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A las seis y media de la mañana Mimmi hizo una pausa para desayunar después de trabajar en el bar desde las cinco. Se mezclaban los olores del pan recién hecho y el café con el aroma de la lasaña acabada de hacer y el picadillo de carne con patatas. En la encimera de acero inoxidable había enfriándose cincuenta bandejas de aluminio con comida. Trabajó con la puerta giratoria abierta para que no hiciera tanto calor y porque a ellos les gustaba, a los tíos. Verla moverse por la cocina mientras trabajaba, de un lado a otro o llenando la cafetera, era como si tuvieran compañía. Y podían comer tranquilos, sin ojos escrutadores que controlaran si masticaban con la boca abierta o si se manchaban la camisa con el café.
Antes de sentarse a desayunar dio una vuelta a toda prisa por el comedor con la cafetera en la mano rellenando las tazas de los comensales y mimándolos un poco. Insistía y les alargaba la cesta con pan, y en ese momento les pertenecía a todos, era su esposa, su hija, su madre. Su pelo con mechas aún estaba algo húmedo por la ducha de la mañana y lo llevaba trenzado y cubierto con un pañuelo atado a la cabeza. Ya tenía bastante con las miradas que le echaban. No se le ocurriría nunca pasearse por el bar con el pelo suelto y dejando que las gotas le empaparan el jersey ajustado de H &M como si se tratara de Miss Camiseta Mojada. Dejó la cafetera en el soporte y proclamó:
– Quien quiera más, que coja. Yo me tengo que sentar quince minutos.
– Mimmi, ven y échame un poco -canturreó puñetero uno de los hombres.
Algunos se irían pronto al trabajo. Eran los que se tomaban el café a sorbos muy seguidos para terminárselo deprisa aunque estuviera demasiado caliente, y se zampaban los bocadillos en dos bocados. Los demás alargaban la visita hasta una hora antes de volver a la soledad de sus casas. Intentaban iniciar una conversación y hojeaban sin interés la prensa del día anterior. La del día tardaría un buen rato en llegar. En el pueblo nadie decía que estaba en el paro, de baja o prejubilado. Decían que estaban en casa.
La huésped que se quedaba a dormir, Rebecka Martinsson, estaba sola en una de las mesas que daban al río mirando por la ventana. Se comía el bol con leche ácida y cereales sin prisa ninguna mientras, a la vez, bebía café.
Mimmi vivía en un piso de un solo ambiente en la ciudad. Lo había mantenido a pesar de que prácticamente vivía con Micke en una casa cerca del bar. Cuando decidió quedarse en el pueblo por una temporada, su madre le propuso sin demasiado interés que se instalara en su casa si le apetecía. Era evidente que lo había dicho por compromiso, aunque a Mimmi no se le ocurriría nunca aceptar la invitación. Ella y Micke ya llevaban tres años con el bar pero hacía apenas un mes que su madre le dio una llave de reserva de la casa.
– Nunca se sabe -le dijo paseando la mirada por todas partes-. Si pasa algo o vete a saber… Como los perros están dentro…
– Claro -respondió Mimmi cogiendo la llave-. Los perros.
«Siempre los putos perros», pensó.
Lisa se dio cuenta de que Mimmi se había mosqueado y estaba de malhumor, pero no era su estilo demostrarlo ni hablarlo. No, todo lo contrario, era el momento de marcharse. Si no era una reunión del grupo Magdalena, eran los animales de la casa; quizá había que limpiar las jaulas de los conejos o, si no, igual había que llevar a alguno de los perros al veterinario.
Mimmi se sentó en la encimera de madera barnizada con aceite que había al lado de la nevera. Si recogía las piernas, cabía bien entre las especias frescas que crecían en latas de conserva enjuagadas. Era un buen sitio. Se podía ver Jukkasjärvi al otro lado del río. A veces algún barco. La ventana no existía cuando el local era un taller y Micke se la puso como regalo. «Aquí me gustaría tener una ventana», había dicho ella, y él cumplió su deseo.
No es que estuviera enfadada con los perros, ni tampoco que les tuviera envidia, normalmente se refería a ellos como sus hermanos pero, por poner un ejemplo, cuando vivía en Estocolmo, nunca llegó el día en que Lisa fuera a verla. Ni siquiera la llamó. «Claro que te quiere -solía decir Micke-, es tu madre.» No se enteraba de nada.
«Será que tenemos algo genético -pensaba Mimmi-. Yo tampoco puedo querer a nadie.»
Si alguna vez conocía a algún imbécil de los de verdad, no se enamoraba, por supuesto. Esa palabra era demasiado endeble, como la variante de la marca Konsum de ese sentimiento. Pero sí podía volverse psicótica, dependiente y adicta. Y ya le había pasado. Fue una vez durante sus años en Estocolmo. Cuando sales de una relación así, se desgarra parte de tu cuerpo.
Con Micke era diferente. Con él se veía capaz de tener hijos, si se creyese capaz de querer a un hijo. Micke era un hombre bueno.
Por debajo de la ventana había unas pocas gallinas removiendo la hierba de otoño. Justo cuando le hincó el diente al pan recién hecho oyó el ruido de un ciclomotor que se acercaba por la calle. Giró y subió por el camino de grava hasta detenerse en la zona de aparcamiento.
«Nalle», pensó.
Cada dos por tres aparecía por el bar a primera hora de la mañana, siempre y cuando se despertara antes que su padre y consiguiera escaparse sin que él se enterara. Si no, la norma era que tenía que desayunar en casa.
Al cabo de unos instantes estaba de pie junto a la ventana de Mimmi picando en el cristal. Llevaba unos pantalones de tirantes de color amarillo ocre que en algún momento habían pertenecido a un trabajador de la compañía de teléfonos. Las cintas reflectantes de los tobillos se habían desgastado casi por completo por el uso y los lavados, y en la cabeza llevaba un gorro de piel artificial de castor con orejeras largas. El anorak verde le venía demasiado corto. Le acababa en la cintura.
Nalle le dedicó una de sus divertidísimas y pícaras sonrisas que partían su cara en dos. Desviaba la prominente mandíbula a la derecha, entornaba los ojos y subía las cejas. Era imposible no corresponder a aquella sonrisa y no le importó en absoluto no poder comerse el bocadillo tranquilamente.
Mimmi abrió la ventana y al mismo tiempo Nalle se metió las manos en los bolsillos, sacó tres huevos y se la quedó mirando como si le acabara de hacer un truco de magia avanzada. Tenía la costumbre de meterse en el gallinero para recoger huevos y Mimmi siempre se los aceptaba de buen grado.
– ¡Bien! ¡Gracias! Y, bueno, ¿a quién tenemos aquí? ¿A Pepito el picaflor?
De la garganta de Nalle brotó una risa gutural que parecía un motor de arranque intentando encenderse a cámara lenta.
– ¿O es Felipín el friegaplatos?
Contestó con un no de lo más encantador, bien consciente de que le estaba haciendo broma, pero aun así negó enérgicamente con la cabeza, por si acaso. No estaba allí para fregar.
– Tienes hambre, ¿no? -le preguntó Mimmi y Nalle dio media vuelta y desapareció doblando la esquina.
Mimmi se bajó de la encimera, cerró la ventana, le pegó un trago al café y le dio una buena dentellada al bocadillo. Cuando salió al comedor, Nalle se había sentado frente a Rebecka Martinsson. El chico había colgado el anorak en el respaldo de la silla, pero el gorro se lo había dejado puesto. Era una costumbre que tenían: Mimmi se lo quitaba y le removía el tupido pelo que llevaba cortado a cepillo.
– ¿Por qué no te sientas allí? Así puedes ver si pasa algún coche chulo.
Rebecka Martinsson le sonrió a Nalle.
– Por mí, encantada de que se quede aquí.
Mimmi alargó la mano y volvió a hacerle una carantoña al chico. Luego le frotó un poco la espalda.
– ¿Quieres tortitas o leche ácida y un bocadillo?
Ya sabía la respuesta pero quería hacerle hablar un poco. Y, sobre todo, que decidiera él mismo. Vio cómo la palabra iba tomando forma en su boca durante unos segundos antes de salir. La mandíbula se le movió de un lado al otro y al final dijo con decisión:
– Tortitas.
Mimmi se metió en la cocina. Sacó quince tortitas de la nevera y las puso a calentar en el microondas.
Lars-Gunnar, el padre de Nalle, y Lisa, la madre de Mimmi, eran primos. El padre de Nalle era policía retirado y desde hacía casi treinta años era el dirigente del grupo de caza, lo cual lo convertía en un hombre poderoso. Físicamente también era grande, igual que Nalle. Un policía que infundía respeto y además era buena persona, según decía la gente. De vez en cuando iba al entierro de algún viejo delincuente que había muerto. En esas ocasiones, los únicos presentes solían ser Lars-Gunnar y el sacerdote.
Cuando Lars-Gunnar conoció a la madre de Nalle él ya había pasado los cincuenta. Mimmi recordaba el día en que apareció por su casa con Eva por primera vez.
«Yo no debía de tener más de seis años», pensó.
Lars-Gunnar y Eva estaban sentados en el sofá de piel de la sala de estar. Su madre Lisa iba y venía de la cocina con dulces para merendar, leche, más café y Dios sabe qué otras cosas. Era la época en la que se amoldaba a la situación. Más tarde se divorciaría y dejaría por completo de cocinar y de hacer pasteles. Mimmi puede imaginarse a Lisa cenando en su cabaña, de pie, apoyando el trasero en la encimera y engullendo a cucharadas el contenido de alguna lata de conservas, quizá una sopa de carne fría de la casa Bong.
Pero aquella vez… Lars-Gunnar en el sofá pasándole el brazo a Eva por los hombros. Una expresión extrañamente tierna para tratarse de un hombre de este pueblo y quizá más aún tratándose de él. Estaba orgulloso. Eva quizá no era mona, pero sí mucho más joven que él, de la edad de Mimmi ahora, entre veinte y treinta. Mimmi no puede imaginarse dónde conoció a Lars-Gunnar aquella trabajadora social que estaba de vacaciones y hacía turismo por allí. La cuestión es que Eva se despidió de su puesto en… Norrköping, si Mimmi no recuerda mal, encontró trabajo en el municipio y se mudó a la antigua casa de los padres de él, donde Lars-Gunnar todavía seguía viviendo. Al cabo de un año nació Nalle, es decir, peluche, aunque entonces se llamó Björn, porque era fuerte como un oso. Llamarle oso a aquel bebé le iba que ni pintado, pues parecía una futura promesa de luchador.
«No debió de ser fácil -pensó Mimmi-. Llegar de una gran ciudad y meterse en este pueblo, llevar el carrito del niño de un lado a otro por la carretera durante toda la baja por maternidad y no poder hablar más que con las viejas. ¿Cómo no se volvió loca? Aunque… eso es justo lo que le pasó.»
Sonó la campanilla del micro y Mimmi cortó un par de trozos de helado y les echó una cucharadita de mermelada a las tortitas. Llenó de leche un vaso grande y untó mantequilla en tres rebanadas de pan integral. Cogió tres huevos duros de una cazuela que había en los fogones y una manzana y lo puso todo en una bandeja que le llevó a Nalle.
– Y no hay más tortitas hasta que te hayas comido lo demás -dijo con severidad.
A los tres años Nalle sufrió una encefalitis. Cuando Eva llamó al ambulatorio le dijeron que tenían que esperar un tiempo. Y las cosas fueron como fueron.
En cuanto el niño cumplió cinco años, Eva se marchó. Dejó a Nalle y a Lars-Gunnar y se mudó a Norrköping otra vez.
«O huyó», pensó Mimmi.
En el pueblo se habló mucho de cómo se había alejado de su hijo. «Hay gente que no sabe asumir sus responsabilidades», decían, y se preguntaban constantemente cómo se podía tener el valor de hacerlo sin más, abandonar a su propio hijo.
Mimmi no lo sabe, pero conoce bien la sensación de asfixiarse en el pueblo y le resulta bastante fácil imaginarse a Eva haciéndose añicos en aquella casa color de rosa hecha de cemento con amianto.
Lars-Gunnar se quedó en el pueblo con Nalle y de mal grado hablaba de Eva.
– ¿Qué iba a hacer? -decía siempre-. No podía obligarla.
Cuando Nalle tenía siete años, Eva volvió. O, mejor dicho, Lars-Gunnar la fue a buscar a Norrköping. El vecino de al lado podía relatar cómo la entró en brazos en casa. En poco tiempo el cáncer la había devorado. A los tres meses los abandonó definitivamente.
– ¿Qué iba a hacer? -repetía Lars-Gunnar-. Era la madre de mi hijo.
Eva fue enterrada en el cementerio de Poikkijärvi. Al funeral acudieron su madre y una hermana, pero no se quedaron mucho rato. Sólo lo imprescindible para el café del funeral, con un turbio sentimiento de llevar a cuestas su vergüenza de hija y de hermana. El resto de los invitados no las miraba a los ojos, pero les clavaba la mirada en la espalda.
– Y allí estaba Lars-Gunnar para consolarlas -decía la gente del pueblo-. A ver si no se podrían haber encargado ellas de cuidarla mientras se estaba muriendo. Al final le había tocado a Lars-Gunnar acarrear con todo y se le notaba a simple vista: por lo menos había adelgazado quince kilos y tenía un aspecto gris y consumido.
Mimmi se preguntaba cómo habrían sido las cosas si Mildred hubiese estado presente por aquel entonces. Quizá Eva habría encontrado un lugar entre las mujeres del grupo Magdalena, quizá se hubiese divorciado de Lars-Gunnar pero sin marcharse del pueblo y con fuerzas suficientes para cuidar de Nalle. Quizá incluso podrían haber continuado casados.
La primera vez que Mimmi se cruzó con Mildred, la pastora estaba sentada en el ciclomotor de Nalle. El chico no cumplía los quince hasta al cabo de tres meses, pero a nadie del pueblo le importaba que un chico con discapacidad mental se paseara con un vehículo a motor sin tener edad para ello. Por Dios, si era el chico de Lars-Gunnar, y la vida no les había resultado fácil. Mientras Nalle circulara siempre por la carretera del pueblo…
– Ay, mi culo -ríe Mildred y baja de un salto de la plataforma, recuerda Mimmi.
Mimmi está sentada fuera del bar. Ha sacado una de las sillas, ha buscado un lugar al abrigo del viento y está con un cigarrillo en la mano y la cara apuntando al sol con la esperanza de coger un poco de color. Nalle parece satisfecho y saluda a Mimmi y a Mildred con la mano, da media vuelta y se marcha haciendo derrapar un poco los neumáticos. Hacía dos años que había hecho la confirmación con Mildred.
Mimmi y Mildred se presentan y Mimmi no puede evitar cierta sensación de decepción. No sabría decir qué se esperaba, pero es que ha oído tantas cosas de la pastora. Que es luchadora, que no tiene pelos en la lengua, que es maravillosa, que es muy inteligente, que no está en sus cabales…
Ahora la tiene enfrente y le parece de lo más normal. De hecho, triste, para ser sinceros. Quizá Mimmi se esperaba un campo magnético a su alrededor, pero todo lo que ve es una mujer de mediana edad con tejanos pasados de moda y unos prácticos zapatos Ecco.
– ¡Es toda una bendición! -dice Mildred señalando el repiqueteo del ciclomotor mientras se aleja por la carretera del pueblo.
Mimmi suspira y murmura algo sobre que a Lars-Gunnar no le había resultado fácil.
Es como un reflejo condicionado. Cuando el pueblo canta su tonadilla sobre Lars-Gunnar, su joven y debilucha mujer y su hijo retrasado el estribillo siempre es el mismo: «pobre… lo que les toca pasar a algunos… lo difícil que ha sido».
A Mildred se le hace una marca severa en el entrecejo y mira algo molesta a Mimmi.
– Nalle es un regalo -dice.
Mimmi no responde nada. No se traga eso de que «todos los niños son un regalo y todo lo que pasa tiene sentido».
– No entiendo cómo la gente puede hablar de Nalle como si fuera una carga. ¿Has pensado alguna vez en el buen humor que se te pone cuando pasas un rato con él?
Es verdad. Mimmi recuerda la mañana anterior. Nalle pesa demasiado, siempre tiene apetito y su padre tiene que vigilarlo constantemente para que no se pase el día comiendo, lo cual es una labor imposible. Las señoras del pueblo no pueden resistirse a los caprichos de Nalle y, a veces, Micke y Mimmi tampoco, como ayer, por ejemplo. Nalle estaba en la cocina del bar con una de las gallinas bajo el brazo, Anni, una de raza cochin que no pone demasiados huevos pero es tranquila y no le importa que la acaricien. Pero lo que no quiere es que la aparten de sus compañeras, por eso patalea y cacarea nerviosa atrapada bajo el gran brazo de Nalle.
– ¡Anni! -le dice Nalle a Micke y Mimmi-. Bocadillo.
Gira la cabeza hacia la izquierda y tuerce un poco el cuello para mirarlos por debajo del flequillo con una expresión ingeniosa. Resulta imposible decir si es consciente de que no logra engañarlos ni por un segundo.
– Saca la gallina de aquí -le dice Mimmi intentando ponerse seria.
Micke se echa a reír a carcajada limpia.
– ¿Que Anni quiere un bocadillo? Claro, entonces será mejor que se lo des.
Al final Nalle sale de la cocina con un bocadillo en una mano y con la gallina en la otra. Suelta a Anni y el bocata desaparece en un abrir y cerrar de ojos.
– ¡Oye! -grita Micke desde el porche-. ¿El bocata no era para Anni?
Nalle se gira y lo mira con una cara de disculpas de lo más teatral.
– No queda -dice resignado.
La pastora Mildred continúa hablando:
– Ya sé que ha sido un trabajo duro para Lars-Gunnar, pero si Nalle no hubiera tenido esta discapacidad, ¿crees que habría sido la misma alegría para su padre? Yo lo dudo.
Mimmi se la queda mirando. La pastora tiene razón.
Piensa en Lars-Gunnar y sus hermanos. No consigue recordar al padre, el abuelo de Nalle, pero ha oído hablar de él. Isak era un tipo duro que disciplinaba a sus hijos a base de correazos. A veces incluso con métodos más severos. Tenía cinco hijos y dos hijas.
– Joder -dijo Lars-Gunnar en alguna ocasión-. Le tenía tanto miedo a mi propio padre que a veces me meaba encima. Y estoy hablando de cuando ya iba a la escuela.
Mimmi recuerda el comentario con mucha claridad. Era pequeña cuando lo dijo y no se podía creer que el gigante Lars-Gunnar hubiese tenido miedo jamás o que hubiese sido pequeño. ¡Mira que mearse encima!
Lo que se debían de haber esforzado los hermanos para no salir como su padre pero, aun así, de alguna manera lo llevaban dentro. Aquel desprecio hacia la debilidad era una dureza que se pasaba de padres a hijos. Mimmi piensa en los primos de Nalle, algunos viven en el pueblo, están en el grupo de caza y pasan las tardes en el bar.
Pero Nalle es inmune a todo aquello, a la amargura que se avivaba a veces en Lars-Gunnar proyectada hacia la madre, hacia su propio padre y hacia el mundo en general. La irritación por las carencias de Nalle, la autocompasión y el odio sólo surgen de verdad cuando aquellos hombres beben, pero siempre están bajo la superficie. Nalle puede razonar, aunque sólo unos segundos. Es un niño feliz metido en un cuerpo de hombre adulto. Todo bondad y sinceridad. La rabia y la maldad no hacen mella en él.
Si no hubiese tenido una lesión cerebral, si hubiese sido normal… Mimmi ya se imaginaba qué relación habría habido entre padre e hijo: yerma y pobre, disciplinada a base de ese desprecio hacia la propia debilidad enquistada.
Mildred. No sabe cuánta razón tiene.
Pero Mimmi no se mete a hacer razonamientos, sino que responde encogiéndose de hombros, le dice que está encantada de haberla conocido pero que tiene que volver al trabajo.
Mimmi oyó la voz de Lars-Gunnar en el comedor.
– Joder, Nalle.
No estaba enfadado, sino más bien cansado y rendido.
– Te lo tengo dicho: desayunamos en casa.
Mimmi salió al comedor. Nalle estaba sentado frente a su plato avergonzado con la cabeza baja. Se pasó la lengua por el bigote de leche que se le había quedado con el último trago. Las tortitas habían desaparecido, igual que los huevos y las tostadas. Sólo la manzana estaba intacta.
– Cuarenta coronas -le dijo Mimmi a Lars-Gunnar una pizca demasiado contenta.
«Seguro que las tiene, el viejo rácano», pensó.
Tenía la nevera repleta de carne que le regalaba el grupo de caza. Las mujeres del pueblo lo ayudaban limpiándole la casa y lavándole la ropa gratis; le llevaban pan recién hecho y lo invitaban a él y a Nalle a cenar.
Cuando Mimmi empezó a trabajar en el bar, Nalle desayunaba allí gratis.
– No le deis nada si viene -les había pedido Lars-Gunnar-. No hace más que engordar.
Y Micke le servía el desayuno, pero como no tenía el consentimiento de Lars-Gunnar no se atrevía a cobrárselo. Pero Mimmi, sí.
– Nalle ha desayunado -le dijo ella a Lars-Gunnar la primera vez que trabajó en el turno de mañana-. Cuarenta cucas.
Lars-Gunnar la miró con asombro y luego paseó la mirada por el local en busca de Micke, que estaba en casa durmiendo.
– No quiero que le deis nada si viene pidiendo -empezó a decir.
– Si no quieres que coma aquí, procura que no venga -le respondió Mimmi-. Si viene, le damos de comer. Y si come, te toca pagar.
A partir de entonces empezó a pagar, incluso a Micke si era él quien estaba.
Ahora hasta le sonrió a Mimmi y le pidió que le sirviera un café y unas tortitas a él también. Estaba de pie, sin saber dónde sentarse, junto a la mesa de Nalle y Rebecka. Al final optó por la mesa de al lado.
– Ven a sentarte aquí -dijo-. A lo mejor la señorita quiere estar sola.
La señorita no dijo nada y Nalle se quedó donde estaba. Cuando Mimmi llegó con el café y las tortitas, Lars-Gunnar preguntó:
– ¿Hoy se puede quedar Nalle aquí?
– Más -dijo Nalle en cuanto vio la montaña de tortitas que le acababa de poner a su padre.
– Primero la manzana -le contestó Mimmi impasible-. No -le respondió después a Lars-Gunnar-. Hoy estoy a tope. Esta tarde vienen las del grupo Magdalena a hacer una reunión y luego se quedan a cenar para celebrar el otoño.
Un halo de descontento lo atravesó como una corriente. De hecho, le pasaba a la mayoría de los hombres en cuanto se mencionaba aquella asociación.
– Sólo un rato -intentó.
– ¿Y mi madre? -preguntó ella.
– No quiero preguntárselo a Lisa. Está a tope con la reunión de esta noche.
– Y ¿alguna de las otras señoras? Todas adoran a Nalle.
Vio cómo Lars-Gunnar consideraba las alternativas. Nada en este mundo era gratis. Claro que había señoras a las que se lo podía preguntar, pero era justo eso, el pedir un favor, importunar y tener que agradecerlo, con lo que le costaba a él eso.
Rebecka Martinsson miró a Nalle, que tenía los ojos clavados en su manzana. Era difícil determinar si estaba pensando en que se sentía como un problema o si, simplemente, estaba planteándose como un reto el tener que comerse la fruta para que le dieran más tortitas.
– Nalle se puede quedar conmigo, si quiere -dijo al final.
Lars-Gunnar y Mimmi la miraron con los ojos como platos. Incluso Rebecka parecía contemplarse a sí misma con igual sorpresa.
– Bueno, hoy no pensaba hacer nada en especial -continuó-. Quizá una excursión o algo… Si se quiere venir conmigo, pues… Os doy mi número de móvil.
– Está en una de las cabañas -le aclaró Mimmi a Lars-Gunnar-. Rebecka…
– … Martinsson.
Lars-Gunnar saludó a Rebecka con la cabeza.
– Lars-Gunnar, el padre de Nalle. Si no es molestia…
«Claro que es una molestia, pero te dirá que sí igualmente», pensó Mimmi rabiosa.
– No es molestia -aseguró Rebecka.
«He saltado del quinto trampolín -pensó-. Ahora ya puedo hacer lo que quiera.»
La inspectora Anna-Maria Mella se apoyaba en el respaldo de su silla en una sala de la comisaría, tras haber convocado una reunión matutina con motivo de las cartas y demás documentos hallados en la caja de seguridad de Mildred Nilsson.
Además de ella, había dos hombres en la sala, sus compañeros Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson. Sobre la mesa había esparcidas una veintena de cartas, casi todas metidas en sus sobres respectivos, que estaban abiertos.
– Pues vamos a por ello -dijo Anna-Maria.
Ella y Fred se pusieron los guantes de cirujano y empezaron a leer.
Sven-Erik estaba sentado con las manos entrelazadas sobre el borde de la mesa y con la cola de ardilla despuntando por debajo de la nariz como un cepillo. Por la cara que ponía parecía que tuviera ganas de cargarse a alguien, pero al final se puso lentamente los guantes de látex como si fueran guantes de boxeo.
Ojearon las cartas una por una. La mayoría era de miembros de la congregación con problemas: divorcios y defunciones, infidelidades y preocupación por los hijos.
Anna-Maria levantó una carta.
– Imposible -dijo-. Mirad, esto no hay quien lo lea, parece un cable telefónico enredado que se va alargando en cada página.
– Dame -dijo Fred Olsson y alargó la mano.
Primero se puso la carta tan cerca de la cara que casi la tocaba con la nariz. Después se la fue alejando poco a poco hasta que al final tuvo los brazos completamente estirados.
– Es cuestión de técnica -dijo mientras observaba el texto ora con los ojos entornados, ora con los ojos de par en par-. Primero te quedas con las palabras pequeñas, «con», «por», «pues» y las usas como punto de partida. La guardo para luego.
Dejó la carta a un lado y volvió a la que estaba leyendo antes. Le gustaba este tipo de trabajo, revisar bases de datos, confrontar registros, buscar conexiones en diferentes registros, investigar a personas que no tenían dirección fija… «The truth is out there», solía decir cuando se conectaba a la red. Tenía buenos soplones en su agenda y una red de contactos bien grande de gente que sabía cosas sobre esto y lo otro.
– Aquí hay uno que está de lo más cabreado -dijo al cabo de un rato mientras levantaba una carta.
Estaba escrita en un papel rosáceo con unos dibujos de caballos galopando con las crines al viento en la esquina superior derecha.
– «Pronto se te habrá terminado el tiempo, Mildred» -leyó-. «Pronto todos conocerán la verdad sobre ti. Predicas mentiras y tu vida es una mentira. Somos muchos los que nos hemos cansado de tus mentiras…», bla-bla-bla…
– Ponla en un sobre de plástico -le dijo Anna-Maria-. Lo que nos parezca interesante lo mandamos a los de la Científica. Shit!
Fred Olsson y Sven-Erik alzaron la vista.
– ¡Mirad! -exclamó-. ¡Mirad esto!
Desdobló una hoja y se la enseñó a sus compañeros.
Era un dibujo de una mujer de pelo largo colgando de una soga. La persona que lo había hecho tenía buena mano. No era un profesional, pero sí un buen aficionado, por lo que podía ver Anna-Maria. Alrededor del cuerpo colgado había lenguas de fuego retorciéndose y en el fondo una cruz negra se veía clavada en una tumba.
– ¿Qué pone ahí abajo? -preguntó Sven-Erik.
Anna-Maria leyó en voz alta.
– «mildred dentro de poco.»
– Eso… -comenzó Fred Olsson.
– … ¡lo envío a Linköping ahora mismo! -exclamó Anna-Maria-. Como haya huellas… Tengo que llamarles y decirles que esto es de máxima prioridad.
– Tú vete -la animó Sven-Erik-. Fred y yo continuamos con el resto.
Anna-Maria metió la carta y el sobre en dos fundas de plástico por separado y salió rápidamente de la sala.
Fred Olsson, disciplinado, se inclinó de nuevo sobre el montón de cartas.
– Ésta es bonita -dijo-. Aquí pone que Mildred es una histérica fea que odia a los hombres y que tiene que ir con mucho ojo porque «ya nos hemos hartado de ti, puta zorra, vete con cuidado si sales de noche, vigila tu espalda, tus nietos no te reconocerán la cara». Pero si no tenía hijos, ¿cómo iba a tener nietos?
Sven-Erik seguía sentado con la mirada fija en la puerta por donde había salido Anna-Maria. Todo el verano. Las cartas habían estado allí todo el verano, escondidas en la caja de seguridad mientras él y sus compañeros iban dando palos de ciego.
– Lo único que quiero saber -dijo sin mirar a Fred Olsson- es ¡cómo cojones han podido esos curas callarse que Mildred Nilsson tenía una taquilla privada en la secretaría!
Fred Olsson no contestó.
– Me muero de ganas de coger a esos señores de las orejas y preguntarles qué coño se creen que están haciendo -continuó-. ¡O a ver qué se creen que estamos haciendo nosotros!
– Pero piensa que Anna-Maria le ha prometido a Rebecka Martinsson… -empezó a decir Fred Olsson.
– Sí, pero yo no he prometido nada -rugió Sven-Erik dando un golpe en la mesa con la palma de la mano y haciéndola moverse del sitio.
Se puso en pie e hizo un gesto de impotencia.
– Tranquilo -dijo-. No voy a hacer ninguna estupidez. Sólo tengo que…, no sé…, relajarme un poco.
Con esas palabras abandonó la sala de reuniones dando un portazo al marcharse.
Fred Olsson volvió una vez más a las cartas. En realidad lo prefería así. Le gustaba trabajar solo.
El párroco Bertil Stensson y el pastor Stefan Wikström estaban de pie en la salita de la secretaría parroquial con los ojos clavados en el interior de la taquilla de Mildred Nilsson. Rebecka Martinsson les había entregado tanto la llave de la vicaría en Poikkijärvi como la llave de la caja de seguridad.
– Cálmate -dijo Bertil Stensson-. Piensa en…
Terminó la frase haciendo un gesto con la cabeza hacia la oficina en la que estaban trabajando las administrativas.
Stefan Wikström miró de reojo a su jefe. La boca del párroco se cerró en una mueca de reflexión, estirándose hacia los lados y luego recogiéndose, igual que un pequeño hámster. Su cuerpo bajito y rechoncho estaba embutido en una camisa rosa de Shirt Factory recién planchada. Era un color innegablemente atrevido, escogido por sus hijas, las encargadas de su vestimenta. Hacía juego con el moreno de su cara y el gris plateado de su pelo cano y revuelto.
– ¿Dónde están las cartas? -preguntó Stefan Wikström.
– A lo mejor las quemó -conjeturó el párroco.
Stefan Wikström subió ligeramente el tono de voz.
– A mí me dijo que las guardaba. ¿Y si las tiene alguien del grupo Magdalena? ¿Qué le diré a mi mujer?
– Pues nada -dijo Bertil Stensson con calma-. Tengo que contactar con su marido. Tengo que darle las alianzas.
Se quedaron callados un momento.
Stefan Wikström miró la caja en el más absoluto silencio. Había pensado que aquello iba a ser un momento de liberación, que podría tener las cartas en sus manos y así deshacerse de Mildred para siempre. Pero ahora… sentía que lo tenía agarrado por el cuello de la misma manera que antes.
«¿Qué quieres de mí, Señor? -pensó-. Está escrito que Tú no pones a prueba a nadie más allá de sus capacidades, pero ahora me has llevado hasta el límite por todo lo que he hecho.»
Se sintió atrapado. Atrapado por Mildred; por su mujer; por su trabajo; por su misión, en la que sólo daba y daba sin jamás recibir nada a cambio. Y tras la muerte de Mildred se sentía atrapado por su jefe, el párroco Bertil Stensson.
Al principio Stefan se alegró de la relación padre-hijo que había surgido entre los dos, pero ahora se percataba del precio que le tocaba pagar por ello. Se sentía bajo el dominio de Bertil. Podía sentir lo que decía de él a sus espaldas por las miradas de las mujeres que trabajaban en la secretaría. Ladeaban la cabeza y los ojos se les impregnaban de una expresión compasiva. Casi le parecía que podía oír a Bertil diciendo: «Stefan está pasando un momento difícil. Es más sensible de lo que aparenta.» Más sensible era igual a más débil. Las ocasiones en que el párroco había entrado y le había quitado las misas sin más, tampoco se habían mantenido fuera de crítica. Todos se habían enterado, al parecer de manera fortuita. Stefan se sentía menospreciado y utilizado.
«Podría desaparecer -pensó de pronto-. Dios cuida del gorrión.»
Mildred había desaparecido en junio. De manera repentina. Pero ahora había vuelto. El grupo Magdalena se había puesto en marcha y exigía de manera agresiva más pastoras en la parroquia. Bertil parecía haberse olvidado ya de cómo era aquella mujer en realidad. Cuando hablaba ahora de ella lo hacía con calidez en la voz. «Tenía un gran corazón», solía decir con un suspiro. «Tenía un don de pastora mucho más grande que el mío», reconocía generoso. Con eso también quería decir que tenía un don mucho mayor que el de Stefan, ya que Bertil era más pastor que él.
«Por lo menos no soy un mentiroso», pensaba Stefan impetuoso. «Era una broncas agresiva que buscaba mujeres destrozadas y les daba fuego en lugar de pomada.» Y aquello era algo que la muerte no iba a cambiar.
La idea de que Mildred había prendido fuego a mujeres destrozadas resultaba comprometedora. Muchos podrían pensar que había hecho lo mismo con él.
«Pero yo no estoy destrozado -pensó-. No es por eso.»
Miró de nuevo la caja de seguridad y le vino a la cabeza el otoño de 1997.
El párroco Bertil Stensson ha convocado a Stefan Wikström y a Mildred Nilsson a una reunión en la que también está presente el deán Mikael Berg en calidad de responsable de cuestiones de personal. Mikael Berg ronda los cincuenta y mantiene una postura rígida en su silla. Los pantalones que lleva puestos tienen unos diez o quince años y en aquella época pesaba diez o quince kilos más. Tiene el pelo fino pegado a la cabeza y de vez en cuando hace una fuerte inhalación para tomar aire. Levanta la mano sin saber adonde llevarla, se la pasa por el pelo y luego la deja caer de nuevo sobre la rodilla.
Justo enfrente está Stefan, que piensa mantener la calma todo lo posible. Se propone permanecer tranquilo durante la conversación que van a mantener. Los demás pueden levantar la voz si quieren, pero él no es así.
Están esperando a Mildred, que llegará directa de unas oraciones en una escuela. Ya ha avisado de que se retrasaría unos minutos.
Bertil Stensson mira por la ventana con el ceño fruncido.
Al final llega Mildred. Cruza la puerta al mismo tiempo que llama. Tiene las mejillas coloradas y el pelo se le ha encrespado ligeramente por la humedad de otoño que hay en el aire. Tira la chaqueta sobre una silla y se sirve un café del termo.
Bertil Stensson les explica por qué se han reunido: la congregación se está partiendo en dos, dice. Una «sección Mildred y el resto». No dice «y una sección Stefan».
– Me alegro del interés que despiertas a tu alrededor -le dice a Mildred-, pero para mí es una situación insostenible. Empieza a parecer una guerra entre la pastora feminista y el pastor antimujeres.
Stefan se revuelve en la silla.
– Yo no soy antimujeres -protesta, molesto.
– No, pero así es como se están viendo las cosas -replica Bertil Stensson acercándole un ejemplar del lunes del periódico local.
Nadie tiene que mirarlo. Todos han leído el artículo titulado «La pastora da respuestas» en el que aparecen citas del sermón que Mildred hizo la semana anterior y en el que explicaba que la estola en realidad era una prenda de vestir de mujer romana y que se ha utilizado desde el siglo iv cuando empezaron con la vestimenta litúrgica. «Es decir, “la ropa de sacerdote actual es en realidad ropa de mujer”, asegura Mildred Nilsson», pone en el artículo. «Aun así puedo aceptar sacerdotes hombres, teniendo en cuenta que lo que se dice es “aquí no hay hombre ni mujer, judío ni griego”.»
Stefan Wikström también ha podido expresarse en el artículo. «Stefan Wikström afirma que no se siente personalmente atacado en el sermón. Quiere a las mujeres, sólo que no quiere verlas en el púlpito.»
A Stefan se le encoge el corazón. Se siente engañado. Es cierto que ha dicho lo que está escrito en el artículo, pero en ese contexto queda totalmente fuera de lugar. El periodista le había preguntado:
– Amas a tus hermanos. ¿Qué pasa con las mujeres? ¿Las odias?
Inocentemente le había respondido que en absoluto. Él amaba a las mujeres.
– Pero no quieres verlas en el púlpito.
«No», había sido su respuesta. A rasgos generales era así, pero no había ningún tipo de valoración en lo que acababa de expresar. A sus ojos, la labor de la diaconisa era igual de importante que la del sacerdote.
El párroco les dice que no quiere oír más comentarios de este tipo por parte de Mildred.
– Pero ¿y los comentarios de Stefan? -replica ella con calma-. Él y su familia no van a la iglesia si yo hago el sermón. No podemos hacer la confirmación juntos porque se niega a trabajar conmigo.
– No puedo pasar por alto lo que dice la Biblia-dice Stefan.
Mildred hace un gesto de impaciencia con la cabeza. Bertil se muestra tranquilo. Ya han oído todo aquello antes, apunta Stefan, pero qué le va a hacer, sigue siendo la verdad.
– Jesús escogió a doce hombres como discípulos -argumenta Stefan-. El gran sacerdote siempre era un hombre. ¿Cuánto nos podemos alejar de la Biblia en nuestra adaptación en las valoraciones actuales de la sociedad sin que al final deje de ser cristianismo?
– Y todos los discípulos y grandes sacerdotes eran judíos -responde Mildred-. ¿Qué postura tomas ante ese hecho? Y lee la «Carta a los hebreos», actualmente Jesús es nuestro gran sacerdote.
Bertil levanta las manos en un gesto que significa que no quiere meterse en una discusión que ya han tenido muchas veces antes.
– Os respeto a los dos -dice-. Y he aceptado no meter a ninguna mujer en tu distrito, Stefan. Quiero una vez más subrayar que me ponéis a mí y a la congregación en una situación incómoda. Colocáis el centro de atención en un conflicto y os quiero instar a los dos a que no entréis en polémica, sobre todo no desde el púlpito.
Le cambia la expresión de la cara; de severo a reconciliador. Casi le guiña el ojo a Mildred como señal de entendimiento.
– Podríamos tratar de concentrarnos en nuestra misión común. Me pondría muy contento si no tuviera que oír que palabras como «machismo» y «estructuras de género» son mencionadas en la parroquia. Mildred, tendrás que creer a Stefan cuando dice que no se trata de un juicio de valor si no va a la parroquia cuando tú haces el sermón.
Mildred no mueve ni un músculo de la cara y mira a Stefan directamente a los ojos.
– Lo dice la Biblia -dice él aguantándole la mirada sin problemas-. No puedo pasarlo por alto.
– Los hombres pegan a las mujeres -responde ella, toma aire y continúa-. Los hombres infravaloran a las mujeres, las dominan, las someten a vejaciones, las matan. O les mutilan los órganos genitales, les quitan la vida a las recién nacidas, las obligan a esconderse tras un velo, las encierran, las violan, las privan de la enseñanza, les pagan sueldos más bajos y les dan menos posibilidades de tener poder. Les niegan la oportunidad de ser sacerdotes. Yo no puedo pasar eso por alto.
Se hace un silencio sepulcral durante tres segundos.
– Pero, Mildred -intenta intervenir Bertil.
– Está mal de la cabeza… -grita Stefan-. Me llamas… Me comparas con un maltratador. Esto no es una discusión, es una calumnia y no sé…
– ¿Qué? -dice ella.
Y ahora están los dos de pie con las voces de Bertil y Mikael Berg de fondo diciendo: «tranquilos, sentaos».
– ¿Qué hay de calumnia en lo que acabo de decir?
– No hay margen -se queja Stefan mirando a Bertil-. No podemos vernos. No tengo por qué estar en… Es imposible que trabajemos juntos, tú mismo puedes entender por qué.
– Nunca has podido -oye que le replica Mildred a la espalda cuando sale como un torbellino de la sala.
El párroco Bertil Stensson estaba en silencio delante de la caja de seguridad. Sabía que su joven compañero esperaba a que le dijera algo tranquilizador. Pero ¿qué le podía decir? Evidentemente, Mildred no había quemado las cartas ni las había tirado. Si tan sólo las hubiera visto una vez… Le irritaba mucho que Stefan no le hubiera hablado nunca de su existencia.
– ¿Hay algo más que deba saber? -le preguntó.
Stefan Wikström se miró las manos. El voto de silencio podía ser una cruz muy pesada de llevar.
– No -dijo.
Para su asombro, Bertil Stensson descubrió que la echaba de menos. Se quedó consternado cuando la asesinaron, pero en ningún momento pensó que llegaría a echarla en falta. Probablemente, estaba siendo injusto, pero lo que antes le había parecido agradable de Stefan, su disposición y su…, bueno, era una palabra ridícula, admiración hacia su jefe, todo aquello le parecía adulación y le resultaba molesto ahora que Mildred se había ido. Hubieran tenido que equilibrarse entre ellos, sus dos hijos, tal como los había considerado tantas veces, aunque Stefan tuviera más de cuarenta años y Mildred hubiera pasado los cincuenta. Quizá porque los dos eran hijos de párroco.
Oh, ella sí que sabía cómo provocar a la gente, a veces con pequeñas técnicas.
La cena del día de Reyes era un buen ejemplo. Ahora se sentía en cierto modo mezquino por haberse irritado tanto, pero no sabía que iba a ser la última de Mildred.
Stefan y Bertil contemplan como embrujados el avance de Mildred, que está en la misma mesa que ellos. Es la cena de Reyes, una tradición desde hace algunos años. Stefan y Bertil están sentados el uno al lado del otro y enfrente de Mildred. El personal está recogiendo tras el plato principal y Mildred se prepara.
Empezó reclutando soldados para su pequeño ejército. Agarró el salero con una mano y el pimentero con la otra, los fue aproximando el uno al otro y al final les hizo echarse un baile mientras seguía absorta la conversación, que trataba del período de intensivo trabajo de Navidad que había llegado a su fin y de la última gripe invernal que se estaba expandiendo y cosas por el estilo. También se puso a apretar los cantos de la vela hacia dentro. A esas alturas Bertil ya podía ver que Stefan tenía que sujetarse al borde de la mesa para no arrebatarle el candelabro y gritarle: «¡Deja de tocarlo todo!» La copa de vino de Mildred seguía en su sitio como una dama de ajedrez que espera su turno.
Cuando luego Mildred se pone a hablar sobre la loba que ha aparecido en la prensa esta semana, empuja distraída el salero y el pimentero hacia el lado de la mesa donde están sentados Bertil y Stefan. La copa de vino también entra en movimiento. Mildred cuenta que la loba ha cruzado la frontera rusa y finlandesa, y la copa vuela de un lado a otro en grandes aspavientos hasta donde le alcanza el brazo, más allá de cualquier otra frontera.
Sigue hablando sin parar, con los mofletes colorados por el vino y cambiando de sitio todas las cosas que hay a su alcance. Stefan y Bertil se sienten avasallados y notablemente molestos por sus avances sobre el mantel.
«Mantente en tu lado», le quieren gritar.
Ella les cuenta que ha pensado en el tema. Propone que debería haber una fundación a cargo de la parroquia para proteger a la loba. La parroquia es propietaria de terrenos, así que, en su opinión, también es responsabilidad suya.
A Bertil le ha cargado un poco la partida de ajedrez en solitario sobre el mantel y le devuelve la pelota.
– Desde mi punto de vista la parroquia debe limitarse a la actividad que le corresponde y al trabajo con la congregación, no a la silvicultura. O sea, de manera prioritaria. En verdad, ni siquiera deberíamos poseer bosque. La administración del capital se la deberíamos dejar a otros.
Mildred no está de acuerdo.
– Nos corresponde administrar la tierra -dice-. Lo que debemos poseer son precisamente tierras y no acciones, y si la parroquia es propietaria de terrenos se pueden administrar de manera correcta. Esta loba se ha metido en suelo sueco y en las tierras de la parroquia y si no se le adjudica una protección especial no podrá vivir por mucho tiempo, tú también lo sabes. Algún cazador o criador de renos la matará de un tiro.
– Y la fundación…
– Lo evitaría, sí. Con dinero y en colaboración con la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza podemos marcar a la loba y controlarla.
– Y de esa forma conseguirías echar de aquí a algunas personas -objeta Bertil-. Todos deben tener lugar en la parroquia, cazadores, samis, amigos de los lobos, todos. Pero entonces la parroquia no puede tomar partido de esa manera.
– Y nuestra obligación de administrar, ¿qué? -apunta Mildred-. Tenemos que cuidar de la naturaleza y eso incluye las especies en peligro de extinción, ¿o no? ¿Y lo de no tomar partido en el ámbito político? Si la Iglesia hubiese tenido esa postura desde siempre aún tendríamos esclavitud.
Ahora no pueden dejar de reírse de ella. Es que siempre tiene que exagerar las cosas…
Bertil Stensson cerró la puerta de la caja de seguridad y dio dos vueltas a la llave, tras lo cual se la guardó en el bolsillo. En febrero Mildred había creado su fundación sin que ni él ni Stefan Wikström hubieran presentado ningún tipo de objeción.
El tema de la fundación siempre le había irritado y ahora, cuando echa la vista atrás, tratando de ser sincero, le indigna la idea de pensar que no se opuso por simple cobardía. Tenía miedo de que consideraran que estaba en contra de los lobos y Dios sabe qué más. Por otro lado, al menos consiguió que Mildred bautizara la fundación con un nombre menos provocativo que Fundación del Norte para la Protección del Lobo. Al final fue Fundación para el Cuidado de la Fauna Salvaje de la Congregación de Jukkasjärvi, y él y Stefan tuvieron que hacer de representantes junto a Mildred.
Más tarde, durante la primavera, cuando la esposa de Stefan se marchó con los niños a casa de su madre en las cercanías de Katrineholm para quedarse durante una larga temporada, Bertil ya casi había dejado de pensar en ello.
Ahora, pasado el tiempo, no cabía duda de que le escocía.
«Pero Stefan debería haber dicho algo», pensó en su propia defensa.
Rebecka aparcó el coche en la explanada de la entrada de la casa de su abuela, en Kurravaara. Nalle se bajó del vehículo y dio una vuelta a la casa corriendo.
«Como un perro contento», pensó Rebecka al verlo desaparecer por detrás de la esquina.
Al instante siguiente tuvo remordimientos de conciencia: no se le podía comparar con un perro.
El sol de septiembre lucía sobre el techo de eternita gris y el viento pasaba a ráfagas tranquilas por la hierba otoñal, crecida, pálida y desnutrida. Había marea baja y en la distancia se oía una lancha a motor. Desde otro lugar llegaba el sonido de una sierra eléctrica. Por lo demás, todo era silencio y calma. Una suave brisa le acariciaba la cara como una delicada mano.
Miró la casa una vez más. Las ventanas estaban de lo más deplorables, habría que desmontarlas, lijarlas, enmasillarlas y pintarlas de nuevo. Con el mismo color verde oscuro de antes, ningún otro. Pensó en la fibra mineral que habían embutido en el pasillo que bajaba a la bodega para protegerlo contra el aire frío que, de otra manera, se habría colado dentro de la casa creando escarcha en las paredes y manchas grises de humedad. Habría que arrancarla para luego tapar, aislar e instalar un ventilador. Habría que construir un buen sótano y habría que salvar el agujereado invernadero antes de que fuera demasiado tarde.
– Ven, vamos a entrar -le gritó a Nalle, que había bajado corriendo hasta el hórreo de troncos rojos de Larsson e intentaba abrir la puerta.
Nalle cruzó con pasos de oso el huerto de patatas y las suelas de los zapatos se le enfangaron por completo.
– Tú -dijo señalando a Rebecka cuando llegó al pie de la escalinata que subía al porche.
– Rebecka -respondió ella-. Me llamo Rebecka.
Nalle asintió con la cabeza. Pronto se lo volvería a preguntar. Ya lo había hecho varias veces, pero aún no la había llamado por su nombre.
Subieron la escalera y entraron en la cocina de la abuela. Estaba húmeda y daba la sensación de que hacía más frío que en el exterior. Nalle entró primero y una vez dentro empezó a abrir sin pudor todos los armaritos y cajones que había en la cocina.
«Bien -pensó Rebecka-. Él que abra y que se vayan volando todos los fantasmas.»
Le dedicó una sonrisa a aquella gigantesca figura que tenía enfrente y a sus pícaras sonrisas con la cabeza inclinada que de vez en cuando le mandaba. Le resultaba agradable tenerlo allí con ella.
«Un noble caballero también puede ser así», pensó.
Finalmente le llegó la tranquilidad de sentir que todo estaba como siempre. Le pasó el brazo por los hombros y la llevó a sentarse en el sofá junto a Nalle, que acababa de encontrar una vieja caja de plátanos llena de tebeos. Empezó a seleccionar los que le gustaban, que tenían que ser por fuerza en color. La mayoría de los elegidos era del Pato Donald. En la caja volvió a dejar los del Agente X9, Fantomas y Buster. Rebecka miró a su alrededor: las sillas azules pegadas a la vieja y raída mesa abatible, la nevera que siempre hacía ruido, las pegatinas de decoración que representaban diferentes especias enganchadas en los azulejos justo encima de la cocina marca Näfveqvarn. Al lado de la cocina de leña estaba la eléctrica con botones de rueda de plástico marrón y naranja. La mano de su abuela estaba por todas partes. En el estante de madera que había encima de los fogones se apretujaban varias plantas secas entre ollas y cucharones de acero inoxidable. Inga-Lill, la mujer del tío Affe, todavía colgaba allí el ramo formado con pie de gato, tanaceto, junco lanudo, francesillas y milenrama. También había algunas rosadas flores de cebollino, compradas, de las que nunca hubo en la época de su abuela. En el suelo estaban sus alfombras tejidas a mano, hasta había una como colcha para el sofá de la cocina. Había mantelitos bordados por todas partes, incluso sobre la máquina de coser de pedal que estaba en el rincón. También había otro mantelito bordado en la bandeja que el abuelo hizo con cerillas en la última etapa de su enfermedad. Los almohadones los había tejido o los había hecho a ganchillo.
«¿Sería yo capaz de vivir aquí?», se preguntó Rebecka.
Miró el prado de abajo. Ya nadie lo cortaba ni lo quemaba, era evidente. Había grandes matas de hierba y la que crecía ahora atravesaba otra capa de hierba podrida del año anterior. Seguro que había miles de agujeros de los campañoles. Desde allí arriba podía ver mejor el aspecto del tejado del establo. La cuestión era si realmente había alguna manera de salvarlo. Al pensar en ello se sintió desanimada. Una casa muere cuando está abandonada. Poco a poco, pero sin remedio. Se va descomponiendo, deja de respirar. Se resquebraja, se cae, se pudre.
«¿Por dónde empezar? -pensó Rebecka-. Sólo las ventanas ya son para dedicarse a jornada completa. Yo no sé arreglar tejados y al balcón ya no se puede salir.»
De pronto un temblor sacudió la casa. En el piso de abajo se acababa de cerrar la puerta de entrada de un golpe. El pequeño carillón que colgaba por dentro de la puerta con el texto «Jopa virkki puu visainen kielin kantelon kajasi tuota soittoa suloista», tembló y emitió unas pocas y débiles notas.
La voz de Sivving se oyó por toda la casa, subió con fuerza las escaleras y atravesó la puerta del pasillo.
– ¡Hola!
Unos segundos más tarde aparecía por la puerta. Era el vecino de su abuela. Mayor en todos los sentidos. Tenía el pelo blanco y suave como el algodón de una flor de sauce, camiseta militar casi amarilla bajo una chaqueta polar azul. Se le dibujó una gran sonrisa en la cara en cuanto vio a Rebecka, que se levantó al instante.
– Rebecka -fue lo único que dijo.
En dos pasos estuvo junto a ella y la rodeó con sus brazos.
No solían abrazarse, ni siquiera cuando ella era pequeña, pero no quiso ponerse rígida. Todo lo contrario: cerró los ojos los dos segundos que duró el abrazo. Se adentró en un mar de descanso. Sin contar las veces que le había estrechado la mano a alguien, nadie la había tocado desde…, bueno, desde que Erik Rydén le dio la bienvenida en la fiesta de empresa en la isla de Lidö. Y antes que eso, seis meses atrás, cuando le tomaron una muestra de sangre en el ambulatorio.
Dejaron de abrazarse pero Sivving Fjällborg continuó cogiéndola del antebrazo izquierdo con la mano derecha.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Bien -respondió ella con una sonrisa.
La cara de Sivving se puso más seria. La siguió cogiendo un segundo más antes de soltarla y enseguida le volvió a sonreír.
– Y te has traído a un amigo.
– Pues sí, éste es Nalle.
Nalle estaba totalmente absorto en un tebeo del Pato Donald. Resultaba difícil decir si sabía leer o si sólo miraba los dibujos.
– Bueno, pues tendréis que acompañarme a almorzar algo, porque tengo una cosa en casa que es de lo más bonito que se pueda ver. ¿Qué te parece, Nalle? ¿Zumo y un bollo? ¿O tomas café?
Nalle y Rebecka acompañaron a Sivving pegados a sus talones como si fueran dos terneros.
«Sivving -pensó Rebecka sonriendo-. Todo saldrá bien. Las ventanas hay que hacerlas de una en una.»
La casa de Sivving estaba al otro lado de la calle. Rebecka le explicó que había subido a Kiruna por cuestiones de trabajo y que se estaba tomando unos días de vacaciones. Sivving no le hizo preguntas incómodas, como por ejemplo por qué no había ido a dormir a Kurravaara. Rebecka se percató de que su brazo izquierdo colgaba sin fuerza a lo largo del costado y que arrastraba ligeramente el pie del mismo lado mientras caminaba. No mucho, pero algo. Ella tampoco preguntó nada.
Sivving vivía en el cuarto de la caldera que estaba en el sótano. Así tenía menos para limpiar y la casa no resultaba tan desolada. El resto sólo lo usaba cuando venían de visita sus hijos con los nietos. En cualquier caso, el cuarto de la caldera era acogedor. La vajilla y los enseres que necesitaba a diario le cabían en un estante que había barnizado de color marrón. Tenía montada una cama, una mesita de cocina con ala desplegable, una silla, una cómoda y un hornillo eléctrico.
En la colchoneta que había al lado de la cama estaba Bella, la perra vorsteh de Sivving, y pegados al cuerpo tenía cuatro cachorros. Bella se incorporó rápidamente y saludó a Nalle y a Rebecka, pero sin darles tiempo a que la acariciaran, sólo para apretar un momento el hocico contra ellos. Luego fue hasta su amo para darle un par de lametones.
– Hola, preciosa -le dijo Sivving-. Bueno, Nalle, ¿qué te parecen? Bonitos, ¿no?
Nalle apenas parecía haberle oído. Estaba sin poder apartar la mirada de los cachorros con una expresión en la cara que lo decía todo.
– Oh -decía-, oh. -Y se puso de cuclillas junto a la camita para coger a uno de los cachorros que estaba dormido.
– No sé si… -empezó Rebecka.
– No, déjalo -dijo Sivving-. Bella es una madre mucho más segura de lo que me había imaginado.
Bella se tumbó al lado de los tres cachorros que seguían en la cama, sin perder de vista a Nalle, que había levantado al cuarto y se había sentado con la espalda apoyada en la pared y el perro en el regazo. El animalito se despertó enseguida y empezó a atacar la mano de Nalle y la manga de su jersey todo lo que podía.
– Hay que ver cómo son -se rió Sivving-. Es como si tuvieran un botón de on-off. Los ves corriendo de un lado a otro sin parar y de pronto, plof, se quedan dormidos.
Se tomaron el café en silencio, pero no les importaba. Bastaba con ver a Nalle tumbado bocarriba con los cachorros subiéndole por las piernas, rasgándole la ropa mientras trataban de llegar a la barriga. Bella aprovechó para ir a mendigar un bollo a la mesa. Cuando se sentó junto a Rebecka empezó a caerle baba por los lados de la boca.
– Veo que te han enseñado bien -se rió Rebecka.
– A tu cama -le dijo Sivving a la perra agitando la mano.
– Oye, creo que no oye del todo bien del oído de tu lado -bromeó Rebecka riéndose todavía más.
– Me está bien empleado -se echó la culpa Sivving a sí mismo-. Pero es que ya sabes, cuando estamos solos es fácil darle algo si estoy comiendo. Y luego…
Rebecka asintió con la cabeza.
– Oye una cosa -dijo Sivving alegre-. Ahora que estás aquí con un muchacho fuerte me podríais ayudar a subir el embarcadero. He pensado en arrastrarlo con el tractor, pero me da miedo de que no aguante.
El pequeño embarcadero estaba encharcado y pesaba una tonelada, y además el río no lo quería soltar. Nalle y Sivving estaban en el agua uno a cada lado luchando con todas sus fuerzas. Los últimos insectos del verano aprovechaban para picarles en la nuca. El sol y el esfuerzo hicieron que la ropa que llevaban acabara tirada en la cuesta. Nalle se había puesto las botas de agua de reserva de Sivving y Rebecka había subido a cambiarse de ropa a casa de su abuela. Una de las botas de ella tenía un agujero, así que en pocos minutos tenía completamente mojado el pie derecho. Ahora estaba en la orilla tirando del embarcadero mientras el calcetín le chapoteaba dentro de la bota. Notaba el sudor cayéndole por la espalda y filtrándose por el cuero cabelludo. Húmedo y salado.
– Así te sientes viva -le dijo a Sivving con un resoplido.
– Por lo menos físicamente -respondió él.
Sivving la miró satisfecho, consciente de que el trabajo físico era como una liberación cuando el alma estaba sufriendo. Bien que la pondría a trabajar si volvía algún día.
Después comieron sopa de carne y pan seco en el cuarto de la caldera. Sivving había sacado tres taburetes como por arte de magia y cabían de sobra a la mesa. Rebecka se había podido cambiar de calcetines.
– Bueno, me alegro de que te gustara -le dijo Sivving a Nalle, que estaba engullendo la sopa intercalando bocados enormes de una rebanada de pan seco con una gruesa capa de mantequilla y queso-. Podrías venir a ayudarme más veces.
Nalle asintió con la boca llena de comida. Bella estaba tumbada en su cama con los cachorros dormitando junto a su barriga y de vez en cuando movía las orejas. Aunque tuviera los ojos cerrados siempre tenía controlada a la gente.
– Y tú, Rebecka -dijo Sivving-, siempre eres bienvenida.
Asintió con la cabeza y miró por la ventana del sótano.
«Aquí el tiempo pasa más despacio -pensó-. Pero sí que se nota que pasa. Un embarcadero nuevo, nuevo para mí, porque ya tiene unos cuantos años. El gato que desaparece por entre la hierba ya no es Mirri, la gata de Larsson. Ésa murió hace años. Ya no sé cómo se llaman los perros que oigo ladrar a lo lejos. Antes reconocía la voz afónica, combativa y pertinaz de Pilkki, que podía pasarse horas ladrando. Sivving. Dentro de poco necesitará ayuda para quitar la nieve y hacer la compra. Quizá soportaría vivir aquí.»
Anna-Maria subió su Ford Escort rojo hasta la explanada delante de la casa de Magnus Lindmark. Según Lisa Stöckel y Erik Nilsson, no era un secreto el odio que este hombre sentía hacia Mildred Nilsson. Tampoco que le hubiera pinchado las ruedas del coche y prendido fuego a su cabaña.
Estaba lavando su Volvo y, cuando Anna-Maria se dirigió hacia la casa, cerró el grifo y tiró la manguera al suelo. Rondaba los cuarenta. Era bajito pero se le veía fuerte y mientras ella bajaba del coche él se arremangó hasta los codos, probablemente para enseñar musculatura.
– Menuda locomotora -bromeó él.
Un instante después se dio cuenta de que era policía y la cara le cambió por completo, expresando una mezcla de desprecio y astucia. Anna-Maria pensó que debería haber ido con Sven-Erik.
– Creo que no me apetece responder a ninguna pregunta -dijo Magnus Lindmark antes de darle tiempo a que abriera la boca.
Anna-Maria se presentó e incluso enseñó la placa, cosa que no solía hacer de buenas a primeras.
«¿Qué hago ahora? -pensó-. No hay manera de obligarlo.»
– Aún no sabes de qué se trata -replicó.
– Déjame adivinar -dijo él recomponiendo la expresión de su cara en una forzada mueca de reflexión mientras se frotaba el mentón con el dedo índice-. ¿Un chocho que hacía de pastora y a la que le dieron su merecido? Y ahora déjame ver… No, no me apetece hablar de ello.
«Vaya -pensó Anna-Maria-, esto le gusta de verdad.»
– Vale -respondió ella con una sonrisa indiferente-. Pues me subo a la locomotora y me marcho.
Dio media vuelta y se dirigió al coche.
«Dirá algo», pensó.
– Si dais con el tipo que lo hizo -gritó-, llamadme para que vaya a felicitarle.
Caminó el último tramo hasta el coche y se dio la vuelta para mirarlo con la mano asida a la manilla de la puerta y sin decir nada.
– Era una furcia buscabroncas y le dieron lo que se merecía. ¿No llevas un bloc? Apúntatelo.
Anna-Maria sacó una libretita y un lápiz, y tomó nota. «Furcia buscabroncas».
– Parece haber sacado de quicio a más de uno -dijo como para sí misma.
Magnus Lindmark se acercó hasta ella y se puso ame-nazadoramente cerca.
– Eso que te quede claro -le dijo.
– ¿Por qué estabas tan enfadado con ella?
– Enfadado -escupió-. Me enfado con la puta perra cuando se pone a ladrarle a las ardillas de los árboles. Yo no soy un hipócrita, no tengo problemas en reconocer que la odiaba, y no era el único.
«Sigue hablando», pensó Anna-Maria mientras asentía con la cabeza.
– ¿Por qué la odiabas?
– Porque jodio mi matrimonio, ¡por eso! ¡Porque mi chaval empezó a mearse en la cama cuando tenía once años! Anki y yo teníamos problemas, pero después de que hablara con Mildred ya no había nada que solucionar. Le dije: «Si quieres ir a un consejero familiar, estoy dispuesto a hacerlo», pero no, esa pastora de mierda le comió la cabeza hasta que me abandonó. Y se llevó a los niños. ¿A que no pensabas que la Iglesia hacía esas cosas?
– No. Pero tú…
– Anki y yo discutíamos, no lo niego, pero supongo que tú también discutes con tu marido de vez en cuando.
– A menudo. Pero entonces, te cabreaste tanto que… -Anna-Maria cortó la frase y empezó a pasar hojas en su bloc-… le prendiste fuego a su cabaña, le pinchaste las ruedas y le rompiste los cristales del invernadero.
Magnus Lindmark sonrió de oreja a oreja y dijo con voz suave:
– Pero ése no fui yo.
– Claro. ¿Qué hiciste la víspera del solsticio de verano?
– Ya lo he dicho. Dormí en casa de un amigo.
Anna-Maria leyó en el bloc.
– Fredrik Korpi. ¿Duermes a menudo en casa de tus amigos?
– Cuando estoy tan trompa que no puedo llevar el coche a casa, pues…
– Dices que no eres el único que la odiaba. ¿Quién más?
Magnus hizo un aspaviento con el brazo.
– Todos.
– A mí me han dicho que la apreciaban.
– Sí, una panda de histéricas.
– Y unos cuantos hombres.
– Que también son unas histéricas. Pregúntale a cualquier hombre de verdad, perdona la expresión, y verás lo que te dicen. Incluso se había metido con el grupo de caza. Quería retirarnos las tierras y vete a saber qué más. Pero si piensas que fue Torbjörn el que se la cargó estás muy pero que muy equivocada, ya te lo digo ahora.
– ¿Torbjorn?
– Torbjörn Ylitalo, el guarda forestal de la parroquia y representante de la asociación de caza. Tuvieron la bronca del siglo esta primavera. A Torbjörn no le faltaban ganas de meterle la escopeta en la boca. Joder, cuando empezó con la fundación aquella para los lobos. Y eso, eso es una cuestión de clase. Para los urbanitas de Estocolmo es muy fácil amar locamente a los lobos, pero el día que bajen a las terrazas de los bares de sus campos de golf y se merienden a sus caniches, ¡entonces hay caza segura!
– Pero Mildred Nilsson no era de Estocolmo, ¿no?
– No, pero de por allí abajo. El primo de Torbjörn Ylitalo tenía un perro elkhound y los lobos se lo mataron cuando bajó a Värmland a casa de sus suegros por Navidad en el noventa y nueve. Era campeón de caza y había sido adiestrado para buscar personas. Nos lo contó en donde Micke y se le caían las lágrimas cuando explicaba cómo había encontrado al perro. O, mejor dicho, cuando encontró lo que quedaba de él, porque lo único que había era el esqueleto y algunas tiras de piel ensangrentada.
Se la quedó mirando y ella permaneció con la cara inexpresiva. ¿Qué se pensaba, que se desmayaría porque le estaba hablando de un esqueleto y tiras de piel?
Al ver que la inspectora Anna-Maria no decía nada Magnus Lindmark giró la cabeza hacia un lado y paseó la mirada por los abetos y por las nubes que cruzaban el cielo azulado de otoño.
– Tuve que ir a un abogado antes de poder ver a mis propios hijos. Joder, joder. Espero que sufriera antes de morir. ¿Fue así?
Cuando Rebecka y Nalle volvieron al establecimiento de Micke, el reloj ya marcaba las cinco de la tarde. Lisa Stöckel venía andando por la carretera del pueblo y Nalle corrió a su encuentro.
– ¡Perro! -gritó señalando a Majken, la perra de Lisa-. ¡Pequeño!
– Hemos estado con unos cachorros -explicó Rebecka.
– ¡Becka! -gritó Nalle señalando a Rebecka.
– Vaya, te has vuelto popular -le dijo Lisa con una sonrisa.
– Los cachorros me lo han puesto fácil -respondió ella tímida.
– Los perros en general -apuntó Lisa-. Te gustan los perros, ¿verdad, Nalle? Me han dicho que hoy te has hecho cargo de él, te lo agradezco mucho. Te puedo pagar los gastos de la comida o lo que sea.
Se sacó el monedero del bolsillo.
– No, no -se negó Rebecka agitando la mano de tal modo que a Lisa se le cayó el monedero al suelo.
Todas las tarjetas se desparramaron por el suelo, el carné de la biblioteca, la tarjeta de la cooperativa Medmera, la del súper ICA, la Visa y el permiso de conducir.
Y la fotografía de Mildred.
Lisa se agachó rápidamente para recogerlo todo, pero Nalle ya había recogido la foto. La habían hecho en un viaje en autocar que hicieron las del grupo Magdalena en un retiro a Uppsala. Mildred salía mirando a la cámara y riendo sorprendida y esquiva al mismo tiempo. Habían parado un momento a estirar las piernas y Lisa aprovechó para tomar la foto.
– Illred -le dijo Nalle a la imagen y se la pegó a la mejilla.
Le sonrió a Lisa, que estaba esperando impaciente con el brazo alargado y conteniéndose para no arrebatársela de un tirón. Qué suerte que no había nadie más por allí.
– Sí, eran buenos amigos, estos dos -dijo señalando con la barbilla a Nalle, que seguía con la foto en la mejilla.
– Por lo que estoy viendo era una pastora muy especial -dijo Rebecka con gravedad.
– Mucho -respondió Lisa-. Mucho.
Rebecka se agachó para acariciar al perro.
– Es toda una bendición -dijo Lisa-. Cuando estás con él todas tus preocupaciones se desvanecen.
– ¿No es una perra? -preguntó Rebecka mirando el vientre del animal.
– No, me refiero a Nalle -aclaró Lisa-. Ésta es Majken.
La acarició distraídamente.
– Tengo muchos perros.
– Me gustan los perros -dijo Rebecka rascando a Majken entre las orejas.
«Las personas son más difíciles, ¿verdad? -pensó Lisa-. Lo sé. Yo fui igual durante mucho tiempo. Supongo que sigo igual.»
Pero Mildred había conseguido hacerla participar en todo ya desde el principio, como cuando la convenció para que diera charlas de economía privada. Al principio Lisa se mostró contraria, pero Mildred se había puesto… tozuda era una palabra ridícula. A Mildred no se le podía aplicar ese término.
– ¿Te dan igual? -le pregunta Mildred-. ¿Las personas te dan igual?
Lisa está sentada en el suelo con Bruno tumbado a su lado mientras le corta las uñas.
Majken también está allí, vigilante como una enfermera. Los demás perros están tumbados en el pasillo deseando que nunca llegue su turno. Si se quedan muy quietos y callados, a lo mejor Lisa se olvida de ellos.
Y Mildred está sentada en el sofá de la cocina explicándoselo, como si el problema fuera que Lisa no lo entendiera. El grupo Magdalena quiere ayudar a otras mujeres que están con la moral por los suelos en lo que a economía se refiere. Cobrando el paro desde hace tiempo o la baja por larga enfermedad y con los de Hacienda tras sus pasos. Con los cajones de la cocina repletos de papeles de empresas de embargo, de las autoridades y Dios sabe de quién más. Y ahora resulta que Mildred se entera de que Lisa trabaja de asesora de deudas y presupuestos en el Ayuntamiento y lo que quiere es que Lisa dé un curso a estas mujeres para que pongan orden en su economía privada.
Lisa le quiere decir que no, que en verdad no le importan las personas, que sólo le preocupan sus perros, gatos, cabras, ovejas, corderos. Y el alce hembra que apareció el invierno pasado delgada como un palo y a la que tuvo que alimentar para que se recuperase.
– No irá nadie -le replica Lisa.
Le corta la última uña a Bruno, le da una palmadita y el perro se va corriendo con el resto de la manada que está en el pasillo al tiempo que Lisa se pone en pie.
– Cuando se lo propongas dirán «sí, sí, qué buena idea» -continúa-, pero a la hora de la verdad no irá nadie.
– Habrá que verlo -dice Mildred y entorna los ojos.
Después su boca de piñón dibuja una gran sonrisa enseñando una hilera de dientecillos como los de un niño.
A Lisa le tiemblan las rodillas, desvía la mirada hacia otro lado y termina soltando un «bueno, iré» sólo para que la pastora se marche y la deje tranquila.
Tres semanas más tarde Lisa habla delante de un grupo de mujeres y hace esquemas en una pizarra blanca, diagramas de quesos en rojo, verde y azul. Observa de reojo a Mildred sin apenas atreverse a mirarla. Para evitarla, procura pasear la mirada por el resto del público. Se han arreglado. ¡Dios nos valga! Blusas baratas, rebecas desmotadas, bisutería dorada. La mayoría escucha respetuosamente, otras miran a Lisa casi con odio, como si ella tuviera la culpa de la situación en la que se encuentran.
Poco a poco se va metiendo por inercia en otros proyectos del grupo de mujeres, incluso acude a las sesiones de interpretación de la Biblia por un tiempo, pero al final la cosa se vuelve insostenible. Llega un punto en el que ya no puede mirar a Mildred porque tiene la sensación de que las demás pueden leerle la cara como si fuera un libro abierto. Pero, a la vez, no consigue quitarle el ojo de encima, lo cual tampoco pasa desapercibido. No sabe dónde meterse, no se entera de lo que hablan, se le cae el bolígrafo al suelo. Por último decide no ir más.
Se mantiene alejada del grupo, pero la inquietud es como una enfermedad incurable. Se despierta a media noche y tiene a la pastora metida en la cabeza las veinticuatro horas del día. Empieza a salir a correr, kilómetros y kilómetros, primero por los caminos asfaltados, después la tierra se empieza a secar y puede correr por el bosque. Se va a Noruega a comprarse otro perro, un springer spaniel, para ocupar más las horas. Enmasilla todas las ventanas de la casa y ya no le pide el motocultor al vecino para arar el patatal, sino que lo hace a mano durante las suaves tardes de mayo. A veces le parece que suena el teléfono dentro de casa, pero nunca contesta.
– Dame la foto, Nalle -le pide Lisa intentando que la voz le salga neutral.
Nalle sujetaba la imagen con las dos manos y continuaba con una sonrisa de oreja a oreja.
– Illred -decía-. Columpio.
Lisa le clava la mirada y al final le quita la fotografía.
– Sí, vale -dijo finalmente.
A Rebecka le dijo, un poco demasiado rápido, aunque ella no parecía darse cuenta:
– Nalle hizo la confirmación con Mildred y aquella preparación era poco… poco convencional. Ella entendía que Nalle era un niño, así que se pasaban mucho tiempo en los columpios del parque, de paseo con la barca y consumiendo pizzas. ¿Verdad, Nalle? Tú y Mildred comíais pizza, ¿a que sí? Cuatro estaciones, ¿no?
– Hoy se ha comido tres platos de sopa con carne -dijo Rebecka.
Nalle se fue de su lado y empezó a caminar hacia el gallinero. Rebecka le gritó adiós, pero no pareció oírla.
Lisa tampoco parecía enterarse demasiado cuando Rebecka se despidió y se fue a su cabaña. Le devolvió el adiós como ausente y sin quitarle el ojo a Nalle.
Lisa le siguió los pasos al chico igual que un zorro persigue a su presa hasta el gallinero, que estaba en la parte de atrás del bar.
Pensaba en lo que había dicho cuando tenía la foto de Mildred en las manos: «Illred, columpio», pero Nalle no se columpiaba. Le habría gustado ver el columpio en el que cupiese aquel gigantón, así que era imposible que hubiesen pasado las horas en un parque columpiándose.
Nalle abrió la puerta del gallinero. Solía recoger los huevos para llevárselos a Mimmi.
– Nalle -le dijo Lisa intentando captar su atención-. Nalle, ¿viste a Mildred montada en un columpio?
Ella señaló con la mano por encima de su cabeza.
– Columpio -fue la respuesta.
Lisa lo siguió hasta dentro de la casita y él ya estaba metiendo la mano debajo de las gallinas para recoger los huevos que estaban incubando. Se reía cuando las aves enfurecidas le picoteaban la mano.
– ¿Subía mucho? ¿Era Mildred?
– Illred -dijo Nalle.
Se metió los huevos en los bolsillos y salió.
«Por Dios», pensó Lisa. «¿Qué estoy haciendo? No hace más que repetir lo que le digo.»
– ¿Viste la nave espacial? -le preguntó haciendo un gesto de volar con la mano-. ¡Woschh!
– ¡Woschh! -sonrió Nalle sacándose un huevo del bolsillo y meciéndolo en el aire.
En la carretera se detuvo el coche de Lars-Gunnar y pitó un par de veces.
– Tu padre -dijo Lisa.
Alzó la mano para saludarle y pudo sentir lo rígida y tiesa que la tenía. El cuerpo era traidor. Le resultaba imposible mirar a Lars-Gunnar a los ojos o siquiera intercambiar con él una palabra.
Se quedó detrás del bar mientras Nalle fue corriendo hasta el coche.
«No pienses en eso», se instó a sí misma. «Mildred está muerta y no hay nada que pueda cambiarlo.»
Anki Lindmark vivía en un segundo piso en la calle Kyrkogatan, 21D. Entreabrió la puerta cuando Anna-Maria Mella llamó al timbre y la observó por encima de la cadenita. Rondaba los treinta, algún año menos. Llevaba el pelo teñido en casa, de color rubio, y se le veían las raíces. Vestía una rebeca larga y falda tejana. Lo que más le chocó a Anna-Maria cuando la vio por la ranura de la puerta fue su estatura, por lo menos le sacaba una cabeza a su ex marido. La inspectora se presentó.
– ¿Eres la ex de Magnus Lindmark? -le preguntó luego.
– ¿Qué ha hecho? -respondió Anki Lindmark.
Y al instante se le abrieron los ojos de par en par.
– ¿Pasa algo con los niños?
– No -la tranquilizó Anna-Maria-. Sólo quiero hacerte unas preguntas, no tardaré mucho.
Anki Lindmark desenganchó la cadenita, la dejó entrar y luego cerró la puerta con llave.
Fueron a la cocina, que estaba limpia y ordenada. En la encimera había avena, chocolate en polvo y azúcar en un Tupperware. El microondas tenía encima un mantelito y en el alféizar de la ventana había tulipanes de madera en un jarro, un pájaro de cristal y una carretilla en miniatura también de madera. En la puerta de la nevera y del congelador había dibujos de los niños pegados con imanes. Cortinas de verdad, con dobladillo abajo, capa arriba y fruncidas en los lados.
Junto a la mesa había una mujer de unos sesenta años con el pelo de color zanahoria que le echó una mirada de enfado a Anna-Maria cuando entró en la cocina. Con unos golpecitos sacó un cigarrillo mentolado del paquete y lo encendió.
– Mi madre -le informó Anki Lindmark cuando se sentaron.
– ¿Dónde están los chicos? -le preguntó Anna-Maria.
– En casa de mi hermana. Hoy es el cumpleaños de su primo.
– Tu ex marido, Magnus Lindmark… -dijo Anna-Maria.
Cuando la madre de Anki Lindmark oyó el nombre de su antiguo yerno expulsó el humo de la calada con un resoplido.
– … ha dicho públicamente que odiaba a Mildred Nilsson -prosiguió la inspectora.
Anki Lindmark asintió con la cabeza.
– Provocó daños materiales en su propiedad -dijo Anna-Maria.
Al instante sintió que se podría haber cortado la lengua. «Provocó daños materiales en su propiedad.» ¿Qué formalismos de mierda eran aquéllos? Era la fumadora aquella del pelo de zanahoria y ojos pequeños, que la hacía ponerse formal.
«Sven-Erik, ven a ayudarme», pensó.
Él sabía hablar con las mujeres.
Anki Lindmark se encogió de hombros.
– Una cosa, todo lo que hablemos queda entre tú yo -le aclaró Anna-Maria en un intento de acortar distancias-. ¿Le tienes miedo?
– Explícale por qué vives aquí -intervino la madre.
– Sí -reconoció Anki Lindmark-. Al principio de haberlo dejado estuve viviendo en casa de mi madre en Poikkijärvi…
– La vendimos -puntualizó la otra mujer-. Ya no podemos estar allí. Continúa.
– … pero Magnus estuvo dejándome recortes de prensa sensacionalista de incendios y cosas así, de modo que al final no me atreví a quedarme allí.
– Y la policía no puede hacer absolutamente nada -dijo la madre con una sonrisa despojada por completo de alegría.
– No es malo con los niños, no lo es, pero a veces cuando bebe… Bueno, pues puede venir y ponerse a gritar en el rellano y decirme cosas… Zorra y lo que se le ocurra… Darle patadas a la puerta. Así que es mejor vivir así, con vecinos y sin ventanas a pie de calle. Pero antes de que me dieran este piso y me atreviera a vivir sola con los niños, estuve un tiempo en casa de Mildred. Pero, claro, le rompían los cristales y él… Y le pinchaban las ruedas… Y su cabaña apareció envuelta en llamas.
– Y ¿era Magnus?
Anki Lindmark dejó caer la mirada sobre la mesa. Su madre se inclinó hacia Anna-Maria.
– Los únicos que no creen que fuera él, ¿sabes quiénes son? Pues los de la policía -le dijo.
Anna-Maria no se quiso meter en razonamientos sobre la diferencia entre creer algo y tener pruebas que lo demuestren, sino que prefirió asentir con la cabeza pensativa.
– Todo lo que deseo es que conozca a alguien -dijoAnki Lindmark-. Y a ser posible que tengan hijos. Pero la verdad es que ahora las cosas van un poco mejor, desde que Lars-Gunnar habló con él.
– Lars-Gunnar Vinsa -apuntó la madre-. Es policía, o era. Ahora ya está jubilado. Además, es el que dirige el grupo de caza de la asociación de cazadores. Habló con Magnus, y si hay algo que Magnus no quiere es perder su sitio en el grupo.
Lars-Gunnar Vinsa, claro que Anna-Maria sabía quién era, aunque cuando ella empezó en Kiruna él sólo estuvo un año más y no llegaron a trabajar juntos, por lo que no se atrevía a decir que se conocieran. Sabía que tenía un chaval con discapacidad psíquica y se acordaba bien de cómo se enteró. Lars-Gunnar y un compañero habían recogido a una toxicómana adicta a la heroína que estaba dando problemas en Kupolen. Lars-Gunnar le había preguntado si llevaba jeringuillas en los bolsillos antes de registrarla. Que no, joder, que están en casa. Así que Lars-Gunnar le metió las manos en los bolsillos para ver qué llevaba y se pinchó con una jeringuilla. La chica entró en comisaría con el labio inferior que parecía un balón de fútbol reventado y chorreando sangre por la nariz. Los compañeros no dejaron que Lars-Gunnar se denunciara a sí mismo, según le habían contado a Anna-Maria. Eso fue en 1990. Para obtener una respuesta segura de una prueba de VIH había que esperar seis meses y durante las semanas que siguieron se habló mucho sobre Lars-Gunnar y su chaval de seis años. La madre había abandonado a su hijo y Lars-Gunnar era lo único que tenía.
– ¿Así que Lars-Gunnar habló con Magnus después del incendio? -preguntó Anna-Maria.
– No, fue después de lo de la gata.
Anna-Maria esperó en silencio.
– Teníamos una gata -dijo Anki y carraspeó como si se le hubiera quedado algo en la garganta-. Skrollan. El día que me largué la estuve llamando, pero llevaba unos días desaparecida. Pensé que ya volvería más tarde a buscarla. Yo estaba muy nerviosa porque no quería encontrarme con Magnus. Él nos hacía llamadas, a veces de madrugada. En cualquier caso, un día llamó a mi trabajo y dijo que había colgado una bolsa con cosas mías en la puerta del piso.
Se quedó callada.
Su madre expulsó una bocanada de humo hacia Anna-Maria que se deshizo en finas nubéculas.
– En la bolsa estaba Skrollan -dijo al ver que su hija no continuaba-. Y sus gatitos. Cinco. Les había cortado la cabeza a todos. No había más que sangre y pelo.
– ¿Qué hiciste?
– Bueno, ¿qué iba a hacer? -continuó la madre-. Vosotros no podéis hacer nada, incluso Lars-Gunnar lo dijo. Si denuncias a la policía, tiene que haber un delito. Si hubiesen sufrido, podría haber sido maltrato animal, pero como les cortó la cabeza lo más probable es que no tuvieran tiempo de sufrir. Si hubiesen tenido algún valor económico, podría haber sido un delito de daños y perjuicios, por ejemplo si hubieran sido de pura raza o un perro de caza. Pero éstos eran gatos vulgares y corrientes.
– Sí -asintió Anki Lindmark-. Pero en ningún momento pensé que se los iba a cargar…
– Bueno, y luego ¿qué? -dijo la madre-. ¿Te acuerdas de lo que pasó con Peter cuando tú viniste a vivir aquí?
La madre apagó la colilla y encendió otro cigarrillo.
– Peter vive en Poikkijärvi, también está separado. Es un chico dulce y encantador. Bueno, él y Anki empezaron a quedar de vez en cuando…
– Como amigos -intervino Anki.
– Una mañana, cuando Peter iba de camino al trabajo, Magnus se le cruzó con el coche por delante. Paró y bajó. Peter no podía continuar porque aquel coche ocupaba todo el camino de grava. Magnus se baja del coche, va hasta el maletero y saca un bate de béisbol y empieza a caminar hacia el coche de Peter. Y Peter dentro del coche pensando que va a morir y con imágenes de sus hijos en la cabeza, intuyendo que acabaría como un bulto. Y Magnus, muerto de risa, se mete en su coche otra vez y se larga a toda prisa haciendo saltar la gravilla. Y ahí acabaron las citas, ¿verdad, Anki?
– Yo no quiero pelearme con él. Es bueno con los chicos.
– Pero si apenas te atreves a ir al súper. Es casi como cuando estabas casada con él. Estoy hasta las narices de todo esto. ¡La policía! No pueden hacer una puta mierda.
– ¿Por qué estaba tan enfadado con Mildred? -preguntó Anna-Maria.
– Magnus decía que ella era la que intentaba convencerme para que me separara.
– ¿Y era así?
– No, señora -dijo Anki-. Soy una mujer adulta y tomo mis propias decisiones. Ya se lo dije a Magnus.
– Y ¿él qué te dijo?
– «¿Es Mildred la que te ha dicho que me digas eso?»
– ¿Sabes qué hizo la noche antes del solsticio de verano?
Anki Lindmark negó con la cabeza.
– ¿Te ha pegado alguna vez?
– Nunca a los niños. Era hora de retirarse.
– Sólo una última cosa -añadió Anna-Maria-. Cuando vivías en casa de Mildred, ¿qué impresión te dio su marido? ¿Cómo les iba?
Anki Lindmark intercambió una mirada con su madre.
«El tema preferido del pueblo», pensó Anna-Maria.
– Ella iba y venía como los gatos -dijo Anki-. Pero él parecía estar a gusto, así que… Bueno, nunca se peleaban ni nada.
Caía la noche. Las gallinas entraban en su caseta y se apretujaban en el palo de madera. El viento amainaba y se tumbaba a descansar sobre la hierba mientras los detalles se iban borrando del paisaje. La grava, los árboles y las casas se desvanecían con el azul oscuro del cielo nocturno. Los sonidos se fueron acercando, volviéndose más nítidos.
Lisa Stöckel prestaba atención al sonido de sus pasos en la grava a medida que avanzaba por la carretera camino del bar, con su perra Majken pegada a los talones. La reunión del grupo Magdalena empezaría dentro de una hora y después tendrían la cena de otoño, todo en el restaurante de Micke.
Procuraría mantenerse sobria y estar tranquila, aguantar el clásico parloteo sobre que todo tiene que continuar aunque Mildred no esté y que Mildred estaba igual de presente que antes. Tendría que morderse el labio inferior, agarrarse a la silla y no levantarse para gritar: «¡Estamos acabadas! ¡Nada puede seguir sin Mildred! ¡No está cerca! ¡Se está pudriendo bajo tierra! ¡En polvo se convertirá! Y vosotras… vosotras volveréis a quedaros en casa todo el día, volveréis a preparar el café, volveréis a ser viejas fibromiálgicas y volveréis al chismorreo. A leer el ICA Kuriren y el Hemmets Journal, y volveréis a servir a vuestros hombres.»
Entró por la puerta y la visión de su hija le interrumpió los pensamientos.
Mimmi. Pasaba una bayeta por las mesas y los alféizares. Llevaba el pelo de colores recogido en dos rosquillas por encima de las orejas y el encaje rosa del sujetador asomaba por el escote del ajustado jersey negro. Tenía las mejillas enrojecidas y acaloradas, probablemente por haber estado en la cocina preparando la cena.
– ¿Cuál es el menú? -le preguntó Lisa.
– Me he inspirado un poco en el Mediterráneo. Panecillos de oliva con revoltillos de entrante -respondió Mimmi sin bajar el ritmo con la bayeta; ahora la pasaba por la barra y después la secaba con el paño que llevaba siempre doblado en la cinturilla del delantal-. Hay tsatsiki, tapenade y humus -continuó-. Y después alubias estofadas. He pensado que lo mejor sería hacerlo vegetariano para todas, como la mitad sois come-flores…
Alzó la vista y le sonrió burlona a Lisa, que justo se estaba quitando la gorra.
– Pero, madre -exclamó-. ¿Qué coño te has hecho en la cabeza? ¿Dejas que los perros te muerdan el pelo cuando lo llevas demasiado largo?
Lisa se pasó la mano por el pelo mal cortado intentando igualarlo y al instante siguiente Mimmi miró el reloj.
– Yo te lo arreglo -dijo-. Coge una silla y siéntate.
Se metió en la cocina batiendo la puerta basculante.
– De postre, helado de mascarpone con moras -gritó desde dentro-. Está… -Terminó la frase con un silbido de admiración.
Lisa sacó una silla, se quitó la chaqueta y se sentó. Majken se tumbó inmediatamente a sus pies; aunque el paseo había sido corto o estaba exhausta o tenía dolores, probablemente lo segundo.
Lisa estaba quieta como en la iglesia mientras Mimmi le pasaba los dedos por el pelo y se lo igualaba con las tijeras para dejarle apenas un centímetro.
– ¿Cómo crees que van a funcionar las cosas ahora, sin Mildred? -preguntó Mimmi-. Aquí tienes tres remolinos juntos.
– Seguiremos como siempre, supongo.
– ¿Con qué?
– Con las cenas para madres con críos pequeños, la braga limpia y la loba.
La braga limpia había empezado como un proyecto de colecta. Lo que ocurría con las ayudas prácticas que los servicios sociales ofrecían a las mujeres alcohólicas era que estaban muy dirigidas al otro sexo. En el kit de ropa había maquinillas de afeitar de usar y tirar y calzoncillos, pero ni bragas ni tampones, sino que las mujeres tenían que contentarse con compresas que parecían pañales y calzoncillos de hombre. El grupo Magdalena se había ofrecido a los servicios sociales para hacer una labor de colaboración que consistía en comprar bragas, tampones y otros productos de higiene, como desodorante y suavizante para el pelo. Con el tiempo se habían convertido también en personas de contacto que daban su nombre al casero al que se le había podido convencer para que alquilara un piso a la mujer alcohólica. Si había algún problema, el propietario podía llamar a la persona de contacto directamente.
– ¿Qué vais a hacer con la loba?
– Estamos cruzando los dedos para que la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza colabore para vigilarla. Ahora en invierno, cuando se le puede seguir el rastro en moto de nieve, lo tiene crudo si no conseguimos montar vigilancia. Pero hay algo de dinero en la fundación, así que ya veremos.
– Ahora ya no te escapas, lo sabes, ¿verdad? -le dijo Mimmi.
– ¿A qué te refieres?
– Tú tienes que ser el motor del grupo Magdalena.
Lisa se sopló unos pelitos que se le habían puesto debajo del ojo.
– Jamás -dijo.
Mimmi se echó a reír.
– ¿Crees que tienes elección? La verdad es que me parece bastante gracioso, tú nunca has sido mujer de asociaciones, ¿a que no te lo esperabas? Dios, cuando me enteré de que te habían hecho presidenta… Micke tuvo que hacerme los primeros auxilios.
– Seguro que sí -dijo Lisa un poco seca.
«No -pensó-. Nunca me lo imaginé. Nunca me imaginé muchas cosas de mí misma.»
Los dedos de Mimmi se paseaban por su pelo con el sonido de las hojas de la tijera frotando la una contra la otra.
«Aquella noche a principios de verano…», pensó Lisa.
Estaba sentada en la cocina cosiendo unas nuevas cubiertas para las camas de los perros. Las tijeras emitían su característico sonido, swisch, swisch, klip, klip. En el comedor estaba la tele encendida y había dos perros tumbados en el sofá; casi parecía que miraban las noticias. Lisa las escuchaba de lejos mientras hacía las labores y al cabo de un rato se puso con la máquina de coser para hacer más rectas las costuras de los retales. Pisaba el pedal a fondo.
Karelin roncaba en la cama del pasillo creando una de las imágenes más ridiculas que pueda haber. Estaba tumbado de espaldas con las patas de atrás arriba y hacia los lados y con una oreja tapándole un ojo como si fuera un parche pirata. Majken estaba en la cama del dormitorio con una pata tapándose el hocico. De vez en cuando emitía algún sonido gutural y le daba algún espasmo. El nuevo springer spaniel estaba cómodamente acurrucado a su lado.
De golpe Karelin despierta de su sueño y se pone a ladrar como un loco. Los perros del comedor bajan de un salto del sofá para hacerle compañía al mismo tiempo que Majken y el springer spaniel aparecen corriendo y por poco tiran al suelo a Lisa, que también se ha puesto en pie.
Karelin entra en la cocina como si fuera imposible no entender y empieza a explicarle a viva voz a Lisa que hay alguien en la escalinata, que tienen visita, que viene alguien.
Es Mildred Nilsson, la pastora. Está fuera en el porche. Los últimos rayos de sol de la tarde transforman su pelo en una corona de oro.
Los perros se le echan encima fuera de sí de alegría por la visita. Ladran, vociferan, gimen -Bruno incluso canta unas notas-, y golpean la jamba de la puerta y la baranda del porche con las colas.
Mildred se agacha para saludarlos. Ya va bien. Ella y Lisa no se pueden mirar demasiado rato. En cuanto Lisa la vio allí fuera sintió como si las dos se hubieran metido en una corriente de agua. Con los perros tienen cierto margen para situarse. Se cruzan una mirada, después la apartan. Los perros le lamen la cara a Mildred, hacen que se le corra el rímel de las pestañas y le llenan la ropa de pelos.
La corriente baja con fuerza. Hay que sujetarse bien, así que Lisa se agarra a la manilla de la puerta y les ordena a los perros que se vayan a acostar. En situaciones normales les pega un grito y mete bulla, que es su tono normal de conversación con ellos, aunque no parece importarles demasiado. Pero ahora la orden sale casi como un susurro.
– A la cama -dice haciendo un suave gesto con la mano indicando el interior de la casa.
Los perros la miran desconcertados. ¿Acaso no les va a pegar un berrido? Aun así hacen lo que les pide.
Mildred coge aire y Lisa se da cuenta de que está enfadada. Lisa, que es bastante más alta, estira un poco el cuello.
– ¿Dónde has estado? -le pregunta Mildred furiosa.
Lisa arquea las cejas.
– Aquí -le contesta.
Clava la mirada en las marcas de verano en la piel de Mildred. A la pastora le han salido pequitas y el vello de la cara, en el labio superior y la mandíbula, se le ha vuelto rubio.
– Ya sabes a qué me refiero -le reprocha Mildred-. ¿Por qué ya no vienes a las sesiones de interpretación de la Biblia?
– He… -intenta responder removiendo ideas en la cabeza para encontrar una excusa aceptable.
Pero al instante se pone de mal humor. ¿Por qué tiene que dar explicaciones? ¿Acaso no es una persona adulta? Con cincuenta y dos años quizá una ya tiene derecho a hacer lo que quiera.
– Tengo otras cosas que hacer -le responde con un tono de voz un poco más cortante del que había pretendido.
– ¿Como qué?
– ¡Seguro que lo sabes!
Allí están, como dos renos inflando y desinflando el pecho.
– Sabes bien por qué no voy -dice al final Lisa.
La corriente les llega ya por las axilas. La pastora pierde el equilibrio con la corriente, da un paso hacia Lisa, atónita y enfadada al mismo tiempo. Y con algo más en la mirada. Entreabre la boca y toma aire como cuando estás a punto de desaparecer bajo el agua.
La corriente arrastra a Lisa. Se suelta de la manilla de la puerta, avanza hacia Mildred, le rodea la nuca con la mano, siente su pelo como el de una niña entre sus dedos, lleva a Mildred a su encuentro.
La pastora entre sus brazos. Su piel es tan fina. Entran en el recibidor enroscadas la una con la otra, dejan la puerta abierta golpeando contra la baranda del porche y dos de los perros acaban marchándose corriendo.
Lo único cuerdo que le pasa a Lisa por la cabeza: «Se quedarán en el jardín.»
Se tropiezan con los zapatos y las camas de los perros que hay por el suelo. Lisa va entrando de espaldas con los brazos todavía agarrando a Mildred, uno por la cintura, el otro por la nuca. Mildred está pegada a su cuerpo, la empuja, le desliza las manos por debajo del jersey, le acaricia los pezones con las yemas de los dedos.
Cruzan la cocina a trompicones y se dejan caer sobre la cama del dormitorio, donde está Majken con olor a perro mojado. No ha podido resistir pegarse un chapuzón en el río una hora antes.
Mildred bocarriba, ropas fuera, los labios de Lisa pegados a su cara. Dos dedos hasta el fondo de sus entrañas.
Majken levanta la cabeza y les echa una mirada, pero enseguida se vuelve a tumbar tranquilamente con un suspiro y el hocico entre las patas. Ya ha visto aparearse miembros de la misma manada en otras ocasiones. No tiene nada de extraño.
Después hacen café y ponen unos bollos a descongelar. Se zampan un montón cada una. Están muertas de hambre. Mildred aprovecha para darles algunos trozos a los perros y se ríe, hasta que Lisa le dice que pare, que se van a poner enfermos, pero aunque trate de sonar estricta se le escapa la risa.
Están sentadas en la cocina en medio de la clara noche de verano, cada una en una silla y envuelta en una manta. A los perros se les ha contagiado la fiesta y van dando vueltas por la casa.
De vez en cuando las manos se alargan sobre la mesa hasta encontrarse.
El dedo índice de Mildred le pregunta al reverso de la mano de Lisa: «¿Sigues ahí?», y la mano le responde: «¡Sí!» El corazón y el índice de Lisa le preguntan al pulso de Mildred: «¿Culpa? ¿Arrepentimiento?», y la muñeca responde: «¡No!»
Y Lisa se ríe.
– Supongo que será mejor que vuelva a las clases de la Biblia -comenta.
Mildred se echa a reír. Un trozo de bollo de canela se le cae de la boca y rueda por la mesa.
– Sí, por Dios, hay que ver lo que una tiene que hacer para acercar la Biblia a la gente.
Mimmi se colocó delante de Lisa para estudiar su obra con las tijeras en la mano como una espada desenvainada.
– Ya está -concluye-. Ya no sentiré vergüenza ajena.
Le removió el pelo a su madre y después se quitó el paño de cocina del cordón del delantal con el que le sacudió los pelos que se le habían quedado en la nuca y en los hombros.
Lisa se pasó la mano por la cabeza rapada.
– ¿No te vas a mirar en el espejo? -le preguntó Mimmi.
– No, seguro que está bien.
Reunión otoñal del grupo Magdalena. Micke Kiviniemi había preparado una mesita con bebida fuera del local, junto a la puerta de la escalera de entrada al bar. Fuera estaba oscuro, casi negro, y hacía más calor de lo que cabía esperar para la época del año. Con velas en tarros de cristal, había marcado el sendero que cruzaba la explanada de grava desde la carretera hasta los escalones, y en la escalinata y sobre la mesita de las bebidas había varias lamparillas hechas en casa.
Y obtuvo su recompensa. Se oían las exclamaciones de admiración desde la carretera. Ya llegaban. Avanzaban a pasitos cortos, a pasos normales o a saltitos por la gravilla. Una treintena de mujeres, la más joven de casi treinta años y la mayor acababa de cumplir setenta y cinco.
– Qué bonito -le decían-. Es como estar en el extranjero.
Él les correspondía con una sonrisa, pero sin decir nada. Buscaba resguardo detrás de la mesita con la sensación de estar observando la fauna salvaje desde un escondrijo. No tenían que preocuparse por él, debían actuar de manera natural como si él no estuviera presente. Micke estaba excitado, como un chaval tumbado espiando entre los árboles sobre las hojas caídas.
La explanada de grava delante del bar semejaba una gran sala oscura llena de sonido. Los pies sobre las piedrecillas, las risitas, el parloteo, la cháchara, el cacareo. Los sonidos fluían, se alzaban hacia el negro firmamento estrellado, atravesaban el río sin pudor hasta tocar las casas de la otra orilla. Después, eran absorbidos por el bosque, por los abetos negros y el musgo sediento. Corrían a lo largo de la carretera y le hacían un recordatorio al pueblo: existimos.
Se habían perfumado y vestido con elegancia para la ocasión. Claro que se notaba que no eran ricachonas: los vestidos se habían quedado anticuados, llevaban chaquetillas largas de algodón y faldas de campana floreadas. Ellas mismas se habían hecho la permanente en casa y calzaban zapatos de los grandes almacenes OBS.
En poco más de media hora ya habían repasado todos los temas de la reunión. La lista de cosas por hacer se llenó en el acto con nombres de voluntarias; había más manos en el aire de las que hacían falta.
Luego, pasaron a la cena. La mayoría no tenía costumbre de beber y, apenas sin darse cuenta, enseguida se pusieron bastante alegres. A Mimmi se le escapaba la risa cuando pasaba entre las mesas. Micke no salía de la cocina.
– Oh, Dios -exclamó una de las mujeres cuando Mimmi apareció con el postre-. No me lo había pasado tan bien desde…
Dejó la frase a medias moviendo su delgado brazo en busca de un final. Le salía del vestido como si fuera una cerilla.
– … desde el funeral de Mildred -gritó alguien.
Hubo unos segundos de silencio. Después estallaron todas en una risa histérica, gritándose entre ellas que era verdad, que el funeral de Mildred había sido…, sí, de muerte, y rompieron a carcajada limpia hasta exprimir el poco jugo que el juego de palabras tenía.
El funeral. Vestidas de negro presenciaron cómo bajaban el ataúd mientras el sol de principios de verano se les clavaba en los ojos. Los abejorros zumbaban alrededor de las coronas de flores, las hojas de abedul tiernas y brillantes parecían enceradas, las copas de los árboles eran iglesias verdes repletas de pájaros deseosos por aparearse y de sus hembras trinando las respuestas. Era la manera de la naturaleza de decir: «No me importa, yo no me detengo nunca, en polvo te convertirás.»
Aquel celestial y hermoso inicio de verano hacía de telón de fondo del horrible hoyo cavado en el suelo y del ataúd barnizado.
Dentro de sus cabezas el aspecto que tendría Mildred. El cráneo como una maceta rota debajo de la piel.
Majvor Kanga, una de las mujeres del grupo, las invitó a casa después del café del funeral.
– ¡Veníos! -dijo-. Mi marido se ha ido a la casa del campo y no quiero estar sola.
Así que se fueron a su casa. El abatimiento las mantuvo sentadas en los abultados sofás de piel negra del salón sin gran cosa que decir, siquiera sobre el tiempo.
Pero a Majvor se le despertó algo rebelde en el cuerpo.
– ¡Ahora vais a ver! -gritó-. ¡Ayudadme!
Se fue a la cocina a buscar un taburete alto con dos peldaños, se subió y abrió uno de los armaritos del altillo del pasillo, de donde sacó unas cuantas botellas: whisky, coñac, licores, calvados. Algunas mujeres la ayudaron a bajarlas.
– Esto es cosa fina, ¿eh? -dijo una al leer la etiqueta-. Malta de doce años.
– Nos las trae nuestra nuera siempre que sale al extranjero -les explicó Majvor-. Pero Tord nunca las abre. Él sólo invita a cubatas de garrafón. Y a mí no es que me tire mucho todo esto, pero hoy…
Terminó la frase con una pausa expresiva. Después, una mujer a cada lado del taburete, la ayudaron a bajar como una reina de su trono sujetándola de las manos.
– ¿Qué dirá Tord?
– ¿Qué va a decir? -dijo Majvor-. Ni siquiera se dignó sacarlas cuando cumplió sesenta el año pasado.
– ¡Deja que se beba él su propio matarratas!
Y luego empezaron a ponerse contentas. Cantaron salmos, se expresaron el cariño, hicieron discursos.
– ¡Un brindis por Mildred! -gritó Majvor-. Por la mujer más indómita que jamás he conocido.
– ¡Estaba loca!
– ¡Ahora nos toca estar locas a nosotras!
Rieron mucho. También lloraron alguna lágrima. Pero, sobre todo, rieron. Aquél fue el funeral.
Ahora Lisa Stöckel las miraba mientras comían el helado de mascarpone y elogiaban a Mimmi cuando pasaba.
«Se las apañarán -pensó-. Lo harán.»
La idea la puso contenta. O quizá no contenta, pero sí se sintió aliviada.
Y al mismo tiempo la soledad la mantenía atrapada en el anzuelo con un gancho en el corazón y recogiendo carrete.
Poco después de medianoche, tras finalizar la reunión otoñal del grupo Magdalena, Lisa se fue caminando a casa en medio de la oscuridad. Dejó atrás el cementerio y subió a la loma que avanzaba paralela al río. Pasó por delante de la casa de Lars-Gunnar, que se podía distinguir bien a la luz de la luna. Las ventanas estaban oscuras. Pensó en Lars-Gunnar.
«El jefe de la aldea -pensó-. El hombre de poder. El que conseguía que el contratista que se ocupaba de quitar la nieve de la carretera despejara antes el tramo que llevaba a Poikkijärvi que el que bajaba a Jukkasjärvi. El que le echó un cable a Micke cuando tenía problemas con el permiso de venta de bebidas alcohólicas.»
No es que Lars-Gunnar pasara muchas horas en el bar. Ahora bebía en contadas ocasiones, a diferencia de antes. Antes era distinto. Hace años los hombres bebían siempre; viernes, sábado, domingo y como mínimo un día entre semana. Y le daban fuerte. Ahora, como mucho, se tomaban una cerveza al día. Era de esperar: en algún momento había que echar el freno antes de que se fuera todo al garete.
No, Lars-Gunnar se tomaba con calma lo del alcohol. La última vez que Lisa lo vio borracho de verdad fue hacía seis años. Un año antes de que Mildred se fuera a vivir al pueblo.
La verdad es que aquella vez él fue a su casa. Todavía lo recordaba sentado en la cocina. La silla desaparece bajo su cuerpo. Está sentado y apoya el codo en la rodilla sujetándose la frente con la palma de la mano. Su respiración es pesada. Son poco más de las once de la noche.
No es que haya tomado unas cuantas copas. Tiene la botella delante, sobre la mesa. La llevaba en la mano cuando llegó. Como una bandera: he bebido y por mis cojones que seguiré dándole un buen rato más.
Ella ya se había metido en la cama cuando él llegó. No lo oyó llamar a la puerta sino que los perros la avisaron en cuanto Lars-Gunnar puso un pie en la escalinata del porche.
No cabe duda de que es una muestra de confianza que acuda a ella cuando está de aquella manera. Debilitado por el alcohol y los sentimientos. Sólo que Lisa no sabe qué hacer. No está acostumbrada a que la gente se sincere con ella. No es una persona que invite a hacerlo.
Pero ella y Lars-Gunnar son familia y Lisa no dirá nada, él lo sabe.
Está en la cocina con la bata escuchando lo que le cuenta, la canción de su triste vida, el infeliz y traicionero amor… y Nalle.
– Perdóname -murmura Lars-Gunnar con el puño en los labios-. No debería haber venido.
– No pasa nada -asegura Lisa vacilante-. Tú habla tranquilo mientras yo…
No se le ocurre nada, pero algo tiene que hacer para no salir corriendo de la casa.
– … mientras preparo la comida de mañana.
Y de pronto allí están los dos, él hablando y ella, en mitad de la noche, cortando carne y verduras para hacer una sopa. Apio, zanahorias, puerro, colinabo, patatas y Dios sabe qué más, pero a Lars-Gunnar no parece que le resulte extraño. Está ocupado con lo suyo.
– He tenido que salir de casa -confiesa-. Antes de irme… No estoy sobrio, lo reconozco. Antes de irme estaba junto a la cama de Nalle apuntándole a la cabeza con la escopeta.
Lisa no dice nada. Sigue cortando la zanahoria como si no hubiera oído lo que le acaba de contar.
– Estaba pensando en qué pasará después -suspira-. ¿Quién se encargará de él cuando yo no esté? No tiene a nadie.
«Y es verdad», pensó Lisa.
Llegó a su casita de chocolate en lo alto de la colina. La luna impregnaba de luz plateada la gran cantidad de detalles de ebanistería en el porche de la casa y en los marcos de las ventanas.
Subió la escalinata mientras oía ladrar a los perros y dar vueltas como locos al otro lado de la puerta. Habían reconocido sus pasos y en cuanto abrió salieron volando para hacer el último pis del día al final del jardín.
Entró en la sala de estar y observó lo único que quedaba: la estantería desnuda y el sofá.
«Nalle no tiene a nadie», pensó.
PATAS DORADAS
Llega la primavera. Apenas hay unas placas de nieve bajo los abetos grises y azulados y los rectos pinos. Sopla una cálida brisa del sur y el sol se filtra por entre la red que forman las ramas. Se oyen los sonidos de los animalillos moviéndose por la hierba del año anterior. En el aire flotan cientos de olores como en una cacerola: resina, abedul recién florecido, tierra caliente, agua fresca, aquí una liebre y allí un astuto zorro.
La loba alfa ha cavado una madriguera nueva este año aprovechando una antigua guarida de zorro que había en una pendiente orientada al sur, a unos doscientos metros de una laguna. El suelo es arenoso y fácil de cavar, pero aun así la loba ha hecho una laboriosa tarea ensanchando el túnel para poder pasar sin problemas, vaciándola de los residuos que dejaron los zorros y haciendo la madriguera tres metros más adentro. Patas Doradas y otra loba la han ayudado en algún momento, pero la mayor parte la ha hecho sola. Ahora pasa los días cerca de la guarida, se tumba en la entrada a dormitar bajo el sol de primavera y el resto de la manada le lleva comida. Cuando el macho se le acerca con algo de comer ella se incorpora y va a su encuentro. Lo lame y gime afectuosa antes de engullir los presentes.
Y una mañana la loba entra en la madriguera y no vuelve a salir en todo el día. A última hora de la tarde pare los cachorros, los lame para limpiarlos, se come las membranas, los cordones umbilicales y la placenta, y luego se los coloca bajo el vientre. No tiene que sacar a ninguno que haya nacido muerto. Los zorros y los cuervos se quedan sin esa cena.
El resto de los miembros de la manada sigue su vida fuera de la madriguera, cazando sobre todo presas pequeñas y sin alejarse demasiado. De vez en cuando les llega el tenue gemido de alguno de los cachorros porque se ha colocado mal o porque algún hermano lo ha ido apartando a empujoncitos. Sólo el macho alfa tiene permiso para entrar y regurgitar comida para la loba alfa.
A las tres semanas y un día los saca por primera vez al exterior. Son cinco. Los demás animales están fuera de sí de alegría. Los saludan con cuidado, los olfatean y los empujan, siempre con delicadeza, les lamen la redonda barriga y debajo del rabo. Al cabo de un momento la loba los vuelve a meter dentro. Los cachorros están exhaustos por todas aquellas nuevas impresiones. Los dos lobos que han cumplido su primer año hacen una carrera hasta el bosque llenos de alegría y se ponen a perseguirse uno al otro.
La época que empieza ahora es maravillosa para la manada. Todos quieren ayudar con los recién nacidos. No se cansan nunca de jugar y esas ganas se van contagiando entre los demás miembros del grupo. Incluso el macho alfa se puede apuntar a ver quién tira más de la rama. Los cachorros crecen y siempre tienen hambre. Se les alargan los hocicos y las orejas son cada vez más puntiagudas. El tiempo pasa deprisa. La pareja de un año se turna para hacer guardia delante de la guarida mientras los demás van de caza. Cuando regresan, los cachorros saludan agitando la cola, reclaman y gimotean, y le lamen las comisuras de la boca a los lobos grandes, cuya respuesta es vomitarles montones rojos de carne engullida. Si sobra algo, será para los niñeros.
Patas Doradas ya no se va a dar sus paseos en solitario. Durante esta época se mantiene cerca del resto de la manada y los nuevos miembros. Se tumba de espaldas y hace de presa inevitable de dos de los cachorros que se le echan encima, el uno clavándole los colmillos afilados como alfileres en los belfos y el otro atacándole la cola de la manera más salvaje. Le da un empujoncillo al que tenía colgando de la boca y le coloca su enorme pata encima. El cachorro tiene un arduo trabajo para liberarse, se arrastra y lucha hasta que por fin lo consigue. La rodea dando brincos con sus patitas lanudas, vuelve al ataque, le salta a la cabeza con un rugido de lo más presuntuoso y empieza a morderle con saña las orejas. Y de repente caen en un profundo sueño, uno entre sus patas delanteras, el otro con la cabeza sobre la barriga de su hermano. Patas Doradas aprovecha para dormir un poco ella también. Sin demasiado entusiasmo intenta cazar al vuelo una avispa que se le acerca demasiado, falla, termina por sumirse en la adormecedora sinfonía de zumbidos de los insectos que acuden a las flores. El sol de la mañana asoma por encima de las copas de los abetos y los pájaros atraviesan el aire en busca de alimento para regurgitar en los picos abiertos de par en par de sus polluelos.
Jugar con cachorros acaba cansando. La felicidad le recorre el cuerpo como agua de primavera.