pertenezco a este lugar. Me siento sola y estoy asustada, pero tengo que encontrar mi propio lugar. No puedo volver corriendo al lado de mi abuela, a un antiguo credo, a una falsa seguridad. Y a ella todavía le desagrado y me desprecia, casi tanto como me desprecio yo a mí misma. Esto facilita las cosas. No me exhibiré a su lado en Saint Margaret, como una hija pródiga».

Y entonces oyó la voz de su abuela. Lady Ursula había dejado de escribir y apoyaba ambas manos en la mesa. Decía:

– Y puesto que ahora estáis las dos aquí, hay algo que necesito preguntar. La pistola de Hugo y las balas no están en la caja fuerte. ¿Sabe alguna de vosotras quién las ha cogido?

La cabeza de Barbara Berowne quedaba oculta detrás de su bandeja de botellas. Levantó la vista pero no contestó. Sarah, sobresaltada, dio media vuelta.

– ¿Estás segura, abuela?

Su sorpresa debió de ser obvia. Lady Ursula la miró.

– Por tanto, tú no la has cogido, y es de presumir que no sabrás quién lo ha hecho.

– ¡Claro que no la he cogido! ¿Cuándo descubriste que faltaba?

– El miércoles pasado por la mañana, poco antes de que llegara la policía. Yo pensaba entonces que era posible que Paul se hubiera suicidado y que por tanto hubiera, entre sus papeles, una carta dirigida a mí. Por consiguiente, abrí la caja. No había nada de lo que yo esperaba, pero la pistola había desaparecido.

Sarah preguntó:

– ¿Y sabes cuándo la cogieron?

– Durante meses no he tenido ocasión de mirar el contenido de la caja. Ésta es una de las razones de que no haya dicho nada a la policía. Podía faltar desde hacía semanas. Tal vez no tuviera nada que ver con la muerte de Paul, y no tenía sentido concentrar su atención en esta casa. Más tarde, tuve otra razón para guardar silencio.

Sarah preguntó:

– ¿Qué otra razón pudiste tener?

– Pensé que el asesino pudo haberla cogido para utilizarla contra él mismo si la policía se acercaba demasiado a la verdad. Esto parecería ser una acción muy sensata por su parte, y no vi motivo para prevenirlo. Ahora, creo llegado el momento de decirlo a la policía.

– Claro que debes decírselo. -Sarah frunció el ceño y añadió-: Supongo que Halliwell no la cogería como una especie de recuerdo. Ya sabes la devoción que le profesaba al tío Hugo. Tal vez no le gustara la idea de que cayera en otras manos.

Lady Ursula replicó secamente:

– Es muy probable, y yo comparto su preocupación. Pero ¿en las manos de quién?

Barbara Berowne levantó la vista y dijo con su vocecilla de niña:

– Paul la tiró hace unas semanas. Me dijo que no era prudente conservarla.

Sarah la miró.

– Ni tampoco muy prudente tirarla, diría yo. Supongo que pudo haberla entregado a la policía. Pero ¿por qué? Él tenía licencia de armas y allí donde se guardaba estaba perfectamente segura.

Barbara Berowne se encogió de hombros.

– Bueno, eso es lo que dijo él. Y no tiene importancia, creo yo. No lo mataron de un tiro.

Antes de que cualquiera de las otras dos mujeres pudiera contestar, oyeron el timbre de la puerta principal. Lady Ursula dijo:

– Puede ser la policía. En ese caso, han vuelto antes de lo que yo esperaba. Tengo la impresión de que pueden estar llegando al final de sus investigaciones.

Sarah Berowne le preguntó con brusquedad:

– Tú lo sabes, ¿verdad? Siempre lo has sabido.

– Yo no lo sé, ni tengo pruebas concretas. Pero estoy empezando a suponerlo.

Escucharon en silencio las pisadas de Mattie en el suelo de mármol del vestíbulo, pero parecía como si ésta no hubiera oído el timbre. Sarah Berowne dijo con impaciencia:

– Iré yo. Y ojalá sea la policía. Ya es hora de que todos nosotros nos enfrentemos a la verdad.

V

Fue primero al apartamento de Shepherd's Bush, para recoger la pistola. No sabía con seguridad por qué había de necesitarla, como tampoco estaba seguro de por qué la había sustraído de la caja fuerte. Pero no podía dejarla en Shepherd's Bush; ya era hora de encontrarle un nuevo escondrijo. Y llevar la pistola encima reforzaba su sensación de poder, de ser inviolable. El hecho de que antes hubiese pertenecido a Paul Berowne y ahora fuese suya la convertía en talismán además de arma. Cuando la empuñaba, apuntaba con ella, acariciaba el cañón, volvía a él algo de aquel primer triunfo. Necesitaba sentirlo de nuevo. Era extraño que se desvaneciera con tanta rapidez, hasta el punto de que a veces le asaltaba la tentación de explicar a Barbie lo que había hecho por ella, decírselo ya, mucho antes de que fuera seguro o prudente confiárselo, viendo en su imaginación los ojos azules muy abiertos por el terror, por la admiración, por la gratitud y, finalmente, por el amor.

Bruno se encontraba en su pequeño taller, atareado con su último modelo. Swayne pensó que era un tipo repelente, con su enorme pecho semidesnudo, en el que un amuleto de plata, una cabeza de cabra colgada de una cadena, se balanceaba repulsivamente entre los pelos, y aquellos dedos rechonchos a los que las delicadas piezas de cartón parecían adherirse mientras él las colocaba en su sitio con un cuidado infinito. Sin levantar la vista, Bruno dijo:

– Creía que te habías largado para siempre.

– Y lo hago. Estoy recogiendo mis últimas cosas.

– Entonces quiero que me devuelvas la llave.

Sin decir palabra, Swayne la depositó sobre la mesa.

– ¿Y qué diré si se presenta la policía?

– No vendrán. Saben que me he largado de aquí. Pienso pasar una semana en Edimburgo. Puedes decírselo si vienen a meter las narices aquí.

En la pequeña habitación posterior que, con sus paredes cubiertas por estantes, era a la vez el dormitorio vacante de Bruno y un almacén para sus viejos modelos, nada se movía nunca de su sitio, nada se limpiaba jamás. Se subió a la cama para llegar al atiborrado estante superior, metió la mano debajo del escenario de un modelo del castillo de Dunsinane y extrajo la Smith and Wesson y la munición. La metió en una pequeña bolsa de lona, junto con su último par de calcetines y dos camisas, y después se marchó, sin dirigir ni una sola palabra a Bruno. Había sido un error instalarse allí. En realidad, Bruno nunca lo había querido, y el lugar era una pocilga, hasta el punto de que se preguntó cómo había pasado tanto tiempo en él. El dormitorio de Paul en Campden Hill Square era un lugar mucho más apropiado. Bajó rápidamente por la escalera hasta la puerta de la calle, contento de que nunca más necesitara entrar allí.

Llegó al camino del canal demasiado temprano, poco después de las tres, pero ello no se debió a ansiedad por su parte. Sabía que el niño acudiría. Desde su encuentro con la señorita Wharton, tenía la sensación de ser arrastrado por los acontecimientos, no como mero pasajero del destino, sino triunfalmente impulsado sobre una ola de suerte y euforia. Nunca se había sentido tan fuerte, tan confiado, ni más dueño de sí. Sabía que el chiquillo acudiría, tal como sabía que el encuentro resultaría importante en aspectos que por el momento ni siquiera podía empezar a barruntar.

Incluso hacer llegar el mensaje a Darren había sido más fácil de lo que se atrevía a esperar. La escuela era un edificio de dos plantas construido en sucio ladrillo Victoriano y rodeado por verjas. Había merodeado por allí, pero sin quedarse frente a él, para no llamar la atención del pequeño grupo de madres que ya esperaban, y no se acercó a la verja hasta oír los primeros chillidos de los niños puestos en libertad. Había elegido a un niño como mensajero. Una niña, pensó, podía mostrarse más curiosa, más observadora, más propensa a hacer preguntas a Darren acerca del mensaje. Llamó a uno de los niños más pequeños y le preguntó:

– ¿Conoces a Darren Wilkes?

– Sí. Está por ahí.

– Dale esto, ¿quieres? Es de su madre y es importante.

Le entregó el sobre junto con una moneda de cincuenta peniques. El niño lo cogió sin apenas mirarlo, arrebatando la moneda como si temiera que pudiese cambiar de opinión. Después atravesó corriendo el patio de juegos, hasta llegar al lado de otro niño que estaba jugando a la pelota contra una pared. Swayne se quedó mirando hasta que vio que el sobre cambiaba de manos, y entonces dio media vuelta y se alejó presuroso.

Había elegido el lugar del encuentro con esmero: unas espesas matas de espino blanco cerca del canal, detrás de las cuales podía vigilar el largo trecho de camino a su derecha y los cuarenta metros hasta la boca del túnel a su izquierda. Detrás de él, unos metros a su derecha, estaba una de las verjas de hierro con entrada al camino del canal. Su breve exploración le había mostrado que conducía a una estrecha carretera flanqueada por garajes cerrados, solares vallados y las desnudas fachadas de anónimas naves industriales. No era un camino que tentara al paseante del canal en una oscura tarde de otoño, y le facilitaría una ruta de fuga desde el camino de sirga en caso necesario. Sin embargo, no estaba demasiado preocupado. Llevaba veinte minutos de pie allí y todavía no había visto a nadie.

Y también el niño llegó temprano. Poco antes de las cuatro menos diez, fue visible su figurilla, caminando a lo largo de la orilla del canal. Tenía un aspecto insólitamente pulcro, con sus pantalones vaqueros, evidentemente nuevos, y una cazadora blanca y marrón con cremallera. Swayne retrocedió un poco y, pegado a la corteza de un árbol, observó su llegada a través de un escudo de hojas. De pronto, el pequeño desapareció y Swayne experimentó una intensa aprensión hasta que vio que había bajado hasta la zanja y ahora reaparecía, sosteniendo con ambas manos la llanta de una vieja rueda de bicicleta. Empezó entonces a hacerla correr por el camino. La rueda se bamboleaba y saltaba. Swayne salió entonces de su escondrijo y la cogió. El niño, a menos de doce metros de distancia, se detuvo en seco, le miró, atemorizado como un animal, y pareció dispuesto a dar media vuelta y echar a correr. Inmediatamente, Swayne sonrió y lanzó de nuevo la rueda hacia él. El niño la detuvo, sin dejar de fijar en él su mirada fija y seria. Después, volteó la llanta en el aire, girando torpemente sobre sí mismo, se detuvo y la soltó. La rueda voló sobre el agua y cayó con un chapoteo que a Swayne le pareció tan fuerte que casi esperó ver llenarse repentinamente de gente el camino del canal. Pero no había nadie, y no se oyeron voces ni pisadas apresuradas.

Las ondas se ensancharon y después se extinguieron. Se acercó al chiquillo y comentó jovialmente:

– Un buen chapotazo. ¿Encuentras muchas como ésta en la zanja?

El niño desvió la mirada y, contemplando el canal, dijo:

– Una o dos. Depende.

– ¿Tú eres Darren Wilkes, verdad? La señorita Wharton me dijo que te encontraría aquí. Te estaba buscando, Soy un inspector de la Sección Especial. ¿Sabes lo que quiere decir esto?

Sacó su cartera con sus tarjetas de crédito y el viejo carnet de la universidad. Era una suerte que no se hubiese desprendido de él después de aquel primer y último desastroso semestre. En él estaba su fotografía y lo pasó rápidamente ante los ojos del niño, sin darle oportunidad para que lo mirase atentamente.

– ¿Dónde está, pues, la señorita Wharton?

La pregunta había sido cuidadosamente indiferente. El niño no quería delatar su necesidad de saberlo, si es que la tenía. Pero se había molestado en acudir. Estaba allí.

Swayne contestó.

– No ha podido venir. Me dijo que te explicara que lo siente mucho, pero no se encuentra muy bien. ¿Has traído la nota que ella te ha enviado?

– ¿Qué le pasa?

– Sólo un resfriado. Nada que pueda preocupar. ¿Has traído la nota, Darren?

– Sí. La tengo.

Metió un pequeño puño en el bolsillo de sus vaqueros y sacó el mensaje. Swayne cogió el arrugado papel, le echó un vistazo y después lo rompió cuidadosamente en fragmentos pequeños, El niño miró en silencio cómo los arrojaba al agua. Permanecieron en la superficie como menudos pétalos primaverales y después se movieron silenciosamente, se oscurecieron y desaparecieron.

Swayne dijo:

– Es mejor no correr riesgos. Verás, yo tenía que asegurarme de que tú eres realmente Darren Wilkes. Por eso la nota era tan importante. Tenemos que charlar un poco.

– ¿De qué?

– Del asesinato.

– Yo no sé nada del asesinato. Ya he hablado con la bofia.

– Con la policía corriente sí, ya lo sé. Pero ellos andan un poco desorientados. En este caso hay más de lo que ellos pueden comprender. Mucho más.

Avanzaban lentamente en dirección a la entrada del túnel. Las matas eran allí más espesas, y en determinado lugar lo eran tanto que, incluso con el verdor estival ya desvaído, todavía formaban una pantalla segura junto al camino. Hizo que el niño se metiera con él en la semioscuridad y dijo:

– Voy a confiar en ti, Darren, porque necesito tu ayuda. Mira, nosotros, los de la Sección Especial, creemos que no fue un asesinato corriente. Sir Paul fue muerto por una banda, una banda de terroristas. Sabes a qué me refiero al hablar de la Sección Especial, ¿verdad que sí?

– Sí. Algo relacionado con el espionaje.

– Eso es. Nuestra tarea consiste en capturar a los enemigos del Estado. Y la llaman especial porque eso es lo que es. ¿Sabes guardar secretos?

– Sí, tengo muchos.

Su cuerpecillo pareció oscilar. Miró a Swayne, con aquella cara tan parecida a la de un mono inteligente, súbitamente atenta y ávida.

– ¿Por eso estuvo usted allí, entonces? ¿Vigilándole?

La impresión fue como un puñetazo en pleno pecho, doloroso, paralizante. Cuando pudo hablar, Swayne se sorprendió ante la calma que reflejaba su voz.

– ¿Qué te hace pensar que yo estaba allí?

– Estos botones tan raros de su chaqueta. Encontré uno.

Su corazón dio un salto y después pareció detenerse, como una cosa muerta en su pecho que le arrastrara hacia abajo. Pero en seguida volvió a notar su palpitación regular, infundiéndole de nuevo calor, vida y confianza. Sabía ahora por qué se encontraba allí, por qué estaban allí los dos. Dijo:

– ¿Dónde, Warren? ¿Dónde lo encontraste?

– En el camino cerca de la iglesia. Lo cogí. La señorita Wharton creyó que cogía una flor. Ella no lo vio. Me dio diez peniques para una vela, ¿sabe?, como siempre. Siempre me da diez peniques para la BVM.

Por un momento, la mente de Swayne pareció girar, perdido todo control. Las palabras del niño ya no tenían ningún sentido. Vio que aquella cara delgaducha, de un verde enfermizo en la penumbra de los matorrales, le miraba con una expresión que sugería menosprecio.

– La BVM. La estatua de aquella señora de azul. La señorita Wharton siempre me da diez peniques para la caja. Y entonces yo enciendo una vela, ¿sabe? Para la BVM. Sólo que esa vez me guardé los diez peniques y no tuve tiempo para encender la vela porque ella me llamó.

– ¿Y qué hiciste con el botón, Darren?

Tuvo que cerrar los puños para que sus manos no se cerraran alrededor del cuello del niño.

– Lo metí en la caja, ¿sabe? Sólo que ella no se enteró. Yo no se lo dije.

– ¿Y no se lo has dicho a nadie más?

– Nadie me lo ha preguntado. -Y alzó de nuevo la vista, con una repentina timidez-. No creo que a la señorita Wharton le gustase.

– No. Ni a la policía tampoco…, a la policía corriente. Dirían que eso es robar, pues te quedaste con el dinero para ti. Y ya sabes lo que les hacen a los chicos que roban, ¿verdad? Están tratando de echarte mano, Darren. Quieren una excusa para meterte en uno de esos hogares. Y eso tú también lo sabes, ¿verdad? Podrías encontrarte en un grave aprieto. Pero tú guardas mi secreto y yo guardaré el tuyo. Juraremos los dos sobre mi pistola.

– ¿Tienes una pistola?

– Claro. Los de la Sección Especial siempre vamos armados.

Sacó la Smith and Wesson de su bolsa colgada al hombro y la mostró sobre la palma de la mano. Los ojos del niño se clavaron en ella, fascinados. Swayne dijo:

– Pon tu mano sobre ella y júrame que no hablarás con nadie sobre el botón, sobre mí y sobre este encuentro.

La manita se alargó con avidez. Swayne vio cómo se apoyaba en el cañón. El niño dijo:

– Lo juro.

Swayne puso su mano sobre la de Darren y la oprimió hacia abajo. Era pequeña y muy blanda, y parecía curiosamente independiente del cuerpo del niño, como si tuviera vida separada como un animal joven.

Dijo con voz altisonante:

– Y yo juro solemnemente no decir nada de lo que ocurra entre nosotros.

Sabía cuál era el anhelo del niño y le preguntó:

– ¿Te gustaría sostenerla?

– ¿Está cargada?

– No. Llevo las balas, pero no está cargada.

El niño la cogió y empezó a apuntar con ella, primero hacia el canal, después, haciendo una mueca, contra Swayne, y luego de nuevo hacia el canal. La empuñaba como debía de haberlo visto hacer a los polis en la televisión, con los brazos extendidos y sosteniéndola con ambas manos. Swayne dijo:

– Es así como se hace. Podríamos sacar buen partido de ti en la Sección Especial, cuando seas mayor.

De pronto, oyeron los dos el siseo de unas ruedas de bicicleta. Ambos retrocedieron instintivamente, en busca de una protección más profunda entre las matas. Tuvieron la breve visión de un hombre de mediana edad, con gorra, que pedaleaba lentamente venciendo la viscosa resistencia del fango, fijos los ojos en el camino de sirga. Permanecieron inmóviles, apenas respirando, hasta que hubo desaparecido. Pero esto le recordó a Swayne que no disponía de mucho tiempo. El camino del canal se vería más transitado. Podía haber gente que se sirviera de él como atajo para ir a sus casas. Tenía que hacer lo que debía hacer con rapidez y en silencio. Dijo:

– Tienes que tener cuidado cuando juegues junto al canal. ¿Sabes nadar?

El niño se encogió de hombros.

– ¿No os enseñan a nadar en la escuela?

– No. No he ido mucho tiempo a la escuela.

Resultaba casi demasiado fácil. Resistió un súbito impulso de echarse a reír a carcajadas. Tenía ganas de tumbarse sobre aquella tierra húmeda, mirar hacia lo alto a través del intrincado ramaje y pregonar a gritos su triunfo. Era invencible, estaba fuera del alcance de todos, protegido por la suerte y por la inteligencia, y por algo que nada tenía que ver con ninguna de estas cosas, pero que ahora ya formaba parte de él para siempre. La policía no podía haber encontrado el botón, pues de haberlo hecho lo hubieran confrontado con él, le hubieran confiscado la chaqueta, con el revelador hilo de algodón prendido en su orillo. Hubieran visto la etiqueta, hubieran sabido, al examinar la chaqueta, que faltaba el botón de recambio. Pero un agente joven y muy serio se la había devuelto sin hacer ningún comentario, y desde entonces él la había llevado casi a diario, ya que sin ella se sentía supersticiosamente inquieto. Recuperar el botón no sería difícil. Primero se las arreglaría con el niño y después iría inmediatamente a la iglesia. No, inmediatamente no. Necesitaría un escoplo para abrir la caja de las limosnas. Podía recoger uno en Campden Hill Square o, mejor, comprar uno en el Woolsworth's más cercano. Un cliente entre tantos pasaría desapercibido. Y no sólo compraría el escoplo. Sería más seguro adquirir varios objetos de poca monta antes de hacer cola ante la caja, pues con ello sería menos probable que la cajera recordara el escoplo. Y abrir la caja de las ofrendas parecería el resultado de una pequeña ratería. Era algo que sucedía continuamente. Dudaba de que alguien se molestara siquiera en informar a la policía, y si lo hacían, ¿por qué habrían de relacionarlo con el asesinato? Y entonces le asaltó la idea de que la caja podía haber sido vaciada ya. Este pensamiento ensombreció su sensación de triunfo, pero sólo por un momento. Si era así, el botón o bien habría sido entregado a la policía, o tirado como objeto inútil. Y no podían habérselo dado a la policía, pues ésta ya habría hecho uso de él. E incluso si por mala suerte se encontraba todavía en poder de alguien, sólo el niño sabía dónde había sido hallado. Y el niño estaría muerto, ahogado accidentalmente, un niño más que jugaba imprudentemente en la orilla del canal.

Abandonó el refugio de los matorrales y el pequeño le siguió. A cada lado, el camino se extendía en una vacía desolación, y el Canal discurría, espeso y pardo como el cieno, entre las desgastadas orillas. Se estremeció. Por un momento, se había apoderado de él la ilusión de que no venía nadie porque no quedaba nadie que pudiera hacerlo, que él y Darren eran los últimos supervivientes en un mundo muerto y desierto. Incluso el silencio era sobrenatural, y le impresionó darse cuenta de que, desde que llegó al camino, no había oído el susurro de ningún animal, ni la nota de un solo pájaro.

Advirtió que Darren se había apartado de su lado y se había puesto en cuclillas junto al agua. Deteniéndose a su lado, Swayne vio que había una rata muerta prendida en el codo de una rama rota; el cuerpo flaco y alargado causaba ondas en la superficie, y el morro apuntaba como una proa. Se agachó junto al niño y la contemplaron en silencio. La rata, pensó, parecía curiosamente humana en su muerte, con los ojos empañados y las patitas alzadas como en una última y desesperada súplica. Dijo: «Afortunada rata», y en seguida supo que esa observación casual carecía de todo sentido. La rata, que ya no era rata, no era afortunada ni desafortunada. No existía. Ninguna observación sobre ella tenía el menor sentido.

Vio cómo el niño agarraba el extremo de la rama y empezaba a mover el cadáver debajo del agua. Después lo levantó. Se formó un pequeño torbellino sobre su cabeza y ascendió con el pelo brillante, arqueada la espalda por la atracción de las hediondas aguas. Ordenó secamente:

– No hagas eso, Darren.

El niño soltó la rama y la rata volvió a caer y empezó a derivar lentamente aguas abajo.

Siguieron caminando. Y de pronto su corazón pegó un brinco. Darren echó a correr desde su lado y, con un chillido, se metió como una flecha en la boca del túnel. Durante un torturante segundo, Swayne pensó que su víctima debía de haber adivinado su propósito y se daba a la fuga. Corrió tras él en la semioscuridad, y entonces recuperó de nuevo el aliento. Darren, gritando y aullando, pasaba las manos por la pared del túnel, y seguidamente saltaba, con los brazos extendidos, en un vano intento de tocar el techo. Swayne estuvo a punto de ponerse a saltar con él.

Y ése era, desde luego, el lugar, ninguno podía ser mejor. Necesitaría tan sólo un minuto, tal vez sólo unos segundos. Habría de actuar con rapidez y seguridad. Nada podía quedar confiado al azar; habría de hacer algo más que arrojarlo simplemente al agua. Necesitaría arrodillarse y mantener la cabeza bajo el agua. El pequeño seguramente se debatiría, pero la cosa sería breve. Parecía demasiado frágil para oponer una gran resistencia. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro; no era necesario salpicar una americana tan cara. Además, aquí el borde del camino de sirga era de hormigón, no de tierra. Podría arrodillarse si era necesario, sin el riesgo de mancharse los pantalones con un barro delator.

Llamó con voz suave:

– Darren.

El niño, que todavía saltaba, procurando llegar hasta el techo, no le prestó atención. Swayne había cobrado ya aliento para llamarlo de nuevo, cuando de pronto la figurilla que tenía delante se tambaleó, se dobló, cayó silenciosamente, como una hoja, y se quedó inmóvil. Su primer pensamiento fue que Darren estaba practicando algún juego, pero cuando se acercó a él vio que el niño se había desmayado. Yacía con las piernas y los brazos abiertos, tan cercano al canal que un bracito colgaba sobre él, con el puño, pequeño y semicerrado, casi tocando el agua. Tan completa era su inmovilidad que hubiera podido estar muerto, pero Swayne sabía que podía reconocer la muerte cuando la veía. Se agachó y observó fijamente aquella cara inmóvil. La boca del niño estaba abierta y húmeda, y creyó oír el suave suspiro de su respiración. En aquella media luz, las pecas destacaban en la blancura de la piel como motas de pintura dorada y apenas podía distinguir las escasas pestañas abatidas sobre la mejilla. Pensó: Debe de padecer alguna enfermedad. Está enfermo. Los niños no se desmayan sin motivo. Y entonces le acometió una sensación que era mitad compasión y mitad enojo. Pobre diablo. Lo llevan ante el Tribunal de Menores, lo someten a supervisión y ni siquiera pueden cuidar de él. Ni siquiera ven que está enfermo. Hijos de puta. Maldito fuera todo aquel hatajo de hijos de puta.

Pero ahora que lo que debía hacer resultaba más fácil que nunca, tan sólo un leve empujón, de pronto se había vuelto más difícil. Introdujo un pie debajo del niño y lo levantó suavemente. El cuerpo se alzó sobre su zapato, tan aparentemente carente de peso que apenas podía notarlo. Pero Darren no se movió. Un empujón, pensó, un breve impulso. Si hubiese creído en un dios, le habría dicho: «No debiste ponérmelo tan fácil. Nada debería resultar tan fácil». Reinaba la mayor calma en el túnel. Podía oír el lento goteo de la humedad desde el techo, el leve lengüetazo del canal contra el borde del pavimento, el íntimo chasquido de su reloj digital tan intenso como el tictac de una bomba de relojería. El olor del agua llegaba hasta él, intenso y agrio. Las dos medias lunas que resplandecían en los extremos del túnel le parecieron de pronto muy remotas. Pudo imaginarlas retrocediendo y empequeñeciéndose hasta convertirse en finas curvas luminosas, y después desvaneciéndose por completo, dejándole a él y a aquel niño que respiraba casi inaudiblemente encerrados juntos en una nada negra y que olía a humedad.

Y entonces pensó: «¿Necesito hacerlo? Él no me ha hecho ningún daño. Berowne merecía morir, pero él no. Y no hablará. De todos modos, la policía ha dejado de interesarse por él. Y una vez yo tenga el botón, no importa si él habla. Será su palabra contra la mía. Y sin el botón, ¿qué pueden probar?» Descolgó la chaqueta de su hombro y, al notar cómo se deslizaba el forro junto a sus brazos, supo que ésta era la acción decisiva. Al chiquillo se le permitiría vivir. Durante un extraordinario momento saboreó una nueva sensación de poder, y le pareció más dulce y excitante incluso que la que experimentó cuando por fin se volvió para contemplar el cadáver de Berowne. Eso era lo que a uno le hacía sentirse como un dios. Tenía poder para quitar la vida o para otorgarla. Y esta vez había elegido ser misericordioso. Le estaba dando al niño el mayor don en su poder, y el niño ni siquiera sabría que había sido él quien se lo había concedido. Pero se lo contaría a Barbie. Algún día, cuando todo estuviera bien seguro, le contaría a Barbie lo de la vida que había arrebatado y lo de la vida que tan generosamente había respetado. Apartó un poco el cuerpo del niño del borde del agua, y oyó que el pequeño gemía. Sus párpados se agitaron. Como si le asustara encontrarse con su mirada, Swayne se incorporó entonces y casi echó a correr hacia el extremo del túnel, intentando desesperadamente llegar al final y alcanzar aquella media luna de luz antes de que la oscuridad se cerrara sobre él para siempre.

VI

Fue Sarah Berowne quien los hizo entrar. Sin hablar, los guió hasta la biblioteca, atravesando el vestíbulo. Lady Ursula estaba sentada ante la mesa del comedor, en la que se apilaban cartas y documentos en tres pilas bien ordenadas. Parte del papel de cartas estaba orlado de negro, como si la familia hubiera rebuscado en los cajones en busca del papel de luto que debía de estar de moda en los tiempos de su juventud. Al entrar Dalgliesh, la anciana levantó la vista y le saludó con la cabeza; después, insertó su cortapapeles de plata en un nuevo sobre y él oyó cómo se abría éste con un leve chasquido. Sarah Berowne se acercó a la ventana y se quedó junto a ella, contemplando el exterior, con los hombros caídos. Más allá de los cristales bañados por la lluvia, el denso ramaje de los sicómoros colgaba empapado en la atmósfera cargada de humedad, y las hojas muertas, arrancadas por la tormenta, pendían como trapos pardos entre el verdor. Había un denso silencio. Incluso el rumor del tráfico en la avenida quedaba amortiguado como una marea en retirada en una costa muy distante. Pero en el interior de la habitación parecía flotar todavía parte de la pesadez del día y el difuso dolor frontal que había incomodado a Dalgliesh desde la mañana se había intensificado y concentrado detrás de su ojo derecho, como una aguja penetrante.

Jamás había percibido en aquella casa una atmósfera de paz o de tranquilidad, pero ahora la tensión vibraba en el aire. Sólo Barbara Berowne parecía impermeable a ella. También ella estaba sentada ante la mesa. Se pintaba las uñas y ante ella, en una bandeja, había botellitas de colores brillantes y bolas de algodón. Al entrar él, el pincel quedó por un momento detenido, inmóvil en el aire su punta coloreada.

Sin mirar a su alrededor, Sarah Berowne dijo:

– Mi abuela está preocupada, entre otras razones, por los preparativos para el funeral. No sé si usted, comandante, tiene alguna opinión sobre la relativa conveniencia de entonar el «Libra la buena batalla», o bien «Oh Señor y Hacedor de la humanidad».

Dalgliesh se acercó a lady Ursula y le mostró el botón, en la palma de su mano. Dijo:

– ¿Has visto algún botón como éste, lady Ursula?

Ella le indicó que se acercara más y después inclinó la cabeza hacia sus dedos, como si quisiera oler el botón. Seguidamente, le miró con semblante inexpresivo, y dijo:

– Que yo sepa, no. Parece proceder de una americana de hombre, probablemente cara. No puedo ofrecerle más ayuda.

– ¿Y usted, señorita Berowne?

La joven abandonó la ventana, miró brevemente el botón y contestó:

– No, no es mío.

– No era esa mi pregunta. Yo he preguntado si lo había visto, o alguno parecido a éste.

– Si lo vi, no me acuerdo. Pero es que a mí no me interesa mucho la ropa o los accesorios de la moda. ¿Por qué no se lo pregunta a mi madrastra?

Barbara Berowne tenía la mano izquierda levantada y se soplaba suavemente las uñas. Sólo la del pulgar estaba sin pintar y parecía una deformidad muerta junto a las cuatro puntas rosadas. Al aproximarse Dalgliesh a ella, cogió el pincel y empezó a aplicar cuidadosos trazos de color rosa a la uña del pulgar. Hecho esto, contempló el botón y después volvió rápidamente la cabeza y dijo:

– No es nada que me pertenezca. Y no creo tampoco que fuese de Paul. Nunca lo he visto hasta ahora. ¿Es importante?

Sabía que ella mentía pero no, pensó, por temor o por cualquier sensación de peligro. Para ella, mentir en caso de duda era lo más fácil, incluso la respuesta más natural, una manera de ganar tiempo, de esquivar situaciones desagradables, de aplazar problemas. Dalgliesh se volvió hacia lady Ursula:

– También me gustaría hablar con la señorita Matlock, si me lo permite.

Fue Sarah Berowne quien se dirigió hacia la chimenea y tiró del cordón del timbre.

Cuando entró Evelyn Matlock, las tres mujeres Berowne se volvieron a la vez y la miraron. Ella permaneció inmóvil por un momento, con los ojos fijos en lady Ursula, y después avanzó hacia Dalgliesh, rígida como un soldado a paso de carga. Él le dijo:

– Señorita Matlock, voy a hacerle una pregunta. No la conteste apresuradamente. Reflexione cuidadosamente antes de hablar, y después dígame la verdad.

Ella le miró fijamente. Era la mirada de una chiquilla recalcitrante, obstinada, maliciosa. Él no pudo recordar cuándo había visto tanto odio en un rostro. De nuevo extrajo la mano de su bolsillo y mostró, en su palma, el botón de plata labrada. Dijo:

– ¿Ha visto alguna vez este botón o uno parecido a él?

Sabía que los ojos de Massingham, al igual que los suyos, estarían clavados en el rostro de ella. Era fácil decir una mentira, una sola y breve sílaba, pero representar una mentira resultaba más difícil. Ella podía controlar el tono de su voz, podía obligarse a mirarle resueltamente a los ojos, pero el daño ya estaba hecho. A Dalgliesh no le había pasado por alto aquel destello instantáneo de identificación, el leve sobresalto, el momentáneo rubor en la frente, y esto último, sobre todo, estaba fuera del control de ella. Al hacer ella una pausa, él dijo:

– Acérquese más, examínelo atentamente. Es un botón característico, probablemente de una chaqueta de hombre. No es de los que se encuentran en las americanas corrientes. ¿Cuándo vio por última vez uno como éste?

Pero ahora la mente de ella estaba trabajando. Casi se podía oír el proceso de su pensamiento.

– No lo recuerdo.

– ¿Me dice que no recuerda haber visto un botón como éste, o que no recuerda cuándo lo vio la última vez?

– Me está usted confundiendo,

Volvió la cara hacia lady Ursula, quien dijo:

– Si deseas tener a tu lado un abogado antes de contestar, tienes derecho a exigirlo. Puedo telefonear al señor Farrell.

Ella replicó:

– No, no quiero ningún abogado. ¿Por qué iba a querer un abogado? Y si lo necesitara, no llamaría al señor Farrell. Me mira como si yo fuese basura.

– Entonces, sugiero que contestes a la pregunta del comandante. A mí me parece bien sencilla.

– He visto algo parecido a este botón. No puedo recordar dónde. Debe de haber cientos de botones similares.

Dalgliesh insistió:

– Trate de acordarse. Usted ha visto algo parecido a él. ¿Dónde? ¿En esta casa?

Massingham, evitando cuidadosamente los ojos de Dalgliesh, debía de estar esperando este momento. Su voz fue una estudiada mezcla de brutalidad, desprecio y sarcasmo.

– ¿Es usted su querida, señorita Matlock? ¿Por eso le está escudando? Porque usted lo escuda, ¿no es así? ¿Es así como le pagaba él, con una rápida media hora en su cama, entre su baño y su cena? Le salía bastante barata su coartada, ¿no le parece?

Nadie podía hacerlo mejor que Massingham. Cada palabra era un insulto calculado. Dalgliesh pensó: Dios mío, ¿por qué siempre dejo que haga por mí el trabajo sucio?

La cara de la mujer se arreboló. Lady Ursula se echó a reír, con un leve graznido de hilaridad, y se dirigió a Dalgliesh:

– Verdaderamente, comandante, además de ofensiva, creo que esta sugerencia es ridícula. Grotesca.

Evelyn Matlock se revolvió hacia ella, con las manos cerradas y el cuerpo tembloroso por la indignación.

– ¿Por qué es ridícula, por qué es grotesca? No soporta creerlo, ¿verdad? Usted tuvo muchos amantes en su tiempo, todo el mundo lo sabe. Es usted famosa en ese sentido. Y ahora es vieja, es fea y está tullida y nadie la quiere, ni hombre ni mujer, y no soporta el pensar que alguien pueda quererme a mí. Pues él lo hizo y lo hace. Me ama. Nos amamos los dos. Se preocupa por mí. Sabe cómo es mi vida en esta casa. Estoy cansada. Hago un exceso de trabajo y los odio a todos ustedes. Esto usted no lo sabía, ¿verdad que no? Creía que yo me sentía agradecida. Agradecida por la tarea de lavarla a usted como si fuese un bebé, agradecida por servir a una mujer demasiado perezosa para recoger del suelo su ropa interior, agradecida por el peor dormitorio de la casa, agradecida por un hogar, una cama y la comida en la mesa. Esta casa no es un hogar. Es un museo. Está muerta. Hace años que está muerta. Y no piensan en nadie, como no sea en ustedes mismos. Haz esto, Mattie; búscame esto, Mattie; lléname la bañera, Mattie. Y yo tengo un nombre. Él me llama Evelyn. Mi nombre es Evelyn. No soy un gato ni un perro, no soy un animalito doméstico. -Se volvió hacia Barbara Berowne-. ¿Y usted? Hay cosas que yo podría decir a la policía respecto a aquel primo suyo. Usted planeó hacerse con sir Paul, antes incluso de que su prometido estuviera enterrado, antes de que muriera su esposa. Usted no dormía con él. Claro que era usted demasiado astuta para eso. ¿Y qué decir de usted, su hija? ¿Qué afecto le dedicaba? ¿Y ese amante suyo? Sólo lo utilizaba para herir a su padre. Ninguno de ustedes sabe lo que es el afecto, lo que es el amor. -De nuevo se volvió hacia lady Ursula-. Y está lo de mi padre. Se supone que yo he de estar agradecida por lo que hizo su hijo. Pero ¿qué hizo? Ni siquiera consiguió que mi padre no fuera a parar a la cárcel. Y la cárcel era para él una tortura. Tenía claustrofobia. No pudo resistirlo. Se sintió torturado hasta morir. ¿Y qué les importó eso a cualquiera de ustedes? Sir Paul pensó que darme a mí un trabajo, un hogar, lo que ustedes llaman un hogar, era suficiente. Creyó estar pagando por su error. Nunca pagó. Yo me ocupé de pagarlo todo.

Lady Ursula dijo:

– No sabía que pensaras así. Debí saberlo. Me culpo por ello.

– ¡Oh, no, eso sí que no! Eso son sólo palabras. Usted nunca se ha culpado a sí misma. Jamás. Por nada. En toda su vida. Sí, dormía con él. Y volveré a hacerlo. No pueden impedírmelo. No es asunto que les incumba. No me poseen en cuerpo y alma, sólo creen poseerme. Él me ama y yo a él.

Lady Ursula repuso:

– No seas ridícula. Te estaba utilizando. Te utilizaba para conseguir una comida gratis, un baño caliente, y para tener la ropa limpia y planchada. Y al final te utilizó para establecer una coartada en el asesinato.

Barbara Berowne había dado fin a su manicura y ahora contemplaba sus uñas ya pintadas con el agrado y complacencia de una niña, Después alzó la vista.

– Sé que Dicco le hizo el amor, pues él me lo ha dicho. Pero, desde luego, él no mató a Paul; eso es una tontería. Eso era lo que estaba haciendo él cuando Paul murió. Le estaba haciendo el amor a ella en la cama de Paul.

Evelyn Matlock se volvió en redondo hacia ella y chilló:

– ¡Eso es mentira! ¡No pudo habérselo dicho! ¡No pudo habérselo dicho!

– Pues lo hizo. Pensó que me divertiría. Creyó que la cosa tenía su gracia.

Y miró a lady Ursula, con una mirada conspiradora en la que se mezclaban diversión y menosprecio, como si la invitara a compartir un chiste en privado. La voz aguda e infantil de Barbara Berowne prosiguió:

– Le pregunté cómo era capaz de tocarla, pero me dijo que él podía hacerle el amor a cualquier mujer si cerraba los ojos e imaginaba que lo hacía con otra persona. Dijo que pensaba en el agua caliente del baño y en una cena gratis. En realidad, a él no le importaba hacerle el amor. Dijo que no tiene mala figura y que incluso podía disfrutar, siempre y cuando mantuviese la luz apagada. Era la charla empalagosa, todos aquellos discursos que ella le dirigía después, lo que él no podía soportar.

Evelyn Matlock se había desplomado en una de las sillas alineadas junto a la pared. Ocultó la cara entre las manos, pero después clavó la vista en el rostro de Dalgliesh y dijo con una voz tan queda que él tuvo que inclinar la cabeza para oírla:

– Aquella noche salió, pero me dijo que deseaba hablar con sir Paul. Quería averiguar qué iba a ocurrirle a lady Berowne. Me dijo que los dos estaban muertos cuando él llegó. La puerta estaba abierta y ellos estaban muertos. Muertos los dos. Él me amaba. Él confiaba en mí. ¡Dios mío, ojalá me hubiese matado también a mí!

Y de pronto empezó a llorar, con grandes sollozos parecidos a arcadas, que daban la impresión de desgarrarle el pecho y que alcanzaron un ululante crescendo de agonía. Sarah Berowne acudió prestamente a su lado y le sostuvo tímidamente la cabeza. Lady Ursula dijo:

– Este ruido es insoportable. Llévatela a su cuarto.

Como si estas palabras, que sólo debió de oír a medias, fueran una amenaza, Evelyn Matlock intentó dominarse. Sarah Berowne miró a Dalgliesh y dijo:

– Pero no es posible que él lo hiciera. No hubiera tenido tiempo para cometer los asesinatos y después limpiar aquello. A no ser que fuese en coche o en bicicleta. No se hubiese atrevido a tomar un taxi. Y si cogió la bicicleta, Halliwell tuvo que verle u oírle.

Lady Ursula intervino:

– Halliwell no estaba.

Levantó el receptor del teléfono y marcó un número. La oyeron decir:

– ¿Quiere hacer el favor de venir, Halliwell?

Nadie habló. El único ruido de la habitación era el del llanto sofocado de la señorita Matlock. Lady Ursula la contempló con una mirada tranquilamente calculadora, sin compasión, casi, pensó Dalgliesh, sin interés.

Y entonces oyeron pasos en el suelo de mármol del vestíbulo y la robusta silueta de Halliwell apareció en el umbral. Llevaba pantalones vaqueros y una camisa de manga corta y cuello abierto, y su actitud era la del que se encuentra perfectamente a sus anchas. Sus ojos oscuros pasaron rápidamente de los policías a las tres Berowne, y después a la sollozante y acurrucada figura entre los brazos de Sarah. Cerró la puerta y miró tranquilamente a lady Ursula, sin deferencia, relajado, alerta, más bajo que los otros dos hombres, pero dando la impresión, gracias a su sosegado plomo, de dominar momentáneamente la habitación.

Lady Ursula dijo:

– Halliwell me llevó a la iglesia de Saint Matthew la noche en que murió mi hijo. Describa al comandante lo que ocurrió, Halliwell.

– ¿Todo, señora?

– Claro.

Se dirigió a Dalgliesh:

– Lady Ursula me llamó a las seis menos diez y me dijo que tuviera el coche a punto. Dijo que ella bajaría al garaje y que tendríamos que salir con la mayor discreción posible por la puerta posterior. Cuando ya estaba sentada en el coche, dijo que me dirigiera a la iglesia de Saint Matthew, en Paddington. Necesité consultar la guía de calles, y así lo hice.

Por tanto, pensó Dalgliesh, habían salido casi una hora antes de que llegara Dominic Swayne. El piso sobre el garaje había estado desierto.

Swayne debió de suponer que Halliwell ya se había marchado, puesto que tenía libre el día siguiente. El chófer continuó:

– Llegamos a la iglesia y lady Ursula me pidió que aparcase frente a la puerta sur, en la parte posterior. La señora tocó el timbre y sir Paul abrió. Ella entró. Una media hora más tarde, volvió a salir y me pidió que me reuniera con ellos. Debían de ser más o menos las siete. Sir Paul estaba allí con otro hombre, un vagabundo. Había sobre la mesa una hoja de papel con unas ocho líneas escritas en ella. Sir Paul dijo que se disponía a firmar y quería que yo fuera testigo de su firma. Después firmó y yo escribí debajo mi nombre. El vagabundo hizo lo mismo.

Lady Ursula añadió:

– Fue una suerte que Harry supiera escribir. Claro que era ya viejo. Asistió a una escuela estatal cuando a los niños se les enseñaban estas cosas.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Estaba sobrio?

Fue Halliwell quien contestó.

– Le olía el aliento, pero se sostenía firmemente sobre sus pies, y pudo escribir su nombre.

– ¿Leyó usted lo que había escrito en el papel?

– No, señor. No era de mi incumbencia leerlo y no lo hice.

– ¿Cómo fue escrito?

– Al parecer, con la pluma estilográfica de sir Paul. Él utilizó la pluma para firmar, y después me la entregó a mí y al vagabundo. Cuando hubimos firmado, pasó por encima el secante. Después, el vagabundo desapareció por la puerta que había a la derecha de la chimenea y lady Ursula y yo nos marchamos. Sir Paul se quedó en la sacristía. No nos acompañó hasta la puerta. Lady Ursula dijo entonces que le agradaría dar una vuelta antes de regresar a casa. Nos dirigimos a los Parliament Hill Fields y después fuimos a Hampstead Heath. Ella se quedó sentada en el coche, que detuve junto a los brezales, durante unos veinte minutos. Después la traje aquí; llegamos alrededor de las nueve y media. Lady Ursula me ordenó que la dejara ante la puerta principal, para poder entrar en casa sin que la vieran. Me dijo que aparcara el coche en Campden Hill Square, y así lo hice.

Por lo tanto, habían podido salir de la casa y regresar a ella sin que nadie lo advirtiera. Y ella había pedido que se le sirviera la cena en una bandeja, el termo de sopa, el salmón ahumado. Nadie había de molestarla hasta que la señorita Matlock la acostara.

Preguntó a Halliwell:

– Después de firmar usted el papel, ¿dijo algo sir Paul?

Halliwell miró a lady Úrsula, pero esta vez no recibió ninguna ayuda. Dalgliesh volvió a preguntar:

– ¿Le dijo algo a usted, a Harry Mack, a su madre?

– Harry no estaba allí. Como he dicho, firmó y salió del cuarto. No muy adecuado, diría yo, para hacer compañía o dar conversación. Sir Paul dijo algo, a la señora. Sólo tres palabras. Dijo: «cuida de él».

Dalgliesh miró a lady Úrsula. Estaba sentada muy quieta, con las manos en el regazo, mirando, a través de la habitación, más allá del verde tapiz de los árboles, como si contemplara un futuro imaginario, y él creyó ver la traza de una sonrisa en sus labios. Se dirigió de nuevo a Halliwell:

– Entonces, ¿admite haber mentido cuando le pregunté si alguien pudo haber sacado aquella noche‹un coche o la bicicleta? ¿Mintió al decir que había estado en su apartamento toda aquella velada?

Halliwell replicó con calma:

– Sí, señor. Mentí.

Lady Úrsula intervino:

– Yo le pedí que mintiera. Lo que hubiese ocurrido entre mi hijo y yo en aquella sacristía no era relevante para su muerte, tanto si se suicidio como si no lo hizo. Me parecía importante que invirtiera usted su tiempo y sus esfuerzos en encontrar a su asesino, no en inmiscuirse en los asuntos privados de la familia. Mi hijo estaba vivo cuando yo le dejé. Pedí a Halliwell que no dijera nada acerca de nuestra visita, y él es un hombre acostumbrado a recibir órdenes.

Halliwell dijo:

– Ciertas órdenes, señora.

La miró y le dirigió una leve sonrisa, y ella contestó a su mirada con un breve gesto de asentimiento, satisfecha. Dalgliesh tuvo la impresión de que por un momento olvidaron la presencia de todos los demás en la habitación, unidos en su privado mundo de conspiración, que tenía sus propias compulsiones. Se mantenían juntos ahora como lo habían estado desde el principio. Y él no tenía ninguna duda respecto a lo que los ligaba. Hugo Berowne había sido su comandante, y ella era la madre de sir Hugo. Hubiera hecho por ella mucho más que mentir.

Casi habían olvidado a Barbara Berowne, pero ahora ésta se levantó de un salto y casi se abalanzó sobre Dalgliesh. Las uñas rosadas arañaron su chaqueta. La falsa sofisticación se desprendió y Dalgliesh se encontró frente a una criatura aterrorizada, que le gritó:

– ¡No es verdad, él no lo hizo! Dicco no salió de la casa. ¿No lo ve? Mattie está celosa porque, en realidad, ella nunca le importó en absoluto. ¿Cómo iba a hacerlo? Fíjese en ella. Y la familia siempre le ha odiado, a él y a mí. -Se volvió hacia lady Ursula-. Tú nunca quisiste que se casara conmigo. Nunca creíste que fuera lo bastante buena para tus preciosos hijos, cualquiera de los dos. Pues bien, ahora la casa es mía, y creo que será mejor que te marches.

Lady Ursula respondió con toda calma:

– Me temo que no es así.

Con dificultad, se volvió y cogió su bolso, que tenía colgado en el respaldo de la silla. Vieron cómo aquellos dedos deformes luchaban con el cierre, y seguidamente extrajo una hoja de papel, doblada. Dijo:

– Lo que firmó mi hijo era su testamento. Se te recuerda en él adecuadamente, aunque no extravagantemente. Esta casa y el resto de sus propiedades se me legan a mí en custodia para su hijo póstumo. Si el hijo no sobrevive, pasa todo a mí.

Barbara Berowne tenía los ojos llenos de lágrimas, como una niña frustrada. Gritó:

– ¿Y por qué lo hizo? ¿Cómo lograste que lo hiciera?

Pero fue a Dalgliesh a quien lady Ursula se dirigió, como si fuese a él a quien se le debiera la respuesta. Dijo:

– Fui allí para conversar con él, para asegurarme que sabía lo del hijo, si sabía si era suyo, para preguntarle qué intentaba hacer. Fue la presencia del vagabundo lo que me dio la idea. Verá, yo tenía los dos testigos necesarios. Le dije: «Si el hijo que lleva es tuyo, quiero asegurarme de que nazca como es debido. Quiero salvaguardar su futuro. Si tú murieses esta noche, ella lo heredaría todo y tu hijo tendría a Lampart como padrastro. ¿Es esto lo que quieres?». No me contestó. Se sentó ante la mesa. Yo saqué una hoja de papel del cajón superior del escritorio y se la puse delante. Sin decir palabra, escribió el testamento, sólo aquellas ocho líneas. Una renta anual razonable para su mujer y todo lo demás en fideicomiso para el hijo. Puede que él quisiera desembarazarse de mí, y creo que así fue. Pudo haberle tenido sin cuidado; también esto es posible. También pudo dar por sentado que viviría para tomar más disposiciones formales el día siguiente. Todos hacemos esta suposición. O tal vez, no sé cómo, sabía que no sobreviviría a aquella noche. Pero esto, desde luego, es absurdo.

Dalgliesh dijo:

– Usted mintió al decir que habló con Halliwell aquella noche, más tarde. Una vez descubiertos los cadáveres, supo que él podía correr peligro. Pensó usted que le debía al menos una coartada. Y mintió también respecto al dietario de su hijo. Usted sabía que aquella tarde, a las seis, se encontraba en esta casa. Bajó usted al estudio y lo sacó del cajón del escritorio cuando telefoneó el general.

Ella replicó:

– A mi edad, la memoria tiende a ser algo defectuosa. -Y añadió, con lo que pareció ser una maliciosa satisfacción-: No creo haber mentido a la policía en ninguna otra ocasión. Mi clase rara vez necesita hacerlo, pero si lo hacemos puedo asegurarle que estamos tan dispuestos a ello y nos mostramos tan hábiles como otras personas, y probablemente más. Pero no creo que usted haya dudado jamás de ello.

Dalgliesh dijo:

– Usted esperaba saber, desde luego, cuánto era lo que habíamos descubierto, estar segura de que la madre de su nieto no era una asesina ni cómplice en un asesinato. Sabía que estaba usted ocultando información vital, una información que pudo haber ayudado al verdugo de su hijo a seguir en libertad. Pero esto no hubiera importado, ¿verdad? No hubiera importado, si el linaje familiar continuaba, si su nuera producía un heredero.

Ella le corrigió gentilmente:

– Un heredero legítimo. A usted puede que no le parezca muy importante, comandante, pero yo paso de los ochenta años y tenemos prioridades diferentes. Ella no es una mujer inteligente, ni siquiera una mujer admirable, pero será una madre adecuada; yo me ocuparé de ello. El niño nacerá debidamente. Sobrevivirá. Pero crecer sabiendo uno que su madre fue la cómplice de su amante en el brutal asesinato de su padre, eso no es una herencia cuyo peso pueda soportar cualquier niño. Y yo no quería que mi nieto tuviera que cargar con él. Paul me pidió que me ocupara de su hijo, y esto es lo que yo he estado haciendo. Hay una autoridad peculiar en las últimas voluntades de los que han muerto recientemente. Y en este caso coincidían con las mías.

– ¿Y esto es todo lo que le preocupa?

Ella replicó:

– Tengo ochenta y dos años, comandante. Los hombres a los que yo amé están todos muertos. ¿Qué más me queda para preocuparme?

Dalgliesh dijo:

– Desde luego, necesitaremos nuevas declaraciones de todos ustedes.

– Naturalmente. Ustedes siempre quieren declaraciones. ¿No corren a veces el peligro de creer que todo lo importante de la vida puede ser expresado en palabras, firmado y admitido como prueba? Supongo que ésta es la atracción de su oficio. Todos los embrollos más sucios e incomprensibles reducidos a palabras en una hoja de papel, y pruebas con etiquetas y números. Pero usted es un poeta… o lo fue en otro tiempo. No es posible que crea que lo que revuelve en su oficio sea la verdad.

Dalgliesh dijo:

– Dominic Swayne vive ahora aquí, ¿no es cierto? ¿Sabe alguien dónde está? -No hubo respuesta-. Entonces dejaremos aquí a un oficial de la policía hasta que regrese.

Fue entonces cuando el teléfono empezó a llamar. Barbara Berowne tuvo un sobresalto y miró del aparato a Dalgliesh con algo muy parecido al miedo. Lady Ursula y Sarah Berowne ignoraron la llamada, como si ni la habitación ni nada de lo que había en ella fuese ya de su incumbencia. Massingham se acercó a él y descolgó el receptor. Dio su nombre y escuchó en silencio durante un par de minutos, durante los cuales nadie se movió, y después habló en voz tan baja que sus palabras fueron ininteligibles y colgó. Dalgliesh se acercó a él, y Massingham le informó en un susurro:

– Darren ha llegado a su casa, señor. No quiere decir dónde estuvo y Robins asegura que es evidente que está ocultando algo. Su madre aún no ha regresado y nadie sabe dónde está. Están buscándola en los pubs y clubs que suele frecuentar. Dos oficiales se quedarán con Darren hasta que detengamos a Swayne, y han telefoneado a los servicios sociales para tratar de ponerse en contacto con un supervisor. Ahí no ha habido suerte. Ya no era hora de oficina.

– ¿Y Swayne?

– Todavía no hay noticia de él. El diseñador con el que compartía un apartamento dice que más temprano se presentó allí, en Shepherd's Bush, para recoger sus cosas. Dijo que se marchaba a Edimburgo.

– ¿Edimburgo?

– Al parecer, tiene amigos allí, gente a la que conoció cuando tomó parte en una representación en el festival de este año. Robins se ha puesto en contacto con Edimburgo. Tal vez puedan echarle mano en el tren.

– Si es que lo ha tomado.

Se aproximó a Evelyn Matlock. Ella levantó hacia él una cara devastada por el dolor y vio en sus ojos algo tan parecido a la confianza que su corazón dio un vuelco. Le dijo:

– Utilizó su afecto por él para obligarla a mentir en su beneficio, y eso fue una traición. Pero lo que él sintiera por usted y usted por él es asunto de la incumbencia de ustedes dos y de nadie más, y sólo usted puede saber la verdad al respecto.

Ella contestó, mirándole, deseando que él la comprendiera:

– Él me necesitaba. Nunca tuvo a nadie más. Era amor. ¡Era amor!

Dalgliesh guardó silencio, y entonces ella dijo con una voz tan baja que él apenas pudo captar sus palabras.

– Al marcharse, se llevó una caja de cerillas. Yo no lo hubiera advertido, pero la tetera eléctrica de la cocina estaba estropeada. Halliwell me la estaba arreglando. Tuve que encender el gas con una cerilla y tuve que abrir una caja nueva. La que había junto a los hornillos no estaba.

Empezó a llorar de nuevo, pero esta vez casi sin ruido, con un raudal de lágrimas silenciosas que descendía por su rostro, como si la causa del llanto fuese su anonadamiento y una desesperación más allá del dolor.

Pero había todavía preguntas que él tenía que hacer, y tenía que hacerlas ahora, al haber pasado ella de los extremos de la desdicha y la sensación de pérdida a la aceptación de la derrota. Le dijo:

– Cuando llegó el señor Swayne, ¿fue solo a alguna otra parte de la casa, además de la salita de usted y la cocina?

– Sólo para dejar su bolsa de aseo en el cuarto de baño.

Por lo tanto, tuvo oportunidad para entrar en el estudio. Prosiguió:

– Y cuando volvió, ¿llevaba algo en la mano?

– Sólo el periódico de la tarde. Ya lo llevaba cuando llegó.

Pero, ¿por qué no dejarlo en la parte trasera de la casa? ¿Por qué llevarse el periódico al cuarto de baño, a no ser que se propusiera utilizarlo para ocultar algo, un libro, una carpeta, tal vez unas cartas privadas? Generalmente, los suicidas destruyen sus papeles, y él podía encontrar algo en la casa para llevárselo y quemarlo. Probablemente había sido un hecho fortuito el que abriera el cajón y encontrara allí el dietario, al alcance de su mano.

Se volvió hacia Sarah Berowne y dijo:

– Es evidente que la señorita Matlock pasa un grave disgusto. Creo que le sentaría bien una taza de té. Tal vez alguien quiera tomarse la molestia de preparársela.

Ella replicó:

– Usted nos desprecia a todos, ¿verdad? A cada uno de nosotros.

Él dijo:

– Señorita Berowne, me encuentro en esta casa como un funcionario que efectúa una investigación. Aquí no tengo otro derecho y ninguna otra función.

Él y Massingham habían llegado a la puerta antes de que lady Ursula hablara, con voz clara, sin el menor titubeo.

– Antes de marcharse, comandante, creo que debe saber que ha desaparecido una pistola que había en la caja fuerte. Pertenecía a mi hijo mayor, y era una Smith and Wesson, calibre ocho. Mi nuera dice que Paul se desprendió de ella, pero creo más prudente suponer que está… -hizo una pausa y después añadió con delicada ironía-: Que está equivocada.

Dalgliesh se volvió hacia Barbara Berowne.

– ¿Pudo haberse apoderado de ella su hermano? ¿Conocía él la combinación de la caja?

– ¡Claro que no! ¿Por qué había de quererla Dicco? Paul se deshizo de ella. Me lo dijo. Pensaba que era peligrosa. La tiró. La arrojó al río.

Lady Ursula habló como si su nuera no estuviera presente.

– Pienso que puede usted dar por supuesto que Dominic Swayne conoce la combinación de la caja. Mi hijo la cambió tres días antes de morir. Tenía la costumbre de anotar la nueva combinación con lápiz en la última página de su dietario, hasta estar seguro de que él y yo la habíamos memorizado. Lo que hacía era rodear las cifras con un círculo en el calendario del año siguiente. Creo que ésa era la página que usted me enseñó, comandante. Había sido arrancada.

VII

Eran casi las cinco cuando compró el escoplo, el más recio que tenían en la tienda. Al final no había dispuesto de tiempo para ir a un almacén Woolworth's, pero se dijo a sí mismo que no importaba y adquirió la herramienta en una ferretería de Harrow Road. Tal vez el dependiente pudiera recordarle, pero ¿quién iba a preguntarlo? El robo sería considerado como una ratería sin importancia, y después él arrojaría el escoplo al canal. Y sin el escoplo para contrastarlo con las señales en el borde de la caja de limosnas, ¿cómo iban a relacionarlo a él con el delito? Era demasiado largo para el bolsillo de su americana, y por tanto lo metió junto con la pistola en la bolsa de lona. Le divertía llevar colgada del hombro aquella bolsa tan vulgar e inocua, notar el peso de la pistola y del escoplo junto a su flanco. No temía que le parasen. ¿Quién iba a pararle, un joven respetablemente vestido que se encaminaba tranquilamente a su casa al finalizar la jornada? Pero esta sensación de seguridad tenía unas raíces más profundas. Caminaba por aquellas calles monótonas con la cabeza alta, invencible, y le entraban ganas de reírse a carcajadas de aquellos rostros grises y estúpidos que pasaban a su lado con la vista al frente, o dirigida hacia el suelo como si escudriñaran instintivamente la acera, con la esperanza de encontrar alguna moneda caída. Estaban acorralados en sus vidas sin esperanza, recorriendo interminablemente los mismos perímetros desnudos, esclavos de la rutina y del convencionalismo. Sólo él había tenido el valor de liberarse. Era un rey entre los hombres, un espíritu libre. Y al cabo de unas horas estaría camino de España, en busca del sol. Nadie podía pararlo. La policía no tenía nada que justificara su retención, y ahora la única prueba física que le vinculaba al escenario del crimen se encontraba a su alcance. Tenía dinero suficiente para pasar dos meses, y después escribiría a Barbie. Todavía no había llegado el momento de decírselo, pero un día se lo contaría y ese día no podía tardar. La necesidad de decírselo a alguien se estaba convirtiendo en una obsesión. Casi había estado a punto de confiar en aquella solterona patética con la que había tomado unas copas en el Saint Ermin's Hotel. Después, casi se sintió asustado por ese anhelo de confesar, de tener a alguien que se maravillase ante su brillantez y su valor. Y, por encima de todo, necesitaba explicárselo a Barbie. Era Barbie quien tenía derecho a saber. Le diría que ella le debía su dinero, su libertad y su futuro a él, y ella sabría cómo mostrar su agradecimiento.

La tarde era tan oscura ahora que era como si fuese de noche, con el cielo espeso y velludo como una manta, un aire que costaba respirar y con el áspero sabor metálico de la inminente tormenta. Y precisamente cuando doblaba la esquina de la calle y veía la iglesia, estalló la tormenta. El aire y el cielo centellearon con el primer fogonazo del relámpago y, casi al mismo tiempo, se oyó el fragor del trueno. Dos goterones mancharon la acera ante él y empezó a caer una cortina de lluvia. Riéndose, corrió a buscar el refugio del pórtico de la iglesia. Incluso el tiempo estaba de su lado; la calle principal que conducía a la iglesia estaba desierta, y ahora él la contemplaba desde el pórtico, a través de la lluvia. Parecía ya como si las casas de apartamentos se estremecieran detrás de la cortina de agua. En la reluciente calzada brotaban chorros como fuentes y las bocas de alcantarilla engullían torrentes con un intenso gorgoteo.

Hizo girar lentamente la gran manija de hierro de la puerta. No estaba cerrada, sino ligeramente entreabierta. Pero él ya había esperado encontrarla abierta. Una parte de su mente creía que las iglesias, edificios de refugio y superstición, siempre estaban abiertas para los fieles. Pero nada podía sorprenderle a él, nada podía salir mal. La puerta rechinó al cerrarla tras él y avanzar en aquella tranquilidad de olor dulzón.

El templo era mayor de lo que había imaginado, tan frío que se estremeció y tan silencioso que por un momento creyó oír el jadeo de un animal, hasta que comprendió que era su propia respiración. No había ninguna luz artificial, excepto un solo candelabro y una lamparilla en una pequeña capilla lateral, donde el aire se teñía con un resplandor rojizo. Dos hileras de cirios ardían ante la estatua de la Virgen, vacilantes sus llamas en la corriente de aire producida por la puerta al cerrarse. Había una caja asegurada al pie del candelabro, pero sabía que no era ésta la que él buscaba. Había interrogado a fondo al chiquillo. La caja que contenía el botón se encontraba en el extremo oeste de la iglesia, frente a la reja ornamental. Pero no se apresuró. Avanzó por el centro de la nave, de cara al altar, y abrió los brazos como para tomar posesión de aquella vasta vaciedad, de aquella santidad, de aquel aire de olor dulzón. Ante él, el mosaico del ábside resplandecía con intensos tonos áureos y, al elevar la vista hacia los lienzos superiores, pudo ver en la penumbra las hileras de figuras pintadas, unidimensionales, inofensivamente sentimentales, como grabados de un libro infantil. El agua de lluvia se escurría entre sus cabellos como para lavarle la cara, y se rió cuando notó su sabor dulce en la lengua. Junto a sus pies se formó un pequeño charco. Después, lentamente, casi ceremoniosamente, se dirigió desde la nave al candelabro que había delante de la reja.

Había un candado en la caja, pero muy pequeño, y la propia caja era más frágil de lo que esperaba. Insertó el escoplo bajo la tapa e hizo palanca. Primero resistió, pero en seguida pudo oír el leve crujido de la madera al astillarse y la abertura se ensanchó. Aplicó más presión y de pronto el candado saltó con un chasquido tan fuerte que su eco resonó a través de la iglesia como un pistoletazo. Casi al mismo tiempo, fue contestado por un trueno. Los dioses, pensó, me están aplaudiendo.

Y entonces advirtió la presencia de una sombra que avanzaba hacia él y oyó una voz amablemente despreocupada, gentilmente autoritaria:

– Si buscas el botón, hijo mío, has llegado demasiado tarde. La policía lo ha encontrado.

VIII

La noche anterior, el padre Barnes había tenido otra vez el mismo sueño que le asaltó la noche del asesinato. Fue terrible, terrible en el momento de despertarse y no menos terrible cuando pensó más tarde en él, y como todas las pesadillas dejó la sensación de que no había sido una aberración, sino que estaba firmemente alojado en su subconsciente, animado por su propia y espantosa realidad, agazapado y presto a volver. El sueño había sido un horror en tecnicolor. Él estaba presenciando una procesión, no como parte de ella, sino de pie junto al bordillo de una acera, solo e ignorado. Al frente de la procesión iba el padre Donovan con su mejor casulla, contoneándose delante de la cruz procesional mientras los fieles salían en tropel de la iglesia, detrás de él, con caras sonrientes, cuerpos que saltaban y levantaban polvo, y estrépito de tambores metálicos. David, pensó él, bailando ante el Arca del Señor. Y entonces venía la custodia, muy alta bajo el palio. Pero cuando estuvo cerca, vio que no se trataba de un palio sino de la sucia y ajada alfombra de la sacristía pequeña de Saint Matthew, con su fleco meciéndose al inclinarse los palos de los porteadores, y lo que llevaban no era la custodia, sino el cadáver de Berowne, desnudo y sonrosado como un lechón ensartado, y con la garganta rajada.

Se despertó gritando, buscando la lamparilla de la mesita de noche. Noche tras noche se había repetido la pesadilla, hasta que el domingo anterior, misteriosamente, se vio libre de ella y durante varias noches su sueño fue profundo y tranquilo. Y, al regresar para cerrar la vacía y oscura iglesia después de haberse marchado Dalgliesh y la señorita Wharton, se encontró rezando para que no volviera a visitarle aquella noche.

Miró su reloj de pulsera. Sólo eran las cinco y cuarto, pero la tarde era tan oscura que parecía que fuera medianoche. Y, cuando llegó junto al pórtico, la lluvia empezó a caer. Hubo primero un relámpago y un trueno, tan intenso que pareció sacudir la iglesia. Pensó en lo inconfundible y estremecedor que resultaba ese ruido ultraterreno, mitad rugido y mitad explosión. No era extraño, pensó, que el hombre siempre lo hubiera temido, como si fuese la ira de Dios. Y entonces, inmediatamente, llegó la lluvia, cayendo desde el tejado del pórtico como un sólido muro de agua. Sería absurdo dirigirse hacia la vicaría con semejante tormenta. Quedaría empapado en cosa de segundos. Si no se hubiese empeñado en quedarse unos minutos más después de haberse marchado Dalgliesh, para anotar el dinero de las velas en su libro de la caja pequeña, probablemente le hubieran llevado en coche a casa, ya que el comandante había de dejar a la señorita Wharton en su casa, camino del Yard. Pero ahora no le quedaba más remedio que esperar.

Y entonces recordó el paraguas de Bert Poulson. Bert, que era el tenor del coro, lo había dejado en la sacristía después de la misa dominical. Volvió a entrar en la iglesia, dejando entreabierta la puerta norte, abrió la puerta de la verja y se dirigió hacia la sacristía principal. El paraguas seguía allí, y entonces se le ocurrió que tal vez debiera dejar una nota en el perchero. Teniendo en cuenta su carácter, Bert podía llegar temprano el domingo y empezar a armar jaleo cuando viera que el paraguas no estaba allí. El padre Barnes entró en la sacristía pequeña y, sacando una hoja de papel del cajón del escritorio, anotó: «El paraguas del señor Poulson está en la vicaría».

Acababa de escribir estas palabras y se estaba metiendo de nuevo el bolígrafo en el bolsillo cuando oyó el ruido. Fue un estampido considerable, y muy cercano. Instintivamente, salió de la sacristía pequeña y cruzó el pasillo. Detrás de la reja había un hombre joven, rubio, con un escoplo en la mano, y la caja de las limosnas estaba abierta de par en par.

Y entonces el padre Barnes lo supo. Supo a la vez quién era y por qué se encontraba allí. Recordó las palabras de Dalgliesh: «Nadie correrá peligro cuando sepa que hemos encontrado el botón». Pero durante un segundo, un solo segundo, sintió miedo, un terror abrumador e incapacitante que le privó del habla. Y después pasó, dejándole frío y débil, pero con la mente perfectamente clara. Lo que ahora sentía era una calma inmensa, una sensación de que nada podía hacer y de que nada había de temer. Todo estaba controlado. Avanzó tan decidido como si se dispusiera a saludar a un nuevo miembro de su parroquia, y supo que su cara denotaba la misma atención consciente y sentimental. Su voz sonó totalmente firme al decir:

– Si buscas el botón, hijo mío, has llegado demasiado tarde. La policía lo ha encontrado.

Los ojos azules centellearon ante los suyos. El agua se escurría como lágrimas en aquel rostro juvenil. Pareció de pronto la cara de un niño desolado y aterrorizado, y su boca, entreabierta, fue incapaz de pronunciar palabra. Y entonces oyó un gruñido y vio con ojos incrédulos las dos manos extendidas hacia él, temblorosas, y en aquellas manos había una pistola. Oyó su propia voz: «¡No, por favor, no!», y supo que no estaba implorando piedad porque allí no la había. Fue un último grito impotente ante lo insoslayable. Y, mientras lo estaba profiriendo, sintió un golpe violento y su cuerpo dio un brinco. Sólo momentos después, cuando chocó contra el suelo, oyó la detonación.

Alguien se desangraba sobre las losas de la nave. Se preguntó de dónde procedía aquella mancha que se agrandaba sin cesar. Más trabajo de limpieza, pensó. Sería difícil hacerla desaparecer. La señorita Wharton y las demás señoras se disgustarían. El chorro rojo se deslizaba, viscoso como el aceite, entre las losas. Ingeniería líquida, como en aquel anuncio de la televisión. En algún lugar, alguien gimoteaba. Era un ruido horrible, muy intenso. Verdaderamente, tendrían que callarse. Y entonces pensó: «Esta es mi sangre, soy yo el que sangra. Voy a morirme». No tuvo miedo, sino tan sólo un momento de terrible debilidad, seguida por una náusea más espantosa que cualquier otra sensación física experimentada hasta entonces. Pero, después, también esto pasó. Pensó: Si esto es morirse, no es tan difícil. Sabía que había palabras que debería decir, pero no estaba seguro de recordarlas y no importaba. Pensó: Debo abandonarme, tan sólo abandonarme.

Estaba inconsciente cuando al fin dejó de brotar la sangre. Nada oyó cuando, casi una hora más tarde, la puerta se abrió lentamente y las recias pisadas de un inspector de policía avanzaron por la nave en dirección a él.

IX

Desde el momento en que entró en la sala de accidentados y vio a su abuela, Kate supo que no le quedaba ya opción. La anciana estaba sentada en una silla junto a la pared, con una manta roja del hospital sobre los hombros y una gasa sujeta con esparadrapo a su frente. Parecía muy pequeña y muy asustada, con una cara más grisácea y arrugada que nunca y unos ojos ansiosos clavados en la puerta de entrada. A Kate le recordó un perro extraviado que, encerrado en la perrera de Notting Hill, esperaba su traslado al Hogar Canino de Battersea, y que, atado con un bramante a un banco, miraba, tembloroso, la puerta con la misma intensa añoranza. Al avanzar hacia ella, le pareció mirar a su abuela con aprensión, como si no se hubieran visto durante meses. Los signos bien patentes de deterioro, aquella pérdida de fuerzas y de amor propio que ella había ignorado o fingido no ver, de pronto destacaron con toda claridad. El cabello, que su abuela siempre había tratado de teñir con su color rojizo original, colgaba ahora en mechas verticales, blancas, grises y curiosamente anaranjadas, a cada lado de las hundidas mejillas; las manos moteadas y resecas como garras; las uñas melladas, en las que los restos de la pintura aplicada hacía meses persistían aún como sangre seca; los ojos todavía agudos, pero en los que brillaba ahora un primer destello de paranoia; el agrio olor de ropa y carne sin lavar.

Sin tocarla, Kate se sentó a su lado en una silla vacante. Pensó: «No debo permitir que lo pida ella; no ahora, cuando la cosa se ha vuelto tan importante. Al menos, puedo evitarle esta humillación. ¿De dónde saqué yo mi orgullo, sino de ella?». Dijo:

– Está bien, abuela. Vas a venirte a casa conmigo.

Sin titubeos y sin alternativa. No podía mirar a aquellos ojos y ver en ellos por primera vez auténtico miedo, verdadera desesperación, y aun así decir que no. La dejó sólo un momento, para hablar con la enfermera jefe y confirmar que estaba en condiciones de marcharse. Después la acompañó, dócil como una chiquilla, hasta el coche, la llevó a su apartamento y la acostó.

Después de tantas programaciones y fricciones, después de querer justificarse a sí misma, después de la determinación de que ella y su abuela jamás volverían a vivir bajo el mismo techo, todo había sido así de sencillo y de inevitable.

El día siguiente fue ajetreado para ambas. Kate, después de hablar con el puesto de policía local, acompañó a su abuela a su casa y llenó una maleta con la ropa de la señora Miskin y una colección de pertenencias de las que ella no quiso separarse, dejó notas a los vecinos explicando lo que había ocurrido, y habló con el departamento de servicios sociales y la oficina de la vivienda. Cuando terminó era ya media tarde. A su regreso a Charles Shannon House, tuvo que preparar té, despejar cajones y un armario para las cosas de su abuela, y guardar sus utensilios de pintura en un rincón. Sólo Dios sabía, pensó, cuándo podría volver a utilizarlos.

Eran más de las seis cuando pudo dirigirse al supermercado de Notting Hill Gate para comprar comida suficiente de la que disponer durante los próximos días. Lo que anhelaba era poder regresar a su trabajo el día siguiente, que su abuela estuviera lo bastante repuesta como para poder dejarla. Ella había insistido en acompañar a Kate y había resistido bien las idas y venidas de la jornada, pero ahora parecía fatigada y a Kate la preocupaba desesperadamente la posibilidad de que a la mañana siguiente se negara a quedarse sola. Se había dado un golpe en la cabeza y magullado el brazo derecho cuando aquellos jovenzuelos arremetieron contra ella, pero se limitaron a arrebatarle el bolso sin patearle la cara y los daños físicos eran superficiales. Le habían hecho radiografías de la cabeza y el brazo, y en el hospital certificaron que estaba en condiciones de volver a su casa si había en ella alguien que pudiera vigilarla. Pues bien, alguien había para vigilarla, la única persona que a ella le quedaba en el mundo.

Empujando su carrito a lo largo de los pasillos del supermercado, Kate se maravilló al comprobar la cantidad de comida adicional que otra persona hacía necesaria. No necesitaba ninguna lista. Se trataba de las cosas familiares exigidas por su abuela y que ella le había comprado cada semana. Al meterlas en la cesta, todavía podía oír el eco de aquella voz cascada, confiada y gruñona en sus oídos. Galletas de jengibre («no de esas blandas, me gustan duras para poder mojarlas en el té»), peras en conserva («al menos a esas puedes hincarle el diente»), natillas en polvo, paquetes de jamón en lonchas («así se mantiene más fresco y ves lo que comes»), bolsas de té del más fuerte («el que me trajiste la semana pasada no servía ni para bañar en él una rana»), Pero esa tarde había sido diferente. Desde su llegada al apartamento no había emitido la menor queja, era una anciana patética, cansada y dócil. Incluso su ya esperada crítica del último cuadro de Kate -«No sé por qué quieres colgar eso en la pared, parece el dibujo de un crío»- sonó más bien como una objeción ritual, como un intento de revivir su antiguo genio, que como una auténtica censura. Dejó que Kate saliera a hacer sus compras tan sólo con una repentina reaparición del miedo en sus ojos marchitos y una ansiosa pregunta:

– No tardarás mucho, ¿verdad?

– No mucho, abuela. Sólo voy al supermercado de Notting Hill Gate.

Y entonces, al llegar Kate a la puerta, la llamó y enarboló de nuevo el pequeño y airoso gallardete de su orgullo:

– No pido que me mantengas, ¿sabes? Tengo mi pensión.

– Lo sé, abuela. No hay ningún problema.

Maniobrando con su carrito en el pasillo flanqueado por las latas de frutas, pensó: Me parece que no necesito una religión sobrenatural. Lo que le ocurrió a Paul Berowne en aquella sacristía, fuera lo que fuese, es algo que me está tan negado a mí como un cuadro para un ciego. Para mí, nada es más importante que mi trabajo. Pero no me es posible hacer de la ley la base de mi moralidad personal. Ha de haber algo más si quiero vivir en paz conmigo misma.

Y le pareció haber hecho un descubrimiento sobre sí misma y su trabajo que revestía una enorme importancia, y sonrió al pensar que ello hubiera ocurrido mientras dudaba entre dos marcas de peras en conserva en un supermercado de Notting Hill Gate. Extraño también que hubiese tenido que ocurrir durante aquel caso en particular. Si todavía seguía en la brigada al finalizar la investigación, le gustaría decirle a su jefe: «Gracias por haberme admitido en el caso, por haberme elegido. He aprendido algo sobre el trabajo y también sobre mí misma». Pero inmediatamente comprendió que esto no sería posible. Estas palabras serían demasiado reveladoras, demasiado confiadas, la clase de entusiasmo infantil que después no podría recordar sin un rubor de vergüenza. Y entonces pensó: ¿Y por qué no, vamos a ver? Él no me destituirá por eso, y además es la verdad. No lo diría para incomodarle ni para causarle buena impresión, ni por cualquier otra razón, excepto porque es la verdad y porque necesito decirlo. Sabía que se estaba poniendo excesivamente a la defensiva, y que probablemente siempre sería así. Aquellos años anteriores no podían borrarse y tampoco era posible olvidarlos, pero seguramente bien podía tender un pequeño puente levadizo sin rendir por ello la fortaleza. ¿Y sería tan importante si se rindiera?

Era demasiado realista para esperar que ese talante de exaltación durase largo tiempo, pero la deprimió ver con qué rapidez se extinguía. Soplaba un fuerte viento en Notting Hill Gate, que levantaba polvo y briznas de hierba de los parterres de flores y los proyectaba, todavía húmedos, contra sus piernas. Junto a la baranda, un viejo harapiento, rodeado por repletas bolsas de plástico, alzaba su voz trémula y despotricaba débilmente contra el mundo. Kate no había utilizado el coche. Era inútil tratar de aparcar cerca de Notting Hill, pero las dos bolsas eran más pesadas de lo que había esperado y su peso empezó a hacer mella en su espíritu, así como en los músculos de sus hombros. Estaba muy bien entregarse a la autocomplacencia, reflexionar sobre los imperativos del deber, pero ahora la realidad de la situación la afectó como un golpe físico, llenándola de una congoja rayana en el desespero. Ella y su abuela quedarían unidas ahora hasta que la anciana muriese. Ésta era demasiado vieja ya para pensar en una vida independiente, y pronto vería compensada esta pérdida al persuadirse a sí misma de que en realidad no la deseaba. ¿Y quién le daría ahora prioridad para un apartamento individual o una plaza en una residencia de ancianos, aunque ella quisiera aceptarla, con tantos casos mucho más urgentes en la lista?

¿Cómo podría ella, Kate, atender a su trabajo y al mismo tiempo cuidar a una paciente geriátrica? Sabía cuál sería la pregunta de la burocracia: «¿No puede pedir tres meses de permiso por razones familiares, o encontrar un empleo a tiempo parcial?». Y los tres meses se convertirían en un año, el año podría llegar a ser dos o tres, y su carrera quedaría truncada. No había esperanza ya de una plaza en el curso de Bramshill, o de planear la obtención de un mando superior. Ni esperanza siquiera de permanecer en la brigada especial, con sus horarios prolongados e imprevisibles, y sus exigencias de dedicación total.

La tormenta había cesado, pero de los grandes plátanos de Holland Park Avenue todavía se desprendían gruesas gotas de lluvia que se escurrían, desagradablemente frías, bajo el cuello de su abrigo. La tarde atravesaba la hora punta y sus oídos eran machacados por el zumbido y el rugido del tráfico, un ruido que rara vez advertía. Mientras esperaba para cruzar Ladbroke Grove, una furgoneta que circulaba con rapidez excesiva a través de los charcos formados junto a las bocas de alcantarilla, le salpicó las piernas con agua fangosa. Lanzó un grito de protesta, pero nadie pudo oírlo entre el estrépito de la calle. La tempestad había provocado la primera caída otoñal de hojas. Descendían lentamente, junto a las cortezas de los árboles, y se posaban, como esqueletos de delicadas venas, en el mojado pavimento. Al pasar por Campden Hill Square, miró hacia la casa de los Berowne. Quedaba oculta por los árboles del jardín de la plaza, pero podía imaginarse su vida secreta y tuvo que resistir la tentación de atravesar la calzada y acercarse para ver si ante ella se encontraba el Rover de la policía. Le parecía haber estado alejada de la brigada durante semanas, en vez de un solo día.

Se alegró al dejar atrás el fragor de la avenida y entrar en la relativa tranquilidad de su propia calle. Su abuela no pronunció palabra cuando tocó el timbre y pronunció su nombre en el interfono, pero hubo un zumbido y la puerta se abrió con sorprendente rapidez. La anciana debía de encontrarse cerca de la puerta. Metió las bolsas en el ascensor y ascendió, planta tras planta de vacíos y silenciosos pasillos.

Entró en el apartamento y, como hacía siempre, dio vuelta a la llave en la cerradura de seguridad. Después depositó las bolsas de comestibles sobre la mesa de la cocina y se volvió para recorrer los tres metros del vestíbulo hasta la puerta de la sala de estar. Había en el apartamento un silencio poco natural. ¿Habría apagado su abuela la televisión? Pequeños detalles, que le habían pasado desapercibidos en su estado obsesivo de enojo y desesperación, se unieron repentinamente: la puerta de la sala cerrada cuando ella la había dejado abierta, la rápida pero muda respuesta a su llamada desde la puerta de la calle, aquel silencio extraño. Mientras su mano se posaba en el pomo de la puerta de la sala y la abría, supo ya, con toda certeza, que algo malo sucedía. Mas para entonces ya era demasiado tarde.

Había amordazado a su abuela y la había atado a una de las sillas de comedor con tiras de tela blanca, probablemente, pensó Kate, una sábana rasgada. Él se encontraba de pie detrás de ella, con ojos centelleantes sobre una boca sonriente, como un extraño cuadro de juventud triunfal y vejez. Sostenía la pistola con ambas manos, bien nivelado el cañón, rígidos los brazos. Ella se preguntó si estaba familiarizado con las armas de fuego, o si era así como había visto empuñar una pistola en las series policíacas de la televisión. Tenía la mente curiosamente despejada. A menudo se había preguntado cómo se sentiría si se encontrara frente a este tipo de emergencia y le interesó comprobar que sus reacciones eran ahora las pronosticables. Incredulidad, shock, miedo. Y después la oleada de adrenalina, los engranajes de la mente asumiendo el control.

Cuando los ojos de los dos se encontraron, los brazos de él descendieron lentamente, y después apoyó el cañón del arma contra la cabeza de su abuela. Los ojos de ésta, sobre la mordaza, eran inmensos, grandes estanques negros de terror. Era extraordinario que aquellos ojos inquietos pudieran contener tal grado de súplica. Kate se sintió invadida por una compasión y una ira tan intensas que por un momento no se atrevió a hablar. Después dijo:

– Quítele esa mordaza. Le está sangrando la boca. Ha tenido ya una impresión muy fuerte. ¿Quiere que muera de dolor y miedo?

– Oh, no se morirá. Estas brujas no se mueren. Viven para siempre.

– No está muy fuerte y un rehén muerto no le servirá de nada.

– Bien, pero siempre la tengo a usted. Una mujer policía, algo mucho más valioso.

– ¿Lo cree? Sepa que a mí me tiene sin cuidado, a no ser por ella. Veamos, si quiere alguna cooperación por mi parte, quítele la mordaza.

– ¿Para que se ponga a chillar como un cerdo en el matadero? No es que yo sepa cómo chilla un cerdo en el matadero, pero sí sé el ruido que armaría ella. Soy particularmente sensible, y nunca he podido soportar los ruidos.

– Si grita, siempre puede amordazarla otra vez, ¿no le parece? Pero no lo hará. Yo me ocuparé de ello.

– Está bien. Acérquese y quítesela usted misma. Pero tenga cuidado. Recuerde que tengo la pistola junto a su cabeza.

Kate atravesó la habitación y puso una mano en la mejilla de su abuela.

– Voy a quitarte la mordaza, pero no debes hacer ningún ruido. Ni el más pequeño ruido. Si lo haces, él volverá a ponértela. ¿Prometido?

No hubo respuesta, sólo terror en aquellos ojos vidriosos. Pero seguidamente su cabeza asintió dos veces.

Kate dijo:

– No te preocupes, abuela. Estoy aquí. No pasará nada.

Las manos, rígidas, con los nudillos abultados y apergaminados, se aferraban a los brazos del sillón como si estuvieran pegadas a la madera. Kate puso sobre ellas las suyas. Eran como de caucho reseco, frías y sin vida. Las oprimió con sus cálidas palmas y sintió la transferencia física de vida, de esperanza. Suavemente, colocó la mano derecha junto a la mejilla de su abuela y se preguntó cómo pudo haber considerado alguna vez repulsiva aquella piel arrugada. Pensó: «No nos hemos tocado nunca durante quince años. Y ahora yo la estoy tocando, y con amor».

Cuando la mordaza se desprendió, él le hizo una seña para que se apartara y dijo:

– Quédese allí, junto a la pared. ¡Vamos!

Hizo lo que le ordenaban y sus ojos la siguieron.

Atada a su silla, su abuela abría y cerraba rítmicamente la boca, como un pez en busca de aire. Un hilillo de mucosidad sanguinolenta se deslizaba por su barbilla. Kate esperó hasta que pudo dominar su voz, y entonces dijo fríamente:

– ¿A qué viene ese pánico? No tenemos ninguna prueba real, y usted debe de saberlo.

– Sí, ahora sí la tienen.

Sin mover la pistola, volvió con la mano izquierda el borde de su chaqueta.

– Mi botón de recambio. Sus colegas del laboratorio no habrán dejado de ver este trozo de hilo que hay aquí. Es una lástima que estos botones sean tan característicos. Esto es culpa de tener un gusto tan refinado para la ropa. Papá siempre decía que esto sería mi desgracia.

Tenía una voz aguda, vidriosa, y unos ojos grandes y brillantes como si estuviera bajo el efecto de una droga. Ella pensó: En realidad no está tan tranquilo como quiere aparentar. Y ha estado bebiendo. Probablemente, le ha echado mano a mi whisky mientras esperaba. Pero eso le hace más peligroso, en vez de menos. Dijo:

– Un botón no es suficiente. Mire, no pierda la cabeza. Deje de hacer comedia y entrégueme la pistola. Vuelva a su casa y avise a su abogado.

– Es que en este preciso momento no creo poder hacerlo. Sepa que está también lo de ese maldito cura entrometido. O, mejor dicho, estaba ese maldito clérigo entrometido. Le tenía afición al martirio, pobre infeliz. Espero que esté disfrutando de él.

– ¿Ha matado al padre Barnes?

– Le he pegado un tiro. Por tanto, ya ve que nada tengo que perder. Si busco más bien Broadmoor que una prisión de alta seguridad, podríamos decir que cuanto más haya hecho tanto mejor.

Ella preguntó:

– ¿Cómo ha encontrado mi casa?

– En la guía telefónica, ¿cómo iba a ser, si no? Una entrada más bien discreta y poco explícita, pero supuse que era usted. Además, ni la menor dificultad para que la vieja me abriera la puerta. Me limité a decir que era el inspector jefe Massingham.

– Muy bien, ¿y cuál es el plan?

– Pienso largarme. España. Hay un barco en el puerto de Chichester que me viene al pelo. El Mayflower. Ya he navegado en él. Es propiedad del querido de mi hermana, si le interesa. Y usted me llevará en coche allí.

– No pienso hacerlo, por el momento. Al menos hasta que los caminos estén despejados. Sepa que tengo tantas ganas de vivir como usted mismo. Yo no soy el padre Barnes, no soy una mártir. La policía me paga bien, pero no tanto. Yo le llevaré a Chichester, pero tendremos que esperar hasta que la A3 esté despejada, si es que queremos llegar allí. Pero, hombre de Dios, ¿no ve que es la hora punta? Ya sabe cómo está el tráfico en la salida de Londres. No tengo el menor deseo de encontrarme en un embotellamiento con una pistola apuntando a mi espalda y todos los demás automovilistas fisgoneando en mi coche.

– ¿Y por qué habrían de hacerlo? La policía andará buscando a un hombre solo, no a un hombre con su esposa y su querida abuelita.

Ella replicó:

– Todavía no buscan a nadie, con botón o sin él. Al menos hasta que hayan encontrado al cura o sepan que usted tiene la pistola. Por lo que a la policía se refiere, no hay ninguna prisa. Ni siquiera saben que usted se ha enterado ya de lo del botón. Si queremos largarnos deprisa y sin ser vistos, hemos de tener el camino expedito hasta Chichester. Y no tiene ningún sentido cargar con mi abuela. No sería más que un obstáculo.

– Es posible, pero ella vendrá. La necesito.

Claro que la necesita. Su plan era perfectamente transparente. Se esperaba que ella condujera el coche y él se sentaría detrás, con la pistola apuntando a la cabeza de la anciana. Y cuando llegaran al puerto, se suponía que ella le ayudaría a zarpar, al menos hasta que llegara a alta mar. ¿Y después qué? ¿Dos pistoletazos, dos cadáveres arrojados por la borda? Él parecía reflexionar, y finalmente dijo:

– De acuerdo, esperaremos. Pero sólo una hora. ¿Cuánta comida hay aquí?

– ¿Tiene hambre?

– La tendré, y necesitaremos provisiones. Todo lo que tenga y que nos podamos llevar.

Ella sabía que esto podía ser importante. El hambre, unas necesidades comunes, unos alimentos compartidos, una necesidad humana, natural, satisfecha. Era una manera de establecer aquella empatía de la que podía depender su supervivencia. Recordó lo que le habían enseñado referente a los asedios. Los prisioneros identificados con sus aprehensores. Eran aquellos ojos siniestros que atisbaban desde el exterior, aquellas inteligencias invisibles, sus armas, sus dispositivos de escucha adheridos a las paredes, sus voces falsamente insinuantes, lo que se convertía en el enemigo. Ella no quería identificarse con él ni con su especie, aunque estuvieran juntos hasta morirse de hambre, pero había cosas que sí podía hacer. Utilizar el «nosotros» en vez del «usted». Procurar no provocarlo. Intentar aliviar la tensión y, si ello era necesario, cocinar para él. Dijo:

– Puedo ver de qué disponemos. No tengo aquí muchos alimentos frescos, pero habrá huevos, conservas y pasta, y puedo preparar lo que había planeado para esta noche; unos espaguetis a la boloñesa.

Él dijo:

– Nada de cuchillos,

– Es difícil cocinar sin servirse de algún tipo de cuchillo. Necesitaré picar cebollas y también el hígado. En mi receta se incluye hígado trinchado.

– Pues arrégleselas sin cuchillo.

Espaguetis a la boloñesa. Un sabor fuerte. ¿Podría añadir algo a la salsa que lo incapacitara? En su pensamiento, hizo inventario del contenido de su botiquín, pero rechazó esta idea como carente de sentido común. No tendría semejante oportunidad. No era un necio. Pensaría también en eso. Y no comería nada que ella no compartiera con él. La anciana empezó a murmurar y Kate dijo:

– Tengo que hablar con ella.

– De acuerdo. Pero mantenga las manos en la espalda y tenga mucho cuidado.

Tenía que apoderarse de la pistola, pero no era éste el momento. Un movimiento sospechoso por su parte, y él apretaría el gatillo. Se acercó de nuevo a la silla e inclinó la cabeza. Su abuela susurró algo, y Kate dijo:

– Quiere ir al water.

– Mal asunto. Que se quede dónde está.

Kate replicó airadamente:

– Oiga, no querrá que esto huela a mil diablos durante toda una hora. Y no digamos en el coche… Yo soy remilgada en estas cosas, si usted no lo es. Déjeme acompañarla. ¿Qué peligro puede haber en ello?

De nuevo hubo unos momentos de silencio mientras él reflexionaba.

– Está bien. Desátela. Pero deje la puerta abierta, y recuerde que yo la estaré vigilando.

Kate necesitó todo un minuto para aflojar aquellos nudos tan apretados, pero finalmente las tiras de tela se aflojaron y su abuela cayó entre sus brazos. Ella la enderezó, asombrada por el poco peso de su cuerpo, tan frágil como el de un pájaro. Sosteniéndola amorosamente y murmurándole palabras de aliento, como si se tratara de una niña, Kate la llevó casi en brazos hasta el baño. Sosteniéndola con un brazo, le bajó las bragas y la colocó en el asiento, consciente de la presencia de él, situado junto a la pared del pasillo, a menos de dos metros de distancia, con la pistola apuntando a su cabeza. Su abuela murmuró:

– Nos matará.

– Nada de eso, abuela. ¡Claro que no nos matará!

La anciana lanzó una mirada de odio más allá del hombro de Kate y susurró:

– Se ha estado bebiendo tu whisky, el muy caradura.

– Ya lo sé, abuela, pero, eso no importa. Es mejor que no hablemos ahora.

– Nos pegará un tiro a las dos. Lo sé. -Y añadió-: Tu padre era policía.

¡Un policía! Kate tuvo ganas de echarse a reír a carcajadas. Era extraordinario enterarse de ello ahora. Sin dejar de amparar el cuerpo de su abuela con el suyo, preguntó:

– ¿Y por qué no me lo dijiste?

– Nunca me lo preguntaste. Además, de nada hubiera servido decirlo. Murió antes de que nacieras tú, en un accidente de coche, mientras perseguía a un criminal. Y tenía esposa y dos hijos pequeños. Poca cosa para ellos la pensión de un policía, y sólo hubiera faltado que te añadieras tú.

– Por lo tanto, ¿él nunca supo de mí?

– Así es. Y de nada servía decírselo a su mujer. Nada podía hacer ella al respecto. Más dolor y más problemas…

– Y por tanto te cargaron el paquete a ti. ¡Pobre abuela! No te he servido de gran cosa.

– Te has portado bien. No peor que cualquier otra hija. Nunca me sentí tranquila contigo. Siempre me sentí culpable.

– ¿Tú culpable? ¿Y por qué?

– Cuando murió tu madre, deseé que hubieras muerto tú.

Por tanto, ésta había sido la raíz de todo aquel distanciamiento. Sintió una oleada de dicha. Allí, acurrucada junto a la taza de un water, con una pistola que apuntaba a su cabeza, con la muerte acaso a unos segundos de distancia, era capaz de echarse a reír. Rodeó con su brazo a la anciana para ayudarla a levantarse, y después la dejó descansar apoyada en ella mientras le subía las bragas. Dijo:

– Pero eso es lógico. Era natural. Era lo que correspondía. Ella era tu hija. Tú la querías. Claro que habías de desear que fuese yo quien muriera, si una de las dos había de hacerlo.

Pero no pudo decidirse a decir: Hubiera sido mejor que muriese yo.

Su abuela murmuró:

– Todos estos años, eso me ha estado torturando.

– Pues deja ya de torturarte. Tenemos muchos años por delante.

Y entonces oyó la pisada de él cuando avanzó hasta el umbral de la puerta, notó su aliento en la nuca. Él dijo:

– Fuera de aquí y empiece a preparar esa comida.

Pero había algo que ella necesitaba preguntar. Durante más de veinte años no lo había preguntado, ni siquiera le había importado, pero ahora, sorprendentemente, había adquirido importancia. Ignorando la presencia de él, dijo a su abuela:

– ¿Estaba contenta ella conmigo? Mi madre, quiero decir…

– Creo que sí. Antes de morir dijo: «Mi dulce Kate». Así es como te llamaba.

Por lo tanto, había sido así de sencillo, así de maravilloso.

La voz de él graznó con impaciencia:

– He dicho que largo de aquí. Llévesela a la cocina. Átela a una de las sillas, contra la pared y junto a la puerta. Quiero apuntar a su cabeza con la pistola mientras usted prepara la comida.

Le obedeció, recogiendo las tiras de la sábana de la sala de estar y atando con cuidado las muñecas de su abuela a su espalda, tan flojamente como pudo, procurando no hacerle el menor daño. Con los ojos fijos en los nudos, dijo:

– Oiga, hay algo que debo hacer. Tengo que telefonear a mi novio. Vendrá a cenar a las ocho.

– No importa. Que venga. Para entonces, ya nos habremos marchado.

– Sí que importa. Si encuentra el apartamento vacío, sabrá que ocurre algo extraño y avisará a la policía. Tenemos que impedir que venga.

– ¿Y cómo sé yo que ha de venir?

– Encontrará sus iniciales en ese tablón detrás de usted.

Se alegraba ahora de que, entregada a la tarea que supuso instalar a su abuela, hubiera telefoneado a Allan para cancelar su cita y hubiese olvidado tachar las iniciales escritas con lápiz y la fecha. Dijo:

– Oiga, tenemos que llegar a Chichester antes de que nadie se entere de que nos hemos marchado. No le sorprenderá que anule su visita. La última vez que estuvo aquí nos tiramos los platos a la cabeza.

En silencio, él consideró la cuestión, y después dijo:

– Está bien. ¿Cómo se llama y cuál es su número?

– Allan Scully, y trabaja en la Biblioteca Teológica Hoskyns. Todavía no se habrá marchado. Los jueves se queda hasta más tarde.

Él dijo:

– Llamaré desde la sala. Usted se quedará junto a la pared. No se acerque al teléfono hasta que yo se lo diga. ¿Cuál es el número?

Ella le siguió hasta la sala de estar. Él le señaló que se colocara contra la pared, a la izquierda de la puerta, y después se dirigió hacia el teléfono, instalado en un mueble junto a la pared, con el contestador automático a su lado y dos listines telefónicos bien apilados debajo de él. Kate se preguntó si correría el riesgo de dejar la huella de la palma de su mano, pero, como si este pensamiento le hubiera sido transmitido, sacó un pañuelo del bolsillo y con él envolvió el receptor. Después preguntó:

– ¿Quién contestará? ¿Ese Scully o su secretaria?

– A esta hora, él. Estará solo en su oficina.

– Esperemos que sea así. Y no intente ninguna jugarreta, pues si lo hace le pegaré un tiro, y después otro a esa vieja bruja. Y tal vez no muera enseguida. Usted sí, pero ella no. Tal vez me divierta antes con ella, encendiendo la estufa eléctrica y aplicándole la mano a la placa encendida. Piense en esto, si es que siente la tentación de pasarse de lista.

Ella no podía creer que, incluso ahora, él fuese capaz de semejante cosa. Era un asesino, pero no un torturador. Sin embargo, las palabras, el horror de la imagen que evocaban, la hicieron estremecerse. Y la amenaza de muerte era real. Había matado ya a tres hombres. ¿Qué tenía que perder? Preferiría contar con un rehén vivo, preferiría que ella condujera el coche, contar con la ayuda de un par de manos en el barco. Pero si era necesario matar lo haría, confiando en que él se encontraría ya muy lejos cuando los cadáveres fuesen descubiertos.

Y entonces él dijo:

– ¿Y bien? ¿Qué número es?

Ella se lo dio y esperó, con el corazón al galope, mientras él marcaba. La llamada había de recibir una rápida respuesta. Él no habló, pero, cuando aún no habían pasado cuatro segundos, alargó el receptor y ella se adelantó y se lo arrebató de la mano. Empezó a hablar en voz muy alta, rápidamente, desesperadamente dispuesta a sofocar toda pregunta y también toda respuesta.

– ¿Allan? Soy Kate. De lo de esta noche nada, Es que estoy muy cansada, he pasado un día infernal y estoy harta de cocinar para ti cada vez que nos vemos. Y no me telefonees, Ven mañana, si te apetece. Tal vez puedas llevarme a algún sitio, para variar. Y oye, Allan, acuérdate de traerme aquel libro que me prometiste. Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare, por favor. Nos veremos mañana. Y acuérdate del Shakespeare.

Colgó de golpe. Descubrió entonces que estaba conteniendo el aliento y lo dejó escapar, suave y silenciosamente, temiendo que él observara aquella descarga de tensión. ¿Habían resultado sus palabras aunque fuese remotamente creíbles? A ella, el mensaje le parecía obviamente falso. ¿Podía haberle engañado a él? Pero, después de todo, él no conocía a Allan, ni la conocía a ella. Bien podía ser aquella conversación típica de su manera de hablarse. Le dijo:

– Todo conforme. No vendrá.

– Más le vale.

Con un gesto, le ordenó que regresara a la cocina y él volvió a situarse detrás de su abuela, de nuevo con la pistola apuntándole a la cabeza.

– Tiene vino, ¿verdad?

– Debe de saberlo ya. Ha registrado mi mueble bar.

– Es cierto. Tomaremos el Beaujolais. Y nos llevaremos el whisky y media docena de botellas del rosado. Tengo la impresión de que necesitaré alcohol antes de atravesar el canal.

¿Cuál podía ser su experiencia como marino?, se preguntó ella. ¿Y qué clase de embarcación era el Mayflower? Stephen Lampart la había descrito, pero ahora no conseguía recordarlo. ¿Y cómo podía él estar seguro de que el barco estaría repostado y a punto para hacerse a la mar, y que las mareas serían las adecuadas? ¿O había franqueado ya las fronteras de la razón, o de una precaria cordura, para sumirse en unas fantasías en las que incluso las mareas funcionaran a su antojo?

Él inquirió entonces:

– Bien, ¿se dispone o no a trabajar? No tenemos mucho tiempo.

Ella sabía que cada acción había de ser lenta, deliberada, nunca intimidante y que cualquier movimiento repentino podía resultar fatal. A continuación dijo:

– Ahora bajaré una sartén de este estante, el más alto. Después necesitaré la carne de buey picada y el hígado, que están en la nevera, y un bote de salsa de tomate y las hierbas, que sacaré de ese armario a mi derecha. ¿Estamos?

– No necesito que me dé una lección de cocina. Y recuerde que nada de cuchillos.

Al comenzar sus preparativos, pensó en Allan. ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué estaría pensando? ¿Se quedaría inmóvil unos momentos, reflexionando, llegando a la conclusión de que ella estaba bebida, histérica o loca, para volver después a sus libros? ¡Pero no podía hacer tal cosa! Debía saber que ella no podía estar afectada por ninguna de estas cosas, y que si se volvía loca no lo haría de esta manera. Pero era imposible imaginarle emprendiendo una acción real, llamando al Yard, preguntando por el comandante Dalgliesh. Le parecía que esperaba de él que representara un papel tan distante de él como lo sería para ella asumir el trabajo de él, catalogar su biblioteca. Pero, seguramente, la referencia a Trabajos de amor perdido había sido inconfundible. Sin duda adivinaría que ella trataba de darle un mensaje urgente, que se encontraba bajo una coacción. No podía haber olvidado su conversación sobre Berowne, el noble cortejador. Pensó: «Lee los periódicos, tiene que saber que estas cosas ocurren. No puede desconocer la clase de mundo en que vivimos». Y normalmente ella jamás le hablaría en esos términos, con ese tono de voz. La conocía lo suficiente como para estar seguro de ello. ¿Y si no era así? Llevaban más de dos años amándose satisfactoriamente. No había en el cuerpo de ella nada que a él no le fuese familiar, tal como el suyo lo era para ella. ¿Desde cuándo esto significaba que dos personas se conocían mutuamente?

De pie junto a la pared, con la pistola todavía apoyada en la cabeza de su abuela, Swayne mantenía los ojos clavados en ella, mientras Kate sacaba el paquete de carne picada y el de hígado de la nevera, para llenar la sartén. Dijo:

– ¿Ha estado alguna vez en California?

– No.

– Es el único lugar donde se puede vivir. Sol. Mar. Luz radiante. Personas que no son grises ni están asustadas o medio muertas. A usted no le agradaría. No es lugar para usted.

Ella preguntó:

– ¿Y por qué no regresa allí?

– No me lo puedo permitir.

– ¿El billete de avión o el gasto que supone vivir allí?

– Ni una cosa ni la otra. Mi padrastro me paga para mantenerme alejado. Perdería mi paga si regresara.

– ¿Y no podría conseguir un empleo?

– Sí, pero entonces tal vez perdiera otra cosa. Hay una pequeña historia con el Seurat de mi padrastro.

– Un cuadro, ¿no? ¿Qué hizo con él?

– Muy lista. ¿Cómo lo sabe? No creo que la historia del arte figure en el curriculum de la policía, ¿verdad?

– ¿Qué hizo con el cuadro?

– Lo atravesé varias veces con un cuchillo. Quería estropear algo que él estimase. En realidad, no es que lo tuviera en gran estima, pero sí el dinero que le costó. De todos modos, no hubiera sido muy acertado clavarle el cuchillo a mamá, ¿no cree?

– ¿Qué pasa con su madre?

– Bien, ella se lleva bien con mi padrastro. Ha de hacerlo, más o menos. Él es quien tiene el dinero. De todos modos, ella nunca se ha preocupado mucho por los chiquillos, al menos no por los suyos. Barbara es demasiado hermosa para ella; en realidad, no le gusta. La razón es que teme que a mi padrastro pueda gustarle demasiado.

– ¿Y usted?

– Ninguno de los dos quiere saber nada de mí. Nunca. Ni este padrastro, ni el anterior. Pero sabrán de mí. Ya lo creo.

Ella pasó la carne picada del envoltorio a la sartén y empezó a removerla con una espátula. Manteniendo tranquila la voz, como si aquello fuese una cena corriente y él un invitado corriente, dijo, dominando el chisporroteo de la carne que salteaba:

– En realidad, a esto habría que añadirle cebolla.

– Déjese de cebollas. ¿Y su madre?

– Mi madre está muerta y yo nunca conocí a mi padre. Soy bastarda.

Es mejor que se lo diga, pensó. Podía despertar alguna emoción: curiosidad, compasión, desprecio. No, compasión no. Pero incluso el desprecio sería algo. El desprecio era una respuesta humana. Si habían de sobrevivir, tenía que establecer alguna relación que no fuese la de miedo, odio o conflicto. Pero cuando él habló, en su voz sólo hubo una tolerancia divertida.

– ¿Es una de ésos? Todos los bastardos están llenos de complejos. Y sé lo que digo. Le contaré algo acerca de mi padre. Cuando yo tenía once años pidió que me hicieran un análisis de sangre. Vino un médico y me clavó una aguja en el brazo. Yo veía cómo mi sangre llenaba la jeringa. Me quedé aterrorizado. Lo hizo para demostrar que yo no era su hijo.

Ella afirmó con toda sinceridad:

– Una cosa terrible para hacérsela a un niño.

– Es que él era un hombre terrible. Pero me desquité. ¿Y por eso es usted policía, para vengarse de los demás?

– No, sólo para ganarme la vida.

– Hay otras maneras. Pudo haber sido una honrada puta. De ésas no hay las que harían falta.

– ¿Son esas las mujeres que a usted le gustan, las putas?

– No, lo que a mí me gusta no es tan fácil de encontrar. La inocencia.

– ¿Como Theresa Nolan?

– ¿De modo que está enterada? Yo no la maté. Sé mató ella.

– ¿Porque usted la obligó a abortar?

– Bien, difícilmente podía ella esperar tener el niño, ¿no le parece? ¿Y cómo está tan segura de que era mío? Nadie puede tener esa seguridad. Si Berowne no se acostaba con ella, deseaba hacerlo. ¡Vaya si lo deseaba! ¿Por qué, si no, me arrojó a aquel río? Yo hubiese podido hacer mucho por él, le hubiese podido ayudar si me lo hubiera permitido. Pero no podía dignarse siquiera hablar conmigo. ¿Quién se creía que era? Iba a dejar a mi hermana, nada menos que a mi hermana, por aquella triste puta suya, o por su Dios. ¿A quién diablos puede importarle por cuál? Se disponía a vender su casa, a sumirnos en la pobreza y el menosprecio. Me humilló delante de Diana. Pues bien, eligió un mal enemigo.

Su voz seguía siendo baja, pero a ella le pareció como si llenara toda la habitación, cargada de ira y de triunfo.

Pensó. «Bien puedo hacerle preguntas al respecto. Querrá hablar. Siempre lo hacen». Y le habló con indiferencia, mientras vertía la salsa de tomate en la sartén y alargaba la mano hacia el tarro de las especias.

– Sabía usted que él estaría en aquella sacristía. No podía haber salido de su casa sin decir dónde se le podía encontrar, sobre todo existiendo la posibilidad de que le llamara un hombre que se estaba muriendo. Dijo usted a la señorita Matlock que nos mintiera, pero ella sabía dónde estaba y se lo contó.

– Él le dio un número de teléfono, Yo sospeché que era el número de la iglesia, pero llamé a información y el número que me dieron para Saint Matthew era el mismo que él le había dejado a Evelyn.

– ¿Y cómo fue de Campden Hill Square a la iglesia? ¿En taxi? ¿En coche?

– En bicicleta, su bicicleta. Cogí la llave del garaje, que estaba en la alacena de Evelyn. Halliwell se había marchado ya, dijera lo que dijese después a la policía. Tenía las luces apagadas y el Rover no estaba. No utilicé el Golf de Barbie. Demasiado llamativo. Una bicicleta era igual de rápida y yo podía esperar entre la sombra hasta que la carretera estuviera despejada, y largarme pedaleando de firme. Y no la dejé ante la iglesia, donde alguien pudiera verla. Le pedí a Paul si podía entrarla y dejarla en el pasillo. Hacía buena noche y por tanto no tenía que preocuparme por huellas de barro de los neumáticos en el suelo. Como puede ver, pensé en todo.

– En todo, no. Se llevó las cerillas.

– Pero las volví a dejar en el mismo sitio. Las cerillas no demuestran nada.

Ella dijo:

– Y él le dejó entrar, a usted y su bicicleta. Esto es lo que me parece extraño, que se lo permitiera.

– Es más extraño de lo que se imagina. Mucho más extraño. No lo advertí entonces, pero sí ahora. Él sabía que yo iría allí. Me estaba esperando.

Kate sintió un estremecimiento causado por un horror casi supersticioso. Tuvo ganas de gritar. ¡Pero él no podía saberlo! ¡No es posible!

Dijo:

– ¿Y Harry Mack? ¿Tenía que matar forzosamente a Harry Mack?

– Claro. Fue mala suerte para él que entrase allí. Pero mejor está muerto, pobre diablo. No se preocupe por Harry. Le hice un favor.

Volviendo la cara hacia él, le preguntó:

– ¿Y Diana Travers? ¿También la mató?

Sonrió con malicia y pareció mirar a través de ella, como si reviviera un placer secreto.

– No necesité hacerlo. Las hierbas lo hicieron en mi lugar. Me metí en el agua y miré cómo se zambullía ella. Hubo como un destello blanco que se hundió en la superficie. Y después se quedó allí y no se vio nada más, excepto aquella líquida oscuridad. Entonces esperé, contando los segundos. Y de pronto, muy cerca de mí, surgió una mano del agua. Sólo una mano, pálida, carente de cuerpo. Fue algo pavoroso. Así. Mire, así.

Levantó la mano izquierda, con los dedos muy separados. Ella pudo ver los tendones, tensos bajo la piel blanca como la leche. No dijo una sola palabra. Lentamente, él relajó los dedos y dejó caer el brazo. Dijo:

– Y entonces también ésta desapareció. Y yo esperé, contando todavía los segundos. Pero no pasó nada, ni siquiera se formaron ondas.

– ¿Y echó a nadar, dejando que ella se ahogara?

Los ojos de él volvieron a enfocarla como haciendo un esfuerzo, y ella oyó de nuevo en su voz la carga de odio y triunfo.

– Se rió de mí. Nadie puede hacer tal cosa. Nadie más volverá a hacerlo.

– ¿Y qué sintió después, sabiendo lo que había hecho en aquella sacristía, aquella carnicería, toda aquella sangre?

– En estos casos se necesita una mujer y yo tenía una a mano. No era lo que yo hubiese elegido, pero hay que arreglárselas con lo que se pueda. Fue una idea brillante también. Yo sabía que después ella nunca se doblegaría.

– La señorita Matlock. La utilizó en más de un sentido.

– No más que los Berowne. Ellos creen que ella les sirve devotamente. ¿Y sabe por qué? Porque nunca se han molestado en preguntarse qué piensa ella en realidad. Tan eficiente, tan dedicada. Casi como si fuera de la familia, excepto, claro está, que no lo es. Nunca lo ha sido. Ella los odia. No lo sabe en realidad, todavía no lo sabe, pero los odia y un día despertará y se dará cuenta. Como yo. Esa vieja bruja asquerosa, lady Ursula. La he visto procurar no sentirse rebajada cuando Evelyn la toca.

– ¿Evelyn?

– Mattie. Sepa que ella tiene un nombre. Pero ellos le encontraron un apodo, como si se tratara de un gato o de un perro.

– Si han estado abusando de sus servicios durante años, ¿por qué no se marchó?

– Demasiado atemorizada. Estaba ida. Cuando alguien pasa una temporada en una de esas granjas de la protección y el padre es un asesino, la gente se vuelve suspicaz. Ya no se atreven a confiar a esas personas el cuidado de sus preciosos hijos o dejarlas andar por sus cocinas. Los Berowne la tenían bien segura, allí donde querían tenerla, ya lo creo. ¿Por qué habían de pensar, si no, que a ella le entusiasmaba cuidar a aquella vieja egoísta, lavarla por debajo de sus tetas caídas como pellejos? ¡Espero no llegar a viejo!

Ella dijo:

– Llegará. Allí donde va a ir, le cuidarán debidamente. Una dieta saludable, ejercicio diario, bien seguro durante la noche. Llegará a viejo, sin lugar a dudas.

Él se echó a reír.

– Pero no me matarán, ¿verdad que no? No pueden hacerlo. Y volveré a salir. Curado. La sorprendería saber con qué rapidez me curarán.

– No, si mata a una oficial de policía.

– Esperemos que no sea necesario, pues. ¿Cuándo estará lista esa comida? Tengo ganas de ponerme en marcha.

Ella contestó:

– Pronto. Ya no puede tardar mucho.

La cocina empezaba a llenarse del sabroso olor de la salsa. Cogió el paquete de la pasta y sacó de él un puñado de espaguetis. Los partió y los leves chasquidos le parecieron insólitamente fuertes. Pensó: Si Allan ha telefoneado a la policía, pueden estar ya ahí afuera, perforando la pared, mirando, vigilando, escuchando. Se preguntó cómo procederían. ¿Telefonearían y comenzarían el largo proceso de negociación? ¿Irrumpirían de golpe? Probablemente, ninguna de las dos cosas. Mientras él ignorase su presencia, vigilarían y escucharían, sabiendo que más tarde o más temprano él saldría del apartamento con sus dos rehenes. Esto les ofrecería la mejor oportunidad para reducirlo a la impotencia. Si es que estaban allí. Si es que Allan había actuado.

De pronto, él dijo:

– Dios, este lugar es de lo más patético. Usted no puede verlo, ¿verdad? Cree que está muy bien. No, cree que está mejor incluso. Cree que en realidad es algo. Se siente orgullosa de él, ¿verdad? Un buen gusto aburrido, ortodoxo, horrible, convencional. Seis tazas espantosas colgadas de sus pequeños ganchos. No necesita nada más, ¿verdad? Con seis personas ya basta. No puede venir nadie más porque no habría taza para él. Y lo mismo en la alacena. Le he echado un vistazo y lo sé. Seis de cada cosa. Nada roto. Nada desportillado. Todo muy bien ordenado. Seis platos corrientes, seis de postre y seis soperos. Me ha bastado con abrir ese armario que hay detrás de mí para saber cómo es usted. ¿Nunca le entran ganas de dejar de contar la vajilla y empezar a vivir?

– Si por empezar a vivir se refiere a jaleo y violencia, no, no tengo ganas. Ya tuve bastante de eso cuando era una cría.

Sin mover la pistola, alargó la mano izquierda y levantó el pestillo de la alacena. Después sacó los platos corrientes, uno por uno, y los colocó sobre la mesa. Dijo:

– ¿Verdad que no parecen reales? No parece que hayan de romperse.

Levantó uno de los platos y lo golpeó contra el borde de la mesa. Se partió limpiamente en dos. Después cogió el siguiente. Ella siguió cocinando tranquilamente mientras oía romper un plato tras otro, cuidadosamente, y cómo las dos mitades eran dispuestas ordenadamente sobre la mesa. La pirámide crecía. Cada golpe era como una pequeña detonación. Ella pensó: Si realmente la policía se encuentra aquí, si han instalado sus dispositivos de escucha, captarán estos ruidos y tratarán de identificarlos. El mismo pensamiento debió de ocurrírsele a él, que dijo:

– Es una suerte para las dos que no esté la bofia ahí afuera. Se preguntarían qué estoy haciendo y si entraran sería lamentable para esa vieja bruja. Los platos rotos no ensucian, pero no es posible colocar ordenadamente sangre y sesos encima de una mesa.

Ella le preguntó:

– ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se las ingenió para sorprenderle? Tuvo que presentarse ante él medio desnudo, con la navaja en la mano…

Había hecho la pregunta para motivarle, para halagarle, pero lo que no esperaba era su respuesta. Brotó de él casi como si fuesen amantes y él hubiera estado anhelando hacer sus confidencias. Dijo:

– Pero ¿no lo comprende? ¡Él quería morir, maldito sea, quería morir! Prácticamente, lo pidió. Hubiera podido tratar de detenerme, de rogar, de discutir, de iniciar una pelea. Hubiera podido suplicar, pedir misericordia. «No, por favor, no lo hagas. ¡Por favor!» Eso era todo lo que yo quería de él. Por favor. Sólo esas dos palabras. El cura pudo decirlas, pero no Paul Berowne. Me miró con aquel menosprecio… Y después me volvió la espalda. ¡Le aseguro que me volvió la espalda! Cuando entré medio desnudo, navaja en mano, nos quedamos mirándonos el uno al otro. Él lo supo entonces. Claro que lo supo. Y yo no lo hubiera hecho si él me hubiese hablado, aunque fuese como a un ser medio humano. No le hice nada al niño. Puedo ser misericordioso. Y aquel niño está enfermo. Si sale de aquí con vida, haga algo por él, por el amor de Dios. ¿O es que no les importa, maldita sea?

Repentinamente, los ojos azules se habían vuelto luminosos. Ella pensó: Está llorando. En realidad, está llorando. Y lloraba en silencio, sin una mueca en la cara. Kate no sintió compasión, tan sólo una clara curiosidad. Apenas se atrevía a respirar, aterrorizada al pensar que la mano de él pudiera estremecerse, que se disparase el arma apoyada en la cabeza de su abuela. Podía ver los ojos de la anciana, agrandados y vidriosos como si ya estuviera muerta, su cuerpo rígido por el terror, sin osar parpadear a pesar de la presión del duro metal contra su cráneo indefenso. Entonces él recuperó el dominio de sí mismo y, con un sonido entre sollozos y risas, dijo:

– Debía de parecer un loco de atar. Desnudo, o casi, pues sólo llevaba puestos los calzoncillos. Y la navaja. Él debió de ver la navaja. Quiero decir que yo no la ocultaba, ni mucho menos. Por tanto, ¿por qué no me detuvo? Ni siquiera se mostró sorprendido. Lo natural era que se quedara aterrorizado. Era de suponer que tratara de impedirlo. Pero él sabía a qué había ido yo allí. Sólo me miró como diciendo: «¿Así que eres tú? Es extraño que hayas de ser tú». Como si yo no tuviera otra opción. Tan sólo un instrumento. Insensato. Pero yo sí tenía opción. Y él también la tenía. ¡Dios, pudo haberme detenido! ¿Por qué no lo hizo?

Ella dijo:

– No lo sé. No sé por qué no le detuvo. -Y acto seguido preguntó-: Ha dicho que no le hizo nada al niño. ¿Qué niño? ¿Es que ha hablado con Darren?

Él no contestó. Seguía mirándola fijamente, pero era como si no la viese, súbitamente remoto como si hubiera entrado en un mundo privado. Y después dijo, con una voz tan fría, tan preñada de amenaza, que ella apenas pudo reconocerla:

– Aquel mensaje sobre Trabajos de amor perdido, de Shakespeare. Era un código, ¿verdad?

Exhibió una siniestra sonrisa de satisfacción y ella pensó: Dios mío, lo sabe y le alegra saberlo. Ahora tiene la excusa que él quiere, la excusa para matarnos. Su corazón empezó a latir con fuerza, como un animal que saltara y rebotara contra su pecho, pero consiguió mantener firme su voz:

– Claro que no. ¿Cómo iba a serlo? ¿De dónde ha sacado semejante idea?

– De su librería. La examiné brevemente mientras exploraba el piso antes de que regresara. Tiene sus pequeñas ambiciones, ¿verdad? Todos los aburridos mamotretos de siempre, los que la gente se cree obligada a tener cuando intentan causar cierta impresión. ¿O es que su amiguito trata de educarla? Le va a costar lo suyo. Sea como fuere, tiene usted un Shakespeare.

Kate respondió con firmeza, a través de unos labios que parecían haberse hinchado y resecado al mismo tiempo:

– No era un código. ¿Qué código podía ser?

– Por su propio bien, espero que no lo fuese. No voy a dejarme acorralar en este agujero, con la policía afuera, esperando una excusa para entrar y liquidarme. Sería una operación limpia, sin preguntas embarazosas. Sé cómo actúan. Como ya no hay pena de muerte, se montan sus brigadas de ejecución. Pues bien, esto no va a funcionar conmigo. Por tanto, es mejor que rece para que salgamos de aquí sanos y salvos antes de que lleguen ellos. Oiga, puede dejar esa porquería. Nos vamos ahora mismo.

Dios mío, pensó ella, dice lo que piensa. Hubiera sido mejor no haber hecho nada, no haber telefoneado a Allan, habernos marchado del apartamento lo antes posible, confiar en la esperanza de estrellar el coche en cualquier parte. Y entonces, por un momento, pareció como si el corazón se le detuviera literalmente, y la invadió una espantosa frialdad. Había una diferencia en la habitación, en el piso. Algo había cambiado. Y supo en seguida de qué se trataba. El incesante ruido de fondo del tráfico a lo largo de la avenida, leve pero continuo, había cesado, y nada se movía en Ladbroke Road. La policía estaba desviando el tráfico. Ambas calles habían sido cerradas. No se arriesgaban a permitir una salida. El asedio había comenzado. Y de un momento a otro, también él se daría cuenta.

No me es posible soportarlo, pensó. Él nunca será capaz de hacer frente a un asedio. Ni yo tampoco. Tiene la intención de hacer lo que había dicho. Y apenas advierta que la policía está ahí afuera, nos matará. Tengo que apoderarme de esa pistola. Y debo hacerlo ahora.

Le dijo:

– Mire, esto ya está a punto. Lo he preparado todo. Será mejor que nos lo comamos. Sólo nos costará unos pocos minutos, y siempre será mejor que pararnos en pleno camino.

Hubo un momento de silencio y después él habló de nuevo, con una voz que parecía de hielo.

– Quiero ver ese Shakespeare. Vaya a buscarlo.

Con un tenedor, extrajo unos cuantos espaguetis de la sartén y los probó con dedos temblorosos. Sin mirar a su alrededor, dijo:

– Están casi en su punto. Olga, yo estoy ocupada. ¿No puede ir a buscarlo usted mismo? Ya sabe dónde está.

– Vaya a buscarlo, si no es que quiere verse libre de este saco de huesos.

– Está bien.

Había de ser ahora.

Obligó a sus manos a inmovilizarse. Con los dedos de la izquierda se desabrochó los dos botones superiores de la blusa, como si en la cocina hiciera de pronto demasiado calor. La lonja de hígado se encontraba en el escurridor, frente a ella, sangrante bajo su envoltorio. Hundió las manos en ella, desgarrándola y triturándola, ensuciándoselas hasta quedar totalmente pringadas de sangre. Fue cuestión tan sólo de unos segundos. Y después, con un gesto instantáneo, se pasó una mano a través del cuello y dio media vuelta, con los ojos desorbitados y la cabeza echada hacia atrás, y tendió hacia él las manos bañadas en sangre. Sin esperar siquiera ver reflejado el terror en sus ojos, ni oír su exclamación entrecortada, semejante a un sollozo, se lanzó contra él y los dos cayeron al suelo. Oyó el golpe de la pistola contra el suelo al desprenderse de su mano, y después otro golpe más sordo cuando chocó contra la puerta.

Él se había entrenado. Era tan eficaz en combate como ella y estaba igualmente desesperado. Y era fuerte, mucho más fuerte de lo que ella esperaba. Con una repentina sacudida convulsiva se colocó sobre ella, su boca contra la suya, enfurecido como un violador, con su agrio aliento proyectado en la garganta de ella. Kate hundió la rodilla en su entrepierna, oyó un grito de dolor, apartó las manos de él de su garganta y deslizó sus manos ensangrentadas por el suelo, buscando la pistola. Después lanzó un grito de agonía cuando él le introdujo los pulgares en los ojos. Con los cuerpos entrelazados, ambos buscaban desesperadamente la pistola, pero ella no veía. Sus ojos eran estrellas danzantes de colores, y fue la mano derecha de él la que encontró el arma.

El disparo estremeció el aire como una explosión. Después hubo otra explosión y la puerta del apartamento se abrió de par en par. Kate tuvo la extraña sensación de unos cuerpos masculinos que saltaban por el aire con los brazos extendidos, con pistolas empuñadas rígidamente, y después alzándose junto a ella como sombríos colosos. Alguien la levantaba. Hubo gritos, voces de mando, una exclamación de dolor. Y entonces vio a Dalgliesh en el umbral de la puerta, y avanzaba hacia ella, deliberadamente, poco a poco, como en una película a cámara lenta, pronunciando su nombre, y al parecer con el deseo de que ella sólo fijara sus ojos en él. Pero ella se volvió y miró a su abuela. Aquellos ojos hundidos todavía contenían la fijeza vidriosa del paroxismo del miedo. Los cabellos seguían colgando con sus mechas multicolores. En su frente, todavía seguía adherido el cuadrado de gasa. Pero allí no había nada más. Nada. La parte inferior de su cara había sido arrancada por el disparo. Y, atada a su silla de ejecución por las tiras de tela que la propia Kate había asegurado, ni siquiera podía caerse. Durante aquel segundo en el que ella pudo contemplarla, le pareció a Kate que aquella figura sentada clavaba en ella una mirada de apenado asombro, lleno de reproche. Después se encontró sollozando intensamente, enterrando la cara junto a la chaqueta de Dalgliesh, manchándola con sus manos ensangrentadas. Pudo oír que él murmuraba.

– Todo va bien, Kate. Todo va bien. Todo va bien.

Pero no era así. Nunca había sido así y jamás lo sería.

Dalgliesh seguía plantado allí, sosteniéndola entre sus fuertes brazos, en medio de las estruendosas voces masculinas, las órdenes, los rumores de forcejeo. Y entonces se apartó de él, pugnando por recuperar el dominio sobre sí misma, y vio por encima de su hombro a Swayne, centelleantes y triunfantes sus ojos azules. Estaba esposado. Un inspector al que ella no conocía lo arrastraba fuera de la habitación. Pero él se volvió para mirarla a ella, como si fuese la única persona allí presente. Después, con un movimiento de la cabeza, señaló hacia el cadáver de su abuela y dijo:

– Bien, ahora ya te has librado de ella. ¿No piensas darme las gracias?