175405.fb2 Sabor a muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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QUINTA PARTE. Rh positivo

I

Miles Gilmartin, de la Sección Especial, se veía protegido contra las molestias de visitantes casuales o inoportunos y la atención de los malintencionados por una serie de verificaciones y nuevas verificaciones que a Dalgliesh, que esperaba con ira e impaciencia mal disimuladas que cada trámite terminara, le parecían más infantilmente ingeniosas que necesarias o efectivas. Era un juego que él no se sentía con humor para practicar. Cuando finalmente fue introducido en el despacho de Gilmartin por una funcionaria que combinaba irritantemente una belleza excepcional con el evidente conocimiento de su extraordinario privilegio al servir al gran hombre, Dalgliesh se encontraba ya más allá de toda consideración de prudencia o discreción. Bill Duxbury estaba en el despacho de Gilmartin y, apenas hubieron cambiado las primeras cortesías preliminares, la indignación de Dalgliesh encontró válvula de escape en forma de palabras.

– Se supone que formamos parte del mismo bando, aunque vosotros no reconozcáis más bando que el vuestro. Paul Berowne fue asesinado. Si no puedo obtener cooperación de vosotros, ¿dónde puedo esperar conseguirla?

Gilmartin repuso:

– Puedo comprender cierto enojo por el hecho de que no os dijéramos antes que Travers era una de nuestras operarias…

– ¡Operarias! Suena como si formara parte de una cadena de montaje. Y además no me lo dijisteis. Tuve que descubrirlo por mi cuenta. Desde luego, admito la fascinación de vuestro mundo. Me recuerda mis clases en la escuela. Teníamos nuestros pequeños secretos, nuestras palabras en código y nuestras ceremonias de iniciación. Sin embargo, ¿cuándo diablos os portaréis como hombres ya crecidos? Está bien, ya sé que es necesario, al menos en parte y durante cierto tiempo, pero vosotros lo convertís todo en obsesión. Secreto por amor al secreto, y toda esta burocracia llena de papeleo, para espiar. No es extraño que vuestra organización cree vuestra propia especie de traidores. Entretanto, yo estoy investigando un asesinato de veras y me serviría de ayuda que dejarais de una vez vuestros juegos y bajarais al mundo real.

Gilmartin repuso suavemente:

– Tengo la impresión de que este discurso hubiera estado más acertado si se hubiese dirigido al MI5. Hay algo en lo que tú dices. Siempre conviene guardarse de los entusiasmos excesivos, y, desde luego, estamos excesivamente burocratizados. Pero dime, ¿qué organización no lo está? Al fin y al cabo, nosotros trabajamos en información, y la información carece de valor si no está debidamente documentada y fácilmente disponible. Sin embargo, libra por libra, creo que le ofrecemos al contribuyente algo que bien vale su dinero.

Dalgliesh le miró fijamente.

– En realidad, no has entendido una palabra de lo que he dicho.

– Ya lo creo que sí, Adam. Sin embargo, esto no es digno de ti. ¡Tanta vehemencia! Has leído demasiadas novelas de espías.

Tres años antes, pensó Dalgliesh con amargura, Gilmartin bien hubiera podido pensar, aunque no se hubiera atrevido a decirlo: «Todo se debe a esas poesías que escribes». Sin embargo, no podía decirlo ahora. Gilmartin continuó:

– ¿Estás seguro de que ese asesinato de Berowne no se te ha metido en la cabeza? Tú le conocías, ¿verdad?

– Por el amor de Dios, si otra persona sugiere que no puedo ocuparme del caso porque conocía a la víctima, presentaré la dimisión.

Por primera vez, una mueca de preocupación, semejante a un breve espasmo doloroso, cruzó el rostro fofo y casi incoloro de Gilmartin.

– Hombre, yo no haría tal cosa. No por un pequeño pecado de omisión por parte nuestra. Supongo que Berowne fue asesinado, desde luego. Hay un rumor según el cual pudo haberse suicidado. Al fin y al cabo, no puede decirse que estuviera totalmente normal en aquellos momentos. Me refiero a la costumbre que había adoptado de dormir en sacristías de iglesia. ¿Y no se dice también que había tenido una especie de revelación divina? ¡Escuchar esas voces cuando debiera haber estado escuchando al primer ministro! ¡Y vaya iglesia curiosa fue a elegir! Puedo comprender su entusiasmo por el estilo perpendicular inglés, pero una basílica románica en Paddington es, seguramente, una opción improbable para dormir plácidamente una noche, y menos para emprender un camino personal hacia Damasco.

Dalgliesh sintió la tentación de preguntarle si él hubiera juzgado una opción más aceptable la de Westminster, pero Gilmartin, tras haber demostrado netamente al menos un conocimiento superficial sobre la arquitectura eclesiástica con evidente satisfacción por su parte, se levantó y, abandonando su mesa, empezó a pasear entre las ventanas, como si de pronto hubiera descubierto que él era el único sentado y que este nivel más bajo lo colocaba en desventaja. Podía pagarse un buen sastre y vestía con una cuidadosa formalidad que, en un hombre menos confiado en sí mismo, tal vez hubiera sugerido que estaba al corriente de la reputación ligeramente ambigua de los servicios de seguridad, y que procuraba no robustecerla con el menor descuido en sus modales o su apariencia. Sin embargo, Gilmartin vestía a su gusto, como lo hacía todo. Hoy, vestía elegantemente en gris. Sobre su severo traje con unas rayas más oscuras pero casi invisibles, el rostro cuadrado y casi exangüe y los finos cabellos, prematuramente blancos y peinados hacia atrás desde su alta frente, reforzaban a la vez la imagen y el conjunto de color; era un conjunto cuidadosamente dispuesto en gris y plata, en el cual la corbata de su college, a pesar de su relativa sobriedad, destacaba como una bandera audaz y retadora.

En contraste, Bill Duxbury, corpulento, de cara rubicunda y voz estentórea, tenía el aspecto de un caballero rural cuyas fincas agrícolas denotaran mayor prosperidad que su linaje. Se mantenía junto a la ventana mirando hacia el exterior, como si le hubieran ordenado distanciarse de los adultos y de sus preocupaciones. Dalgliesh observó que, recientemente, se había afeitado el bigote. Sin él, su cara parecía incompleta y desnuda, como si se la hubieran afeitado a la fuerza. Llevaba un traje de mezclilla de lana a cuadros, demasiado grueso para aquel otoño relativamente benigno, y dos cortes en la parte inferior de su chaqueta dejaban colgar parte de ésta sobre sus amplias posaderas, casi femeninas. Cuando Gilmartin le miraba, cosa que no ocurría con frecuencia, lo hacía con una expresión dolorosa, ligeramente sorprendida, como si deplorase a la vez el aspecto de su subordinado y la labor de su sastre.

Pronto resultó aparente que era Gilmartin el que había de llevar la conversación. Duxbury le hubiera dirigido una introducción, pero Duxbury permanecía silencioso a menos que se le invitara a hablar. De pronto, Dalgliesh recordó una conversación en una cena que había tenido lugar años antes. Él se encontraba sentado junto a una mujer en uno de esos sofás de tres plazas que sólo resultan confortables si los ocupan dos personas. Era un salón georgiano en una plaza al norte de Islington, pero ahora no podía recordar el nombre de su anfitriona y sólo Dios sabía lo que él estaba haciendo entonces allí. Su compañera estaba ligeramente bebida, no de manera ofensiva pero sí lo suficiente para que se mostrara inclinada al coqueteo, al regocijo y, finalmente, a la confidencia. Su memoria se negaba a repetirle el nombre de ella, pero tampoco importaba. Estuvieron sentados juntos durante media hora antes de que la dueña de la casa, con un tacto fruto de la práctica, los separase. Sólo podía recordar parte de su conversación. Ella y su marido tenían un ático que daba a una calle normalmente utilizada por los estudiantes para sus manifestaciones, y la policía -ella estaba segura de que fue la Sección Especial- les había pedido si podían utilizar su habitación delantera para sacar fotografías desde la ventana.

– Dijimos que sí, desde luego, y ellos se mostraron en realidad muy amables. Pero yo no me sentí del todo satisfecha. Tuve ganas de decirles: «Son súbditos británicos. Tienen derecho a manifestarse si quieren hacerlo. Y si ustedes quieren fotografiarlos, ¿no pueden hacerlo abiertamente, en plena calle?». Sin embargo, no lo hice. Después de todo, la cosa no dejó de ser divertida. Había cierta sensación de conspiración, al saber lo que estaban tramando. Y tampoco nos correspondía a nosotros ofrecer resistencia. Ellos saben lo que hacen. Y nunca es prudente enemistarse con esa gente.

Le pareció entonces a él, como se lo parecía ahora, que estas palabras resumían la actitud de los liberales decentes en cualquier parte del mundo: «Ellos saben lo que hacen. No nos corresponde a nosotros ofrecer resistencia. Nunca es prudente enemistarse con esa gente».

Dijo agriamente:

– Me sorprende que vosotros y el MI5 no organicéis unas actividades regulares junto con la KGB. Tenéis más en común con ellos que con cualquier otra organización. Tal vez fuese instructivo ver cómo manejan ellos su papeleo.

Gilmartin enarcó una ceja en dirección de Duxbury, como si invitara un gesto de solidaridad frente a tanta sinrazón y dijo con voz amable:

– En lo que se refiere al papeleo, Adam, a nosotros nos ayudaría que vuestra gente se mostrara un poco más consciente. Cuando Massingham pidió información sobre Ivor Garrod, debió de haber presentado un IR49.

– Por cuadruplicado, desde luego.

– Bien, el registro necesita una copia y, creo yo, también vosotros. Se supone que hemos de tener al corriente al MI5. Desde luego, podríamos revisar de nuevo el procedimiento, pero yo diría que cuatro copias eran lo mínimo que cabía solicitar.

Dalgliesh dijo:

– Esa chica, Diana Travers, ¿era la persona más adecuada que pudisteis encontrar para espiar a un ministro del Estado? Incluso tratándose de la Sección Especial, me parece una elección un poco extraña.

– Pero es que nosotros no espiábamos a un ministro del Estado; ella no le fue asignada a Berowne. Como te dije, cuando te interesaste por su querida, Berowne nunca representó un riesgo. A propósito, en este sentido tampoco se presentó ningún IR49.

– Comprendo. Infiltrasteis a la Travers en el grupo o célula de Garrod, como lo llame él, y, convenientemente, olvidasteis mencionar este hecho cuando preguntamos nosotros al respecto. Debíais de saber que él era un sospechoso. Y todavía sigue siéndolo.

– No nos pareció importante. Al fin y al cabo, todos operamos según el principio de la «necesidad de saber». Y nosotros no la infiltramos en Campden Hill Square. Lo hizo Garrod. El trabajito que hizo la Travers para nosotros no tuvo nada que ver con la muerte de Berowne.

– Pero la muerte de Travers sí puede tener que ver.

– No hubo nada sospechoso en su muerte. Seguramente, habrás estudiado el informe de su autopsia.

– Que, como pude comprobar, no fue realizada por el forense usual asignado por el Ministerio del Interior para Thames Valley.

– Nos gusta utilizar a nuestra propia gente. Es un hombre perfectamente competente, puedo asegurártelo. Ella murió por causas naturales, más o menos. Pudo haberle ocurrido a cualquiera. Había comido demasiado y bebido con exceso, y se zambulló en agua fría, se enredó en los juncos, abrió la boca y se ahogó. En el cuerpo no había señales sospechosas. Había tenido, como sin duda recuerdas, ya que lo decía el informe de la autopsia, relación sexual muy poco antes de morir.

Titubeó un poco antes de pronunciar la última frase. Era la única vez que Dalgliesh le había visto aunque sólo fuera ligeramente violento. Fue como si pensara que las palabras «hacer el amor» fuesen inapropiadas y no pudiera decidirse a utilizar un sinónimo más duro.

Dalgliesh guardó silencio. La indignación le había impulsado a una protesta que ahora le parecía tan humillantemente infantil como inefectiva. No había conseguido nada, excepto, posiblemente, exacerbar la ya existente rivalidad profesional entre la División C, la Sección Especial y el MI5, cuya precaria relación tan fácilmente podía trascender a las esferas de la alta política. La próxima vez, Gilmartin tal vez pudiera decir: «Y por el amor de Dios, explicadles a los de la policía lo que han de hacer. Su jefe es capaz de armar un berrinche si no le llega su ración en el reparto de los caramelos». Pero lo que más le deprimía, y lo que le dejaba un sabor amargo, era lo cerca que había estado de perder su dominio sobre sí mismo. Comprendía ahora cuán importante había llegado a ser para él su reputación de frialdad, desapego y no implicación. Pues bien, ahora estaba implicado. Tal vez ellos tuvieran razón. Acaso uno no debiera aceptar un caso si conocía a la víctima. Sin embargo, ¿cómo podía afirmar que había conocido a Berowne? ¿Qué tiempo habían pasado juntos, excepto un viaje de tres horas en tren, una breve conversación de diez minutos en el despacho de él, y un paseo interrumpido en Saint James's Park? Y no obstante, sabía que nunca había sentido una vinculación tan intensa con ninguna otra víctima. Aquel deseo de aplicar su puño a la mandíbula de Gilmartin, de ver brotar la sangre y salpicar aquella camisa inmaculada, aquella corbata del antiguo college…, bien, quince años antes tal vez lo hubiera hecho y le hubiese costado su empleo. Por unos momentos, casi añoró aquella perdida espontaneidad de la juventud, exenta de complicaciones.

Dijo:

– Me sorprende que pensarais que Garrod merecía tanto esfuerzo. Era un activista izquierdista en la universidad. No creo que se necesite un agente secreto para descubrir que Garrod no vota a los conservadores. Nunca ha hecho secreto de sus creencias.

– De sus creencias no, pero sí de sus actividades. Los de su grupo son algo más que los usuales descontentos de la clase media en busca de una salida éticamente aceptable para la agresión, y de cierta causa, preferiblemente una causa que les dé la ilusión del compromiso. Sí, desde luego vale la pena investigarlo.

Gilmartin dirigió una mirada a Duxbury, que dijo:

– Se trata tan sólo de un grupo pequeño, una célula lo llama él. En este momento, cuatro de sus miembros son mujeres. En total, son trece. Él nunca recluta ni más ni menos de trece. Un hábil toque de contrasuperstición y, desde luego, ello se suma a la mística de la conspiración. El número mágico, el círculo cerrado.

Dalgliesh pensó que el número tenía también cierta lógica operativa. Garrod podía organizar tres grupos de cuatro miembros o dos de seis para el trabajo de campaña, y quedar libre él como coordinador director y jefe reconocido. Duxbury prosiguió:

– Todos ellos proceden de la clase media privilegiada, lo cual procura cohesión y evita tensiones de clase. Después de todo, los camaradas no se distinguen por su amor fraternal. Ésos hablan el mismo lenguaje, incluida, claro está, la jerga marxista de costumbre, y todos son inteligentes. Necios tal vez, pero inteligentes. Un grupo potencialmente peligroso. A propósito, ninguno de ellos es miembro del Partido Laborista, y es seguro que este partido tampoco los admitiría. Seis de ellos, incluido Garrod, son miembros pagados de la Campaña Revolucionaria de los Trabajadores, pero no ostentan cargo en ella. Yo sospecho que la CRT es poco más que una fachada. Garrod prefiere dirigir su propio show. Una fascinación natural por la conspiración, supongo.

Dalgliesh dijo:

– Debió de incorporarse a la Sección Especial. ¿Y Sarah Berowne también es miembro?

– Durante los dos últimos años. Miembro y la amante de Garrod, lo cual le confiere un prestigio peculiar en el grupo. En ciertos aspectos, los camaradas son notablemente anticuados.

– ¿Y qué sacasteis de Travers? De acuerdo, dejadme suponerlo. Garrod la introdujo en la casa de Campden Hill Square. Eso no debió de ser difícil, dada la escasez de personal doméstico de confianza. Sarah Berowne debió de avisarles acerca del anuncio, ello suponiendo que no fuese ella quien lo sugiriese. Toda persona dispuesta a hacer trabajos domésticos y que se presentara con buenas referencias -cosa de la que vosotros os debisteis ocupar- podía estar segura de conseguir el empleo. Es de suponer que ésta era la función de la célula de Garrod, desacreditar a diputados previamente seleccionados.

Fue Gilmartin el que contestó:

– Una de sus funciones. Mayormente, buscaban a los socialistas moderados. Escarbando entre el fango, en busca de un asunto amoroso ilícito, preferiblemente homosexual, una amistad desaconsejable, un viaje patrocinado a Sudáfrica, ya medio olvidado, una sugerencia sobre meter los dedos en los fondos del partido. Después, cuando el pobre diablo se presenta a la reelección, basta con extender el estiércol con cuidado y llamar delicadamente la atención sobre su mal olor. Desacreditar a los miembros del actual gobierno es, probablemente, más bien obligación ocasional que motivo de placer. Imagino que Garrod eligió a Paul Berowne por razones personales más bien que políticas. A Sarah Berowne le desagrada algo más que el partido de su papá.

Por consiguiente, había sido Garrod el que envió el mensaje anónimo a Ackroyd y a los reporteros de las columnas de chismes en la prensa nacional. Bien, después de todo, siempre había sido el sospechoso predilecto de Dalgliesh en lo referente a ese particular delito. Como si oyera sus pensamientos, Gilmartin dijo:

– Dudo que logres probar que él envió ese mensaje a la prensa. Lo hacen con mucha astucia. Un miembro del grupo visita una de esas tiendas en las que venden máquinas de escribir nuevas y de segunda mano, y donde dejan a los clientes probar las máquinas. Ya conoces estos lugares, con sus hileras de máquinas de escribir, sujetas a las mesas, para que los clientes tecleen en ellas. La probabilidad de que un cliente en potencia sea reconocido después es casi nula. Nosotros no podemos mantener una vigilancia perpetua sobre todos los miembros de la célula. No justifican unos esfuerzos tan intensos y, por otra parte, no estoy seguro de qué artículo o subartículo de la ley criminal puedan estar infringiendo. La información que utilizan es exacta. Si no lo es, no les sirve para nada. A propósito, ¿cómo te enteraste de lo de Travers?

– A través de la mujer en cuya casa vivía antes de trasladarse ella a su propio apartamento. Las mujeres sienten un profundo desprecio por las sociedades secretas masculinas y tienen un extraño sentido que les permite ver a través de ellas.

Gilmartin repuso:

– Todo sexo es una sociedad secreta. Queríamos que la Travers viviera sola. Debimos insistir en ello. Sin embargo, me sorprende que hablase.

– No lo hizo. Su casera no creyó que fuese una actriz sin trabajo que, a pesar de ello, pudiera permitirse comprar un piso. Pero fueron vuestros hombres, al aparecer allí para registrar su habitación, los que confirmaron sus sospechas. A propósito, ¿cuál era vuestro interés real por Garrod, aparte de añadir unos cuantos nombres más a vuestras listas de activistas?

Gilmartin frunció los labios.

– Podía haber alguna conexión con el IRA.

– ¿Y la había?

Por unos momentos, Dalgliesh pensó que iba a negarse a contestar. Después, Gilmartin miró a Duxbury y dijo:

– De momento, no hemos podido descubrirlas. ¿Crees que Garrod es tu hombre?

– Podría serlo.

– Pues bien, buena caza.

De pronto se mostró inquieto, como si ni supiera poner fin a la entrevista. Finalmente, dijo:

– Ha sido útil hablar contigo, Adam. Hemos tomado nota de los puntos que has presentado. Y tú cuidarás del procedimiento, ¿verdad que sí? El IR49. Es un pequeño y modesto formulario, pero tiene su utilidad.

Mientras el ascensor le conducía a su planta, le pareció a Dalgliesh como si hubiera estado encerrado con la Sección Especial durante días, en vez de apenas una hora. Se sentía contaminado por una especie de desesperación enfermiza. Sabía que no tardaría mucho en desprenderse de sus síntomas, pues siempre lo conseguía, pero la infección permanecería en su torrente sanguíneo, como parte de aquella enfermedad del espíritu que él empezaba a pensar que había de aprender a soportar.

Sin embargo, la entrevista, pese a haber resultado humillante en parte, había servido para sus fines, eliminando toda una maraña de materias extrañas en el camino principal de su investigación. Conocía ahora la identidad y el motivo del autor del anónimo. Sabía lo que Diana Travers había estado haciendo en Campden Hill Square, quien la había metido allí y por qué, después de ahogarse, su habitación había sido registrada. Habían muerto dos mujeres jóvenes, una por su propia mano y la otra a causa de un accidente. No había misterio sobre el porqué y el cómo habían muerto, y muy poco ahora acerca de cómo habían vivido. ¿Por qué, pues, seguía obstinadamente convencido de que esas dos muertas no sólo estaban vinculadas al misterio del asesinato de Paul Berowne, sino que formaban una parte esencial del mismo?

II

Cuando regresó de aquel mundo secreto y pomposo situado en las plantas octava y novena, Dalgliesh observó que en su pasillo reinaba un silencio poco usual. Asomó la cabeza en la oficina de su secretaria, pero la máquina de escribir de Susie estaba enfundada, su mesa estaba despejada, y entonces recordó que aquella mañana ella tenía hora con el dentista. Kate había de encontrase con Carole Washburn en Holland Park. Arrastrado por su malhumor, apenas había pensado en las posibilidades de este encuentro. Sabía también que Massingham estaba visitando el refugio de vagabundos en Cosway Street, para hablar con su encargado sobre Harry Mack, antes de ir a interrogar a dos de las chicas que habían estado en la barcaza del Támesis el día en que Diana Travers se ahogó. Según sus declaraciones en el juicio, ninguna de ellas había visto a la joven zambullirse en el agua. Ellas y los demás componentes del grupo la habían dejado con Dominic Swayne en la orilla, cuando botaron la batea, y no habían visto ni oído nada de ella hasta aquel terrible momento en que el palo de la barcaza chocó con su cuerpo, Las dos habían admitido en el juicio que en aquel momento estaban medio bebidas. Dalgliesh dudaba que pudieran decir ahora algo más útil que en el caso de haber conservado la sobriedad, pero, si algo podían decir, Massingham era el más indicado para sabérselo extraer. Pero Massingham había dejado un mensaje. Cuando entró en su despacho, Dalgliesh vio una hoja de papel blanco clavada en su secante con el cortapapeles de Massingham, una daga larga y muy puntiaguda que él aseguraba haber ganado en una feria cuando era un niño. Aquel gesto dramático y las breves líneas de letras y cifras escritas en negro por una mano enérgica, lo decían todo. El laboratorio forense había mandado por teléfono el resultado de los análisis de sangre. Sin desclavar la daga, Dalgliesh observó el papel en silencio, examinando la prueba vital para su teoría de que Berowne había sido asesinado.

Berowne

Rh+

ABO A

Mack

+

A

Manchas en la alfombra y en el forro de la chaqueta

+

A

AK 2-1 (7,6%)

(enzimas)

PGM 1+ (40%)

(enzimas)

Hoja de la navaja:

1 (92,3%)

2 + 1 – (4,8%)

2-1

1+

AK 2-1

PGM 2 +,1-, 1+

Sabía que el sistema PGM era muy fiable. No había sido necesario establecer una reacción de control con la alfombra sucia. Sin embargo, el laboratorio debía de haber trabajado durante el fin de semana, a pesar de estar todos ellos tan ocupados y del hecho de que, de momento, no había ningún sospechoso bajo custodia, por todo lo cual se sintió agradecido. Había sangre de dos tipos diferentes en la navaja, pero esto apenas resultaba sorprendente y el análisis había sido una mera formalidad. Pero lo más importante era que la mancha en la alfombra, debajo de la chaqueta de Harry, no era de la sangre de éste. Dalgliesh tenía otra entrevista para aquella misma tarde y que prometía, aunque de una manera diferente, resultar tan irritante como la sesión con Gilmartin. Era muy útil que esa prueba científica tan importante hubiera llegado a tiempo.

III

Holland Park estaba a pocos minutos a pie desde Charles Shannon House. Kate se había despertado poco después de las seis y a las siete ya había desayunado y se impacientaba esperando el momento de salir. Después de recorrer de un lado a otro un apartamento ya inmaculado, tratando de encontrar tareas con las que ocupar el tiempo, llenó una bolsa de papel de migas para los pájaros, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y salió con tres cuartos de hora de anticipación, diciéndose a sí misma que resultaría menos exasperante pasear por el parque que quedarse en casa preguntándose si Carole Washburn aparecería en realidad, o tal vez se estaba arrepintiendo ya de su promesa. Dalgliesh había aceptado que se respetara el acuerdo con la joven y Kate se encontraría con Carole Washburn a solas. Él no le había dado ninguna instrucción ni ofrecido ningún consejo. Otros altos jefes habrían sentido la tentación de recordarle la importancia de aquel encuentro, pero ésta no era su manera de actuar. Ella le respetaba por ello, pero no dejaba de incrementar su carga de responsabilidad. Todo podría depender tal vez de como llevase la entrevista.

Poco antes de las nueve se encaminó hacia la terraza situada sobre los jardines formales. La última vez que visitó el parque, el verano habla llenado todos los parterres de geranios, fucsias, heliotropos y begonias, pero ahora ya había llegado el momento del despojo otoñal. La mitad de los parterres estaban ya vacíos y su blanda tierra recubierta de tallos rotos, pétalos parecidos a gotas de sangre y una capa de hojas moribundas. Como siniestro armón del invierno, un carro municipal esperaba allí para ser cargado con los despojos. Y ahora, mientras el diminuto dedo de su reloj coincidía con la hora, los gritos y chillidos procedentes de los patios de la escuela de Holland Park cesaron repentinamente y el parque recuperó la calma propia de primera hora de la mañana. Una vieja, encorvada como una bruja, con una jauría de seis perros pequeños y jadeantes sujetos con una traílla, avanzaba arrastrando los pies por el camino lateral, y después hizo una pausa para arrancar y olisquear las últimas flores de espliego. Un practicante de jogging solitario bajó por los escalones y desapareció a través de los arcos que conducían al naranjal.

Y de pronto Carole Washburn apareció allí. Casi a la hora exacta, una solitaria figura femenina apareció en el extremo más distante del jardín. Llevaba una corta chaqueta gris sobre una falda que hacía juego, y se cubría la cabeza con un amplio pañuelo azul y blanco que casi oscurecía su rostro. Pero Kate supo inmediatamente, no sin que su corazón diera un salto, que era ella. Por un momento se miraron la una a la otra y después avanzaron entre los desnudos parterres, con pasos medidos, casi ceremoniosos. Kate recordó las novelas de espionaje, un cambio de desertores en algún rincón fronterizo, una sensación de observadores ocultos, con los oídos prestos a escuchar la detonación de un fusil. Cuando se encontraron, la joven saludó con la cabeza, pero sin hablar. Kate dijo simplemente:

– Gracias por haber venido.

Después dio media vuelta y juntas subieron por la escalinata del jardín, atravesando el amplio terreno de césped esponjoso hasta llegar al camino entre los jardines de los rosales. Allí, el frescor del aire matinal tenía todavía un matiz que recordaba el aroma del verano. Las rosas, pensó Kate, nunca se acababan. Había algo irritante en una flor incapaz de reconocer que su temporada había terminado. Incluso en diciembre habría brotes pequeños y parduscos, destinados a marchitarse antes de que se abrieran, y unas cuantas flores anémicas inclinándose hacia una tierra sembrada de pétalos. Mientras caminaba lentamente entre los espinosos rosales, notando que el hombro de Carole casi rozaba el suyo, pensó: «Debo tener paciencia. Debo esperar que ella hable la primera. Ha de ser ella la que elija el momento y el lugar».

Llegaron a la estatua de lord Holland, sentado en su pedestal y contemplando con mirada benigna su casa. Siempre en silencio, siguieron caminando a lo largo del húmedo camino entre los bosquecillos. Después, su acompañante se detuvo. Contempló la vegetación y dijo:

– Aquí es donde la encontraron, aquí mismo; bajo ese abedul, el inclinado, junto a las matas de acebo. Vinimos los dos aquí, una semana más tarde. Creo que él necesitaba enseñármelo.

Kate esperó. Era extraordinario que aquella agrupación de árboles pudiera estar tan cerca del centro de una gran ciudad. Una vez atravesada la baja empalizada, cabía creerse en plena campiña. No era extraño que Theresa Nolan, criada en los bosques de Surray, hubiera escogido aquel lugar tranquilo y boscoso para morir. Debió de ser como un regreso a la primera infancia, con el olor del humus, la áspera corteza del árbol junto a su espalda, los susurros de pájaros y ardillas entre las matas, la blandura de aquella tierra, capaz de lograr que la muerte resultara tan natural y amable como quedarse dormida. Durante un extraordinario momento, le pareció haber entrado en aquella muerte, formó misteriosamente una sola persona con aquella muchacha solitaria y moribunda bajo aquel árbol lejano. Se estremeció. El momento de empatía pasó con rapidez, pero su fuerza la asombró e incluso la trastornó levemente. Había visto suficientes suicidios en sus primeros cinco años en la policía como para haber aprendido a mostrar desapego, y para ella ésta nunca había sido una lección difícil. Siempre había podido mantener a distancia la emoción, pensar: «Esto es un cadáver», y no: «Esto era una mujer viva». Por consiguiente, ¿por qué una muerte imaginada podía resultar más desconcertante que un cadáver a la vista? «Tal vez -pensó-, pueda permitirme cierta implicación, un poco de compasión». No obstante, era extraño que esto hubiera de comenzar ahora. ¿Qué había, se preguntó, en el caso Berowne que le diera la impresión de cambiar incluso su percepción sobre su tarea? Volvió de nuevo los ojos al camino y oyó la voz de Carole Washburn.

– Cuando Paul se enteró de que ella había desaparecido, cuando llamaron desde la clínica para preguntar si en Campden Hill Square alguien la había visto o sabía dónde estaba, sospechó que podía estar aquí. Antes de ser ministro y de que su servicio de seguridad le siguiera por doquier, solía dirigirse a su trabajo atravesando a pie el parque. Cruzaba Kensington Church Street, entraba en Hyde Park y después se adentraba en Green Park, en Hyde Park Córner, caminando casi todo el trecho hasta la Cámara sobre el césped y bajo los árboles. Por lo tanto, era natural venir aquí y mirar… Quiero decir que no tuvo que apartarse mucho de su camino. No se sometía a ningún esfuerzo excesivo.

La súbita amargura en su voz resultaba extraña, pero Kate siguió sin pronunciar palabra. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la bolsa de migas y las depositó en la palma de su mano. Un gorrión dócil como sólo pueden serlo los gorriones de Londres, saltó sobre sus dedos con un delicado roce de garras. Su cabeza se inclinó, Kate notó el leve pinchazo del pico y después el pájaro desapareció.

Dijo:

– Debía de conocer muy bien a Theresa Nolan.

– Es posible. Ella solía hablar con él durante las noches, cuando lady Ursula dormía; le hablaba de sí misma, de su familia. Se mostraba propicio a que le hablaran las mujeres, algunas mujeres.

Las dos guardaron un momento de silencio. Pero había una pregunta que Kate tenía que formular. Dijo:

– El hijo que Theresa Nolan esperaba… ¿no pudo haber sido de él?

Con gran alivio por su parte, la pregunta fue admitida con calma, casi como si fuese esperada. La joven contestó:

– En otros momentos hubiera dicho que no, y hubiera tenido una certeza absoluta. Ahora ya no tengo certeza de nada. Había cosas que él no me contaba, y yo siempre lo supe. Ahora lo sé todavía mejor. Sin embargo, creo que eso me lo hubiera dicho. No era hijo suyo. Sin embargo, se culpó a sí mismo por lo que le ocurrió a ella. Se sintió responsable.

– ¿Por qué?

– Ella trató de verle el día antes de matarse. Fue a su despacho, en el Ministerio. Fue una falta de tacto -una de aquellas cosas que sólo una persona inocente puede hacer- y no pudo haber elegido peor momento. Él estaba a punto de tomar parte en una reunión importante. Pudo haberle dedicado cinco minutos, pero esto no hubiera sido conveniente y tampoco hubiera sido prudente. Cuando el joven secretario de su oficina particular le comunicó que una señorita llamada Theresa Nolan estaba en el vestíbulo y pedía verle con urgencia, él dijo que se trataba probablemente de una de sus votantes e indicó que se le pidieran sus señas, pues él se pondría en contacto con ella. Ella se marchó sin decir palabra. Nunca más volvió a saber de ella en vida. Creo que, de haber tenido tiempo, él se hubiera puesto en contacto con Theresa. Pero no tuvo ese tiempo. Al día siguiente, ella ya había muerto.

Era interesante, pensó Kate, que esta información no hubiera salido a relucir cuando Dalgliesh interrogó a los funcionarios que dependían de sir Paul. Aquellos hombres cuidadosos, por su preparación y por propio instinto, protegieron a su ministro. ¿Extendieron también esta protección más allá de la muerte? Hablaron de la rapidez y la habilidad de Paul Berowne para dominar una situación complicada, pero no se había hecho ninguna mención a la visita de una joven inoportuna. Pero tal vez esto no resultara sorprendente. El funcionario que había pasado el mensaje era en cierto modo un principiante. Era un ejemplo más de prescindir de interrogar al hombre que en realidad poseía la información interesante. Pero, aunque se le hubiera interrogado, tal vez él no hubiese juzgado importante el hecho, a no ser que hubiera leído el informe sobre la investigación judicial y reconocido a la joven. Y tal vez ni siquiera en este caso lo habría mencionado.

Carole Washburn seguía contemplando el bosque, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta y los hombros encogidos como si de aquella maraña de vegetación llegara el primer viento frío del invierno. Dijo:

– Estaba apoyada en el tronco…, aquel tronco. Apenas puede verse ahora, y en pleno verano es invisible. Pudo haber permanecido aquí días enteros.

No por mucho tiempo, pensó Kate. El olor pronto hubiera alertado a los guardianes del parque. Holland Park podía ser un pequeño paraíso en medio de la ciudad, pero no era diferente de cualquier otro Edén. Había todavía predadores de cuatro patas merodeando entre las matas, y predadores de dos patas que caminaban por los senderos. La muerte seguía siendo la muerte. Los cadáveres todavía hedían cuando se pudrían. Miró a su compañera. Carole Washburn seguía contemplando el bosque con una dolorosa intensidad, como si conjurase aquella figura caída al pie del álamo. Entonces dijo:

– Paul explicó la verdad sobre lo sucedido, pero no toda la verdad, Había dos cartas en el bolsillo de la chaqueta de ella, una dirigida a sus abuelos para pedirles perdón, la que se leyó en la encuesta judicial. Pero había otra, marcada como confidencial y dirigida a Paul. Esto es lo que he venido a contarle a usted.

– ¿Usted la vio? ¿Se la enseñó él?

Kate trataba de impedir que se notara avidez en su voz. ¿Sería esto, por fin, una prueba física?, pensó.

– No. La trajo a mi apartamento pero no me la dio para que la leyese. Él me dijo lo que contenía. Al parecer, mientras Theresa trabajaba como enfermera en Pembroke Lodge, la pasaron al servicio nocturno. A una de las pacientes su esposo le había llevado unas botellas de champaña y estaban dando una fiesta. Algo propio de aquel lugar. La mujer estaba un poco achispada. Hablaba sin parar sobre su bebé, un hijo después de tres niñas, y dijo: «Gracias al querido Stephen». Después, explicó que si las pacientes querían un bebé de un sexo determinado, Lampart hacía una amniocentesis temprana y abortaba el feto indeseado. Las mujeres que odiaban los partos y no estaban dispuestas a pasar por ellos sólo para tener un hijo del sexo no deseado, sabían dónde acudir.

Kate dijo:

– Pero asumía…, asume un riesgo terrible.

– En realidad, no. No si nunca hay nada sobre papel, ni se habla nunca de nada específico. Paul se preguntaba si algunos de los informes patológicos eran falsificados para mostrar una anormalidad en el feto. La mayor parte de su trabajo de laboratorio se efectúa en la misma clínica. Después, Theresa trató de obtener alguna prueba, pero no era fácil. Cuando interrogó a la paciente al día siguiente, ella se echó a reír y dijo que estaba bromeando. Pero Theresa se sintió aterrorizada. Aquella misma tarde se despidió.

Por consiguiente, ésta era la explicación de aquellas misteriosas anotaciones que Dalgliesh había encontrado en el misal de Theresa. Ella trataba de reunir pruebas sobre el sexo de los hijos anteriores de las pacientes. Kate preguntó:

– ¿Habló Theresa con alguien en Pembroke Lodge?

– No se atrevió. Sabía que alguien había atacado en cierta ocasión a Lampart, y que éste lo había arruinado con una querella por difamación. Era…, es un hombre notoriamente propenso al litigio ante los tribunales. ¿Qué podía esperar hacer ella, una joven enfermera, pobre, sin amigos poderosos, contra un hombre de este estilo? ¿Quién iba a creerla? Y entonces descubrió que estaba embarazada y que tenía sus propios problemas en los que pensar. ¿Cómo podía ella hablar contra lo que consideraba como el pecado de él, cuando ella misma estaba a punto de cometer pecado mortal? Pero cuando ya se preparaba para morir, creyó que había de hacer algo, poner punto final a aquello. Pensó en Paul. Éste no era un ser débil, no tenía nada que temer. Era un ministro, un hombre poderoso. Él se ocuparía de que aquello cesara.

– ¿Y lo hizo?

– ¿Cómo iba a hacerlo? Ella no tenía la menor idea del tipo de carga que colocaba sobre sus hombros. Como he dicho, era una inocente. Siempre son éstas las que causan más daño. Lampart es el amante de su esposa. Si arremetía contra él, parecería un chantaje o, lo que todavía sería peor, una venganza. Y la culpabilidad que sentía por la muerte de ella, su mentira al decir que debía de ser una de sus votantes, el hecho de que no la ayudara, todo esto debió de parecerle moralmente peor que todo lo que estuviera haciendo Lampart.

– ¿Y qué decidió?

– Rompió la carta mientras estaba conmigo y la arrojó al water.

– Pero él era abogado… ¿No tuvo el instinto de conservar esta prueba?

– No esta clase de prueba. Dijo: «Si no tengo valor para utilizarla, debo desprenderme de ella. No hay fórmula de compromiso. O hago lo que Theresa quería o destruyo la prueba». Supongo que guardarla podía ser degradante, como si conservara cuidadosamente una prueba contra un enemigo, por si era necesaria en el futuro.

– ¿Le pidió consejo a usted?

– No. Consejo, no. Él necesitaba pensarlo todo de nuevo y yo estaba allí para escuchar. Para eso solía necesitarlo, para escuchar. Ahora me doy cuenta. Y sabía lo que diría yo, lo que quería yo decir. Yo diría: «Divórciate de Barbara y utiliza esta carta para asegurarte de que ella y su amante no pongan ningún inconveniente. Utilízala para conseguir tu libertad». No sé si lo hubiera dicho con tanta brutalidad, pero él sabía que eso era lo que yo quería que hiciera. Antes de destruirla, me hizo prometer que no diría nada.

Kate preguntó:

– ¿Está segura de que no tomó absolutamente ninguna medida?,

– Creo que tal vez habló con Lampart. Me dijo que lo haría, pero nunca más volvimos a hablar de ello. Él se disponía a decirle a Lampart lo que sabía, admitiendo que no tenía pruebas. Y retiró su dinero de Pembroke Lodge. Era un capital importante, tengo entendido, que había invertido anteriormente su hermano.

Empezaron a caminar lentamente por el sendero. Kate pensó: Supongamos que Paul Berowne hubiera hablado con Lampart. Con la prueba destruida, y además una prueba patéticamente inadecuada, el doctor poco tenía que temer. Un escándalo podía dañar a Paul Berowne tanto como al propio Lampart. Pero después de la experiencia de sir Paul en aquella sacristía, tal vez las cosas resultaran muy diferentes, Tal vez el Berowne cambiado, habiendo echado por la borda su carrera, consideraría como su deber moral denunciar y arruinar a Lampart, con pruebas o sin ellas. ¿Y qué sería de Barbara Berowne, enfrentada por una parte a un marido, que había abandonado a la vez su cargo y todas sus perspectivas, y que incluso se proponía vender su casa, y, por otro lado, a un amante que tal vez estuviera sentenciado a la ruina? Kate decidió hacer una pregunta contundente que, en otras circunstancias, tal vez hubiera considerado imprudente:

– ¿Cree que Lampart le mató, con o sin la complicidad de ella?

– No. Sería un estúpido si la implicase a ella en algo de este tipo. Y ella no tiene el valor ni el ingenio para planearlo por sí sola. Es el tipo de mujer que consigue un hombre para que le haga el trabajo sucio, y después se persuade a sí misma de que no sabe nada al respecto. Pero yo le he dado un motivo, un motivo para los dos. Habría de bastar para que a ella la vida le resultara incómoda.

– ¿Es eso lo que desea?

La joven se volvió en redondo y exclamó con súbita pasión:

– ¡No, no es eso lo que deseo! Quiero verla acosada, interrogada, aterrorizada. Quiero verla humillada. Quiero verla detenida, encarcelada para toda su vida. Quiero verla muerta. Esto no sucederá, nada de esto sucederá. Y lo peor es que yo me he hecho más daño a mí misma que todo el que pueda hacerle a ella. Una vez la telefoneé a usted, una vez dije que me encontraría aquí, supe que tenía que venir. Pero él me habló confidencialmente, confió en mí, siempre había confiado en mí. Ahora ya no queda nada, nada de lo que pueda recordar acerca de nuestro amor, que esté libre de dolor y de culpabilidad.

Kate la miró y vio que estaba llorando. No emitía ningún sonido, ni siquiera el menor sollozo, pero de unos ojos fijos y que parecían aterrorizados brotaban las lágrimas en una corriente ininterrumpida y corrían por su cara exangüe hasta llegar a una boca medio abierta y temblorosa. Había algo que asustaba en aquel dolor intenso y silencioso. Kate pensó: «No hay un hombre, ningún hombre en el mundo, que merezca esta agonía». Sintió una mezcla de compasión, de impotencia y de irritación que, pudo reconocerlo, no carecía de un leve menosprecio. Pero la compasión se impuso. No acertaba a decir nada que sirviera de consuelo, pero al menos podía ofrecer alguna respuesta práctica, pedir a Carole que fuese con ella a su apartamento para tomar un poco de café antes de separarse. Abría ya la boca para hablar, pero se contuvo. La joven no era sospechosa. Incluso en el caso de que fuera razonable pensar en ella como tal, tenía una coartada, una reunión fuera de Londres a la hora del crimen. Pero en el caso de que a Carole se le exigiera declarar ante el tribunal, cualquier sugerencia de amistad o de un entendimiento entre las dos podía resultar perjudicial para la acusación. Y para algo más que la acusación: podía ser perjudicial para su propia carrera. Era el tipo de error sentimental de juicio que no desagradaría del todo a Massingham si llegaba a enterarse de él. Y entonces se oyó a sí misma decir:

– Mi apartamento está muy cerca de aquí, al otro lado de la avenida. Venga y tome un poco de café antes de marcharse.

En el apartamento, Carole Washburn se dirigió hacia la ventana como una autómata y contempló la vista sin decir palabra. Después se acercó al sofá y examinó la pintura al óleo colgada en la pared: tres triángulos, en parte sobrepuestos, en pardo rojizo, verde claro y blanco. Preguntó, pero no como si le importara mucho:

– ¿Le gusta el arte moderno?

– Me gusta experimentar con formas y diferentes colores unos junto a otros. No me gustan las reproducciones y no puedo permitirme originales, de modo que pinto por mi cuenta. No creo que sean arte, pero disfruto con ellos.

– ¿Dónde aprendió a pintar?

– Me limité a comprar las telas y las pinturas y aprendí por mi cuenta. El dormitorio pequeño es una especie de estudio. Últimamente, no he tenido tiempo para hacer gran cosa.

– Es interesante. Me gusta la textura del fondo.

– La hice apretando una tela contra la pintura antes de que se secara. La textura es lo más fácil; lo que me cuesta más es aplicar el óleo debidamente.

Entró en la cocina para moler el café. Carole la siguió y se quedó mirándola desde el umbral. Esperó hasta que desenchufó el molinillo, y entonces preguntó súbitamente.

– ¿Qué le hizo elegir la policía?

Kate sintió la tentación de contestar: «Prácticamente las mismas razones que a ti te hicieron elegir ser funcionaria civil. Pensé que podría realizar esa tarea. Era ambiciosa. Prefiero el orden y la jerarquía al caos». Después se preguntó si Carole necesitaba hacer preguntas en vez de contestarlas, hurgar, aunque fuera tentativamente, en la vida de otra persona. Respondió:

– No quería un trabajo de oficina. Deseaba una carrera en la que, desde un buen principio, pudiera esperar una promoción. Supongo que me gusta enfrentarme a los hombres y éstos se mostraron bastante contrarios a mi idea en la escuela a la que fui. Esto fue un incentivo adicional.

Carole Washburn guardó silencio y la miró durante unos momentos, antes de retirarse de nuevo a la sala de estar. Kate, con las manos ocupadas por la cafetera, las tazas y los platos, la bandeja y las galletas, no pudo menos que recordar aquella última entrevista con la señorita Shepherd, la asesora de carreras:

– Nosotros esperábamos que apuntaras más alto, hacia la universidad, por ejemplo. Yo diría que tus notas te hacen apta para ella.

– Quiero empezar a ganar dinero.

– Eso es comprensible, Kate, pero recuerda que puedes aspirar a una beca completa. Podrás arreglártelas.

– Yo no quiero arreglármelas. Quiero un puesto de trabajo, algo que sea mío. La universidad representaría tres años perdidos.

– La educación nunca se pierde, Kate.

– Es que no abandono la educación. Puedo seguir educándome a mí misma.

– Pero una mujer policía… Nosotros esperábamos más bien que eligieras algo más… Bien, socialmente importante.

– Quiere decir más útil.

– Más relacionado, tal vez, con los problemas humanos básicos.

– No se me ocurre nada más básico que contribuir a que la gente pueda pasearse con toda seguridad en su propia ciudad.

– Siento decirte, Kate, que las recientes investigaciones demuestran que pasear con toda seguridad tiene poco que ver con el nivel de labor policial. ¿Por qué no lees ese folleto que hay en la biblioteca, «Labor policial en la ciudad: una solución socialista»? Pero si ésta es tu opción, naturalmente haremos cuanto podamos para ayudarte. ¿Y dónde deseas situarte? ¿En el Departamento de Menores?

– No. Deseo ser detective.

Y había sentido la tentación de añadir con malicia: «Y también la primera mujer que esté al frente de una comisaría». Sin embargo, supo después que esto era tan irreal como la posibilidad de que una recluta de las fuerzas femeninas del ejército llegar a mandar la Caballería Real. Las ambiciones, si se quería saborearlas, y no digamos satisfacerlas, habían de arraigar en la posibilidad. Incluso sus fantasías infantiles habían estado ancladas en la realidad. El padre perdido reaparecía, afectuoso, próspero y arrepentido, pero jamás esperó de él que se apeara de un Rolls-Royce. Y al final no se había presentado, y ella supo que en realidad jamás había esperado que lo hiciera.

No se oía el menor rumor en la sala de estar y, cuando entró en ella con la bandeja del café, vio que Carole se había sentado en una silla, muy erguida y mirando sus manos cruzadas. Kate depositó la bandeja y en seguida Carole vertió leche en su taza y a continuación la levantó con las dos manos y bebió con avidez agazapada en su silla como si fuera una anciana acuciada por el hambre.

Era extraño, pensó Kate, que la joven pareciera más desesperada, poseedora de menos control sobre sí misma, que en su primer encuentro, cuando charlaron brevemente en su cocina. Se preguntó qué podía haber ocurrido para obligarla a traicionar la confianza de Berowne, para instigar tanta amargura y tanto rencor. ¿Se habría enterado de que no se la mencionaba en el testamento de él? Sin embargo, seguramente era esto lo que ella esperaba. Pero tal vez esto importara más de lo que ella pudiera haber creído, esa confirmación pública y definitiva de que siempre había ocupado tan sólo un lugar en la periferia de la vida de él, oficialmente no existente después de la muerte como lo había sido en los años que pasaron juntos. Ella pensaba que le era indispensable, que él había encontrado con ella en aquel apartamento sencillo, pocas veces visitado, un foco tranquilo de plenitud y de paz. Y tal vez hubiera sido así, al menos durante unas pocas horas arrebatadas a su tiempo. Sin embargo, ella no había sido indispensable para él; no lo había sido nadie. Él había organizado a la gente en compartimientos, tal como lo había hecho con el resto de su vida extraordinariamente reglamentada, archivando a cada persona en los recovecos de su mente hasta el momento de necesitar lo que cada una pudiera ofrecerle. No obstante, se preguntó Kate a sí misma, ¿es eso tan diferente de lo que yo hago con Allan?

Se sabía incapaz de decidirse a preguntar a la joven lo que la había inducido a ese encuentro con ella, y en realidad la cosa no tenía importancia para la investigación. Lo que era importante era el hecho de que se hubiera quebrantado la confidencia de Berowne, y que con ello el motivo de Lampart se viera enormemente reforzado. Pero ¿adónde los llevaba esto en realidad? Una buena prueba, sólida y de presencia física, valía por una docena de motivos. Volvían a la ya antigua pregunta: ¿pudieron haber tenido realmente, Lampart y Barbara Berowne el tiempo necesario? Alguien, Berowne o su asesino, había utilizado el fregadero de Saint Matthew a las ocho. Tres personas habían visto salir el agua y a ninguna de ellas se la podía contradecir. Por tanto, o Berowne vivía todavía a las ocho, o el asesino se encontraba aún en aquel lugar. De una o de otra manera, era difícil dictaminar cómo pudo Lampart llegar en coche al Black Swan a las ocho y media.

Cuando terminó su café, Carole logró sonreír débilmente y dijo:

– Gracias. Ahora será mejor que me marche. Supongo que deseará todo esto por escrito.

– Nos interesará tener una declaración. Puede telefonear al puesto de policía de Harrow Road, donde disponen de una habitación para tomarla, o bien venir al Yard.

– Iré a Harrow Road. ¿Harán allí más preguntas?

– Es posible, pero no creo que la retengan mucho tiempo.

Junto a la puerta, permanecieron un momento mirándose las dos. De pronto, Kate pensó que Carole iba a dar un paso hacia adelante y caer en sus brazos, y supo que, a pesar de su poca práctica, sus brazos podían ser capaces incluso de sostener y consolar, y que tal vez consiguiera encontrar las palabras adecuadas. Pero ese momento pasó y Kate se dijo a sí misma que el pensamiento había sido tan embarazoso como ridículo. Apenas estuvo sola, llamó a Dalgliesh, procurando eliminar toda nota triunfal de su voz:

– Ha venido, señor. No hay nuevas pruebas físicas, pero ha reforzado el motivo de uno de los sospechosos. Creo que usted querrá ir a Hampstead.

Él preguntó:

– ¿Desde dónde me llama? ¿Desde su apartamento?

– Sí, señor.

– Llegaré dentro de media hora.

Pero aún no había transcurrido este tiempo cuando sonó el timbre del interfono. Dalgliesh dijo:

– He aparcado algo más arriba, en Lansdowne Road. ¿Puede bajar ahora?

No sugirió si podía subir él, pero ella tampoco lo esperaba. Ningún otro jefe era más escrupuloso en lo que se refería a respetar la intimidad de sus subordinados. Kate se dijo que, en él, esto apenas debía considerarse como virtud, ya que también se mostraba escrupulosamente cuidadoso en cuanto a proteger la suya. Mientras bajaba en el ascensor se le ocurrió que, cuanto más era lo que sabía sobre Berowne, más se parecía éste a Dalgliesh, y sintió cierta irritación contra los dos. La estaba esperando un hombre que también podía causar aquel dolor extremo a una mujer lo suficientemente imprudente para amarlo. Se dijo a sí misma que se alegraba de que esta tentación, al menos, la tuviera totalmente controlada.

IV

Stephen Lampart dijo:

– No es verdad. Theresa Nolan sufría un trastorno psicológico o bien, si prefieren que lo diga sin rodeos, estaba lo bastante loca como para quitarse la vida. Nada de lo que escribiera antes del suicidio cuenta como prueba fiable, incluso en el caso de que tuvieran ustedes esa supuesta carta, que supongo no tienen. Quiero decir que, si la carta estuviera realmente en su poder, es seguro que ahora me la estaría pasando por delante de mi cara. Usted se basa en una información de tercera mano y los dos sabemos lo que puede valer eso delante de un tribunal, o en cualquier otro lugar.

Dalgliesh repuso:

– ¿Me está diciendo que la historia de la joven es falsa?

– Seamos caritativos y digamos que es errónea. Era una chica solitaria, abrumada por la culpabilidad, en particular en lo referente al sexo, deprimida, perdido todo contacto con la realidad. Hay un informe psiquiátrico en su archivo médico que, desprovisto del léxico técnico, dice exactamente esto. Y también cabe argumentar que ella mentía deliberadamente. Ella o Berowne. Ninguno de los dos era un testigo particularmente fiable. Por otra parte, ambos han muerto. Y si esto equivale a adjudicarme un motivo, es absurdo. Se acerca también a la calumnia, y yo sé cómo enfrentarme a ella.

Dalgliesh dijo:

– Como supo usted enfrentarse a la difamación. Sin embargo, no es tan fácil arruinar a un oficial de la policía que efectúa una investigación por asesinato.

– Financieramente no, tal vez. Los tribunales suelen mostrarse ridículamente indulgentes con la policía.

La enfermera que les recibió en Pembroke Lodge les dijo:

– El doctor Lampart está acabando una operación. Les ruego que me sigan.

Y les acompañó hasta una habitación contigua al quirófano.

Lampart se reunió con ellos casi en seguida, quitándose su gorro de color verde y los guantes de goma. La habitación era pequeña, clínica, al parecer llena de instalaciones de agua corriente y del rumor de los pies que se movían en la sala vecina, de voces confidenciales sobre el cuerpo inconsciente de una paciente. Era un lugar temporal, una habitación para conversaciones rápidas de tema clínico, no para confidencias. Dalgliesh se preguntó si aquella situación había sido deliberada, una manera de demostrar el sutil poder de su categoría profesional, de recordar a la policía que había más de un tipo de autoridad. No creía que Lampart hubiera sentido temor ante aquella entrevista, aunque hubiera juzgado prudente celebrarla en su propio terreno. No había mostrado el menor signo de aprensión. Después de todo, había disfrutado del poder, cierta clase de poder, durante el tiempo suficiente para haber adquirido la capa protectora que confiere el éxito. Un hombre que había logrado todo el aplomo de un ginecólogo de fama sin duda tenía también el aplomo suficiente para hacer frente a un oficial de la Policía Metropolitana.

Ahora dijo:

– Yo no maté a Berowne. Aunque yo fuese capaz de cometer un asesinato tan brutal y sangriento, desde luego no hubiera llevado conmigo a la mujer de Berowne para hacerla esperar en el coche mientras yo degollaba a su marido. En cuanto a las demás majaderías, aunque fuese cierto que yo hubiese provocado el aborto de fetos sanos por no ser del sexo que la madre deseaba, ¿cómo se propone demostrarlo? Las operaciones se han realizado aquí. Los informes patológicos figuran en los archivos médicos. En este edificio, no hay nada que me incrimine en ningún archivo y, aunque lo hubiese, usted no tendría acceso a ello, al menos sin tomarse una larga serie de molestias. Tengo unas ideas muy firmes en lo que respecta al carácter sagrado de los registros médicos. Por consiguiente, ¿qué puede hacer? ¿Empezar a interrogar a una serie de pacientes, con la esperanza de conseguir, mediante trucos o amenazas, que una de ellas cometa una indiscreción? ¿Y cómo daría con ellas, sin mi cooperación? Su alegación es ridícula, comandante.

Dalgliesh repuso:

– Sin embargo, Paul Berowne creyó en ella. Se desprendió de sus acciones en Pembroke Lodge después de la muerte de Theresa Nolan. Creo que habló con usted. No sé lo que le dijo, pero puedo suponerlo. Usted podía suponer que él guardaría silencio en aquellos momentos, pero después de su experiencia en aquella iglesia, de su conversión, fuera lo que fuese ésta, ¿podía confiar en que siguiera manteniendo ese silencio?

Se preguntó si había sido prudente mostrar su baza tan pronto y con tanta claridad, pero la duda sólo fue momentánea. Era necesario enfrentar a Lampart con la nueva evidencia, por tenue que ésta pudiera ser. Se le había de conceder el derecho a la réplica. Y si todo ello era irrelevante, cuanto antes quedara despejado, tanto mejor.

Lampart dijo:

– No fue así. Nunca hablamos. Y, suponiendo que él lo creyese, se hubiera encontrado en una situación bastante desagradable, mucho más desagradable de lo que pueda usted suponer. Él quería un hijo, pero desde luego no quería otra hija. Y, por otra parte, tampoco Barbara. Tal vez Barbara deseara darle un heredero, aunque sólo fuera para consolidar su posición. Ella consideraba esto como parte del trato. Sin embargo, nueve meses de incomodidad para darle otra hija que le disgustara, a la que despreciara e ignorase, era pedirle demasiado a una mujer, sobre todo a una mujer a la que desagrada y teme un parto. Suponiendo que esa historia fuese cierta, podría usted decir que Berowne se encontraba en una posición curiosa, al menos en el aspecto moral. Él no podía digerir los medios, pero sospecho que no le desagradaban del todo los fines. Y ésta nunca ha sido una postura moral particularmente digna, al menos en mi opinión. Barbara tuvo un aborto -una niña- ocho meses después de su matrimonio. ¿Cree usted que a él le causó esto un gran disgusto? No me extraña que el pobre diablo se desbaratase por completo psicológicamente. No me extraña que se rajara el cuello con una navaja. Lo que usted ha descubierto, comandante, si es que es verdad, es una razón adicional para el suicidio, no un motivo para el asesinato.

Lampart descolgó su chaqueta de un colgador y después abrió la puerta para que salieran Dalgliesh y Kate, con una cortesía sonriente que casi resultaba insultante. Después les acompañó hasta su sala de estar privada, cerró la puerta y les indicó las butacas ante la chimenea. Tras sentarse ante ellos, se inclinó hacia adelante, con las piernas abiertas, y aproximó su cara a la de Dalgliesh. Éste pudo ver aquellas correctas facciones ampliadas, los poros de la piel relucientes por el sudor, como si todavía se encontrara bajo el calor del quirófano, los músculos tensos en el cuello, las ojeras de cansancio bajo los ojos y las venillas escarlata alrededor de los iris, las motas de caspa en las raíces del mechón de cabellos que caía, indisciplinado, sobre su frente. Era todavía una cara relativamente joven, pero los signos del envejecimiento ya estaban presentes y, de pronto, pudo ver cuál sería el aspecto de Lampart al cabo de otros treinta años; la piel moteada y blanqueada, los huesos recubiertos por unas carnes menos firmes, la confianza varonil agriada por el cinismo de la vejez. Pero ahora su voz era firme y áspera, y su agresión llegó hasta Dalgliesh, poderosa como una fuerza desencadenada.

– Seré franco con usted, comandante, más franco de lo que probablemente yo juzgaría prudente si lo que usted dice fuese verdad. Si yo hubiera provocado el aborto de esos fetos indeseados, ello no produciría ni la menor impresión en lo que usted denominaría probablemente mi conciencia. Hace doscientos años, la anestesia en los partos era considerada inmoral. Hace menos de cien años, el control de la natalidad era virtualmente ilegal. Una mujer tiene el derecho de elegir si ha de tener o no un hijo. Resulta que yo pienso que también tiene derecho a elegir su sexo. Un hijo no deseado suele ser un estorbo, en sí mismo, para la sociedad y para sus padres. Un feto de dos meses no es un ser humano, es un conjunto complicado de tejidos. Es probable que usted no crea personalmente que el niño tiene un alma antes de nacer, al nacer o después de nacido. Poeta o no poeta, no es usted el tipo de hombre que ve visiones y oye voces en las sacristías de las iglesias. Yo no soy un hombre religioso. Nací con mi ración de neurosis, pero no con ésa. Sin embargo, lo que me sorprende en aquellos que aseguran tener fe es que parecen pensar que pueden encontrar hechos científicos a espaldas de Dios. Ese primer mito, el Jardín del Edén, es notablemente persistente. Siempre pensamos que no tenemos derecho a saber, o que, cuando sabemos, no tenemos derecho a utilizar esa sabiduría. En mi opinión, tenemos derecho a hacer todo lo que podamos para conseguir que la vida humana sea más agradable, más segura y no tan llena de sufrimientos.

Su voz era ronca y en los ojos grises había un destello desagradablemente próximo al fanatismo. Dalgliesh pensó que bien hubiera podido ser un mercenario religioso del siglo XVII recitando su credo con la espada desenvainada.

Dalgliesh repuso suavemente:

– Siempre y cuando, presumiblemente, no perjudiquemos a otras personas y el acto no sea ilegal.

– Siempre y cuando no perjudiquemos a otras personas. Sí, lo admito. Pero librarse de un feto no deseado no perjudica a nadie. O el aborto no puede ser justificado, o bien se justifica basándose en lo que la madre considera importante y el sexo no deseado es una razón tan válida como cualquier otra. Siento más respeto por aquellos cristianos que se oponen al aborto, cualquiera que sea su base, que por aquellos ingeniosos compromisarios que desean una vida de acuerdo con sus propios términos y al mismo tiempo una conciencia libre. Al menos, los primeros son firmes en sus ideas.

Dalgliesh dijo:

– También la ley es firme. El aborto indiscriminado es ilegal.

– Sí, pero esto debería considerarse como altamente discriminatorio. De acuerdo, sé lo que usted quiere decir. Sin embargo, la ley no ha lugar cuando se trata de la moralidad privada, sexual o no.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Y dónde se supone que ha de actuar?

Se levantó y Lampart los acompañó hasta la salida, deferente, sonriente, confiado. Excepto las cortesías de la despedida, no se pronunció ninguna otra palabra.

En el coche Kate dijo:

– Ha sido prácticamente una confesión, señor. Ni siquiera se ha molestado en negarlo.

– No. Pero no es una confesión escrita o que nosotros podamos utilizar ante un tribunal. Y ha sido una confesión de prácticas médicas ilegales, no de asesinato. Y él tiene razón, desde luego. Sería prácticamente imposible probarlo.

– Pero esto le da un doble motivo. Su asunto con lady Berowne y el hecho de que Berowne hubiera podido considerarse obligado a denunciarlo. A pesar de sus faroles y su arrogancia, debe de saber que es tan vulnerable al escándalo como cualquier otro médico. Incluso un simple rumor podría perjudicarle. Y, procedente este rumor de alguien de la categoría de un Berowne, habría de ser tomado en serio.

Dalgliesh dijo:

– Sí, desde luego. Lampart lo tiene todo: los medios, el motivo, la oportunidad, los conocimientos y la arrogancia de pensar que puede salir bien librado del asunto. No obstante, yo acepto una cosa que nos ha dicho. No se hubiera llevado consigo a Barbara Berowne hasta aquella sacristía, y no la veo a ella accediendo a quedarse sola en un coche aparcado en una zona no muy saludable de Paddington, cualquiera que fuese la excusa que le hubieran dado. Y, como siempre, hemos de pensar otra vez en el tiempo. El portero de noche les vio salir juntos de Pembroke Lodge. Higgins les vio llegar al Black Swan. A no ser que uno de ellos o los dos mientan, Lampart queda a salvo.

Y entonces pensó: «A menos que nosotros estemos engañados por aquella descarga de agua desde la tubería. A menos que estemos totalmente equivocados en el momento de la muerte». Si Berowne murió en la hora más temprana que el doctor Kynaston juzgaba posible, las siete de la tarde, ¿qué sería entonces de la coartada de Lampart? Él había asegurado encontrarse en Pembroke Lodge con su amante, pero había más de una manera de salir de la clínica y regresar a ella sin ser visto. Sin embargo, alguien estuvo en la cocina de la iglesia a las ocho, a no ser, desde luego, que se hubiera dejado correr deliberadamente el agua. Pero, ¿quién pudo haberlo hecho? ¿Alguien que llegó antes, a las siete, alguien que llegó en un Rover negro? Si Berowne había muerto a las siete, había otros sospechosos además de Stephen Lampart. No obstante, ¿qué finalidad se perseguía al dejar abierto aquel grifo? Siempre había, desde luego, la posibilidad de que hubiera quedado abierto por casualidad. Pero, en ese caso, ¿cómo y cuándo había sido cerrado?

V

Las amistades de lady Ursula habían expresado su condolencia con flores y su sala de estar tenía un aspecto incongruentemente festivo, debido a las rosas de largo tallo y sin espinas, los claveles y los ramos de importación de lirios blancos, que parecían artefactos de plástico pulverizados con algún perfume. Las flores habían sido introducidas, más bien que ordenadas, en toda una variedad de jarrones colocados alrededor de la habitación, por conveniencia, más que en busca de un efecto. Al lado de ella, sobre la mesa de palisandro, había un pequeño jarro de cristal tallado, con fresias. Su aroma, dulce e inconfundible, llegó hasta Dalgliesh cuando se acercó a su sillón. Ella no se movió para levantarse, pero le tendió la mano y él la tomó. Estaba fría y seca, y no hubo ninguna presión de respuesta. Se sentaba, como siempre, muy erguida, vestida con una falda negra hasta los tobillos y una blusa de cuello alto, de fina lana gris. Sus únicas joyas eran una doble cadena de oro viejo y sus anillos; los largos dedos que reposaban en los brazos de su sillón estaban cargados de grandes piedras centelleantes, hasta el punto de que aquellas manos con venas parecidas a cordones azules y con una piel apergaminada, casi parecían demasiado frágiles para sostener aquel áureo peso.

Hizo un gesto a Dalgliesh para indicarle el sillón opuesto al suyo, Cuando se hubo sentado y Massingham hubo encontrado un lugar en un pequeño sofá colocado junto a la pared, ella dijo:

– El padre Barnes ha estado aquí esta mañana. Tal vez se creyó en el deber de procurarme un consuelo espiritual. ¿O acaso se excusaba por el uso que se hizo de su sacristía? Difícilmente podía suponer que yo le atribuyera la culpa. Si pretendía ofrecerme consuelo espiritual, mucho me temo que encontró en mí un familiar decepcionante. Es un hombre curioso. Lo encuentro muy poco inteligente, muy corriente. ¿Fue ésta también la opinión de usted?

Dalgliesh contestó:

– Yo no lo describiría como corriente, pero es difícil imaginarle influyendo en su hijo.

– A mí me pareció un hombre que hace mucho tiempo ha dejado de esperar poder influir en nadie. Tal vez haya perdido su fe. ¿No está eso de moda, actualmente, en la Iglesia? Pero, ¿por qué eso habría de inquietarle? El mundo está lleno de personas que han perdido la fe: políticos que han perdido la fe en la política, asistentes sociales que han perdido la fe en la asistencia social, maestros que han perdido la fe en la enseñanza y, por lo que puedo yo saber, policías que han perdido la fe en la labor policial y poetas que han perdido la fe en la poesía. Es una característica de la fe el hecho de que se pierda de vez en cuando, o al menos que se extravíe. ¿Y por qué no se hace limpiar la sotana? Es una sotana, ¿no? Había lo que supuse que eran manchas de huevo en el puño derecho, y en la parte del pecho un gran lamparón.

Dalgliesh dijo:

– Es una prenda que prácticamente siempre lleva puesta, lady Ursula.

– Seguramente podría comprarse otra de recambio.

– En caso de poder pagársela. Y había intentado eliminar la mancha.

– ¿De veras? Pero no con gran eficacia. Desde luego, usted ha aprendido a observar esas cosas.

No le sorprendía que estuvieran hablando sobre prendas eclesiásticas mientras lo que quedaba de su hijo yacía, sin cabeza y destripado, en un cajón frigorífico de la morgue. A diferencia de ella y del padre Barnes, ellos dos habían sido capaces de comunicarse desde su primer encuentro. Ella se desplazó un poco en su asiento y después dijo:

– Pero, desde luego, no está usted aquí para charlar sobre los problemas espirituales del padre Barnes. ¿Qué ha venido a decirme, comandante?

– He venido para preguntarle otra vez, lady Ursula, si vio usted o no el dietario de su hijo en el cajón del escritorio, cuando el general Nollinge telefoneó a esta casa el martes pasado, a las seis.

Aquellos ojos notables miraron fijamente a los suyos.

– Esta pregunta ya la ha hecho antes, dos veces. Siempre me satisface, claro, hablar con el poeta que escribió «Rh negativo», pero sus visitas son cada vez más frecuentes y su conversación resulta predecible. No tengo nada que añadir a lo que le dije antes, y juzgo esta reiteración más bien ofensiva.

– ¿Comprende usted la trascendencia de lo que está diciendo?

– Claro que la comprendo. ¿Hay algo más que necesite preguntar?

– Me gustaría que me confirmase que, realmente, habló usted dos veces con Halliwell aquella tarde en que murió su hijo, y que, dentro de lo que usted pueda saber, el Rover no salió aquella noche antes de las diez.

– Esto ya se lo dije, comandante. Hablé con él alrededor de las ocho y después a la nueve y cuarto. Debió de ser unos cuarenta y cinco minutos antes de que él se marchara a Suffolk. Y creo que puede usted tener la seguridad de que si alguien hubiese utilizado el Rover, Halliwell lo habría sabido. ¿Algo más?

– Sí, desearía ver otra vez a la señorita Matlock.

– En ese caso, preferiría que la viese aquí y que yo estuviera presente. Usted mismo puede llamar.

Dalgliesh tiró del cordón del timbre. La señorita Matlock no se apresuró, pero tres minutos después apareció en el umbral de la puerta, ataviada de nuevo con la larga falda gris de amplios pliegues y aquella misma blusa que tan mal le sentaba.

Lady Ursula dijo:

– Siéntate, Mattie. El comandante ha de hacerte unas preguntas.

La mujer fue a buscar una de las sillas colocadas junto a la pared y la acercó, colocándola junto al sillón de lady Ursula. Después miró estoicamente a Dalgliesh, y esta vez pareció como si lo hiciera casi sin la menor ansiedad. Empieza a cobrar confianza, pensó él. Sabe que muy poco es lo que podemos hacer si ella se aferra a su versión de los hechos. Empieza a pensar que, después de todo, la cosa puede ser fácil.

Repasó de nuevo los hechos que ella había relatado, y ella respondió a sus preguntas referentes a la tarde del martes casi con las mismas palabras que había utilizado antes. Finalmente, él dijo:

– Desde luego, ¿no era inusual que el señor Dominic Swayne viniera aquí para tomar un baño, y tal vez comer?

– Ya le dije que lo hacía de vez en cuando. Es el hermano de lady Berowne.

– Pero sir Paul no se enteraba necesariamente de estas visitas, ¿verdad?

– Unas veces sí, y otras no. No era de mi incumbencia decírselo.

– ¿Y la penúltima vez, no el martes sino la vez anterior? ¿Qué hizo usted entonces?

– Tomó un baño, como de costumbre, y después le preparé una cena. No siempre cena aquí cuando viene a bañarse, pero aquella noche lo hizo. Le serví una chuleta de cerdo con salsa de mostaza, patatas fritas y judías verdes.

Una cena más opípara, pensó Dalgliesh, que la tortilla que había preparado ella la noche en que murió Berowne. Pero esa noche él había venido con más premura. ¿Por qué? ¿Porque su hermana le había telefoneado después de la disputa con su marido? ¿Porque le había dicho ella dónde se encontraría Berowne aquella noche? ¿Porque su plan para el asesinato empezaba a cobrar forma?

Preguntó:

– ¿Y después?

– Comió tarta de manzana y queso.

– Yo me refería a qué hizo usted después de la cena.

– Después jugamos al Scrabble.

– Parece como si a usted y a él les gustara extraordinariamente ese juego.

– A mí me gusta y creo que él juega para complacerme. Aquí no hay nadie más que quiera hacer una partida conmigo.

– ¿Y quién ganó aquella vez, señorita Matlock?

– Yo, me parece. No recuerdo por qué tanteo, pero creo que gané yo.

– ¿Cree usted que ganó? Hablamos de hace tan sólo diez días. ¿No puede estar segura?

Dos pares de ojos se clavaron en los suyos, los de ella y los de lady Ursula. Ellas no eran, pensó, aliadas naturales, pero ahora estaban sentadas la una al lado de la otra, rígidamente erguidas, inmóviles como si estuvieran prendidas en un campo de fuerza que ambas alimentaran y que las vinculara entre sí. Notó que lady Ursula había llegado al extremo de su resistencia, pero creyó ver en la mirada retadora de Evelyn Matlock un destello de triunfo. Entonces ella dijo:

– Puedo recordarlo perfectamente. Gané yo.

Dalgliesh sabía que ésta era la manera más efectiva de fabricar una coartada. Describir hechos que realmente hubieran sucedido, pero en una ocasión diferente. Era la coartada más difícil de desmentir, puesto que, aparte de la alteración en el tiempo, las partes afectadas decían la verdad. Pensaba que ella estaba mintiendo, pero no podía estar seguro. Sabía que la mujer era una neurótica, y el hecho de que ahora empezara a disfrutar al medir su ingenio con el suyo bien podía ser tan sólo la auto-dramatización de una mujer en cuya vida se habían producido muy pocas excitaciones de ese calibre. Oyó entonces la voz de lady Ursula:

– La señorita Matlock ha contestado a todas sus preguntas, comandante. Si se propone seguir acosándola, creo que tendré que disponer que esté presente mi abogado.

Dalgliesh repuso fríamente:

– Tal es, desde luego, su derecho, lady Ursula. Y no estamos aquí para acosarlas, ni a usted ni a ella.

– En este caso, Mattie, creo que debes acompañar hasta la puerta al comandante y al inspector jefe Massingham.

El coche recorría Victoria Street cuando sonó el teléfono, Massingham contestó a la llamada, escuchó y después entregó el receptor a Dalgliesh.

– Es Kate, señor. Detecto en ella una nota de entusiasmo femenino. Al parecer, no puede esperar nuestro regreso. Pero creo que prefiere decírselo personalmente.

La voz de Kate, como su entusiasmo, estaba bien controlada, pero también Dalgliesh pudo detectar la nota de vivo optimismo.

– Ha surgido algo interesante, señor. La editorial Hearne and Collingwood ha llamado hace diez minutos para darnos la dirección de Millicent Gentle. Se mudó de casa desde que le publicaron el último libro y como no les dio la nueva dirección, les ha costado un poco dar con ella. Vive en Riverside Cottage, Coldham Lane, cerca de Cookham. He consultado una guía municipal. Coldham Lane pasa casi enfrente del Black Swan, señor, ella debió entregar a sir Paul su libro el siete de agosto.

– Parece probable. ¿Tiene su número de teléfono?

– Sí, señor. La editorial no ha querido darme ni la dirección ni el número hasta haber hablado con ella por teléfono y haber obtenido su consentimiento.

– Llámela pues, Kate. Pregúntele si puede recibirnos mañana por la mañana, lo más temprano posible.

Colgó el teléfono. Massingham dijo:

– La pista de la novelista romántica. Me muero de ganas de conocer a la autora de Una rosa crepuscular. ¿Quiere que vaya yo a Cookham, señor?

– No, John, iré yo.

Ante la entrada del Yard, se apeó del Rover, dejando que Massingham se ocupara de meterlo en el garaje, y, después de titubear un momento, echó a andar con paso vigoroso hacia Saint James's Park. Su despacho era un lugar demasiado claustrofóbico para contener su repentino arrebato de irracional optimismo. Necesitaba caminar en libertad y solo. Había sido un día infernal, iniciado con el peor de los malhumores en el despacho de Gilmartin, y rematado en Campden Hill Square con una serie de mentiras no demostrables. Pero ahora vejaciones y frustraciones se desprendían de sus hombros. Pensó: «Mañana sabré exactamente qué ocurrió en el Black Swan la noche del siete de agosto. Y cuando lo sepa, sabré también por qué tuvo que morir Paul Berowne. Tal vez no pueda probarlo todavía, pero lo sabré».

VI

Brian Nichols, recientemente nombrado comisario ayudante, no simpatizaba con Dalgliesh y consideraba todavía más irritante esta antipatía al no estar seguro de que fuese justificada. Después de veinticinco años de policía, calibraba incluso sus antipatías con ojo judicial; le agradaba confiar en que el caso contra el acusado se sostuviera ante el tribunal. Con Dalgliesh no estaba seguro. Nichols era superior en rango pero esto le procuraba escasa satisfacción por saber que Dalgliesh pudo haberle aventajado de haberlo querido. Este desinterés por el ascenso, que Dalgliesh nunca condescendía en justificar, lo veía como una crítica sutil de las preocupaciones de él, más ambiciosas. Deploraba su poesía, no por principio, sino porque le había dado prestigio y, por tanto, no podía considerarse como un hobby inofensivo, como la pesca, la jardinería o la talla en madera. Un policía, en su opinión, debía conformarse con ser policía. Un agravio adicional era el hecho de que Dalgliesh eligiera a la mayoría de sus amigos al margen de las fuerzas policiales y que aquellos colegas con los que congeniaba no siempre fuesen del rango apropiado. En un oficial de menos grado, esto hubiera sido considerado como una idiosincrasia peligrosa, y en un superior tenía un toque de deslealtad. Y para rematar tales delitos, vestía demasiado bien.

Ahora se encontraba de pie ante la ventana, mirando hacia el exterior y mostrando un fácil aplomo, vestido con un traje de tweed marrón claro que Nichols le había visto llevar durante los últimos cuatro años. Tenía el sello inconfundible de un sastre excelente, probablemente, pensaba Nichols, la misma firma de la que su abuelo había sido buen cliente. Nichols, al que le agradaba comprar ropa, a veces con más entusiasmo que discriminación, pensaba que en un hombre era más decoroso poseer más trajes aunque no estuvieran tan bien cortados. Finalmente, siempre que se encontraba ante Dalgliesh, sentía inexplicablemente que tal vez debiese afeitarse el bigote y descubría que su mano se movía sin querer hacia su labio superior, como para decirse que el bigote seguía siendo un apéndice respetable. Este impulso, irracional, casi neurótico, le irritaba profundamente.

Ambos hombres sabían que Dalgliesh no necesitaba encontrarse allí, en el despacho de Nichols en la décima planta, que la sugerencia casual de que el comisario debía entrar en el cuadro no era más que una invitación, no una orden. La nueva brigada estaba ya formalmente constituida, pero el asesinato de Berowne se había producido seis días demasiado pronto. En el futuro, Dalgliesh informaría directamente al comisario; ahora, sin embargo, Nichols podía imponer un legítimo interés. Al fin y al cabo, era su departamento el que había facilitado la mayoría de los hombres para el equipo de apoyo de Dalgliesh. Y con el comisario temporalmente ausente para asistir a una conferencia, él podía argüir que tenía derecho al menos a un breve informe sobre los progresos realizados. Pero, de una manera irracional, parte de él deseaba que Dalgliesh hubiera presentado objeciones, que le hubiera dado la excusa para una de aquellas trifulcas departamentales cuando el trabajo ofrecía menos excitación que la anhelada por su espíritu inquieto y en las que él solía salir victorioso.

Mientras Nichols examinaba el expediente del caso, Dalgliesh miraba hacia el este por encima de la ciudad. Había visto muchas capitales desde una altura similar, todas ellas diferentes. Cuando contemplaba Manhattan desde la habitación de su hotel, su espectacular y majestuosa belleza siempre le parecía precaria, incluso sentenciada. Surgían imágenes de películas vistas en su adolescencia, monstruos prehistóricos que se alzaban por encima de los rascacielos para derribarlos con sus garras, una enorme ola procedente del Atlántico y que cubría el horizonte, la ciudad tachonada de luces que se oscurecía en el holocausto final. Veía el panorama, que nunca le cansaba, en términos de pintura. A veces, tenía la blandura y la calidez de una acuarela; otras veces, en pleno verano, cuando el verdor recubría el parque, tenía la densa textura del óleo. Esa mañana era un grabado al acero, de líneas contundentes, gris, unidimensional.

Se apartó de mala gana de la ventana. Nichols había cerrado la carpeta, pero se estaba meciendo en su sillón y moviendo incesantemente su cuerpo como para subrayar la relativa informalidad del procedimiento. Dalgliesh se acercó y se sentó frente a él. Ofreció un conciso resumen de su investigación hasta donde ésta había llegado y Nichols escuchó en su exhibición de disciplinada paciencia, sin dejar de mecerse y con los ojos clavados en el techo. Después dijo:

– De acuerdo, Adam, me has convencido de que Berowne fue asesinado. Pero yo no soy el que debe quedar convencido. Sin embargo, ¿con qué cuentas como prueba directa? Una pequeña mancha de sangre bajo un pliegue de la chaqueta de Harry Mack.

– Y una mancha que coincide, en el forro. Sangre de Berowne. Él murió el primero. No hay lugar a dudas. Podemos probar que esa mancha es idéntica a su sangre.

– Pero no cómo llegó allí. Ya sabes lo que la defensa alegará si el caso llega al tribunal. Uno de tus hombres la llevó allí en sus zapatos. O lo hizo el chiquillo, el que descubrió el cadáver. O aquella solterona…, ¿cómo se llama? Edith Wharton.

– Emily Wharton. Examinamos los zapatos de los dos y tengo la seguridad de que ninguno de los dos entró en la sacristía pequeña. Y, aunque lo hubieran hecho, es difícil ver cómo hubieron podido dejar una marca de sangre de Berowne debajo de la chaqueta de Harry.

– Es una mancha muy conveniente para tu punto de vista. Y supongo que también para el de la familia. Pero sin ella no hay nada que sugiera que eso no sea exactamente lo que primero pareció ser: asesinato seguido por suicidio. Un político destacado, brillante, pasa por una especie de conversión religiosa, una experiencia casi mística, llámalo como quieras. Echa por la borda su cargo, su carrera, posiblemente su familia. Y después, y no me preguntes cómo o por qué, descubre que todo es una quimera. -Y Nichols repitió esta palabra como si quisiera asegurarse de su pronunciación. Después prosiguió-: Y a propósito, ¿por qué volvió Berowne a aquella iglesia? ¿Tú lo sabes?

– Posiblemente a causa de una nueva complicación relacionada con su matrimonio. Creo que su mujer le dijo aquella mañana que estaba encinta.

– Pues ya ves. Él ya estaba teniendo dudas. Vuelve allí y se enfrenta a la realidad de lo que ha echado a perder. Ante él sólo quedan el fracaso, la humillación y el ridículo. Y entonces decide ponerle punto final allí mismo. Tiene los medios a mano. Mientras está haciendo sus preparativos, quemando su dietario, entra Harry y trata de detenerlo. ¿El resultado? Dos cadáveres en vez de uno.

– Esto supone que él no sabía que Harry Mack estaba allí. Y creo que sí lo sabía, que él le dejó entrar. Y esto no es lo que suele hacer un hombre que piensa suicidarse.

– No tienes pruebas de que él le dejara entrar. Ninguna que pudiera satisfacer a un jurado.

– Berowne dio a Harry parte de su cena: pan integral, queso de Roquefort, una manzana. Figura en el expediente. ¿No irás a sugerirme que Harry Mack compró su Roquefort? No pudo haber sorprendido a Berowne. Llevaba ya algún tiempo en la iglesia antes de que Berowne muriese. Se había acostado en la sacristía grande. Hay pruebas físicas de ello: cabellos, fibras de su chaqueta, aparte de las migajas de comida. Y no estaba en la sacristía ni en la iglesia cuando el padre Barnes dio un vistazo después de las vísperas.

Nichols dijo:

– Cree haber dado un vistazo. ¿Juraría como testigo que dio vuelta a la llave en la puerta sur, que examinó todos los rincones? ¿Y por qué había de buscar? Él no se esperaba un asesinato. Hay muchos lugares donde Harry, o un asesino incluso, pudo haberse ocultado. Es de suponer que la iglesia estaba oscura, en una penumbra religiosa.

El comisario ayudante tenía esa costumbre de salpicar su conversación con alguna que otra cita a medias. Dalgliesh nunca había podido decidir si sabía lo que estaba diciendo o bien las palabras nadaban en su consciente procedentes de un estanque ya medio olvidado de ejercicios escolares. Ahora le oyó decir:

– ¿Hasta qué punto conocías personalmente a Berowne?

– Le vi un par de veces a través de una mesa de sala de consejo. Viajamos juntos para asistir a la conferencia sobre dictámenes. En una ocasión me pidió que le visitara en su despacho. Atravesamos los dos Saint James's Park hasta la Cámara. Me caía bien, pero no me tiene obsesionado. No me identifico con él más que cualquiera pueda hacer con cualquier víctima. Esto no es una cruzada personal. Pero admito una objeción perfectamente razonable a verle marcado como el brutal asesino de un hombre que murió después de hacerlo él.

Nichols dijo:

– ¿Basándote en la prueba de una pequeña mancha de sangre?

– ¿Qué prueba necesitamos?

– Para el hecho del asesinato, ninguna. Como te he dicho antes, a mí no tienes que convencerme. Pero no veo cómo puedes llegar más lejos si no encuentras una prueba irrefutable que vincule a uno de tus sospechosos con el escenario del crimen. -Y Nichols añadió-: Y cuanto antes mejor.

– Supongo que el comisario estará recibiendo quejas.

– Las usuales: dos fiambres, dos gargantas rajadas, y un asesino que sigue en libertad. ¿Por qué no arrestamos a ese lunático peligroso, en vez de examinar los coches, las ropas y las casas de ciudadanos respetables? A propósito, ¿encontraste alguna pista en la ropa de los sospechosos?

Era irónico, pensó Dalgliesh, pero no sorprendente; la nueva división creada para investigar delitos graves con sensibles matizaciones, acusada ya de torpe insensibilidad. Y sabía de dónde debían proceder las críticas. Dijo:

– No, pero tampoco esperaba ninguna. Ese asesino iba desnudo o casi desnudo. Tenía a su alcance medios para lavarse. Tres transeúntes oyeron que corría el agua allí poco después de las ocho.

– ¿Berowne lavándose las manos antes de cenar?

– En ese caso, lo estaba haciendo muy a conciencia.

– ¿Pero sus manos estaban limpias cuando lo viste?

– La izquierda sí. La derecha estaba muy ensangrentada.

– Pues ya lo ves.

Dalgliesh dijo:

– La toalla de Berowne estaba colgada en una silla de la sacristía. Creo que su asesino se secó con el trapo del té en la cocina. Todavía estaba ligeramente húmedo, no en ciertos lugares sino todo él, cuando lo toqué. Y lo mataron con una de sus navajas. Berowne tenía dos, marca Bellingham, en un estuche junto al fregadero. Un intruso casual, o el propio Harry Mack, no hubiera sabido que estaban allí; probablemente, ni siquiera habría identificado el estuche por lo que era.

– ¿Y qué es una Bellingham, válgame Dios? ¿Por qué no podía ese hombre utilizar una Gillette o una máquina eléctrica, como cualquiera de nosotros? De acuerdo, por tanto fue alguien enterado de que él se afeitaba con una navaja barbera, alguien que sabía que lo encontraría en la iglesia aquella noche, y que tuvo acceso a la casa de Campden Hill Square para recoger las cerillas y el dietario. ¿Y sabes quién encaja mejor en esa lista de requisitos? El propio Berowne. Y todo lo que tú tienes contra la teoría del suicidio es una mancha de sangre.

Dalgliesh empezaba a pensar que aquellas cuatro palabras breves y contundentes le seguirían acosando hasta que finalizara el caso, pero se limitó a decir:

– ¿Supongo que no sugerirás que Berowne se degolló a medias, se abalanzó contra Harry, tambaleándose, para asesinarlo, chorreando sangre entretanto, y después avanzó de nuevo, a trompicones, hasta el otro extremo de la habitación para infligirse el tercer y último corte en su garganta?

– No, pero el abogado defensor sí podría hacerlo. Y Doc Kynaston tampoco lo ha descartado por completo. Tú y yo hemos visto salir airosas defensas menos ingeniosas.

Dalgliesh dijo:

– Él escribió algo cuando se encontraba en aquella sacristía. El laboratorio no puede identificar las palabras, aunque consideran posible que firmase con su nombre. La tinta del secante es la misma tinta de su pluma.

– ¿Por tanto escribió una nota de suicida?

– Posiblemente, pero, ¿dónde está ahora?

El comisario ayudante dijo:

– La quemó junto con el diario. De acuerdo, ya sé lo que vas a decirme, Adam. ¿Es probable que un suicida queme su nota una vez escrita? Pues bien, no es imposible. Pudo haberla quemado descontento de lo que escribió. Palabras inadecuadas, demasiado triviales, no vale la pena. Después de todo, es la acción la que habla por sí misma. No todo suicida aparece muy documentado para ese viaje.

Un destello de complacida sorpresa pasó por su rostro, como gratificado ante la aptitud de su frase, pero deseoso de recordar de dónde lo había sacado. Dalgliesh dijo:

– Hay algo que pudo haber escrito y que tal vez no secó inmediatamente, algo que otra persona bien pudo haber deseado destruir.

Nichols se mostraba a veces algo lento en su captación, pero nunca le asustaba tomarse el tiempo necesario. Ahora lo hizo, y después dijo:

– Eso necesitaría tres firmas, claro. Es una teoría interesante, y sin duda reforzaría el motivo para dos de tus sospechosos, como mínimo. Pero tampoco constituye prueba. Cada vez volvemos a lo mismo. Es un edificio ingenioso el que has construido, Adam, y yo me siento medio convencido por él. Pero lo que necesitamos son pruebas sólidas, concretas. -Y añadió-: Podríamos decir que es como la Iglesia, un edificio ingenioso erigido sobre suposiciones sin demostrar, lógico en sí, pero sólo válido si uno puede aceptar la premisa básica, la existencia de Dios.

Pareció complacido con la analogía y Dalgliesh dudó de que fuera de su propia cosecha. Vio cómo el comisario ayudante hojeaba las restantes páginas del expediente casi con negligencia. Cerrando la carpeta, dijo:

– Es una lástima que no hayas podido seguir los movimientos de Berowne después de salir él del sesenta y dos de Campden Hill Square. Da la impresión de que se hubiera desvanecido en el aire.

– No del todo. Sabemos que se dirigió a la oficina de los Westerton, los agentes de fincas, en Kensington High Street, y vio a uno de los socios, Simón Follett-Briggs. Pidió que alguien de la firma le visitara el día siguiente para inspeccionar y valorar la casa. De nuevo, una acción difícilmente comprensible en un hombre que piensa suicidarse. Dice Follett-Briggs que se mostraba tan despreocupado como si le diera instrucciones para vender un apartamento de un par de habitaciones por cuarenta mil libras. Él expresó con tacto su pesar por el hecho de que la familia vendiera una casa en la que había vivido desde que fue construida, pero Berowne replicó que ellos la habían tenido durante ciento cincuenta años y que ya era hora de que alguien más tuviera esa oportunidad. No estaba dispuesto a comentar ese punto y sólo deseaba asegurarse de que fuese allí alguien, a la mañana siguiente, para efectuar la valoración. Fue una entrevista breve y se marchó a eso de las once y media. Después de esto, no hemos podido seguir sus pasos, pero pudo haber pasado por uno de los parques o caminado junto al río. Se había enfangado los zapatos, y éstos hablan sido después lavados y limpiados.

– ¿Limpiados dónde?

– Exactamente. Sugiere que pudo haber vuelto a su casa, pero nadie admite haberle visto. Tal vez hubiese pasado desapercibido en caso de haber entrado y salido rápidamente, pero no si se quedó el tiempo suficiente para limpiarse los zapatos. Y el padre Barnes está seguro de que llegó a la iglesia a las seis. Tenemos casi siete horas que justificar.

– ¿Y viste a ese Follett-Briggs? La gente tiene a veces nombres extraordinarios. Debía de estar hecho polvo. La venta hubiera supuesto una buena comisión. Pero supongo que aún podrá conseguirla si la viuda decide vender.

Dalgliesh guardó silencio.

– ¿Y dijo Follett-Briggs cuánto pensaba sacar?

Era, pensó Dalgliesh, como si hablara de un coche de segunda mano.

– No quiso comprometerse, desde luego. No ha inspeccionado la casa y tenía la impresión de que las instrucciones de Berowne ya no rigen. Sin embargo, con un poco de presión aplicada con tacto, murmuró que esperaba conseguir más de un millón. Excluyendo el contenido, desde luego.

– ¿Y todo va a parar a la viuda?

– Va a parar a la viuda.

– Pero la viuda tiene una coartada. Y también la tiene el querido de la viuda. Y, que yo sepa, todos los demás sospechosos en el caso.

Cuando Dalgliesh recogió su carpeta y se dirigió hacia la puerta, la voz del comisario ayudante le persiguió como una súplica.

– Sólo una prueba concreta, Adam. Es todo lo que necesitamos. Y, por el amor de Dios, procura conseguirla antes de que tengamos que convocar la próxima conferencia de prensa.

VII

Sarah Berowne encontró la postal sobre la mesa del vestíbulo el lunes por la mañana. Era una postal del Museo Británico, que representaba un gato de bronce con pendientes en las orejas, y con un mensaje de Ivor escrito con su letra apretada y vertical. «Te he telefoneado, pero en vano. Espero que te encuentres mejor. ¿Podemos cenar juntos el martes próximo?»

Por consiguiente, todavía utilizaba su código. Disponía de una pequeña colección de postales de los principales museos y galerías de Londres. Toda mención de telefonear significaba una propuesta que hacer, y este mensaje, una vez descifrado, pedía que ella estuviera cerca del puesto de venta de postales del Museo Británico el próximo martes. La hora variaba según el día. Los martes, la cita era siempre para las tres. Como otros mensajes similares, éste daba por sentado que ella podía acudir. De lo contrario, ella había de telefonear para decir que le era imposible ir a cenar. Pero él siempre había dado por supuesto que ella cancelaría cualquier otro compromiso cuando llegara una postal. Un mensaje enviado de esta manera era siempre urgente.

Era, pensó ella, un código que difícilmente burlaría el ingenio de la policía y menos de los servicios de seguridad, si se interesaban por él, pero tal vez su misma sencillez y su carácter de mensaje abierto fuesen una salvaguarda. Después de todo, ninguna ley prohibía que unos amigos pasaran una hora visitando juntos un museo, y la cita era preferentemente lógica. Siempre podían inclinarse sobre la misma guía, hablar en el murmullo casi obligatorio, desplazarse a voluntad en busca de las galerías desiertas.

En aquellos primeros y arriesgados meses, después de haberla reclutado él para su Célula de los Trece, cuando ella empezaba a enamorarse de él, había mirado esas postales como hubiera podido hacerlo con una carta de amor, atisbando en el vestíbulo en espera de que el correo cayera en el buzón, apoderándose de la postal y absorbiendo su mensaje como si aquellas letras apretadas pudieran decirle lo que tan desesperadamente ella necesitaba que se le dijera, pero que sabía que él jamás escribiría y mucho menos diría. Pero ahora, por primera vez, leyó la convocatoria con una mezcla de depresión y de irritación. La nota era ridículamente breve, y no sería fácil estar en Bloomsbury a las tres. ¿Y por qué diablos no podía telefonear? Rompiendo la postal, sintió lo que nunca había experimentado antes: que el código era un truco infantil e innecesario, fruto de la necesidad obsesiva de él de manipular y conspirar. Era algo que a los dos les ponía en ridículo.

Él llegó, como siempre, puntual y seleccionó unas postales en el puesto de venta. Ella esperó mientras él pagaba y, sin hablar, salieron juntos de la galería. A él le fascinaban las antigüedades egipcias y, casi instintivamente, se dirigieron primero hacia las galerías de la planta baja y permanecieron juntos mientras él contemplaba el enorme torso granítico de Ramsés II. En cierta ocasión, a ella le había parecido que aquellos ojos muertos, aquella boca medio sonriente y finamente cincelada sobre la barba prominente, eran un símbolo poderosamente erótico del amor de los dos. Muchas cosas se habían susurrado entre ellos, en frases breves y elípticas, mientras lo contemplaban como si vieran al faraón por primera vez, tocándose los hombros y luchando ella contra el anhelo de extender la mano para sentir los dedos de él entre los suyos. Pero ahora todo su poder se había extinguido. Era un artefacto interesante, una losa enorme de granito resquebrajado, pero nada más. Él dijo:

– Se cree que Shelley utilizó estas facciones como modelo cuando escribió «Ozymandias».

– Ya lo sé.

Dos turistas japoneses, finalizada su inspección, se alejaron de allí. Sin ningún cambio en el nivel o el tono de su voz, él dijo:

– La policía parece estar más segura ahora de que tu padre fue asesinado. Supongo que disponen de los informes forenses sobre la autopsia. Han venido a verme.

Un escalofrío de miedo recorrió su espalda como agua helada.

– ¿Por qué?

– Con la esperanza de romper nuestra coartada. No lo han hecho y, desde luego, no pueden. A menos que te convenzan a ti. ¿Han vuelto?

– Una sola vez. No el comandante Dalgliesh, sino la mujer detective y un hombre más joven, el inspector jefe Massingham. Se interesaron por Theresa Nolan y Diana Travers.

– ¿Y tú qué les dijiste?

– Que había visto a Theresa Nolan dos veces, una cuando fui a ver a la abuela, que estaba enferma, y otra vez en aquella cena, y que nunca había visto a Diana. ¿No era eso lo que tú esperabas que dijera?

Él contestó:

– Vayamos a visitar a Pelirrojo.

Pelirrojo, así llamado por el color de los restos de su cabello, era el cadáver de un hombre predinástico, momificado por las calientes arenas del desierto tres mil años antes de Cristo. Ivor siempre se había sentido intrigado por él y nunca abandonaban el museo sin efectuar esta visita casi ritual. Ahora, ella contempló aquel cuerpo emaciado acurrucado sobre su costado izquierdo, la patética colección de vasijas que habían contenido los alimentos y la bebida para alimentar su espíritu en su largo viaje a través del más allá, la lanza con la que se defendería contra sus terrores espectrales hasta llegar a su paraíso egipcio. Tal vez, pensó, si ese espíritu pudiera despertarse ahora y ver las luces brillantes, la enorme sala, las formas móviles del hombre del siglo xx, creería haber llegado a él. Pero ella nunca había podido compartir el placer que suscitaba con Igor aquel memento mori; aquel cuerpo descarnado, incluso su actitud, evocaban con demasiada fuerza un horror moderno: «Ni siquiera cuando estamos aquí nunca pregunta qué pienso yo, qué siento, qué preferiría ver». Dijo:

– Vayamos a la Galería Duveen. Quiero ver el friso del Partenón.

Se alejaron lentamente de allí. Mientras caminaban, con los ojos fijos en la guía abierta, ella dijo:

– Diana Travers. Tú me dijiste que no se la introdujo en Campden Hill Square para espiar la vida privada de papá. Dijiste que a ti sólo te interesaba su tarea, averiguar lo que había en el nuevo manual de opciones tácticas de la policía. Pequé de ingenua. No sé por qué te creí. Pero eso fue lo que tú me dijiste.

– No necesito dedicar un miembro de la célula a abrillantar la plata de la familia Berowne para descubrir qué dice el manual de opciones tácticas. Y a ella no se la metió allí para que espiara su vida privada, al menos no principalmente. La metí allí para hacerle creer que tenía una tarea que efectuar, que se confiaba en ella. Eso la mantenía ocupada mientras yo decidía qué había de hacerse con ella.

– ¿Qué quieres decir con eso? Ella era un miembro de la célula. Sustituyó a Rose cuando Rose volvió a Irlanda.

– Ella creía ser miembro, pero no lo era. No hay razón por la que no debas saberlo. Al fin y al cabo, está muerta. Diana Travers era una espía de la Sección Especial.

Él la había enseñado a no mirarle cuando estaban hablando y a mantener los ojos fijos en las piezas del museo, la guía, o directamente enfrente e ella, y esto último fue lo que hizo ahora. Dijo:

– ¿Por qué no nos lo dijiste?

– Se dijo a cuatro de vosotros, no a toda la célula. Yo no le cuento todo a la célula.

Ella sabía, desde luego, que su filiación a la Campaña Revolucionaria de los Trabajadores era una tapadera para la Célula de los Trece, pero también la célula, al parecer, había sido tan sólo una tapadera para su gabinete interior privado. Como con una muñeca rusa, se desatornillaba un envoltorio para encontrar otro alojado en su interior. Sólo había cuatro personas en las que hubiera confiado por completo y consultado, y ella no se contaba entre ellas. ¿Había confiado alguna vez él en ella, desde el principio?, se preguntó. Dijo:

– Aquella primera vez, cuando me telefoneaste hace casi cuatro años y me pediste que sacara fotos de Brixton, ¿formaba todo parte de un plan para reclutarme, para meter a la hija de un diputado conservador en la CRT?

– En parte. Yo sabía hacia dónde se inclinaban tus simpatías políticas. Supuse que no había de alegrarte mucho el segundo matrimonio de tu padre. Parecía un momento propicio para efectuar un tanteo. Después, mi interés se hizo…, bien, simplemente más personal.

– Pero ¿hubo alguna vez amor?

Frunció el ceño. Ella sabía cuánto odiaba cualquier intrusión de lo personal, lo sentimental. Contestó:

– Hubo, y todavía hay, un gran afecto, respeto, atracción física. Puedes llamar a esto amor si quieres utilizar esa palabra.

– ¿Y cómo lo llamas tú, Ivor?

– Yo lo llamo afecto, respeto, atracción física.

Habían llegado a la Galería Duveen. Sobre ellos caracoleaban los caballos del friso del Partenón, los guerreros desnudos con sus capas flotantes, los carros, los músicos, los ancianos y las doncellas que se dirigían a los dioses y diosas sentados. Pero ella contempló esta maravilla con ojos que no veían. Pensaba: «Necesito saber. Necesito saberlo todo. Debo enfrentarme a la verdad». Dijo:

– ¿Y fuiste tú quien envió aquel anónimo a papá y a la Paternoster Review? ¿Y no te parece más que mezquino incluso a ti, el revolucionario del pueblo, el gran luchador contra la opresión, el profeta de la nueva Jerusalén, rebajarte al chisme, a la calumnia, a la pataleta infantil? ¿Qué creías estar haciendo?

Él contestó:

– Una pequeña e inofensiva travesura.

– ¿Así llamas tú a contribuir a desacreditar a hombres decentes? Y no sólo a mi padre. Muchos de ellos de tu propio bando, hombres que han dado años de sus vidas al movimiento laborista, una causa que se supone que tú apoyas.

– La decencia no entra en esto. Esto es una guerra. En las guerras pueden luchar hombres decentes, pero no son ellos quienes las ganan.

Se había concentrado un pequeño grupo de visitantes. Se apartaron y echaron a andar lentamente por el lateral de la galería. Él dijo:

– Si trabajas organizando un grupo revolucionario, aunque sea reducido, y ellos han de esperar una acción real, un poder real, tú has de mantenerlos ocupados, alerta, darles la ilusión de que están consiguiendo algo. No basta con hablar. Ha de haber acción. En parte, esto es un adiestramiento para el futuro, y en parte sirve para mantener la moral.

Ella dijo:

– A partir de ahora tendrás que hacerlo sin mí.

– Me doy cuenta. Lo supe después de haberte visto Dalgliesh. Pero espero que te quedes, al menos nominalmente, hasta que termine la Investigación de este asesinato. No quiero decirles nada a los demás mientras Dalgliesh siga fisgoneando. Después podrás unirte al Partido Laborista. Allí te sentirás más contenta. O al Socialdemócrata, claro. Elige tú misma, pues no hay diferencia. De todos modos, cuando llegues a los cuarenta años ya serás conservadora.

Ella preguntó:

– ¿Y todavía confías en mí? ¿Me has dicho todo esto sabiendo que os quiero dejar?

– Claro. Te conozco. Has heredado el orgullo de tu padre. Tú no querrías que la gente dijera que tu amante te ha plantado y por tanto tú te vengas traicionándole. No querrías que tus amistades, incluso tu abuela, supieran que has conspirado contra tu padre. Podríamos decir que confío en tus decencias burguesas. Pero no existe apenas un riesgo. La célula se disolverá, volverá a formarse y se reunirá en cualquier otro lugar. Ahora, ni siquiera esto es necesario.

Ella pensó: «Este es otro aspecto de la lucha revolucionaria, enterarse de las decencias de la gente y utilizarlas contra ella». Dijo:

– Hay algo que aprendí de papá, algo de lo que no me di cuenta hasta que él murió. Procuraba ser bueno. Supongo que estas palabras no tienen ningún significado para ti.

– Significan algo. No estoy seguro de qué esperas tú, exactamente, que signifiquen. Supongo que él trataba de comportarse de tal modo que no le incomodara un exceso de culpabilidad. Todos lo hacemos. En vista de su política y su estilo de vida, no pudo resultarle fácil. Tal vez al final dejara de intentarlo.

Ella repuso:

– Yo no hablaba de política. No tenía nada que ver con la política. Ya sé que tú piensas que todo tiene que ver con ella, pero hay otro punto de vista. Hay un mundo en otra parte.

– Espero que seas feliz en él.

Estaban saliendo ahora de la galería y ella sabía que ésta sería la última vez que estarían los dos juntos allí. La sorprendió constatar cuan poco le importaba. Dijo:

– Pero en cuanto a Diana Travers, tú has dicho que la metiste en Campden Hill Square hasta decidir qué había de hacerse con ella. ¿Y qué hiciste? ¿Ahogarla?

Y ahora, por primera vez, ella vio que él se enojaba.

– No seas melodramática.

– Pero fue conveniente para ti, ¿no es verdad?

– Ya lo creo, y no sólo para mí. Había alguien más que tenía un motivo mucho más poderoso para desembarazarse de ella. Tu padre.

Olvidando la necesaria discreción, ella casi gritó:

– ¿Papá? ¡Pero si él no estuvo allí! Le esperaban, pero no llegó.

– Ya lo creo que estuvo allí. Aquella noche yo le seguí. Puedes considerarlo como un ejercicio de vigilancia. Le seguí en coche a lo largo de todo el camino hasta el Black Swan y le vi meterse en el desvío de entrada. Y si llegas a decidir hablar con Dalgliesh, que por alguna razón parece inducir en ti la necesidad de exponer confidencias femeninas y sentimentales, yo diría que ésta es una información que debieras suministrarle.

– Pero tú no puedes, ¿verdad que no? No sin admitir que también tú estabas allí. Si es una cuestión de motivo, Dalgliesh podría pensar qué no hay mucho que escoger entre los dos. Y tú estás vivo, y él ha muerto.

– Pero, a diferencia de tu padre, yo tengo una coartada. Y esta vez auténtica. Volví directamente en coche a Londres, para asistir a una reunión de asistentes sociales en el Ayuntamiento. Yo estoy limpio. Pero ¿y él? Su recuerdo ya es lo bastante desagradable. ¿Quieres vincular otro escándalo a su nombre? ¿No te basta con el pobre Harry Mack? Piensa en esto si te entra la tentación de hacer una llamada anónima a la Sección Especial.

VIII

La mañana del martes no podía augurar mejor día para salir en coche de Londres. La luz del sol era incierta pero sorprendentemente intensa y el cielo era un etéreo techo azul por encima de las movedizas nubes. Dalgliesh conducía a buena velocidad, pero casi en silencio. Kate esperaba que fueran directamente a Riverside Cottage, pero la carretera pasaba ante el Black Swan y, cuando llegaron a él, Dalgliesh detuvo el coche, pareció reflexionar y finalmente enfiló el camino de entrada. Dijo:

– Tomaremos una cerveza. Me agradaría pasear a lo largo del río, ver el edificio desde esta orilla. Es propiedad de Higgins, al menos la mayor parte de él. Será mejor que le informemos de nuestra presencia.

Dejaron el Rover en el aparcamiento, que estaba vacío, excepto un Jaguar, un BMW y un par de Fords, y se encaminaron hacia el vestíbulo de entrada. Henry les saludó con impasible cortesía, como inseguro de si se esperaba que los reconociera y, como respuesta a una pregunta de Dalgliesh, explicó que monsieur se encontraba en Londres. El bar estaba vacío, salvo por la presencia de un cuarteto de hombres de negocios inclinados con actitud de conspiradores sobre sus whiskies. El barman, de rostro aniñado sobre su chaqueta blanca y almidonada y su corbata de lazo, les sirvió una abundante y auténtica ale de cuyo suministro se enorgullecía el Black Swan, y empezó a ocuparse de lavar copas y ordenar su barra como si esperase que esta manifestación de actividad inhibiera cualquier pregunta por parte de Dalgliesh. Éste se preguntó qué clase de alquimia habría utilizado Henry para señalar sus identidades. Llevaron sus cervezas a las butacas situadas a cada lado de la chimenea, donde ardían unos troncos, bebieron en amistoso silencio, y después regresaron al aparcamiento y cruzaron la entrada del resto para ir a la orilla del río.

Era uno de aquellos perfectos días otoñales ingleses que se dan con más frecuencia en la memoria que en la vida. Los ricos colores de la hierba y la tierra se intensificaban con la luz suave de un sol casi lo bastante caliente como para ser primaveral, y el aire era una dulce evocación de todos los otoños de la infancia de Dalgliesh: humo de leña, manzanas maduras, las últimas gavillas de la cosecha y el intenso olor a brisa marina de las aguas en movimiento. El Támesis fluía con ímpetu, bajo un vientecillo que iba en aumento y aplanaba la hierba que bordeaba la orilla y formaba pequeños torbellinos a lo largo de ésta. Bajo una superficie iridiscente en azules y grises, en la que la luz se movía y cambiaba como si fuese de cristales de colores, hierbas con hojas como puñales se movían ondulantes. Más allá de los grupos de sauces en la orilla opuesta, pastaba apaciblemente un rebaño de vacas frisonas.

Al otro lado y a unos veinte metros aguas arriba pudo ver un bungalow, poco más que un gran cobertizo blanco sobre pilares, y supuso que éste era su punto de destino. Y sabía también, como lo había sabido caminando bajo los árboles de Saint James's Park, que allí encontraría la pista que buscaba. Pero no le corría prisa. Como el niño que aplaza el momento de una satisfacción segura, se alegraba de que llegaran temprano, agradeciendo aquel breve lapso de tranquilidad. Y de pronto experimentó un minuto de cosquilleante felicidad tan inesperada e intensa que casi contuvo el aliento, como sí pudiera detener el tiempo. Ahora le sobrevenían muy raras veces esos momentos de intensa dicha física, y jamás había experimentado uno en medio de una investigación por asesinato. El momento pasó y oyó su propio suspiro. Rompiendo el encanto con una frase corriente, dijo:

– Supongo que esto debe ser Riverside Cottage.

– Creo que sí, señor. ¿Saco el mapa?

– No. Pronto lo sabremos. Es mejor que sigamos.

Pero todavía se entretuvo saboreando el viento que movía sus cabellos y agradeciendo otro minuto de paz. Se alegraba, también, de que Kate Miskin pudiera compartirlo con él sin necesidad de hablar y sin hacerle pensar que el silencio de ella era una disciplina consciente. La había elegido a ella porque necesitaba una mujer en su equipo y ella era la mejor entre las disponibles. La elección había sido en parte racional y en parte instintiva, y precisamente ahora estaba empezando a comprender que su instinto le había servido muy bien. Hubiera sido poco sincero decir que entre los dos no había ningún atisbo de sexualidad. En su experiencia casi siempre lo había, por más que se le repudiara e ignorara, entre cualquier pareja heterosexual razonablemente atractiva que trabajara en estrecha proximidad. No la habría elegido si la hubiese juzgado inquietantemente atractiva, pero la atracción existía y él no era inmune a ella. Sin embargo, a pesar de este leve aguijón de sexualidad, o tal vez a causa de él, encontraba sorprendentemente calmante trabajar a su lado. Ella sabía instintivamente lo que él quería, sabía cuándo tenía que guardar silencio, y su deferencia nunca resultaba excesiva. Sospechaba que, con una parte de su mente, ella veía sus puntos débiles con mayor claridad, le comprendía mejor y era mejor juez al respecto que cualquiera de sus subordinados varones. Nada tenía de la crueldad de Massingham, pero no era ni mucho menos sentimental. No obstante, según su experiencia, las mujeres oficiales de policía rara vez lo eran.

Dio un vistazo final al bungalow. Si hubieran caminado junto a la orilla en aquella primera visita al Black Swan, como él había tenido la tentación de hacer, habría contemplado sus patéticas pretensiones con ojo indiferente y despreciativo, pero ahora, con aquellas frágiles paredes que parecían centellear entre la leve neblina del río, contenía para él una promesa infinita y turbadora. Se alzaba a unos treinta metros del borde del agua, con un amplio porche, una chimenea central y a la izquierda, aguas abajo, un pequeño atracadero. Creyó ver una zona de tierra revuelta, con matas de color malva y blanco, tal vez un parterre de margaritas de San Miguel. Se había intentado, en cierto modo, arreglar un jardín. Desde lejos, el bungalow parecía bien conservado, con su blanca pintura resplandeciente, pero aun así tenía un aspecto veraniego, provisional, un tanto abandonado. Pensó que a Higgins no debía de gustarle mucho tenerlo a la vista desde sus campos de césped.

Mientras miraban, una mujer regordeta salió por la puerta lateral y se dirigió hacia el embarcadero, con un perrazo trotando junto a ella. Se metió en un chinchorro, se inclinó para soltar la amarra y empezó a remar enérgicamente a través del río y hacia el Black Swan, agazapada sobre los remos y con el perro sentado, muy tieso, a proa. Al acercarse más el chinchorro, pudo ver que era un cruce de poodle y alguna especie de terrier, con un cuerpo lanudo y una cara ansiosa y amable, casi tapada del todo por los pelos. Observaron cómo se inclinaba y alzaba la mujer sobre los remos, progresando lentamente contra una corriente que la estaba impulsado aguas abajo hacia ellos. Cuando finalmente la barca llegó a la orilla, Dalgliesh y Kate caminaron hacia ella. Inclinándose, él agarró la proa y la inmovilizó. Vio entonces que el lugar elegido por la mujer para atracar no era fortuito. Había un poste de acero profundamente clavado entre la hierba, junto al agua. Dalgliesh pasó la amarra sobre él y extendió una mano. Ella la agarró y casi saltó a tierra, con un solo pie; él pudo ver entonces que su pie izquierdo calzaba una bota ortopédica. El perro saltó tras ella, husmeó los pantalones de Dalgliesh, y después, desalentado, se echó sobre la hierba, como si todo el esfuerzo físico de la travesía hubiera corrido a su cargo. Dalgliesh dijo:

– Creo que usted debe de ser la señorita Millicent Gentle. En este caso, veníamos a visitarla. Esta mañana hemos telefoneado desde Scotland Yard. Le presento a la inspectora Kate Miskin; mi nombre es Adam Dalgliesh.

Contempló aquella cara redonda y arrugada como una manzana que llevara demasiado tiempo almacenada. Las rojizas mejillas eran dos bolas duras bajo unos ojillos que, cuando ella le sonrió, se convirtieron en estrechas hendiduras; después se abrieron para revelar unos iris de un castaño brillante, como dos canicas bien pulimentadas. Llevaba unos informes pantalones marrones de tergal y un chaleco acolchado de un rojo desvaído sobre una zamarra ajada por el tiempo. Bien encasquetado, llevaba un gorro de lana, tejido a mano, con franjas verdes y rojas y unas orejeras que terminaban en una trenza de lana adornada con una borla roja. Tenía un aspecto arrugado y ligeramente maltrecho, como un viejo gnomo de jardín castigado por demasiados inviernos. Pero cuando habló, su voz, profunda y resonante, se reveló como una de las más hermosas voces femeninas que él había oído.

– Le esperaba, desde luego, comandante, pero creí disponer todavía de otra media hora. Ha sido agradable encontrarles de este modo inesperado. Les llevaré en mi barca, pero, con la presencia de Makepeace, tendrá que ser uno cada vez y la cosa será un poco larga. Creo que por la carretera hay ocho kilómetros, pero tal vez tengan el coche aquí.

– Tenemos un coche.

– Claro, bien han de tenerlo siendo oficiales de la policía. Vaya necedad la mía. Acabo de cruzar el río con mis cartas. El señor Higgins me deja ponerlas en la mesa del vestíbulo, para enviarlas junto con las suyas. Mi buzón se encuentra a tres kilómetros de camino. Es muy amable por su parte, si se tiene en cuenta que en realidad no le gusta mi casa. Mucho me temo que la juzga más bien como una mala visión. No pueden equivocarse en la carretera. Tome la primera a la izquierda, que indica Frolight, pase por el puente combado y después de nuevo a la izquierda al llegar a la granja del señor Roland, donde verán un letrero con una vaca frisona pintada. Entonces verán también un camino que conduce al río y a mi casa. Como pueden ver, no es posible perderse. Ah, y espero que quieran tomar un poco de café.

– Gracias, lo tomaremos con mucho gusto.

– Creo que sí. En parte a causa de él he cruzado ahora el río. El señor Higgins tiene la amabilidad de venderme medio litro más de leche. Vienen por lo de sir Paul Berowne, ¿verdad?

– Sí, señorita Gentle. A causa de sir Paul.

Esperaron unos momentos mientras ella cojeaba con rapidez hacia el Black Swan, con el perro pisándole los talones, y después dieron media vuelta y se encaminaron lentamente hacia el aparcamiento. Siguieron sin dificultad las instrucciones que les había dado, pero Dalgliesh condujo lentamente, sabiendo que todavía no era la hora concertada para la cita y deseando dar tiempo a la señora Gentle para regresar y espérales en su casa. Al parecer, Gentle era su verdadero nombre y no un seudónimo, pero parecía casi demasiado apropiado para una novelista romántica. Mientras conducía con exasperante lentitud, advirtió la incontrolada impaciencia de Kate a su lado, pero diez minutos después abandonaron la carretera lateral y enfilaron el camino de tierra que llevaba hasta el bungalow.

Atravesaba un campo sin setos divisores y en pleno invierno, pensó Dalgliesh, debía de ser un cenagal prácticamente intransitable. El bungalow presentaba un aspecto más sólido que visto desde lejos. Un parterre, ahora en plena decrepitud otoñal, bordeaba el camino de tierra hasta la escalera lateral, debajo de la cual pudo ver unos bidones, posiblemente de parafina, amontonados bajo una lona. Detrás del bungalow había un pequeño huerto, con coles achaparradas, tallos agostados de coles de Bruselas, bulbosas cebollas deshojadas, y las últimas judías, cuyas vainas moribundas colgaban de los tallos como harapos. El olor del río era aquí más intenso y Dalgliesh pudo imaginarse la escena en invierno, con la fría niebla elevándose desde el agua, los campos empapados y aquel solitario camino de tierra para llegar a una desolada carretera rural.

Pero cuando la señorita Gentle les abrió la puerta y con una sonrisa se hizo a un lado, entraron en un ambiente alegre y luminoso. Desde las amplias ventanas de la sala de estar, cualquiera podía imaginarse en un barco, sin nada más a la vista que la blanca barandilla del porche y el resplandor del río. A pesar de una incongruente estufa de hierro forjado, la habitación era mucho más propia de un chalet que de una barraca junto al río. Una pared, cubierta por un también incongruente papel pintado con capullos de rosa y petirrojos, estaba repleta de cuadros: viejas acuarelas de escenas rurales, dos grabados gemelos de las catedrales de Winchester y de Wells, cuatro grabados de moda victoriana montados en un solo marco, una imagen bordada en oro y seda del ángel recibiendo a los apóstoles ante la tumba vacía, y un par de buenos retratos en miniatura con marcos ovalados. La pared opuesta estaba recubierta por libros y Dalgliesh observó que algunos de ellos eran obras de la señorita Gentle, todavía intactas en sus cubiertas. A cada lado de la estufa había una butaca y, entre ellas, una mesa de tres patas sobre la cual ella había colocado ya una jarra de leche y tres tazas y platos con motivo floral. La señorita Gentle, ayudada por Kate, acercó una pequeña mecedora para acomodar a su segundo invitado. Makepeace, tras haber contribuido junto a su dueña a darles la bienvenida, se echó ante la vacía estufa y lanzó un maloliente suspiro.

La señorita Gentle sirvió el café casi inmediatamente. Había tenido la cafetera sobre el fuego y le había bastado con verter el agua sobre los granos. Al tomar el primer sorbo, Dalgliesh sintió una momentánea compunción. Había olvidado cuán inconveniente les resultaba a los solitarios enfrentarse a unos visitantes inesperados. Aquella travesía en barca hasta el Black Swan, sospechaba, se había debido más a la leche que al envío del correo. Dijo con voz suave:

– Usted ya sabe, desde luego, que sir Paul ha muerto.

– Sí, lo sé. Fue asesinado y por eso se encuentran ustedes aquí. ¿Cómo han dado conmigo?

Dalgliesh le explicó el hallazgo de su libro y dijo:

– Todo lo que le ocurriera durante las últimas semanas de su vida es importante para nosotros. Por eso nos gustaría que nos dijera, exactamente, qué ocurrió la noche del siete de agosto. Usted le vio.

– Sí, ya lo creo que le vi.

Dejó su taza sobre la mesa y tuvo un leve escalofrío, como si de repente sintiera frío. Después se dispuso a contar su historia como si fuesen unos chiquillos ante la chimenea del cuarto de jugar.

– En realidad, yo me entiendo muy bien con el señor Higgins. Claro que a él le gustaría comprar esta casa y derribarla, pero yo le he dicho que la primera negativa la recibirá de mis albaceas cuando yo haya muerto. Bromeamos al respecto. Y el Black Swan es, realmente, un lugar muy respetable. Un lugar tranquilo, con una clientela muy selecta. Pero aquella noche algunos clientes no lo eran. Yo estaba intentando trabajar y la cosa llegó a ser muy irritante. Había unos jóvenes que gritaban y chillaban. Por tanto, me acerqué a la orilla y vi que había cuatro de ellos en una batea. La estaban meciendo de forma muy peligrosa, y dos de ellos estaban de pie y trataban de cambiar de lugar. Pensé en cruzar el río y hablar con el señor Higgins. Tal vez Henry pudiese imponer un poco de orden. Aparte del ruido, se estaban comportando como locos. Y, por consiguiente, Makepeace y yo cruzamos el río. Atraqué en mi lugar de costumbre. Hubiera sido una gran imprudencia remar hacia ellos y dirigirles una reprimenda, pues yo ya no estoy tan fuerte como en otros tiempos. Al virar con la barca para acercarme a la orilla, vi a los otros dos hombres.

– ¿Supo usted quiénes eran?

– Entonces no. Había oscurecido ya, desde luego. Sólo había la luz refleja procedente del aparcamiento de los coches, por encima del seto. Después reconocí a uno de ellos, sir Paul Berowne.

– ¿Qué estaban haciendo?

– Peleándose.

La señorita Gentle pronunció esta palabra sin la menor desaprobación, casi, pensó Dalgliesh, con una nota de sorpresa ante la necesidad de su pregunta. De su tono podía deducirse que pelearse a la orilla del río y casi a oscuras era una actividad que cabía esperar de dos caballeros que no tuvieran nada mejor que hacer. Añadió:

– A mí no me vieron, claro. Sólo mi cabeza sobresalía por encima de la orilla. Creo que Makepeace se disponía a ladrar, pero le dije que no lo hiciera y en realidad se mostró muy dueño de sí, aunque pude ver que tenía ganas de saltar y sumarse a la pelea. Me pregunté si yo debía intervenir, pero decidí que sería un gesto poco digno y en realidad bastante inefectivo. Y era, evidentemente, una pelea privada. Quiero decir que no tenía el aspecto de un ataque no provocado de los que imponen el deber de procurar atajarlo. El otro hombre parecía mucho más bajo que sir Paul, lo cual no dejaba de ser una desventaja. Pero era más joven, y esto restablecía el equilibrio. Se las estaban arreglando muy bien sin mí y sin Makepeace.

Dalgliesh no pudo resistir la tentación de echar una mirada a Makepeace, sumido en una calma soñolienta. Parecía poco probable que hubiese sido capaz de reunir las energías necesarias para emitir un ladrido, y mucho menos para pegar una dentellada. Preguntó:

– ¿Quién ganó?

– ¡Sir Paul! Acertó al otro con lo que llaman, según creo, un gancho en la mandíbula. Pareció un golpe muy satisfactorio. El más joven cayó al suelo y entonces sir Paul lo agarró por el cuello de la chaqueta y por los pantalones, como si fuera un cachorrillo, y lo arrojó al río. Hubo un buen chapotazo. «Dios mío -le dije a Makepeace-, ¡qué velada tan extraordinaria la que estamos pasando!»

Dalgliesh pensó que la escena empezaba a asemejarse a un capítulo de una obra del género cultivado por la propia señorita Gentle. Dijo:

– ¿Y qué ocurrió después?

– Sir Paul vadeó en el río y pescó al otro. Supongo que en realidad no quería que se ahogara. Tal vez no supiera si sabía o no nadar. Entonces lo arrojó sobre la hierba, dijo algo que yo no pude oír y echó a andar aguas arriba, en dirección a mí. Al pasar ante mí, asomé la cabeza y dije: «Buenas noches. No creo que me recuerde, pero nos conocimos el pasado mes de junio, en la fiesta de los conservadores en Hertfordshire. Yo estaba visitando a una sobrina mía. Soy Millicent Gentle».

– ¿Y qué hizo él?

– Se acercó, se agachó junto al chinchorro y me estrechó la mano. No estaba nada sofocado, ni desconcertado en absoluto. Empapado sí, desde luego, y le sangraba la mejilla. Parecía un arañazo. Pero se mostraba tan dueño de sí como el día en que nos conocimos en la fiesta de los conservadores. Le dije: «He visto la pelea. No lo habrá matado, ¿verdad?» Y él contestó: «No, no lo he matado. Sólo he querido hacerlo». Entonces se excusó por lo sucedido, y yo le dije que en realidad no era necesario. Estaba empezando a tiritar -de hecho no hacía calor como para andar con la ropa mojada- y le sugerí que viniera a mi casa para secarse. Me dijo: «Es muy amable por su parte, pero creo que primero debo cambiar el coche de sitio». Sabía a qué se refería, desde luego. Sería mejor que saliera del Black Swan antes de que alguien le viera o supiera que estaba allí. Los políticos han de tener cuidado. Le sugerí que lo aparcara en cualquier lugar junto a la carretera, y le dije que yo le esperaría un poco más arriba, hasta que regresara. Hubiera podido venir a mi casa en coche, claro, pero eran ocho kilómetros o más, y en realidad estaba pasando mucho frío. Desapareció y yo esperé. No tardó mucho. Regresó antes de cinco minutos.

– ¿Y qué fue del otro hombre?

– No esperé para verlo. Sabía que se repondría. Además, no estaba solo. Había una chica con él.

– ¿Una chica? ¿Está segura?

– Ya lo creo, totalmente segura. Salió de entre las matas y vio cómo sir Paul arrojaba al otro al río. No pude dejar de verla. Estaba totalmente desnuda.

– ¿Podría reconocerla?

Sin que se lo pidiera, Kate abrió su bolso y le tendió la fotografía.

La señorita Gentle dijo:

– Pero ¿no es ésta la chica que se ahogó? Es posible que fuera la misma, pero no le vi claramente la cara. Había muy poca luz, como ya he dicho, y debían de estar a unos treinta metros de distancia.

– ¿Y ella qué hizo?

– Se rió. Fue algo extraordinario. Una carcajada tras otra. Cuando sir Paul se metió en el agua para sacar al otro, ella se sentó en la orilla, desnuda como estaba, y partiéndose de risa. No está bien reírse del infortunio de los demás, pero en realidad él tenía un aspecto muy cómico. La escena fue de lo más extraño. Dos hombres saliendo empapados del río, y una chica desnuda sentada junto a la orilla y riéndose. Y tenía una risa contagiosa, sonora y alegre. Resonando sobre el agua, no parecía maliciosa. Pero supongo que debía de serlo.

– ¿Y qué hacía entretanto el grupo de la barcaza?

– Remaban aguas abajo en dirección al Black Swan. Tal vez empezaran a sentirse un poco asustados. El río está muy negro por la noche, y resulta muy extraño, casi siniestro. Yo ya me he acostumbrado y me siento en él a mis anchas, pero creo que ellos deseaban volver en busca de las luces y el calor.

– Por tanto, lo último que vio usted del hombre y la chica es que estaban juntos en la orilla, y entonces usted empezó a remar lentamente contra corriente sin que la viera, ¿no es así?

– Sí. El río se curva allí ligeramente y las matas son más altas junto al agua. A ellos en seguida los perdí de vista. Me senté tranquilamente y esperé a que regresara sir Paul.

– ¿Desde qué dirección?

– Desde más arriba, la misma dirección en que había remado yo. Tuvo que venir atravesando el aparcamiento para coches, ¿comprende?

– ¿Sin oír ni ver al chico y a la chica?

– Bueno, sin poder verlos, pero yo todavía la oí a ella, riéndose, mientras cruzábamos el río. Tuve que remar con mucho cuidado, pues con Makepeace y un pasajero íbamos muy bajos sobre el agua.

La imagen de los dos en aquel cascarón, con Makepeace rígido en la proa, era ridícula pero al mismo tiempo conmovedora, y a Dalgliesh le entraron ganas de echarse a reír. No esperaba sentir un impulso semejante en medio de una investigación por asesinato, y mucho menos en ésta, y lo agradeció. Preguntó:

– ¿Cuánto tiempo estuvo riéndose la chica?

– Casi hasta que llegamos a la orilla opuesta. Entonces, de repente, la risa cesó.

– ¿Oyó usted algo en aquel momento? ¿Un grito, una zambullida en el agua?

– Nada. Pero es que si ella se zambulló limpiamente allí, apenas pudo oírse nada. Y no creo que yo hubiera podido oír la zambullida con el ruido de mis remos.

– ¿Y qué ocurrió entonces, señorita Gentle?

– Primero, sir Paul preguntó si podía utilizar el teléfono para una llamada local. No dijo adónde y yo, naturalmente, no se lo pregunté. Le dejé allí y entré en la cocina, para que él pudiera sentirse a sus anchas. Después, le sugerí que tomara un baño caliente. Encendí el calentador eléctrico del cuarto de baño y también todas mis estufas de parafina. No parecía el momento propicio para economizar. Y le di un desinfectante para la cara. No creo haber mencionado que aquel joven le había hecho un feo arañazo en la mejilla. No era una manera muy viril de pelear, pensé. Después, mientras él estaba en el cuarto de baño, le sequé la ropa en la secadora. Yo no tengo lavadora, y en realidad no la necesito, viviendo, como vivo, sola. Incluso me las arreglo muy bien con las sábanas, gracias al escurridor. Sin embargo, no sabría cómo arreglármelas sin la secadora. Además, le di la vieja bata de mi padre para que se la pusiera mientras se le secaba la ropa. Es de pura lana y calienta mucho. Ahora ya no se fabrican batas así. Cuando salió del cuarto de baño, pensé que estaba muy guapo con ella. Nos sentamos ante el fuego y yo preparé un poco de cacao caliente. Por tratarse de un caballero, pensé que tal vez le gustara algo más fuerte y le ofrecí mi vino de bayas de saúco, pero me dijo que prefería el cacao. Bien, en realidad no dijo que prefiriese el cacao. Le hubiese gustado probar el vino, pues estaba seguro de que había de ser excelente, pero pensaba que una bebida caliente le sentaría mejor. Estuve de acuerdo con él. En realidad, no hay nada tan reconfortante como un buen cacao bien fuerte cuando el frío aprieta. Lo preparé con leche. Había encargado medio litro más porque aquella noche había pensado hacer coliflor con bechamel para cenar. ¿No fue una suerte?

Dalgliesh dijo:

– Lo fue, ciertamente. ¿Ha hablado de esto con alguna otra persona?

– Con nadie. Y no se lo hubiera dicho a usted si no me hubiera telefoneado y si él no estuviera muerto.

– ¿Le pidió él que guardara silencio al respecto?

– Oh, no, él no hubiera hecho tal cosa. No era de esa clase de hombres, y además sabía que yo no lo contaría. Siempre se sabe cuándo se puede confiar en una persona en un caso como éste, ¿no cree? Si se puede confiar, ¿por qué decírselo? Y si no se puede, de nada sirve pedirlo.

– Le ruego que siga sin hablar de ello, señorita Gentle. Podría ser muy importante.

Ella asintió, pero sin decir palabra, y Dalgliesh preguntó, sin saber si ello podía ser importante ni por qué necesitaba saberlo con tanta urgencia:

– ¿De qué hablaron ustedes?

– No de la pelea, al menos no mucho. Yo dije: «Espero que no fuese por una mujer, ¿verdad que no?». Y él me dijo que sí.

– ¿La mujer que se reía, la chica desnuda?

– No lo creo. No estoy segura del porqué, pero no lo creo. Tengo la sensación de que se trataba de algo más complicado. Y no creo que él se hubiera peleado ante ella, al menos sabiendo que ella estaba allí. Pero, por otra parte, no creo que lo supiera. Ella debió de esconderse entre las matas cuando le vio venir.

Dalgliesh creía saber por qué Berowne se encontraba en la orilla del río. Había llegado para sumarse a la cena, para saludar a su esposa y al amante de su esposa, para tomar parte en una charada civilizada, como el marido complaciente, la figura clásica de la farsa. Y entonces oyó el murmullo de la corriente, olió, como lo hizo Dalgliesh, aquel intenso y nostálgico aroma del río, con su promesa de unos momentos de soledad y de paz. Y, tras unos momentos de vacilación, cruzó la entrada del seto para pasar del aparcamiento a la orilla del río. Una cosa tan ínfima, la obediencia a un simple impulso, lo llevó hasta aquella sacristía ensangrentada.

Y debió de ser entonces cuando Swayne, tal vez poniéndose la camisa por la cabeza, salió de entre los matorrales para enfrentarse a él, como la personificación de todo lo que él aborrecía en su vida y en su propia persona. ¿Había interpelado a Swayne respecto a Theresa Nolan, o ya estaba enterado de todo? ¿Sería aquél otro secreto que la joven le había confiado en aquella última carta, el nombre de su amante?

Dalgliesh preguntó nuevamente, con suave insistencia:

– ¿De qué hablaron, señorita Gentle?

– Sobre todo de mi obra, de mis libros. Estaba en realidad muy interesado en saber cómo empecé a escribir y de dónde sacaba yo mis ideas. Claro que no he publicado nada en los últimos seis años. La literatura que yo cultivo no está muy de moda. Me lo explicó el señor Hearne, siempre tan amable y tan dispuesto a ayudar. Hoy, la ficción romántica es más realista, y mucho me temo que yo soy demasiado anticuada. Pero ya no puedo cambiar. La gente se muestra a veces un poco hostil con los novelistas románticos, ya lo sé, pero somos exactamente lo mismo que los demás escritores. Cada uno sólo puede escribir lo que necesita escribir. Y yo me considero muy afortunada. Tengo buena salud, mi pensión de vejez, mi casa, y a Makepeace para hacerme compañía. Y sigo escribiendo. El próximo libro puede ser el de la suerte.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Cuánto tiempo se quedó sir Paul?

– Pues varias horas, casi hasta la medianoche. Pero no creo que lo hiciera por cortesía. Creo que estaba a gusto aquí. Seguimos sentados, charlando, y preparé unos huevos revueltos cuando nos entró apetito. Había bastante leche para ellos, pero no, claro está, para la coliflor con bechamel. En cierto momento, él dijo: «Nadie en todo el mundo sabe dónde estoy en este momento, ni una sola persona. Nadie puede encontrarme». Y lo dijo como si yo le hubiera dado algo precioso. Estaba sentado en esta butaca, la que usted ocupa ahora, y parecía sentirse de lo más cómodo con la bata vieja de mi padre, como si estuviera en su propia casa. Usted es muy parecido a él, comandante. No me refiero a su físico. Él era rubio y usted muy moreno. Pero es usted como él: la manera de sentarse, las manos, la manera de andar, incluso un poco la voz.

Dalgliesh dejó su taza sobre la mesa y se levantó. Kate le miró, sorprendida, y en seguida se levantó también y recogió su bolso. Dalgliesh se oyó a sí mismo dando las gracias a la señorita Gentle por el café, reiterándole la necesidad de guardar silencio, y explicándole que les gustaría tener una declaración por escrito y que, si era necesario, vendría a buscarla un coche para llevarla a New Scotland Yard. Habían llegado ya a la puerta cuando, obedeciendo a un impulso, Kate preguntó:

– Y cuando él se marchó aquella noche, ¿fue la última vez que usted le vio?

– ¡Oh, no! Le vi la misma tarde en que murió. Creía que ustedes lo sabían.

Dalgliesh intervino con tacto:

– Pero, señorita Gentle, ¿cómo íbamos a saberlo?

– Yo pensaba que él le habría dicho a alguien adónde iba. ¿Es importante esto?

– Muy importante, señorita Gentle. Hemos estado tratando de seguir sus movimientos aquella tarde. Díganos qué ocurrió.

– No hay mucho que decir. Llegó, inesperadamente, poco antes de las tres. Recuerdo que yo estaba escuchando la Hora de la Mujer en Radio Cuatro. Llegó caminando y llevaba una bolsa de viaje. Debió de recorrer los seis kilómetros desde la estación, pero pareció sorprendido cuando yo le dije lo lejos que quedaba. Me explicó que le apetecía una caminata junto al río. Le pregunté si había comido algo y me contestó que tenía un poco de queso en su bolsa y que eso le bastaba. Debía de estar hambriento. Por suerte, yo me había guisado un estofado de buey para almorzar y quedaba un poco, por lo que le hice entrar y comérselo, y después tomamos café juntos. No habló mucho. No creo que viniera para hablar. Después dejó aquí la bolsa y fue a dar su paseo. Regresó alrededor de las cuatro y media y yo hice té. Tenía muy sucios los zapatos -los prados junto al río han estado muy encharcados este verano- y, por tanto, le di mi caja de betunes y él se sentó en la escalera y se dedicó a limpiarlos. Después, recogió su bolsa, se despidió y prosiguió su camino. Así de sencillo.

Así de sencillo, pensó Dalgliesh. Las horas en blanco justificadas, aquel pegote de barro en el zapato explicado. No había ido a ver a su amiga, sino a una mujer a la que en toda su vida sólo había visto otra vez, una mujer que no hacía preguntas, que no andaba con exigencias, que le había dado aquellos momentos de paz que él recordaba. Había querido pasar aquellas horas allí donde absolutamente nadie supiera encontrarle. Y debió de ir directamente desde Paddington hasta la iglesia de Saint Matthew. Tendrían que comprobar los horarios de los trenes y cuánto tiempo pudo haberle exigido todo el viaje. Pero, Berowne hubiese podido ir a su casa, recoger su diario y, a pesar de ello, llegar a la iglesia a las seis de la tarde.

Mientras miraba la puerta que se cerraba, Kate dijo:

– Conozco a una anciana que, en su lugar, diría: «Nadie quiere saber nada de mis libros, soy pobre, soy coja y vivo en una casucha húmeda con un perro como única compañía». Y ella dice: «Tengo buena salud, mi pensión, mi casa, la compañía de Makepeace, y sigo escribiendo».

Dalgliesh se preguntó en quién estaría pensando ella. Había en su voz un rencor que a él le resultaba nuevo. Después recordó que había una abuela de edad avanzada en algún rincón de aquel cuadro, y reflexionó. Era la primera vez que ella aludía veladamente a una vida privada. Antes de que pudiera contestar, ella prosiguió:

– Por tanto, esto explica por qué dijo Higgins que la ropa de Swayne estaba chorreando. Después de todo, era una noche de agosto. Si había estado nadando desnudo y se había vestido después de ahogarse la chica, ¿por qué había de estar chorreando? -Y añadió-: ¡ Es un nuevo motivo, señor, un motivo más. La paliza, la humillación, arrojado al río y sacado a rastras de él, como un perro, y además delante de la chica.

Dalgliesh dijo:

– Sí, desde luego, Swayne debía de odiarle.

Y en consecuencia tenía, por fin, no sólo el motivo para un asesinato, sino también para aquel asesinato en particular, con su mezcla de planificación y de impulso, y su brutalidad, el ingenio mostrado en él, aquella astucia que no había sido suficientemente aguda. Lo tenía ante él con toda su mezquindad, su arrogancia, su esencial incapacidad, pero también con toda su terrible violencia. Reconocía la mente que había tras ello. Había tropezado con casos similares, la mente de un asesino que no se contenta meramente con arrebatar una vida, que venga la humillación con la humillación, que no puede soportar la idea torturante de que su enemigo respire el mismo aire, que desea ver a su víctima no sólo muerta, sino también caída en desgracia, la mente de un hombre que se ha sentido despreciado e inferior toda su vida pero que nunca más volverá a sentirse en inferioridad. Y si su instinto acertaba y Dominic Swayne era su hombre, para echarle mano tendría que quebrantar a una mujer vulnerable, solitaria y obstinada. Se estremeció y se subió el cuello de la chaqueta. El sol se extinguía ya en los prados y el viento era más fresco, y desde el río llegaba un olor húmedo y siniestro, como el primer aliento del invierno. Oyó la voz de Kate:

– ¿Cree que podremos destruir su coartada, señor, por algún método ortodoxo?

Dalgliesh cobró nuevos ánimos y se encaminó hacia el coche.

– Debemos intentarlo, inspectora, debemos intentarlo.