175405.fb2 Sabor a muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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CUARTA PARTE. Tretas y deseos

I

El Black Swan, a pesar de su nombre, no procedía de un pub a orillas del río, sino que su origen era una elegante villa de dos plantas construida a principios de siglo por un próspero pintor de Kensington que buscaba un retiro para los fines de semana, rodeado por una tranquila campiña y con vistas al río. Después de la muerte del pintor, había pasado por las usuales vicisitudes de una residencia privada demasiado húmeda y situada en un lugar poco adecuado para servir como hogar permanente, y demasiado grande como chalet para fines de semana. Había sido un restaurante durante veinte años, manteniendo su nombre original, pero no floreció hasta que Jean Paul Higgins la adquirió en 1980, le puso un nuevo nombre, construyó un nuevo comedor con amplios ventanales ante el río y los lejanos prados, contrató un cocinero francés, unos camareros italianos y un conserje inglés, y se dispuso a conseguir su primera y modesta mención en The Good Food Guide. La madre de Higgins era francesa y evidentemente él había decidido que, como restaurateur, era este ala de su familia la que más le convenía destacar. Sus empleados y clientes le llamaban monsieur Jean Paul y era tan sólo el director de su banco el que, con gran pesar por su parte, insistía en saludarle con jovial exuberancia como mister Higgins. Con el director de su banco mantenía excelentes relaciones, por la mejor de las razones: el señor Higgins estaba haciendo buen negocio. En verano, era necesario reservar mesa para almorzar o cenar al menos con tres días de antelación. En otoño y en invierno, había menos trabajo y el menú del almuerzo sólo ofrecía tres platos principales, pero el nivel de la cocina y el servicio nunca variaban. El Black Swan estaba lo bastante cerca de Londres como para atraer a numerosos ciudadanos dispuestos a viajar en coche unos cuarenta kilómetros a fin de disfrutar de las ventajas peculiares del Black Swan: un ambiente atractivo, mesas separadas por una distancia razonable, bajo nivel de ruidos, ausencia de músicas chillonas, un servicio poco ostentoso, discreción y una comida excelente.

Monsieur Jean Paul era bajo y moreno, con ojos melancólicos y un delgado bigote que le daba la apariencia de un actor francés de teatro, impresión que se reforzaba cuando hablaba. Él en persona saludó a Dalgliesh y Kate en la puerta, con una cortesía espontánea que parecía indicar que nada podía haber deseado tanto como una visita de la policía. Sin embargo, Dalgliesh observó que, a pesar de la hora temprana y la tranquilidad reinante en el establecimiento, se les hacía pasar a su despacho privado en la parte posterior del edificio, y ello con la mayor prontitud. Higgins pertenecía a la escuela que cree, no sin razón, que incluso cuando la policía visita a alguien vestida de paisano y sin pegar puntapiés a las puertas, no por ello deja de ser, inconfundiblemente, la policía.

A Dalgliesh no le pasó desapercibida su rápida mirada sopesando a Kate Miskin, la expresión rápidamente disimulada de sorpresa, y en seguida de aprobación. Ella llevaba unos pantalones de gabardina de color beige con una bien cortada chaqueta a cuadros, sobre un jersey de cachemira con el cuello vuelto, y los cabellos recogidos detrás en una corta pero gruesa trenza. Dalgliesh se preguntó si Higgins esperaba que una policía de paisano hubiera de tener el aspecto de una corpulenta arpía vestida de satén negro y con una gabardina encima.

Les ofreció bebidas, al principio cuidadosamente ambiguo al respecto, y después más explícito. Dalgliesh y Kate aceptaron café. Éste llegó en seguida, servido por un camarero joven con chaquetilla blanca, y era excelente. Cuando Dalgliesh tomó su primer sorbo, Higgins lanzó un breve suspiro de alivio como si su huésped, ahora irrevocablemente comprometido, hubiera perdido parte de su poder.

Dalgliesh dijo:

– Como espero que sepa ya, estarnos investigando la muerte de sir Paul Berowne. Es posible que tenga usted información apta para ayudar a rellenar algunas de las lagunas existentes.

Jean Paul extendió las palmas de la mano y adoptó en seguida el papel del francés voluble. Sin embargo, sus ojos melancólicos se mantenían alerta.

– ¡La muerte de sir Paul, tan terrible, tan trágica! Me pregunto adónde va el mundo, cuando resultan posibles estas violencias. Pero ¿cómo puedo yo ayudar al comandante? Él fue asesinado en Londres, no aquí, gracias a Dios. Si es que fue asesinato. Existen rumores de que tal vez el propio sir Paul… Pero también esto sería terrible, para su esposa tal vez más terrible que el asesinato.

– ¿Venía aquí con frecuencia?

– De vez en cuando, no con frecuencia. Era un hombre muy ocupado, desde luego.

– No obstante, lady Berowne venía aquí más a menudo, y tengo entendido que con su primo, ¿no es así?

– Una dama deliciosa. Adornaba mi comedor. Pero, claro está, uno no siempre se da cuenta de quién come con quién. Nosotros nos concentramos en la comida y en el servicio. Comprenderá que nosotros no somos escritores de chismes.

– Pero supongo que recordará si estuvo cenando con su primo, el señor Stephen Lampart, el martes de esta semana, hace tan sólo tres días.

– El diecisiete. Así es. Se sentaron a las nueve menos veinte minutos. Es una pequeña manía mía la de anotar la hora en que cada cliente se sienta a la mesa. La reserva era para las nueve menos cuarto, pero llegaron un poco antes. Tal vez monsieur quiera inspeccionar el libro…

Abrió el cajón de su escritorio y sacó el libro. Obviamente, pensó Dalgliesh, había estado esperando una visita de la policía y había colocado esta prueba al alcance de su mano. Junto al nombre de Lampart la hora estaba escrita con claridad. Y no había ninguna señal de que las cifras hubieran sido alteradas.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Cuándo se reservó la mesa?

– Aquella misma mañana. A las diez y media, creo. Siento no poder ser más preciso.

– Entonces tuvo suerte al conseguirla…

– Siempre podemos encontrar una mesa para un antiguo y estimado cliente. Pero, desde luego, es más fácil si se hace reserva. Esta llamada telefónica fue suficiente.

– ¿Qué aspecto tenían el señor Lampart y lady Berowne cuando llegaron?

Los ojos oscuros miraron con reproche a los suyos, como si protestaran en silencio contra una pregunta tan carente de tacto.

– ¿Qué aspecto podían tener, comandante? Dos personas hambrientas. -Seguidamente, añadió, como si temiera que su respuesta hubiera sido imprudente-: Como de costumbre. La dama siempre se muestra simpática, muy amable. Se alegraron de que pudiera ofrecerles su mesa predilecta, en el rincón y junto a la ventana.

– ¿A qué hora se marcharon?

– A las once o poco más tarde. Nadie se apresura ante una buena cena.

– ¿Y durante la cena? Supongo que hablarían…

– Hablaron, monsieur. En una cena, es un placer compartir una buena comida, un buen vino y una buena charla con una persona amiga. Pero, en cuanto a lo que dijeran, nosotros no escuchamos nunca, comandante. Nosotros no somos la policía. Comprenderá que se trata de buenos clientes.

– A diferencia de algunos de los clientes que tuvo usted aquí la noche en que Diana Travers se ahogó. Supongo que tuvo tiempo para fijarse en ellos.

Higgins no mostró sorpresa ante este súbito cambio en el interrogatorio. Extendió las manos con un gesto de resignación muy francés.

– Por desgracia, ¿a quién podían pasarle por alto? No eran de la clase de clientes a los que solemos atraer aquí. Durante la cena, se comportaron bien, pero después… Bien, la cosa no fue agradable. Me sentí aliviado cuando salieron del comedor.

– Tengo entendido que sir Paul Berowne no formaba parte del grupo de su esposa.

– Exactamente. Cuando llegaron, el señor Lampart dijo que sir Paul esperaba reunirse con ellos más tarde, a tiempo para tomar un café. Sin embargo, como debe saber, telefoneó a las diez, o tal vez algo más tarde, y dijo que no le sería posible venir.

– ¿Quién contestó a esta llamada?

– Henry, mi conserje. Sir Paul quiso hablar conmigo, y Henry me avisó en seguida.

– ¿Reconoció la voz de sir Paul?

– Como he dicho, él no venía aquí muy a menudo, pero conocía su voz. Era una voz… ¿cómo le diría? Una voz característica, sorprendentemente parecida a la de usted, comandante, si me permite decirlo. No podría jurarlo, pero en aquel momento no tuve la menor duda acerca de quién me estaba hablando.

– ¿Y ahora tiene alguna duda?

– No, comandante, no puedo decir que la tenga.

– En cuanto a los dos grupos que vinieron a cenar, el del señor Lampart y el de los jóvenes, ¿se mezclaron entre sí, se saludaron unos a otros?

– Tal vez lo hicieran al llegar, pero las mesas no estaban próximas.

Él debió de encargarse de ello, pensó Dalgliesh. Si hubiera existido el menor signo de embarazo por parte de Barbara Berowne, o de insolencia por parte de su hermano, Higgins lo habría advertido.

– Con respecto a los miembros del grupo de Diana Travers, ¿los había visto antes aquí?

– Que yo recuerde, no, excepto el señor Dominic Swayne. Ha cenado aquí un par de veces con su hermana, pero han pasado ya varios meses desde la última vez. Sin embargo, en cuanto a los demás no puedo estar seguro.

– ¿No dejaba de ser extraño que el señor Swayne no estuviera incluido en la cena de cumpleaños de lady Berowne?

– Monsieur, no me incumbe a mí dictaminar a quién deben invitar mis clientes. Sin duda, habría sus razones. Sólo había cuatro personas en el grupo del cumpleaños, una reunión íntima. La mesa estaba bien equilibrada.

– ¿Pero se habría desequilibrado si hubiese llegado sir Paul?

– Así es, pero sólo se le esperaba para tomar café y, después de todo, era el esposo de la dama.

Dalgliesh pasó a interrogar a Higgins sobre los hechos que condujeron al accidente de Diana Travers.

– Como he dicho, me alegré cuando aquellos jóvenes abandonaron el comedor y, a través del invernadero, pasaron al jardín. Se llevaron dos botellas de vino. No era el mejor clarete, pero para ellos era suficientemente aceptable. A mí no me gusta ver tratar mi vino como si fuera cerveza. Se oyeron muchas risas y me preguntaba si debía enviar a Henry o Barry para que les hicieran una advertencia, pero se alejaron por la orilla hasta dejar de oírse. Fue allí donde encontraron aquella barcaza. Estaba amarrada, atracada podríamos decir, en un pequeño islote, unos ochenta metros aguas arriba. Ahora, desde luego, la han retirado de allí. Tal vez no hubiera debido estar, pero ¿por qué voy a culparme yo? No eran niños, aunque se comportaban como tales. Yo no puedo controlar lo que hagan mis clientes cuando se encuentran fuera de mi propiedad, y de hecho tampoco cuando están aquí.

Había utilizado la palabra «culpar», pero el pesar sonó a hueco. Ninguna voz hubiera podido expresar menos preocupación. Dalgliesh sospechó que Higgins sólo se culpaba de una cena echada a perder o de un servicio deficiente. Prosiguió:

– Lo siguiente que sé es que el chef me llamó desde la puerta del comedor. Comprenderá que esto era poco usual. Inmediatamente comprendí que había ocurrido algo. Salí en seguida. En la cocina estaba una de las chicas llorando y diciendo que esa otra chica, Diana, estaba muerta, ahogada. Fuimos a la orilla del río. La noche era oscura, ¿comprende? Con las estrellas muy altas y luna menguante. Sin embargo, llegaba algo de luz desde el aparcamiento de coches, que siempre está bien iluminado, y también un poco desde las cocinas de la casa. Sin embargo, me llevé conmigo una linterna. Monsieur puede imaginarse la escena. Las chicas llorando, uno de los jóvenes trabajando con la accidentada, el señor Swayne de pie y con sus ropas chorreando. Marcel se hizo cargo de la respiración artificial -tiene muchas habilidades, y ésta es una de ellas- pero no sirvió de nada. Vi que estaba muerta. Los muertos no son como los vivos, monsieur, nunca, nunca,,.

– ¿Y la chica estaba desnuda?

– Como sin duda le habrán dicho ya. Se había quitado toda la ropa y se había zambullido para nadar. Fue una gran imprudencia.

Reinó un silencio mientras él rememoraba aquella imprudencia. Después, Dalgliesh dejó sobre la mesa su taza de café y dijo:

– Fue oportuno que el señor Lampart estuviera cenando aquí aquella noche. Resultaba natural, desde luego, apelar a su ayuda.

Los ojos oscuros, cuidadosamente privados de toda expresión, miraron fijamente a los suyos.

– Fue lo primero que se me ocurrió, comandante, pero ya era demasiado tarde. Cuando llegué al comedor, me dijeron que el grupo del señor Lampart acababa de marcharse. Yo mismo vi el Porsche cuando tomaba la curva del camino de entrada.

– Por consiguiente, ¿el señor Lampart pudo haber ido a buscar su coche al aparcamiento, poco antes de que usted se enterase de la tragedia?

– Es posible, desde luego. Tengo entendido que el resto del grupo le esperó ante la puerta.

– Seguramente, un final un tanto apresurado de aquella velada…

– Lo de apresurado no puedo decírselo, pero el grupo se había reunido temprano, poco después de las siete. En caso de que sir Paul hubiera podido reunirse con ellos, sin duda se habrían quedado hasta más tarde.

Dalgliesh dijo:

– Se ha sugerido que sir Paul pudo haber llegado aquí aquella noche, a pesar de todo.

– Lo he oído decir, comandante. Hubo una mujer que vino a interrogar a mi personal. No fue agradable. Yo no me encontraba aquí en aquellos momentos, pero me las hubiera tenido con ella. Puedo asegurarle que nadie vio a sir Paul aquella noche. Y su coche tampoco fue visto en el aparcamiento. Pudo haber estado allí, pero no fue visto. Y me pregunto qué puede tener esto que ver con su muerte.

Generalmente, Dalgliesh podía decir cuándo conseguía la verdad y cuándo sólo obtenía parte de ella. Era menos cuestión de instinto que de experiencia. Y Higgins estaba mintiendo. Decidió entonces hacer un intento y dijo:

– Sin embargo, alguien vio a sir Paul Berowne aquella misma noche. ¿Quién fue?

– Monsieur, yo le aseguro…

– Necesito saberlo y estoy dispuesto a quedarme aquí hasta conseguirlo. Si quiere verse libre de nosotros, un deseo perfectamente lógico por su parte, lo conseguirá antes contestando a mis preguntas. El veredicto en la encuesta fue el de muerte accidental. Nadie, que yo sepa, ha sugerido que fuese otra cosa. Ella había comido demasiado, había bebido demasiado, se vio prendida entre los juncos y se apoderó de ella el pánico. Tiene un interés puramente académico el que muriese a causa de un corte de digestión o que se ahogara. Por consiguiente, ¿qué está usted ocultando y por qué?

– No ocultamos nada, comandante, absolutamente nada. Pero, como usted acaba de decir, aquella muerte fue un accidente. Por consiguiente, ¿por qué causar problemas? ¿Por qué incrementar el pesar? Y uno no puede estar seguro. Una figura que caminaba rápidamente, medio vista en la oscuridad, en la sombra del seto, ¿quién puede decir quién era?

– Por consiguiente, ¿quién le vio? ¿Henry?

Fue menos una afortunada suposición que una asunción razonable. Casi con toda seguridad, Berowne no se había dejado ver en el recinto y el portero era el miembro del personal que con mayor probabilidad pudo haberse encontrado fuera del edificio.

– Fue Henry, sí.

Higgins admitió el hecho con una triste expresión de derrota. Sus ojos tristones miraron con reproche a Dalgliesh como si dijera: «He intentado ayudar, les he dado información y café, y vean ahora qué he sacado con ello».

– Entonces, tal vez será mejor que lo haga venir. Y me gustaría hablar con él a solas.

Higgins levantó el receptor del teléfono y marcó un solo número, lo que le puso en comunicación con la entrada principal. Henry contestó y fue convocado al despacho. Cuando apareció, Higgins dijo:

– Le presento al comandante Dalgliesh. Por favor, explíquele lo que creyó ver aquella noche en que la joven se ahogó.

Después, le dirigió una mirada casi de tristeza, se encogió de hombros y se retiró. Henry, imperturbable, se mantenía en posición de firmes. Dalgliesh observó que tenía más edad de lo que su figura erguida y arrogante parecía sugerir. Desde luego, estaba más cerca de los setenta que de los sesenta.

Le preguntó:

– Ha servido usted en el ejército, ¿verdad?

– Sí, señor, en los Gloucesters.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí para el señor Higgins, para monsieur Jean Paul?

– Cinco años, señor.

– ¿Vive usted aquí?

– No, señor. Mi esposa y yo vivimos en Cookham. Es un lugar que nos cae muy bien. -Y añadió, como si esperase que un toque personal demostrase su buena voluntad para cooperar sinceramente-: Tengo mi pensión del ejército, pero un pequeño extra no le sienta mal a nadie.

Y no debía de ser tan pequeño, pensó Dalgliesh. Allí, probablemente las propinas eran generosas y la mayor parte de ellas, dada la fragilidad humana ante las depredaciones del fisco, debían de considerarse como libres de impuesto. Henry estaría deseoso de conservar su empleo.

Le dijo:

– Estamos investigando la muerte de sir Paul Berowne. Nos interesa todo lo que pudiera ocurrirle durante las últimas semanas de su vida, por más que los detalles puedan parecer irrelevantes o poco importantes. Al parecer, él estuvo aquí la noche del siete de agosto, y usted le vio.

– Sí, señor, atravesando el aparcamiento de los coches. Aquella noche, uno de nuestros clientes se disponía a marcharse y yo fui a buscarle su Rolls. No tenemos personal en el aparcamiento, señor, y esa tarea me apartaría a mí de la puerta principal demasiado a menudo. Pero, de vez en cuando, hay clientes que prefieren que se les aparque el coche y que me entregan sus llaves al llegar. Antonio, uno de los camareros, me avisó que uno de esos clientes se disponía a marcharse y yo fui a buscarle el coche. Me encontraba allí, metiendo la llave en la cerradura, cuando vi a sir Paul atravesar el aparcamiento y caminar junto al seto, en dirección a la salida que conduce al río.

– ¿Qué seguridad puede tener de que se tratara de Sir Paul Berowne?

– Toda la seguridad, señor. No viene aquí muy a menudo, pero tengo buen ojo para las caras.

– ¿Sabe qué coche conduce?

– Un Rover negro, creo. Una matrícula A. No puedo recordar el número.

No puede o no quiere, pensó Dalgliesh. Sería difícil identificar un Rover negro, pero el número de matrícula era una prueba irrefutable. Preguntó:

– ¿Y no había ningún Rover negro aparcado, aquella noche?

– No lo vi, señor, y creo que me hubiera dado cuenta.

– ¿Y dice que caminaba con paso vivo?

– Muy vivo, señor; podríamos decir que como si tuviera algún objetivo fijo.

– ¿Cuándo habló usted de esto con monsieur Jean Paul?

– A la mañana siguiente, señor. Me dijo que no era necesario decírselo a la policía. Sir Paul tenía perfecto derecho a pasear junto al río si así se le antojaba. Dijo que sería mejor esperar hasta que se hiciera el juicio. De haber habido señales en el cuerpo, cualquier sugerencia de juego sucio, la cosa habría sido diferente. La policía desearía saber los nombres de todo el que hubiera estado aquí aquella noche. Pero se trató de una muerte por accidente. El juez quedó convencido de que aquella joven se ahogó en el río. Después de esto, monsieur Jean Paul decidió que no dijéramos nada.

– ¿Ni siquiera después de la muerte de sir Paul?

– No creo que monsieur pensara que la información pudiera ser útil, señor. Sir Paul Berowne estaba muerto. ¿Qué podía importar que hubiera dado un paseo junto al río seis semanas antes?

– ¿Ha contado usted esto a alguien más? ¿A alguna otra persona? ¿A su esposa, a alguien que trabaje aquí?

– A nadie, señor. Vino una señora, haciendo preguntas. Aquel día, yo estaba de baja porque no me encontraba bien. Pero si hubiera estado aquí, no hubiera dicho nada, a no ser que monsieur me hubiese indicado que no había inconveniente en ello.

– ¿Y unos diez minutos después de verle usted caminando a través del aparcamiento, sir Paul telefoneó para decir que no podía venir?

– Sí, señor.

– ¿Dijo él desde dónde llamaba?

– No, señor. No pudo haber sido desde aquí. El único teléfono público que tenemos está en el vestíbulo. Hay una cabina telefónica en Mapleton, que es el pueblo más próximo, pero casualmente sé que aquella noche el teléfono estaba estropeado. Mi hermana vive allí y quería telefonearme. Que yo sepa, no hay ninguna otra cabina aquí cerca. Aquella llamada fue todo un misterio, señor.

– Cuando usted mencionó esta cuestión el día siguiente, ¿qué pensaron usted y monsieur acerca de lo que sir Paul podía estar haciendo aquí? Tengo entendido que hablaron ustedes de esta cuestión.

Henry dejó pasar unos momentos y finalmente contestó:

– Monsieur pensó que tal vez sir Paul estaba vigilando a su esposa.

– ¿Espiándola?

– Supongo que es posible, señor.

– ¿Paseando a lo largo del río?

– Tal como usted lo dice, no parece muy probable.

– ¿Y por qué podía interesarle espiar a su esposa?

– Verdaderamente, no estoy muy seguro, señor. No creo que monsieur hablara en serio. Se limitó a decir: «No es nada que nos incumba, Henry. Tal vez esté vigilando a su señora esposa».

– ¿Y esto es todo lo que puede usted decirme?

Henry titubeó y Dalgliesh esperó. Finalmente, el conserje dijo:

– Bueno, hay algo más, señor, pero cuando pienso en ello no deja de parecerme absurdo. El aparcamiento de los coches está bien iluminado, pero él caminaba apresuradamente y a la sombra del seto que hay en el extremo más distante. Sin embargo, había algo en la manera de ajustarse la chaqueta al cuerpo, y también los pantalones. Creo, señor, que había estado en el río, y por eso digo que la cosa resulta absurda. No se estaba alejando del río, señor; estaba caminando hacia él.

Miró a Dalgliesh y a Kate, con los ojos llenos de perplejidad, como si el carácter peculiar de aquella cuestión acabara de despertar su atención.

– Juraría que estaba mojado, señor, totalmente empapado. Pero, como he dicho, caminaba hacia el río, no alejándose de él.

Dalgliesh y Kate habían llegado por separado en coche al Black Swan. Ahora, ella regresaba directamente al Yard y él conducía en dirección noreste, hacia Wrentham Green, para almorzar con el presidente y el vicepresidente del partido de Berowne. Habían de encontrarse en el Yard, a media tarde, para cumplimentar las breves formalidades de la encuesta preliminar, antes de dirigirse hacia lo que prometía ser una cita más interesante, una entrevista con la amante de Paul Berowne. Cuando Kate abrió la puerta de su Metro, él dijo:

– Convendría tener unas palabras con la pareja que cenó aquí, con el señor Lampart y lady Berowne, el siete de agosto. Tal vez ellos puedan decir cuándo abandonó Lampart exactamente la mesa para ir a buscar el coche, y cuánto, tiempo estuvo ausente. Consiga sus nombres y sus direcciones, Kate. Le sugiero que será mejor que lo haga a través de la señora, y no de Lampart. Y resultaría útil saber algo más acerca de esa misteriosa Diana Travers. Según los informes de la policía, emigró con sus padres a Australia en 1963. Ellos se quedaron allí, pero ella regresó. Ni el padre ni la madre vinieron para el juicio o para el entierro. Las autoridades de Thames Valley tuvieron ciertas dificultades para encontrar a alguien que la identificara. Finalmente, dieron con una tía y ésta se ocupó de las formalidades del entierro. Hacía más de un año que no había visto a su sobrina, pero la identificación no le ofreció la menor duda. Y mientras se encuentre en el número sesenta y dos de aquella plaza, vea si puede sacarle a la señorita Matlock alguna información más sobre la chica.

Kate repuso:

– Tal vez la señora Minns pudiera decirnos algo, señor. Mañana hemos de hablar con ella como primera gestión. -Y añadió-: una cosa que ha dicho Higgins acerca de la muerte de la Travers me chocó. Es algo que resulta incongruente.

Por consiguiente, también ella había notado la anomalía. Dalgliesh dijo:

– Al parecer, fue una velada dedicada a los deportes fluviales. Es algo que resulta casi tan extraño como la historia que nos ha contado Henry. Paul Berowne con sus ropas mojadas y adheridas a su cuerpo, pero caminando hacia el río, en vez de alejarse de él.

Kate seguía esperando, con la mano en la puerta del coche. Dalgliesh miró por encima del alto seto de hayas que separaba el aparcamiento del río. El día estaba cambiando. El aire de las primeras horas de la mañana había traído un sol brillante y transitorio, pero ahora las nubes tempestuosas, previstas para la tarde, acudían ya desde, el oeste. Sin embargo, la temperatura todavía era alta para principios de otoño, y llegaba hasta él, en el aparcamiento casi desierto, libre ahora del olor de metales calientes y gasolina, el aroma del agua del río y de la hierba calentada por los rayos solares. Por unos momentos, lo saboreó, como un chiquillo que hiciera novillos, notando el impulso del agua, deseando que hubiera tiempo para volver a seguir la trayectoria de aquella figura humana empapada en agua a través de la entrada del recinto hasta la paz de la orilla del río. Saliendo de su trance momentáneo, Kate abrió la puerta del coche y entró en él. Sin embargo, parecía compartir el humor de su interlocutor y dijo:

– Todo parece muy distante de aquella sórdida sacristía de Paddington.

Y él se preguntó si con estas palabras ella sugería sin atreverse a decirlo que era el asesinato de Berowne lo que se suponía que habían de investigar, y no la muerte accidental y coincidente de la chica a la que nunca habían visto.

Pero ahora, más que nunca, él estaba convencido de que las tres muertes tenían una vinculación: Travers, Nolan, Berowne. Y la finalidad principal de su visita al Black Swan se había cumplido. La coartada de Lampart se mantenía. Aunque condujera un Porsche, resultaba difícil imaginar cómo pudo matar a Berowne y, a pesar de ello, sentarse a la mesa a las ocho y cuarenta minutos.

II

Con la electrificación de la línea suburbana del nordeste, Wrentham Green se había convertido en una ciudad dormitorio, a pesar de que sus antiguos habitantes protestaran, alegando que se trataba de una villa aparte, con toda su personalidad, y no de un suburbio donde los londinenses buscaran el descanso nocturno. Era una población que se había puesto en guardia antes de que algunas de sus vecinas, menos alertas a la expoliación a la que fue sometido en la posguerra el patrimonio de Inglaterra, por parte de los urbanizadores y de las autoridades locales, y había impedido en el último momento los peores excesos de tan funesta alianza. La amplia calle principal, que databa del siglo XVIII, aunque insultada por dos modernos edificios de múltiples plantas, estaba esencialmente intacta, y el pequeño grupo de casas georgianas frente al río todavía era fotografiado regularmente para los calendarios navideños, aunque ello requiriese ciertas contorsiones por parte del fotógrafo, para excluir de la imagen el extremo del aparcamiento de coches y los urinarios municipales. Era en una de las casas más pequeñas de este barrio donde el Partido Conservador tenía su sede. Al atravesar el portal, con su resplandeciente placa de bronce, Dalgliesh fue recibido por el presidente, Frank Musgrave, y el vicepresidente, el general Mark Nollinge.

Como siempre, se había preparado para la visita. Sabía acerca de ambos más de lo que, seguramente, cualquiera de los dos hubiera juzgado necesario. Los dos juntos, formando un tándem amistoso, habían dirigido durante los últimos veinte años el partido local. Frank Musgrave era un agente de compraventa de fincas, que dirigía un negocio familiar todavía independiente de las grandes compañías, y que había heredado de su abuelo. Por el número de los letreros en las casas que Dalgliesh había observado al atravesar la población y los suburbios vecinos, su negocio era floreciente. La palabra «Musgrave», en letras negras sobre fondo blanco, le había saludado en todos los virajes. Su reiteración había llegado a ser un recordatorio irritante, casi premonitorio, de su lugar de destino.

Él y el general formaban una pareja incongruente. Era Musgrave el que, a primera vista, parecía un militar, y, de hecho, su semejanza con el mariscal Montgomery era tan notable que a Dalgliesh no le sorprendió oírle hablar en una parodia de los secos ladridos que había proferido aquel formidable guerrero. El general apenas le llegaba al hombro. Mantenía su delgado cuerpecillo con tanta rigidez que parecía como si sus vértebras estuvieran soldadas, y su calva cabeza, con una tonsura de finos cabellos blancos, era tan pecosa como un huevo de tordo. Cuando Musgrave hizo las presentaciones, el general miró a Dalgliesh con ojos tan inocentemente cándidos como los de un niño, pero con una mirada tensa y perpleja, como si hubiera estado mirando durante un tiempo excesivo unos horizontes inalcanzables. En contraste con el traje formal de Musgrave y su corbata negra, el general llevaba una vieja chaqueta de mezclilla, cortada según algún capricho personal, con un parche ovalado de piel en cada codo. Su camisa y su corbata de regimiento eran impecables. Su cara lustrosa mostraba la pulcra vulnerabilidad de un bebé bien cuidado. Ya en los primeros minutos de conversación casual, resultó inmediatamente aparente el mutuo respeto que se prodigaban los dos hombres. Cada vez que hablaba el general, Musgrave miraba de él a Dalgliesh, con el ceño ligeramente angustiado de un padre preocupado por la posibilidad de que al interlocutor le pasara por alto la brillantez de su retoño.

Musgrave atravesó el amplio vestíbulo y, a través de un breve pasillo, llegó a la habitación de la parte posterior de la casa que Berowne había utilizado como despacho. Una vez allí, dijo:

– La hemos mantenido cerrada desde la muerte de Berowne. Sus hombres llamaron, pero de todos modos siempre ha estado cerrada. El general y yo pensamos que eso era lo más conveniente. No se trata de que haya aquí algo que pueda aportar una luz al asunto. Al menos, yo no lo creo así. Pero, desde luego, puede usted examinar lo que desee.

La atmósfera era allí rancia y polvorienta, casi agria, como si aquella habitación hubiera estado cerrada durante meses y no tan sólo durante unos pocos días. Musgrave encendió la luz y seguidamente se dirigió hacia la ventana y, con un gesto vigoroso, corrió las cortinas, con un tintineo de anillas. Una débil luz septentrional se filtró a través de las sencillas cortinas de nilón, más allá de las cuales Dalgliesh pudo ver un pequeño aparcamiento cerrado. Pensó que pocas veces se habían encontrado en una habitación más deprimente, y sin embargo resultaba difícil explicar por qué sentía esa súbita sensación de abatimiento. La habitación en sí no era peor que cualquiera de las de su estilo; era funcional, impersonal, despejada, y sin embargo él sentía como si el aire que respiraba estuviera infectado por la melancolía.

Dijo:

– ¿Residía en esta casa cuando se encontraba en su distrito?

– No. Sólo utilizaba esta habitación como su despacho. Siempre paraba en la fonda Courtney Arms. La señora Powell le tenía reservada una habitación. Resultaba más barato y más práctico que tener un apartamento en el distrito. Alguna vez me había pedido que le buscara uno, pero en realidad nunca llegamos a hacerlo. No creo que a su esposa le hubiera gustado.

Dalgliesh preguntó con indiferencia:

– ¿Veía usted con frecuencia a lady Berowne?

– No mucho. También trabajaba, desde luego. La fiesta anual, apariciones en las elecciones municipales, y todas estas cosas. Una mujer realmente decorativa y simpática. Sin embargo, no le interesaba mucho la política, ¿no es verdad, general?

– ¿A lady Berowne? No, no mucho. La primera lady Berowne era diferente, desde luego. Pero es que los Manston han sido una familia política durante cuatro generaciones. Yo me había preguntado a veces si Berowne se metió en política para complacer a su esposa. No creo que sintiera el mismo compromiso después de morir ella.

Musgrave le dirigió una mirada dura, como si acabara de decir una herejía previamente inadmisible, y que incluso ahora fuese mejor abstenerse de comentar. Dijo rápidamente:

– Sí, bien, ha llovido mucho desde entonces… Penoso asunto, En aquel momento, conducía él. Supongo que habrá oído hablar de ello.

Dalgliesh repuso:

– Sí. He oído hablar de ello.

Hubo una breve pero incómoda pausa, durante la cual le pareció como si resplandeciera la imagen dorada de Barbara Berowne, identificada e inquietante, en aquella plácida atmósfera.

Comenzó su examen de la habitación, consciente de la mirada ansiosa y esperanzada del general, y de los agudos ojos de Musgrave clavados en él, como si observara a un joven empleado en el momento de efectuar su primer inventario. En medio de la habitación y ante la ventana, había un sólido escritorio Victoriano y un sillón giratorio con una tapicería claveteada. Ante la mesa, dos butacas de cuero, algo más pequeñas. Había también una mesa escritorio moderna a un lado, con una pesada y anticuada máquina de escribir, y otros dos sillones y una mesa baja para tomar el café ante la chimenea. El único mueble memorable era un escritorio librería con vidrieras de montantes metálicos, que ocupaba un hueco a la derecha de la chimenea. Dalgliesh se preguntó si sus acompañantes conocían su valor, pero después supuso que el respeto a la tradición había de impedir su venta. Como la gran mesa escritorio, formaba parte de la habitación y era algo inviolable, una cosa de la que no podía disponerse para obtener un rápido beneficio. Acercándose a ella vio que contenía una colección heterogénea de libros de referencias, guías locales, biografías de políticos conservadores notables, el Who's who, informes parlamentarios, publicaciones oficiales, incluso unas cuantas novelas clásicas, aparentemente pegadas entre sí por el tiempo inmutable.

En la pared, detrás del escritorio, había una reproducción de un famoso retrato al óleo de Winston Churchill, con una gran fotografía en color de la señora Thatcher colgada a su derecha. Pero fue el cuadro que había sobre la chimenea lo que inmediatamente captó su atención. Acercándose a él desde la librería, Dalgliesh vio que se trataba de un óleo del siglo XVIII, obra de Arthur Davis, y que representaba a la familia Harrison. El joven Harrison, con las piernas elegantemente cruzadas y enfundadas en medias de satén, se erguía, con toda la arrogancia de un propietario, junto a una silla de jardín en la que descansaba su esposa, una joven de cara alargada y cuyo brazo rodeaba a un niño de corta edad. Una niña estaba sentada junto a ella, sosteniendo un cestillo con flores, mientras que a su izquierda el brazo de su hermano se alzaba hacia la cuerda de una cometa, luminosa en el cielo estival. Detrás del grupo, se extendía un suave paisaje inglés en pleno verano, con prados de suave césped, un lago y una casa solariega a lo lejos. De su entrevista con Anthony Farrell, Dalgliesh recordó que a Musgrave se le había legado un Davis. Presumiblemente, era éste. El general dijo entonces:

– Berowne lo trajo desde Campden Hill Square. Desplazó el retrato de Churchill y lo colgó aquí, en su lugar. En aquellos momentos, hubo ciertas discrepancias al respecto, puesto que el Churchill siempre había estado sobre la repisa de la chimenea.

Musgrave se había colocado junto a Dalgliesh y dijo:

– Echaré de menos este cuadro. Nunca me canso de contemplarlo. Fue pintado en Hertfordshire, tan sólo a seis millas de aquí. Todavía se puede ver este paisaje. El mismo roble, el mismo lago. Y la casa, que ahora es una escuela. Mi abuelo ya era agente de la propiedad cuando se vendió. No podría ser de ningún otro sitio, sino de Inglaterra. Yo no conocía la obra de este pintor, hasta que Berowne trajo este cuadro aquí. Recuerda un Gainsborough, ¿no cree? Sin embargo, no sé si me gusta más que el que hay en la National Gallery, el del señor y la señora Robert Andrews. No obstante, las mujeres se parecen bastante, ¿verdad que sí? Unos rostros delgados, arrogantes, y no me importaría estar casado con cualquiera de ellas. Sin embargo, éste es magnífico, realmente magnífico.

El general dijo a media voz:

– Me quitaré un peso de encima cuando la familia venga a buscarlo. Es una responsabilidad.

Por lo tanto, ninguno de los dos estaba enterado del legado, a no ser que fueran mejores actores de lo que él juzgaba probable. Dalgliesh mantuvo un prudente silencio, pero hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de Musgrave cuando se enterase de la suerte que le esperaba al cuadro. Se preguntó qué brote de quijotesca generosidad había promovido aquel donativo. Era, seguramente, una manera excepcionalmente generosa de recompensar una lealtad política. Y era, al mismo tiempo, una irritante complicación. El sentido común y la imaginación protestaban al pensar en Musgrave degollando a un amigo para poseer un cuadro, por más obsesivamente que pudiera desearlo, y sin que hubiera pruebas siquiera de que supiera que él se había convertido en su heredero. Pero, en el curso normal de la vida, podía sentirse afortunado por haber sobrevivido a Berowne. Había estado en la casa de Campden Hill Square la misma tarde en que murió Berowne. Pudo haberse apoderado del dietario. Sabía, casi con toda seguridad, que Berowne utilizaba una navaja para afeitarse. Como todos los demás que se beneficiaban de la muerte de éste, habría de ser investigado con tacto. Sería, indudablemente, una tarea vana y exigiría tiempo, a la vez que complicaba el impulso principal de la investigación, pero, con todo, era algo que había de hacerse.

Sabía que los dos esperaban que hablara del asesinato, pero lo que hizo fue dirigirse hacia la mesa escritorio y sentarse en el sillón de Berowne. Este era, por fin, un sillón confortable, que se ajustaba a sus largas piernas como si se lo hubieran hecho a medida. Había una fina película de polvo en la superficie de la mesa. Abrió el cajón de la derecha y sólo encontró en él una caja de papel de cartas y sobres, y un dietario parecido al que descubrieron junto al cadáver. Al abrirlo, comprobó que sólo contenía citas y un recordatorio para los días que pasaba en su distrito electoral. También aquí, su vida había sido ordenada, dividida en compartimentos.

Afuera, empezaba a caer una leva llovizna, empañando la ventana, a través de la cual veía la pared de ladrillo del aparcamiento y los relucientes y curvados techos de los coches como si fuera una pintura puntillista. Se preguntó qué clase de carga pudo haber traído consigo Berowne a aquel despacho sórdido y deprimente. ¿Desencanto por la segunda tarea a la que se había entregado? ¿Culpabilidad por la muerte de su esposa, por el fracaso de su matrimonio? ¿Culpabilidad por la amante cuyo lecho acababa de abandonar tan recientemente? ¿Culpabilidad por su negligencia respecto a su única hija, por el título de baronet, que, según el derecho, había pertenecido a su hermano? ¿Culpabilidad por aquel hermano mayor más amado y que había muerto, mientras él seguía viviendo? «La mayoría de las cosas que yo suponía valiosas en la vida han llegado hasta mí a través de la muerte». ¿Y no habría habido, tal vez, una sensación de culpabilidad más reciente, por Theresa Nolan, que se había matado después de haber abortado? ¿Su propio hijo? ¿Y qué había allí para él, entre aquellos archivos y papeles, remedando burlonamente con su orden meticuloso su vida desordenada, sino la trampa de los bienintencionados? Los miserables se ceban a expensas de sus víctimas. Si uno les facilita lo que ansían, si les abre su corazón y se preocupa por ellos, si les escucha demostrando compasión y llegan en número cada vez creciente, hasta vaciarle a uno emocional y físicamente, y no dejarle nada que poder dar. Si se les rechaza, ya no regresan, y uno se queda despreciándose a sí mismo por su propia inhumanidad. Dijo:

– Supongo que esta habitación es el lugar que sirve como último recurso.

Fue Musgrave el primero en comprender a qué se refería.

– Nueve veces de cada diez, eso es lo que es. Han agotado la paciencia de sus familias, de la Seguridad Social, de las autoridades locales y de los amigos. Entonces le llega el turno aquí. «Yo voté por usted. Haga algo.» A algunos miembros del partido, esto les gusta, desde luego. Consideran que esta es la parte más fascinante de su tarea. Son los asistentes sociales frustrados. Sospecho que a él no le gustaba. Lo que él trataba de hacer, y que a veces parecía casi obsesivo, era explicar a la gente los límites del poder gubernamental, de cualquier gobierno. ¿Recuerda el último debate sobre las ciudades del interior? Yo me encontraba entre el público. Hubo en su ironía no poca cólera contenida. «Si he comprendido los argumentos un tanto confusos del honorable diputado, se le pide al Gobierno que asegure una igualdad de inteligencia, talento, salud, energía y riqueza mientras que, al mismo tiempo, procede a la abolición del pecado original desde el comienzo del próximo año financiero. Lo que la Divina Providencia precisamente no consiguió hacer, el gobierno de Su Majestad se dispone a conseguirlo mediante una real orden.» A la Cámara esto no le gustó mucho, ni tampoco su tipo de humor.

Y añadió:

– De todos modos, era una batalla perdida lo de educar al electorado en los límites del poder ejecutivo. Nadie quiere creerlo. Y, por otra parte, en una democracia siempre hay una oposición para decirles que cualquier cosa es posible.

El general intervino:

– Era un parlamentario consciente, pero su cargo le exigió mucho, más de lo que podamos comprender. Creo que a veces se sentía dividido entre la compasión y la irritación.

Musgrave abrió el cajón de un archivador y sacó de él una carpeta al azar.

– Veamos esto: soltera, edad cincuenta y dos años. En pleno cambio físico, y con un humor de todos los demonios. El padre, muerto. La madre en casa y virtualmente postrada en cama, exigente, incontinente y en plena senilidad. No hay cama en el hospital, y la madre tampoco iría voluntariamente aunque la hubiera. O este otro caso. Dos críos, de diecinueve años los dos. Ella se queda embarazada y se casan, lo cual no agrada ni a los padres de él ni a los de ella. Ahora están viviendo con los padres de ella en un pequeño apartamento. No existe ningún tipo de intimidad. No pueden hacer el amor. Mamá lo oiría a través de las paredes. El crío chilla y la familia comenta una y otra vez: «Ya te lo dije». No hay esperanza de recibir una vivienda municipal en los tres años próximos, y tal vez la cosa se alargue más. Y esto es típico de lo que recibía él cada sábado. Encuéntreme una cama en el hospital, una vivienda, trabajo. Deme dinero, deme esperanza, deme amor. En parte, en esto consiste la tarea, pero creo que él lo juzgaba frustrante. Y no digo que no se mostrara compasivo con los casos auténticos.

El general rezongó:

– Todos los casos son auténticos. La miseria siempre lo es.

Observó a través de la ventana la densa lluvia en que se había convertido la llovizna, y añadió:

– Tal vez hubiéramos debido encontrarle una habitación más alegre.

Musgrave protestó:

– Pero si el diputado del distrito siempre ha utilizado esta habitación para sus consultas, general, y al fin y al cabo sólo se trata de una vez por semana…

– Sin embargo, cuando consigamos el nuevo diputado, debe tener algo mejor -repuso el general.

Musgrave capituló sin rencor.

– Podríamos echar a George. O utilizar esa habitación de la parte delantera, en la planta superior, para las consultas. Pero entonces los ancianos tendrán que subir por la escalera. No sé cómo podríamos remodelar esta casa.

Dalgliesh casi esperaba que pidiera en el acto planos y comenzara la tarea, olvidando ya sus demás preocupaciones. Preguntó:

– ¿Fue una sorpresa su dimisión?

Fue Musgrave el que contestó:

– Absolutamente. Un golpe para todos. Un golpe y una traición. De nada sirve andarse con rodeos, general. Es mal momento para unas elecciones parciales, y él debía de saberlo.

El general dijo:

– Yo no hablaría de traición. Nunca nos hemos considerado como un escaño marginal.

– Todo lo que sea menos de quince mil electores es marginal en estos días. Debió haber aguantado hasta las elecciones generales.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Explicó sus motivos? Tengo entendido que habló con ustedes dos, que no se limitó simplemente a escribirles.

De nuevo fue Musgrave el que contestó:

– Sí, claro, habló con nosotros. En realidad, aplazó escribir su dimisión al canciller, hasta haber hablado con nosotros. Yo estaba de vacaciones -mis breves vacaciones usuales de cada otoño- y tuvo la delicadeza de esperar hasta que regresé. Vino aquí el viernes pasado, a media tarde. Era viernes y trece, lo que no deja de ser apropiado. Dijo que no sería correcto por su parte continuar como nuestro diputado. Había llegado el momento de que su vida iniciara un nuevo camino. Naturalmente, le pregunté qué quería decir con eso de un nuevo camino. «Eres un diputado del Parlamento -le dije-. No estás conduciendo precisamente un autobús.» Él me contestó que todavía no lo sabía. No se lo habían indicado. «¿Quién ha de indicarlo?», pregunté. Me contestó: «Dios». Bien, poca cosa puede uno decir ante esto. No hay nada como una respuesta así para poner fin a una conversación racional.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Perfectamente tranquilo, totalmente normal. Demasiado tranquilo. Eso es lo que más me chocó. En realidad, un tanto misterioso, ¿no le parece, general?

El general contestó con gran calma:

– A mí me pareció un hombre libre del dolor, del dolor físico. Pálido y fatigado, pero muy pacífico. Es un aspecto inconfundible.

– Desde luego, se mostró muy pacífico. Y también obstinado. No se podía discutir con él. Sin embargo, su decisión nada tenía que ver con la política. Finalmente, conseguimos establecer este punto. Yo le pregunté con toda franqueza: «¿Te ha desilusionado la política, el partido, el primer ministro; te hemos desilusionado nosotros?». Dijo que no había nada de eso. Contestó: «No tiene nada que ver con el partido. Soy yo el que tiene que cambiar». Pareció sorprenderle la pregunta, casi como si le divirtiera, como si la juzgara irrelevante. Pues bien, para mí no era irrelevante. El general y yo hemos puesto toda nuestra vida al servicio del partido. El partido es importante para nosotros. No es como un juego, una búsqueda trivial que uno pueda tomar y dejar cuando se aburra. Merecíamos una explicación mejor y, desde luego, mucha más consideración de la que obtuvimos. Casi parecía molestarle el hecho de tener que hablar de ello. Parecía como si estuviéramos discutiendo los planes para la fiesta del verano.

Empezó a pasear a través de la estrecha habitación, con su indignación como una fuerza palpable. El general dijo suavemente:

– Mucho me temo que no le servimos de ayuda. De ninguna ayuda.

– Es que él no pedía ayuda, vamos a ver. Ni tampoco consejo. Para eso había recurrido a una instancia superior. Es una lástima que pusiera los pies en aquella iglesia. ¿Y por qué lo hizo? ¿Lo sabe usted?

Lanzó esta pregunta a Dalgliesh como si fuera una acusación. Dalgliesh respondió amablemente:

– Al parecer, interesado por la arquitectura eclesial victoriana.

– Pues fue una lástima que no le diera por pescar o por coleccionar sellos. En fin, ahora ya está muerto. De nada sirve indignarse ahora.

Dalgliesh inquirió:

– ¿Supongo que habrán visto ustedes ese artículo de la Paternoster Review?

Musgrave había logrado dominarse y contestó:

– Yo no leo ese tipo de revistas. Si me interesan reseñas de libros, las leo en los periódicos dominicales. -Su tono sugería que de vez en cuando se permitía tan extrañas indulgencias-. Sin embargo, alguien lo leyó y lo recortó, y al poco tiempo recorrió todo el electorado. En opinión del general, ese artículo podía ser objeto de querella.

El general Nollinge dijo:

– Pensé que podría serlo y le aconsejé que consultara a su abogado. Él contestó que lo pensaría.

– Hizo algo más -dijo Dalgliesh-. Me lo enseñó a mí.

– Le pidió que investigara, ¿verdad? -el tono de Musgrave era cortante.

– En realidad, no. No especificó nada.

– Exactamente. En las últimas semanas no especificó absolutamente nada -afirmó Musgrave, y añadió-: Desde luego, cuando nos dijo que había escrito al primer ministro y que solicitaba que se le admitiera su dimisión, recordamos ese artículo de la Review y ya nos preparamos para el escándalo. Nos equivocamos, desde luego. No ocurrió nada tan humano y comprensible. No obstante, hay una cosa extraña que creo debemos mencionar. Ahora, con él ya muerto, no puede causar ningún daño. Ocurrió aquella noche en que se ahogó aquella chica, Diana…

– Diana Travers -apuntó Dalgliesh.

– Eso es. Apareció aquí aquella noche… bien, digamos que era ya de madrugada. No llegó hasta bien pasada la medianoche, pero yo todavía estaba aquí, trabajando con unos cuantos papeles. Alguien o algo le había arañado la cara. Eran arañazos superficiales, pero lo bastante profundos para haber sangrado. Hacía poco que se le había formado la costra. Pudo haber sido un gato, creo yo, o tal vez se cayó entre unos rosales. Igualmente, las uñas pudieron haber sido de una mujer.

– ¿Le dio él alguna explicación?

– No. No lo mencionó y yo tampoco, ni entonces ni más tarde. Berowne tenía su habilidad para imposibilitar a cualquiera el formular preguntas no deseadas. No pudo haber tenido nada que ver con aquella chica, desde luego. Al parecer, él no cenó en el Black Swan aquella noche. Pero después, cuando leímos aquel artículo, me pareció que era una curiosa coincidencia.

«Y, desde luego, lo fue», pensó Dalgliesh. Preguntó -porque la pregunta era necesaria, no porque esperase ninguna información útil- si en el electorado alguien pudo haber sabido que Berowne se encontraría en la iglesia de Saint Matthew la noche de su muerte. Al observar la mirada aguda y suspicaz que le dirigió Musgrave y la mueca dolorosa del general, añadió:

– Debemos considerar la posibilidad de que se tratara de un asesinato planeado, de que el asesino supiera que él estaría allí. En el caso de que sir Paul lo dijera a alguien del distrito, tal vez por teléfono, puede darse la casualidad de que la conversación fuera escuchada o comentada inconscientemente.

Musgrave replicó:

– ¿No sugerirá usted que lo mató un elector agraviado? Desde luego, la cosa sería un tanto exagerada.

– Pero no imposible.

– Los electores agraviados escriben a la prensa local, dejan de pagar las cuotas y amenazan con votar a los socialdemócratas la próxima vez. En ningún sentido, puedo ver que en esto haya entrado la política. ¡Maldita sea, al fin y al cabo había dimitido y abandonado su escaño! Había abandonado el ruedo, estaba acabado, quemado, no podía representar un peligro para nadie. Después de esa insensatez en la iglesia, nadie más podía tomarlo ya en serio.

Intervino entonces la voz suave del general:

– Ni siquiera la familia sabía dónde se encontraba él aquella noche. Resultaría extraño que lo dijera a alguien de aquí, cuando no lo había dicho a los suyos.

– ¿Cómo lo sabe, general?

– La señora Hurrell llamó a Campden Hill Square poco después de las ocho y media, y habló con el ama de llaves, la señorita Matlock. Al menos, tengo entendido que fue un joven el que contestó al teléfono, pero que pasó la llamada a la señorita Matlock. Wilfred Hurrell era el agente aquí. Murió a las tres de la mañana siguiente, en el Saint Mary's Hospital, de Paddington; un cáncer, pobre hombre. Era un admirador de Berowne y la señora Hurrell llamó a Campden Hill Square, porque su marido preguntaba por él. Berowne le había dicho que llamase a cualquier hora. Él procuraría que siempre pudieran pasarle el aviso. Y eso es lo que a mí me parece tan extraño. Sabía que a Wilfred no le quedaba mucho de vida, y sin embargo no dejó ni un número de teléfono ni una dirección. Eso no era propio de él.

Musgrave dijo:

– Betty Hurrell me telefoneó después para saber si yo me encontraba en el distrito. No estaba en mi casa. Todavía no había regresado de Londres, pero ella habló con mi mujer, la cual no pudo hacer nada por ella, desde luego. Un mal asunto.

Dalgliesh no dio ninguna indicación de que esta llamada telefónica no fuese una novedad para él. Inquirió:

– ¿Dijo la señorita Matlock si había preguntado a alguien de la familia si sabían cómo ponerse en contacto con sir Paul?

– Ella sólo le dijo a la señora Hurrell que él no estaba en casa y que allí nadie sabía dónde se encontraba. Difícilmente podía la señora Hurrell hacer presión en este sentido. Al parecer, él salió de su casa poco después de la diez y media, y ya no regresó. Yo estuve en su casa poco antes de la hora de almorzar, esperando encontrarle allí, pero no volvió a ella. Supongo que le dijeron que yo estuve allí.

El general dijo:

– Yo traté de hablar con él más tarde, poco antes de las seis, para convenir con él que nos viéramos el día siguiente. Pensé que podría servir de ayuda sostener los dos una conversación tranquila. En aquel momento no se encontraba en casa. Lady Ursula contestó al teléfono. Dijo que consultaría el dietario de él y volvería a llamarme.

– ¿Está usted seguro, general?

– ¿De que hablé con lady Ursula? Ya lo creo. Generalmente, contesta la señorita Matlock, pero a veces se pone al teléfono lady Ursula.

– ¿Está usted seguro de que ella dijo que consultaría el dietario?

– También pudo haber dicho que miraría si su hijo tenía alguna hora libre y que volvería a llamarme. Algo por el estilo. Naturalmente, yo supuse que se refería a consultar su dietario. Le dije que no se preocupara, si ello le causaba alguna molestia. Ya sabe usted que la artritis la tiene casi inválida.

– ¿Volvió a llamar ella?

– Sí, unos diez minutos más tarde. Me dijo que el miércoles por la mañana le parecía bien, pero que pediría a Berowne que me telefoneara para confirmarlo, a la mañana siguiente.

A la mañana siguiente. Esto sugería que ella sabía que su hijo no regresaría aquella noche. Y, lo que era más importante, si es que en realidad lo había hecho, había ido al estudio y había consultado el dietario, y por tanto éste se encontraba en aquel cajón del estudio poco después de las seis del día de la muerte de Berowne. Y a las seis, según el padre Barnes, él había llegado a la vicaría. Aquí, por fin, podía radicar la clave vital que vinculase el asesinato con Campden Hill Square. Se había tratado de un asesinato cuidadosamente planeado. El asesino sabía dónde encontrar el dietario, se lo había llevado consigo a la iglesia, y lo había quemado en parte, tratando de añadir verosimilitud a la teoría del suicidio. Y esto situaba el núcleo del asesinato, firmemente, en el mismo hogar de Berowne. Sin embargo, ¿no era allí donde él siempre había sabido que se encontraría?

Recordó aquel momento en el salón de lady Ursula, cuando él le mostró el dietario. Aquellas manos parecidas a garras, encogidas por la edad, tensándose sobre el plástico del envoltorio. Aquel cuerpo frágil, congelado en su inmovilidad. Por lo tanto, ella lo sabía. Por fuerte que fuera la impresión recibida, su mente había seguido trabajando. Pero ¿podía una madre amparar al asesino de su hijo? En cierta circunstancia, creía él posible que su madre pudiera hacer tal cosa. Sin embargo, probablemente la verdad sería menos complicada y menos siniestra. Ella no podía creer que alguien a quien conociera personalmente hubiera sido capaz de ese crimen en particular. Ella sólo podía aceptar dos posibilidades. O bien su hijo se había suicidado, o, lo que era más probable y más aceptable, su asesinato había sido fruto de una violencia casual y no premeditada. Si lady Ursula podía llegar a creer esto, entonces ella consideraría como irrelevante cualquier conexión con Campden Hill Square, como una fuente potencial de escándalo, y, lo que todavía sería peor, como una nociva diversión de las energías de la policía en su tarea para descubrir al verdadero asesino. Sin embargo, él habría de interrogarla acerca de esa llamada telefónica. En toda su vida profesional, nunca se había sentido atemorizado ante un testigo o un sospechoso, pero en este caso se trataba de una entrevista que no le causaba la menor satisfacción. Pero si el dietario había estado en el escritorio a las seis de la tarde, al menos Frank Musgrave quedaba libre de toda sospecha. Él había salido de Campden Hill Square antes de las dos. No obstante, desde el primer momento su sospecha sobre Musgrave le había parecido una irrelevancia. Y entonces, otro pensamiento, tal vez igualmente irrelevante, surgió en su mente. ¿Qué era lo que Wilfred Hurrell, en su lecho de muerte, tanto había deseado decirle a Paul Berowne? ¿Y era posible que alguien hubiese determinado que no tuviera la oportunidad de poder decirlo?

Más tarde, los tres almorzaron juntos en el elegante comedor de la planta baja, desde el cual se veía el río, que ahora discurría caudaloso y turbulento bajo la incesante lluvia. Después de sentarse, Musgrave dijo:

– En esta mesa mi bisabuelo cenó una vez con Disraeli. Contemplaron prácticamente el mismo paisaje.

Las palabras confirmaron lo que Dalgliesh ya había sospechado: era Musgrave aquel cuya familia siempre había votado por los conservadores y que juzgaría impensable cualquier otra obediencia, y era el general quien había llegado a adquirir su filosofía política mediante un proceso de pensamiento y de compromiso intelectual. Fue una comida agradable, con una espalda de cordero mechada, verduras fresas y muy bien cocidas, y una tarta de grosellas con nata. Sospechó que sus dos compañeros se habían puesto tácitamente de acuerdo en no molestarle con preguntas acerca de los progresos en la investigación policial. Antes habían hecho las preguntas más obvias y habían acogido su reticencia con un silencio lleno de tacto. Dalgliesh tendía ahora a atribuirlo al deseo de que él pudiera disfrutar de una comida en la que obviamente ambos se habían esmerado, más que a cualquier repugnancia respecto a discutir un tema penoso, o a un temor de que se les pudiera escapar cosas que más valía dejar en silencio. Les servía un camarero de cierta edad y chaqueta negra, cuyo rostro recordaba el de un sapo ansiosamente amable, y que sirvió un excelente Niersteiner con manos temblorosas, pero sin verter una sola gota. El comedor estaba casi vacío, pues sólo había en él dos parejas y se habían instalado en mesas distantes. Dalgliesh sospechó que sus anfitriones se habían asegurado, también con mucho tacto, de que él pudiera disfrutar en paz de su almuerzo. Sin embargo, los dos hombres encontraron una oportunidad para ofrecerle su opinión. Cuando, después de tomar el café, el general recordó su necesidad de efectuar una llamada telefónica, Musgrave se inclinó con aire confidencial a través de la mesa:

– El general no puede creer que fuese un suicidio. Es algo que él jamás haría, y por lo tanto no puede imaginarlo en sus amigos. En otros momentos yo hubiera dicho lo mismo… acerca de Berowne, quiero decir. Ahora ya no estoy tan seguro. Hay algo de locura en el aire. Y nada es cierto, y menos cuando se trata de la gente. Uno cree conocer a las personas, saber cómo han de comportarse. Pero no es así, y no es posible. Todos somos como extraños. Esa chica, por ejemplo, aquella enfermera que se suicidó… Si el aborto era de un crío de Berowne, a él pudo resultarle difícil vivir con semejante carga. No es que yo trate de entrometerme, usted ya me comprende. Esa es su tarea, desde luego, no la mía. Pero a mí el caso me parece bien claro.

Y fue en el aparcamiento, cuando Musgrave les dejó para ir a buscar su coche, donde el general dijo:

– Sé que Frank cree que Berowne se suicidó, pero está equivocado. No se trata de malicia ni deslealtad, ni tampoco de poca caridad, pero está equivocado. Berowne no era uno de esos hombres que se matan.

Dalgliesh repuso:

– No sé si lo era o no lo era. De lo que estoy razonablemente seguro es que no lo hizo.

Miraron los dos en silencio mientras Musgrave, con un saludo final de su mano, franqueaba la entrada del aparcamiento y aceleraba hasta perderse de vista. Le pareció a Dalgliesh una perversidad adicional del destino el hecho de que Musgrave condujera un Rover negro, con una matrícula A.

* * *

Media hora más tarde, Frank Musgrave entraba en el camino que conducía a su casa. Era una casa de campo pequeña pero elegante, construida en obra de ladrillo rojo, diseñada por Lutyens y adquirida por su padre cuarenta años antes. Musgrave la había heredado junto con el negocio familiar, y la contemplaba con un orgullo tan obsesivo como si hubiera sido un hogar familiar que contara doscientos años de antigüedad. La mantenía con un celo extremado, tal como cuidaba todo lo que era suyo, su esposa, su hijo, su negocio y su coche. Generalmente, llegaba a ella tan sólo con la satisfacción habitual que le producía la buena vista que había tenido su padre al adquirir la casa, pero cada seis meses, como si obedeciera a alguna ley no escrita, detenía el coche y efectuaba deliberadamente una nueva evaluación de su precio en el mercado.

Ahora lo hizo.

Acababa de entrar en la sala cuando su esposa salió a recibirle, con ansiedad en su rostro. Mientras le ayudaba a quitarse la chaqueta, le dijo:

– ¿Cómo ha ido todo, querido?

– Perfectamente. Es un hombre muy especial. No se muestra del todo amistoso, pero tiene una educación perfecta. Al parecer, le gustó el almuerzo. -Hizo una pausa y añadió-: Sabe que fue asesinato.

– ¡Oh Frank, no! ¡Eso no! ¿Qué piensas hacer?

– Lo que hará todo el que esté preocupado por la herencia de Berowne: tratar de limitar los daños. ¿Ha llamado Betty Hurrell?

– Hace unos veinte minutos. Le he dicho que irías a verla.

– Sí -dijo él con voz ronca-. Debo hacerlo.

Momentáneamente, apoyó una mano en el hombro de su esposa.

La familia de ella no había querido que se casara con él, no le habían considerado suficientemente apto para la única hija de un ex lord gobernador del distrito. Pero se había casado con ella y habían sido felices, y todavía lo eran. Pensó con súbita cólera: «Él ha hecho ya bastante daño, pero aquí es donde se acaba todo. No voy a arriesgar todo aquello por lo que he estado trabajando, todo lo que he conseguido y lo que logró mi padre, sólo porque Paul Berowne perdiera la cabeza en la sacristía de una iglesia».

III

Scarsdale Lodge era un gran bloque moderno de apartamentos, de forma angular y construido en obra de ladrillo, con la fachada desfigurada, más bien que realzada, por una serie de balcones irregulares y salientes. Un camino enlosado discurría entre el césped hasta llegar al porche de entrada, protegido por un toldo. En medio de cada zona de césped, un pequeño parterre circular, lleno de dalias enanas colocadas en círculos y que pasaban del blanco al amarillo para llegar finalmente al rojo, miraba hacia arriba como un ojo sanguinolento. A la izquierda, un camino asfaltado les llevó hasta el garaje detrás del bloque de edificios y a un aparcamiento en el que un letrero advertía que estaba reservado estrictamente para visitantes de Scarsdale Lodge. Dominaban el aparcamiento las ventanas, más pequeñas, de la parte posterior del edificio, y Dalgliesh, que no ignoraba la paranoia que se apoderaba de los residentes de un bloque de apartamentos ante un aparcamiento irregular, tuvo la sospecha de que alguien debía de vigilar la presencia de coches extraños. Casi con toda seguridad, Berowne hubiera juzgado más seguro dejar su coche en el parque público de Stanmore Station, y andar los últimos trescientos metros cuesta arriba, como un anónimo transeúnte con su eterna cartera de mano, una bolsa con una botella de vino, o la ofrenda de unas flores probablemente compradas en una parada cerca de Baker Street o del metro de Westminster. Y Stanmore no quedaba muy lejos de su camino. De hecho, se encontraba convenientemente en la ruta de su distrito electoral de Hertfordshire. Bien podía aprovechar una hora un viernes por la noche, como un lapso entre su vida en Londres y su despacho electoral de los sábados por la mañana.

Él y Kate caminaron en silencio hasta la puerta frontal.

Había en ella un interfono, cosa que no podía considerarse como la medida de seguridad más efectiva, pero que siempre era mejor que nada, y con la ventaja de que no había portero que pudiera acechar idas y venidas. La llamada de Kate y su cuidadosa enunciación de los dos nombres a través de la rejilla fueron contestadas solamente por el zumbido de la cerradura de la puerta, y seguidamente atravesaron un vestíbulo que era típico de un millar de bloques de apartamentos similares en el Londres suburbano. El suelo era de vinilo a cuadros, pulimentado hasta mostrar el brillo de un espejo. En la pared izquierda había un tablero de corcho con notas de los administradores, referentes a la fecha del servicio de mantenimiento del ascensor y de los contratos de limpieza. A la derecha, una planta inmensa en un tiesto de plástico verde, desequilibrado, dejaba colgar sus hojas bifurcadas. Ante ellos había los dos ascensores gemelos. El silencio era absoluto. Más arriba, la gente debía de estar viviendo sus existencias reclusas, pero el aire, en el que se notaba el olor del pulimento del suelo, estaba tan silencioso como si aquello fuese una casa de apartamentos para los difuntos. Los inquilinos debían de ser londinenses, provisionales en su mayor parte, jóvenes profesionales en su camino de ascenso, secretarias que compartían un apartamento entre dos, o parejas de jubilados que vivían sus existencias autónomas. Y un visitante podía dirigirse a cualquiera de aquellos cuarenta y pico apartamentos. Si Berowne era sensato, debía de tomar el ascensor y bajar cada vez en un piso diferente, continuando su camino a pie. Sin embargo, el riesgo era ínfimo. Stanmore, pese a toda su alcurnia, ya no era un pueblo. No habría allí ojos escudriñadores detrás de las cortinas para vigilar quién iba o venía. Si Berowne había comprado aquel apartamento para su amiga, como un lugar de encuentro apropiado, anónimo, había elegido con acierto.

El número cuarenta y seis era el apartamento de la esquina en la planta superior. Avanzaron silenciosamente a lo largo de un pasillo alfombrado, hasta llegar a una puerta blanca y en la que no había ningún letrero. Cuando Kate llamó, Dalgliesh se preguntó si habría un ojo observándolos a través de la mirilla, pero la puerta se abrió en el acto, como si ella hubiera estado allí, esperándoles. Se hizo a un lado y con un gesto les invitó a entrar. Después se volvió hacia Dalgliesh y dijo:

– Les he estado esperando. Sabía que vendrían más tarde o más temprano. Y al menos ahora sabré lo que ocurrió. Puedo escuchar a todo el que me hable de él, aunque se trate solamente de un policía.

Estaba preparada para su llegada. Había terminado su llanto, no todo el llanto que deseaba dedicar a su amante, pero aquellos penosos sollozos desesperados que parecen desgarrar el cuerpo habían terminado ya, al menos por algún tiempo. Dalgliesh había tenido que presenciar sus efectos tantas veces que no se le escapaban los signos: los párpados hinchados, la piel mate a causa de la fuerza devastadora del dolor, los labios turgentes y de un rojo poco natural, como si el más ligero golpe pudiera partirlos. Era difícil saber cuál podía ser su aspecto normal. Pensó que ella tenía un rostro agradable e inteligente, con una nariz larga pero pómulos altos, una mandíbula vigorosa y una piel lozana. Sus cabellos, de color castaño claro, densos y lisos, se mantenían apartados de su cara gracias a un trozo de cinta arrugada. Unos pocos, sin embargo, colgaban como humedecidos a través de su frente. Su voz sonaba tensa y quebrada por el reciente llanto, pero la mantenía bajo estricto control. Sintió respeto por ella. A juzgar por el dolor, ella era la viuda. Al seguirla hasta la sala de estar, le dijo:

– Siento mucho tener que molestarla, y tan pronto. Desde luego, ya sabe usted por qué estamos aquí. ¿Se siente con fuerzas para hablar de él? Necesito conocerle mejor, si queremos llegar a alguna parte.

Ella pareció entender lo que él quería decir: que la víctima era el punto central de su propia muerte. Había muerto a causa de lo que era, de lo que sabía, de lo que hacía, de lo que pensaba hacer. Murió porque era, únicamente, él mismo. La muerte destruía la intimidad, desnudaba, con una brutal familiaridad, todas las pequeñas complicaciones de la vida del difunto. Dalgliesh husmearía a través del pasado de Berowne tan a fondo como lo hacía en los archivos y carpetas de una víctima. La intimidad de la víctima era lo primero en desaparecer, pero nadie estrechamente relacionado con un asesinato quedaba incólume. La víctima, al menos, había escapado de las consideraciones terrenales de dignidad, o reputación. Sin embargo, para los vivos, formar parte de una investigación por asesinato era como verse contaminados por un proceso que dejaría muy poca parte de sus vidas sin sufrir cierto cambio. No obstante, pensó, esto tenía la recompensa de la democracia. El asesinato seguía siendo el crimen único. Nobles y mendigos eran iguales ante él. Los ricos, desde luego, gozaban de ventaja en esto como en todas las demás cosas. Podían pagarse el mejor abogado. Sin embargo, en una sociedad libre poco más podían comprar. Ella les preguntó:

– ¿Desean un poco de café?

– Sí, por favor, si no es demasiada molestia.

Kate preguntó:

– ¿Puedo ayudarla?

– No se necesita mucho tiempo.

Al parecer, Kate tomó estas palabras como una aceptación y siguió a la joven hasta la cocina, dejando la puerta entreabierta. Era típica de ella, pensó Dalgliesh, esa respuesta práctica, nada sentimental, ante la gente y sus preocupaciones más inmediatas. Sin presunción ni aires de superioridad, podía reducir la situación más embarazosa a algo parecido a la normalidad. Era ésta una de sus virtudes. Ahora, por encima del tintineo de las tazas y la tetera, podía oír las voces de las dos, en un tono de conversación casi corriente. Por las pocas frases que pudo captar, parecían estar discutiendo las ventajas de una marca de tetera eléctrica que las dos poseían. De pronto, pensó que él no debiera encontrarse allí, que era un estorbo, como detective y como hombre. Las dos se sentirían mejor sin su presencia masculina y destructiva. Incluso la habitación parecía mostrarle enemistad, y casi llegó a persuadirse de que aquellas voces femeninas, bajas y sibilantes, tramaban una conspiración.

Se oyó el zumbido del molinillo de café. Por consiguiente, ella utilizaba café en grano. Desde luego, era de esperar. Debía de esmerarse en el café. Debía de ser lo que ella y su amante compartían más a menudo. Contempló la sala de estar, con su largo ventanal que proporcionaba una vista distante del horizonte londinense. El mobiliario revelaba un buen gusto casi ortodoxo. El sofá, cubierto por una funda de color crema, sin una sola arruga, todavía impecable, parecía un mueble caro y, por la austeridad del diseño, probablemente escandinavo. A cada lado de la chimenea había butacas que hacían juego con el sofá, pero cuyas fundas estaban algo más usadas. La chimenea en sí era una repisa moderna y sencilla de madera blanca, con un diseño liso. Y pudo ver que el fuego era uno de los nuevos modelos de estufa de gas, que daban la ilusión de carbones incandescentes y llama viva. Ella debía de encenderlo apenas oía el timbre, consiguiendo un bienestar y un calor instantáneos. Y si él no venía, si tenía trabajo en la Cámara o en su casa, o en el distrito electoral, y ello no le permitía acudir a su lado, a la mañana siguiente no habría cenizas frías para burlarse de ella con su fácil simbolismo.

Sobre el sofá había una hilera de acuarelas: cálidos paisajes ingleses de una calidad inconfundible. Creyó reconocer un Lear y un Cotman. Se preguntó si habrían sido obsequios de Berowne, tal vez un medio para transferirle a ella algo de valor de lo cual ambos pudieran disfrutar y que el orgullo de ella pudiera aceptar. La pared opuesta a la chimenea estaba recubierta por módulos ajustables de madera, que llegaban desde el suelo hasta el techo. Contenían un sencillo sistema estereofónico, clasificadores para los discos, un televisor y los libros de ella. Acercándose para inspeccionarlos y hojear algunos, vio que había estudiado historia en la Universidad de Reading. Prescindiendo de los libros y sustituyendo las acuarelas por unos grabados populares, aquel apartamento hubiera podido ser el de muestra en un bloque recientemente construido, seduciendo al posible comprador con un tristemente ortodoxo buen gusto. Pensó: hay habitaciones diseñadas para alejarse de ellas, tristes antesalas con un blindaje destinado a hacer frente al mundo real que hay más allá. Hay habitaciones a las que se ha de regresar, refugios claustrofóbicos contra la dura actividad del trabajo y la lucha. Esa habitación era un mundo en sí mismo, un centro tranquilo, acondicionado con economía y cuidado, pero que contenía todo lo necesario para la vida de su propietario; era un apartamento que representaba una inversión en algo más que en la propiedad. Todo el capital de ella había quedado anclado aquí, el monetario y el emocional. Contempló la hilera de plantas, variadas y bien cuidadas, lustrosamente saludables, alineadas en la repisa de la ventana. Sin embargo, ¿por qué no habían de aparecer saludables? Ella estaba siempre allí, para atenderlas.

Las dos mujeres regresaron a la habitación. La señorita Washburn llevaba una bandeja con una cafetera, tres grandes tazas blancas, una jarra con leche caliente y terrones de azúcar. Ella se sentó ante la mesa de café, y Dalgliesh y Kate lo hicieron en el sofá. La señorita Washburn sirvió el café, incluida una taza para sí misma, que trasladó después a su asiento junto al fuego. Tal como supuso Dalgliesh, el café era excelente, pero ella no lo probó. Les miró a los dos y dijo:

– El locutor de la televisión ha hablado de heridas de arma blanca. ¿Qué heridas?

– ¿Así se ha enterado usted, por las noticias de la televisión?

Ella dijo con amargura:

– Desde luego. ¿De qué otro modo iba a enterarme?

Dalgliesh se sintió invadido por una compasión tan inesperada y aguda que por un momento no se atrevió a hablar. Y con la compasión llegó también una oleada de indignación contra Berowne, que le asustó por su misma intensidad. Seguramente, aquel hombre se había enfrentado a la posibilidad de una muerte repentina. Era una figura pública y debía de saber que siempre había un riesgo. ¿Había existido alguien a quien él pudiera confiar su secreto? Alguien que pudiera haberle dado la noticia a ella, visitarla, prodigarle al menos el consuelo de que él había pensado en ahorrarle dolor. ¿No pudo haber encontrado tiempo en su vida excesivamente atareada, para escribir una carta que pudiera serle entregada en privado a ella si él moría inesperadamente? ¿O había sido tan arrogante como para creerse inmune a los riesgos que corren otros mortales: un infarto, un accidente de coche, o una bomba del IRA? La ola de indignación remitió, dejando una resaca de disgusto. Pensó: «¿No es así como me hubiera comportado yo? Nos parecemos incluso en esto. Si él tenía un carámbano de hielo en el corazón, también lo tengo yo».

Ella repitió obstinadamente:

– ¿Qué heridas de arma blanca?

No había modo de explicárselo con suavidad.

– Tenía la garganta cortada. La suya y también la del vagabundo que se encontraba con él, Harry Mack.

No sabía por qué, decirle el nombre de Harry resultaba tan importante como lo había sido decírselo a lady Ursula. Era como si estuviera decidido a que ninguno de ellos olvidase a Harry.

Ella preguntó:

– ¿Con la navaja de Paul?

– Es probable.

– ¿Y la navaja todavía estaba allí, junto al cuerpo?

Había dicho cuerpo, no cuerpos. Sólo uno de ellos la preocupaba. Dalgliesh contestó:

– Sí, junto a su mano extendida.

– ¿Y la puerta del exterior estaba sin cerrar?

– Sí.

Ella dijo:

– Por consiguiente, dejó entrar a su asesino tal como había hecho con el vagabundo. ¿Acaso lo mató el vagabundo?

– No, el vagabundo no lo mató. Harry fue una víctima, no un asesino.

– Entonces, hubo alguien de fuera. Paul no pudo haber matado a nadie, y no creo que se matara él tampoco.

Dalgliesh dijo:

– Tampoco lo creemos nosotros. Estamos tratando el caso como asesinato. Por esta razón necesitamos su ayuda. Necesitamos que nos hable usted de él. Es probable que le conociera usted mejor que cualquier otra persona.

Ella contestó, en voz tan baja que él apenas pudo captar el significado de aquel murmullo:

– Yo pensaba que sí. Yo pensaba que sí…

Levantó la taza y trató de llevársela a los labios, pero no pudo controlarla. Dalgliesh notó que Kate se envaraba a su lado y se preguntó si estaba controlando el impulso de rodear con sus brazos los hombros de la joven y ayudarla a tomar un sorbo. Sin embargo, no se movió, y con el segundo intento la señorita Washburn logró llevarse el borde de la taza hasta la boca. Sorbió el café ruidosamente, como una chiquilla sedienta.

Al observarla, Dalgliesh se dio cuenta de lo que estaba haciendo y la parte más sensible de su mente se rebeló. Ella estaba sola, una persona desconocida a la que se le negaba la simple necesidad humana de compartir su dolor, de hablar de su amante. Y era esa necesidad lo que él se disponía a explotar. A veces pensaba con amargura que la explotación era la clave de una investigación satisfactoria, particularmente en casos de asesinato. Se explotaba el temor del sospechoso, su vanidad, su necesidad de confiarse, la inseguridad que le tentaba a pronunciar aquella frase esencial y reveladora. Explotar el dolor y la soledad no era sino otra versión de la misma técnica.

Ella le miró y dijo:

– ¿Puedo ver dónde ocurrió? Desde luego, sin armar ningún jaleo ni hacerme notar. Me gustaría sentarme allí sola, cuando se celebre el funeral. Sería mejor que estar sentada detrás de los fieles, procurando no ponerme en ridículo.

Él repuso:

– De momento, la parte posterior de la iglesia se mantiene cerrada. Sin embargo, creo que esto podrá arreglarse cuando hayamos terminado por fin con nuestra tarea allí. El padre Barnes, que es el párroco, la dejaría entrar. Es una habitación muy corriente. Tan sólo una pequeña sacristía, polvorienta y llena de trastos, que huele a libros de cánticos y a incienso, pero de todos modos un lugar muy tranquilo. -Y añadió-: Creo que todo sucedió muy de prisa. No creo que sintiera ningún dolor.

– Pero debió de sentir miedo.

– Tal vez ni siquiera eso.

Ella dijo:

– Es que lo que sucedió fue una cosa tan inimaginable… aquella conversión, la revelación divina, lo que fuese. Es algo que parece absurdo. Desde luego, es inimaginable. Quiero decir que era impensable que le fuera a ocurrir algo semejante a Paul. Él era…, bien, mundano. Desde luego, no lo digo en el sentido de que sólo le preocuparan el éxito, el dinero o el prestigio. Pero estaba muy metido en el mundo, pertenecía al mundo. No era un místico. Ni siquiera era particularmente religioso. Solía ir a la iglesia los domingos y en las principales festividades porque le gustaba la liturgia, pero no iba si utilizaban la Biblia nueva o el Libro de Plegarias. Y decía que le gustaba una hora en la que pudiera pensar sin interrupciones, sin que le llamaran por teléfono. Dijo una vez que la observancia religiosa formal confirmaba la identidad, le recordaba a uno los límites de la conducta, algo por el estilo. Creer no tenía por qué ser una carga. Ni tampoco la incredulidad. No sé si algo de esto tiene sentido…

– Sí.

– Le gustaban la comida, el vino, la arquitectura, las mujeres. No quiero decir con ello que fuese promiscuo, pero le gustaba la belleza de las mujeres. Yo no le podía dar eso, pero sí le podía dar algo que nadie más podía ofrecerle: paz, sinceridad y una confianza total.

Extraño, pensó él. Era la experiencia religiosa y no el asesinato lo que ella consideraba más necesario comentar. Su amante estaba muerto y ni siquiera la enormidad de aquella pérdida final, irrevocable, podía borrar el dolor de aquella anterior traición. Pero ya llegarían al asesinato con el tiempo. No había prisa. No podía conseguir lo que deseaba si ahora la apremiaba. Preguntó:

– ¿Le explicó algo sobre aquella experiencia en la sacristía?

– Vino a verme la noche siguiente. Había tenido una reunión en la Cámara y ya era tarde. No podía quedarse mucho tiempo. Me dijo que había tenido una experiencia de Dios. Esto es todo. Una experiencia de Dios. Y lo dijo como si fuera algo perfectamente natural. Pero no lo era, desde luego. Después se marchó, y yo supe que lo había perdido. No como amigo, tal vez, pero yo no lo deseaba como amigo. Lo había perdido como amante. Lo había perdido para siempre. No necesitó decírmelo.

Sabía Dalgliesh que había mujeres para las cuales el secreto, el riesgo, la traición o la conspiración conferían a un asunto amoroso una cierta carga erótica adicional. Eran mujeres tan poco comprometidas como sus hombres, apegadas a su intimidad personal, que deseaban una relación intensa, pero no al precio de sus carreras, mujeres para las que la pasión sexual y el sentido hogareño eran dos cosas irreconciliables. Pero ésta, pensó, no había sido una de ellas. Recordó, palabra por palabra, su conversación con Higginson, de la Sección Especial. Higginson, con su chaqueta de mezclilla bien cortada, su espalda erguida, sus ojos claros, una mandíbula vigorosa bajo un bigote recortado, tan parecido a la imagen convencional de un oficial del ejército que, para Dalgliesh, siempre aparecía con una aureola de falsa respetabilidad, un chorizo amable de un barrio suburbial, un vendedor de coches de segunda mano hablando de su mercancía en el metro de Warren Street. Incluso su cinismo parecía tan cuidadosamente calculado como su acento. Sin embargo, el acento era perfectamente auténtico y también lo era el cinismo. Lo peor que podía decirse de Higginson era que le gustaba demasiado su tarea.

– Es lo de siempre, mi querido Adam. Una esposa decorativa para exhibirla, la mujercilla devota al lado para usarla. Sólo que en este caso no estoy seguro de qué uso se le podía dar precisamente. La elección resulta un tanto sorprendente. Ya lo verás. Pero no hay problemas de seguridad. Nunca los ha habido. Los dos han sido notablemente discretos. Berowne siempre ha dejado bien claro que aceptaba toda precaución necesaria para su seguridad, pero que tenía derecho a correr ciertos riesgos en lo referente a su vida privada. Ella nunca ha causado un problema. Me sorprendería que lo hiciera ahora. No habrá ningún crío envuelto en pañales dentro de ocho meses.

Se preguntó si ella podía haber cerrado realmente los ojos ante la realidad. La realidad de que su relación estaba documentada, cada paso de su progreso anotado con precisión clínica por aquellos cínicos observadores que habían decidido, sin duda después de los procesos burocráticos normales, que ella podía ser clasificada como una diversión inofensiva, y que Berowne podía disfrutar de su entretenimiento semanal sin que ello causara problemas oficiales. Seguramente, ella no pudo haberse engañado a sí misma hasta ese punto, y tampoco él. Al fin y al cabo, también ella era una burócrata, una profesora. Debía de saber cómo funcionaba el sistema. Era todavía relativamente novata, pero era su mundo. Una sola señal de que ella representara un riesgo de seguridad y él hubiese recibido una advertencia. Y habría tenido en cuenta esta advertencia. Nadie se convierte en ministro si no tiene suficiente ambición, egoísmo y frialdad para saber dónde tienen que radicar sus prioridades.

Preguntó:

– ¿Cómo se conocieron?

– ¿Cómo cree que nos conocimos? En el trabajo. Yo era primera secretaria en su oficina privada.

Por lo tanto, había sido tal como él esperaba.

– Y después, cuando se convirtieron en amantes, ¿pidió usted un traslado?

– No, ya me tocaba el traslado. Nadie se queda largo tiempo en oficina privada.

– ¿Llegó a conocer a su familia?

– Nunca me llevó a su casa, si se refiere a esto. No me presentó a su esposa o lady Ursula para decir: «Os presento a Carole Washburn. Es mi querida».

– ¿Con cuánta frecuencia le veía?

– Tan a menudo como él podía abandonar lo demás. A veces disponíamos de medio día. Otras veces, de un par de horas. Él procuraba venir, camino de su distrito electoral, si estaba solo. A veces, no nos veíamos durante semanas.

– ¿Y nunca le sugirió el matrimonio? Perdóneme, pero esta pregunta podría ser importante.

– Si con ello se refiere a que alguien pudo haberle cortado la garganta para impedir que pidiera un divorcio y se casara conmigo, está usted perdiendo el tiempo. La respuesta a su pregunta, comandante, es un no; nunca me sugirió el matrimonio. Y yo tampoco.

– ¿Usted lo describiría como un hombre feliz?

No pareció sorprenderla la aparente irrelevancia de la pregunta, ni le concedió tampoco larga reflexión. Sabía la respuesta desde hacía largo tiempo.

– No, en realidad no. Lo que le ocurrió -y no me refiero al asesinato-, lo que le ocurrió en aquella iglesia, fuera lo que fuese, no creo que hubiese ocurrido si él se hubiera sentido satisfecho con su vida. Si nuestro amor le hubiera bastado. A mí me bastaba y era todo lo que yo quería, todo lo que necesitaba. Para él no era suficiente. Yo siempre lo había sabido. Nada era suficiente para Paul, nada.

– ¿Le dijo que había recibido una carta anónima en la que se hablaba de Theresa Nolan y Diana Travers?

– Sí, me lo dijo. No la tomó en serio.

– Pues la tomó suficientemente en serio como para enseñármela a mí.

Ella dijo:

– El niño que esperaba Theresa Nolan antes de abortar no era de él, si es eso lo que usted está pensando. No pudo haberlo sido. Él me lo hubiera dicho. Mire, fue tan sólo una de esas cartas anónimas que los políticos reciben día tras día. Están acostumbrados a ellas. ¿Por qué preocuparse ahora por eso?

– Porque algo que ocurrió durante las últimas semanas de su vida podría ser importante. Debe usted comprenderlo.

– ¿Qué pueden importar el escándalo o las mentiras? Ahora ya no pueden afectarle. No le pueden hacer ningún daño. Nada puede hacérselo. Nunca más.

El preguntó, con voz afectuosa.

– ¿Había cosas que a él le dolían?

– Era un ser humano, ¿comprende? Claro que había cosas que le dolían.

– ¿Qué cosas? ¿La infidelidad de su esposa?

Ella no contestó y él insistió:

– Señorita Washburn, lo que a mí más me interesa es atrapar a su asesino, no preservar su reputación. Ambas cosas no tienen por qué ser incompatibles. Yo procuraré que no lo sean, pero sé perfectamente lo que ha de venir en primer lugar. ¿No lo cree usted así?

Ella replicó con súbita vehemencia:

– No. Durante tres años yo he preservado su intimidad; no su reputación, su intimidad. Me ha costado muchísimo. Nunca me quejé ante él y tampoco me estoy quejando ahora. Conozco las normas. Sin embargo, estoy dispuesta a preservar su intimidad. Para él, era algo importante. Si no lo hago, todos estos años de discreción, de no dejarnos ver nunca juntos, de nunca poder decir yo: «Este es mi hombre, somos amantes»; siempre ocupando el segundo lugar después de su cargo, de su esposa, de sus electores, de su madre… ¿de qué hubiera servido todo esto? Y usted no puede devolverlo a la vida.

Siempre se producía esta exclamación cuando las cosas se endurecían: «Usted no puede devolverlos a la vida». Recordó su segundo asesino de menores, el escondrijo de fotografías pornográficas que la policía había descubierto en el apartamento del criminal, fotos indecentes de sus víctimas, patéticos cuerpos infantiles violados y expuestos a la vista. Fue su tarea, poco después de ser ascendido a inspector de detectives, pedir a una madre que identificara a su hija. Los ojos de la mujer miraron una sola vez la fotografía y después miraron al vacío, negando la identificación, negando la verdad. Había algunas realidades que la mente se negaba a aceptar, aunque fuese para ayudar al castigo, a la justicia. «Usted no puede devolverlos a la vida». Era el grito de un mundo totalmente derrotado, angustiado y dolido.

Pero ella volvía a hablar:

– Había muchas cosas que yo no podía darle. Sin embargo, pude darle secreto, discreción. He oído hablar de usted. Hubo aquel asunto en los Fens, aquel científico forense que fue asesinado. Paul me habló de él. Fue todo un triunfo para usted, ¿no es verdad? Usted dijo: «¿Y la víctima?». Pero ¿qué decir de las víctimas de usted? Yo espero que detenga al asesino de Paul. Generalmente, lo consigue, ¿verdad? ¿Se le ha ocurrido alguna vez calcular el precio de ello?

Dalgliesh notó que Kate se envaraba al oír aquella clara nota de desagrado y menosprecio. La joven siguió hablando:

– Pero tendrá que arreglárselas sin mí. En realidad, usted no necesita mi ayuda. No estoy dispuesta a revelar las confidencias de Paul sólo para que usted pueda apuntarse otro éxito.

Él repuso:

– Está también la cuestión del vagabundo muerto, de Harry Mack.

– Lo siento, pero nada me queda para llorar a Harry Mack, ni siquiera un poco de compasión. Estoy dispuesta a excluir a Harry Mack de mis cálculos.

– Sin embargo, yo no puedo excluirlo de los míos.

– Claro que no, pues éste es su trabajo. Veamos, yo no sé nada que pueda ayudarle a usted a resolver este asesinato. Si Paul tenía enemigos, nada sé de ellos. Le he hablado de él y de mí. Además, usted ya lo sabía todo. Sin embargo, no estoy dispuesta a dejarme involucrar más en este asunto. No quiero acabar en el estrado de los testigos, fotografiada camino del tribunal y descrita en primera página de los periódicos como «la amiguita de Paul Berowne».

Se levantó, lo que era la indicación para que se marcharan. Al llegar a la puerta, dijo:

– Quiero marcharme de aquí, aunque sólo sea un par de semanas. Dispongo de unas largas vacaciones. Si los de la prensa se enteran de mi existencia, no quiero estar aquí cuando ocurra. No podría soportarlo. Quiero marcharme de Londres, de Inglaterra, y usted no puede detenerme.

Dalgliesh contestó:

– No, pero seguiremos estando aquí cuando usted regrese.

– ¿Y si no regreso?

Había hablado con la débil aceptación de la derrota. ¿Cómo podía vivir en el extranjero, puesto que dependía de su trabajo, de su salario? Aquel apartamento tal vez hubiera perdido todo significado para ella, pero Londres seguía siendo su hogar y el trabajo había de resultarle importante por otras razones, aparte del dinero. Una mujer joven no llega a un puesto importante sin tener inteligencia y ambición, y trabajar de firme. No obstante, él contestó a su pregunta como si hubiera contenido alguna realidad.

– Entonces, yo tendría que ir a buscarla.

Ya en el coche, mientras se ajustaba el cinturón de seguridad, Dalgliesh dijo:

– Me pregunto si hubiéramos obtenido algo más de ella si usted la hubiera visitado a solas. Acaso hubiese hablado con más libertad si yo no hubiera estado presente.

Kate contestó:

– Es posible, señor, pero tan sólo de haber prometido yo mantener sus palabras como una confidencia, y no sé cómo me las hubiera arreglado en ese sentido.

Massingham, sospechó Dalgliesh, hubiera prometido guardar el secreto y después no habría tenido el menor escrúpulo en contarlo todo. Esa era una de las diferencias entre los dos.

– No -dijo-, usted no hubiera podido hacerlo.

IV

Una vez en New Scotland Yard, Kate irrumpió en la oficina de Massingham. Lo encontró solo, rodeado por sus papeles, y se dio la satisfacción de interrumpir su concienzuda pero poco entusiasta revisión de los informes sobre la investigación puerta a puerta, con un relato extenso de la entrevista. Kate había controlado con cierta dificultad su malestar en el camino de regreso al Yard, y estaba en buenas condiciones para una confrontación, preferiblemente con un varón.

– ¡Ese tipo era un mierda!

– Bien, yo no diría tanto. ¿No te estarás mostrando demasiado dura con él?

– Es la misma historia de siempre. El señor se regodea con su éxito y ella está metida en el equivalente de un nido de amor Victoriano para atender a las necesidades de él cuando tiene un momento que dedicarle a ella. Es como si nos encontráramos en el siglo pasado.

– Pero no estamos en él. Ella ha optado por este camino. ¡Vamos, Kate! Tiene un buen empleo, un apartamento en propiedad, un buen sueldo, y una carrera con jubilación después. Podía haberle mandado al cuerno cuando se le hubiera antojado. Él no ejercía ninguna coacción sobre ella.

– Físicamente no, tal vez.

– No me salgas con una variante de aquella vieja canción de: «Es el hombre el que obtiene el placer y la mujer la que se considera culpable». Al fin y al cabo, la historia reciente está contra ti. Nada le impedía que lo mandase al cuerno. Pudo haberle presentado un ultimátum: «Puedes elegir: ella o yo».

– ¿Sabiendo cuál sería la respuesta?

– Bien, siempre existe ese riesgo, claro. Pero pudo haber tenido suerte. No estamos en el siglo pasado. Y él no es Parnell. El divorcio no hubiera perjudicado su carrera, al menos durante mucho tiempo.

– Pero tampoco la hubiera beneficiado.

– De acuerdo. Pongamos por ejemplo a tu amigo, quienquiera que sea. O cualquier otro individuo que pueda gustarte. Si tuvieras que elegir entre él y tu trabajo, ¿te resultaría tan fácil? Cuando te sientes tan inclinada a la censura, será mejor que te preguntes qué elegirías tú.

Este planteamiento la desconcertó. Probablemente, él sabía algo de Allan o bien lo había supuesto. No era posible conservar muchos secretos en el CID, y su propia reticencia acerca de su vida privada debía de haber estimulado la curiosidad. Sin embargo, ella no esperaba tal perspicacia por parte de él, ni tanta franqueza, y se sintió más bien incómoda. Dijo:

– Bien, de todos modos eso no aumenta mi respeto por él.

– Es que no tenemos que respetarle. A nosotros no se nos pide que le respetemos o que lo apreciemos, o que admiremos su política, sus corbatas o su gusto en cuestión de mujeres. Nuestra tarea consiste en echarle mano a su asesino.

Ella se había sentado ante él, súbitamente fatigada, y dejó que el bolso que llevaba colgado al hombro se deslizara hasta el suelo; después miró a Massingham mientras él empezaba a ordenar sus papeles. Le agradaba su despacho, intrigada por la diferencia entre la escasa masculinidad que había en él y el ambiente de la sala del departamento de asesinatos, al fondo del mismo pasillo. Allí, la atmósfera era densamente masculina, recordaba, pensó ella, la de una sala de oficiales, pero en cierta ocasión había oído que Massingham decía a Dalgliesh, con la socarrona malicia que sus subordinados consideraban ofensiva y que les recordaba el apodo de «El misil tierra-tierra» que antes se le había aplicado: «No es lo que llamaríamos un regimiento de primera clase, ¿no es verdad, señor?». Al departamento se le exigía investigar crímenes en alta mar y, generalmente, se le recompensaba con una fotografía enmarcada del buque en el que habían ocurrido los hechos. Estas fotos estaban colgadas en hileras regulares a lo largo de las paredes, junto con retratos firmados de jefes de la policía de países de la Commonwealth, emblemas y distintivos, testimonios también firmados, e incluso alguna que otra fotografía de una cena de celebración. Las paredes del despacho de Massingham estaban decoradas tan sólo con grabados en color de muy antiguos partidos de criquet, procedentes, suponía ella, de su propia casa. Estas gentiles evocaciones de veranos ya muy lejanos, los bates de formas extrañas, los sombreros de copa de los jugadores, las familiares torres de la catedral resaltando en un cielo inglés, el sombreado césped y las damas con miriñaque y sombrilla, fueron al principio motivo de leve interés para sus colegas, pero ahora apenas había quien advirtiera su presencia. Kate pensaba que su elección mostraba un hábil compromiso entre la conformidad masculina y el gusto personal. Por otra parte, difícilmente hubiera podido exhibir sus fotografías de los tiempos escolares. Eton no se consideraba exactamente inaceptable para la Policía Metropolitana, pero tampoco era una escuela de la que jactarse en aquel lugar.

Kate preguntó:

– ¿Cómo va la investigación puerta a puerta?

– Como era de esperar. Nadie vio ni oyó nada. Todos estaban sentados y pegados a la televisión, o bien ante el mostrador del pub El perro y el ganso, o bien en el vídeo. Ningún pez gordo, pero hemos capturado los pececillos de costumbre. Es una lástima que no podamos devolverlos al agua. Sin embargo, esto mantendrá atareada a la división.

– ¿Y los taxistas?

– No ha habido suerte. Uno de ellos recordó haber dejado a un caballero de mediana edad a unos cuarenta metros de la iglesia, y en un momento relevante. Le seguimos las huellas y resultó que visitaba a una amiga suya.

– ¿Cómo? ¿En un nido de amor junto a Harrow Road?

– Tenía unas exigencias un tanto específicas. ¿Recuerdas a Fátima?

– ¡No me digas! ¿Todavía sigue en el oficio?

– Ya lo creo. Y también le da por husmear un poco por ahí en beneficio de Chalkey White. En estos momentos, la buena señora no está precisamente muy contenta de nosotros. Y Chalkey tampoco.

– ¿Y el pasajero?

– Bien, él ha presentado una denuncia oficial. Acoso, intromisión en la libertad personal, todo lo de costumbre. Y hemos recibido seis confesiones sobre el asesinato.

– ¿Seis? ¿Tan pronto?

– Cuatro de ellas ya las teníamos antes. Todas de dementes. Uno lo hizo para protestar contra la política de los conservadores en el tema de la inmigración, uno porque Berowne había seducido a su nieta, y otro porque el arcángel Gabriel le dijo que lo hiciera. Todos han dado horas equivocadas. Todos utilizaron un cuchillo y no una navaja, y no te sorprenderá saber que ninguno de ellos pudo mostrarlo. Con una singular falta de originalidad, todos aseguran haber arrojado el arma en el canal.

Kate dijo:

– ¿Te has preguntado alguna vez qué parte de tu trabajo es realmente efectiva en relación con lo que cuesta?

– De vez en cuando. Y ¿qué quieres que hagamos al respecto?

– Para empezar, perder menos tiempo con los peces pequeños.

– Vamos, Kate. No podemos elegir nuestras presas, al menos dentro de unos límites estrictos. Viene a ser lo que le ocurre a cualquier médico. No puede conseguir que toda la sociedad goce de buena salud, no puede curar al mundo. Se volvería loco si lo intentara. Se limita a tratar lo que se pone en sus manos. Algunas veces gana y otras veces pierde.

Ella dijo:

– Pero al menos no pierde el tiempo cauterizando verrugas mientras los cánceres carecen de tratamiento.

Massingham replicó:

– Qué coño, si el asesinato no es un cáncer, ¿qué puede serlo? En realidad, es probablemente la investigación sobre asesinatos y no los delitos comunes, lo que resulta más costoso. Piensa en lo que costó meter entre rejas al Destripador del Yorkshire. Piensa lo que este asesino nuestro va a costarle al contribuyente antes de que le echemos el guante. Si es que lo conseguimos. -Y por primera vez sintió la tentación de añadir: «Y si es que existe».

Massingham se levantó ante su mesa de trabajo.

– Necesitas tomar un trago. Te invito.

De pronto, ella casi sintió afecto por él.

– Vale -dijo-, muchas gracias.

Recogió su bolso y salieron juntos en dirección de la cantina de oficiales.

V

La señora Iris Minns vivía en un piso municipal en la segunda planta de un bloque cerca de Portobello Road. Aparcar cerca de allí en sábado, el día del mercado callejero, era imposible, y por tanto Massingham y Kate abandonaron el coche en el puesto de policía de Notting Hill Gate y continuaron a pie. Como siempre, el mercado del sábado era un carnaval, una celebración cosmopolita, pacífica aunque ruidosa, de la curiosidad, la simpleza, la codicia y la condición gregaria de la humanidad. Suscitaba en Kate recuerdos de sus primeros días en la división. Ella siempre había recorrido aquella calle tan concurrida con satisfacción, aunque rara vez compraba algo; jamás había compartido la obsesión popular por las chucherías del pasado. Y, pese a todo su aspecto de jovial camaradería, sabía que aquel mercado era menos inocente de lo que parecía. No todos los fajos de billetes de diversas monedas que cambiaban de mano encontrarían su camino hasta el pago de los impuestos. No todo el comercio se realizaba a base de los inofensivos artefactos del pasado. El número usual de visitantes incautos se encontrarían desprovistos de sus carteras o sus bolsos antes de llegar al otro extremo de la calle. Sin embargo, pocos mercados de Londres eran tan simpáticos, tan amenos y tan divertidos. Esa mañana, como siempre, entró en aquella calle estrecha y bulliciosa, notando que se le alzaba el ánimo.

Iris Minns vivía en el apartamento veintiséis del Bloque Dos, un edificio separado del bloque principal y de la calle por un amplio patio. Al atravesarlo, observados por varios pares de ojos aparentemente indiferentes pero llenos de cautela, Massingham dijo:

– Hablaré yo.

Ella notó aquel familiar ramalazo de cólera, pero no contestó.

La cita había sido acordada por teléfono para las nueve y media, y, a juzgar por la rapidez con la que se abrió la puerta al llamar al timbre, la señora Minns debía de haberse contado entre aquellos que acechaban su llegada ocultos detrás de sus cortinas. Se encontraron frente a una figura pequeña pero compacta, con un rostro cuadrado, una barbilla redonda y decidida, una boca ancha que formó una breve sonrisa que les pareció menos de bienvenida que de satisfacción al verles llegar puntualmente, y un par de ojos oscuros, casi negros, que les dedicaron una rápida y calculadora mirada, como si inspeccionara la presencia de polvo en sus personas. Se permitió incluso examinar la tarjeta credencial de Massingham con detenimiento, y después se hizo a un lado y les indicó que entraran, diciendo:

– Está bien, llegan a la hora convenida. Debo reconocerlo. Hay té o café, si les apetece.

Massingham rehusó apresuradamente ambas cosas. El primer instinto de Kate fue el de contestar rápidamente que le agradaría tomar café, pero resistió la tentación. Ésta podía ser una entrevista importante, y no tendría sentido perjudicar su resultado a causa de un roce personal. Por otra parte, a la señora Minns no le pasaría por alto la existencia de un antagonismo visible entre ellos dos. No podía engañarla el brillo de inteligencia que había observado en aquellos ojos oscuros.

La sala de estar en la que entraron era tan singular que esperó que su sorpresa no se reflejara con excesiva claridad en su rostro. Dotada por la burocracia local de un cajón rectangular de cinco metros por tres, una sola ventana y una puerta que daba a un balcón demasiado pequeño para todo lo que no fuese suministrar aire a unos pocos tiestos con plantas, la señora Minns había creado un saloncillo Victoriano, oscuro, desordenado y claustrofóbico. El papel de la pared era de un verde oliva oscuro con dibujos de hiedra y lirios, la alfombra era una Wilton ya ajada pero todavía en buen uso, y casi todo el centro de la habitación lo ocupaba una mesa alargada de caoba pulimentada, con patas curvas, una superficie brillante como un espejo, y cuatro sillas de respaldo alto en madera tallada. Había una mesa octagonal más pequeña junto a una pared, y sobre ella una aspidistra en un tiesto de latón, y de las paredes colgaban grabados sentimentales con marcos de madera de arce: La despedida del marido y El regreso del marido, y un niño que cogía una flor junto a un precipicio, protegidos sus pasos imprudentes por un ángel alado que mostraba una expresión de piadosa necedad. Frente a la ventana, había un largo macetero de hierro forjado pintado de blanco, que llenaban unos tiestos con geranios, y en el balcón propiamente dicho pudieron ver tiestos de terracota con hiedra y plantas trepadoras, cuyas hojas multiformes se enredaban en los barrotes de la barandilla.

El foco de la habitación era un televisor de diecisiete pulgadas, pero esto resultaba un anacronismo menor de lo que pudiera parecer a primera vista, ya que estaba situado ante un fondo de helechos verdes, cuyas frondas rodeaban la pantalla, como si fueran un marco ornamentado pero viviente. La repisa de la ventana estaba cubierta por pequeños tiestos de violetas africanas, de color purpúreo y con motas de un malva algo más pálido. Kate pensó que habían sido plantadas en envases de yogur, pero era difícil comprobarlo, puesto que cada recipiente estaba decorado con un envoltorio de papel plisado. Un aparador, con su parte posterior elaboradamente esculpida, quedaba cubierto por animales de porcelana: perros de diferentes razas y tamaños, un antílope y media docena de gatos en unas actitudes felinas poco convincentes, colocada cada pieza sobre un tapete de lino almidonado, al parecer para proteger la bien barnizada caoba. Toda la habitación estaba inmaculadamente limpia y el intenso olor a cera resultaba abrumador. Cuando en invierno estuvieran corridas las gruesas cortinas de terciopelo rojo, debía de ser posible creerse allí en otro ambiente y en otra época, y la señora Minns bien podía formar parte de ello. Llevaba una falda negra con una blusa blanca abrochada hasta el cuello, asegurado éste por un broche con camafeo, y, con sus cabellos grisáceos muy altos sobre la frente y reunidos en un pequeño moño junto a la nuca, parecía, pensó Kate, una actriz de edad vestida para representar el papel de un ama de llaves victoriana. La única crítica que podía hacerse era la aplicación exagerada de lápiz de labios y sombra en los ojos. La señora Minns se sentó en el sillón de la derecha e invitó a Kate a hacerlo en el otro, dejando que Massingham se acomodara dando la vuelta a una de las sillas de comedor. En ella se encontró incómodamente alto y, pensó Kate, en cierta desventaja, como un intruso del sexo masculino en un ambiente de confortable domesticidad femenina. A la luz otoñal, que se filtraba a través de las cortinas de encaje y la verde hojarasca de las plantas del balcón, su cara, bajo la mata de cabellos rojizos, parecía casi enfermiza, y las pecas de su frente destacaban como si fueran gotas de sangre pálida. Dijo:

– ¿Podemos cerrar esta puerta? Casi no oigo mi propia voz.

La puerta del balcón estaba entreabierta. Kate se levantó y fue a cerrarla. A su derecha, pudo ver la enorme tetera blanca y azul colgada en la fachada de la Portobello Pottery y el panel mural pintado del mercado de la porcelana. El rumor de la calle ascendía hasta ella como el de los guijarros impulsados por el agua en la costa. Después cerró el balcón y el sonido se amortiguó. La señora Minns dijo:

– Esto sólo ocurre los sábados. Al señor Smith y a mí no nos importa apenas. Una llega a acostumbrarse. Yo siempre digo que es como un pedazo de vida. -Se volvió hacia Kate- ¿Usted vive por aquí, verdad? Estoy segura de haberla visto comprando en el Gate.

– Es muy posible, señora Minns. No vivo lejos de allí.

– Ya lo ve, es como un pueblo, ¿no cree? Más tarde o más temprano, se acaba por ver a todo el mundo.

Massingham intervino con impaciencia:

– Ha mencionado usted a un señor Smith.

– Vive aquí, pero no podrán verle. Por otra parte, tampoco podría decirles nada. Pero lo cierto es que ha ido a dar una vuelta.

– ¿Una vuelta? ¿Adonde?

– Qué sé yo. Con su bicicleta. Antiguamente, sus padres vivían en Hillgate Village. Aquello era un pueblecillo de mala muerte cuando vivía su abuelo, y ahora piden allí ciento sesenta mil libras por las casas. Creo que el señor Smith lleva sangre gitana. Se concentraron allí muchos gitanos, cuando echaron abajo el hipódromo. Siempre está dando vueltas por ahí. Ahora le resulta más fácil, puesto que en el ferrocarril le dejan cargar la bicicleta sin pagar nada. Es una suerte para ustedes que no esté aquí, pues no le cae muy bien la policía. Muchos de los compañeros de ustedes lo detienen por nada, tan sólo por dormir junto a un seto. Esto es lo malo de este país, que se dediquen tanto a perseguir a gente decente. Y podría mencionarles otras cosas que no se nos permite decir.

Kate podía notar la ansiedad de Massingham para ir al grano, pero, como si también ella lo notara, la señora Minns dijo entonces:

– Debo decirles que también fue una gran impresión para mí. Aquella noche, lady Ursula me llamó poco antes de las nueve. Me dijo que era seguro que ustedes vendrían más tarde o más temprano.

– Por lo tanto ¿fue la primera noticia que tuvo usted sobre la muerte de sir Paul, cuando su madre la llamó para prevenirla?

– ¿Prevenirme? No me llamó para prevenirme. Yo no lo degollé, pobre señor. Ni sé quién pudo hacerlo. Pero la señorita Matlock bien hubiera podido tomarse la molestia de telefonearme antes. Siempre hubiera sido mejor para mí que oírlo en las noticias de las seis. Me pregunté si había de llamar a la casa, preguntarles si yo podía hacer algo, pero pensé que ya estarían lo bastante abrumados por otras llamadas para que también lo hiciera yo. Será mejor esperar, pensé, hasta que alguien llame.

Massingham dijo:

– ¿Y quién lo hizo fue lady Ursula, poco antes de las nueve?

– Eso es. Fue muy amable por su parte molestarse. Pero es que nosotras, lady Ursula y yo, siempre nos hemos llevado muy bien. Le llaman lady Ursula Berowne porque es la hija de un conde. Lady Berowne sólo es la esposa de un baronet.

Massingham dijo con impaciencia:

– Sí, ya lo sabemos.

– Bien, ustedes tal vez sí, pero hay millones de personas que no lo saben, ni tampoco les importa. Sin embargo, es mejor que lo sepan si es que piensan ustedes rondar Campden Hill Square.

Massingham preguntó:

– ¿Qué notó en ella cuando la telefoneó?

– ¿En lady Ursula? ¿Qué quieren que les diga? No se estaba riendo, desde luego, pero tampoco lloraba. No es cosa que ella suela hacer. Se mantenía tranquila, como siempre. Sin embargo, no me pudo decir gran cosa. ¿Qué ocurrió? ¿Fue un suicidio?

– No podemos estar seguros, señora Minns, hasta que sepamos más y tengamos los resultados de ciertas pruebas. Hemos de tratar el caso como una muerte sospechosa. ¿Cuándo vio usted por última vez a sir Paul?

– Poco antes de que se marchara el martes; creo que era alrededor de las diez y media. Yo estaba en la biblioteca. Había ido a abrillantar la mesa escritorio y él se encontraba allí, sentado ante ella. Entonces le dije que iría después, y él me dijo: «No, pase; señora Minns, en seguida me marcho».

– ¿Qué estaba haciendo?

– Como he dicho, estaba sentado ante su mesa. Tenía abierto su dietario.

Massingham preguntó secamente:

– ¿Está usted segura?

– Claro que estoy segura. Lo tenía abierto delante de él y lo estaba mirando.

– ¿Cómo puede estar tan segura de que era su dietario?

– Mire, lo tenía abierto delante de él y pude ver que era un dietario. Tenía diferentes días en la página, había fechas y él había escrito allí. ¿Cree que no reconozco un dietario cuando lo veo? Después, lo cerró y lo metió en el cajón de arriba a la derecha, donde suele guardarlo.

Massingham preguntó:

– ¿Cómo sabe dónde se guardaba usualmente?

– Mire, he trabajado en aquella casa nueve años. Me tomó la señora cuando sir Hugo era baronet. Una llega a saber muchas cosas.

– ¿Qué más se dijeron los dos entonces?

– No mucho. Yo le pedí si podía prestarme uno de sus libros.

– ¿Prestarle uno de sus libros? -Massingham frunció el ceño, sorprendido.

– Eso es. Lo había visto en el estante de abajo cuando limpiaba el polvo, y me interesaba leerlo. Está aquí, debajo del televisor, si le interesa. Una rosa crepuscular, de Millicent Gentle. Hacía años que no veía un libro suyo.

Lo cogió y se lo entregó a Massingham. Era un libro poco grueso, todavía con su cubierta en la que aparecía un galán de cabellos negros e increíblemente apuesto, que sostenía entre sus brazos a una muchacha rubia, con un fondo de rosales. Massingham lo hojeó rápidamente y dijo con un tono de jocoso desprecio:

– No creo que fuera su lectura predilecta, diría yo. Se lo enviaría, supongo, alguna de sus votantes. Está firmado por la autora. Me pregunto por qué se molestaba en guardarlo.

La señora Minns contestó con sequedad:

– ¿Y por qué no había de guardarlo? Millicent Gentle es una buena escritora. No es que haya escrito gran cosa últimamente, pero a mí me gusta mucho una buena novela romántica. Siempre es mejor que esos horribles libros de asesinatos. Yo no puedo soportarlos. Por consiguiente, le pregunté si podía prestármelo y me dijo que sí.

Kate se apoderó del libro y lo abrió. En la página de guarda habían escrito: «A Paul Berowne, con los mejores deseos de la autora». Y debajo estaba la firma, Millicent Gentle, y la fecha, el siete de agosto. Era la misma fecha en que Diana Travers se ahogó, pero al parecer Massingham no lo había notado. Cerró el libro y dijo:

– Devolveremos este libro a Campden Hill Square, si ha terminado de leerlo, señora Minns.

– Como ustedes gusten. No pensaba quedármelo si es eso lo que ustedes sospechaban.

Massingham preguntó:

– ¿Y qué más ocurrió después de decirle él que podía llevarse el libro?

– Me preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando en Campden Hill Square. Le contesté que nueve años. Entonces me dijo: «¿Han sido buenos años para usted?». Yo le dije que habían sido para mí tan buenos como para la mayoría de la gente.

Massingham sonrió y repuso:

– No creo que él se refiriese a eso.

– Sé perfectamente a qué se refería. Sin embargo, ¿qué esperaba que dijera yo? Hago mi trabajo y ellos me pagan cuatro libras por hora, que está por encima de lo corriente, y también me pagan el taxi hasta mi casa si salgo después de anochecer. No me quedaría si este empleo no me conviniera. Pero ¿qué esperan ellos a cambio de su dinero? ¿Afecto? Si él quería que yo dijera que había pasado los mejores años de mi vida en Campden Hill Square, se quedó con las ganas. Ahora bien, todo era diferente cuando vivía la primera lady Berowne.

– ¿Qué quiere decir con eso de diferente?

– Pues eso, diferente. La casa parecía más viva entonces. Me gustaba la primera lady Berowne. Era una señora muy agradable. No es que durase mucho, pobre criatura.

Kate preguntó:

– ¿Por qué siguió trabajando en el número sesenta y dos, señora Minns?

La señora Minns volvió sus ojillos brillantes hacia Kate y se limitó a contestar:

– Me gusta abrillantar los muebles.

Kate sospechó que a Massingham le tentaba preguntar qué opinaba ella acerca de la segunda lady Berowne, pero en todo caso decidió mantenerse en la directriz principal del interrogatorio.

– ¿Y qué ocurrió después? -inquirió.

– Salió.

– ¿De la casa?

– Eso es.

– ¿Puede estar segura?

– Mire, llevaba puesta la chaqueta, cogió aquel gabán que tenía, atravesó el vestíbulo y oí abrirse y cerrarse la puerta principal. Si no era él quien salió, ¿quién iba a ser?

– Pero en realidad usted no le vio salir.

– Nunca le seguía hasta la puerta para darle un beso de despedida, si es eso lo que quiere decir. Tengo mi trabajo allí. Sin embargo, ésa fue la última vez que le vi en este mundo, y no espero verle de nuevo en el otro, puede estar bien seguro.

Tal vez por prudencia, Massingham no la siguió por este camino. Se limitó a preguntar:

– ¿Y está segura de que metió su dietario de nuevo en el cajón?

– No se lo llevó consigo. Oiga, ¿qué ocurre con el dietario? ¿No estará diciendo que lo robé yo o algo por el estilo?

Kate intervino:.

– No está ahora en el cajón, señora Minns. Desde luego, no sospechamos que nadie lo haya cogido. No tiene ningún valor. Sin embargo, parece como si faltara, y podría ser importante. Verá usted: si convino una cita para el día siguiente, no sería entonces muy probable que saliera de su casa con la intención de matarse.

La señora Minns, ablandada, dijo:

– Pues bien, no se lo llevó consigo. Vi cómo lo guardaba otra vez, con mis propios ojos. Y si volvió después para recogerlo, no fue mientras yo estaba en la casa.

Massingham preguntó:

– Eso es posible, desde luego. ¿Cuándo se marchó usted?

– A las cinco. Mi hora de costumbre. Friego todos los cacharros del almuerzo y hago mi tarea especial de la tarde. Unos días puede tratarse de la plata, y otros, del armario de la ropa blanca. El martes, quité el polvo de los libros de la biblioteca. Estuve allí desde las dos y media hasta las cuatro, cuando fui a ayudar a la señorita Matlock a preparar el té. Desde luego, él no regresó entonces, pues yo hubiera oído a cualquiera que cruzara el vestíbulo.

De pronto, Kate preguntó:

– ¿Diría usted que era un matrimonio feliz, señora Minns?

– Apenas los había visto juntos como para poder decirlo. Las pocas veces que los vi, todo parecía normal. Sin embargo, nunca compartieron el mismo dormitorio.

– Eso no es tan inusual -observó Massingham.

– Tal vez, pero hay unas maneras de no compartirlo y otras maneras de compartirlo, si sabe usted a lo que me refiero. Sepa que yo hago las camas. Tal vez ésta sea su idea del matrimonio, pero no es la mía.

Massingham dijo:

– No sería lo más apropiado para engendrar al siguiente baronet.

– Bien, yo me pregunté acerca de ello hace unas semanas. Vomitó su desayuno, y no es cosa corriente en ella. Pero creo que no sería muy probable. Le preocupa demasiado su figura. Le advierto que no es mala persona cuando está de buen humor, pero sí demasiado cargante. «Por favor, señora Minns, sea buena y deme mi bata.» «Señora Minns, usted es un ángel y va a prepararme el baño.» «Tenga la amabilidad, querida señora Minns, de prepararme una taza de té.» Dulce como la miel, siempre y cuando consiga lo que ella desea. Bien, yo diría que más o menos es así como ha de ser. Lo mismo ocurre con lady Ursula. Le tiene prácticamente sin cuidado que la señorita Matlock la ayude a bañarse y vestirse. Yo esto lo veo, aunque Matlock sea incapaz de verlo. Sin embargo, así es. Si una se acostumbra a que le preparen el baño, le sirvan el desayuno en la cama y le guarden las ropas, bien ha de cargar con algunos inconvenientes a cambio. Era diferente cuando lady Ursula era una niña, desde luego. Entonces, a los criados se les veía pero no se les oía. Se apretaban contra la pared cuando los señores pasaban ante ellos, para que ni siquiera se les viese. Entregaban el correo con guantes, como para no contaminarlo. Y todo el mundo se alegraba de tener una buena casa. Mi abuela ya servía, y por eso lo sé.

Massingham dijo:

– Entonces, ¿no había disputas, que usted sepa?

– Tal vez hubiera sido mejor que las hubiese. Él era demasiado educado, estirado podríamos decir. Y eso no es natural en un matrimonio. No, no había disputas, al menos hasta el martes por la mañana. Y a aquello apenas se le podía llamar disputa. Para disputar se necesitan dos. Ella chilló como para que la oyeran en toda la casa, pero a él no le oí decir ni pío.

– ¿Cuándo ocurrió eso, señora Minns?

– Cuando subí la bandeja con el desayuno de ella a las ocho y media. Lo hago cada mañana. Sir Paul solía ocuparse del de lady Ursula. Ella sólo toma zumo de naranja, dos rebanadas de pan integral, tostadas, mermelada y café, pero lady Berowne quiere un servicio completo. Zumo de naranja, cereales, huevo revuelto, tostadas, de todo. Sin embargo, nunca engorda ni un gramo.

– Hábleme de esa discusión, señora Minns. ¿Qué oyó usted?

– Llegaba a la puerta del dormitorio cuando la oí gritar: «¡Te vas a ver a esa puta! Pues no puedes hacerlo, ahora no. Te necesitamos, los dos te necesitamos. No permitiré que vayas». Algo por el estilo. Y entonces pude oír la voz de él, muy baja. No oí lo que decía. Me quedé ante la puerta, preguntándome qué había de hacer yo. Dejé la bandeja sobre la mesa junto a la puerta. Generalmente, así lo hago antes de llamar. Pero no me pareció correcto molestarles. Por otra parte, tampoco podía quedarme allí plantada. Y entonces se abrió la puerta y salió él. Estaba blanco como un papel. Me vio y me dijo: «Yo entraré la bandeja, señora Minns». Por lo tanto, se la entregué. Dado su aspecto, fue un milagro que no la dejara caer allí mismo.

Massingham insistió:

– ¿Pero entró con ella en el dormitorio?

– Eso es, y cerró la puerta y yo regresé a la cocina.

Massingham cambió la orientación de su interrogatorio y preguntó:

– ¿Entró alguien más en la biblioteca aquel martes, que usted sepa?

– Entró ese señor Musgrave, del distrito electoral. Esperó desde cosa de las doce y media hasta cerca de las dos, pensando que tal vez sir Paul regresara para almorzar. Entonces desistió y se marchó. La señorita Sarah llegó alrededor de las cuatro. Había ido a ver a su abuela. Yo le dije que no esperábamos a lady Ursula para el té, pero ella contestó que esperaría. Después, al parecer, también ella se cansó de esperar. Debió de salir por su cuenta. Yo no la vi salir.

Massingham siguió interrogándola acerca de Diana Travers. Kate pensó que no tenía él tanta fe como ella en la creencia del jefe en la posible relación de las muertes de las dos jóvenes con el asesinato de Paul Berowne, pero no por ello dejó Massingham de hacer lo que de él se esperaba. El resultado fue mucho más interesante de lo que cualquiera de los dos hubiera juzgado posible. La señora Minns dijo:

– Yo estaba allí cuando llegó Diana. Nos acababa de dejar María. Era española y su marido trabajaba en el Soho como cocinero, pero después se quedó embarazada de su tercer hijo y el doctor dijo que había de abandonar los trabajos fuera de su casa. María era muy trabajadora. Esas chicas españolas saben cómo se ha de limpiar una casa, eso hay que reconocerlo. Y entonces la señorita Matlock puso un anuncio en el escaparate del quiosco, al final de Ladbroke Grove, y así se presentó Diana. Ese anuncio no podía llevar allí más de una hora. En realidad, fue cosa de suerte. Yo nunca pensé que el anuncio tuviera ninguna respuesta. En estos tiempos, las buenas asistentas no han de mirar en los quioscos para encontrar trabajo.

– ¿Y hacía bien la limpieza?

– Nunca lo había hecho en toda su vida, era algo que se veía en seguida, pero tenía muy buena voluntad. Desde luego, la señorita Matlock nunca le dejó tocar las mejores porcelanas ni dar cera en el salón. Ella se ocupaba de los cuartos de baño y los dormitorios, preparaba las verduras y hacía parte de la compra. Se portaba bien.

– De todos modos, no dejaba de ser un trabajo un poco extraño para una chica como ella.

La señora Minns comprendió lo que su interlocutor quería decir.

– Desde luego, era una chica con una educación, eso saltaba a la vista. De todas maneras, no se le pagaba mal -cuatro libras por hora-, con una buena comida al mediodía si una está allí, y sin impuestos, a no ser que una sea lo bastante tonta como para pagarlos. Nos dijo que era una actriz en busca de trabajo y que deseaba un empleo que pudiera abandonar al momento si le salía algo. Oiga, ¿y por qué le interesa tanto Diana Travers?

Massingham ignoró la pregunta y prosiguió:

– ¿Se llevaban bien usted y ella?

– No había ningún motivo para que no fuera así. Ya le he dicho que era una chica conforme. Un poco fisgona, sin embargo. Un día la vi mirar en el cajón del escritorio de sir Paul. No me oyó hasta que me vio a su lado. No se inmutó en lo más mínimo, incluso se echó a reír. También preguntaba mucho acerca de la familia, pero poca cosa sacó de mí, y no digamos de la señorita Matlock. Sin embargo, no lo hacía con mala intención, sino porque le gustaba mucho charlar. A mí me caía bien. De no haber sido así, no la hubiese dejado venir aquí.

– ¿Quiere decir que ella vivía aquí? Eso no nos lo dijeron en Campden Hill Square.

– Claro, es que tampoco lo sabían. No había razón alguna para que lo supieran. Ella había empezado a comprarse un apartamento en Ridgmount Gardens y hubo un retraso. Los propietarios del mismo todavía no podían trasladarse a su nueva casa. Ya sabe lo que son estas cosas. Entonces, ella tuvo que dejar el lugar donde vivía y encontrar algo para un mes. Pues bien, yo tengo dos dormitorios y le dije que podía instalarse aquí. Veinticinco libras a la semana, incluido un buen desayuno. No está mal. No sé si al señor Smith esto le gustó mucho, pero de todos modos él tenía que salir igualmente para rondar por ahí.

Y había dos dormitorios, pensó Kate. Los negros ojos de la señora Minns se clavaron en Massingham, como desafiándole a preguntar acerca de los usuales arreglos para pasar la noche. Y entonces ella dijo:

– Mi abuela decía que toda mujer debería casarse una vez, que es algo que se debe a sí misma. Pero tampoco se trata de convertir esto en una costumbre.

Kate dijo:

– ¿Un apartamento en Ridgmount Gardens? ¿No hay allí unos precios un poco altos para una actriz sin trabajo?

– Es lo que pensé yo, pero ella me dijo que su padre la ayudaba. Tal vez fuese así o tal vez no. Tal vez fuese su padre, o tal vez fuese algún otro. El padre vivía en Australia, al menos esto me dijo ella. No era asunto de mi incumbencia.

Massingham dijo:

– Por lo tanto, se instaló aquí. ¿Cuándo se marchó?

– Sólo diez días antes de ahogarse, pobre criatura. Y no irá usted a decirme que hubiera algo sospechoso en aquella muerte. Yo asistí al juicio. Un interés natural, podríamos decir. Pero ni siquiera se mencionó el lugar donde trabajaba, ¿sabe usted? Yo diría que hubieran podido mandar una corona al entierro, pero no quisieron saber nada del asunto, ¿sabe?

Massingham preguntó:

– ¿Cómo pasaba ella el tiempo mientras vivía aquí con usted?

– Apenas la veía. No era cosa de mi incumbencia, ¿comprende? Dos mañanas por semana trabajaba en Campden Hill Square. El resto del tiempo estaba fuera, para sus audiciones, decía ella. Salía bastante por la noche, pero nunca trajo a nadie aquí. No daba ningún problema y siempre lo dejaba todo limpio y ordenado. Desde luego, no la hubiera dejado vivir aquí si yo no hubiese sabido ya esto. Entonces, la noche después de haberse ahogado, antes incluso de que comenzara la encuesta, cuando ella todavía no llevaba muerta veinticuatro horas, se presentaron aquellos dos individuos.

– ¿Aquí?

– Eso es. Precisamente cuando yo acababa de regresar de Campden Hill Square. Estoy segura de que esperaron sentados en su coche a que yo llegase. Me dijeron que eran sus abogados y que venían para recoger cualquier cosa que hubiera podido dejar aquí.

– ¿Le enseñaron algún tipo de identificación, alguna autorización?

– Una carta de la firma. Escrita en un papel de lujo. Y tenían una tarjeta, por lo que les dejé entrar. Sin embargo, yo me quedé junto a la puerta y vigilé lo que hacían. No les gustó, pero yo quería saber qué se llevaban entre manos. «Aquí no hay nada -les dije-. Vean ustedes mismos. Se marchó hace casi un par de semanas.» Registraron a fondo el lugar, e incluso levantaron el colchón. Desde luego, no encontraron nada. Un asunto extraño, pensé, pero como nada salió de él no dije ni palabra. No valía la pena armar jaleo.

– ¿Y quién creyó usted que eran aquellos dos hombres?

La señora Minns soltó una repentina y breve carcajada.

– ¿A mí me lo pregunta? ¡Vamos, hombre! Eran dos de los de ustedes. Polis. ¿Cree que no reconozco a un policía cuando veo a uno?

A pesar de la tenue luz arbórea de la habitación, Kate observó un leve rubor de excitación en el rostro de Massingham, pero éste era demasiado experimentado para seguir presionando. Optó por hacer unas cuantas preguntas inofensivas acerca de las tareas domésticas en Campden Hill Square y se dispuso a poner fin a la entrevista. Sin embargo, la señora Minns tenía sus ideas propias y Kate sospechó que deseaba comunicar algo en privado. Levantándose, preguntó:

– ¿Le importa que utilice su baño, señora Minns?

No sabía si había logrado o no confundir a Massingham, pero lo cierto era que él no podía seguirlas. Y, mientras la esperaba ante la puerta del baño, la señora Minns casi susurró:

– ¿Ha visto usted la fecha en aquel libro?

– Sí, señora Minns. El día en que Diana Travers se ahogó.

Los agudos ojillos brillaron de satisfacción.

– Sabía que usted lo habría advertido. Pero él no se ha fijado, ¿verdad?

– Creo que no. Al menos, no lo ha mencionado.

– Es que no se fijó. Conozco a esos tipos. Se las dan de muy listos, pero les pasa por alto lo que tienen ante las narices.

– ¿Cuándo vio usted el libro por primera vez, señora Minns?

– Al día siguiente, el ocho de agosto. Era por la tarde, después de llegar él a casa desde su distrito electoral. Debió de llevarlo consigo.

– Por consiguiente, ella pudo habérselo dado entonces.

– Es posible, pero tal vez no. De todas maneras, resulta interesante, ¿verdad? Sabía que usted lo había advertido, pero le aconsejo que se guarde este detalle. Ese Massingham está demasiado satisfecho de su persona.

Habían dejado atrás Portobello Road y caminaban por Ladbroke Grove cuando Massingham habló, después de reírse brevemente.

– ¡Qué habitación, Dios mío! Compadezco al misterioso señor Smith. Si yo tuviera que vivir allí y con ella, también saldría a rondar por ahí.

Kate replicó airadamente:

– ¿Qué hay de malo en la habitación o en ella? Al menos, es algo que tiene carácter, no como el edificio donde está, diseñado por algún burócrata con instrucciones para meter el máximo de viviendas allí con el menor gasto público. Sólo porque usted no haya vivido nunca en uno de ellos, no deja de haber personas que viven allí y les gusta… -Y añadió, recalcando la palabra-: Señor.

Él se rió de nuevo. Ella siempre tenía el puntillo de reconocerle su rango, cuando estaba enfadada.

– Está bien, está bien, admito que tiene carácter. Los dos tienen carácter: ella y su habitación. ¿Y qué hay de tan malo en el edificio? Yo pensaba que era bastante decente. Si el municipio me ofreciera un apartamento allí, lo tomaría de buena gana.

Y lo haría, pensó ella. Probablemente, a él le preocupaban menos que a ella los detalles de su propia vida, dónde comía, dónde vivía e incluso lo que llevaba puesto. Y resultaba irritante descubrir, una vez más, con qué facilidad, cuando se encontraba en compañía de él, caía ella en la insinceridad. Ella nunca había creído que los edificios tuvieran tanta importancia. Era la gente, y no los arquitectos, lo que podía afear un barrio. E incluso los Ellison Fairwheather Buildings hubieran estado perfectamente, de haber sido erigidos en un lugar diferente y llenados con personas diferentes. Él prosiguió:

– Y ella nos ha resultado útil, ¿no? Si tiene razón y él metió de nuevo el dietario en el cajón, y si podemos demostrar que no regresó…

Ella le interrumpió:

– Pero esto no va a ser fácil. Exigirá justificar todos los minutos de su tiempo. Y, por el momento, no tenemos ninguna pista acerca de adonde se dirigió después de salir de la oficina del agente inmobiliario. Tenía una llave. Pudo haber entrado y salido de nuevo en menos de un minuto.

– Sí, pero las probabilidades son de que no lo hizo. Después de todo, salió con su bolsa, y, obviamente, pensaba estar fuera todo el día e ir directamente a la iglesia. Y si lady Ursula consultó el dietario antes de las seis, cuando llamó el general Nollinge, entonces sabemos quién ha de ser nuestro primer sospechoso, ¿no te parece? Dominic Swayne.

No era necesario detallar tanto. Ella había comprendido la importancia del dietario al mismo tiempo que él. Dijo entonces:

– ¿Quién crees que eran aquellos hombres, los que hicieron el registro? ¿De la Sección Especial?

– Es lo que yo supongo. O bien ella trabajaba para ellos y la metieron en Campden Hill Square, o trabajaba para alguien o para algo mucho más siniestro, y la liquidaron. Desde luego, también puede que fueran lo que decían, o sea, empleados de un bufete de abogados buscando tal vez documentos, un testamento.

– ¿Debajo del colchón? Fue un registro de lo más profesional.

Y si eran de la Sección Especial, pensó ella, habría problemas. Dijo:

– Ellos nos informaron sobre la amiga de Berowne.

– Sabiendo que nosotros lo habríamos descubierto en seguida por nuestra cuenta. Eso es típico de la Sección Especial. Su idea de la cooperación es como la del ministro que contesta a una interpelación en la Cámara: la contestación ha de ser breve, precisa, procurando no decirles nada que ellos no sepan ya. Pero si ella estaba vinculada con la Sección Especial, habrá jaleo.

Kate preguntó:

– ¿Entre Miles Gilmartin y el jefe?

– Entre todos y cada uno.

Caminaron en silencio unos momentos y después él dijo:

– ¿Por qué te has llevado esa novela?

Durante un instante, ella tuvo la tentación de buscar alguna evasiva. Sabía que cuando el significado de aquella fecha le llamó por primera vez la atención, había planeado guardar silencio al respecto, efectuar una pequeña investigación privada, buscar a la escritora y ver si allí podía saber algo. Pero después la prudencia prevaleció. Si el dato resultaba importante, el jefe tendría que saberlo y ella podía imaginar cuál sería su respuesta ante ese tipo particular de iniciativa personal. Era una hipocresía quejarse de la carencia de cooperación entre los miembros del departamento, mientras ella trataba de realizar su tarea privada en la brigada. Contestó:

– La firma lleva la fecha del siete de agosto, el día en que Diana Travers murió.

– ¿Y qué? Ella lo firmó y lo envió por correo el día siete.

– La señora Minns lo vio la tarde siguiente. ¿Desde cuándo llega tan pronto el correo en Londres?

– Es perfectamente posible que lo enviara con sello de urgencia.

Ella insistió:

– Es mucho más probable que él viera a Millecent Gentle aquel día y ella se lo entregara personalmente. Pensé que podría ser interesante saber cuándo y por qué.

– Podría ser. Es tan probable como que ella lo firmara el día siete y después se lo dejara en su oficina electoral. -Y entonces sonrió-. Entonces, ¿esto es lo que tú y la señora Minns estabais cuchicheando allí como dos colegialas?

Le dedicó una leve e irónica sonrisa y ella comprendió, no sin irritación, que Massingham había sospechado su tentación de ocultar aquella prueba, y que la cosa le divertía.

VI

De nuevo en el Rover y camino del Yard, ella dijo de pronto:

– Yo no entiendo esto de la experiencia religiosa.

– Querrás decir que no sabes en qué categoría incluirla.

– Tú te criaste con eso, supongo. Te adoctrinaron desde la cuna, con oraciones infantiles, la capilla de la escuela y todas esas cosas…

Ella había visto la capilla de la escuela una vez que hizo una excursión a Windsor, y le impresionó. Éste era, al fin y al cabo, su propósito. Kate sintió interés, admiración, incluso pasmo, al caminar bajo aquella bóveda impresionante. Sin embargo, continuó siendo un edificio en el que ella se sentía como una extraña, que le hablaba de historia, privilegios, tradición, afirmando que los ricos, por haber heredado la tierra, podían esperar disfrutar de privilegios similares en el cielo. Alguien tocaba el órgano y ella se sentó para escuchar con placer lo que supuso debía de ser una cantata de Bach, mas para ella no hubo ninguna armonía secreta.

Él dijo, con los ojos clavados en la carretera:

– Estoy algo familiarizado con las formas externas, pero no tanto como mi padre. Él se siente obligado a ir a diario a la capilla, o al menos así lo dice.

– Yo ni siquiera siento la necesidad de esto, de la religión O de la oración.

– Eso es perfectamente natural. Les ocurre a muchos. Probablemente, formas parte de una respetable mayoría. Es una cuestión de temperamento. ¿Qué es lo que te preocupa?

– No me preocupa nada, pero esto de la oración es extraño. Al parecer, muchas personas rezan. Alguien hizo un estudio al respecto. Rezan aunque no estén seguros de a quién se dirigen. ¿Y el jefe?

– No sé de qué siente él necesidad, excepto de su poesía, su trabajo y su intimidad. Y probablemente por este orden.

– Pero tú has trabajado antes con él, y yo no. ¿Crees que en este caso hay algo que se le ha metido en la cabeza?

Massingham la miró como si estuviera compartiendo el coche con una desconocida, preguntándose hasta qué punto podía confiar prudentemente en ella. Después contestó:

– Sí, así lo creo.

Kate sintió que se había conseguido algo, cierta confidencia, una confianza. Insistió.

– ¿Qué es lo que le está pinchando, pues?

– Lo que le ocurrió a Berowne en aquella iglesia, supongo. Al jefe le gusta que la vida sea racional. Cosa curiosa por tratarse de un poeta, pero así es. Este caso no es racional. Al menos no totalmente.

– ¿Has hablado con él al respecto? Me refiero a lo que ocurrió en aquella iglesia.

– No. Lo intenté una vez pero lo único que pude conseguir de él fue: «El mundo real ya es suficientemente difícil, John. Hemos de procurar mantenernos en él». Y entonces, para no hacer el tonto, cerré la boca.

El semáforo cambió. Kate accionó la palanca de cambio y el Rover avanzó rápida y suavemente. Eran meticulosos en turnarse en la conducción. Él cedía el volante de buena gana, pero, como todos los buenos conductores, le desagradaba ser el pasajero y para ella era cuestión de puntillo estar a la altura de la competencia y rapidez de él como conductor. Sabía ella que él la toleraba, que incluso la respetaba, pero en realidad no se agradaban el uno al otro. Él aceptaba que el equipo necesitaba una mujer, pero, sin mostrarse abiertamente machista, hubiera preferido un hombre como acompañante. Los sentimientos de ella por él eran más firmes, formados por resentimiento y antipatía. Parte de ello, sabía Kate, era resentimiento de clase, pero en el fondo había un desagrado más instintivo y fundamental. Ella consideraba a los hombres pelirrojos poco atractivos físicamente y, fuera lo que fuese lo que hubiera entre ellos, no era, sin duda, el antagonismo de una sexualidad no reconocida. Dalgliesh, desde luego, sabía esto perfectamente y lo había utilizado como utilizaba tantas otras cosas. Por un momento, ella sintió una oleada de desagrado activo contra todos los hombres. Soy un caso extraño, pensó. ¿Qué me importaría, y me refiero a importar realmente, si Allan me dejara plantada? ¿Supongamos que tuviera la opción entre mi promoción o Allan, mi apartamento o Allan…? Tendía a entregarse a estos desagradables exámenes de conciencia, con sus opciones imaginarias y sus dilemas éticos, a pesar de que no resultaran intrigantes, puesto que ella sabía que nunca habría de afrontarlos en la vida real.

Dijo:

– ¿Crees que en realidad le ocurrió algo a Berowne en aquella sacristía?

– Debió de ocurrirle, pienso yo. Un hombre no abandona su cargo y cambia la dirección de toda su vida por nada.

– Pero ¿fue real? De acuerdo, no me preguntes qué entiendo yo por real. Real en el sentido de que este coche es real, tú eres real y yo soy real. ¿Estaba alucinado, borracho, drogado? ¿O bien tuvo en realidad…, bien, algún tipo de experiencia sobrenatural?

– Esto me parece improbable en un miembro practicante de la vieja Iglesia de Inglaterra, que es lo que se supone fue él. Esto es el tipo de cosas que cabe esperar en personajes de una novela de Graham Greene.

Kate dijo:

– Te refieres a ello como si fuera algo de mal gusto, excéntrico, un tanto presuntuoso. -Guardó silencio por un momento y después preguntó-: Si tuvieras un hijo, ¿lo harías bautizar?

– Sí. ¿Por qué me lo preguntas?

– Por lo tanto, tú crees en todo eso, en Dios, la Iglesia, la religión.

– Yo no he dicho eso.

– Entonces ¿por qué?

– Mi familia ha sido bautizada durante cuatrocientos años, más incluso, supongo. La tuya también, creo. No parece que nos haya hecho ningún daño. No veo por qué debería ser yo el primero en quebrantar la tradición, al menos sin algunos sentimientos en contra que en realidad no poseo.

Y ella pensó si no sería ésta una de las cosas que disgustaban a Sarah Berowne de su padre, ese desprendimiento irónico demasiado arrogante incluso para llegar al fondo de las cosas. Dijo:

– Por tanto, es una cuestión de clase.

Él se echó a reír.

– Para ti, todo es cuestión de clase. No, es una cuestión de familia, de piedad familiar, si quieres.

Ella dijo, procurando no mirarle:

– No soy la persona indicada para hablar de piedad familiar. Soy hija ilegítima, por si no lo sabías.

– No, no lo sabía.

– Bueno, muchas gracias por no decirme que eso no tiene importancia.

Él replicó:

– Sólo afecta a una persona. A ti. Si tú crees que es importante, pues muy bien, ha de ser importante.

De pronto, ella casi sintió simpatía por él. Contempló el rostro pecoso bajo la mata de cabellos rojizos y trató de imaginarle en el escenario de aquella capilla de su colegio. Después pensó en su propia escuela. La Ancroft Comprehensive tenía, desde luego, una religión, puesta al día y, en una escuela con veinte nacionalidades diferentes, eficiente. Era el antirracismo. Allí pronto se aprendía que cabía prescindir de toda insubordinación, indolencia o estupidez si se mostraba solidez en esta doctrina esencial. A ella le daba la impresión de que era como cualquier otra religión; significaba lo que cada uno quisiera que significara: era fácil de aprender, con unos cuantos consejos, mitos y consignas, y era intolerante; ofrecía la excusa para una ocasional agresión selectiva y cabía elaborar una virtud moral a base de despreciar a la gente que resultara desagradable. Y lo mejor de todo era que no costaba nada. A Kate le agradaba pretender que este temprano adoctrinamiento no tenía absolutamente nada que ver con la fría rabia que se apoderaba de ella cuando contemplaba su extremo opuesto, los graffitti obscenos, los insultos proferidos a gritos, el terror de las familias asiáticas que no se atrevían a salir de las barricadas montadas en sus casas. Si la persona había de poseer una ética escolar para obtener la ilusión de pertenecer a una sociedad, entonces, por lo que le había costado, el antirracismo era tan bueno como cualquier otra cosa. Y por más que pudiera pensar ella en sus manifestaciones más absurdas, no era probable que indujera a nadie a ver visiones en una iglesia polvorienta.

VII

Dalgliesh había decidido ir solo en su coche, el sábado por la tarde, a ver a los Nolan en su chalet de Surrey. Era el tipo de tarea que en circunstancias normales hubiera confiado a Massingham y Kate, o incluso a un sargento y otro detective, y pudo ver la sorpresa en los ojos de Massingham cuando le dijo que no necesitaba ningún testigo ni a nadie para tomar notas. El propio viaje era innecesario. Si el asesinato de Berowne estaba vinculado al suicidio de Theresa Nolan, todo lo que él pudiera descubrir acerca de la chica, que en el momento actual no era más que una fotografía de un archivo policial, una cara pálida e infantil bajo una cofia de enfermera, podía ser importante. Necesitaba revestir aquella sombra espectral con la muchacha viva, pero con su intromisión en el dolor de sus abuelos lo menos que podía hacer era facilitarles en lo posible la tarea. No cabía duda de que un oficial de la policía resultaría más tolerable que dos.

Pero sabía que había otra razón para ir él mismo y solo. Necesitaba un par de horas de soledad y tranquilidad, una excusa para alejarse de Londres, de su despacho, de las insistentes llamadas telefónicas, de Massingham y de la brigada. Necesitaba escapar de las críticas de su superior, cuidadosamente silenciadas, en el sentido de que él estaba creando un misterio a partir de un suicidio y asesinato trágicos pero poco notorios, y de que todo ello equivalía a perder tiempo en una caza del hombre sin ninguna presa a la vista. Necesitaba escapar, aunque fuera por breve tiempo, de su abarrotada mesa de trabajo y de la presión de las personalidades, para ver el caso con unos ojos más claros y sin prejuicios.

Era un día caluroso, pero tormentoso. Jirones de nubes se arrastraban a través de un cielo de un azul intenso, y proyectaban sus tenues sombras sobre los campos otoñales ya segados. Dalgliesh seguía el itinerario a través de Cobham y Effingham, y, una vez fuera de la A-3, detuvo su Jagguar XJS y abrió la capota del coche. Después de Cobham, con el viento despeinando sus cabellos, creyó poder oler, en sus ráfagas, el intenso aroma de pino y madera ahumada del otoño. Las estrechas carreteras de la campiña, blanqueadas entre el verdor de sus bordes, discurrían a través de la zona boscosa de Surrey hasta que, de pronto, se le ofreció una amplia panorámica de los South Downs y Sussex. Sintió entonces el deseo de que la carretera siguiera una línea recta ante sus ruedas y permaneciera vacía, sin la menor señal, eternamente, para que él pudiera apretar el acelerador y perder todas sus frustraciones en aquel impulso de energía, para que aquel torbellino de aire otoñal que silbaba junto a sus oídos limpiara, también para siempre, su mente y sus ojos del color de la sangre.

Casi había temido el final de su viaje y éste se produjo con inesperada rapidez. Pasó por Shere y se encontró en la cuesta de una colina y, a la izquierda de la carretera, cercada por robles y álamos, y separada del camino por un breve jardín, se alzaba una casa victoriana poco notable y con su nombre, Weaver's Cottage, pintado en la cerca blanca. Unos veinte metros más allá, la carretera se enderezó y pudo avanzar con su Jaguar lentamente, hasta un lindero recubierto de gravilla. Cuando detuvo el motor, el silencio fue absoluto, sin la presencia de ningún pájaro, y durante unos momentos permaneció inmóvil y exhausto, como si acabara de pasar por una dura prueba que se hubiese impuesto a sí mismo. Había telefoneado y, por tanto, sabía que le estarían esperando. Sin embargo, todas las ventanas estaban cerradas, no salía humo de la chimenea y el edificio tenía la atmósfera hermética y opresiva de un lugar no abandonado, pero sí deliberadamente cerrado frente al mundo. El jardín frontal no presentaba ningún signo de la frondosa exuberancia normal en los jardines de aquel tipo de casa de campo. Todas las plantas formaban hileras, con crisantemos, pensamientos y dalias, y entre ellas otras hileras más bien descuidadas de hortalizas. Sin embargo, no se habían arrancado las malas hierbas y la breve zona de césped a cada lado de la puerta no había sido segada y ofrecía un aspecto abandonado. Había en la puerta un picaporte en forma de herradura, pero no había timbre. Dejó caer suavemente el picaporte, suponiendo que debían de haber oído la llegada del coche y que seguramente esperarían la llamada, pero transcurrió todo un minuto antes de que se abriera la puerta.

– ¿La señora Nolan? -dijo, y exhibió su tarjeta, sintiéndose mientras lo hacía como un inoportuno vendedor puerta a puerta.

Ella apenas la miró, pero se apartó a un lado para dejarle entrar. Debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta años, y era una mujer de constitución frágil con una cara angulosa y angustiada. Sus ojos protuberantes, tan parecidos a los de su nieta, contemplaron los suyos con una mirada que a él ya le resultaba familiar: una mezcla de aprensión, curiosidad y después alivio al comprobar que, por lo menos, él tenía una apariencia humana. Llevaba un vestido de tela plisada azul y gris, mal ajustado en los hombros y que hacía bolsas allí donde ella lo había acortado en el bajo. En la solapa lucía un broche redondo de plata y piedras de colores. El broche colgaba, tirando de la fina tela. Dalgliesh pensó que no era éste su atuendo usual para un sábado por la tarde, y que se había vestido debidamente para recibir su visita. Tal vez fuese una mujer que se vestía para hacer frente a todos los inconvenientes y las tragedias de la vida, en un pequeño gesto de orgullo y desafío ante lo desconocido.

La sala de estar, cuadrada, con una única ventana, le pareció más típica de un suburbio londinense que de aquella zona rural boscosa. Era una habitación muy limpia, pero carente de todo carácter y más bien oscura. La chimenea original había sido sustituida por otra de imitación de mármol, con una repisa de madera, y habían instalado en ella una estufa eléctrica, una de cuyas barras estaba encendida. Dos de las paredes habían sido empapeladas con una mezcla chillona de rosas y violetas, y las otras dos con papel liso con franjas azules. Las delgadas cortinas habían sido colocadas con la cara estampada hacia afuera, de modo que el sol de la tarde se filtraba a través de un estampado de rosas bulbosas y un entramado de hiedra. Había dos butacas modernas, una a cada lado de la chimenea, y una mesa cuadrada central con cuatro sillas. Junto a la pared más distante había un televisor de gran tamaño, situado sobre un carrito. Excepto un ejemplar del Radio Times y otro del TV Times, no había otras revistas ni tampoco libros. El único cuadro era un grabado chillón del Sagrado Corazón sobre la chimenea.

La señora Nolan le presentó a su marido. Estaba sentado en la butaca de la derecha, frente a la ventana, y era un hombre muy alto y macilento, que respondió al saludo de Dalgliesh con una rígida inclinación de cabeza, pero sin levantarse. También su cara parecía rígida. A la luz solar que se filtraba a través de las cortinas, los planos y ángulos de su rostro daban la impresión de que éste hubiera sido tallado en madera de roble. Su mano izquierda, que reposaba en su regazo, practicaba un incesante e involuntario temblequeo. La señora Nolan dijo:

– ¿Le apetece tomar un poco de té, si me permite?

Él contestó:

– Sí, muchas gracias, si no es molestia. -Y pensó: «Me parece que he oído esta pregunta y contestado estas palabras durante toda mi vida».

Ella sonrió y asintió con la cabeza, en un gesto de satisfacción, y abandonó la sala. Dalgliesh pensó: «Yo digo las insinceridades convencionales y ella me contesta como si fuera yo el que le hiciera el favor. ¿Qué puede haber en mi trabajo que obligue a la gente a sentirse agradecida por el hecho de que yo me comporte como un ser humano?».

Los dos hombres esperaron en silencio, pero el té no tardó en llegar. Esto, pensó Dalgliesh, explicaba el retraso en abrir la puerta. Al oír su llamada, ella se había apresurado a poner la tetera en el fogón. Se sentaron a la mesa con envarada formalidad, esperando mientras Albert Nolan se levantaba rígidamente de su butaca y, penosamente, se dirigía a su nuevo asiento. Este esfuerzo provocó un nuevo espasmo tembloroso. Sin hablar, su esposa le sirvió el té y colocó la taza ante él. Él no la cogió, sino que inclinó la cabeza y sorbió el té ruidosamente desde la taza. Su esposa ni siquiera le miró. Había medio pastel que, según dijo ella, era de nueces y mermelada, y volvió a sonreír cuando Dalgliesh aceptó una porción. Estaba seco y era más bien insípido, y se convirtió en una blanca pasta en su boca. Pequeños fragmentos de nuez se alojaron entre sus dientes y algún que otro pedazo de corteza de naranja dejó, un sabor amargo en su lengua. Despejó la situación con un buen sorbo de té fuerte y muy cargado de leche. En algún lugar de la habitación, una mosca emitía un zumbido intermitente.

Dalgliesh dijo:

– Siento tener que molestarles, y mucho me temo que esto resulte doloroso para ustedes. Como le expliqué por teléfono, estoy investigando la muerte de sir Paul Berowne. Poco antes de que éste muriese, recibió una carta anónima. Sugería que tal vez él tuviese algo que ver con la muerte de la nieta de ustedes. Ésta es la razón de mi presencia aquí.

La taza de la señora Nolan tintineó en su platillo. Después colocó las dos manos debajo de la mesa, como una niña bien educada en una merienda colectiva, y a continuación miró a su marido. Dijo:

– Theresa se quitó la vida. Yo creía que usted, señor, ya lo sabía.

– Lo sabíamos. Pero cualquier cosa que le ocurriese a sir Paul en las últimas semanas de su vida podría ser importante, y una de estas cosas fue la llegada de esa carta anónima. Nos gustaría saber quién la envió. Debo decirles algo: creemos probable que él fuese asesinado.

La señora Nolan replicó:

– ¿Asesinado? Esa carta no fue enviada desde esta casa, señor. Dios es testigo de que nosotros nada tenemos que ver con una cosa semejante.

– Lo sé. Ni por un momento pensamos que fuese así. Sin embargo, yo me preguntaba si su nieta les habló alguna vez de alguien, de algún amigo íntimo tal vez, de alguien que pudiera tener motivo para culpar a sir Paul de la muerte de ella.

La señora Nolan meneó la cabeza y dijo:

– ¿Se refiere usted a alguien que pudiera haberle matado a él?

– Es una posibilidad que debemos tener en cuenta.

– ¿Y quién podría ser? Esto no tiene sentido. Ella no tenía a nadie más, aparte de nosotros, y nosotros jamás pusimos la mano sobre él, aunque Dios sabe que la indignación nos hervía por dentro.

– ¿Indignación contra él?

De pronto, fue su marido el que habló:

– Ella se quedó embarazada mientras estaba en su casa. Y él supo dónde encontrar su cadáver. ¿Cómo lo supo? Dígamelo, vamos.

Su voz era dura, casi inexpresiva, pero las palabras surgieron con tanta fuerza que su cuerpo se estremeció. Dalgliesh contestó:

– Sir Paul dijo en el juicio que su nieta le explicó una noche que le encantaban los bosques. Entonces pensó que si había decidido poner fin a su vida, tal vez hubiera elegido el único lugar de bosque silvestre que hay en el centro de Londres.

La señora Nolan dijo:

– Nosotros no le enviamos esa carta, señor. Yo le vi en el juicio. Mi marido no vino, pero yo creí que uno de los dos había de estar presente. Sir Paul sólo habló conmigo. En realidad, se mostró muy amable. Dijo que lo sentía mucho. Bueno, ¿qué más puede decir la gente?

El señor Nolan añadió:

– Que lo siente. Y poca cosa más.

Ella se volvió hacia su esposo:

– Papá, esto no es una prueba. Y él era un hombre casado. Theresa nunca hubiera… No con un hombre casado.

– No podemos saber lo que pudo haber hecho ella. Ni él. ¿Qué importa ahora? Ella se mató, ¿no? Primero embarazada, después el aborto, y por último el suicidio. ¿Qué es un pecado más, cuando se lleva todo eso en la conciencia?

Dalgliesh preguntó con voz suave:

– ¿Pueden decirme algo acerca de ella? Ustedes la criaron, ¿no es verdad?

– Así es. No tenía a nadie más. Nosotros sólo tuvimos un hijo, su padre. Su madre murió diez días después de nacer Theresa. Tuvo una apendicitis y la operación salió mal. Una posibilidad entre un millón, dijo el doctor.

Dalgliesh pensó: No quiero oír nada de esto. No quiero escuchar sus penas. Eso era lo que el ginecólogo le había dicho a él cuando fue a ver por última vez a su difunta esposa, con su hijo recién nacido junto al brazo, los dos sumidos ya en la secreta nulidad de la muerte. Una posibilidad entre un millón. Como si pudiera haber consuelo, casi un orgullo, en el hecho de saber que el azar había señalado a la familia de uno para demostrar las arbitrarias estadísticas de la falibilidad humana. De pronto, el zumbido de la mosca le resultó intolerable y dijo:

– Perdón.

Cogió el número del Radio Times y la atacó violentamente con él, pero falló el golpe. Necesitó otros dos ataques vehementes contra el cristal de la ventana hasta que el zumbido cesó por fin y el insecto desapareció de la vista, dejando tan sólo una leve traza sanguinolenta. Después dijo:

– ¿Y su hijo?

– Bien, él no podía ocuparse del bebé. No cabía esperarlo. Sólo tenía veintiún años. Y creo que deseaba alejarse de casa, de nosotros, incluso de su hija. Aunque parezca extraño, creo que nos culpaba a nosotros. Ha de saber que, en realidad, nosotros no queríamos que se casaran. Shirley, su esposa, no era la chica que nosotros hubiéramos elegido. Le dijimos que de ese matrimonio no podía salir nada bueno.

Y cuando nada bueno salió de ello, fue a ellos a los que culpó, como si su desaprobación, su rencor, hubieran planeado sobre su esposa como una maldición. Preguntó:

– ¿Dónde está él ahora?

– No lo sabemos. Creemos que se fue a Canadá, pero nunca escribe. Tenía un buen oficio. Era mecánico. Muy entendido en coches. Y siempre había sido muy hábil con las manos. Dijo que no tendría problema en encontrar un empleo.

– Por consiguiente, ¿no sabe que su hija ha muerto?

Albert Nolan contestó:

– Apenas sabía si ella vivía. ¿Qué puede importarle que ahora esté muerta?

Su esposa inclinó la cabeza como para dejar que su oleada de ira resbalase sobre ella. Después dijo:

– Creo que siempre se sintió culpable, pobre Theresa. Creía haber matado a su madre. Era un absurdo, desde luego. Y después, el hecho de que su padre la abandonase fue todavía peor. Se crió como una huérfana y creo que esto le hizo mella. Cuando a una chiquilla le ocurren desgracias, siempre cree que es por su culpa.

Dalgliesh dijo:

– Sin embargo, debía de sentirse feliz aquí, con ustedes. A ella le gustaba el bosque, ¿no es así?

– Tal vez. Pero creo que se sentía muy sola. Tenía que ir a la escuela en autobús y no podía quedarse para las actividades después de sus clases. Y aquí cerca tampoco había otras chicas de su edad. Le gustaba pasear por los bosques, pero nosotros no la alentábamos en este sentido. En estos tiempos, nunca se sabe. Nadie puede considerarse seguro. Esperábamos que hiciera amistades cuando empezara a trabajar como enfermera.

– ¿Y fue así?

– Ella nunca trajo a nadie a casa, pero de todos modos aquí tampoco había ningún aliciente para la gente joven, esta es la verdad.

– ¿Y nunca encontraron nada entre sus papeles, entre cosas que ella dejara, que les diera alguna idea de quién pudo haber sido el padre de su bebé?

– No dejó nada, ni siquiera sus libros de enfermería. Vivía en una residencia cerca de Oxford Street, después de abandonar Campden Hill Square, y despejó toda la habitación, sin dejar nada en ella. Todo lo que recibimos de la policía fue la carta, su reloj, y las ropas que llevaba puestas. Tiramos la carta. De nada servía guardarla. Puede ver su habitación si lo desea, señor. Es la misma que tuvo desde que era una niña. Allí no hay nada. Es tan sólo una habitación vacía. Entregamos todo lo suyo, sus ropas y sus libros, a Oxford. Pensamos que eso es lo que ella hubiera deseado.

Fue, pensó Dalgliesh, lo que habían deseado ellos. La anciana le condujo a la estrecha escalera, le enseñó la habitación y después se retiró. Se encontraba en la parte posterior de la casa, pequeña y estrecha, de cara al norte y con una ventana enrejada. Afuera, los pinos y los alerces estaban tan cercanos que sus hojas casi temblaban junto a los cristales. Había en la habitación una luminosidad verde, como si se encontrara bajo el agua. Una rama de un rosal trepador, con hojas casi caídas y un solo capullo todavía por florecer, daba golpecillos en la ventana. Era, como ella había dicho, tan sólo una habitación vacía. Su atmósfera estaba totalmente quieta y había en ella un leve olor a desinfectante, como si sus paredes y el suelo hubieran sido recientemente lavadas a fondo. Le recordó una habitación de hospital de la que se hubiera retirado un difunto, una habitación impersonal y funcional, un espacio calculado entre cuatro paredes, esperando que el siguiente paciente introdujera en ella su aprensión, sus dolores, su esperanza de darle un significado. Incluso habían deshecho la cama. Había un cobertor blanco sobre el colchón desnudo y la única almohada. Los estantes de la librería mural estaban vacíos; seguramente, eran demasiado frágiles incluso para soportar el peso de muchos libros. Nada más quedaba allí, excepto un crucifijo sobre la cama. Sin tener nada más que recordar, excepto el dolor, habían despojado la habitación incluso de la personalidad de ella, y después habían cerrado la puerta.

Contemplando aquella cama estrecha y casi desnuda, recordó las palabras de la nota de suicida que había escrito la muchacha. Él la había leído sólo dos veces al estudiar el informe del juicio, pero no tuvo la menor dificultad en recordarla palabra por palabra.

«Por favor, perdonadme. No me es posible seguir soportando tanto dolor. Maté a mi hijo y sé que nunca lo volveré a ver, ni a vosotros tampoco. Supongo que estoy condenada, pero ya no puedo creer en el infierno. No puedo creer en nada. Fuisteis buenos conmigo pero yo nunca os fui de ninguna utilidad. Pensé que, cuando fuese enfermera, todo sería diferente, pero el mundo nunca se mostró amable conmigo. Ahora sé que no tengo que vivir en él. Espero que no sean niños los que encuentren mi cuerpo. Perdonadme.»

No era, pensó, una carta espontánea. Había leído muchos mensajes de suicidas desde que era un joven comisario de distrito. A veces, habían sido escritos a causa del dolor y de una indignación que producía una poesía inconsciente del desespero. Pero ésta, a pesar de su nota de sufrimiento y de su aparente simplicidad, era más elaborada, con un tono personal mitigado pero inconfundible. Pensó que ella pudo haber sido una de aquellas jóvenes peligrosamente inocentes, a menudo más peligrosas y menos inocentes de lo que aparentan, y que son los agentes catalizadores de la tragedia. Ella permanecía en la periferia de su investigación como un pálido espectro con su uniforme de enfermera, algo desconocido y que ahora ya no podía conocerse, y con todo -de ello estaba convencido- una pieza central en el misterio de la muerte de Berowne.

No tenía ya esperanzas de enterarse de datos útiles en Weaver's Cottage, pero su instinto de investigador le movió a abrir el cajón del armario junto a la cama, y allí vio que algo quedaba de ella: su misal. Lo sacó y lo hojeó casualmente. Cayó de él una hojita de papel arrancada de una libreta de notas. La recogió y pudo ver en ella tres columnas de números y letras:

R D3 S

B D2 S

P D1 S

S-N S2 D

Abajo, los Nolan, seguían sentados ante la mesa. Les enseñó el papel. La señora Nolan opinó que los números y las letras habían sido escritos por Theresa, pero añadió que no podía estar segura de ello. Ninguno de los dos pudo ofrecer la menor explicación, y por otra parte tampoco mostraron el menor interés. Sin embargo, no opusieron ningún reparo cuando él dijo que le agradarla llevarse aquel papel.

La señora Nolan le acompañó hasta la puerta y, con cierta sorpresa por parte de él, caminó a su lado por el camino hasta llegar a la verja. Al llegar junto a ésta, ella contempló las sombras oscuras del bosque y dijo con una pasión apenas disimulada:

– Esta casa está vinculada al trabajo de Albert. Hubiéramos tenido que dejarla hace tres años, cuando él empeoró tanto, pero han sido muy amables con nosotros. Sin embargo, la abandonaremos tan pronto como las autoridades locales nos encuentren un piso, y a mí no me disgustará en absoluto. Odio estos bosques, los odio de veras. No hay nada más en ellos que este viento que silba continuamente, tierra húmeda, una oscuridad que se cierne sobre nosotros, y animalillos que gritan durante la noche.

Y después, mientras cerraba la verja detrás de él, le miró directamente a los ojos:

– ¿Por qué ella no me habló del bebé? Yo lo hubiera comprendido. Yo hubiera cuidado de ella. Yo hubiese logrado que papá se hiciera cargo. Eso es lo que más duele. ¿Por qué no me dijo nada?

Dalgliesh contestó:

– Supongo que quería ahorrarles el disgusto. Eso es lo que todos tratamos de hacer, ahorrarles disgustos a las personas a las que amamos.

– Papá está muy amargado. Cree que ella se ha condenado, pero yo la he perdonado. Dios no puede ser menos misericordioso que yo. Es algo que yo no puedo creer.

– No -dijo él-, no es necesario creer tal cosa.

Ella se quedó junto a la verja, mirándole, pero cuando él se metió en el coche y ajustó su cinturón de seguridad, al volver a mirarla descubrió que, casi misteriosamente, se había desvanecido. La casa de campo había recuperado su secreta reserva. Pensó: «Este trabajo contiene demasiado dolor. ¡Y pensar que yo solía felicitarme, creer que era útil, que Dios me valga, que la gente tendiera a confiar en mí! ¿Y qué me ha traído hoy mi contacto con la realidad? Un trozo de papel arrancado de una libreta con unos cuantos garabatos, letras y números que acaso ni siquiera escribió ella». Se sentía contaminado a su vez por la amargura y el dolor de los Nolan. Pensó: «¿Y si digo que ya basta, que ya basta con veinte años de utilizar las debilidades de las personas en su contra, con veinte años de evitar cuidadosamente toda implicación con ellas, y dimito de una vez? Fuera lo que fuese lo que Berowne encontró en aquella sacristía destartalada, no me es lícito ni siquiera pretender averiguarlo». Y mientras el Jaguar enfilaba suavemente la carretera, sintió un arrebato de envidia e indignación, totalmente irracionales, contra Berowne, que había encontrado una salida tan fácil.

VIII

Eran las seis y cuarto de la tarde del domingo y Carole Washburn, apoyada en la barandilla del balcón, contemplaba el panorama de Londres Norte. Nunca había sentido la necesidad de correr las cortinas cuando Paul estaba con ella, incluso a horas avanzadas de la noche. Podían contemplar juntos la ciudad y saber que a ellos nadie les vigilaba, que eran inviolables. En aquellos momentos, era agradable salir al balcón, notando el calor del brazo de él a través de su manga, y permanecer allí juntos, seguros, en la intimidad, observando las incesantes preocupaciones de un mundo salpicado por las luces. En aquellos momentos, ella había sido una espectadora privilegiada, pero ahora se sentía proscrita, añorando aquel distante e inalcanzable paraíso del que se había visto excluida para siempre. Cada noche, desde su muerte, observaba cómo se encendían las luces, una manzana tras otra, casa por casa, cuadrados de luz, rectángulos luminosos, luces que se filtraban a través de cortinas de habitaciones donde la gente vivía sus existencias, compartidas o secretas.

Y, ahora, lo que parecía ser el domingo más largo que jamás hubiera soportado tocaba a su fin.

A primera hora de la tarde, ansiando salir de la jaula de aquel apartamento, había ido en coche al supermercado abierto más cercano. No necesitaba nada, pero había empujado sin rumbo un carrito entre los estantes, cogiendo automáticamente latas, paquetes, rollos de papel higiénico, amontonándolo todo en el carro, sin hacer caso de las miradas de los otros compradores. Pero cuando las lágrimas empezaron a brotar de nuevo, goteando sobre su mano, descendiendo en una corriente que no podía detenerse, mojando los paquetes de cereales y arrugando los rollos de papel, abandonó el carro, lleno de artículos no deseados y totalmente innecesarios, se dirigió al aparcamiento y regresó a su casa, conduciendo lenta y cuidadosamente, como si fuera una conductora novata, viendo un mundo confuso y desorientado, en el que la gente se movía como marionetas, como si la realidad se estuviera disolviendo en una lluvia perpetua.

Más avanzada la tarde, se apoderó de ella la necesidad desesperada de una compañía humana. No era la necesidad de comenzar cierta vida para sí misma, de planear algún tipo de futuro, de echar su red en el vacío que había creado alrededor de su vida secreta y comenzar a atraer hacia sí a otras personas. Tal vez esto llegara con el tiempo, por imposible que ahora pareciera. Era una simple añoranza incontrolable que la movía a buscar la compañía de otro ser humano, oír una voz humana que emitiera sonidos humanos ordinarios, por poco significativos que fuesen. Telefoneó a Emma, que había ingresado en el Servicio Civil con ella, procedente de Reading, y que era ahora alta funcionaria en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social. Antes de convertirse en la amante de Paul, ella había empleado gran parte de su tiempo libre con Emma, en rápidos almuerzos en algún bar o café situado cerca de sus oficinas, yendo al cine y a veces al teatro, e incluso en un fin de semana juntas en Ámsterdam, para visitar el Rijksmuseum. Había sido una amistad sin exigencias ni confidencias. Ella sabía que Emma nunca prescindiría de la oportunidad de encontrarse con un hombre para pasar una velada con ella, y Emma había sido la primera víctima de su obsesiva necesidad de intimar, que la movió a su vez a no prescindir ni de una sola hora del tiempo que podía concederle a Paul. Miró el reloj. Eran las seis y cuarenta y dos minutos. A no ser que Emma pasara el fin de semana fuera de la ciudad, probablemente la encontraría en su casa.

Tuvo que buscar el número. Aquellas cifras familiares aparecieron en la página de la agenda como si fueran la llave de una existencia anterior y casi olvidada. No había hablado con ningún ser humano desde que se marchó la policía, y se preguntó Si su voz le sonaría tan falsa a Emma como resonaba en sus propios oídos.

– ¿Emma? No lo creerás. Soy Carole, Carole Washburn.

Se oía una música alegre, en contrapunto. Podía ser de Mozart o tal vez de Vivaldi.

– Baja el volumen, querido -pidió Emma, y después, dirigiéndose a Carole-: ¡Dios mío! ¿Cómo estás?

– Muy bien. Hace siglos que no nos vemos. He pensado si te gustaría ir al cine o a cualquier otra parte. Esta noche, tal vez.

Hubo un breve silencio, y después la voz de Emma, cuidadosamente neutral, con sorpresa y tal vez una leve nota de rencor cuidadosamente disimuladas, contestó:

– Lo siento, tenemos invitados a cenar.

Emma siempre hablaba de sus cenas, incluso cuando lo único que se proponían era tomar unos platos chinos ya preparados, en la mesa de la cocina. Era uno de los esnobismos de poca monta que Carole había juzgado en otro tiempo irritantes. Preguntó:

– ¿El próximo fin de semana, entonces?

– No será posible, mucho me temo. Alistair y yo iremos al Wiltshire. En realidad, a visitar a sus padres. Otra vez será, supongo. Me ha encantado oírte de nuevo, pero ahora debo apresurarme, pues los invitados llegarán a las siete y media. Cualquier día te telefonearé.

Nada más podía hacer ella, excepto gritar: «¡Cuenta conmigo, cuenta conmigo! Por favor, necesito venir». Colgaron el otro teléfono y la voz, la música y la comunicación quedaron cortadas. Alistair. Desde luego, había olvidado que Emma estaba prometida. Un alto funcionario de Hacienda. Por tanto, él se había trasladado al apartamento de ella. Podía imaginar lo que estarían diciendo ahora.

«Tres años sin decir palabra y de pronto llama y quiere ir al cine. Y un domingo por la tarde, válgame Dios…».

Y Emma no llamaría. Ella tenía a Alistair, una vida compartida, con unas amistades también compartidas. No era posible apartar a la gente de la propia existencia y esperar encontrarlos de nuevo, complacientes, a la disposición de una, sólo porque una necesitara sentirse humana de nuevo.

Le quedaban dos días más de permiso antes de regresar al trabajo.

Podía ir a su casa, desde luego, excepto que este apartamento era su casa. Y apenas valía la pena llegar hasta Clacton, a aquella casa de altos techos, en las afueras de la población, donde su madre viuda vivía desde que murió su padre, doce años antes. Hacía catorce meses que no había estado allí. El viernes por la noche era sagrado, pues podía contar con un par de horas con Paul, aprovechando el viaje de éste a su distrito electoral. El domingo siempre lo había conservado libre para él. Su madre, acostumbrada ya a la negligencia de la hija, no parecía mostrarse particularmente preocupada al respecto. La hermana de su madre vivía en la casa contigua y las dos viudas, olvidadas ya sus anteriores fricciones, se habían instalado en una confortable rutina de apoyo mutuo, con sus vidas rutinarias medidas por pequeños placeres: ir de compras, tomar el café matinal en su bar favorito, devolver sus libros de la biblioteca, los programas vespertinos de la televisión, y las cenas rápidas. Carole casi había dejado de preguntarse acerca de su vida, por qué habían optado por vivir junto al mar cuando nunca se acercaban a él, y de qué podían hablar las dos. Podía telefonear ahora y su madre le concedería de mala gana su aquiescencia, enojada por el trabajo que le suponía preparar la cama de invitados, por la interrupción de su programa de fin de semana, y por el problema de distribuir la comida. Se dijo a sí misma que ella había acostumbrado a su madre, durante los últimos tres años, a esperar negligencia, y que se había alegrado de que sus horas junto a Paul no se vieran amenazadas por exigencias desde Clacton. Le pareció innoble telefonear ahora a su madre, ir a su casa en busca de un consuelo que no tenía derecho a solicitar y que su madre, aunque hubiera sabido la verdad, tampoco habría podido dispensarle. Las seis y cuarenta y cinco minutos. Si fuera un viernes, él habría llegado ya, sincronizando su entrada para asegurarse de que en el vestíbulo no hubiera nadie que pudiese verle. Se oiría un solo y prolongado timbrazo y después las dos llamadas breves que eran su señal. Y entonces el timbre sonó, con una llamada larga e insistente. Creyó haber oído una segunda y después una tercera, pero ello seguramente se debió a su imaginación. Durante un milagroso segundo, un solo segundo, creyó que él había venido, y que todo había sido un absurdo error. Exclamó: «¡Paul, Paul querido!», y casi se abalanzó hacia la puerta. Pero entonces su mente volvió a adueñarse de la realidad y supo la verdad. El auricular del interfono se deslizó entre sus manos húmedas y estuvo a punto de caérsele, y sus labios estaban tan secos que pudo oír cómo se agrietaban. Murmuró:

– ¿Quién es?

La voz que respondió era una voz femenina y dijo:

– ¿Puedo subir? Soy Barbara Berowne.

Casi sin pensar, oprimió el pulsador y oyó el zumbido de la cerradura al abrirse, así como el chasquido de la puerta al cerrarse. Era ya demasiado tarde para cambiar de idea, pero supo que no había otra opción. En su actual y desesperada soledad no era capaz de impedir la entrada a nadie. Y este encuentro era inevitable. Desde que comenzó su relación con Paul, ella había deseado ver a la esposa de éste, y ahora iba a verla. Abrió la puerta y se quedó en el umbral esperando, escuchando el susurro del ascensor, los pasos apagados sobre la alfombra, como otras veces había esperado los de él.

Ella avanzó por el pasillo, con paso grácil, casualmente elegante, dorados los cabellos, con un perfume sutil que parecía precederla y después desvanecerse en el aire. Llevaba un abrigo de color crema con amplios pliegues en los hombros y las mangas cortadas en una tela más fina y de diferente textura. Sus botas de cuero negro parecían tan suaves como sus guantes negros, y llevaba un bolso colgado al hombro con una estrecha correa. No llevaba sombrero y sus cabellos del color del maíz, con mechas de un dorado más pálido, formaban a su espalda un largo bucle. Sorprendió a Carole el hecho de poder observar los detalles, que incluso pudiera pensar en la tela de las mangas del abrigo, calcular dónde había sido comprado y cuánto había podido costar.

Al entrar ella, le pareció a Carole que aquellos ojos azules examinaban la habitación con un detenimiento abierto y levemente despreciativo. Entonces dijo con una voz que, incluso para sus oídos, sonó agria y poco amable:

– Por favor, siéntese. ¿Quiere beber algo? ¿Café, jerez, un poco de vino?

Ella se dirigió hacia el sillón de Paul. Le parecía imposible que la esposa de éste se sentara en el mismo lugar donde ella se había acostumbrado a verle a él. Se enfrentaron las dos a unos metros de distancia. Barbara Berowne miró la alfombra, como para asegurarse de que ésta estuviera limpia antes de colocar su bolso junto a sus pies. Después dijo:

– No, muchas gracias. No puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que regresar. Vendrá gente, colegas de Paul; quieren hablar sobre el funeral. No lo celebraremos hasta que la policía descubra quién lo mató, pero estas cosas han de resolverse con semanas de anticipación si se desea hacerlas en Saint Margaret. Al parecer, no creen que él tenga derecho a la Abadía, pobrecillo. Usted vendrá, desde luego; al funeral, me refiero. Habrá tanta gente allí que nadie advertirá su presencia. Quiero decir que no necesita sentirse violenta por mi causa.

– No, nunca me he sentido violenta por su causa.

– Creo que, en realidad, todo esto es bastante desagradable. No creo que a Paul le hubiera gustado todo ese jaleo. Sin embargo, el electorado parece pensar que debemos dedicarle un funeral. Después de todo, él era ministro. La incineración será en privado. No creo que deba usted asistir a ella, ¿no le parece? Sólo asistirá la familia y unos cuantos amigos realmente íntimos.

Amigos íntimos. De pronto, le entraron ganas de reírse a carcajadas. Dijo:

– ¿Ésta es la razón de que haya venido? ¿Hablarme de los preparativos del funeral?

– Pensé que Paul hubiera querido que usted lo supiera. Después de todo, las dos lo queríamos, cada una a nuestra manera. A las dos nos importa salvaguardar su reputación.

– No hay nada que pueda usted enseñarme respecto a salvaguardar su reputación. ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?

– Bien, hace meses que yo sabía dónde encontrarla. Un primo mío contrató a un detective privado. La cosa no fue muy difícil; bastó con seguir el coche de Paul un viernes por la tarde. Y después, eliminó a todas las parejas de casadas en este manzana, a todas las viejas y a todos los hombres solteros. Entonces quedó usted.

Se había quitado los guantes negros y los había dejado sobre su rodilla. Ahora los estaba alisando, un dedo tras otro, con unas manos de uñas rosadas. Dijo, sin levantar la mirada:

– No estoy aquí para causarle problemas. Después de todo, las dos estamos metidas en esto. Estoy aquí para ayudar.

– No estamos metidas en nada, juntas. Nunca lo hemos estado. ¿Y a qué se refiere con eso de ayudar? ¿Va a ofrecerme dinero?

Los ojos de la otra se alzaron y Carole creyó detectar un atisbo de ansiedad, como si la pregunta necesitara ser tomada en serio.

– No, en realidad. Quiero decir que no he creído que usted se encontrara realmente necesitada. ¿Le compró Paul este apartamento? Queda un poco justo, ¿no cree? Sin embargo, no deja de ser agradable si a una no le importa vivir en las afueras. Mucho me temo que no la haya mencionado a usted en su testamento. Ésta es otra cosa que pensé debía usted saber, en caso de que se lo estuviera preguntando.

Carole contestó con una voz estridente y dura incluso para sus propios oídos:

– Este apartamento es mío, yo pagué la entrada y la hipoteca ha sido pagada con mi dinero. De todos modos, esto es algo que a usted no le incumbe, pero si algo le hurga en la conciencia acerca de mí, olvídelo. No quiero nada de usted ni de nadie más que esté relacionado con Paul. Las mujeres que prefieren ser mantenidas por hombres durante toda su vida nunca pueden llegar a imaginar que a otras nos guste pagar nuestras cosas.

– ¿Acaso tenía alguna otra opción?

Perdida el habla, oyó cómo aquella voz chillona, casi infantil, proseguía:

– Al fin y al cabo, usted siempre ha sido discreta. La admiro por eso. No puede haberle sido fácil verle tan sólo cuando él no tenía nada mejor que hacer.

Lo más sorprendente era que el insulto no había sido deliberado. Era una mujer capaz de ser intencionadamente ofensiva, desde luego, pero ésta había sido una observación casual, fruto de un egoísmo tan insensible que habló para expresar lo que pensaba, sin intención particular de herir, pero al mismo tiempo incapaz de preocuparse por si hería o no. Carole pensó: «Paul, ¿cómo pudiste casarte con ella? ¿Cómo pudiste dejarte atrapar? Es una estúpida, una mujer de ínfima categoría, llena de despecho, insensible, mezquina. ¿Es realmente tan importante la belleza?».

Dijo:

– Si esto es todo lo que ha venido a decir, tal vez será mejor que se marche. Ya me ha visto. Ahora ya sabe cuál es mi aspecto. Ha visto el apartamento. Éste es el sillón en el que él solía sentarse. En esta mesa tomaba su copa. Si quiere, puedo enseñarle la cama en la que hacíamos el amor.

– Sé para qué venía.

Tuvo ganas de gritar: «¡No, no lo sabe! ¡Usted no sabe nada de él! Yo era tan feliz en esa cama con él como no lo había sido nunca y nunca más volveré a serlo. Pero él no venía para eso». Había creído, creía todavía, que sólo con ella se había sentido él totalmente en paz. Había vivido su existencia, extremadamente ocupada, dividida en compartimientos: la casa de Campden Hill Square, la Cámara de los Comunes, su despacho en el Ministerio, su sede en el distrito electoral. Tan sólo en ese apartamento alto, ordinario, suburbano, se fundían entre sí tan dispares elementos y él podía ser toda una persona, únicamente él mismo. Cuando llegaba y se sentaba ante ella, dejaba su cartera junto a sus pies y le sonreía, ella contemplaba con alegría, una y otra vez, cómo se ablandaba y relajaba aquel rostro tenso, cómo se suavizaba como si hubieran acabado de hacer el amor. Había en la vida privada de él cosas que ella sabía que le ocultaba, no conscientemente o por falta de confianza, sino porque, cuando estaban juntos, ya no le parecían importantes. Sin embargo, nunca se había ocultado a sí mismo.

Barbara Berowne estaba admirando su anillo de compromiso, extendiendo la mano y moviéndola lentamente ante su cara, y el enorme brillante, con su cerco de zafiros, centelleaba y resplandecía. Mostró una directa sonrisa evocadora y después miró de nuevo a Carole y dijo:

– Hay otra cosa que usted también debe saber. Voy a tener un hijo.

Carole gritó:

– ¡No es verdad! ¡Me está mintiendo! ¡No es posible!

Los ojos azules la miraron muy abiertos.

– Claro que es verdad. No es algo sobre lo que una pueda mentir, al menos durante largo tiempo. Quiero decir que dentro de un par de meses la verdad será evidente para todo el mundo.

– ¡No es hijo de él!

Pensó: «Estoy gritando, gritándole a ella. Debo mantener la calma. Dios mío, ayúdame a no creerlo».

Y ahora Barbara Berowne se echó a reír.

– Claro que es hijo suyo. Siempre quiso un heredero, ¿no lo sabía usted? Mire, es mejor que lo acepte. El único hombre con el que me he acostado, aparte de él, desde mi matrimonio, es estéril. Se hizo una vasectomía. Voy a tener un hijo de Paul.

– Él no pudo hacerlo. Y usted no pudo obligarlo a hacerlo.

– Pero lo hizo. Hay una cosa que una siempre puede obligar a un hombre a hacer. Es decir, si a él le gustan las mujeres. ¿No lo ha descubierto todavía? Usted no estará embarazada también, ¿verdad?

Carole ocultó la cara entre las manos. Murmuró:

– No.

– Pensé que me convenía estar segura. -Soltó una risita-. Eso hubiera sido una complicación, ¿verdad?

De pronto, desapareció todo control. No quedó nada, excepto la ira desnuda, la vergüenza totalmente desnuda, y se oyó a sí misma aullar como una arpía:

– ¡Lárguese! ¡Fuera de mi casa!

Incluso en medio de su cólera, no le pasó por alto el súbito centelleo del miedo en aquellos ojos azules. Pudo verlo con una breve sensación de placer y triunfo. Por tanto, ella no era inviolable después de todo, ya que era posible asustarla. Sin embargo, este conocimiento no acabó de complacerla, pues hacía de Barbara Berowne una persona vulnerable, más humana. Ahora se levantaba, casi sin la menor gracia, se inclinaba para coger por la correa su bolso, y se dirigía hacia la puerta con paso torpe como el de un niño. Sólo cuando Carole la hubo abierto y se hubo hecho a un lado para dejarle paso, se volvió para hablar.

– Siento que usted se lo haya tomado de esta manera. Pienso que se está comportando neciamente. Después de todo, yo era su esposa. Yo soy la parte ofendida.

Y, seguidamente, se alejó presurosa a lo largo del pasillo. Carole exclamó a su espalda:

– ¡La parte ofendida! ¡Dios mío, ésta sí que es buena! ¡La parte ofendida!

Cerró la puerta y se apoyó en ella. Una sensación de náusea le retorció el estómago. Corrió hacia el cuarto de baño y se inclinó sobre el lavabo, agarrándose a los grifos para sostenerse. Entre su ira y su dolor, le entraron ganas de echar la cabeza atrás y aullar como un animal. Tambaleándose, regresó a la sala de estar y buscó su sillón como una ciega, y después se quedó mirando el vacío sillón de él, mientras se esforzaba para calmarse. Cuando se sintió de nuevo dueña de sí, buscó su bolso y sacó la tarjeta con el número de Scotland Yard, al que le habían pedido que telefonease.

Era domingo, pero alguien estaría de servicio. Aunque no pudiera hablar con la inspectora Miskin ahora, siempre podía dejar un mensaje y pedir que la llamara ella. La cosa no podía esperar hasta mañana, Había de comprometerse irrevocablemente, y ahora mismo.

Contestó una voz varonil, que ella no reconoció. Dio su nombre y preguntó por la inspectora Miskin.

Añadió:

– Es urgente. Se trata del caso Berowne.

Hubo un retraso de sólo unos segundos antes de que contestara la inspectora. Aunque ella sólo había oído aquella voz en una sola ocasión, la reconoció de golpe. Dijo:

– Soy Carole Washburn. Quiero verla. Hay algo que he decidido decirle.

– Iremos en seguida.

– Aquí no. No quiero que vengan aquí, nunca más. Nos encontraremos mañana por la mañana, a las nueve. En el jardín formal de Holland Park, el que está junto a la Orangery. ¿Lo conoce?

– Sí, lo conozco. Estaremos allí.

– No quiero que venga el comandante Dalgliesh. No quiero ningún policía. Sólo usted. No hablaré con nadie más.

Hubo una pausa y después la voz habló de nuevo, sin reflejar sorpresa, aceptando:

– Mañana, a las nueve. El jardín, en Holland Park. Iré yo sola. ¿Puede darme alguna idea de lo que se trata?

– Se trata de la muerte de Theresa Nolan. Adiós.

Colgó el teléfono y apoyó la frente en la frialdad pegajosa del metal. Se sentía vacía, con la cabeza hueca, estremecida por los latidos de su propio corazón. Se preguntó qué sentiría, cómo podría seguir viviendo cuando se percatara de lo que acababa de hacer. Le entraron ganas de exclamar en voz alta: «Querido, lo siento. ¡Lo siento!». Pero había tomado ya su decisión. Ahora ya no podía volverse atrás. Y le pareció que todavía flotaba en la habitación el aroma fugaz del perfume de Barbara Berowne, como la marca de la traición, y que el aire de su apartamento nunca más se vería libre de él.