175425.fb2 Sangre Derramada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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VIERNES

21 de Junio

Estoy en el sofá de la cocina. Me resulta imposible dormir. Ahora que estamos en mitad del verano las noches son claras y no hay manera de relajarse. Pronto el reloj de pared que tengo encima dará la una. El tictac del péndulo va creciendo en el silencio. Hace añicos cada frase, cada intento de elaborar un pensamiento razonable. Sobre la mesa está la carta de aquella mujer.

«No te muevas -me digo-. No te muevas y duérmete.»

Traya me viene a la cabeza, una pointer que teníamos en mi infancia. Nunca estaba quieta, siempre andaba dando vueltas por la cocina como un alma en pena con las pezuñas cliqueando contra el parquet barnizado. Los primeros meses la tuvimos en una jaula dentro de casa para obligarla a relajarse. Los «calla», «quieta» o «túmbate» de la familia se oían constantemente en la casa.

Ahora es lo mismo. Tengo un perro metido en el pecho que quiere salir de un salto con cada tictac que marca el reloj. Cada vez que respiro. Pero no es Traya la que se mueve en mi pecho. Traya sólo quería ir de un lado a otro. Acabar con su inquietud a base de correr. La perra a la que me refiero gira la cabeza cada vez que intento mirarla. Está llena de malas intenciones.

«Voy a tratar de dormir un poco. Alguien debería encerrarme. Debería tener una jaula en la cocina.»

Estoy de pie mirando por la ventana. Es la una y cuarto. La claridad de fuera hace pensar que es de día. Las sombras de los viejos pinos alineados al margen del jardín se alargan hacia la casa. Pienso que son como brazos, manos que luchan por salir de sus tumbas y se estiran para agarrarme. La carta sigue ahí, sobre la mesa de la cocina.

Estoy en el sótano. Son las dos y cinco. La perra que no es Traya se ha puesto en marcha. Está corriendo por los bordes de mi conciencia. La llamo. No quiero seguirla, no quiero meterme en ese terreno que no he pisado nunca antes. Tengo la mente en blanco. La mano va cogiendo cosas de la pared. Diferentes objetos. ¿Para qué los quiero? La maza. La palanqueta. La cadena. El martillo.

Mis manos lo meten todo en el maletero. Es como un puzzle. No logro ver qué representa. Me siento en el coche a esperar. Pienso en la mujer y la carta. Es culpa suya. Ella es quien me ha sacado de mis cabales.

Conduzco el coche. Hay un reloj en el salpicadero. Son rayas sin ningún sentido. El camino me aleja del tiempo. Las manos sujetan el volante con tanta fuerza que me duelen los dedos. Si me mato ahora, tendrán que serrar el volante del coche y enterrarme con él. Pero no me voy a matar.

Paro el coche a cien metros del embarcadero donde ella tiene su barca. Bajo hasta el río. Reluce brillante y en calma, a la espera. El agua chapotea levemente contra la barca. El sol se mece en las ondulaciones provocadas por una trucha que ha subido hasta la superficie para comerse una crisálida. Los mosquitos se acumulan a mi alrededor. Revolotean pegados a mis orejas. Aterrizan alrededor de mis ojos y en mi nuca, y me chupan la sangre. No me molestan. Un ruido me hace reaccionar y darme la vuelta. Es ella. Está a tan sólo diez metros de mí.

Su boca se abre y moldea según las palabras que dice. Pero yo no oigo nada. Tengo los oídos taponados. Se le estrechan los ojos. Siento irritación por dentro. Doy dos pasos de prueba hacia delante. Todavía no sé qué es lo que quiero. Me encuentro en un lugar donde no hay cordura ni entendimiento.

Se acaba de dar cuenta de que tengo la palanqueta en la mano. Su boca se queda quieta. Sus ojos se agrandan de nuevo. Hay un instante de sorpresa. Después, miedo.

Veo que llevo la palanqueta. Mi mano rodea pálida el hierro. Y de pronto la perra aparece otra vez. Enorme. Sus patas son como cascos. Tiene todo el lomo erizado, desde el cuello hasta la cola. Está enseñando los dientes. Me va a tragar de pies a cabeza. Y después va a engullir a la mujer.

He llegado hasta ella. Observa como embrujada la palanqueta y por eso el primer golpe le da justo encima de la sien. Me agacho a su lado y pego mi mejilla contra su boca. Siento un aliento cálido en la piel. Aún no he terminado con ella. El perro huye como un loco arremetiendo contra todo lo que se le cruza en su camino. Las pezuñas hacen grandes heridas en el suelo. Me enciendo. Corro por los confines de la demencia.

Y ahora alargo los pasos.

La conserje de la parroquia, Pia Svonni, está fumando en el jardín de su casa pareada. Normalmente sujeta el cigarrillo como lo hacen las señoritas, entre el índice y el corazón, pero ahora lo tiene pinzado con el índice, el corazón y el pulgar. Hay una diferencia considerable. Es porque se acerca el solsticio de verano. Una se vuelve como más salvaje. Sin ganas de dormir. Tampoco hace falta. La noche te susurra, te embauca, te camela, y al final terminas saliendo.

Las ninfas de los bosques se atan los cordones de sus zapatos nuevos hechos con corteza de abedul de la más esponjosa. Es una auténtica competición de princesas. Se olvidan de todo, bailan y salen a los prados aunque pueda pasar algún coche. Desgastan el calzado mientras los pequeños duendes, escondidos entre los árboles, observan con los ojos muy abiertos.

Pia Svonni aplasta el cigarrillo contra la base de la maceta que tiene puesta del revés a modo de cenicero y deja caer la colilla a través del agujero. Le apetece bajar en bicicleta hasta la iglesia de Jukkasjärvi. Mañana se va a celebrar una boda. Ya ha limpiado y lo ha ordenado todo, pero quiere preparar un gran ramo de flores para colocarlo en el altar. Dará una vuelta por el prado que queda detrás del cementerio. Allí crecen calderones y francesillas, y otras flores de verano de color púrpura entre un mar de perifollos blancos. Las nomeolvides susurran en los bordes de las zanjas. Pia Svonni se mete el teléfono móvil en el bolsillo y se ata las zapatillas de deporte.

El sol de medianoche ilumina el jardín. La suave luz atraviesa la valla de madera y las largas sombras de los listones hacen que el césped parezca una alfombra tejida en casa con tiras de trapos de color amarillo verdoso y verde oscuro. Una bandada de tordos arma jaleo en uno de los abedules.

El camino hasta Jukkasjärvi es todo bajada. Pia pedalea y cambia de marchas. La velocidad a la que va es peligrosa. Y no lleva casco. El pelo le ondea al viento. Es como cuando tenía cuatro años y estaba de pie en el columpio del jardín hecho con un neumático y sentía que casi daba la vuelta entera.

Pasa por Kauppinen, donde unos pocos caballos se la quedan mirando desde su cercado. Cuando cruza el puente sobre el río Torneälven ve a dos chicos pescando con mosca un poco más abajo.

El camino va paralelo al río. El pueblo está dormido. Pasa por delante de la zona turística y de la fonda, del antiguo supermercado Konsum y la fea Casa del Pueblo. Luego las plateadas paredes de madera del museo local y los velos de bruma del prado dentro del cercado.

En las afueras del pueblo, donde termina el camino, se alza la iglesia de madera pintada de color rojo. Se nota el olor a brea nueva del tejado.

El campanario está pegado a la valla. Para entrar en la iglesia hay que pasar por el campanario e ir por un camino de piedra que lleva hasta las escaleras.

Una de las puertas azules del campanario está abierta de par en par. Pia se baja de la bici y la deja apoyada contra la valla.

«Debería estar cerrada», piensa, y se acerca sin prisa a la puerta.

Se oye un ruido desde los pequeños abedules que quedan a la derecha del camino que lleva a la casa rectoral. El corazón le da un vuelco y se queda escuchando con atención. No era más que un crujido. Probablemente una ardilla o un campañol.

Incluso la puerta trasera del campanario está abierta. Puede ver a través de la torre. La puerta de la iglesia también está abierta.

El corazón le late ahora con fuerza. Sune se puede olvidar de cerrar la puerta del campanario si sale de fiesta tres días antes del solsticio de verano, pero no la puerta de la iglesia. Le viene a la memoria la noticia de aquellos jóvenes que destrozaron los cristales de una iglesia en la ciudad y lanzaron dentro trapos en llamas. De aquello hace un par de años. ¿Qué ha pasado ahora? Le vienen imágenes a la cabeza. El retablo pintado con espráis y meado. Navajazos en los bancos recién pintados. Lo más seguro es que se hayan colado por una ventana y después hayan abierto la puerta desde dentro.

Avanza hacia el portón de la iglesia. Camina despacio. Agudiza el oído y escucha con atención hacia todos lados. ¿Cómo se ha llegado a esto? Chavales que deberían estar ocupados pensando en chicas y en trucar ciclomotores. ¿Cómo terminan quemando iglesias o matando a homosexuales?

Después de cruzar el porche se queda quieta. Está debajo del coro, donde el techo es tan bajo que las personas un poco altas tienen que agachar la cabeza. Hay un silencio incómodo dentro de la iglesia, pero todo parece estar en orden. Cristo, Laestadius y María relucen impecables en el retablo. Y aun así hay algo que la hace dudar. Allí dentro hay algo que no cuadra.

Bajo el suelo de la parroquia descansan ochenta y seis cadáveres. Nunca piensa en ellos. Descansan en paz dentro de sus tumbas. Pero ahora puede sentir su turbación aflorando del suelo y clavándosele como agujas en las plantas de los pies.

«¿Qué os pasa?», piensa.

El pasillo central está cubierto con una alfombra roja. Justo donde termina el coro y el techo se abre hacia arriba hay algo en la alfombra. Se agacha.

«Una piedra -piensa primero-. Un pequeño trozo de piedra blanca.»

La coge con el pulgar y el índice, y se dirige hacia la sacristía.

Pero la puerta de la sacristía está cerrada con llave y se da la vuelta para volver a bajar por el pasillo del altar.

Cuando está frente al altar puede ver la parte inferior del órgano. Está casi tapado por completo por una especie de viga, una separación hecha con un tabique de madera que atraviesa la sala central de lado a lado y que baja desde el techo un tercio de la altura total. Pero desde donde está puede ver la parte inferior del órgano. Y ve dos pies colgando delante del coro.

Lo primero que piensa por un instante es que alguien ha entrado en la parroquia y se ha ahorcado, y justo en ese instante siente rabia. Le parece totalmente desconsiderado. Después deja la mente en blanco, sin pensar en nada. Baja corriendo por el pasillo central desde el altar, pasa por debajo del tabique que sale del techo y entonces ve el cuerpo colgando delante de los tubos del órgano y los rayos de sol lapón.

«El cuerpo está colgado de una cuerda. No, no es una cuerda, es una cadena. Una larga cadena de hierro.»

Luego ve las marcas oscuras de la alfombra justo donde había encontrado la lasca de piedra.

Sangre. ¿Puede ser que sea sangre? Se agacha.

Y entonces se da cuenta. La piedrecita que sujeta entre el pulgar y el índice no es ninguna piedra. Es un trocito de diente.

Se pone en pie de un salto. Los dedos sueltan la lasca blanca, casi la tiran para alejarla.

Su mano saca el teléfono del bolsillo y marca el uno, uno, dos.

Al otro lado de la línea responde un chico que parece demasiado joven. Mientras va contestando a sus preguntas, Pia intenta abrir la puerta del coro. Está cerrada con llave.

– Está cerrada -le dice al chico-. No puedo subir.

Vuelve a la sacristía a toda prisa. No hay llave para la puerta del coro. ¿Forzarla? ¿Con qué?

El chico del otro lado de la línea intenta captar su atención. Le dice que espere fuera. Le asegura que la ayuda está en camino.

– ¡Es Mildred! -grita-. Es Mildred Nilsson la que está colgando. Es la pastora del pueblo. ¡Por Dios, qué aspecto tiene!

– ¿Ya estás fuera? -le pregunta el chico-. ¿Puedes ver a alguien?

El chico del teléfono consigue sacarla a las escaleras de la iglesia. Ella le dice que no hay nadie por allí.

– No cuelgues -le dice él-. Sigue conmigo. La ayuda está en camino. No vuelvas a entrar en la iglesia.

– ¿Puedo encender un pitillo?

Le da permiso. No hay problema en que deje el teléfono.

Pia se sienta en los escalones con el móvil al lado. Inspira el humo y se percata de lo relajada y entera que se siente. Pero el cigarrillo quema muy mal. Al final se da cuenta de que lo ha encendido por el filtro. Siete minutos más tarde oye sirenas a lo lejos.

«Se la han cargado», piensa.

Y ahora le empiezan a temblar las manos. Tira el cigarrillo lejos.

«Los muy cabrones. Se la han cargado.»