175405.fb2 Sabor a muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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SEGUNDA PARTE. El pariente más próximo

I

Al abandonar la iglesia, Dalgliesh se dirigió en seguida al Yard para recoger sus expedientes sobre Theresa Nolan y Diana Travers, y ya era más de mediodía cuando llegó al sesenta y dos de Campden Hill Square. Le acompañaba Kate, y habían dejado a Massingham para supervisar lo que todavía tuviera que hacerse en la iglesia. Kate le había dicho que de momento, sólo había mujeres en la casa, y parecía aconsejable que también a él le acompañara una mujer, sobre todo tratándose de Kate, que había sido la primera en dar la noticia a la familia. No esperaba que esta decisión satisficiera a Massingham y, efectivamente, así había sido. Estas primeras entrevistas con los parientes más próximos eran de una importancia crucial, y Massingham deseaba asistir a ellas. Trabajaría junto a Kate Miskin con lealtad y concienzudamente, porque la respetaba como detective y eso era lo que se le exigía. Sin embargo, Dalgliesh sabía que Massingham todavía añoraba más o menos los tiempos en que las mujeres policías se limitaban a buscar niños perdidos, registrar a las mujeres detenidas, reformar prostitutas, consolar a los afligidos y, si les complacía la excitación propia de la investigación criminal, se ocupaban adecuadamente de los pecadillos de los delincuentes juveniles. Y, tal como Dalgliesh le había oído comentar, pese a todas sus peticiones en el sentido de una igualdad de categoría y oportunidades, colocarlas en primera línea detrás de los escudos de las fuerzas antidisturbios, recibiendo las bombas de petróleo, las piedras y últimamente las balas, era algo que sólo conseguía que la labor de sus colegas masculinos resultara incluso más onerosa. En opinión de Massingham, el instinto de proteger a una mujer en momentos de grave peligro era algo muy profundo y que no podía erradicarse, y el mundo sería un lugar todavía peor si no fuese así. Dalgliesh sabía que respetaba de mala gana la capacidad de Kate para mirar sin marearse los cuerpos ensangrentados en la sacristía de Saint Matthew, pero no por ello simpatizaba más con ella.

Sabía que no encontraría ningún agente de policía en la casa. Con amabilidad no exenta de firmeza, lady Ursula había rechazado la sugerencia de que alguno de ellos se quedara allí. Kate había transmitido sus palabras:

– Supongo que no esperan ustedes que el asesino, si es que existe, dirija su atención al resto de la familia. Por lo tanto, no veo la necesidad de una protección policial. Estoy segura de que tienen mejores ocupaciones para sus hombres y, por mi parte, preferiría no tener un agente sentado en el vestíbulo como si fuera un alguacil.

También había insistido en ser ella quien diera la noticia a su nuera y a la gobernanta. Aparte de lady Ursula, Kate no tuvo la oportunidad de observar la reacción de ninguna otra persona ante la noticia de la muerte de Paul Berowne.

Campden Hill Square gozaba de la tranquilidad del mediodía, como un oasis urbano de vegetación y elegancia georgiana aislada de los incesantes ruidos de Holland Park Avenue. Se había disipado la primera niebla matinal y un sol fugitivo brillaba sobre unas hojas que ahora tan sólo empezaban a tornarse amarillas y que colgaban, espesas y casi inmóviles, en aquella quieta atmósfera. Dalgliesh no pudo recordar cuándo había visto por última vez la casa de Berowne. Puesto que él vivía muy por encima del Támesis, en los límites de la ciudad, no era ésta la zona de Londres que él frecuentaba. Sin embargo, la casa, uno de los raros ejemplos de la arquitectura doméstica de sir John Soane, estaba reproducida en tantos libros sobre los edificios de la capital que su elegante excentricidad resultaba tan familiar como si paseara a menudo por aquellas calles y plazas. Las casas georgianas convencionales, a cada lado de ella, eran de la misma altura, pero su fachada neoclásica en piedra de Portland y ladrillo dominaba la terraza y toda la plaza, constituyendo una parte inalienable de ellas, pero con una apariencia casi arrogantemente única.

Permaneció todo un minuto contemplándola, mientras Kate guardaba silencio a su lado. En la segunda planta había tres ventanas muy altas y curvas, y sospechó que originariamente habían sido una galería abierta, pero ahora estaban acristaladas y amparadas por una baja balaustrada de piedra. Entre las ventanas, sobre unas ménsulas incongruentes que parecían más góticas que neoclásicas, había cariátides de piedra, cuyas líneas airosas, reforzadas por los pilares típicamente soanianos en las esquinas de la casa, obligaban a la vista a alzarse, más allá de las ventanas cuadradas de la tercera planta, hasta un cuarto piso con fachada de obra de ladrillo y, finalmente, hasta la balaustrada de piedra con su hilera de conchas curvadas que repetían la curva de las ventanas bajas. Mientras contemplaba la casa, como si titubeara antes de violar su calma, hubo un momento de extraordinario silencio en el que incluso el sordo rumor del tráfico en la avenida cesó y durante el cual le pareció que dos imágenes, la esplendorosa fachada de la casa y aquella habitación polvorienta y manchada de sangre de Paddington, quedaran suspendidas más allá del tiempo y después se fundieran de modo que las piedras quedaron manchadas de sangre y las cariátides teñidas de rojo. Y entonces los semáforos desencadenaron de nuevo la corriente de coches, el tiempo volvió a moverse y la casa permaneció, incólume, en su pálido prístino silencio. Sin embargo, no tuvo ninguna sensación de que les estuvieran observando, de que en algún lugar entre aquellas paredes y las ventanas que reflejaban el sol transitorio, hubiera personas esperándole, personas sumidas en la ansiedad, el dolor y tal vez el miedo. Incluso cuando pulsó el timbre, transcurrieron dos buenos minutos antes de que se abriera la puerta y se encontrase ante una mujer que supo había de ser Evelyn Matlock.

Calculó que debía de rondar los cuarenta años y su aspecto era tan anónimamente sencillo como el de pocas mujeres de hoy en día, pensó. Una nariz pequeña y puntiaguda estaba incrustada entre unas mejillas rollizas, en las que la red de venas rotas destacaba, en vez de quedar disimulada, bajo una gruesa capa de maquillaje. Tenía una boca de expresión severa sobre una barbilla ligeramente huidiza, bajo la que aparecía ya la primera muestra de una papada. Sus cabellos, que daban la impresión de haber sido tratados por una peluquera inexperta, estaban peinados hacia atrás en ambos lados, pero rizados sobre la alta frente, según el estilo eduardiano que tanto recordaba la cabeza de un perro de lanas. Pero al hacerse ella a un lado para que entraran, vio que sus muñecas y sus tobillos eran delgados y delicados, en curioso contraste con el cuerpo robusto y el busto prominente, casi voluptuoso, bajo la blusa de cuello alto. Recordó lo que Paul Berowne había dicho de ella. Ésta era la mujer cuyo padre había defendido él sin éxito, la mujer a la que había dado un hogar y un puesto de trabajo, y que se suponía había de serle devota. Si esto era cierto, ocultaba el dolor que hubiera podido producirle su muerte con notable estoicismo. Pensó que un oficial de la policía es como el médico que visita una casa. Es una persona a la que no se recibe con emociones ordinarias. Estaba acostumbrado a ver expresiones de alivio, de aprensión, de desagrado e incluso de odio, pero ahora, por un momento, vio en los ojos de ella un temor manifiesto. La expresión desapareció casi en el acto y dio lugar a lo que le pareció una indiferencia asumida y ligeramente truculenta, pero la expresión había existido. Entonces la mujer les dio la espalda, diciendo:

– Lady Ursula les está esperando, comandante. Por favor, síganme.

Estas palabras, pronunciadas con una voz alta y algo forzada, contenían la autoridad represiva de la enfermera jefe que recibe a un paciente del que sólo espera problemas. Atravesaron el vestíbulo exterior y pasaron después bajo la cúpula acanalada del vestíbulo interno. A su izquierda, la baranda finamente tallada de una escalera de mármol ascendía como un festón de encaje negro. La señorita Matlock abrió la doble puerta a su derecha y se apartó para dejarles entrar, diciendo:

– Si esperan aquí, comunicaré a lady Ursula su llegada.

La habitación en la que se encontraron abarcaba toda la longitud de la casa y era, evidentemente, el comedor formal y la biblioteca. Estaba llena de luz. En la parte frontal, dos altas ventanas curvadas ofrecían una vista del jardín de la plaza, mientras que en la parte posterior una enorme cristalera daba a una pared de piedra con tres hornacinas, cada una de las cuales contenía una estatua de mármol: una Venus desnuda, con una mano ocultando delicadamente el mons Veneris y otra señalando hacia su pezón izquierdo; una segunda figura femenina, medio vestida y sosteniendo una corona de flores, y, entre las dos, Apolo con su lira y coronado de laurel. Las dos partes de la habitación estaban divididas por dos librerías de caoba con puertas de cristal desde las cuales se extendía un dosel de tres arcos semicirculares decorados y pintados en verde y oro. Altas librerías cubrían las paredes de la biblioteca entre las ventanas, cada una de ellas rematada por un busto de mármol. Los libros, encuadernados en cuero verde y marcados con letras de oro, eran de tamaño idéntico y encajaban en los estantes con tanta precisión que el efecto era más bien el de un trompe-l'oeil de un artista que el de una biblioteca real. Entre los estantes y en los huecos que quedaban entre ellos había espejos, de modo que el rico esplendor de la sala parecía reflejarse interminablemente, con una visión de techos pintados, libros encuadernados en cuero, mármol, y caoba y cristal resplandecientes. Era difícil imaginar aquella sala utilizada para una cena, y en realidad para cualquier propósito que no fuera la contemplación admirativa de aquella obsesión romántica del arquitecto por la sorpresa espacial. La gran mesa ovalada se encontraba ante la última ventana, pero en su centro había un modelo de la casa sobre un bajo pedestal, como si fuera una pieza de museo, y las ocho sillas de respaldo alto habían sido dispuestas junto a las paredes. Sobre la chimenea de mármol había un retrato, presumiblemente el del baronet que había encargado la casa. En él, el delicado primor de la pintura existente en la National Portrait Gallery se había metamorfoseado en una elegancia más contundente, propia del siglo XIX, pero las inconfundibles facciones de Berowne todavía se mostraban arrogantemente confiadas sobre la corbata impecablemente anudada. Mientras lo contemplaba, Dalgliesh dijo:

– Recuérdeme lo que dijo lady Ursula, Kate.

Ella contestó:

– «Después de la primera muerte ya no hay otra.» Parecía una cita.

– Es una cita. -Y añadió sin más explicación-: A su hijo mayor lo mataron en Irlanda del Norte. ¿Le gusta esta sala?

– Si quisiera instalarme para leer tranquilamente un rato, preferiría la biblioteca pública de Kensington. Es para enseñar, más bien que para utilizarla, ¿no cree? Curiosa idea la de tener en una sola habitación la biblioteca y el comedor. -Y añadió-: Pero supongo que, a su manera, es espléndida. No es exactamente lo que yo llamaría confortable, sin embargo. Me pregunto si alguien ha sido asesinado alguna vez por una casa.

Para tratarse de Kate, había sido un largo discurso.

Dalgliesh contestó:

– No recuerdo ningún caso. Podría ser un motivo más racional que asesinar a causa de una persona; habría menor riesgo de sufrir después una decepción.

– Y también menos oportunidad de traición, señor.

La señorita Matlock apareció en el umbral y dijo con fría formalidad:

– Lady Ursula les espera. Su salón está en el cuarto piso, pero hay un ascensor.

Era como si fueran una pareja de aspirantes a un empleo doméstico de escasa categoría. El ascensor era una elegante caja dorada en la que subieron lentamente, sumidos en un opresivo silencio. Cuando se detuvo repentinamente, fueron invitados a seguir un estrecho pasillo alfombrado. La señorita Matlock abrió una puerta al fondo y anunció:

– El comandante Dalgliesh y la señorita Miskin, lady Ursula.

Después, sin esperar a que ellos entraran en la habitación, dio media vuelta y se retiró.

Ahora, al entrar en el salón de lady Ursula Berowne, Dalgliesh sintió por primera vez que se encontraba en una casa particular, que aquella era la habitación que la propietaria había convertido en peculiarmente suya. Las dos altas ventanas, de bellas proporciones y con sus doce hojas de cristal, ofrecían una visión de un cielo delicadamente enmarcado por las copas de los árboles, y la habitación, larga y estrecha, estaba repleta de luz. Lady Ursula se sentaba, muy erguida, a la derecha de la chimenea, dando la espalda a la ventana. Había un bastón de ébano con puño de oro apoyado en su sillón. No se levantó al entrar ellos, pero extendió la mano cuando Kate le presentó a Dalgliesh. Su apretón, aunque muy breve, resultó sorprendentemente vigoroso, pero fue como sostener por unos instantes una serie de huesos inconexos estrechamente enfundados en una seca piel de Suecia. Dirigió a Kate una rápida mirada como salutación y movió la cabeza en un gesto que podía ser reconocimiento o aprobación, antes de decir:

– Siéntense, por favor. Si la inspectora Miskin ha de tomar notas, tal vez le resulte conveniente esa silla junto a la ventana. Usted puede sentarse ante mí, comandante.

La voz, con su timbre lleno de la arrogancia propia de la clase alta, aquella arrogancia que a menudo parece pasarle inadvertida a quien la muestra, era, exactamente, lo que él hubiese esperado. Parecía artificialmente producida, como en un intento de controlar cualquier dificultad que experimentara en reunir aliento y. energía para producir las cadencias debidas. Sin embargo, era todavía una voz hermosa. Sentada ante él, rígidamente erguida, Dalgliesh vio que su silla era de un modelo especial para los impedidos, con un botón en el brazo para alzar el asiento y ayudarla cuando quisiera levantarse. Su modernidad funcional era una nota discordante en una habitación que, por otra parte, estaba llena de mobiliario del siglo XVIII: dos sillones con asientos tapizados en brocado, una mesa Pembroke y un escritorio, cada pieza un hermoso ejemplo de su período, y todas estratégicamente colocadas para facilitar una isla de apoyo si ella necesitaba dirigirse trabajosamente hacia la puerta, de modo que el salón recordaba una tienda de antigüedades con sus tesoros inadecuadamente expuestos. Era una habitación de anciana y, por encima del olor a cera virgen y el leve aroma estival que emanaba de un pebetero sobre la mesa Pembroke, su sensible olfato pudo detectar un atisbo de agrio olor de la vejez. Sus ojos se encontraron y se sostuvieron la mirada. Los de ella todavía eran extraordinarios, muy grandes, bien espaciados y con párpados gruesos. En otro tiempo debieron de ser el foco de su belleza y, aunque ahora estuvieran ya hundidos, todavía pudo ver la chispa de la inteligencia detrás de ellos. Su piel estaba marcada por profundos surcos que discurrían desde la mandíbula hasta los altos pómulos. Era como si alguien hubiera colocado las dos palmas de las manos junto a aquella piel frágil y la hubiera tensado hacia arriba, hasta el punto de que él vio, como en un reconocimiento premonitorio, el brillo de la calavera bajo la piel. Los pabellones de las orejas, aplanadas contra el cráneo, eran tan amplios que daban la impresión de unas excrecencias anormales. En su juventud, seguramente se había peinado de modo que permitiera cubrirlos. No había rastros de maquillaje en su cara y, con los cabellos peinados enérgicamente hacia atrás y reunidos en un moño alto, era una cara que parecía desnuda, preparada para la acción. Vestía unos pantalones negros y sobre ellos una túnica fina de lana gris, con cinturón y abrochada casi hasta la barbilla, con puños muy ajustados. Calzaba unos zapatos anchos y negros y, en su inmovilidad, sus pies daban la impresión de estar clavados al suelo. Había una edición de bolsillo en la mesita redonda, a la derecha de su butaca. Dalgliesh observó que la obra era Required Writing, de Philip Larkin. Ella extendió la mano, la depositó sobre el libro y después dijo:

– Larkin escribe aquí que la idea de un poema y un verso del mismo acuden simultáneamente. ¿Está usted de acuerdo, comandante?

– Sí, lady Ursula, creo que sí. Un poema empieza con poesía. No con una idea para la poesía.

No mostró ninguna sorpresa ante semejante pregunta. Sabía que un shock, una pena o un trauma afectaban a las personas de muy diferentes maneras, y si esa extraña manera de comenzar una conversación había de ayudarla a ella, bien podía él disimular su impaciencia. Ella dijo:

– Ser poeta y bibliotecario, aunque el hecho en sí sea inusual, tenía cierta relación, pero ser poeta y policía me parece a mí algo excéntrico, incluso perverso.

Dalgliesh repuso:

– ¿Considera usted la poesía contraria a la detección, o la detección contraria a la poesía?

– Desde luego, lo último. ¿Qué pasa si la musa irrumpe -no, ésta no es la palabra adecuada-, si la musa le visita a usted en medio de un caso? Aunque, si la memoria no me engaña, comandante, en los últimos años su musa se ha mostrado más bien fugitiva. -Y añadió, con una nota de delicada ironía-: Lo que no deja de ser una lástima para todos nosotros.

Dalgliesh replicó:

– Hasta el momento, eso no ha ocurrido. Es posible que la mente humana sólo pueda enfrentarse a una sola experiencia intensa en cada momento.

– Y la poesía es, claro está, una experiencia intensa.

– Una de las más intensas, diría yo.

De pronto, ella le sonrió. La sonrisa iluminó su rostro con toda la intimidad de una confidencia compartida, como si fueran antiguos colegas.

– Debe usted excusarme. Ser interrogada por un detective es una experiencia nueva para mí. Si es que existe un diálogo apropiado para esta ocasión, yo todavía lo ignoro. Gracias, de todos modos, por no abrumarme con sus expresiones de pésame. Dados mis años, he recibido demasiados pésames oficiales, y siempre me han parecido embarazosos o bien muy poco sinceros.

Dalgliesh se preguntó qué hubiera contestado ella si él hubiese dicho: «Conocía a su hijo. No muy bien, pero le conocía. Acepto que no desee usted mis expresiones de condolencia, pero, si yo hubiese sido capaz de decir las palabras oportunas, éstas no habrían sido falsas».

Ella dijo:

– La inspectora Miskin me dio la noticia con tacto y consideración. Le estoy agradecida. Pero, desde luego, no pudo o no quiso decirme nada más aparte del hecho de que mi hijo había muerto, y de que presentaba ciertas heridas. ¿Cómo murió, comandante?

– Degollado, lady Ursula.

No había manera de suavizar aquella brutal realidad. Añadió:

– El vagabundo que encontrarnos junto a él, Harry Mack, murió de la misma manera.

Se preguntó por qué había considerado importante decir el nombre de Harry. Aquel pobre Harry, tan incongruentemente uncido a la democracia forzosa de la muerte, cuyo cuerpo ya rígido recibiría muchas más atenciones en su disolución de las que él había recibido en vida.

– ¿Y el arma? -preguntó ella.

– Una navaja ensangrentada, aparentemente propiedad de su hijo, que estaba cerca de su mano derecha. Habrá que efectuar numerosas pruebas forenses, pero espero constatar que esa navaja fue el arma.

– Y la puerta de la iglesia… la sacristía, o dondequiera que estuviera él, ¿estaba abierta?

– La señorita Wharton, que, junto con un niño, descubrió los cadáveres dice que la encontró sin cerrar.

– ¿Están tratando este caso como un suicidio?

– El vagabundo, Harry Mack, no se mató. Mi opinión preliminar es la de que tampoco lo hizo su hijo. Es demasiado pronto para decir más, hasta que dispongamos de los resultados de la autopsia y de las pruebas forenses. Entretanto, yo trato el caso como un doble asesinato.

– Comprendo. Gracias por ser tan franco.

Dalgliesh dijo entonces:

– Hay algunas preguntas que debo hacerle. Si prefiere usted esperar, siempre puedo volver en otro momento, pero, evidentemente, es importante perder el menor tiempo posible.

– Yo prefiero que no se pierda ninguno, comandante. Y dos de sus preguntas ya las puedo prever. No tengo ninguna razón para suponer que mi hijo pensara en poner fin a su vida, y que yo sepa no tenía enemigos.

– En un político, eso resulta sin duda poco usual.

– Tenía enemigos políticos, claro. Y unos cuantos, sin duda alguna, eran de su mismo partido. Pero, que yo sepa, ninguno de ellos es un maníaco homicida. Y los terroristas, claro está, utilizan bombas y pistolas, no la navaja de su víctima. Perdóneme, comandante, si pretendo decirle lo que usted ya sabe bien, pero ¿no es más probable que alguien, desconocido para él, un vagabundo, un psicópata, un ladrón cualquiera, le matara a él y a ese Harry Mack?

– Es una de las teorías que debemos considerar, lady Ursula. -Y preguntó-: ¿Cuándo vio a su hijo por última vez?

– Ayer, a las ocho de la mañana, cuando me subió la bandeja con mi desayuno. Solía hacerlo siempre. Sin duda, deseaba asegurarse de que yo había sobrevivido a la noche anterior.

– ¿Le habló, entonces o en cualquier otro momento, de que pensaba volver a Saint Matthew?

– No. No hablamos de sus planes para el día; sólo de los míos, y supongo que éstos no pueden interesarle a usted.

Dalgliesh repuso:

– Podría ser importante saber quién hubo en la casa durante el día y en qué momentos. Su horario podría ayudarnos en ese sentido.

No dio más explicaciones y ella tampoco se las exigió.

– La señora Beamish, mi pedicura, llegó a las diez y media. Siempre viene aquí. Pasé con ella más o menos una hora. Después fui a almorzar con la señora Charles Blaney en su club, el University Women's. Después de comer, fuimos a ver unas acuarelas en las que ella estaba interesada, en Agnew's, en Bond Street. Tomamos juntas el té en el Savoy; yo dejé a la señora Blaney en su casa de Chelsea antes de regresar aquí, más o menos a las cinco y media. Pedí a la señorita Matlock que me subiera un termo de sopa y una bandeja de canapés de salmón ahumado a las seis. Así lo hizo ella, y entonces le dije que prefería que ya no se me molestara más durante la velada. El almuerzo y la exposición de cuadros me habían resultado más fatigosos de lo que yo esperaba. Pasé la velada leyendo y, poco antes de las once, llamé a la señorita Matlock para que me ayudara a acostarme.

– ¿Vio usted a alguna otra persona de la casa durante el día, aparte de su hijo, la señorita Matlock y el chófer?

– Vi por unos momentos a mi nuera cuando entré en la biblioteca. Eso ocurrió en la primera mitad de la mañana. ¿Cree que es importante, comandante?

– Hasta que sepamos cómo murió su hijo, es difícil saber con certeza qué es o no importante. ¿Sabía algún otro miembro del servicio que sir Paul deseaba visitar de nuevo Saint Matthew ayer por la noche?

– No he tenido oportunidad de preguntárselo. No creo probable que lo supieran. Sin duda, usted lo investigará. Aquí tenemos poco personal. Evelyn Matlock, a la que ya ha visto, es el ama de llaves. Está también Gordon Halliwell. Es un ex sargento de la guardia, que sirvió a las órdenes de mi hijo mayor. Supongo que él se describiría como chófer y hombre para todo. Llegó aquí hace poco más de cinco años, antes de que mataran a Hugo, y se quedó.

– ¿Hacía también de chófer para su hijo?

– Rara vez. Paul, desde luego, utilizaba su coche oficial antes de presentar su dimisión, pero de lo contrario conducía él mismo. Halliwell me lleva a mí casi a diario, y en alguna ocasión a mi nuera. Tiene un piso sobre el garaje. Tendrá que esperar usted, comandante, para oír lo que pueda decirle él. Hoy es su día libre.

– ¿Cuándo salió él, lady Ursula?

– O bien anoche muy tarde o esta mañana a primera hora. Es su práctica habitual. Ignoro adónde va. No hago preguntas a mi servidumbre sobre sus vidas privadas. Si la radio da la noticia de la muerte de mi hijo esta tarde, como espero que haga, sin duda regresará temprano. En cualquier caso, lo normal es que vuelva antes de las once. A propósito, hablé ayer con él, por el teléfono interior, poco después de las ocho de la tarde, y otra vez alrededor de las nueve y cuarto. Aparte de Halliwell, ahora sólo hay otra persona a nuestro servicio, la señora Iris Minns, que viene aquí cuatro días a la semana para el trabajo general de la casa. La señorita Matlock puede darle sus señas.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Le había hablado su hijo de esa experiencia en la sacristía de Saint Matthew?

– No. Él no podía esperar que yo simpatizara con ese tema. Desde 1918, no he sido una mujer religiosa. Dudo haberlo sido alguna vez, en un sentido auténticamente real. El misticismo, en particular, es para mí algo tan carente de sentido como pueda serlo la música para un sordo. Acepto, desde luego, que la gente tenga esas experiencias. Yo diría que las causas son físicas y psicológicas: un exceso de trabajo, el ennui de la mediana edad, o una necesidad de encontrar algún significado a la existencia. Para mí, ésa ha sido siempre una búsqueda carente de resultados.

– ¿La juzgaba también su hijo carente de resultados?

– Hasta que ocurrió eso, yo le hubiera descrito como un anglicano convencional. Sospecho que utilizaba los buenos oficios de su religión como recuerdo de una decencia fundamental, como una afirmación de identidad, como un breve momento de respiro en el que poder pensar sin temor a ser interrumpido. Como la mayoría de los anglicanos pertenecientes a la clase alta, él hubiera juzgado más comprensible la encarnación si Dios hubiera optado por visitar su creación como un caballero inglés del siglo XVIII. Pero, al igual que la mayoría de los de su clase, superaba esta pequeña dificultad remodelando más o menos a Dios como un caballero inglés del XVIII. Su experiencia -su supuesta experiencia- en esa iglesia resulta inexplicable y, para hacerle justicia, no intentó explicarla, al menos a mí. Espero que no supondrá usted que yo voy a comentarla. Este tema me resulta desagradable, y seguramente no ha tenido nada que ver con su muerte.

Había sido una larga explicación y Dalgliesh comprendió que la había fatigado. Y pensó que no podía ser tan ingenua como aparentaba; incluso le sorprendía que ella esperara que él lo creyera así. Dijo:

– Cuando un hombre cambia toda la dirección de su vida y muere -posiblemente asesinado- al cabo de una semana de esa decisión, eso debe de tener su importancia, al menos para nuestra investigación.

– Sí, no me cabe duda de que es importante en ese sentido. Pocas intimidades habrá en esta familia que no sean importantes para su investigación, comandante.

Pudo ver que en los últimos segundos la fatiga había llegado a abrumarla. Su cuerpo parecía haber disminuido de tamaño, como empequeñecido, en aquel enorme sillón, y las manos crispadas sobre los brazos del mismo empezaban a temblar levemente. Sin embargo, dominó su compasión, tal como ella estaba dominando su pena. Todavía había preguntas que necesitaba formular y no sería la primera vez que se aprovechara del cansancio o del dolor. Se inclinó hacia adelante y extrajo de su cartera de mano el dietario chamuscado, envuelto todavía en la bolsa de plástico transparente. Dijo:

– Ha sido examinado en busca de huellas dactilares. En su momento, deberemos comprobar cuáles pertenecen a personas que tuvieran derecho a tocar este diario. Sir Paul, usted, miembros del servicio de la casa. Yo querría que usted me confirmara que es, en efecto, el dietario de él. Sería muy útil que pudiera hacerlo sin necesidad de desenvolverlo.

Ella tomó el paquete en sus manos y, durante unos momentos, lo tuvo en su regazo, mientras lo contemplaba. Dalgliesh tuvo la sensación de que ella procuraba evitar sus ojos. La anciana se envaró, rígida en su asiento, y después contestó:

– Sí, es suyo. Pero seguramente carece de toda importancia. Un simple registro de citas. No era aficionado a los dietarios.

– En ese caso, es extraño que deseara quemarlo… si es que lo quemó él. Y hay otro detalle curioso: la mitad superior de la última página ha sido arrancada. Es la página en la que aparece el calendario del último año y también el del próximo. ¿Puede usted recordar qué más había, si es que lo había, en esa página, lady Ursula?

– No recuerdo haber visto nunca esa página.

– ¿Puede recordar cuándo y dónde vio usted por última vez el dietario?

– Temo que éste sea el tipo de detalle que me resulte imposible recordar. ¿Algo más, comandante? Si hay algo más, y no es urgente, tal vez pueda esperar hasta que esté usted seguro de que investiga, efectivamente, un caso de asesinato.

Dalgliesh repuso:

– Esto lo sabemos ya, lady Ursula. Harry Mack fue asesinado.

Ella no contestó y, durante un minuto, los dos siguieron sentados en silencio, cara a cara. Después ella levantó los ojos hasta encontrar los suyos y él creyó observar una mezcla de emociones fugaces: resolución, súplica, desafío. Dijo entonces:

– Siento haberla entretenido demasiado tiempo y haberla fatigado. En realidad, sólo hay otra cuestión. ¿Puede decirme algo acerca de las dos jóvenes que murieron después de haber trabajado en esta casa, Theresa Nolan y Diana Travers?

La aparición del dietario a medio quemar la había conmovido profundamente, pero esta preguntarla encajó sin pestañear. Contestó con perfecta tranquilidad:

– Muy poco, créame. Sin duda, usted ya lo sabe prácticamente todo. Theresa Nolan era una enfermera amable y considerada, así como una joven competente, aunque no muy inteligente, creo yo. Vino aquí como enfermera de noche el día dos de mayo, cuando sufrí un ataque agudo de ciática y se marchó el catorce de julio. Tenía una habitación en esta casa, pero sólo prestaba servicio de noche. Como ya sabrá usted, fue después a una clínica de maternidad en Hampstead. Acepto la probabilidad de que quedase embarazada mientras trabajaba aquí, pero puedo asegurarle que nadie de esta casa fue responsable de ello. El embarazo no es un riesgo laboral cuando se cuida a una mujer artrítica de ochenta y dos años. Todavía es menos lo que sé acerca de Diana Travers. Al parecer, era una actriz sin trabajo que se dedicaba a labores domésticas mientras «descansaba»…, creo que éste es el eufemismo que utilizan en su oficio. Vino a esta casa como respuesta a una tarjeta que la señorita Matlock había colocado en el escaparate de un quiosco del barrio, y la señorita Matlock la admitió para sustituir a una asistenta que se había marchado poco tiempo antes.

– ¿Después de consultarla a usted, lady Ursula?

– No era un asunto para el que necesitara consultarme, y, de hecho, no lo hizo. Sé, desde luego, por qué me pregunta usted acerca de esas dos mujeres. Un par de amigas mías se creyeron en la obligación de enviarme el recorte de lo publicado por la Paternoster Review. Me sorprende que la policía se ocupe de lo que, con toda probabilidad, no es más que un periodismo despreciable y barato. Difícilmente puede tener nada que ver con el asesinato de mi hijo. Si esto es todo, comandante, tal vez quiera usted ver ahora a mi nuera. No, no se moleste en llamar. Prefiero enseñarle el camino yo misma. Y puedo arreglármelas perfectamente sin su ayuda.

Oprimió el botón del brazo de su sillón y el asiento se alzó lentamente. Necesitó unos momentos para asegurar su equilibrio, y después dijo:

– Antes de que hable con mi nuera, hay algo que tal vez deba decirle. Es posible que, aparentemente, la encuentre usted menos apenada de lo que sería de esperar. Eso se debe a que ella no tiene imaginación. Si hubiera encontrado ella el cadáver de mi hijo se mostraría desconsolada, sin duda alguna demasiado trastornada y apenada para hablar ahora con usted. Pero lo que no ve con sus ojos le resulta difícil imaginarlo. Digo esto tan sólo para ser justa con los dos.

Dalgliesh asintió en silencio. Era, pensó, el primer error que ella había cometido. El sentido de sus palabras era obvio, pero hubiera sido más prudente por su parte abstenerse de pronunciarlas.

II

Esperó mientras ella se disponía a dar el primer paso, afianzándose ante el ramalazo de dolor que presentía. No hizo el menor gesto para ayudarla, pues sabía que ello resultaría tan atrevido como inoportuno, y Kate, sensible como siempre a las órdenes silenciosas, cerró su libreta de notas y esperó también en un atento silencio. Lentamente, lady Ursula se encaminó hacia la puerta, apoyándose en su bastón. Su mano, con unas venas que sobresalían como cordones azules hizo girar el pomo de oro. La siguieron lentamente a lo largo del pasillo alfombrado, hasta llegar al ascensor. En el interior del mismo, elegantemente curvado, apenas había espacio para tres personas, y el brazo de Dalgliesh rozó el de ella. Incluso a través de la gruesa tela de su manga, pudo notar la fragilidad de la anciana, y sentir su leve y perpetuo temblor. Notó que ella se encontraba bajo una fuerte tensión y se preguntó cuánto se necesitaría para quebrar su personalidad y si era tarea que le correspondía a él procurar que esta personalidad se quebrase. Mientras el ascensor descendía lentamente los dos pisos, supo que ella le prestaba a él la misma atención, y que le veía como al enemigo.

La siguieron hasta el salón. Esa habitación también se la hubiera enseñado Paul Berowne y por un momento tuvo la ilusión de que era el muerto, y no su madre, quien se encontraba a su lado. Tres altas ventanas con la parte superior en arco, protegidas por elaborados cortinajes, ofrecían una vista de los árboles del jardín. Éstos parecían irreales, como un tapiz unidimensional tejido con una infinita variedad de verde y oro. Bajo el elaborado techo, con su curiosa mezcla de clásico y gótico, la sala estaba escasamente amueblada y su aire era la misma atmósfera melancólica y apenas respirada del salón de una casa de campo rara vez visitada, una amalgama de aromas de peletero y cera virgen. Casi esperó ver el cordón blanco que marcara la zona prohibida para las pisadas de los turistas.

La desconsolada madre le había recibido a solas, presumiblemente por deseo suyo. La viuda había juzgado prudente sentirse acompañada y protegida por su médico y su abogado. Lady Ursula les presentó brevemente y se retiró en seguida, y Dalgliesh y Kate tuvieron que avanzar solos, a través de la alfombra, hacia un escenario que parecía tan preparado como el de un cuadro. Barbara Berowne estaba sentada en una butaca de respaldo alto, a la derecha de la chimenea. Frente a ella, e inclinado hacia adelante en su asiento, se encontraba su abogado, Anthony Farrell. De pie al lado de ella, con la mano en su muñeca, estaba su médico. Fue éste el que habló primero.

– Ahora la dejaré, lady Berowne, pero volveré a visitarla esta tarde, alrededor de las seis si le parece conveniente, y trataremos de hacer algo para que esta noche pueda dormir. Si me necesita antes, dígale a la señorita Matlock que me llame. Procure cenar un poco, si le es posible. Dígale a la señorita Matlock que le prepare algo ligero. Ya sé que no le apetece nada, pero deseo que lo intente. ¿Lo hará?

Ella asintió y le tendió la mano. Él la sostuvo por unos momentos, después dirigió su mirada a Dalgliesh, apartó los ojos y murmuró:

– Espantoso, algo espantoso…

Viendo que Dalgliesh no respondía, dijo:

– Creo que lady Berowne está lo bastante fuerte como para hablar ahora con usted, comandante, pero espero que no se prolongue mucho.

Hablaba como un actor aficionado en una obra detectivesca, en un diálogo previsible y previsiblemente pronunciado. Le sorprendió a Dalgliesh que un médico, para el que presumiblemente la tragedia no era cosa inusual, se mostrara menos a sus anchas que su paciente. Cuando llegó a la puerta, Dalgliesh le preguntó con toda calma:

– ¿Era usted también el médico de sir Paul?

– Sí, pero desde hace poco tiempo. Él era paciente del doctor Gillespie, que falleció el año pasado. Entonces, sir Paul y lady Berowne se inscribieron en mi consulta de la Seguridad Social. Tengo sus antecedentes médicos, pero nunca me consultó profesionalmente. Era un hombre muy saludable.

Por lo tanto, parte de su zozobra quedaba explicada. No era el antiguo y estimado médico de la familia, sino un atareado especialista en medicina general, comprensiblemente deseoso de regresar a su concurrida sala de consulta, o emprender su ronda de visitas, tal vez angustiosamente consciente de que la situación requería una habilidad social y una atención concentrada para la que él no disponía de tiempo, pero intentando, aunque no de manera muy convincente, desempeñar el papel de un amigo de la familia en un salón en el que probablemente nunca había entrado hasta ese momento. Dalgliesh se preguntó si la decisión de Paul Berowne de registrar su nombre como paciente de la Seguridad Social había sido una cuestión de tacto político, de convicción o de economía, o tal vez de las tres cosas al mismo tiempo. Había un rectángulo de papel mural descolorido sobre la chimenea de mármol tallado. Quedaba medio disimulado por un retrato familiar carente de particular distinción, pero Dalgliesh sospechó que en otro tiempo había colgado de allí un óleo más valioso. Barbara Berowne dijo:

– Siéntese, por favor, comandante.

Le señaló vagamente un tresillo junto a la pared. Estaba colocado en un lugar poco apropiado y parecía demasiado frágil para ser usado, pero Kate se dirigió allí, se sentó y sacó discretamente su libreta de notas. Dalgliesh se encaminó hacia uno de los sillones de alto respaldo, lo acercó a la chimenea y lo colocó a la derecha de Anthony Farrell. Después dijo:

– Siento tener que molestarla en momentos como éstos, lady Berowne, pero estoy seguro de que usted comprenderá que es necesario.

Sin embargo, Barbara Berowne miraba hacia la puerta que acababa de cruzar el doctor Piggott y dijo con un tono de enojo:

– ¡Extraño hombrecillo! Paul y yo nos inscribimos en su consulta el mes de junio pasado; tiene las manos sudorosas.

Hizo una leve mueca de disgusto y se frotó los dedos enérgicamente. Dalgliesh dijo:

– ¿Cree que será capaz de contestar a unas preguntas?

Ella miró a Farrell, como una niña que esperase consejo, y él le dijo con su voz suave y profesional:

– Mucho me temo, mi querida Barbara, que en una investigación por asesinato las usuales convenciones civilizadas deban dejarse de lado. El retraso es un lujo que la policía no puede permitirse. Sé que el comandante lo acortará todo tanto como sea posible, y que tú serás valiente y le facilitarás la tarea lo mejor que puedas.

Antes de que ella tuviera oportunidad de contestar, dijo también a Dalgliesh:

– Estoy aquí como amigo de lady Berowne, así como abogado suyo. Mi firma se ha ocupado de su familia durante tres generaciones. Yo sentía un gran afecto personal por sir Paul. He perdido un amigo, además de un cliente. En parte, esto explica mi presencia aquí. Lady Berowne está muy sola. Su madre y su padrastro se encuentran los dos en California.

Dalgliesh se preguntó lo que diría Farrell si él replicara: «Pero su suegra está sólo dos pisos más arriba». Se preguntó también si el significado de esta separación entre las dos, en unos momentos en que es natural que la familia busque un apoyo mutuo, ya que no un consuelo, era algo que se perdía en ellas, o en Farrell, o bien si estaban tan acostumbradas a vivir sus existencias bajo un mismo techo pero aparte la una de la otra que, incluso en un momento de gravísima tragedia, ninguna era capaz de cruzar la barrera psicológica representada por aquel ascensor semejante a una jaula y aquellos dos pisos.

Barbara Berowne dirigió sus grandes ojos de color azul violeta hacia Dalgliesh y, por un momento, éste se sintió desconcertado. Después del primer destello huidizo de curiosidad, la mirada se amortiguó, hasta quedar casi sin vida, como si estuviera contemplando unas lentillas de contacto coloreadas. Tal vez después de toda una vida de ver el efecto de su mirada, ella ya no necesitara animarla con ninguna expresión que no fuese la de un interés casual. Sabía que era hermosa, aunque no podía recordar cómo se enteró de ello, pero probablemente se debía a una acumulación de comentarios de pasada cuando se hablaba de su marido, y de fotografías de la prensa. Sin embargo, no era una belleza apropiada para conmover su corazón. Le hubiera gustado poder estar allí sin que se advirtiera su presencia y contemplarla como pudiera hacerlo con un cuadro, observar con admiración desapasionada el arco delicado, perfectamente curvo, sobre aquellos ojos rasgados, la curva del labio superior, la cavidad sombreada entre el pómulo y la mandíbula, el perfil de aquel cuello esbelto. Era algo que podía mirar y admirar, para alejarse después sin lamentarlo. Para él, aquella rubia hermosura era demasiado exquisita, demasiado ortodoxa, demasiado perfecta. Lo que a él le agradaba era una belleza más individual y excéntrica. La vulnerabilidad aliada con la inteligencia. Dudaba de que Barbara Berowne fuera inteligente, pero tampoco la menospreciaba. Nada más peligroso, en la labor policial, que hacer juicios superficiales sobre los seres humanos. Sin embargo, se preguntó brevemente si aquélla era una mujer por la que un hombre sería capaz de matar. Había conocido a tres de esas mujeres en su carrera, pero ninguna de ellas podía ser descrita como bella.

Estaba sentada en su sillón con una elegancia tranquila y relajada. Sobre su falda de color gris claro, de lana, finamente plisada, llevaba una blusa de seda azul pálido, con un jersey de cachemira gris colocado negligentemente sobre los hombros. Sus únicas joyas eran dos cadenas de oro y unos pendientes pequeños también de oro. Sus cabellos, con sus mechas de color amarillo pálido y matices más oscuros de color maíz, estaban peinados hacia atrás y colgaban sobre su hombro en un solo y grueso mechón sujetado en un extremo con una peineta de concha. Pensó que nada hubiera podido quedar más discretamente apropiado. El negro, particularmente en una viuda tan reciente, hubiera resultado ostentoso, teatral, incluso vulgar. Aquella gentil combinación de gris y azul era perfectamente apropiada. Él sabía que Kate había llegado con la noticia antes de que lady Berowne se hubiera vestido. Le habían dicho que su marido había muerto degollado, y sin embargo ella había sido capaz de preocuparse por su atuendo. ¿Y por qué no? Él era demasiado veterano para suponer que un dolor no era auténtico tan sólo por mostrarse debidamente ataviado. Había mujeres cuyo amor propio exigía una atención perpetua a los detalles por violentos que fuesen los acontecimientos que las rodearan, otras para las cuales esto era una cuestión de confianza, de rutina o de desafío. En un hombre, este puntillo era juzgado normalmente como elogiable; ¿por qué no, pues, en una mujer? ¿O se trataba, meramente, de que durante más de veinte años su aspecto había sido la principal preocupación de su vida, y que no podía cambiar ese hábito porque alguien le hubiera cortado la garganta a su marido? Pero no podía evitar la observación de los detalles, la complicada hebilla en el lado de cada zapato, el lápiz de labios meticulosamente aplicado y haciendo juego perfecto con el rosado del barniz de sus uñas, así como la traza del sombreado de los ojos. Sus manos, al menos, se habían mostrado firmes. Cuando habló, su voz presentó un tono alto y, para él, desagradable. Pensó que fácilmente podía degenerar en una especie de chillido infantil. Dijo:

– Claro que deseo ayudar, pero no sé cómo hacerlo. Quiero decir que todo esto es increíble. ¿Quién pudo haber querido matar a Paul? No tenía ningún enemigo. Todos le querían. Era un hombre muy popular.

Este tributo banal e inadecuado, pronunciado en un tono alto y ligeramente estridente, hubiera debido parecerle, incluso a ella, torpe. Hubo un breve silencio que Farrell juzgó prudente interrumpir diciendo:

– Como es natural, lady Berowne está profundamente impresionada. Esperábamos, comandante, que usted pudiera facilitarnos más información de la que poseemos en este momento. Tenemos entendido que el arma fue una especie de cuchillo, y que había heridas en la garganta.

Y esto, pensó Dalgliesh, era lo que cabía esperar del tacto de un abogado experto para decir que la garganta de sir Paul había sido rebanada.

Contestó:

– Al parecer, tanto sir Paul como el vagabundo fueron muertos de la misma manera.

– ¿Encontraron el arma en el lugar?

– Había en el lugar una posible arma. Cabe que los dos hubieran sido muertos con la navaja de sir Paul.

– ¿Y la abandonó el asesino en la habitación?

– La encontramos allí, sí.

El significado de sus cuidadosas palabras se perdió para Farrell. Por su parte, no quería utilizar la palabra «suicidio», pero ésta flotaba entre ellos con todas sus implicaciones. El abogado prosiguió.

– ¿Y la puerta de la iglesia? ¿Había sido forzada?

– Estaba abierta cuando la señorita Wharton, que trabaja en la iglesia, encontró los cadáveres esta mañana.

– Por tanto, alguien pudo haber entrado, y al parecer alguien lo hizo, ¿no es así?

– Ciertamente. Usted comprenderá que la investigación se encuentra todavía en sus primeros pasos. No podemos tener ninguna seguridad hasta que dispongamos del resultado de la autopsia y de los informes forenses.

– Desde luego. Lo pregunto porque lady Berowne prefiere conocer los hechos, o por lo menos los que se saben. Y tiene derecho, evidentemente, a estar debidamente informada.

Dalgliesh no contestó, pues no lo juzgó necesario; los dos se comprendían el uno al otro perfectamente. Farrell se mostraba cortés, estudiadamente cortés, pero no afable. Su actitud cuidadosamente controlada, tan frecuentemente parte de su vida profesional que ya no parecía asumida, estaba diciendo: «Los dos somos profesionales con cierta reputación en nuestro trabajo. Los dos sabemos qué terreno pisamos. Sabrá excusarme cierta falta de cordialidad, pero cabe que se nos exija encontrarnos en bandos opuestos».

Lo cierto es que ya se encontraban en bandos opuestos, y los dos lo sabían. Era como si de Farrell emanara un ectoplasma ambiguo que envolviera a Barbara Berowne con su aura reconfortante, diciéndole «Aquí estoy yo, estoy a tu lado; déjame que yo me ocupe de todo. No hay nada que deba preocuparte». Y esto llegó hasta Dalgliesh como un sutil entendimiento masculino, próximo a la conspiración, del que ella quedaba excluida. Farrell lo estaba haciendo muy bien.

Su firma en la ciudad -Torrington, Farrell y Penge-, con sus numerosas sucursales, había disfrutado de una intachable reputación durante más de doscientos años. Su departamento de lo criminal había representado a algunos de los más ingeniosos villanos de Londres. Algunos de éstos pasaban sus vacaciones en sus villas de la Riviera, y otros en sus yates. Muy pocos de ellos se encontraban entre rejas. Dalgliesh tuvo la súbita visión de un furgón celular con el que dos días antes se había cruzado camino del Yard, con la hilera de ojos anónimos y hostiles que atisbaban a través de las mirillas, como si ya no esperasen ver nada más. La capacidad para pagar un par de horas del tiempo de Farrell en un momento crucial de sus tribulaciones, hubiera representado para ellos toda la diferencia del mundo. Barbara Berowne dijo entonces con displicencia:

– No sé por qué han de molestarme a mí. Paul ni siquiera me dijo que iba a pasar la noche en esa iglesia. Alternando con un vagabundo…, quiero decir que fue todo tan absurdo…

Dalgliesh preguntó:

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Alrededor de las nueve y cuarto, ayer por la mañana. Vino a verme poco antes de que Mattie me subiera mi desayuno. No se quedó mucho tiempo. Cosa de un cuarto de hora.

– ¿Qué aspecto tenía, lady Berowne?

– El de siempre. No dijo gran cosa. Nunca lo hacía. Creo que yo le expliqué cómo me disponía a pasar el día.

– ¿Y cómo lo pasó?

– Tenía hora a las once en la peluquería de Michael y John, en Bond Street. Después almorcé en Knightsbridge con una antigua condiscípula mía, e hicimos unas compras en Harveys Nichols. Volví aquí a la hora del té, y para entonces él ya se había marchado. Después de las nueve y cuarto de la mañana, no volví a verle.

– ¿Y, que usted sepa, él no volvió a casa?

– No lo creo, pero de todas maneras yo no le hubiera visto. Cuando regresé, me cambié y después tomé un taxi para ir a Pembroke Lodge. Es la clínica de mi primo, en Hampstead. Es ginecólogo, el doctor Stephen Lampart. Estuve con él hasta la medianoche, cuando me acompañó a casa. Fuimos a cenar a Cookham, en el Black Swan. Salimos de Pembroke Lodge a las ocho menos veinte y fuimos directamente al Black Swan. Quiero decir que no nos detuvimos por el camino.

Era, pensó, una explicación que venía al pelo. Esperaba que presentara una coartada antes o después, pero no tan pronto y con tanto detalle. Preguntó:

– Y cuando vio por última vez a sir Paul, a la hora del desayuno, ¿no le dijo él cómo se proponía pasar el día?

– No. Sin embargo, tal vez pueda usted verlo en su dietario. Lo guarda en el cajón de su mesa, en el estudio.

– Encontramos parte de su dietario en la sacristía. Había sido quemado.

Dalgliesh observaba fijamente su cara mientras ella hablaba. Los ojos azules parpadearon y apareció en ellos una expresión de alerta, pero Dalgliesh hubiera podido jurar que eso era nuevo para su interlocutora. Ella se volvió de nuevo hacia Farrell:

– ¡Pero esto es extraordinario! ¿Por qué había Paul de quemar su dietario?

Dalgliesh repuso:

– No sabemos si lo hizo. Pero el dietario estaba allí, en la chimenea. Varias páginas se habían quemado, y la mitad de la última página había sido arrancada.

Los ojos de Farrell buscaron los de Dalgliesh. Ninguno de los dos habló. Después, Dalgliesh dijo:

– Por consiguiente, necesitamos tratar de establecer sus movimientos de alguna otra manera. Yo esperaba que usted pudiera ayudar en este sentido.

– Pero ¿es que eso importa? Quiero decir que, si alguien entró y lo mató, ¿de qué va a servir el saber si él fue a ver a su agente de la propiedad unas horas antes?

– ¿Es que lo hizo?

– Dijo que tenía una cita con él.

– ¿Dijo con qué agente?

– No, y yo no lo pregunté. Supongo que Dios le dijo que vendiera la casa. No creo, sin embargo, que Dios le dijera a qué agente había de dirigirse.

Las palabras le impresionaron tanto como si hubiera oído una indecencia. Dalgliesh notó el desconcierto y la sorpresa de Farrell tan claramente como si al abogado se le hubiera escapado una exclamación. No pudo detectar, sin embargo, amargura ni ironía en aquella voz de tono alto, ligeramente petulante. Hubiera podido ser la de una criatura traviesa, que osara decir en presencia de adultos algo imperdonable, sorprendida a medias por su propia temeridad. Anthony Farrell decidió que había llegado el momento de intervenir y dijo con voz suave:

– También yo esperaba ver a sir Paul ayer por la tarde. A las dos y media tenía una cita conmigo y dos de mis colegas del departamento financiero de la firma, para hablar de ciertas medidas que, según tengo entendido, resultaban necesarias a causa de su decisión de abandonar su carrera parlamentaria. Pero llamó ayer, poco antes de las diez, para cancelar la cita y establecer otra para hoy, a la misma hora. Yo no había llegado todavía al despacho cuando telefoneó, pero dejó un mensaje a uno de mis empleados. Si puede usted demostrar que su muerte fue por asesinato, entonces, yo acepto, naturalmente, que cualquier detalle de sus asuntos sea sometido al debido examen. Tanto lady Ursula como lady Berowne desearán que sea así.

Podía ser un asno pomposo, pensó Dalgliesh, pero no era tonto. Sabía o sospechaba que la mayoría de estas preguntas eran prematuras. Estaba dispuesto a permitirlas, pero podía atajarlas cuando quisiera. Barbara Berowne dirigió hacia él sus admirables ojos.

– Pero si no hay nada que discutir… Paul me lo dejaba todo a mí. Me dijo que lo había hecho después de casarnos. Y también la casa. Todo está bien claro. Yo soy su viuda. Todo es mío…, bueno, casi todo.

Farrell repuso con la misma calma:

– Todo está bien claro, querida. Sin embargo, no creo que sea necesario hablar de esto ahora.

Dalgliesh sacó de su cartera una fotocopia de la carta anónima y se la entregó a ella, diciendo:

– Supongo que usted ya ha visto esto.

Ella negó con la cabeza y entregó la carta a Farrell, que la leyó detenidamente con una cara totalmente inexpresiva. Si ya la había visto antes, era evidente que no pensaba admitirlo.

Después dijo:

– Por su aspecto, esto es un ataque malicioso y posiblemente delictivo contra la persona de sir Paul.

– Puede que no tenga nada que ver con su muerte, pero, desde luego, nos gustaría aclarar este asunto antes de poder descartarlo -dijo Dalgliesh, y seguidamente se volvió de nuevo hacia Barbara Berowne-. ¿Está segura de que su esposo no le enseñó nunca esta carta?

– No, ¿por qué habría de hacerlo? A Paul no le gustaba preocuparme con cosas sobre las que yo no podía hacer nada. ¿No es eso un ejemplo de lo que se conoce como carta anónima? Quiero decir que los políticos las reciben en todo momento.

– ¿Quiere usted decir que no tenía nada de particular, o sea que su marido había recibido ya escritos similares?

– No, yo no lo sé, y no creo que fuese así. Él nunca me lo dijo. Quería decir que cualquiera en la vida pública…

Farrell intervino, con su tacto profesional:

– Lady Berowne se refiere, desde luego, al hecho de que cualquiera que tenga una vida pública, particularmente en la política, debe esperar ser víctima de alguno de estos atentados tan desagradables como malévolos.

Dalgliesh dijo:

– Pero seguramente no tan explícitos como éste. Hubo después un artículo, evidentemente basado en este escrito, en la Paternoster Review. ¿Lo vio usted, lady Berowne?

Ella denegó con la cabeza. Farrell preguntó entonces:

– Supongo que esto debe de tener su importancia, pero ¿es necesario hablar ahora de ello?

Dalgliesh repuso:

– No, si lady Berowne lo considera demasiado desagradable.

La intención era evidente y a Farrell no le gustó. Su cliente le ayudó entonces al volverse hacia él con una mirada en la que se mezclaban, acertadamente, la seducción, la sorpresa y el disgusto.

– Pero es que no lo entiendo… Le he dicho al comandante todo lo que sé. He tratado de ayudar, pero ¿cómo puedo hacerlo? Yo no sé nada de Diana Travers. La señorita Matlock, Mattie, se ocupa de la casa. Tengo entendido que esa chica contestó a un anuncio y Mattie la contrató.

Dalgliesh inquirió:

– ¿No fue eso un tanto inusual en estos tiempos? No es frecuente que las jóvenes quieran dedicarse a trabajos domésticos.

– Mattie dijo que era actriz y que sólo pretendía trabajar unas cuantas horas cada semana. Era un trabajo que le convenía.

– ¿Consultó la señorita Matlock con usted antes de contratar a la chica?

– No. Supongo que debió de preguntárselo a mi suegra. Entre las dos, se ocupan de la casa. A mí no me molestan con esas cosas.

– Hablemos de la otra joven muerta, Theresa Nolan. ¿Tuvo usted algo que ver con ella?

– Era la enfermera de mi suegra y nada tenía que ver conmigo. Yo apenas la veía.

Se volvió entonces hacia Anthony Farrell:

– ¿Debo contestar a todas estas preguntas? Yo deseo ayudar, pero ¿cómo puedo hacerlo? Si Paul tenía enemigos, yo nada sé de ellos. En realidad, nunca hablábamos de política ni de cosas por el estilo.

El súbito brillo del azul de sus ojos indicaba que ningún hombre hubiera deseado abrumarla con unas cuestiones tan irrelevantes para lo que ella consideraba como hechos esenciales. Después añadió:

– Es demasiado horroroso. Paul muerto, asesinado… No puedo creerlo. En realidad, todavía no me hago cargo. No deseo seguir hablando de esto. Lo único que deseo es que me dejen sola y poder retirarme a mi habitación. Quiero que me acompañe Mattie.

Estas palabras eran un llamamiento desgarrador a la compasión, a la comprensión, pero su voz era la de una niña excesivamente mimada.

Farrell se dirigió hacia la chimenea y tiró del cordón de la campana. Después dijo:

– Debemos reconocer que uno de los detalles más desagradables de un asesinato es el hecho de que la policía se vea obligada a interferir en el dolor de una familia. Es su tarea. Han de asegurarse de que no haya nada que tu marido te dijera a ti y que pueda darles a ellos una clave que sugiera la existencia de un enemigo. Alguien a quien él conociera y que supiera que él estaría en la iglesia de Saint Matthew esa noche, alguien que le tuviera rencor, que tal vez quisiera eliminarlo. Parece lo más probable que a Paul le matara un intruso casual, pero la policía ha de excluir otras posibilidades.

Si Anthony Farrell pensaba que iba a dirigir la entrevista a su antojo, estaba equivocado, pero, antes de que Dalgliesh pudiera hablar, la puerta se abrió bruscamente y un joven atravesó con rapidez la habitación en dirección a Barbara Berowne.

– ¡Barbie, querida! -gritó-; Mattie me ha telefoneado para darme la noticia. ¡Es algo horroroso, inconcebible! Hubiera venido antes, pero no pudo encontrarme hasta las once. ¿Cómo te encuentras, querida? ¿Estás bien?

Ella respondió con voz débil:

– Es mi hermano, Dominic Swayne.

Él les dirigió una breve inclinación de cabeza, como si la presencia de ellos fuera una intrusión, y se volvió de nuevo hacia su hermana.

– Pero ¿qué ha ocurrido, Barbie? ¿Quién lo hizo? ¿Lo sabes tú?

Aquello no era auténtico; estaba representando una comedia, pensó Dalgliesh. Y seguidamente se dijo que este juicio era sin duda prematuro y posiblemente injusto. Una de las cosas que enseñaba el oficio de policía era que, en momentos de sorpresa y dolor, incluso el discurso más articulado podía sonar a comedia. Si Swayne estaba extremando el papel del hermano devoto y dispuesto a consolar, ello no quería decir necesariamente que no se sintiera auténticamente dispuesto a prodigar su consuelo. Sin embargo, no le pasó por alto a Dalgliesh el leve estremecimiento de Barbara Berowne cuando los brazos de él rodearon sus hombros. Pudo haber sido, desde luego, una pequeña manifestación de emoción, pero Dalgliesh se preguntó si no lo había sido también de una leve repugnancia.

A primera vista, no hubiera descubierto que eran hermano y hermana. Cierto que Swayne tenía los cabellos del mismo color amarillento del maíz, pero los suyos, ya fuese por naturaleza o gracias a la técnica, estaban intensamente rizados sobre una frente pálida y abombada. También los ojos eran semejantes, con el mismo y notable color azul violeta bajo las cejas arqueadas. Sin embargo, aquí terminaba la semejanza. Él no tenía nada de la clásica y sobrecogedora belleza de su hermana, aunque su rostro, de facciones delicadas, no carecía de cierto encanto infantil, con su boca bien formada y con un ligero rictus de malhumor, y unas orejas tan pequeñas como las de un niño, blancas como la leche y ligeramente separadas, como si fueran unas aletas incipientes. Era bajo, pues mediría poco más de un metro sesenta, pero ancho de hombros y con brazos largos. Esa robustez simiesca acoplada a aquella cabeza y cara delicadas ofrecía una nota tan discordante que la primera impresión era la de una leve deformidad física.

Pero la señorita Matlock había atendido a la llamada y se encontraba ya en el umbral de la puerta. Sin despedirse y lanzando un breve gemido, Barbara Berowne se dirigió tambaleándose hacia ella. La mujer la miró primero a ella y después, impasible, a los hombres que había en la sala, y seguidamente le rodeó los hombros con un brazo y se retiró con ella. Hubo un momento de silencio y, a continuación, Dalgliesh se dirigió a Dominic Swayne:

– Ya que está usted aquí, tal vez pueda contestar a un par de preguntas. Cabe que pueda usted ayudarnos. ¿Cuándo vio por última vez a sir Paul?

– ¿A mi reverenciado cuñado? Pues sepa que no me es posible recordarlo. De todas maneras, hacía ya unas cuantas semanas. En realidad, estuve en esta casa toda la tarde de ayer, pero no nos vimos. Evelyn, la señorita Matlock, no le esperaba para cenar. Dijo que se había marchado después de desayunar y que nadie sabía adónde había ido.

Desde su silla junto a la pared, Kate preguntó:

– ¿Cuándo llegó usted, señor Swayne?

Él se volvió para mirarla, con una nota de diversión en sus ojos azules, abiertamente escrutadores, como si señalaran una invitación sexual.

– Poco antes de las siete. El vecino se encontraba ante su puerta y me vio llegar, por lo que podrá confirmar la hora si es que eso tiene importancia. Yo no acierto a ver que pueda tenerla. Y también la señorita Matlock, desde luego. Me quedé hasta poco antes de las diez y media y entonces fui al bar, el Raj, para tomar una última copa. Allí recordarán mi presencia. Fui uno de los últimos en marcharse.

Kate preguntó:

– ¿Y estuvo aquí todo ese tiempo?

– Sí. Pero ¿qué tiene esto que ver con la muerte de Paul? ¿Tan importante es?

«No puede ser tan ingenuo como parece», pensó Dalgliesh, y dijo a su vez:

– Puede resultar útil para averiguar lo que hizo sir Paul ayer. ¿Pudo haber regresado él a la casa mientras usted se encontraba aquí?

– Supongo que sí, pero no me parece probable. Yo pasé una hora tomando un baño -esa fue la causa principal de mi venida- y es posible que él regresara entonces, pero creo que la señorita Matlock hubiera señalado este hecho. Yo soy actor, en este momento sin trabajo. Me limito a pasar por un período de pruebas, por lo que llaman, sabe Dios por qué, un descanso. Personalmente, a mí se me antoja una actividad febril. Me alojé aquí durante una o dos semanas en mayo, pero Paul no se mostraba conmigo muy hospitalario y, por tanto, fui a casa de Bruno Packard. Es un diseñador de escenarios teatrales. Tiene un apartamento pequeño, un piso reconvertido, en Shepherd's Bush, pero, entre sus modelos y todas sus tramoyas, no hay allí, que digamos, mucho espacio. Por otra parte, no hay una bañera, sino tan sólo una ducha, y ésta se encuentra junto al retrete, por lo que no resulta lo más apropiado para una persona con gustos razonablemente refinados. Me he acostumbrado a dejarme caer por aquí, de vez en cuando, para tomar un baño y comer como es debido.

Resultaba, pensó Dalgliesh, casi tan sospechosamente campechano como si toda la explicación hubiera sido ensayada. Y sin duda resultaba una explicación insólitamente abierta para un hombre al que ni siquiera se le había pedido que explicara sus movimientos, y que no tenía ninguna razón para suponer que se estuviera tratando un caso de asesinato. Sin embargo, si las horas quedaban confirmadas, parecía que Swayne podía presentar unos papeles limpios. Swayne dijo entonces:

– Veamos, si no desea usted nada más, subiré a ver a Barbara. Esto ha sido una impresión tremenda para ella. Mattie le dará la dirección de Bruno, si le interesa.

Después de marcharse, nadie habló durante unos momentos, hasta que Dalgliesh dijo:

– Me ha interesado saber que lady Berowne hereda la casa. Yo hubiera supuesto que ésta quedaría sujeta a vinculación.

Farrell admitió la pregunta con una calma profesional:

– Sí, la situación es inusual. Tengo, desde luego, el permiso, tanto de lady Ursula como de lady Berowne, para darle a usted toda la información que necesite. La antigua propiedad Berowne, la del Hampshire, estaba vinculada, pero esa finca desapareció hace mucho tiempo, junto con la mayor parte de la fortuna. Esta casa siempre ha sido legada de un baronet al siguiente. Sir Paul la heredó de su hermano, pero mostró una absoluta discreción acerca de sus derechos sobre ella. Después de su matrimonio, hizo un nuevo testamento y se la dejó íntegramente a su esposa. El testamento no ofrece ninguna duda. Lady Ursula tiene su propio dinero, pero hay un pequeño legado para ella y otro más sustancioso para la única hija de sir Paul, la señorita Sarah Berowne. Halliwell y la señorita Matlock han de recibir diez mil libras cada uno, y ha legado un cuadro al óleo, un Arthur Davis si la memoria no me engaña, al jefe local de su partido. Hay otros donativos menores. Sin embargo, la casa, con lo que contiene y una provisión adecuada, pasa a manos de su esposa.

«Y sólo la casa -pensó Dalgliesh- debe de valer al menos tres cuartos de millón, probablemente bastante más si se tiene en cuenta su ubicación y su especialísimo interés arquitectónico». Recordó, como solía hacer con frecuencia, las palabras de un veterano sargento de detectives cuando él llevaba poco tiempo como comisario de distrito. «Amor, Avidez, Aversión y Afán de lucro, son las cuatro aes del asesinato, muchacho. Y la principal entre ellas es el afán de lucro.»

III

Su última entrevista aquella tarde en Campden Hill Square fue con la señorita Matlock. Dalgliesh había pedido que se le enseñara dónde guardaba Berowne su dietario, y ella les condujo al estudio de la planta baja. Era, como Dalgliesh ya sabía, arquitectónicamente una de las habitaciones más excéntricas de la casa y, tal vez, la más típica del estilo de Soane. Era octogonal, con cada pared revestida, desde el suelo hasta el techo, con librerías de puertas cristaleras, entre las cuales unas columnas acanaladas ascendían hasta una cúpula coronada por una linterna también octogonal, decorada con admirables cristales de colores. Era, pensó, un ejercicio de hábil organización de un espacio limitado, un ejemplo evidentemente afortunado del genio peculiar del arquitecto. Sin embargo, no por ello dejaba de ser una habitación apropiada para dar libre curso al pensamiento, más que para vivir, trabajar, o disfrutar en ella.

Sólidamente instalado en el centro de la sala, estaba el escritorio de caoba de Berowne. Dalgliesh y Kate avanzaron hacia él, mientras la señorita Matlock se quedaba junto a la puerta y les observaba, con los ojos fijos en el rostro de Dalgliesh, como si un fallo momentáneo en su concentración pudiera hacer que él se abalanzara sobre ella. Dalgliesh dijo:

– ¿Puede enseñarme dónde guardaba exactamente el dietario?

Ella se adelantó y, sin hablar, abrió el cajón superior de la derecha. Estaba ahora vacío, excepto una caja de papel de cartas y otra de sobres. Dalgliesh preguntó:

– ¿Trabajaba sir Paul aquí?

– Escribía cartas. Guardaba sus papeles parlamentarios en su despacho en la Cámara, y todo lo que tenía relación con sus electores en su oficina de Wrentham Green. -Y añadió-: Le gustaba que las cosas estuvieran separadas.

Separadas, impersonales, bajo control, pensó Dalgliesh. Una vez más tuvo la sensación de encontrarse en un museo, de que Berowne se hubiera sentado en esa celda ricamente adornada como si fuera un forastero. Dijo:

– ¿Y sus papeles privados? ¿Sabe por casualidad dónde los guardaba?

– Supongo que en la caja fuerte. Está disimulada detrás de los libros, en la librería a la derecha de la puerta.

Si realmente Berowne había cometido un asesinato, la caja fuerte y su contenido deberían ser examinados. Pero eso, como otras tantas cosas, podía esperar.

Se acercó a las librerías. Era, desde luego, un dicho popular el de que la personalidad puede ser diagnosticada a partir de los estantes de una librería privada. Éstos revelaban que Berowne había leído más biografías, historia y poesía que ficción, y sin embargo, escudriñando entre los estantes, a Dalgliesh le sorprendió pensar que era como si estuviera fisgoneando en la biblioteca de un club privado, o de un barco destinado a cruceros de lujo, aunque, desde luego, un barco en el que el objeto del viaje fuera el enriquecimiento cultural más que la diversión popular, y además con unos precios muy elevados. Allí, pulcramente ordenada en los estantes, estaba, esencialmente, la selección previsible, de ningún modo excepcional, de un inglés culto y bien educado, que sabía lo que resultaba adecuado leer. Pero no podía creer que Berowne fuera un hombre cuya idea de elegir las obras de ficción consistiera en seguir rutinariamente una guía del lector. De nuevo tuvo la sensación de una personalidad que se le escapaba, e incluso de una habitación y sus objetos que conspiraban para ocultar ante él al hombre verdadero.

Preguntó:

– ¿Cuántas personas tuvieron ayer acceso a esta habitación?

La impersonalidad formal de la biblioteca debía de haberle afectado. La pregunta resonó como una frase extraña incluso para sus oídos, y ella no se molestó en ocultar un tono de menosprecio.

– ¿Acceso? El estudio forma parte de una casa particular. No lo tenemos cerrado. Toda la familia y sus amigos tienen lo que usted llama acceso a él.

– ¿Y, en realidad, quién entró ayer?

– No puedo estar segura. Supongo que sir Paul debió de hacerlo, si han encontrado su dietario con él en la iglesia. La señora Minns debió de entrar para limpiar el polvo. Al señor Frank Musgrave, que es jefe de circunscripción electoral, se le hizo pasar aquí a la hora del almuerzo, pero no esperó. La señorita Sarah Berowne vino durante la tarde a ver a su abuela, pero creo que esperó en la sala de estar. Se marchó antes de que regresara lady Ursula.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Usted abrió la puerta al señor Musgrave y a la señorita Berowne?

– Yo les abrí la puerta. No hay nadie más para hacerlo. -Hizo una pausa y después añadió-: La señorita Berowne tenía llaves de la puerta principal, pero no se las llevó consigo cuando se marchó de esta casa.

– ¿Y cuándo vio usted por última vez el dietario?

– No puedo recordarlo. Creo que fue hace unas dos semanas, cuando sir Paul llamó desde su oficina del Ministerio y me pidió que le confirmara una cita para cenar.

– ¿Y cuándo vio por última vez a sir Paul?

– Ayer, antes de las diez de la mañana. Entró en la cocina a fin de recoger un poco de comida para un almuerzo al aire libre.

– Entonces, tal vez debamos ir ahora a la cocina.

Ella le acompañó a lo largo del pasillo revestido de azulejos, bajaron un par de escalones y después, a través de una puerta forrada con paño verde, llegaron a la parte posterior de la casa. Allí, ella se hizo a un lado para dejarle pasar, y de nuevo se quedó junto a la puerta, con los dedos de ambas manos entrelazados, como la parodia de una cocinera que esperase un juicio sobre la limpieza de la cocina. Y, ciertamente, no había allí nada que reprochar. Al igual que el estudio, era curiosamente impersonal, carente de toda calidez pero sin resultar en realidad incómoda ni estar mal equipada. Había una mesa central de madera de pino muy pulimentada, con cuatro sillas, y una cocina de gas, grande y muy antigua, además de otra más moderna. Era evidente que en los últimos años poco dinero se había gastado en la cocina. Desde la ventana pudo ver la parte posterior del muro que separaba la casa de los garajes en el pasaje contiguo, y tan sólo los pies de las estatuas de mármol en sus hornacinas. Así truncada, aquella hilera de pies con sus dedos delicadamente tallados parecía subrayar la mezquindad incolora de la estancia. La única nota individual era un geranio rojo en un tiesto, en el estante sobre el fregadero, y junto a él otro tiesto con un par de esquejes. Dalgliesh dijo:

– Me ha dicho que sir Paul se preparó aquí su almuerzo. ¿Lo hizo él mismo, o usted le procuró lo necesario?

– Lo hizo él. Sabía dónde se guardan las cosas. Entraba a menudo en la cocina, cuando yo preparaba el desayuno de lady Ursula. Él solía subírselo.

– ¿Y qué se llevó ayer?

– Media barra de pan, que él mismo cortó en rebanadas, un trozo de queso Roquefort y dos manzanas. -Y añadió-: Parecía que estaba muy preocupado. No creo que le importara mucho lo que estaba cogiendo.

Era la primera vez que ella avanzaba una información, pero cuando él siguió interrogándola amablemente sobre el posible talante de Berowne, y sobre lo que éste dijera, si es que dijo algo, pareció como si ella se arrepintiera de aquel momento de confidencia y adoptó una expresión casi huraña. Sir Paul le había dicho que no vendría a almorzar, pero nada más. Ella no sabía entonces que él iba a la iglesia de Saint Matthew, ni tampoco si volvería para cenar. Dalgliesh preguntó:

– Por consiguiente, ¿usted preparó la cena como de costumbre y para la hora usual?

Esta pregunta la desconcertó. Se sonrojó y sus manos se contrajeron. Después contestó:

– No. No de la manera usual. Lady Ursula me pidió, cuando regresó después de tomar el té fuera de casa, que le subiera una bandeja con un termo de sopa y un plato de canapés de salmón ahumado sobre pan moreno. No quería que volvieran a molestarla esa tarde. Yo le subí la bandeja poco después de las seis. Y sabía que lady Berowne cenaba fuera de casa. Decidí esperar, y ver si sir Paul regresaba para cenar. Había cosas que, si volvía, yo podía cocinar rápidamente. Tenía sopa, a la que sólo le faltaba calentarla. También podía prepararle una tortilla. Siempre hay algo.

Parecía estar tan a la defensiva como si él la hubiera acusado de faltar a sus deberes:

Dalgliesh dijo entonces:

– Sin embargo, tal vez fue un tanto desconsiderado por su parte no hacerle saber si volvería o no para cenar.

– Sir Paul nunca era desconsiderado.

– Pero supongo que debía de ser un poco inusual el hecho de que pasara fuera toda la noche sin decir nada al respecto, ¿no cree? Podía haber sido motivo de preocupación para todos los de casa.

– Para mí, no. No es de mi incumbencia saber lo que la familia piensa hacer. Él podía haberse quedado en cualquier lugar de su distrito electoral. A las once, le pregunté a lady Ursula si podía acostarme, dejando la puerta principal con el cerrojo descorrido. Me contestó que sí. Lady Berowne sabía que siempre se corre el cerrojo después de haber entrado ella.

Dalgliesh cambió el rumbo de sus preguntas:

– ¿Se llevó sir Paul cerillas consigo, ayer por la mañana?

La sorpresa de ella fue evidente y, pensó él, sincera.

– ¿Cerillas? Él no necesitaba cerillas. Sir Paul no fuma…, no fumaba. No le vi coger ninguna cerilla.

– Si las hubiera necesitado, ¿de dónde las habría sacado?

– De aquí, junto a los fogones. No tienen encendido automático. Y también hay un paquete de cuatro cajas en la alacena.

La abrió y le enseñó el paquete. El papel que envolvía las cuatro cajas había sido desgarrado, y una de las cajas había sido retirada de allí, al parecer la que ahora se encontraba junto a los fogones. Ella le miraba ahora con la atención fija, unos ojos muy brillantes, la cara un tanto arrebolada, como si tuviera algo de fiebre. Sus preguntas sobre las cerillas, que al principio la habían sorprendido, parecían ahora desconcertarla. Estaba más en guardia, más alerta, mucho más tensa. Él era demasiado experto y ella una actriz demasiado mala para poder engañarlo. Hasta el momento, había contestado a sus preguntas en el tono de la mujer que efectúa una tarea necesaria, aunque desagradable, pero ahora el interrogatorio se estaba convirtiendo en una dura prueba. Deseaba que aquel hombre se marchara de una vez. Dalgliesh dijo:

– Nos gustaría ver su sala de estar, si no le causa molestia.

– Si usted lo juzga necesario… Lady Ursula ha dicho que se le deben conceder todas las facilidades.

Dalgliesh pensó que era improbable que lady Ursula hubiera dicho eso, y, mucho menos, con aquellas mismas palabras. Él y Kate la siguieron a través del pasillo, hasta la habitación del extremo opuesto. Dalgliesh pensó que, en otro tiempo, debió de ser la estancia privada del mayordomo o del ama de llaves. Al igual que en la cocina, la única vista era la del patio y de la puerta que conducía a los garajes. Sin embargo, el mobiliario era confortable: un sofá de dos plazas con tapicería de cretona, una butaca haciendo juego, una mesa plegable y dos sillones junto a la pared, y una librería llena de volúmenes de idéntico tamaño, procedentes sin duda de un club del libro. La chimenea era de mármol, con una amplia repisa en la que se acumulaba, sin ninguna pretensión de orden, una colección de figurillas modernas y delicadamente sentimentales, mujeres con miriñaque, una niña que sostenía un perrito, pastores y pastoras, y una bailarina. Presumiblemente, eran propiedad de la señorita Matlock. Los cuadros eran reproducciones con marcos modernos: uno de Constable, El henil, y, lo que resultaba más sorprendente, Mujeres en un campo de Monet. Ellos y los muebles eran anodinos, previsibles, como si alguien hubiera dicho: «Necesitamos los servicios de un ama de llaves; amuebladle una habitación». Incluso los desechos del resto de la casa hubieran tenido más carácter que aquellos objetos impersonales. Lo que de nuevo se echaba de menos era la sensación de que alguien hubiera impreso en aquel lugar su propia personalidad. Pensó: «Viven aquí sus vidas separadas en sus compartimientos. Pero sólo lady Ursula se encuentra a sus anchas en esta casa. Los demás son meros inquilinos».

Le preguntó entonces dónde había pasado la tarde anterior, y ella contestó:

– Estuve aquí, en la cocina. El señor Dominic Swayne vino a comer y a tomar un baño, y después jugamos al Scrabble. Llegó poco antes de las siete y se marchó antes de las once. Nuestro vecino, el señor Swinglehurst, estaba guardando su coche en el garaje y vio llegar al señor Swayne.

– ¿Le vio alguien más de la casa mientras estuvo aquí?

– No, pero recibió una llamada telefónica a eso de las nueve menos veinte. Era de la señora Hurrell, la esposa del último agente del distrito electoral. Deseaba hablar con sir Paul. Yo le dije que nadie sabía dónde estaba.

– ¿Y dónde se bañó el señor Swayne?

– Arriba, en el cuarto de baño principal. Lady Ursula tiene su propio baño, y aquí abajo hay un cuarto de ducha, pero el señor Swayne deseaba tomar un baño.

– Por consiguiente, usted se encontraba en esta habitación o bien en la cocina, y el señor Swayne arriba, al menos durante parte de la tarde. ¿Estaba cerrada la puerta posterior?

– Cerrada y con el pestillo corrido. Siempre lo está después de la hora del té. La llave se guarda en su llavero, en esta alacena.

La abrió y le enseñó el listón clavado en la pared, con su hilera de ganchos y de llaves etiquetadas. Dalgliesh preguntó:

– ¿Pudo haber salido alguien sin que usted lo advirtiera, tal vez mientras usted se encontraba en la cocina?

– No. Generalmente, dejo abierta la puerta del pasillo. Yo lo hubiera visto o lo hubiera oído. Nadie abandonó la casa por esta puerta la noche pasada. -Parecía irritada y de pronto exclamó con un repentino vigor-: ¡Todas estas preguntas! ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Quién había en la casa? ¿Quién pudo haber salido sin ser visto? Cualquiera creería que lo asesinaron.

Dalgiesh repuso:

– Es posible que sir Paul fuese asesinado.

Ella le miró fijamente, atónita, y después se dejó caer en una silla. Él se percató de que estaba temblando. Después, repitió en voz baja:

– Asesinado… Nadie dijo nada de asesinato. Yo creía…

Kate se acercó a ella, miró a Dalgliesh y después colocó una mano sobre el hombro de la señorita Matlock. Dalgliesh preguntó:

– ¿Qué creía usted, señorita Matlock?

Ella alzó la vista para mirarle y murmuró con una voz tan queda que él tuvo que inclinar la cabeza para oírla:

– Yo creía que tal vez lo hubiera hecho él mismo.

– ¿Tenía usted alguna razón para suponerlo?

– No. Ninguna razón. Claro que no. ¿Cómo podía tenerla yo? Y lady Berowne dijo… Algo se dijo sobre su navaja. Pero un asesinato… No quiero contestar a más preguntas, esta noche no. No me encuentro bien. No quiero que me acosen más. Él ha muerto y esto ya es en sí algo terrible. ¡Pero un asesinato! No puedo creer que sea un asesinato. Quiero que me dejen sola.

Mientras la miraba, Dalgliesh pensó: «La impresión es en sí auténtica, pero hay una parte de representación, y además no muy convincente». Dijo fríamente:

– No se nos permite acosar a un testigo, señorita Matlock y no creo que realmente piense usted que la hemos estado acosando. Nos ha sido usted muy útil. Me temo que tendremos que hablar de nuevo, para hacerle más preguntas, pero no es necesario que sea ahora. Sabremos encontrar el camino de salida.

Ella se levantó de la silla como si fuera un anciano, y dijo:

– Nadie sale por sí solo de esta casa. Eso forma parte de mis tareas.

Ya en el Rover, Dalgliesh telefoneó al Yard, y dijo a Massingham:

– Veremos al señor Lampart mañana, tan temprano como sea posible. Sería conveniente que pudiéramos contar con ello antes de la reunión de las tres y media. ¿Hay alguna noticia de Sarah Berowne?

– Sí, señor. Es una fotógrafa profesional, al parecer, y ha tenido sesiones de fotografía durante todo el día de hoy. Tiene otras concertadas para mañana por la tarde, con una escritora que debe marcharse a Estados Unidos mañana por la noche. Es algo muy importante, y por tanto ella espera que no sea necesario cancelarlo. Le he dicho que iríamos por la tarde, a las seis y media. Y la Oficina de Prensa desea un comunicado urgente. La noticia se difundirá a las seis, y ellos quieren organizar una conferencia de prensa mañana a primera hora.

– Eso es prematuro. ¿Qué diablos esperan que podamos decir en estos momentos? Trate de aplazarlo, John.

Si podía probar que Berowne había sido asesinado, toda la investigación se efectuaría en un ambiente de febril interés por parte de los medios de comunicación. Él lo sabía, aunque ello no le agradara, pero tampoco había motivo para que la cosa empezara ya. Mientras Kate maniobraba con el Rover para abandonar el estrecho espacio de su aparcamiento, y empezaba a avanzar lentamente desde Campden Hill, se volvió para contemplar la elegante fachada de la casa, aquellas ventanas parecidas a ojos muertos. Y entonces, en la planta superior, observó el temblor de una cortina y supo que lady Ursula estaba acechando su partida.

IV

Eran ya las seis y veinte cuando Sarah Berowne consiguió hablar por teléfono con Ivor Garrod. Había permanecido en su casa durante toda la primera mitad de la tarde, pero no se había atrevido a llamar desde allí. Era para él una regla absoluta -hija, pensaba a veces ella, de su obsesión por el secreto- la de que nada importante debía decirse jamás a través del teléfono de ella. Por consiguiente, toda la tarde, desde el momento en que su abuela la había dejado, había estado dominada por la necesidad de encontrar una cabina pública conveniente y de tener a punto suficientes monedas. Sin embargo, en ninguna de esas llamadas había podido hablar con él, y no se había atrevido a dejar un mensaje, ni siquiera su nombre.

Su única cita durante el día había sido para fotografiar a una escritora visitante que pasaba unos días con unos amigos en Hertfordshire. Ella trabajaba siempre con un mínimo de equipo y había hecho el viaje en tren. Poca cosa podía recordar acerca de aquella breve sesión. Había trabajado como un autómata, seleccionando el mejor entorno, comprobando la luz y ajustando los objetivos. Suponía que todo había resultado bastante satisfactorio, pues la mujer parecía satisfecha, pero incluso mientras trabajaba había sentido impaciencia por alejarse de allí y encontrar un teléfono público, a fin de intentar una vez más hablar con Ivor.

Se apeó del tren casi antes de que éste se detuviera del todo en King's Cross, y miró a su alrededor con ojos desesperados, buscando las flechas que le señalaran la proximidad de un teléfono. Encontró teléfonos abiertos, instalados a cada lado de un maloliente pasillo procedente del vestíbulo principal, con las paredes llenas de números y dibujos garabateados. Era la hora punta y tuvo que esperar un par de minutos hasta que quedó libre un teléfono. Casi lo arrancó, todavía tibio, de la mano que lo acababa de colgar. Y esta vez tuvo suerte, pues él se encontraba en su oficina y fue su voz la que contestó. A ella se le escapó un breve sollozo de alegría:

– Soy Sarah. Todo el día estoy intentando hablar contigo. ¿Puedes hablar?

– Poco. ¿Dónde estás?

– En King's Cross. ¿Te has enterado?

– Hace un momento, en las noticias de las seis. Todavía no sale en los periódicos vespertinos.

– Ivor, tengo que verte.

Él repuso con calma.

– Naturalmente. Hay cosas de las que debemos hablar, pero no esta noche. No es posible. ¿Se ha puesto la policía en contacto contigo?

– Han intentado hablar conmigo, pero yo les he dicho que tenía todo el día ocupado y que no quedaría libre hasta mañana a las seis y media.

– ¿Y estás tan ocupada?

«¿Qué puede importar eso?», pensó ella, y contestó:

– Tengo un par de citas esta tarde.

– Difícilmente se le puede decir a eso tener todo el día ocupado. No le mientas nunca a la policía, a no ser que tengas la seguridad de que no podrán averiguarlo. En este caso, les basta con comprobar tu agenda.

– Pero es que yo no podía dejarles venir hasta que hubiéramos hablado. Hay cosas que podrían preguntarme. Sobre Theresa Nolan, y sobre Diana. Ivor, tenemos que vernos.

– Y nos veremos. Y ellos no te preguntarán nada sobre Theresa. Tu padre se suicidó, cometiendo con ello su última y más embarazosa tontería. Su vida era un lío. La familia querrá enterrarlo todo decentemente, sin que salgan los malos olores a relucir ante todos. A propósito, ¿cómo te enteraste de la noticia?

– Mi abuela. Me telefoneó y después vino en taxi, apenas la policía la dejó en paz. No me ha contado gran cosa. No creo que ella conozca todos los detalles, pero no cree que papá se suicidara.

– Naturalmente. De los Berowne se espera que se pongan el uniforme y maten a otras personas, pero no a sí mismos. Sin embargo, puestos a hablar de esto, al parecer eso fue lo que hizo, matar a otra persona. Me pregunto si Ursula Berowne se permitirá mostrar una nota de compasión por ese vagabundo muerto.

Una leve duda se formó en su mente. ¿Era posible que en el noticiario hubieran dicho que la segunda víctima era un vagabundo? Repuso:

– Pero no se trata tan sólo de mi abuela. La policía, un comandante llamado Dalgliesh, tampoco parece pensar que papá se matase.

El nivel de ruidos había aumentado. El estrecho pasillo estaba lleno de gente que necesitaba telefonear antes de tomar el tren. Sentía los cuerpos de aquellas personas, apiñándose junto a ella. En el aire había una mezcolanza de voces junto con un rumor de pasos y la ronca e ininteligible letanía de los avisos en los altavoces de la estación. Inclinó más la cabeza para acercarse al teléfono y dijo:

– La policía no parece creer que se trate de un suicidio.

Hubo un silencio, y ella se atrevió entonces a hablar con una voz más alta, para dominar el ruido que la rodeaba:

– Ivor, la policía no cree…

Él la interrumpió:

– Ya te he oído. Mira, quédate donde estás e iré en seguida. Es posible que sólo dispongamos de media hora, pero tienes razón: debemos hablar. Y no te preocupes. Yo estaré contigo en tu casa cuando ellos vayan mañana. Es importante que no les veas estando sola, y otra cosa, Sarah…

– Sí, te oigo.

– Estuvimos los dos juntos toda la tarde de ayer. Estuvimos juntos los dos desde las seis, cuando yo llegué de mi trabajo. Pasamos juntos toda la noche. Comimos en tu casa. Grábate esto en la mente. Empieza ahora mismo a concentrarte en ello. Y quédate donde estás. Yo llegaré dentro de unos cuarenta minutos.

Colgó el teléfono y se quedó inmóvil unos momentos, con la cabeza todavía apoyada en el frío metal de la cabina. Una voz enfurecida de mujer dijo: «Si no le importa, algunos tenemos que tomar un tren», y se sintió empujada a un lado. Salió como pudo hasta el vestíbulo de la estación y se apoyó en una pared. Unas leves oleadas de debilidad y mareo se cernieron sobre ella, y cada una de ellas la dejó más desolada, pero no había ningún lugar donde sentarse, no había intimidad ni paz. Podía ir al café, pero tal vez no fuese oportuno. Acaso llegara a desorientarse y perder la noción del tiempo. Él le había dicho: «Quédate donde estás», y obedecerle se había convertido en un hábito para ella. Se apoyó y cerró los ojos. Ahora tenía que obedecerle, confiar en su fuerza, esperar que le dijera lo que había de hacer. No tenía a nadie más.

En ningún momento le había dicho él que lamentaba la muerte de su padre, pero en realidad no la lamentaba ni esperaba que ella lo hiciera. Siempre había mostrado una falta absoluta de sentimentalismo, y eso era lo que él interpretaba como sinceridad. Sarah se preguntó qué hubiera hecho él en caso de decirle ella: «Era mi padre y ha muerto. Yo le quería. Necesito llorarlo, lo necesito de veras y necesito ser consolada. Me siento perdida, estoy asustada. Necesito sentir tus brazos alrededor de mí. Necesito que me digan que no fue por culpa mía».

La multitud seguía caminando junto a ella, una falange de caras grises y decididas, con la vista al frente. Era como una multitud de refugiados de una ciudad bombardeada, o como un ejército en retirada, todavía disciplinado pero peligrosamente próximo al pánico. Cerró los ojos y dejó que el ruido de aquellas pisadas la invadiera. Y de pronto se encontró en otra estación, con otra multitud. Pero entonces ella tenía seis años y el lugar era la estación Victoria. ¿Qué estaban haciendo allí, ella y su padre? Probablemente, esperando a su abuela, que regresaba por tren y barco de su casa de Les Andelys, junto al Sena. Por un momento, ella y su padre quedaron separados. Él se había detenido para saludar a un conocido y, momentáneamente, ella se soltó de su mano y echó a correr para mirar un cartel que representaba en vivos colores una población junto al mar. Al mirar a su alrededor, comprobó, llena de pánico, que su padre ya no estaba allí. Se sintió sola, amenazada por un bosque móvil de piernas interminables y terroríficas, que pisaban el suelo sin cesar. Es posible que sólo hubieran estado separados unos segundos, pero aquel terror fue tan intenso que, al recordarlo ahora, dieciocho años más tarde, notó la misma sensación de pérdida, el mismo miedo avasallador y la misma y absoluta desesperación. Pero de pronto él volvió a aparecer, avanzando hacia ella con largas zancadas, con un revuelo de su largo abrigo de mezclilla, sonriendo, su padre, su seguridad, su dios. Sin llorar, pero estremeciéndose a causa del terror y de la sensación de alivio, ella corrió hacia sus brazos abiertos y se vio levantada en el aire, oyó su voz: «Todo va bien, cariño, no pasa nada, todo va bien». Y entonces notó que aquel estremecimiento espantoso se disolvía en el vigor de aquel abrazo.

Abrió los ojos y entre las lágrimas que ardían en sus ojos vio que los opacos negros y grises de aquel ejército en movimiento se mezclaban y se fundían, para girar después en una imagen caleidoscópica a través de destellos de brillantes colores. Le pareció como si aquellos pies en movimiento siguieran avanzando a través de ella, como si se hubiera vuelto invisible, una concha frágil y vacía. Pero de pronto la masa abrió un camino y él estaba allí, todavía con aquel largo abrigo de lana, avanzando hacia ella, sonriendo, hasta el punto de que tuvo que reprimirse para no gritar: «¡Papá, papá!», y echar a correr hacia sus brazos. Pero la alucinación pasó. No era él; era un extraño con prisa, con una cartera de mano, que miró con una curiosidad momentánea su cara llena de ansiedad y sus brazos tendidos, y después miró a través de ella y siguió su camino. Sarah se encogió, apoyándose con más fuerza en la pared, y comenzó su larga y paciente espera hasta que llegase Ivor.

V

Faltaba poco para las diez y pensaban recoger ya sus papeles dando la noche por terminada, cuando lady Ursula telefoneó. Gordon Halliwell había regresado y ella agradecería que la policía pudiera hablar ahora con él. También él lo prefería. El día siguiente sería de mucho ajetreo para los dos, y ella no podía asegurar cuándo estarían disponibles. Dalgliesh sabía que Massingham, de haber estado al frente de la situación en aquel momento, hubiera contestado con firmeza que irían a la mañana siguiente, aunque sólo fuera para demostrar que trabajaban de acuerdo con sus conveniencias, y no con las de lady Ursula. Sin embargo, Dalgliesh, que ansiaba interrogar a Gordon Halliwell y que nunca había sentido la necesidad de subrayar su autoridad ni su amor propio, dijo que irían tan pronto como les fuese posible.

La puerta del número sesenta y dos fue abierta por la señorita Matlock, que les miró durante un par de segundos con ojos fatigados y rencorosos, antes de apartarse a un lado para dejarles pasar. Dalgliesh pudo observar que su piel mostraba el tono grisáceo de la fatiga y que el perfil de sus hombros era demasiado rígido para corresponder a su postura natural. Llevaba una bata larga de nilón estampado con flores, cruzada ante el pecho y con el cinturón asegurado con un nudo doble, como si temiera que alguien le pudiera quitar aquella prenda. Ella misma señaló esa bata con un torpe movimiento de las manos y explicó tímidamente:

– No estoy vestida para recibir visitas. Esperábamos acostarnos temprano. No sabía que volverían ustedes esta noche.

Dalgliesh contestó:

– Siento tener que molestarla de nuevo. Si quiere acostarse, tal vez el señor Halliwell nos abrirá después la puerta.

– No es ésa su tarea. Él sólo es el chófer. Cerrar la casa es responsabilidad mía. Lady Ursula le ha pedido que mañana conteste al teléfono, pero eso no es lo convenido, y no está bien. No hemos tenido ni un momento de tranquilidad desde las noticias de las seis. A ella, esto la matará si continúa así.

Dalgliesh pensó que lo más probable era que siguiera así durante largo tiempo, pero se permitió dudar que llegara a matar a lady Ursula.

Sus pasos resonaron sobre el suelo de mármol cuando la señorita Matlock les acompañó a través del pasillo hasta el estudio octogonal y después, a través de la puerta forrada de paño verde, hasta la parte posterior de la casa, bajando finalmente tres escalones hasta la puerta del exterior. La casa estaba muy tranquila, pero parecía esperar algo, como si fuera un teatro vacío. Dalgliesh tuvo la sensación, como le ocurría a menudo en las casas de los recién asesinados, de una atmósfera enrarecida, de una presencia carente de voz. Ella corrió los cerrojos y se encontraron en el patio posterior. Las tres estatuas, en sus hornacinas, estaban sutilmente iluminadas por unos focos ocultos, y parecían flotar, con una suave luminiscencia, en un aire inmóvil. La noche era sorprendentemente benigna tratándose del otoño y, desde algún jardín cercano, llegaba el olor transitorio de los cipreses, hasta el punto de que por un momento se sintió desplazado, desorientado como si le hubieran transportado hasta Italia. Le pareció impropio que las estatuas estuvieran iluminadas, que la belleza de la casa siguiera luciendo cuando Berowne yacía, congelado como un bloque de carne, en su funda de plástico, y de una manera instintiva buscó con la mano un interruptor antes de seguir a la señorita Matlock a través de una segunda puerta que conducía a las antiguas caballerizas y los garajes.

El otro lado del muro de las estatuas carecía de adornos; los lujos del grand tour del siglo XVIII no estaban destinados a los ojos de los lacayos o cocheros que en otro tiempo habían habitado aquellas caballerizas. El patio estaba adoquinado y llevaba a dos grandes garajes. Las puertas dobles del de la izquierda estaban abiertas y, a la luz de dos largos tubos fluorescentes, vieron que la entrada al piso se efectuaba mediante una escalera de hierro forjado que ascendía junto a la pared del garaje. La señorita Matlock se limitó a señalar hacia la puerta que había arriba y a decir:

– Encontrarán allí al señor Halliwell. -Y entonces, como para justificar la formalidad que daba a su nombre, añadió-: Fue sargento en el regimiento del difunto sir Hugo. Fue condecorado por su valor, con la Medalla de Servicios Distinguidos. Supongo que lady Ursula ya se lo explicó. No es un chófer corriente.

Dalgliesh se preguntó qué supondría ella que era, en los tiempos actuales, un chófer corriente.

El garaje tenía espacio suficiente para albergar cómodamente el Rover negro, con su matrícula A, y un Golf blanco, los dos bien aparcados y dejando espacio para un tercer coche. Al pasar junto al Rover, entre un intenso olor a gasolina, vieron que el garaje era utilizado también, sin duda, como taller. Bajo una alta y amplia ventana en la parte posterior había un banco de madera con numerosos cajones, y en la pared, sobre él, un tablero del que colgaban, bien ordenadas, varias herramientas. Apoyada en la pared, a la derecha, había una bicicleta de hombre.

Apenas habían pisado el primer escalón, la puerta se abrió encima de ellos y la robusta silueta de un hombre destacó contra la luz. Al ascender hacia él, Dalgliesh vio que era a la vez más viejo y más bajo de lo que había imaginado; seguramente, su estatura era la mínima permitida a un militar, pero sus hombros eran anchos y daban una impresión inmediata de fuerza disciplinada. Era muy moreno, casi cetrino, y sus cabellos hirsutos, más largos de lo que debía de llevarlos cuando estaba en el ejército, caían sobre su frente hasta casi tocar unas cejas rectas, como negras hendiduras, sobre sus ojos muy hundidos. La nariz era breve, con las aletas ligeramente ensanchadas, y la boca se mostraba inexpresiva sobre una barbilla cuadrada. Llevaba unos pantalones bien cortados de color claro y una camisa de lana a cuadros, con el cuello abierto; no mostraba la menor señal de cansancio y parecía tan dispuesto como si recibiera una visita matinal. Les miró con ojos agudos pero serenos, unos ojos que habían visto cosas peores que un par de oficiales de la policía que llegaban en plena noche. Apartándose a un lado para dejarlos entrar, dijo con una voz en la que sólo había una traza mínima de aspereza:

– Me disponía a preparar café, pero también tengo whisky si lo prefieren.

Aceptaron el café y él atravesó una puerta para dirigirse a la parte posterior de su piso, desde la cual se oyó el rumor del agua corriente y el chasquido de la tapa de una cafetera. La sala de estar era larga pero estrecha, y sus ventanas, bajas, daban a la cara desnuda de la pared. Como buen arquitecto, Soane debió de asegurarse de que la intimidad de la familia quedara protegida, y las caballerizas permanecían invisibles, excepto desde las ventanas más altas de la casa. En el extremo más distante de la habitación, había una puerta abierta y Dalgliesh pudo observar los pies de una cama individual. Detrás de él había una pequeña chimenea victoriana, con adornos de hierro forjado, un marco de madera tallada y una elegante reja que le recordó la de la iglesia de Saint Matthew. Enchufada en ella, había una moderna estufa eléctrica de tres pantallas.

Una mesa de madera de pino, con cuatro sillas, ocupaba el centro de la habitación, y dos butacas algo maltrechas estaban situadas una a cada lado de la chimenea. Entre las ventanas había un banco de trabajo, y sobre él una panoplia de herramientas, más pequeñas y más delicadas que las del garaje. Observaron que el hobby de Halliwell era la talla de madera, y que estaba trabajando en un Arca de Noé con una serie de animales. La embarcación estaba muy bien realizada, con tablas ensambladas y una cubierta muy airosa; los animales ya terminados -una pareja de leones, otra de tigres y otra de jirafas- mostraban un trabajo más tosco, pero eran identificables al momento y no carecían de cierto vigor.

En la pared opuesta había una librería desde el suelo hasta el techo. Dalgliesh se acercó a ella y vio con interés que Halliwell poseía lo que parecía una serie completa de los Famosos procesos británicos. Y había también otro volumen todavía más interesante, pues sacó y hojeó un ejemplar de la octava edición del Manual de Medicina Forense de Keith Simpson. Al devolverlo a su lugar y echar una mirada alrededor del cuarto, le impresionó su pulcritud y la autonomía que reflejaba. Era la habitación de un hombre que se había organizado su espacio vital, y probablemente su vida, para satisfacer sus necesidades, un hombre que conocía su propia naturaleza y que estaba en paz con ella; A diferencia del estudio de Paul Berowne, ésta era la habitación de un hombre que sabía que tenía derecho a estar en ella.

Halliwell entró con una bandeja en la que había tres tazas de loza, una botella de leche y otra de whisky Bell's. Hizo un gesto en dirección al whisky y, cuando Dalgliesh y Massingham denegaron con su cabeza, él agregó una dosis generosa a su café. Se sentaron alrededor de la mesa.

Dalgliesh dijo:

– Veo que tiene usted lo que parece la colección completa de los Famosos procesos británicos. Debe de ser una obra relativamente rara.

Halliwell contestó:

– Es un tema que me interesa. Me hubiera gustado ser abogado criminalista, si las cosas hubieran sido diferentes.

Hablaba sin ningún resentimiento. Era una simple manifestación, pero no era necesario preguntar qué cosas eran aquéllas a las que se refería. El derecho era todavía una profesión privilegiada. Era raro que un muchacho de la clase trabajadora acabara cenando en el Inns of Court.

Después añadió:

– Son los juicios lo que considero interesante, no los abogados defensores. Muchos asesinos parecen estúpidos y vulgares cuando se les ve sentados en el banquillo. Sin duda, lo mismo ocurrirá con ese tipo, cuando ustedes le echen el guante. Pero tal vez un animal enjaulado sea siempre menos interesante que el que se encuentra en libertad, especialmente cuando se le ha seguido el rastro.

Massingham observó:

– Así que usted supone que se trata de un asesinato.

– Lo que yo supongo es que un comandante y un inspector jefe del departamento de investigación criminal no vendrían aquí, pasadas las diez de la noche, a causa de los motivos que pudiera tener sir Paul Berowne para cortarse la garganta.

Massingham adelantó una mano para alcanzar la botella de leche. Mientras removía su café, preguntó:

– ¿Cuándo se enteró usted de la muerte de sir Paul?

– Por el noticiario de las seis de la tarde. Telefoneé a lady Ursula y le dije que volvía en seguida. Ella me dijo que no me apresurase. No había nada que yo pudiera hacer aquí y ella tampoco necesitaría el coche. Dijo que la policía había querido verme, pero que tendrían ustedes muchas cosas por hacer hasta que regresara.

Massingham preguntó:

– ¿Qué le contó lady Ursula?

– Todo lo que sabe, que no es mucho. Me dijo que los habían degollado y que el arma había sido la navaja de sir Paul.

Dalgliesh había pedido a Massingham que efectuara la mayor parte del interrogatorio. Esta aparente inversión de papel y categoría resultaba a menudo desconcertante para un sospechoso, pero no para éste. O bien Halliwell se sentía demasiado confiado, o bien demasiado preocupado para que le turbaran esas trivialidades. Dalgliesh tuvo la impresión de que, de los dos, era Massingham el que, inexplicablemente, se mostraba menos dueño de sí mismo. Halliwell, que contestaba a sus preguntas con lo que parecía una lentitud deliberada, practicaba el extraño y desconcertante truco de clavar sus ojos oscuros en el interrogador como si quien realizara el interrogatorio fuese él, como si fuera él el que tratara de explorar una personalidad desconocida y escurridiza.

Admitió que sabía que sir Paul utilizaba una navaja barbera; todas las personas de la casa lo sabían. Sabía que guardaba su dietario en el cajón superior de la derecha. No era un dietario privado. Sir Paul llamaba a veces y pedía a la persona que contestaba al teléfono que le confirmara la hora de alguna cita. Había una llave para aquel cajón, que solía encontrarse en la cerradura del mismo. A veces, sir Paul cerraba el cajón y se llevaba la llave consigo, pero esto no era usual. Era uno de aquellos detalles que cualquiera llegaba a conocer si vivía o trabajaba en una casa. Sin embargo, no pudo recordar cuándo había visto por última vez las navajas o el dietario, y no se le había dicho que sir Paul visitaría la iglesia aquella noche. No le era posible decir si alguna otra persona de la casa lo sabía, pues nadie le había hecho mención de esta cuestión.

Al preguntarle por sus movimientos durante el día, dijo que se había levantado alrededor de las seis y media y había salido para practicar media hora de marcha atlética en Holland Park, antes de prepararse un huevo pasado por agua para desayunar. A las ocho y media había entrado en la casa para preguntar si había alguna tarea que la señorita Matlock quisiera encomendarle. Ésta le había entregado una lámpara de sobremesa y una tetera eléctrica para arreglar. Después había ido a buscar a la señora Beamish, la podóloga de lady Ursula, que vivía en Parsons Green y ya no conducía. Era una visita regular el tercer martes de cada mes. La señora Beamish tenía más de setenta años y lady Ursula era la única paciente a la que ella atendía ahora. La sesión terminó a las once y media, y, seguidamente, acompañó a la señora Beamish a su casa y volvió para conducir a lady Ursula a un almuerzo que había concertado con una amiga, la señora Charles Blaney, en el University Women's Club. Había aparcado el coche cerca del club, y, después de almorzar en una taberna solitaria, regresó a las tres menos cuarto para llevarlas a las dos a una exposición de acuarelas en Agnew's. Después las dejó en el Savoy para tomar el té y, seguidamente, regresó a Campden Hill Square, pasando por Chelsea, donde la señora Blaney se apeó ante su casa. Él y lady Ursula llegaron al número sesenta y dos a las cinco y treinta y tres minutos. Podía recordar con exactitud la hora, porque la miró en el reloj del coche. Estaba acostumbrado a organizar su vida en función del tiempo. Ayudó a lady Ursula a entrar en la casa, metió después el Rover en el garaje y pasó el resto de la velada en su piso, hasta que poco después de las diez partió hacia la campiña. Massingham dijo:

– Tengo entendido que lady Ursula le telefoneó dos veces durante la noche. ¿Puede recordar a qué horas?

– Sí, una vez cerca de las ocho, y la segunda a las nueve y cuarto. Quería hablar de lo que debía hacerse durante la semana y recordarme que me había dicho que podía utilizar el Rover. Yo conduzco un Cortina de los primeros modelos, pero lo tengo ahora en revisión.

Massingham preguntó:

– Cuando los coches están guardados -el Rover, el suyo y el Golf-, ¿cierran siempre el garaje?

– Está siempre cerrado, estén o no los coches en él. La puerta de la verja exterior está siempre cerrada, desde luego, por lo que no hay un gran riesgo de robo, pero es posible que niños de la escuela del barrio puedan saltar la tapia, tal vez como una apuesta. En el garaje hay herramientas peligrosas y lady Ursula cree prudente que siempre lo tenga cerrado. Esta noche no lo he hecho porque sabían que iban a venir ustedes.

– ¿Y ayer por la noche?

– Quedó cerrado después de las cinco cuarenta.

– ¿Quién tiene las llaves, aparte de usted?

– Tanto sir Paul como lady Berowne tienen un juego de llaves, y hay otro en el llavero de la sala de estar de la señorita Matlock. Lady Ursula no las necesita. Siempre la llevo yo en el coche.

– ¿Y estuvo usted en este piso durante toda la velada de ayer?

– Desde las cinco y cuarenta, exactamente.

– ¿Hay alguna posibilidad de que alguien de la casa, o de fuera de ella, sacara un coche o la bicicleta sin que usted se enterase?

Halliwell esperó unos momentos y después contestó:

– No creo que eso fuese posible.

Dalgliesh intervino con toda calma:

– Me gustaría que se mostrara más preciso, señor Halliwell, si le es posible. ¿Podría ser o no podría ser?

Halliwell le miró fijamente.

– No, señor, no podría ser. Yo hubiera oído cómo abrían el garaje. Tengo un oído muy fino.

Dalgliesh prosiguió:

– Por consiguiente, la noche pasada, desde las cinco cuarenta de la tarde hasta que salió usted hacia el campo, poco después de las diez, estuvo solo aquí, en este piso, y con la puerta del garaje cerrada con llave.

– Sí, señor.

– ¿Es usual que tenga usted las puertas cerradas con llave cuando se encuentra aquí?

– Si sé que no voy a salir, es lo que hago siempre. Confío en la puerta del garaje para mi propia seguridad. La cerradura de este piso es únicamente una llave. Para mí se ha convertido en hábito cerrar estas puertas.

Massingham preguntó:

– ¿Y adonde fue usted cuando salió de aquí?

– Fui al campo. A Suffolk, a ver a una amiga. Es un trayecto de dos horas. Llegué alrededor de la medianoche. Es la viuda de uno de mis compañeros, que murió en las Malvinas. Tiene un chiquillo. No echa de menos a su padre, ya que él murió antes de nacer él, pero su madre considera que es conveniente para él que vea de vez en cuando un hombre en casa.

Massingham inquirió:

– Así que fue usted a ver al niño.

Unos ojos ardientes se clavaron en él, pero Halliwell se limitó a contestar:

– No. Fui a ver a su madre.

Massingham dijo:

– Su vida privada es algo que sólo le incumbe a usted, pero necesitamos confirmación acerca de la hora en que llegó usted a casa de su amiga. Y esto quiere decir que necesitamos saber sus señas.

– Es posible, señor, pero no veo por qué debo dárselas. Ella ya ha pasado por suficientes apuros durante los últimos tres años para que ahora vaya a molestarla la policía. Salí de aquí muy poco después de las diez. Si sir Paul murió antes, lo que yo hiciera aquella noche, más tarde, no tiene importancia. Tal vez sepan ustedes cuándo murió, o tal vez no lo sepan, pero cuando consigan el informe de la autopsia tendrán una idea más exacta al respecto. Si entonces es necesario que les dé el nombre y la dirección de ella, de acuerdo, lo haré. Sin embargo, esperaré hasta que ustedes me convenzan de que realmente es necesario.

Massingham dijo:

– Es que no la molestaremos. Ella sólo deberá contestar a una simple pregunta.

– Una pregunta sobre un asesinato. Ya ha tenido demasiadas ocasiones de hablar de la muerte. Veamos, yo salí de aquí poco después de las diez y llegué casi exactamente a medianoche. Si se lo preguntan a ella, dirá lo mismo, y si esto es relevante, si yo tuviera algo que ver con la muerte de sir Paul, supondrán que yo ya habría convenido estos horarios con ella, ¿no es así?

Massingham preguntó:

– ¿Por qué se marchó de aquí tan tarde? Ayer era su día libre. ¿Por qué entretenerse hasta casi las diez, antes de comenzar su trayecto de dos horas?

– Prefiero conducir cuando han pasado las peores horas del tráfico, y antes había de acabar algunas tareas: un enchufe que arreglé para la lámpara de sobremesa, y también reparar la tetera eléctrica. Están ahí al lado, si quieren comprobar estos trabajos. Después me bañé, me cambié y me preparé una cena.

Las palabras, si no la voz, lindaban ya en la insolencia, pero Massingham contuvo su genio. Dalgliesh, con el suyo bajo absoluto control, creyó saber el porqué. Halliwell era un soldado condecorado, un héroe. Massingham hubiera actuado con menos amabilidad con cualquier hombre por el que siente menos respeto instintivo. Si Halliwell había asesinado a Paul Berowne, no lo salvaría ni la Cruz Victoria, pero Dalgliesh sabía que Massingham preferiría que fuese culpable casi cualquier otro sospechoso. Massingham preguntó entonces:

– ¿Está usted casado?

– Tenía esposa y una hija. Las dos murieron.

Se volvió, miró directamente a Dalgliesh y preguntó:

– ¿Y usted, señor? ¿Está usted casado?

Dalgliesh se había situado detrás de él y tomado uno de los leones tallados, al que en ese momento daba vuelta delicadamente entre sus manos. Contestó:

– Tenía esposa y un hijo. También ellos están muertos.

Halliwell se volvió de nuevo hacia Massingham y le dirigió la mirada de sus ojos oscuros y hostiles.

– Y si esa pregunta es sobre algo que a mí no me importa, tampoco les importan a ustedes mi esposa y mi hija.

Massingham repuso:

– Nada es irrelevante cuando se trata de un asesinato. ¿Está usted comprometido con esa señora a la que visitó ayer por la noche?

– No. No está preparada para ello. Después de lo que le ocurrió a su marido, no sé si llegará a estarlo nunca. Por esa razón no quiero darles sus señas. No está preparada para este tipo de preguntas por parte de la policía, ni para otra pregunta cualquiera.

Massingham rara vez cometía ese tipo de error y no intentó enmendarlo con explicaciones o excusas. Por su parte, Dalgliesh no insistió en la cuestión. La hora importante eran las ocho. Si Halliwell tenía una coartada para las horas de la tarde hasta las diez, quedaba exento de sospechas y tenía derecho a gozar de su intimidad durante el resto del día y el siguiente. Si estaba tratando, con dificultad, de establecer una relación con una mujer desdichada y vulnerable, era comprensible que no quisiera que la policía fuese a ella con preguntas innecesarias, por más que se las formularan con tacto. Dijo:

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– Cinco años y tres meses, señor. Ocupé este puesto cuando el mayor Hugo vivía. Cuando lo mataron, lady Ursula me pidió que me quedase, y me quedé. La paga me conviene, el lugar me conviene, y podría decir que lady Ursula me conviene. Me gusta vivir en Londres y todavía no he decidido lo que haré con mi retiro.

– ¿Quién le paga su sueldo? ¿De quién depende usted, exactamente?

– Lady Ursula. Mi tarea consiste, sobre todo, en conducir su coche. Sir Paul solía conducir él mismo, o utilizaba el coche oficial. Algunas veces le llevaba yo, así como a su esposa, si salían por la noche. Pero no ocurría muy a menudo. No eran una pareja muy entregada a la vida social.

– ¿Qué clase de pareja eran? -La voz de Massingham mostraba una cuidadosa despreocupación.

– No se cogían las manos en el asiento del coche, si a eso se refiere usted. -Hizo una pausa y añadió-: Creo que ella estaba algo atemorizada por él.

– ¿Con razón?

– Que yo sepa no, pero tampoco lo describiría a él como un hombre fácil de entender. Ni tampoco como un hombre feliz, ya que hablamos de esto. Si uno no puede soportar un sentimiento de culpabilidad, lo mejor es evitar hacer aquellas cosas que puedan hacerle sentir culpable.

– ¿Culpable?

– Mató a su primera esposa, ¿verdad? De acuerdo, fue un accidente: la carretera mojada, mala visibilidad y una curva peligrosa… Todo eso salió a relucir en la encuesta. Pero él era el que conducía. Lo he visto otras veces. Nunca se perdonan a sí mismos. Hay algo aquí -se dio un golpecito en el pecho- que les continúa preguntando si realmente fue un accidente.

– No hay pruebas de que no lo fuese y corrió el mismo peligro de morir junto con su esposa.

– Tal vez eso no le hubiera preocupado en exceso. De todos modos, él no murió. La que murió fue ella. Y después, cinco meses más tarde, volvió a casarse. Se quedó con la prometida de su hermano, la casa de su hermano, el dinero de su hermano y el título de su hermano.

– ¿Pero no con el chófer de su hermano?

– No. No se quedó conmigo.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Le importaba mucho el título? Yo no lo hubiera creído así.

– Claro que le importaba, señor. Supongo que no era mucho, un simple título de baronet, pero era antiguo. De 1642. Ya lo creo que le gustaba esa sensación de continuidad, su pequeña participación en una inmortalidad provisional.

Massingham dijo:

– Bien, todo esto es mucho suponer. No parece que le apreciara usted mucho.

– El aprecio no intervino nunca entre él y yo. Yo llevaba a su madre en coche y ella me pagaba. Y si a él no le agradaba yo, no lo demostraba. No obstante, creo que yo le recordaba cosas que hubiera preferido olvidar.

Massingham dijo:

– Y ahora todo ha desaparecido, ha terminado con él, incluso el título.

– Tal vez. El tiempo lo dirá. Creo que yo esperaría nueve meses antes de estar seguro de ello.

Era una sombra de posibilidad que Dalgliesh ya había sospechado, pero no insistió al respecto. Se limitó a preguntar:

– Cuando sir Paul dimitió de su cargo ministerial, y después de su escaño parlamentario, ¿cuál fue la impresión que esto causó en la casa, entre el personal de la misma?

– La señorita Matlock no lo comentó. No es ésta una de esas casas en las que el personal de servicio se sienta en la cocina para tomar el té y contar chismes sobre sus señores. Ese tipo de ambientes lo dejamos para los seriales de la televisión. Sin embargo, la señora Minns y yo pensamos que tal vez nos encontrásemos ante un escándalo.

– ¿Qué clase de escándalo?

– Sexual, supongo. Siempre suelen serlo.

– ¿Tenía alguna razón para sospecharlo?

– Ninguna, excepto aquel sucio artículo de la Paternoster Review. No tengo ninguna prueba. Usted me ha preguntado lo que pensaba, y eso fue lo que yo creí más probable. Bien puede ser que estuviera equivocado. Al parecer, la cosa pudo ser más complicada. Pero también él era un hombre complicado.

Massingham le preguntó entonces acerca de las dos mujeres muertas y Halliwell contestó:

– Apenas vi a Theresa Nolan. Tenía una habitación aquí, pero o bien se quedaba en ella casi todo el tiempo, o salía de la casa. Hacía su vida. La emplearon como enfermera de noche y no tenía que entrar de servicio hasta las siete. La señorita Matlock cuidaba a lady Ursula durante el día. Theresa parecía una muchacha tranquila, algo tímida. Demasiado tímida para ser una enfermera, pensé. Que yo sepa, lady Ursula no tenía ninguna queja de ella. Será mejor que esto se lo pregunte a ella misma.

– ¿Sabe que quedó embarazada mientras trabajaba aquí?

– Tal vez, pero no se quedó embarazada en este piso, ni tampoco en la casa, al menos que yo sepa. No hay ninguna ley que diga que uno sólo puede gozar del sexo entre las siete de la noche y las siete de la mañana siguiente.

– ¿Y Diana Travers?

Halliwell sonrió.

– Una chica muy diferente. Vivaracha, muy brillante diría yo. A ella la vi más a menudo, aunque sólo trabajaba aquí dos días, los lunes y los viernes. Extraño tipo de trabajo para una chica como ella, pensaba yo. Y también una coincidencia el hecho de ver el anuncio de la señorita Matlock cuando ella buscaba un empleo por horas. Estas tarjetas generalmente se quedan pegadas en los escaparates hasta que ya nadie las puede leer, tan amarillentas y borrosas están.

Massingham dijo:

– Al parecer, el señor Swayne, el hermano de lady Berowne estuvo aquí por la tarde. ¿Usted lo vio?

– No.

– ¿Viene a menudo?

– Más a menudo de lo que a sir Paul le hubiera gustado. Y también a otras personas, puestos a hablar.

– ¿Incluido usted?

– Yo y su hermana, supongo. Tiene la costumbre de dejarse caer por aquí cuando le apetece un baño o una comida, pero es inofensivo. Rencoroso, pero poco más peligroso que una avispa.

Dalgliesh pensó que éste era un juicio demasiado elemental.

De pronto, los tres hombres prestaron oído y levantaron las cabezas. Alguien se acercaba a través del garaje. Oyeron un ruido de pisadas, de calzado con suela blanda, en la escalera de hierro, la puerta se abrió de par en par y Dominic Swayne apareció en el umbral. Halliwell debía de haber dejado abierta su cerradura Yale. Era, pensó. Dalgliesh, un curioso descuido, a no ser, desde luego, que hubiera esperado más o menos aquella súbita intrusión. Sin embargo, no dio ninguna señal de ello y se limitó a clavar en Swayne su mirada oscura y hostil, antes de volver a dedicar su atención a su taza de café. Swayne debía de saber que se encontraban allí, puesto que, presumiblemente, la señorita Matlock le había dejado entrar en la casa, pero su expresión de sorpresa y la leve sonrisa de embarazo estuvieron perfectamente sincronizados.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento, lo siento! Al parecer, tengo la mala costumbre de llegar cuando la policía está cumpliendo con sus deberes. Bien, les dejo entregados a su tercer grado.

Halliwell le preguntó fríamente:

– ¿Y por qué no llama antes de entrar?

Pero Swayne se había vuelto hacia Dalgliesh:

– Sólo quería decirle a Halliwell que mi hermana dice que mañana puedo disponer del Golf.

Sin moverse de su asiento, Halliwell repuso:

– Puede usted sacar el Golf sin necesidad de anunciarlo. Es lo que suele hacer siempre.

Swayne mantenía su mirada fija en Dalgliesh.

– Entonces, de acuerdo. Ya ven que estoy aquí. ¿Hay algo que deseen preguntarme? En ese caso, adelante con las preguntas.

Massingham se había levantado y había cogido uno de los elefantes tallados en madera. Su voz resonó totalmente exenta de énfasis.

– ¿Sólo para confirmar de nuevo que estuvo usted en la casa toda la tarde de ayer, desde el momento en que llegó, poco antes de las siete, hasta que salió, camino del Raj, a las diez y media?

– Exactamente, inspector. Tiene usted muy buena memoria.

– ¿Y durante ese tiempo no salió del número sesenta y dos de esta plaza?

– Acertado de nuevo. Mire, admito que difícilmente se me puede considerar como un cuñado favorito, pero yo no tuve nada que ver con la muerte de Paul. Y no sé por qué Paul había de tenerme tan atravesado, a no ser que yo le recordara a alguien cuyo recuerdo le fuese a él insoportable. Quiero decir que no me drogo, a no ser que sea otro el que me lo pague, cosa que rara vez hace nadie. Soy un hombre relativamente sobrio. Trabajo cuando hay un trabajo a mi alcance. Admito que me baño y como a sus expensas alguna que otra vez, pero no veo por qué había de molestarle eso -al fin y al cabo, nunca había tenido que apuntarse al paro-, ni tampoco el hecho de jugar una partida de Scrabble con la pobre Evelyn. A nadie le molesta eso. Además, no fui yo quien le rajó el cuello. No tengo nada de sanguinario. No creo que jamás hubiera tenido valor para hacerlo. Yo no soy como Halliwell, entrenado para arrastrarse entre las rocas con la cara ennegrecida y un puñal entre los dientes. No es eso lo que yo considero libertad.

Massingham dejó el elefante sobre la mesa, como si lo repudiara, y dijo:

– ¿Prefiere usted una velada jugando al Scrabble con su amiga? ¿Quién ganó?

– Ganó Evelyn, como suele ocurrir siempre. Ayer, la muy lista puso «Zafiro» en una casilla triplicada. Ganó trescientos ochenta y dos puntos contra mis doscientos. Es extraordinario que tan a menudo sepa aprovechar los números más altos. Si no fuera tan exasperantemente honrada, sospecharía que hace trampas.

Massingham observó:

– «Zigzag» hubiera puntuado todavía más.

– De acuerdo, pero en el Scrabble no hay dos zetas. Ya veo que no es usted un aficionado. Debería probar este juego alguna vez, inspector; es excelente para aguzar el ingenio. Bien, si esto es todo me largo.

Dalgliesh dijo:

– No es todo. Háblenos de Diana Travers.

Durante un par de segundos Swayne permaneció inmóvil, excepto el rápido parpadeo de sus ojos brillantes. Pero la impresión, suponiendo que lo fuese, fue rápidamente controlada. Dalgliesh pudo ver cómo se relajaban los músculos de sus manos y sus hombros. Después, Swayne dijo:

– ¿Qué quiere que le diga sobre ella? Ha muerto.

– Ya lo sabemos. Se ahogó después de una cena ofrecida por usted en el Black Swan. Usted estaba allí cuando murió. Háblenos de aquella velada.

– No hay nada de que hablar. Quiero decir que debieron ustedes de leer el informe de la encuesta. Y tampoco veo que pueda tener que ver con Paul. Ella no era su chica, ni nada por el estilo.

– No suponíamos que lo fuese.

Se encogió de hombros y extendió las manos abiertas en una parodia de resignada aquiescencia.

– Está bien, ¿qué desean saber?

– ¿Por qué no empieza por explicarnos por qué la invitó al Black Swan?

– Por ninguna razón en particular. Digamos que fue un impulso generoso. Yo sabía que mi querida hermana estaba ofreciendo lo que ella describiría como una cena íntima para celebrar su cumpleaños; demasiado íntima, al parecer, para invitarme a mí. Entonces pensé que yo podía organizar una pequeña celebración por mi cuenta. Había venido a esta casa con mi regalo de cumpleaños para Barbara, y al marcharme vi a Diana que limpiaba el polvo del vestíbulo. Fue entonces cuando le pedí que viniera a mi fiesta. La recogí a las seis y media, ante la estación de metro de Holland Park, y la llevé en coche al Black Swan, donde nos reunimos toda la familia.

– ¿Y dónde cenaron?

– Donde cenamos. ¿Quiere los detalles del menú?

– No, a no ser que tuvieran especial importancia. Prefiero que prosiga a partir de aquí.

– Después de cenar fuimos a la orilla del río y encontramos aquella barca amarrada allí. Los demás pensaron que podía ser divertido armar un poco de jarana en el río. Diana y yo decidimos que sería todavía más divertido armar jarana en la orilla. Ella iba bastante cargada. De bebida, no de drogas. Después pensamos que sería divertido nadar hasta la barcaza y aparecer junto a los otros.

– Después de quitarse primero sus ropas.

– Ya nos las habíamos quitado. Lo siento si les escandalizo.

– Y usted fue el primero en zambullirse.

– Zambullirme no, más bien vadeé. Nunca me zambullo en aguas desconocidas. Aquella noche utilicé mi elegante crol de costumbre y llegué hasta la barca. Después miré hacia atrás, buscando a Diana. No pude verla en la orilla, pero hay unas cuantas matas en aquel lugar, pues creo que Jean Paul trata de arreglar allí una especie de jardín, y pensé que tal vez ella hubiese cambiado de opinión y se estuviera vistiendo. Me sentí algo preocupado, pero no frenéticamente preocupado, no sé si me entiende. Sin embargo, pensé que lo mejor sería regresar y echar un vistazo. Para entonces, la idea de nadar estaba perdiendo ya su encanto. El agua estaba helada y muy oscura, y los demás no me habían saludado con el entusiasmo que yo había previsto. Abandoné la barca y me dirigí de nuevo hacia la orilla. Ella no estaba allí, pero sí sus ropas. Entonces me sentí realmente asustado. Llamé a los de la barca, pero estaban saltando todos y riéndose, y no creo que me oyeran. Y entonces fue cuando la encontraron. El palo de la barcaza chocó con su cuerpo, apenas éste salió a la superficie. Fue una impresión terrible para las chicas. Entre todos consiguieron mantener la cabeza de ella sobre el agua y dirigirse hacia la orilla, no sin estar a punto de zozobrar. Yo ayudé a arrastrarla hasta tierra firme y probamos el boca a boca de costumbre. Fue una escena muy desagradable, con las chicas llorando y tratando de ponerle a ella alguna ropa encima. Yo chorreaba y estaba temblando, y Tony soplaba en la boca de ella como si estuviese hinchando un globo. Diana yacía inmóvil, con una mirada fija en los ojos, el agua escurriéndose de sus cabellos y las algas enrolladas alrededor de su cuello como si fueran un pañuelo verde… Daba la impresión de haber sido decapitada. Una escena erótica, dentro de su horror. Y entonces, una de las chicas corrió hacia el restaurante para pedir ayuda y aquel cocinero salió y se hizo cargo de todo. Parecía saber lo que se llevaba entre manos, pero no sirvió de nada. Fin de Diana. Fin de una alegre velada. Fin de la historia.

Hubo un rumor de roce de madera al apartarse Halliwell violentamente de la mesa y desaparecer con rapidez en la cocina. Swayne se le había quedado mirando.

– ¿Qué mosca le ha picado? Yo fui el que tuvo que verla a ella. Yo diría que ha oído contar cosas peores que ésta.

Ni Dalgliesh ni Massingham hablaron y, casi inmediatamente, Halliwell regresó. Llevaba otra media botella de whisky y la dejó sobre la mesa. Dalgliesh tuvo la impresión de que su cara estaba más pálida, pero el hombre se sirvió otro trago de whisky con una mano perfectamente firme. Swayne contempló la botella, como si se preguntara por qué no le invitaban a beber, y después se volvió de nuevo hacia Dalgliesh.

– Le diré una cosa acerca de Diana Travers. No era actriz. Me enteré de ello cuando la llevaba en coche al Black Swan. No tenía carnet. No había estudiado en ninguna escuela dramática. No conocía la jerga teatral, no tenía agente. No le habían dado ningún papel.

– ¿Le dijo ella cuál era su verdadera ocupación?

– Dijo que quería ser escritora y estaba reuniendo materiales. Esto resultaba más fácil si le decía a la gente que trabajaba en el teatro. De este modo, nunca le preguntaban por qué quería un puesto de trabajo temporal. No puedo decir que eso me importara mucho. En realidad, llevaba a la chica a cenar y no me proponía enrollarme demasiado con ella.

– Y durante el tiempo que estuvo con ella en la orilla del río, antes de la travesía a nado y cuando regresó para buscarla, ¿vio o bien oyó a alguna otra persona?

Los ojos azules se abrieron más de lo corriente y entonces recordaban tanto los de su hermana, que la semejanza parecía sobrenatural. Contestó:

– No lo creo. Estábamos más bien ocupados, no sé si me entiende. ¿Se refiere usted a algún mirón, alguien que nos estuviera espiando? No se me ocurrió pensar en ello.

– Pues piense ahora en ello. ¿Estaban completamente solos?

– Bien habíamos de estarlo, ¿no cree? Quiero decir… ¿quién más podía haber allí?

– Piense de nuevo. ¿Vio u oyó algo sospechoso?

– No puedo decirle que sí, pero es que llegaba hasta allí el griterío que armaban las chicas en la barcaza. Y no creo que hubiera podido ver o bien oír nada con claridad una vez me metí en el agua y empecé a nadar. Me parece recordar que oí a Diana echarse al agua detrás de mí, pero eso era lo que yo esperaba que hiciera y tal vez lo imaginé. Y supongo que pudo haber alguien allí que nos estuviera observando. Entre las matas, tal vez. Sin embargo, yo no lo vi. Lo siento si mi respuesta no es satisfactoria. Y también siento haberme entrometido aquí. A propósito, me quedaré en la casa si me necesita para algo. Voy a prodigar mis consuelos fraternales a la viuda.

Se encogió de hombros y mostró una sonrisa que pareció dedicada más bien a la habitación en general que a cualquiera de sus ocupantes. Después se retiró. Oyeron sus blandas pisadas en la escalera de hierro y nadie hizo el menor comentario. Cuando ellos se levantaron para marcharse a su vez, Massingham hizo su última pregunta:

– Todavía no podemos estar seguros de cómo murieron sir Paul y Harry Mack, pero creemos probable que ambos fueran asesinados. ¿Ha oído o ha visto algo en esta casa, o fuera de ella, que le hiciera sospechar sobre la responsabilidad de alguien en estas muertes?

Era la pregunta que siempre hacía, una pregunta ya esperada, formal, casi crudamente directa. A causa de ello, solía ser la que menos se prestaba a que se soslayara la verdad en la respuesta.

Halliwell se sirvió otro whisky. Parecía decidido a pasar una noche entregado a la bebida. Sin levantar la vista, contestó:

– Yo no lo degollé. Si supiera quién lo hizo, probablemente se lo diría.

Massingham perseveró:

– Que usted sepa, ¿sir Paul no tenía enemigos?

– ¿Enemigos?

La sonrisa de Halliwell casi fue una mueca. Transformó sus facciones morenas y correctas en una máscara a la vez siniestra y sardónica, como si quisiera confirmar la descripción que Swayne había hecho de él, arrastrándose con la cara ennegrecida entre las rocas.

– Debía de tenerlos, ¿no cree usted, señor, toda vez que era un político? Pero esto ya es cosa del pasado. Ha terminado. Como su hermano el mayor, él ya está fuera del alcance de sus disparos.

Y con esa frase al estilo de Bunyan, que Dalgliesh sospechó que bien podía haber sido una deliberada cita a medias, se dio por terminada la entrevista.

Halliwell bajó con ellos hasta el garaje y cerró las pesadas puertas de éste apenas los policías lo abandonaron. Oyeron cómo pasaba los dos pestillos. Las luces de las hornacinas estaban apagadas y el patio adoquinado sumido en la oscuridad, excepto las dos luces murales gemelas en cada extremo de la pared del garaje. En aquella semioscuridad, el olor a ciprés había aumentado, pero lo sofocaba un aroma más enfermizo y funerario, como si allí cerca hubiera un cubo lleno de flores muertas y en estado de putrefacción. Al aproximarse a la puerta posterior de la casa, la silueta de la señorita Matlock apareció sin hacer el menor ruido entre las sombras. Entre los pliegues de la larga bata parecía más alta, con un aspecto hierático, casi grácil en su vigilante inmovilidad. Dalgliesh se preguntó cuánto tiempo hacía que les estaba esperando de pie y en silencio.

Él y Massingham la siguieron, también en silencio, a través de la tranquilidad de la casa. Al dar ella la vuelta a la llave y correr los cerrojos de la puerta principal, Massingham dijo:

– ¿Quién ganó en aquella partida de Scrabble que jugó usted anoche con el señor Swayne?

El cebo era deliberadamente ingenuo y la trampa evidente, pero la reacción de ella fue sorprendente. Bajo la luz discreta del vestíbulo, observaron el rubor que ascendió por su garganta y que después cubrió su cara con un tono carmesí.

– Yo. Conseguí trescientos ochenta y dos puntos, si esto puede interesarles. Jugamos esa partida, inspector. Tal vez usted esté acostumbrado a hablar con personas mentirosas, pero yo no soy una de ellas.

La ira había envarado su cuerpo, pero sus manos entrecruzadas temblaban como en un ataque de epilepsia. Dalgliesh repuso con voz suave:

– Nadie sugiere que lo sea, señorita Matlock. Muchas gracias por habernos esperado. Buenas noches.

Afuera, mientras abría la puerta del Rover, Massingham dijo:

– Me pregunto por qué una sugerencia tan simple la ha estremecido literalmente hasta ese punto.

Dalgliesh había visto antes esa reacción, la torpe agresión de mujeres que eran a la vez tímidas e inseguras. Deseó incluso poder sentir más piedad por ella.

– No fue una pregunta particularmente sutil, John -dijo.

– No, señor, y no pretendía serlo. Desde luego, jugó esa partida de Scrabble. Lo que interesa saber es cuándo.

Dalgliesh empuñó el volante. Se alejó de la casa y, al entrar en un solar, a medio camino desde Campden Hill Square, llamó al Yard. La voz de Kate Miskin contestó con tanto vigor y viveza como había mostrado en las primeras horas de la investigación.

– He encontrado y visto a la señora Hurrell, señor. Confirma que ella llamó a la casa de Campden Hill Square poco antes de las nueve menos cuarto y preguntó por sir Paul. Contestó un hombre, que dijo: «Swayne al habla». Después, cuando ella le dijo lo que deseaba, pasó el teléfono a la señorita Matlock. Ésta dijo que ignoraba dónde estaba sir Paul, y que tampoco lo sabía nadie más en la casa.

Dalgliesh pensó que no dejaba de ser extraño que Swayne contestara de aquel modo al teléfono encontrándose en casa ajena. Casi inducía a creer que deseaba establecer su presencia allí. Preguntó:

– ¿Algún resultado de la investigación puerta a puerta?

– Todavía no, pero he hablado otra vez con los McBride y Maggie Sullivan. Los tres se muestran muy seguros sobre la salida de agua desde el desagüe de la iglesia. Alguien estaba utilizando el fregadero de aquel cuarto poco después de las ocho. Los tres están de acuerdo en la hora.

– ¿Y el laboratorio?

– He hablado con el biólogo jefe. Si pueden conseguir las muestras de sangre inmediatamente después de la autopsia, digamos a última hora de la tarde, procederán a la electroforesis por la noche. El director me ha confirmado que no pueden trabajar durante el fin de semana. No sabremos nada acerca de las manchas de sangre hasta el lunes por la mañana.

– Y supongo que todavía no habrá tampoco noticias del experto en documentos. ¿Y qué se sabe del trozo de cerilla?

– El experto en documentos todavía no ha podido dedicarse al papel secante, pero le dará prioridad. Con la cerilla, los problemas de costumbre, señor. Harán un análisis con el microscopio electrónico y buscarán huellas, pero no es probable que puedan decir nada al respecto, excepto que la madera es, como siempre, de álamo. Tampoco será posible que nos digan si procede de una caja determinada, y es demasiado corta para hacer una comparación de longitudes.

– Está bien Kate. Daremos la jornada por terminada. Puede irse a su casa. Buenas noches.

– Buenas noches, señor.

Al dejar atrás Campden Hill Square y enfilar Holland Park Avenue, Dalgliesh dijo:

– Halliwell tiene gustos refinados y caros. Esa colección de los Famosos procesos británicos debió de costarle cerca de un millar de libras, a no ser que haya coleccionado un tomo tras otro a lo largo de los años.

– Sin embargo, sus gustos no son tan caros como los de Swayne, señor. Llevaba una chaqueta Fellucini, de seda y lino, con botones de plata. Las venden a cuatrocientas cincuenta libras.

– Si usted lo dice… Me pregunto por qué entró de repente allí. Fue una representación poco convincente. Probablemente, esperaba averiguar qué estaba contando Halliwell. Es significativo, sin embargo, que entrase sin llamar, como si tuviera costumbre de ello. Y cuando Halliwell no está, no ha de serle un problema el hacerse con una llave, o incluso manipular la cerradura Yale si es necesario.

– ¿Es importante, señor, saber si pudo entrar en el piso del patio de caballerizas?

– Creo que sí. Ese asesino estaba buscando la verosimilitud. En la librería de Halliwell, hay un ejemplar del Manual de Medicina Forense de Simpson. Con la claridad usual en este escritor, en el capítulo quinto se explica todo, incluso con una tabla que muestra la distinción entre las heridas de un suicida y las de un homicida, en la garganta. Swayne debió de verlo en algún momento, mientras lo hojeaba, y después lo recordaría. También pudo hacerlo cualquier otra persona de Campden Hill Square con acceso al piso del garaje, y con mayor facilidad, claro está, el propio Halliwell. La persona que le cortó el cuello a Berowne sabía exactamente qué efecto estaba tratando de producir.

Massingham preguntó:

– Pero ¿hubiera dejado Halliwell el Simpson a la vista, para que lo encontráramos nosotros?

– Si otras personas conocían su existencia, destruir el libro hubiera sido más incriminador que dejarlo en su estante. Pero Halliwell ha de estar fuera de toda sospecha si lady Ursula dice la verdad acerca de esas dos llamadas telefónicas, y no me es posible verla ofreciendo a Halliwell una coartada para el asesinato de su propio hijo. Y tampoco a cualquier otro sospechoso, claro.

Massingham dijo:

– O a Halliwell ofreciendo a Swayne una coartada, a menos que no tuviera más remedio que hacerlo. Aquí no juega el cariño, pues él desprecia a ese hombre. A propósito, yo sabía que había visto antes a Swayne en algún lugar. Ahora acabo de recordarlo. Fue en aquella función en el Coningsby Theatre de Campden Town, hace un año. La obra era El garaje. En realidad, los actores construían un garaje en el escenario. En el primer acto lo montaban todo, y en el segundo lo derribaban.

– Yo creía que se trataba de una tienda para celebrar una boda.

– Será otra obra, señor. Swayne hacía el papel de un psicópata del pueblo, uno de la pandilla que derribaba el garaje al final. Por consiguiente, debe de tener carnet de actor.

– ¿Y qué impresión le causó como actor?

– Dinámico, pero poco sutil. En realidad, no puedo considerarme buen juez, pues yo prefiero el cine. Sólo fui porque Emma estaba haciendo entonces su cursillo cultural. La obra era muy simbólica. Se suponía que el garaje representaba a Gran Bretaña, o al capitalismo, o al imperialismo, o tal vez la lucha de clases. No estoy seguro de que lo supusiera el propio autor. Cabía pronosticar que iba a ser un gran éxito de crítica. Nadie hablaba allí una sola frase coherente y una semana más tarde yo ya no podía recordar ni una palabra del diálogo. En el segundo acto, había una pelea bastante movida. Swayne sabe moverse en este sentido. Sin embargo, darle coces a la pared de un garaje no es el entrenamiento más apropiado para rajar una garganta. No puedo ver a Swayne como asesino, al menos como ese asesino que andamos buscando.

Eran los dos detectives experimentados y conocían la importancia de mantener, en esa etapa, un nivel racional en sus investigaciones, de concentrarse en los hechos físicos y demostrables. ¿Cuál de los sospechosos tiene los medios, la oportunidad, los conocimientos, la fuerza física, el motivo? No resultaba productivo en esta fase temprana de la investigación empezar a preguntarse: ¿Tiene este hombre la crueldad, los nervios, la desesperación, la capacidad psicológica para cometer este crimen en particular? Y sin embargo, seducidos por la fascinación de la personalidad humana, casi siempre lo hacían.

VI

En el pequeño dormitorio posterior del segundo piso del cuarenta y nueve de Crowhurst Gardens, la señorita Wharton yacía despierta, con el cuerpo rígido y mirando a la oscuridad. Sobre el duro colchón, su cuerpo se sentía extrañamente caliente y pesado, como si lo hubieran llenado de plomo. Incluso darse la vuelta en busca de una postura más cómoda representaba un esfuerzo excesivo. No esperaba dormir profundamente, pero había procedido a todas sus rutinas nocturnas con la obstinada esperanza de que adherirse a aquellos pequeños y reconfortantes rituales engañaría a su cuerpo y lo induciría al sueño, o al menos a una quietud reparadora: la lectura de un capítulo de las Escrituras prescrita en su libro de devociones, la leche caliente, la galleta digestiva como indulgencia final de la jornada. Nada de esto había dado resultado. El fragmento del Evangelio de San Lucas era la parábola del buen pastor. Era uno de sus predilectos, pero esta noche lo había leído con una mente aguzada, perversamente inquisitiva. ¿Qué era, después de todo, el oficio de pastor? Tan sólo ocuparse de las ovejas, procurar que éstas no se escaparan para poder ser marcadas, esquiladas y después sacrificadas. Sin la necesidad de su lana, de su carne, no habría ningún trabajo para el pastor.

Mucho después de haber cerrado su Biblia, permaneció rígida durante lo que parecía ser una noche interminable, con su mente revolviéndose y retorciéndose como un animal atormentado. ¿Dónde estaba Darren? ¿Cómo estaba el niño? ¿Quién se aseguraba de que no pasara una noche sin consuelo o presa de temores? No parecía demasiado afectado por el horror de aquella espantosa escena, pero con un niño nunca se sabía. Y era culpa de ella que les hubiesen separado. Ella habría debido insistir en saber dónde vivía, en conocer a su madre. Él nunca le había hablado de su madre y, cuando ella le preguntó por ella, se encogió de hombros sin contestar. Ella no quería presionarlo en este sentido. Tal vez pudiera saber de él a través de la policía. Sin embargo, ¿podía molestar al comandante Dalgliesh, cuando éste se encontraba ante dos asesinatos que resolver?

Y la palabra «asesinato» le produjo una nueva ansiedad. Había algo que ella debía recordar, pero no le era posible hacerlo, algo que debiera haber explicado al comandante Dalgliesh. Éste la había interrogado brevemente, con amabilidad, sentándose junto a ella en una de las sillas bajas del rincón de los niños en la iglesia, como si no le importara, incluso como si no lo advirtiera, el extraño aspecto que esta posición confería a su alta figura. Ella había tratado de mantenerse tranquila, precisa, diligente, pero sabía que había lagunas en su memoria, y que había algo que el horror de aquella escena había borrado. Pero ¿qué podía ser? Era algo pequeño, posiblemente insignificante, pero él había dicho que ella debía contarle todos los detalles, por triviales que pudieran parecer.

Pero ahora afloraba otra preocupación todavía más inmediata. Necesitaba ir al retrete. Encendió la luz junto a su cama, buscó sus gafas y echó un vistazo al reloj que dejaba oír su quedo tictac sobre su mesita de noche. Sólo eran las dos y diez. No le era posible esperar hasta que despuntara el día. Aunque disponía de su propia sala de estar, su dormitorio y su cocina, la señorita Wharton compartía el cuarto de baño con los McGrath, que vivían en la planta baja. La instalación de fontanería era anticuada y, si se veía obligada a utilizar el water por la noche, la señora McGrath se quejaría a la mañana siguiente. La alternativa consistía en utilizar su orinal, pero éste había de ser vaciado y toda la mañana estaría dominada por sus ansiosas exploraciones en busca del momento más oportuno para llevarlo hasta el retrete, sin topar con los ojos severos y despreciativos de la señora McGrath. En cierta ocasión, se encontró con Billy McGrath en la escalera, llevando ella el orinal, tapado, en su mano. Aquel recuerdo todavía hacía que le ardieran las mejillas, Sin embargo, habría de utilizarlo. La noche era todavía tan tranquila que no podía osar quebrantar su paz con cascadas de agua corriente, acompañadas por aquellos largos estremecimientos y gargarismos en la tubería.

La señorita Wharton ignoraba por qué les caía tan mal a los McGrath, por qué su inofensiva amabilidad había de resultarles tan provocativa. Procuraba mantenerse fuera de su camino, aunque esto no fuese fácil, ya que compartían la misma puerta principal y el mismo estrecho pasillo de entrada. Les había explicado la primera visita de Darren a su habitación, diciéndoles que su madre trabajaba en Saint Matthew. Esta mentira, proferida con pánico, parecía haberles satisfecho y, más tarde, ella tomó la resolución de borrarla de su mente, puesto que apenas merecía ser incluida en sus idas y venidas que había muy escaso riesgo de que ellos pudieran interrogarle. Era como si el niño presintiera que los McGrath eran enemigos, a los que valía más evitar en vez de salir a su encuentro. Ella trataba de propiciarse a la señora McGrath con unas muestras desesperadas de urbanidad, e incluso con pequeñas gentilezas, como apartar del sol sus botellas de leche en verano, o dejarle un tarro de mermelada o confitura casera ante su puerta, cuando regresaba de la feria navideña de Saint Matthew. Pero estos signos de debilidad sólo parecían aumentar la enemistad de ellos, y la señorita Wharton sabía, en el fondo de su corazón, que nada podía hacerse al respecto. La gente, como los países, necesitaba a alguien más débil y más vulnerable, a quien poder tiranizar y despreciar. Así estaba hecho el mundo. Mientras sacaba cuidadosamente el orinal que había debajo de la cama y se situaba en cuclillas sobre él, con los músculos tensos, tratando de regular y silenciar el chorro, pensó una vez más cuánto le hubiera gustado tener un gato. Pero el jardín, veinte metros de hierba sin cuidar, ondulado como un campo, rodeado por un borde casi desaparecido de rosales sin cuidar, y de arbustos maltrechos y sin flores, pertenecía a los de la planta baja. Los McGrath jamás le permitirían hacer uso de él, y no sería justo mantener un gato encerrado toda la noche y todo el día en sus dos pequeñas habitaciones.

A la señorita Wharton la habían enseñado en su infancia mediante el miedo, y ésta es una lección que los niños nunca dejan de aprender. Su padre, maestro en una escuela elemental, había conseguido mantener una precaria tolerancia en el aula, mediante una tiranía compensadora en su propio hogar. Su esposa y sus tres hijos le temían. Sin embargo, este temor compartido no había logrado que los niños se unieran más entre sí. Cuando, con su irracionalidad usual, él elegía a uno de los hijos para dar rienda suelta a su enojo, los otros hermanos observaban, cada uno en los ojos avergonzados del otro, su sensación de alivio al verse exentos del castigo. Aprendieron a mentir para protegerse, y se les pegaba por decir mentiras. Aprendieron a sentir temor, y se les castigaba por su cobardía. Y, sin embargo, la señorita Wharton conservaba en su mesilla de noche una fotografía de sus padres, con un marco de plata. Jamás culpaba a su padre por su desdicha pasada o presente. Había aprendido bien su lección. Se culpaba a sí misma.

Estaba ahora virtualmente sola en el mundo. Su hermano menor, John, al que ella se había sentido más próxima, más fuerte psicológicamente que sus hermanos, se las había arreglado mejor. Sin embargo, John había muerto, quemado vivo en la torreta posterior de su bombardero Lancaster, el día antes de cumplir sus diecinueve años. La señorita Wharton, misericordiosamente ignorante de aquel infierno de acero en el que John había muerto gritando, había logrado idealizar su muerte con la pacífica imagen de una sola bala alemana que encontró el corazón de aquel joven y pálido guerrero, que seguidamente descendió hacia el suelo con la mano apoyada todavía en su ametralladora. Su hermano mayor, Edmund, había emigrado a Canadá después de la guerra, y ahora, divorciado y sin hijos, trabajaba como oficinista en una pequeña ciudad del norte, cuyo nombre ella nunca recordaba, puesto que él rara vez escribía.

Deslizó de nuevo el orinal debajo de la cama, después se puso la bata y, descalza, atravesó el estrecho pasillo para entrar en su salita de estar y situarse junto a su única ventana. En la casa reinaba un profundo silencio. Bajo los faroles, la calle discurría como un río fangoso entre las orillas formadas por coches aparcados. Aunque la ventana estuviera cerrada, podía oír el apagado rugido del tráfico nocturno a lo largo de Harrow Road. Era una noche de nubes bajas, teñidas de rojo por el resplandor de la inquieta ciudad. A veces le parecía a la señorita Wharton, cuando contemplaba aquella semioscuridad espectral, que Londres había sido construido sobre carbón y que este carbón ardía perpetuamente, como si el infierno, sin que nadie lo reconociera, lo rodease por completo. A la derecha, perfilado contra aquel resplandor turbulento, se alzaba el campanario de Saint Matthew. Generalmente, su visión la reconfortaba. Era un lugar donde a ella se la conocía, se le apreciaban los pequeños servicios que podía prestar, donde se mantenía continuamente ocupada, distraída, protegida, y como en su casa. Pero ahora aquella torre delgada y extraña, desnuda frente al cielo enrojecido, era un símbolo de horror y de muerte. ¿Y cómo podría enfrentarse ahora a aquel paseo, dos veces por semana, hasta Saint Matthew, siguiendo el camino de sirga? El camino le había parecido hasta entonces misteriosamente exento de los terrores de las calles de la ciudad, exceptuando aquellos breves trayectos bajo los puentes. Incluso en la mañana más oscura, caminaba hasta allí gozosamente libre de todo temor. Y en los últimos meses había tenido la compañía de Darren. Pero ahora Darren se había ido, toda seguridad había desaparecido, y el camino de sirga estaría siempre resbaladizo a causa de una sangre imaginaria. Al volver a la cama, su mente revoloteó sobre los tejados hasta la sacristía pequeña. Estaría vacía ya, desde luego. La policía habría retirado los cadáveres. Antes de marcharse ella, ya estaba aparcado allí aquel furgón negro y sin ventanas. Ahora, allí no había nada, excepto aquellas manchas de sangre de color marrón en la alfombra… ¿o acaso se las habrían llevado también? Nada, excepto el vacío y la oscuridad y el olor de la muerte, excepto en la capilla de Nuestra Señora, donde todavía ardería la luz del santuario. Se preguntó si también llegaría a perder eso. ¿Era esto lo que el asesinato les hacía a los inocentes? ¿Llevarse a las personas que éstos amaban, llenar de terror sus mentes, dejarlos abandonados y desconsolados bajo un cielo con resplandor de rescoldos?

VII

Habían dado ya las once y media cuando Kate Miskin cerró la puerta del ascensor detrás de ella y abrió con la llave la cerradura de seguridad de su apartamento. Quería esperar en el Yard hasta que Dalgliesh y Massingham regresaran de su visita a Halliwell, pero el jefe le sugirió que ya era hora de dar por terminada la jornada, y en realidad poco más podía hacer ella, o cualquier otra persona, hasta la mañana. Si el jefe tenía razón, y Berowne y Harry Mack habían sido asesinados los dos, ella y Massingham bien podían encontrarse trabajando regularmente jornadas de dieciséis horas. Tal vez más. Era una posibilidad que no temía, pues ya lo había hecho en otras ocasiones. Al encender la luz y cerrar con doble vuelta la puerta a su espalda, le chocó el pensamiento extraño, tal vez incluso reprensible, de que esperaba que su jefe tuviera razón. Después, casi inmediatamente, se absolvió mediante la reconfortante explicación de costumbre. Tanto Berowne como Harry estaban muertos y nada podía volverlos a la vida. Y si sir Paul Berowne no se había degollado por su propia mano, el caso prometía ser tan fascinante como importante, y no sólo para ella personalmente, sino también para sus posibilidades de promoción. Se había formado una cierta oposición contra la creación, en el CI, de una brigada especial para investigar delitos graves a los que se considerase como política o socialmente delicados, y ella hubiera podido nombrar a varios oficiales superiores que no lamentarían que este caso, el primero de la brigada, se convirtiera finalmente en una tragedia corriente de asesinato seguido por suicidio.

Entró en su piso, como siempre, con la sensación de satisfacción que le daba el regreso a su casa. Llevaba poco más de dos años viviendo en Charles Shannon House. Comprar el piso mediante una hipoteca cuidadosamente calculada había sido su primer paso en un proceso ascendente y debidamente planeado, que con el tiempo podía llevarla hasta uno de los almacenes reconvertidos junto al Támesis, con amplios ventanales sobre el río, enormes habitaciones con sus vigas desnudas y una vista distante de Tower Bridge. Pero esto era el comienzo. Ella disfrutaba con su piso, y a veces había de reprimirse para no empezar a recorrerlo, tocando las paredes y los muebles, como para asegurarse de su propia realidad.

El piso, una larga sala de estar con un estrecho balcón de barandilla de hierro y que abarcaba toda su anchura, dos pequeños dormitorios, una cocina, un cuarto de baño y un cuarto de aseo aparte, se encontraba en la planta más alta de un edificio Victoriano, cerca de Holland Park Avenue. Había sido construido a principios de la década de 1860, para facilitar estudios destinados a artistas y diseñadores del movimiento, entonces en auge, de las artes y los oficios, y un par de placas azules conmemorativas sobre la puerta atestiguaban su interés histórico. Sin embargo, en el aspecto arquitectónico carecía de todo mérito; era una aberración de ladrillo amarillento londinense implantada entre la elegancia estilo Regencia que lo rodeaba, inmensamente alto, almenado y tan incongruente como un castillo Victoriano. Los imponentes muros, perforados por numerosas ventanas talladas y de extrañas proporciones, y surcados en zigzag por escaleras metálicas de seguridad, se alzaban hasta un tejado coronado por hileras de chimeneas entre las cuales brotaba toda una variedad de antenas de televisión, algunas de ellas fuera de uso desde hacía largo tiempo.

Era el único lugar que ella jamás había considerado como un hogar. Era hija ilegítima y había sido criada por una abuela materna que estaba a punto de cumplir los sesenta años cuando ella nació. Su madre había muerto a los pocos días de nacer ella, y sólo la conocía como un rostro delgado y muy serio en la primera fila de una fotografía de alumnas de la escuela, un rostro en el que ella no podía reconocer ninguna de sus vigorosas facciones. Su abuela nunca le había hablado de su padre, y ella supuso que su madre jamás había divulgado la identidad de él. Carecía de padre incluso en su apellido, pero hacía largo tiempo que esto había dejado de preocuparla, suponiendo que lo hubiera hecho alguna vez. Aparte de las fantasías inevitables de la primera infancia, cuando imaginaba a su padre buscándola, no había experimentado ninguna necesidad apremiante de averiguar sus raíces. Dos líneas de Shakespeare, que recordaba a medias y que había encontrado al abrir casualmente el libro en la biblioteca de la escuela, se convirtieron para ella en la filosofía con la que pretendía vivir.

«Qué importa lo que ocurrió antes o después, si conmigo voy a empezar y a terminar.»

Había optado por no amueblar su piso siguiendo un estilo clásico. Le interesaba poco el pasado, ya que toda su vida había sido una pugna por librarse de él, para forjarse un futuro amoldado a sus propias necesidades de orden, seguridad y éxito. Durante un par de meses, vivió tan sólo con una mesa plegable, una silla y un colchón en el suelo, hasta que ahorró el dinero suficiente para comprarse el mobiliario moderno, austero y bien diseñado, que a ella le gustaba: el sofá y dos butacas tapizadas en cuero auténtico, la mesa de comedor y cuatro sillas de madera de olmo pulimentada, la librería a medida que cubría completamente una pared, y la brillante y bien diseñada cocina que contenía el mínimo de utensilios y vajilla necesarios, sin nada que resultara superfluo. El piso era su mundo privado, inviolable por parte de sus colegas de la policía. Sólo admitía en él a su amante, y cuando Allan cruzó por primera vez aquella puerta, sin mostrar curiosidad ni el menor asomo de amenaza, cargado como siempre con su bolsa de plástico llena de libros, incluso su amable presencia pareció por un momento una peligrosa intrusión.

Se sirvió dos dedos de whisky, lo mezcló con agua y después abrió la cerradura de seguridad de la estrecha puerta que comunicaba la sala de estar con el balcón. El aire penetró, fresco y límpido. Cerró la puerta y se quedó, con el vaso en la mano, apoyada en la pared de ladrillo y contemplando la parte este de Londres. Un bajo banco de nubes espesas había absorbido el resplandor de las luces de la ciudad y se cernía, con su color carmesí más bien pálido, como una pincelada de color cuidadosamente trazada junto al intenso negro azulado de la noche. Había una leve brisa, la suficiente para agitar las ramas de los grandes limeros que flanqueaban Holland Park Avenue, y para hacer vibrar las antenas de televisión que brotaban, como frágiles y exóticos fetiches, de la cuadrícula de tejados que se extendía quince metros más abajo. Al sur, los árboles de Holland Park eran una masa negra recortada ante el cielo, y más allá el campanario de la iglesia de Saint John brillaba como un distante espejismo. Era uno de los placeres de aquellos momentos, contemplar cómo la torre parecía moverse, a veces tan cercana que le daba la impresión de que le bastaría con alargar una mano para tocar sus ásperas piedras, y otras veces, como esta noche, tan distante e insustancial como una visión. Mucho más allá, a su derecha, bajo los altos faroles, la avenida se extendía hacia el oeste, aceitosa como un río de materia fundida, transportando su interminable cargamento de coches, camiones y rojos autobuses. Ella sabía que en otro tiempo había sido la vieja carretera romana que salía, en dirección oeste, directamente desde Londinium, y su constante rugido llegaba hasta ella quedamente, como el rumor de un mar lejano.

Cualquiera que fuese la época del año, excepto en los peores días invernales, ésta era su costumbre nocturna. Se servía un whisky, Bell's, y salía con el vaso en la mano para entregarse a estos minutos de contemplación, como si fuese, pensaba, una prisionera enjaulada que quisiera asegurarse de que la ciudad seguía allí. Sin embargo, su pequeño piso no era una prisión, sino más bien la afirmación física de una libertad duramente conseguida y celosamente conservada. Había escapado de la finca, de su abuela, de aquel apartamento de mezquinas proporciones, sucio y ruidoso, en la séptima planta de unos edificios de la posguerra, los Ellison Fairweather Buildings, un monumento a un concejal local apasionadamente dedicado, como la mayoría de los de su clase, a la destrucción de pequeñas calles de barrio y a la construcción de monumentos de doce pisos al orgullo físico y a la teoría sociológica. Había huido de los gritos, de los graffiti, de los ascensores averiados, del hedor a orina. Recordaba la primera tarde de su escapada, el ocho de junio, hacía más de dos años. Se había colocado donde estaba ahora y había vertido su whisky como una libación, contemplando el momentáneo arco de luz líquida que caía entre los barrotes de la barandilla, y diciendo en voz alta: «Que te jodan, concejal, Fairweather de mierda. Bienvenida sea la libertad».

Y ahora seguía verdaderamente su propio camino. Si había tenido éxito en ese nuevo trabajo, todo, o casi todo, era posible. Tal vez no fuera tan sorprendente que el jefe eligiera al menos una mujer para su brigada. Sin embargo, no era hombre que hiciera gestos rutinarios de cara al feminismo, ni a ninguna otra causa que estuviera de moda. La había elegido a ella porque necesitaba una mujer en la brigada, y porque conocía su hoja de servicios, y sabía que podía confiar en ella para realizar una buena tarea. Mientras contemplaba Londres, sintió que la confianza corría a través de sus venas, vigorosa y dulce como la primera respiración consciente de la mañana. El mundo que se extendía debajo de ella era un mundo en el que se encontraba a sus anchas, una parte de aquel denso y excitante conglomerado de poblaciones urbanas que formaban el distrito de la Policía Metropolitana. Lo imaginaba extendiéndose más allá de Notting Hill Gate, más allá de Hyde Park y la curva del río, pasadas las torres de Westminster y el Big Ben, cubriendo brevemente aquella anomalía que era la zona de la City para la Policía de Londres, y después hacia los suburbios orientales, hasta la frontera con la Policía de Essex. Conocía, casi metro a metro, el recorrido de esa frontera. Así veía ella la capital, dividida en zonas policiales, distritos, divisiones y subdivisiones. E inmediatamente debajo de ella estaba Notting Hill, aquella población vigorosa, diversa, exuberantemente cosmopolita, adonde la habían enviado a ella después de salir de la escuela de adiestramiento preliminar. Podía recordar cada ruido, cada color y cada olor tan vivamente como en aquella calurosa noche de agosto, ocho años antes, cuando aquello sucedió, el momento en que ella supo que su elección había sido acertada y que éste era su trabajo.

Había estado patrullando a pie en Notting Hill, con Terry Read, en la noche de agosto más calurosa que podía recordar. Un chiquillo, casi chillando de pura excitación, corrió hacia ellos y, tembloroso, señalaba hacia una casa cercana. Volvía a verlo todo: el grupo de asustados vecinos al pie de la escalera, los rostros brillantes a causa del sudor, las camisas manchadas y pegadas a los cuerpos febriles, y el olor a humanidad acalorada y sin lavar. Y, dominando los murmullos, una voz ronca procedente de arriba y que gritaba una protesta ininteligible. El chiquillo explicó:

– Tiene un cuchillo, señorita. George trató de quitárselo, pero él lo amenazó. ¿Verdad, George?

Y George, pálido, pequeño, semejante a una comadreja acurrucada en un rincón, contestó:

– Sí, eso es.

– Y tiene a Mabelle con él, a Mabelle y a la cría.

Una mujer murmuró:

– Dios santo, se ha llevado a la cría.

Se apartaron para dejarla pasar, a ella y a Terry. Ella preguntó:

– ¿Cómo se llama él?

– Leroy.

– ¿Y su apellido?

– Price. Leroy Price.

El vestíbulo estaba oscuro y la habitación, abierta, puesto que la cerradura había sido destrozada, estaba todavía más oscura. La única luz se filtraba a través de un trozo de alfombra clavado sobre la ventana. Pudo ver, en aquella semioscuridad, el manchado colchón doble en el suelo, una mesa plegable, dos sillas, una de ellas volcada. Olía a vómito, a sudor y a cerveza, pero sobre ello predominaba el intenso olor grasiento a pescado y patatas fritas. Junto a la pared se había agazapado una mujer, con una criatura en sus brazos.

Ella dijo con voz suave:

– No pasa nada, señor Price. Entrégueme ese cuchillo. Usted no quiere hacerles ningún daño. Es su hijita. No quiere hacer daño a ninguna de ellas. Yo sé lo que ocurre: hace demasiado calor y se siente usted abrumado. A todos nos ocurre lo mismo.

Lo había visto antes, tanto fuera de la ciudad como patrullando por ella, aquel momento en que la carga de frustración, desesperación y miseria resultaba de pronto demasiado pesada y la mente explotaba en una anarquía de protestas. Ciertamente, el hombre se sentía abrumado. Demasiadas facturas sin pagar y que no podrían pagarse, demasiadas preocupaciones, demasiadas exigencias, demasiada frustración y, desde luego, demasiado alcohol. Se había acercado a él sin hablar, aguantando tranquilamente su mirada, alargando la mano para que le entregase el cuchillo. No sentía ningún miedo, tan sólo el temor de que a Terry se le ocurriera entrar violentamente. No se oía el menor rumor; el grupo al pie de la escalera guardaba un silencio glacial y la calle había alcanzado uno de aquellos extraños momentos de quietud que a veces se apoderan incluso de los barrios más estruendosos de Londres. Sólo podía oír su propia y acompasada respiración, y el áspero jadeo del hombre. Después, con un violento sollozo, éste dejó caer el cuchillo y se lanzó a sus brazos. Ella le retuvo entre ellos, murmurando como hubiera hecho con un niño, y todo terminó.

Había desempeñado con creces el papel de Terry en el caso y él se lo había permitido. Sin embargo, la vieja Moll Green, jamás ausente cuando había una probabilidad de emociones y la esperanza de derramamiento de sangre, era una de las personas que esperaban, con los ojos brillantes, al pie de la escalera. El martes siguiente, Terry la detuvo por llevar encima hachís; forzoso era reconocer que la provocación de ella había sido menor, pero Terry andaba un poco retrasado en la cuota semanal de arrestos que se había impuesto a sí mismo. Moll, ya fuese motivada por un inesperado impulso de solidaridad femenina, o por una repulsa contra todos los hombres en general y Terry en particular, dio su propia versión del incidente al sargento del puesto. Poco se le dijo después a Kate al respecto, pero sí lo suficiente para que comprendiera que la verdad se sabía, y que su reserva no le había ocasionado ningún perjuicio. Y ahora se preguntó, por unos momentos, qué habría sido de aquel hombre, de Mabelle y de la niña. Por primera vez, le chocó que, una vez terminado el incidente y redactado su parte, jamás hubiera concedido a ninguno de ellos ni un solo pensamiento.

Entró de nuevo, cerró la puerta y corrió las gruesas cortinas de lino, y después telefoneó a Alan. Habían planeado ir a ver una película la noche siguiente, pero esto ya no sería posible. Era inútil trazar planes hasta que el caso hubiera concluido. Él aceptó la noticia con calma, como siempre hacía, cuando ella había de cancelar una cita. Una de las muchas cosas que a ella le agradaban en él era que nunca se enfadaba. Esta vez, Allan dijo:

– Parece ser, pues, que la cena del próximo jueves tampoco será posible.

– Es posible que para entonces hayamos terminado, pero no lo creo probable. Sin embargo, dejemos el plan abierto y, si es necesario, te llamaré para anularlo.

– De acuerdo, te deseo mucha suerte en el caso. Espero que no sea un trabajo de amor perdido.

– ¿Cómo?

– Lo siento. Berowne es el nombre de un noble en la obra de Shakespeare. En realidad, es un nombre poco usual y muy interesante.

– Fue una muerte poco usual y muy interesante. Espero verte el jueves próximo, alrededor de las ocho.

– A no ser que tengas que cancelar la cita. Buenas noches, Kate.

Ella creyó detectar un rastro de ironía en su voz, pero después decidió que el cansancio le había excitado la imaginación. Era la primera vez que él le deseaba buena suerte en un caso, pero sin embargo no había hecho ninguna pregunta. Pensó que era tan puntillosamente discreto con el trabajo de ella como pudiera serlo ella misma. ¿O sería, meramente, que no le importaba? Y, antes de que él colgase, preguntó rápidamente:

– ¿Y qué le ocurrió a ese noble?

– Amaba a una mujer llamada Rosaline, pero ella le dijo que fuese a cuidar a los enfermos. Por consiguiente, él fue a pasar todo un año en un hospital.

Ella pensó que no era éste un punto que pudiera ofrecer gran inspiración. Sonrió al colgar el teléfono. Era una lástima lo de la cena del próximo jueves, pero habría otras cenas, otras veladas. Él vendría cuando ella le llamase y se lo pidiera. Siempre lo hacía.

Sospechaba que había conocido a Allan Scully en el momento oportuno. Su primera educación sexual en los pasillos subterráneos de cemento de los bloques de apartamentos y detrás de los cobertizos de bicicletas en su barrio al norte de Londres, la mezcla de excitación, peligro y disgusto, había sido una buena preparación para la vida, pero muy mala preparación para el amor. Muchos de aquellos chicos se habían mostrado menos inteligentes que ella misma. Esto no le hubiera importado, con tal que hubieran tenido mejor aspecto o un poco de ingenio. La divertía, pero también la decepcionaba un poco, comprender, cuando ella tenía dieciocho años, que pensaba en los hombres tal como tan a menudo se suponía que ellos miraban a las mujeres, una ocasional diversión de tipo sexual o social, pero demasiado poco importante para permitir que se interfiriese en los asuntos serios de la vida: pasar sus exámenes superiores, planear su carrera y alejarse para siempre de los Ellison Fairweather Buildings. Descubrió entonces que podía disfrutar del sexo al tiempo que despreciaba el origen de su placer. Sabía que ésta no era una base sincera para una relación, pero después, hacía dos años, conoció a Allan. Su apartamento en una callejuela estrecha detrás del British Museum había sido objeto de un robo y fue ella la que llegó allí con el técnico en huellas y los demás oficiales. Él le explicó que trabajaba en una biblioteca teológica de Bloomsbury y que era un coleccionista aficionado de libros de antiguos sermones Victorianos -a ella le pareció una opción realmente extraordinaria- y que se habían llevado dos de los volúmenes más valiosos. Éstos jamás fueron recuperados y, a juzgar por la tranquila resignación con la que él contestó a sus preguntas, presintió que tampoco esperaba que llegaran nunca a serlo. Su apartamento, pequeño y abarrotado, un depósito de libros más bien que un hueco donde vivir, era diferente de todos los lugares que ella había visto hasta entonces, y también él era diferente de cualquier otro hombre. Tuvo que hacerle una nueva visita y esta vez pasaron casi una hora charlando y tomando café. Fue entonces cuando él le pidió, con toda sencillez, que le acompañara a ver una obra de Shakespeare en el National Theater.

Menos de un mes después de aquella velada se acostaron por primera vez juntos y él acabó con una de las convicciones más arraigadas en ella, la de que a los intelectuales no les interesaba el sexo. Además de interesado en él, se reveló como un excelente practicante del mismo. Establecieron seguidamente una cómoda relación amorosa, al parecer mutuamente satisfactoria, en la que cada componente contemplaba el trabajo del otro sin resentimiento ni envidia, como un terreno extranjero cuyo lenguaje y cuyos hábitos estuvieran tan lejos de cualquier posibilidad de comprensión, que rara vez hablaban de ello. Kate sabía que él estaba intrigado, no tanto por la carencia de ella en lo referente a fe religiosa como por el hecho de que, al parecer, ella no sintiera ninguna curiosidad intelectual acerca de sus diversas y fascinantes manifestaciones. Ella presentía, también, aunque él nunca lo dijera, que pensaba que su educación literaria había sido llevada con negligencia. Si la incitaban a ello, Kate podía citar versos modernos y airados sobre los jóvenes en paro en las ciudades del interior o el sometimiento de los negros en Sudáfrica, pero esto lo consideraba él como un pobre sustitutivo de Donne, Shakespeare, Keats o Eliot. Por su parte, ella le veía a él como un inocente, tan falto de las facultades necesarias para sobrevivir en la jungla urbana que le sorprendía que caminara con aquella aparente indiferencia a través de sus peligros. Aparte del robo, que seguía envuelto en el misterio, no parecía que le sucediera jamás nada que se saliera de lo corriente, y, en caso de que algo ocurriera, él no lo advertía. A ella le divertía pedirle que le recomendara libros y se mostraba perseverante con las obras que tímidamente él le ofrecía. Actualmente, su lectura en la cama era Elizabeth Bowen. La vida de sus heroínas, sus rentas, sus encantadoras mansiones en Saint John's Wood, sus camareras uniformadas y sus tías de aspecto formidable, y sobre todo la delicada sensibilidad de las primeras, no dejaban de sorprenderla. «No se lavan lo suficiente, y ése es su problema», le decía a Allan, pensando tanto en la autora como en sus protagonistas. Sin embargo, no dejaba de interesarle el hecho de que ella necesitara seguir leyendo aquello.

Se acercaba ya, ahora, la medianoche. Estaba a la vez demasiado excitada y demasiado fatigada para sentir apetito, pero pensó que le convenía prepararse algo ligero, tal vez una tortilla, antes de acostarse. Sin embargo, primero puso en marcha el contestador automático y, con el primer sonido de aquella voz familiar, desapareció la euforia para ser sustituida por una confusión de culpabilidad, enojo y depresión. Era la asistenta social de su abuela. Había tres mensajes, cada uno con dos horas de intervalo, con una paciencia profesional controlada que gradualmente cedía el paso a la frustración y, finalmente, a una irritación rayana en la hostilidad. Su abuela, cansada de su reclusión en su piso de la séptima planta, había ido a la estafeta de correos para cobrar su pensión y, al regresar, había encontrado forzada la ventana y descubierto que también se había intentado violentar la puerta. Era el tercer incidente de esta clase en menos de un mes. La señora Miskin se mostraba ahora demasiado aprensiva para decidirse a salir. Se suplicaba a Kate que llamara a los servicios sociales del municipio tan pronto como llegase, o, si lo hacía después de las cinco y media, que telefonease directamente a su abuela. La cosa era urgente.

Siempre lo era, pensó ella con desaliento. Y por otra parte era ya demasiado tarde para llamar. Sin embargo, no era posible esperar hasta la mañana siguiente. Su abuela no se dormiría hasta que llamara ella. Su llamada fue contestada después del primer timbrazo y sospechó que la anciana había estado sentada junto al teléfono, esperándola.

– Ah, ya veo que eres tú. Bonita hora para llamar. Casi es medianoche. La señora Mason ha estado tratando de encontrarte.

– Lo sé. ¿Te encuentras bien, abuela?

– Claro que no me encuentro bien. ¡Qué puñeta voy a encontrarme bien! ¿Cuándo piensas venir?

– Procuraré ir mañana en cualquier momento, pero tengo la impresión de que no será fácil. Me encuentro en medio de un caso.

– Será mejor que vengas a las tres. La señora Mason ha dicho que ella vendrá a esa hora. Quiere verte a ti, muy en especial. Las tres, recuérdalo.

– Abuela, es que eso no es posible.

– ¿Cómo me las arreglaré para hacer la compra, pues? No pienso dejar solo este piso, ya te lo he dicho muchas veces.

– Debe de haber en el congelador lo bastante para otros cuatro días, como mínimo.

– Es que a mí no me gustan esas porquerías congeladas. También te lo he dicho otras veces.

– ¿Y no puedes pedírselo a la señora Khan? Ya sabes que siempre se muestra muy amable.

– No, no puedo. Ella ahora no sale, a menos que la acompañe su marido, desde aquella vez en que los del Frente Nacional la molestaron en la calle. Además, no es justo. Tiene ya bastantes problemas en su casa. Por si no lo sabías, los críos han vuelto a estropear ese maldito ascensor.

– Abuela ¿está arreglada la ventana?

– Sí, han venido y han arreglado la ventana.

La voz de la abuela sugería que eso no era más que un detalle carente de importancia. Añadió:

– Has de sacarme de aquí.

– Lo estoy intentando, abuela. Estás en la lista de espera para un apartamento individual de un bloque bien protegido y con vigilante. Tú ya lo sabes.

– Yo no necesito ningún vigilante, puñeta. Lo que debería estar es con los de mi propia sangre. Ven a verme mañana a las tres. Y no dejes de venir. La señora Mason quiere verte.

Y colgó el teléfono.

Kate pensó: «Dios mío, no puedo enfrentarme de nuevo con esto, no ahora, cuando estamos empezando un nuevo caso».

Se dijo a sí misma, con una iracunda autojustificación, que no era una irresponsable, que hacía cuanto podía. Había comprado a su abuela un refrigerador nuevo provisto de un pequeño congelador, y la visitaba cada domingo para llenarlo con provisiones sólo para la semana siguiente, aunque casi siempre topaba con una queja que ya resultaba familiar:

– Yo no puedo comer esas porquerías. Yo quiero hacer mi propia compra. Quiero salir de aquí.

Le había pagado la instalación del teléfono y había enseñado a su abuela a no temer aquel aparato. Se había puesto en contacto con las autoridades locales y había logrado que se hiciera una visita semanal a su abuela para limpiarle el piso. De buena gana lo habría hecho ella misma, si su abuela hubiera tolerado semejante interferencia. Estaba dispuesta a asumir cualquier molestia, a gastar el dinero que fuese, con tal de evitar que su abuela viviera con ella en Charles Shannon House. Pero esto, bien lo sabía, era el objetivo que la anciana, aliada con su asistenta social, perseguía inexorablemente para lograr que ella lo aceptara. Y ella no podía hacerlo. No podía prescindir de su libertad, de las visitas de Allan, de la habitación extra donde pintaba, de su intimidad y paz al finalizar la jornada, en aras del impedimento de una anciana, del ruido incesante de la televisión, del desorden, del olor a vejez y a fracaso, el olor de los Ellison Fairweather Buildings, de la infancia, del pasado. Y ahora, más que nunca, eso era imposible. Ahora, con su primer caso en la nueva brigada, necesitaba ser libre.

Se apoderó de ella un sentimiento de envidia y de enojo contra Massingham. Aunque éste tuviera una docena de parientes difíciles y exigentes, ninguno esperaría que él se doblegara jamás. Y si ella se viera en la necesidad de sacarse unas horas de sus tareas, él sería el primero en señalar que, cuando las cosas se ponían realmente difíciles, no era posible confiar en una mujer.

VIII

En su dormitorio del segundo piso, Barbara Berowne yacía sobre unos cojines y contemplaba la pantalla del televisor instalado en la pared opuesta a su cama con baldaquín pero sin cortinajes. Estaba esperando la última película de la noche, pero había encendido el televisor apenas se acostó, y ahora éste le ofrecía los últimos diez minutos de un debate político. Había bajado el volumen hasta el punto de que no oía nada, pero seguía mirando fijamente aquellas bocas incansables como si leyera los movimientos de los labios. Recordaba cómo se había apretado la boca de Paul en una mueca de desaprobación cuando vio por primera vez el televisor instalado en su placa giratoria, excesivamente grande, estropeando la pared y reduciendo a un tamaño insignificante las dos acuarelas de Cotman con la Catedral de Norwich, a cada lado del mismo. Sin embargo, no hizo ningún comentario, y ella se dijo para sus adentros, desafiante, que no le importaba. Pero ahora podía ver la última película sin la molesta sensación de que él se encontraba en la habitación contigua, tal vez echado y sin dormir, en una rígida desaprobación, oyendo los gritos y los disparos del film como si fueran las ruidosas manifestaciones de la guerra más sutil y no declarada que existía entre los dos. También le desagradaba su desorden, una protesta inconsciente contra la impersonalidad, la obsesiva pulcritud del resto de la casa. A la luz de la lámpara junto a su cama, contempló impávida el caos de la habitación: las ropas esparcidas allí donde las había dejado caer, el brillo de su bata de satén a los pies de la cama, la blusa gris abierta como un abanico sobre una silla, sus bragas depositadas como una pálida sombra en la alfombra, su sujetador colgado por una de sus tiras en el tocador. Echado allí casualmente, tenía el aspecto de una prenda necia e indecente, moldeada y cortada con precisión y con un aspecto quirúrgico, a pesar de todos sus encajes y refinamientos. Sin embargo, Mattie lo arreglaría todo por la mañana, recogería su ropa interior para lavarla, y colgaría chaquetas y faldas en el armario guardarropa. Y ella permanecería en la cama, con la bandeja del desayuno sobre las rodillas y contemplaría aquella actividad; después se levantaría, se bañaría, se vestiría y se enfrentaría al mundo, inmaculada como siempre.

Había sido la habitación de Anne Berowne y ella se instaló allí después de su matrimonio. Paul sugirió que cambiaran de dormitorio, pero ella no vio razón alguna para dormir en una habitación más pequeña, inferior, privada de la vista del jardín de la plaza, simplemente porque aquella había sido la cama de Anne. Primero había sido la habitación de Anne, después la de Paul y ella, más tarde fue solamente suya, pero siempre sabiendo que él dormía al otro lado de la puerta. Y ahora era absolutamente suya. Recordó aquella tarde en que por primera vez se encontraron juntos en el dormitorio después de casarse, y la voz de él, tan formal que ella apenas la reconoció. Era como si estuviera enseñando la casa a un presunto comprador.

– Puede interesarte elegir unos cuadros; hay unos cuantos en el salón pequeño. A Anne le agradaban las acuarelas y la luz es aquí propicia para ellas, pero no es necesario que las conserves.

A ella no le importaban aquellas pinturas que le parecieron más bien unos paisajes ingleses insulsos e insignificantes, obra de unos pintores que, al parecer, Paul creía que ella debiera reconocer. Seguían sin importarle, y ni siquiera valía la pena cambiarlas, pero desde su primer acto de posesión, el dormitorio pareció adquirir una personalidad diferente: más blanda, más lujosa, más perfumada y femenina. Y, gradualmente, se llenó como si fuera una tienda de antigüedades indiscriminadamente abastecida. Había recorrido la casa y había trasladado a su habitación aquellos muebles, aquellos objetos disparatados de los que se había encaprichado, como si violara obsesivamente la casa, sin dejar espacio para aquellos espectros repudiados pero insidiosos. Un jarrón Regencia de dos asas bajo una campana de cristal y lleno de flores multicolores elaboradamente confeccionadas a base de conchas, una arquilla Tudor de madera y bronce dorado, decorada con óvalos de porcelana con pastores y pastoras, un busto de John Soane sobre un pedestal de mármol, una colección de tabaqueras del siglo XVIII, sacadas de su vitrina y que ahora estaban esparcidas sobre el tocador. Sin embargo, todavía había fantasmas, fantasmas vivientes, voces en el aire que ningún objeto, por más que fuese deseado, tenía poder para exorcizar. Reclinada en aquellas almohadas perfumadas, volvía a encontrarse en su cama de mimbre, una niña de doce años que yacía rígida y sin poder dormir, con las manos aferrando las ropas de la cama. Fragmentos de discusiones interminables oídas a medias a lo largo de semanas y meses, y después sólo comprendidas en parte, habían acudido a la vez formando un todo coherente, refinado por su imaginación y ahora inolvidable. Primero, la voz de su madre:

– Creía que tú querías la custodia de los niños. Tú eres su padre.

– ¿Y dejarte a ti libre de responsabilidades, para que te diviertas en California? Oh, no, querida, tú eras la que querías tener hijos, y ahora te quedas con ellos. Supongo que Frank no regateará al encontrarse con un par de hijastros, ¿verdad? Pues bien, ya los tiene. Espero que le gusten.

– Ellos son ingleses. Su lugar está aquí.

– ¿Qué le dijiste a él? ¿Que irías allí sin ningún fardo a cuestas? ¿Un poco deteriorada, querido, pero libre por fin? El lugar de ellos está junto a su madre. Incluso una perra tiene algún instinto maternal. Te los llevas o me opondré al divorcio.

– Dios mío, ¡es que son tus hijos! ¿No te importan? ¿Es que no los quieres?

– Lo habría hecho si tú me lo hubieras permitido, y si se parecieran algo menos a ti. Tal como están las cosas, me son totalmente indiferentes. Tú quieres libertad, y yo también.

– Está bien, nos los repartiremos; yo me quedaré con Barbie y tú con Dicco. El lugar de un niño es junto a su padre.

– Entonces, tendremos una dificultad. Sería mejor que consultaras al padre, es decir, si es que sabes quién fue. Te ruego que le entregues a Dicco. Yo no me interpondré en su camino. Si hubiera algo de mí en ese chico, lo habría reconocido. Es grotesco.

– ¡Dios mío, Donald, eres un hijo de puta!

– Oh, no, querida, no soy yo el hijo de puta de esta familia.

Pensó: «No escucharé, no recordaré, no pensaré en ello», y apretó el pulsador de volumen, permitiendo que aquellas voces roncas percutieran en sus oídos. No oyó abrir la puerta, pero de pronto hubo un rectángulo de luz pálida y Dicco apareció allí, con su batín hasta las rodillas y con sus rizados cabellos formando un halo enmarañado. Permaneció contemplándola en silencio y después atravesó descalzo, la habitación y los muelles de la cama vibraron al instalarse él junto a ella. Dicco preguntó:

– ¿No puedes dormir?

Ella apagó el televisor, sintiendo aquella sensación familiar de culpabilidad.

– Estaba pensando en Silvia y en nuestro padre.

– ¿Cuál? ¡Hemos tenido tantos!

– El primero. Nuestro padre de verdad.

– ¿Nuestro padre de verdad? Nuestro padre de mentira, dirás. Me pregunto si habrá muerto ya. El cáncer era demasiado bueno para él. No pienses en ellos, piensa en el dinero. Eso siempre es un consuelo. Piensa en ser libre, en ser tú misma. Piensa en lo bien que quedas siempre vestida de negro. No estarás asustada, ¿verdad?

– No, claro que no. No hay nada de qué asustarse. Dicco, vuelve a la cama.

– A su cama. ¿Lo sabías, verdad? Sabes dónde estoy durmiendo. En su cama.

– A Mattie eso no le va a gustar, ni tampoco a lady Ursula. ¿Por qué no puedes dormir en el cuarto de invitados? ¿O volver a casa de Bruno?

– Bruno no quiere verme en su apartamento. Nunca le ha gustado. No hay espacio allí. Y yo no me sentía cómodo. Supongo que deseas que me sienta cómodo. Y me estoy cansando ya de Bruno. Mi lugar está aquí. Soy tu hermano. Esta es ahora tu casa. No te estás mostrando muy amable conmigo, Barbie. Yo creía que me querías tener cerca de ti, por si querías hablar esta noche, hacerme confidencias, confesiones. Vamos, Barbie, confiesa. ¿Quién crees que lo mató?

– ¿Cómo voy a saberlo? Supongo que alguien entró allí, un ladrón, otro vagabundo, alguien que quería robar la colección de la iglesia. No quiero hablar de eso.

– ¿Es eso lo que cree la policía?

– Supongo que sí. En realidad, no sé lo que creen.

– Entonces yo puedo decírtelo. Creen que era una iglesia muy poco apropiada para que la eligiera un ladrón. Es decir, ¿qué había allí que valiera la pena robar?

– Hay cosas en el altar, supongo. Candelabros, una cruz… Las había en la iglesia cuando yo me casé.

– Yo no estuve cuando te casaste, Barbie. No me invitaste, ¿recuerdas?

– Paul quería una boda muy discreta, Dicco. ¿Qué importa eso?

Y eso, pensó, fue otra cosa en la que Paul la estafó. Ella había imaginado una boda a lo grande, con ella flotando en el pasillo de Saint Margaret en Westminster, con el brillo del satén blanco, un velo como una nube, las flores, la multitud, los fotógrafos. En cambio, él había sugerido el despacho de un registro civil y, cuando ella protestó, insistió en la iglesia de su parroquia local y la más modesta de las ceremonias, casi como si aquella boda fuese algo de lo que avergonzarse, algo furtivo e indecente.

La voz de Dicco llegó hasta ella en un murmullo bajo e insinuante:

– Pero ya no los guardan en el altar, al menos por la noche. Las cruces y los candelabros los encierran en otro sitio. Las iglesias están oscuras, vacías. No hay plata ni oro, ni luces. Nada. ¿No crees que es entonces cuando su Dios baja de la cruz y camina hasta el altar, para encontrar que sólo hay una mesa de madera con un trozo de tela barata clavada a su alrededor?

Ella se estremeció bajo las sábanas.

– No digas tonterías, Dicco. Ve a acostarte.

Él se inclinó hacia adelante, y aquella cara tan parecida a la de ella, pero al mismo tiempo tan diferente, brilló a un palmo de sus ojos, hasta el punto de que ella pudo ver las gotas de sudor en su frente y oler el vino en su aliento.

– Aquella enfermera, Theresa Nolan, que se mató… ¿Era Paul el padre de su bebé?

– ¡Claro que no! ¿Por qué ha de hablar todo el mundo de Theresa Nolan?

– ¿Y quién habla de ella? ¿Es que la policía hizo preguntas sobre ella?

– No me acuerdo. Creo que preguntaron por qué se marchó de aquí. Algo por el estilo. No quiero pensar en ello.

La risa blanda e indulgente de él fue como una conspiración.

– Barbie, tienes que pensar. No puedes ir por la vida sin pensar en las cosas, sólo porque te resulten inconvenientes o desagradables. El crío era de él, ¿verdad? Eso es lo que hizo tu marido mientras tu andabas jugueteando por ahí con tu amante; él se tiraba a la enfermera de su madre. Y esa otra chica, Diana Travers, la que se ahogó… ¿Qué hacía en esta casa?

– Ya sabes tú lo que hacía. Ayudar a Mattie.

– Una ocupación peligrosa, sin embargo, la de trabajar para tu marido, ¿no crees? Mira, si alguien mató a Paul fue una persona muy lista y muy astuta; alguien que sabía que él se encontraba en aquella iglesia, alguien que sabía dónde podía encontrar al alcance de la mano una navaja bien afilada, alguien que tenía los bemoles necesarios para correr un riesgo enorme, alguien acostumbrado a cortar carne humana. ¿Conoces a alguien con esas características, Barbie? ¿Sí? Es una suerte, ¿verdad?, que tú y Stephen tengáis una coartada.

– ¿Y tú también tienes una coartada?

– Y Mattie, claro está. Y lady Ursula. Y Halliwell. No deja de resultar sospechoso que haya tantas coartadas a toda prueba. ¿Y qué me dices de Sarah?

– No he hablado con ella.

– Pues bien, esperemos que ella no tenga también una coartada, pues en ese caso la policía empezará a olerse una especie de conspiración. Cuando me telefoneaste para decirme que se disponía a jugarte alguna pasada te dije que no pasaría nada. Pues bien, así ha sido. Te dije que no te preocuparas por el dinero. Pues bien, no tienes por qué preocuparte. Todo es tuyo.

– No será tanto.

– Vamos, Barbie, el suficiente. Para empezar, la casa, que debe de valer su buen millón de libras. Y él tenía un seguro, ¿no es así? ¿Había tal vez una cláusula sobre el suicidio? Eso sí que sería enojoso.

– El señor Farrell dijo que no la había. Yo se lo pregunté.

De nuevo resonó aquella blanda risa interna, algo entre un gruñido y un gorgorito.

– ¿Conque en realidad llegaste a preguntarle por lo del seguro? Veo que no pierdes el tiempo, ¿verdad? ¿Y eso es lo que creen los abogados? ¿Que Paul se mató?

– Los abogados nunca hablan. El señor Farrell me dijo que no hablara con la policía de no estar él presente.

– La familia no quiere que sea un suicidio; prefiere que haya sido asesinado. Y tal vez lo fue. Si hubiera querido matarse él mismo, ¿por qué no utilizó la pistola? La pistola de su hermano. Nadie se corta la garganta si tiene una pistola a mano. Y no le faltaría munición, ¿verdad?

– ¿Munición?

– Balas. ¿Dónde está la pistola? ¿Sigue en su caja fuerte?

– No, no sé dónde está.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no sabes dónde está? ¿La has buscado?

– Ayer, después de marcharse él. No la pistola; yo quería buscar unos papeles, su testamento. Abrí la caja fuerte y la pistola no estaba allí.

– ¿Estás segura?

– Claro que estoy segura. Es una caja fuerte muy pequeña.

– Y no dijiste nada a la policía, naturalmente. No resultaría fácil explicar por qué querías echarle un vistazo al testamento de tu marido pocas horas antes de que él muriese tan convenientemente.

– No he hablado de esto con nadie. Por otra parte, ¿cómo sabías tú lo de la pistola?

– ¡Dios mío, Barbie, eres extraordinaria! A tu marido le han rajado la garganta, su pistola ha desaparecido, y tú no dices nada a nadie.

– Supongo que se deshizo de ella. Además, ¿qué puede importar? Al fin y al cabo, no se pegó un tiro. Dicco, ve a acostarte. Estoy cansada.

– Pero no te inquieta lo de la pistola, ¿verdad que no? Barbie, ¿por qué no te inquieta eso? Porque sabes quién la cogió, ¿no es así? Lo sabes, o lo sospechas. ¿Quién fue, lady Ursula, Halliwell, Sarah, tu amante?

– ¡Claro que no lo sé! Dicco, déjame en paz. Estoy cansada. No quiero seguir hablando. Quiero dormir.

Las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Era injusto por parte de él trastornarla de aquella manera. Se sentía ahora intensamente apesadumbrada al pensar en ella, viuda, sola, vulnerable. Y embarazada. Lady Ursula no quería que ella hablara todavía con nadie acerca del bebé, ni con la policía ni con Dicco. Sin embargo, éste habría de enterarse en algún momento u otro. Todo el mundo se enteraría. Y deberían saberlo para que pudieran ocuparse de ella, ver que ella no se sentía preocupada. Paul hubiera cuidado de ella, pero Paul ya no estaba presente. Y ella no le había hablado de su embarazo hasta el día antes por la mañana. Ayer. Pero no quería pensar en aquel ayer, no ahora, ni tampoco nunca más. Y la película iba a empezar ya. Una reposición de un film de Hitchcock, y a ella siempre le había gustado Hitchcock. No era justo por parte de Dicco entrar allí, acosarla y obligarla a recordar.

Él sonrió y le dio una palmadita en la cabeza como lo hubiera hecho con un perro, y seguidamente se marchó. Ella esperó hasta que se cerró la puerta y tuvo la certeza de que él no volvería, y entonces oprimió el pulsador del televisor. La pantalla se iluminó y empezaron a desfilar los créditos del programa anterior. Había acertado el momento justo. Se acomodó entre sus almohadas, manteniendo bajo el volumen para que él no lo oyera.

IX

Massingham se había entretenido en el Yard más tiempo del estrictamente necesario y faltaba un minuto para la medianoche cuando llegó en su coche a la villa de Saint Petersburgh Place. Pero la luz de la planta baja todavía estaba encendida, lo que indicaba que su padre aún no se había acostado. Dio vuelta a la llave en la cerradura con la mayor discreción posible, y abrió la puerta con tanta precaución como si estuviera procediendo a una irrupción ilegal. Sin embargo, esto no sirvió de nada. Su padre debía de haber estado esperando el ruido del coche. Casi inmediatamente, se abrió la puerta de la pequeña sala de estar de la parte anterior de la casa y lord Dungannon apareció en ella. Las palabras «bufón en zapatillas» se iluminaron en la mente de Massingham, trayendo con ellas aquel peso ya familiar de compasión, irritación y culpabilidad.

Su padre dijo:

– Vaya, veo que ya has llegado, mi querido muchacho. Purves acaba de servir la bandeja del grog. ¿Quieres acompañarme?

Su padre nunca solía llamarle «mi querido muchacho». Eran unas palabras que sonaban a falsas, a ensayadas, a ridículas. Y, al responder, su voz dio la misma nota de embarazosa falsedad.

– No, gracias, papá. Prefiero ir a acostarme. Ha sido un día muy atareado. Estamos trabajando en el caso Berowne.

– Claro. Berowne. Ella era lady Ursula Stollard antes de casarse. Tu tía Margaret fue presentada en sociedad el mismo año, Pero debe de tener más de ochenta años. Su muerte no ha podido sorprender a nadie.

– No es lady Ursula la que ha muerto, papá. Es su hijo.

– Pero si a Hugo Berowne lo mataron en Irlanda del Norte…

– No es Hugo, es Paul.

– Paul. -Su padre pareció digerir este nombre y después dijo-: Entonces, claro está, debo escribirle unas líneas a lady Ursula. Pobre mujer. Si estás seguro de que no te apetece entrar aquí…

Su voz, que desde abril había adquirido el tono trémulo propio de un anciano, se quebró. Pero Massingham subía ya, precipitadamente, por la escalera. Al llegar al rellano, se detuvo y miró desde la baranda, esperando ver a su padre retirarse, con paso incierto, hacia la sala de estar, en busca de su soledad y su whisky. Sin embargo, el anciano seguía plantado allí, mirándolo desde abajo con lo que parecía ser una fijeza casi indecente. Bajo la luz intensa de la lámpara del vestíbulo, vio con claridad lo que los últimos cinco meses habían hecho en las duras facciones de aquel Massingham. Parecía como si la carne hubiera resbalado desde los huesos, de modo que la nariz ganchuda sobresalía de la piel como el filo de un cuchillo, mientras las mejillas colgaban formando unas fláccidas bolsas que recordaban la carne de un ave desplumada. El cabello llameante de los Massingham estaba blanqueado y había adquirido ahora el color y la textura de la paja. Pensó: «Parece tan arcaico como un dibujo de Rowlandson». La edad nos convierte a todos en caricatura. No es extraño que la temamos.

Al subir por el breve tramo de peldaños hasta su piso, se encontró sumido en la confusión de siempre Aquello, realmente, se estaba haciendo intolerable. Tenía que marcharse de allí, y pronto. Pero ¿cómo? Aparte de una breve temporada alojado en la Sección, había vivido en sus habitaciones separadas de la casa de sus padres, desde que entró en la policía. Mientras su madre vivió, este arreglo le había resultado más que conveniente. Sus padres, absorbidos el uno en el otro como siempre habían estado desde que se casara su padre, ya bien cumplidos los cuarenta años, le habían dejado siempre en paz, apenas advirtiendo si entraba o salía. La puerta principal, que todos compartían, había sido un inconveniente en este sentido, pero nada más. Él había vivido confortablemente, pagando un alquiler nominal, había ahorrado dinero y se había dicho siempre que se compraría su propio piso cuando estuviera dispuesto para ello. Incluso le era posible llevar sus asuntos amorosos en privado, y al propio tiempo recurrir al menguado personal de servicio de su madre si deseaba que le preparasen una comida, que le lavaran la ropa, que le limpiaran sus habitaciones o que le subieran a ellas sus cosas.

Pero con la muerte de su madre, en el mes de abril, todo esto había cambiado. Mientras la Cámara de los Lores celebraba sus sesiones, su padre seguía las rutinas habituales, saliendo de la casa con su pase de autobús para tomar el número 12 o el 88 hasta Westminster, almorzando en la Cámara y, de vez en cuando, dormitando durante los debates de la tarde. Pero los fines de semana, y sobre todo en la temporada de vacaciones parlamentarias, se había convertido en un ser tan posesivo como pudiera serlo una mujer, acechando las idas y venidas de su hijo con un interés casi obsesivo, escuchando el rumor de su llave en la cerradura, y presentando sus peticiones, discretas pero al mismo tiempo desesperadas, de compañía. Los dos hermanos más jóvenes de Massingham todavía estudiaban y escapaban de la presencia de su padre durante los días de fiesta ya que se quedaban en casa de amigos suyos. Su única hermana estaba casada con un diplomático y vivía en Roma. Otro hermano se encontraba en la escuela militar de Sandhurst. Así pues, la carga recaía casi totalmente sobre él. Y ahora sabía que incluso el alquiler que él pagaba se había convertido finalmente en una contribución necesaria, casi tan importante para los recursos cada vez más disminuidos de su padre como el pago diario de su dieta de asistencia en la Cámara de los Lores.

Súbitamente arrepentido, pensó: «Hubiera podido dedicarle diez minutos». Diez minutos de embarazosa falta de comunicación, de vana charla sobre su tarea, que, hasta el momento, su padre jamás había considerado merecedora de interés. Diez minutos de aburrimiento sólo aliviado en parte por el alcohol, y que crearían un precedente para otras noches de aburrimiento en el futuro.

Cerrando la puerta de su piso detrás de él, pensó en Kate Miskin, que se encontraba a menos de tres kilómetros más al oeste, relajándose en su casa, sirviéndose una copa, libre de responsabilidad, libre de sentimientos de culpabilidad, y experimentó una oleada de envidia y de rencor irracional tan intensa que casi llegó a persuadirse a sí mismo de que todo era culpa de ella.