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– ¡Desollaré vivo a Wolkovsky! -exclamó M descargando un puñetazo sobre su mesa con tal fuerza que pareció como si los retratos de sus predecesores se estremecieran en sus marcos.
Bond se dijo que raras veces había visto a su jefe tan exasperado.
– No creo que David Wolkovsky supiera nada de esto -declaró extendiendo las manos en ademán tranquilizante.
– No sea tonto, Bond. Wolkovsky sabe todo lo que se traen entre manos los norteamericanos, y por lo que a mí respecta no permitiré que esa gente fisgonee por nuestro terreno sin ni siquiera pedir permiso. -Agarró el intercomunicador y empezó a transmitir instrucciones a la infatigable señorita Moneypenny-. En primer lugar mande mis saludos al señor Wolkovsky en la embajada norteamericana. Me gustaría que viniera a verme sobre las cinco de la tarde. A continuación… -continuó enérgicamente.
La mente de Bond retrocedió para rememorar los acontecimientos de la mañana. Considerando que en situaciones como aquélla lo mejor solía ser actuar primero y pedir permiso después, había llevado a Harriett Horner al refugio secreto que el servicio tenía en Kilburn y que por regla general se utilizaba para interrogatorios después de una misión o para albergar a agentes que estuvieran de vuelta de una operación y en tránsito hacia la llamada «casa de convalecencia» de Hampshire.
A su llegada descubrió que el lugar estaba vacío, excepto por una pareja de guardianes armados hasta los dientes. La primera cosa a hacer consistía en telefonear a la «Unidad de Despeje» para ponerla al corriente del estropicio ocurrido en las oficinas de la Avante Carte, y alertados sobre la posibilidad de que los bomberos y la policía estuvieran ya allí. Una vez hecho esto, dio a los dos hombres instrucciones concernientes a Harriett.
– No la pierdan de vista. Haré venir a una funcionaria femenina en cuanto sea posible. Entretanto trátenla como una hermana en grave peligro.
– Una chica como ella correría grave peligro si yo la pudiera agarrar -comentó uno de los tipos con aire decidido.
Pero aceptaron las instrucciones de Bond, quien dijo a Harriett que volvería enseguida.
– Quédese aquí. Estará perfectamente a salvo. Entretanto avisaré a las autoridades. Lo pasará muy bien. No se preocupe.
– Según usted, todo marcha perfectamente, pero yo creo que mi presencia aquí es tan ilegal como la de un agente secreto ruso.
Desde luego, tenía razón; pero Bond pensó que podría salirse con la suya siempre que pusiera en la balanza todo su encanto y su sentido de la lógica cuando hablara con M. Durante su recorrido en el taxi él y Harriett habían mantenido una breve conversación y luego de que Bond le hubo enseñado su documento de identidad, ella hizo lo propio y le reveló con detalle la operación en la que estaba tomando parte.
– Esa llamada Institución Benéfica de los Humildes no es más que una tapadera. Su jefe, el padre Valentine, ha acumulado millones. La sociedad se originó en Estados Unidos. Tenemos un equipo de seis personas intentando investigar diversas compañías ficticias distribuidas por todo el mundo. Valentine debe al tío Sam cientos de millones de dólares y otros organismos están también dispuestos a echarle el guante. Nunca creí que se descolgara usted por allá sólo para pedir una tarjeta Avante Carte. Mencionó a Emma Dupré. Bien, su tarjeta fue anulada esta mañana. Ha sido una de las pocas cosas que he tenido que hacer.
– La señorita Dupré ha muerto -le explicó Bond con calma-. Así fue como los nuestros supieron lo de su tarjeta. Sí, ya teníamos una idea de que ese Valentine no es lo que parece. ¿Cuánto lleva usted trabajando en esto?
– He tardado dos meses en llegar donde estamos ahora, pero de pronto todo se ha puesto en claro.
– No por completo. Seguimos trabajando en ello y me ocuparé de que todo termine bien para usted. -Le dirigió una suave sonrisa-. Mi superior es muy sensible a una cara bonita y más aún a un cuerpo escultural. Déjelo de mi cuenta.
Ella parecía dudar y de pronto se inclinó hacia adelante como si fuera a decirle alguna cosa más.
– La estoy llevando a un lugar seguro donde se quedará hasta que entere a los míos de lo que pasa. -Bond le puso una mano ligeramente sobre el hombro-. Si hay alguna otra cosa…, si posee alguna información más, será preferible que me la diga. Tenemos un expediente muy completo de los Humildes y de su guru.
– Bueno, sí -admitió ella, indecisa-. Existe otra cosa. ¿Ha oído hablar alguna vez de un tal Vladimir Scorpius?
– ¿Y quién no ha oído hablar de él en mi ambiente de trabajo?
– Pues existe un hilo conductor…, un contacto aunque frágil, entre Valentine y sus Humildes y ese Vladimir Scorpius.
– ¿De veras? ¿Qué clase de contacto?
– Cartas y algunos telegramas. Un par de conversaciones telefónicas registradas por otra organización. Scorpius es un criminal, pero nunca se han podido presentar pruebas contra él. No conozco el asunto en detalle.
– Perfecto. -Bond no estaba dispuesto a desperdiciar nada-. También queremos dar con ese Scorpius.
– Si han puesto en movimiento a nuestra sección de la Oficina de Impuestos es porque con frecuencia ése es el único medio de acabar con esa clase de gente. Ya lo hicieron así en la década de los veinte con Al Capone. Ahora el objetivo es Valentine y Scorpius. ¿Sabe que lo llaman el Rey del terror?
– No lo sabía, pero me parece un nombre muy adecuado.
A menos que Harriett, igual que hacia él, estuviera ocultando también lo que sabía, era evidente para Bond que no la habían enterado sobre la posibilidad de que Scorpius y el padre Valentine fueran la misma persona. Su objetivo primordial en aquellos momentos era la Sociedad de los Humildes.
– Mi jefe se hará cargo de cualquier problema que surja relacionado con su operación -dijo Bond. Y la besó ligeramente en la mejilla, al tiempo que le daba un pellizco cual si quisiera animarla.
El estallido de cólera que ahora crispaba a M era consecuencia de las noticias que Bond acabada de comunicar sobre Harriett, aquella agente norteamericana de la Oficina de Impuestos que, tras haber entrado clandestinamente en Inglaterra, estaba actuando sin permiso del Ministerio del Interior o del de Asuntos Exteriores, y sin haber avisado previamente a M. Para éste aquello constituía una grave ofensa.
– Está trabajando en el caso de los Humildes y en el de Valentine-Scorpius, aun cuando quizá no posea todos los datos que serían necesarios. Aparte todo eso, es una chica fantástica, señor. Me ha salvado la vida -le había comunicado Bond con aire melifluo. Y allí fue donde M estuvo a punto de explotar.
Ahora Bond esperaba sentado a que su jefe completara las largas instrucciones que estaba transmitiendo a Moneypenny. Ya le había dictado un largo memorándum para la embajada norteamericana y otros para los Ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores, procurando cubrirse cuidadosamente sus espaldas, igual que hubiera hecho cualquier otro astuto funcionario del servicio civil. M estaba en mitad de una nota «de extremada urgencia y muy secreta» dirigida al jefe del Servicio de seguridad MI5 cuando Bill Tanner, jefe de su estado mayor, entró trasponiendo la puerta privada del despacho.
Bond levantó una mano para saludarle al tiempo que enarcaba las cejas con expresión interrogante, porque el recién llegado llevaba en la mano un papel y parecía preocupado. Tanner mantuvo el papel de modo que Bond pudiera leerlo. Decía así:
La Sociedadde los Humildes abandonó Manderson Hall; Pangbourne durante la noche Stop El lugar estáatestado de periodistas Stop Se ha fijado una nota en la puerta principal anunciando que la sociedad se ha trasladado a algún lugar secreto a causa de las informaciones sensacionalistas difundidas por los medios de comunicación Stop Espero instrucciones. COWBOY.
– ¿Quién es Cowboy? -preguntó Bond a Tanner, pero mirando a M, que seguía abrumando a Moneypenny con sus prolongadas instrucciones.
– Pearlman, su sargento del SAS.
– No es mi sargento. Me trajo desde Hereford y eso es todo. Tuvimos algunos problemas y mostró estar a la altura de las circunstancias.
– El jefe no opina igual -murmuró Tanner-. Pearlman está temporalmente incorporado a la fuerza operativa con el nombre de usted como fiador. Si algo no marcha como es debido, será usted quien sufra las consecuencias.
Bond utilizó una interjección vulgar muy adecuada a las circunstancias.
En aquel momento M colgó el teléfono, se volvió hacia Tanner y Bond, y los miró iracundo.
– ¿Qué están ustedes murmurando?
– Hay noticias de Cowboy, señor – respondió Tanner entregándole el papel.
M lo leyó y soltó un gruñido:
– ¡Bien! Conque el pájaro ha volado, ¿eh?
– Así parece -respondió Bond, que empezaba a tener prisa por presentar a Harriett. Una vez en el despacho de M, probablemente la joven podría convencer a éste sobre la utilidad del trabajo que estaba realizando Bond. Preguntó si podía marcharse a recogerla, pero la contestación fue un rotundo:
– ¡Nada de eso!
– Señor, ella ha tenido ya contacto con algunas de esas personas, como Hathaway y otros. Creo que vale la pena recibirla.
– Todo a su tiempo, y en el momento debido, 007. Por ahora lo que quiero es que se traslade a la clínica y vea qué tal le va a sir James con esa chica, la Shrivenham. -Torció la boca en una sonrisa maliciosa-. Al menos, eso ha hecho que su padre no esté hoy revisando las cuentas. Nos ha dado un pequeño respiro con su maldita auditoría.
«Y al mismo tiempo esto le da la oportunidad para manipular a lord Shrivenham», pensó Bond, a quien no hubiera extrañado que su astuto jefe pensara en un favor o dos si es que ello tenía que ayudarle en la cuestión del voto secreto. En voz alta aceptó la orden de ir a Guildford. Y añadió:
– ¿Qué hay de Cowboy, señor?
– ¿Qué pasa con él?
– Pues que se encuentra en la antigua residencia de los Humildes. ¿Es que piensa ponerle a la caza de un tesoro?
– Lo que yo pienso es que esto es algo que a usted no le importa, Bond.
– Me han dicho que he sido nombrado su fiador. De modo que hasta cierto punto sí que me importa.
Teniendo en cuenta el estado de ánimo de M, Bond sabía que estaba arriesgándose mucho. Pero M hizo una breve señal de asentimiento.
– Probablemente le ordenaré efectuar una investigación en la casa y que me informe después.
– Esto sería un caso de allanamiento de morada, señor. Creí que ya habíamos tenido bastantes problemas por esa causa.
Esta vez M se permitió una breve sonrisa.
– Fue nuestro servicio auxiliar, 007. Ellos pueden entrar donde les parezca y como quieran, y me siento muy feliz cuando alguien averigua que no han sido autorizados. Pero lo que haga Cowboy sí será debidamente autorizado… y por las más altas esferas, se lo prometo.
La clínica era un edificio blanco y muy extenso, cerca del pueblo de Puttenham, en las proximidades de Hog's Back, la amplia extensión de tierra baja, ahora surcada por carreteras de vía doble, que corren al oeste de la agradable ciudad de Guildford.
Viajando en el Bentley, Bond tardó menos de hora y media en alcanzar la clínica que estaba rodeada por altos muros y con una entrada de seguridad donde ejercían la vigilancia suboficiales retirados de los comandos de los marinos reales, junto con antiguo personal del SAS, que actuaban como comisionados, mensajeros y guardianes en muchos de los puestos de mando del Servicio Secreto de Inteligencia y sus dependencias auxiliares.
Estaban esperando a Bond, y una vez éste hubo entrado en la clínica, que tenía el ambiente y exhalaba el olor propio de todo bien montado hospital particular, una aguerrida agente uniformada del Cuerpo Voluntario de Primeros Auxilios -extraño servicio femenino auxiliar que en el transcurso de los años había pasado a ejercer algo más que meras funciones administrativas- le hizo firmar en un libro y le condujo al segundo piso.
– Sir James está ahora con la paciente -le informó en un tono demostrativo de su desaprobación porque se hubiera permitido la entrada allí de un intruso-. Según han dicho, tiene usted permiso para hablar tanto con él como con esa joven.
Bond hizo una señal de asentimiento. Ni la amabilidad ni la sutileza hubieran logrado efecto alguno en aquel dragón que parecía como hecha de piezas de acero, con bisagras colocadas en los lugares idóneos.
– Espere aquí -le ordenó la auxiliar, indicándole una pequeña zona amueblada con el tipo de sillas y mesitas usuales, cubiertas de manoseados ejemplares del The National Geographic Magazine y del Tatler, como los que se encuentran en cualquier sala de espera de un médico de Harley Street-. Informaré a sir James de que ha llegado.
Se alejó con la espalda recta como un huso y unos modales indicadores de que Bond podía considerarse muy afortunado porque accediera a llevar su recado a sir James Molony.
Cinco minutos después, sir James apareció. Parecía tranquilo, y en sus animadas pupilas brillaba una nota de humor.
– James -le dijo, estrechándole calurosamente la mano-. ¡Cuánto me alegro de verle después de todo este tiempo! ¿Sigue bien?
Sus pupilas brillantes parecieron examinar a Bond como si por aquel simple método pudiera detectar cualquier problema nervioso o psicológico que le afectara.
Por unos momentos Bond se sintió inquieto. Probablemente sir James Molony sabia más que cualquier otra persona de su vida secreta; pero no de su vida sumida en los secretos del servicio, sino de esas zonas ocultas en las que reina el miedo; de las complejidades de la imaginación; de los impulsos que le hacían obrar, que le motivaban, y que unas veces le mantenían feliz y estable y otras surgían en plena noche de su subconsciente para perseguirle como demonios iracundos.
– ¿Cómo se encuentra esa joven? -preguntó Bond rehusando admitir la intranquilidad que le producía el encontrarse con el gran neurólogo.
– Sobrevivirá -declaró Molony, como si aquello fuera todo cuanto Trilby Shrivenham debiera hacer a partir de entonces.
– ¿Sólo vivir?
– No. Volverá otra vez al mundo normal, aunque tardará algún tiempo. Necesita tratamiento médico, descanso y grandes cantidades de cariño.
– ¿No ha dicho nada más?
– Hemos logrado situarla en un estado de equilibrio. Alguien, desde luego ella no, la ha hecho correr un grave peligro. La atiborraron de un cóctel que pudo causarle la muerte. Una mezcla de alucinógenos y de hipnóticos. Ese alguien hizo cuanto le fue posible para implantar en su mente ideas terriblemente complejas al tiempo que le administraba el tratamiento.
Según la descripción de Molony, Trilby estaba pasando por un proceso de creciente estabilidad.
– Pero todavía no está fuera de peligro -añadió, poniendo una mano sobre el hombro de Bond y guiándole por un pasadizo hacia la habitación en que la joven se encontraba-. A veces disfruta de una lucidez total. Esta mañana, por ejemplo, ha estado consciente durante casi veinte minutos. Débil, pero con la claridad mental suficiente como para recuperar la personalidad y reconocer a su padre. Este descansa ahora un poco. Ha llegado usted en el momento oportuno. -A continuación le dijo que el cerebro de la joven podía todavía ser influido-. Puedo situarla en una especie de crepúsculo, trasladarla de nuevo al mundo que conoció cuando empezaron a meterle esas ideas en la cabeza. Lo hice una vez, pero seria peligroso repetir el experimento. Cuando habla hallándose en dicha condición, es como si se escuchara lo que la Biblia llama posesión por un espíritu maligno. Un estado anímico, no desconocido para mí. Lo han sufrido pacientes cuyas mentes nunca fueron afectadas por otras personas. Incluso su voz suena rara. Asusta un poco oírla por primera vez.
– En efecto -asintió Bond-. Yo también la he oído antes de que la trajeran aquí. Me dio un escalofrío. Comprendo bien lo que dice usted sobre esos espíritus malignos.
La habitación era la típica de un hospital, con su suave olor a antisépticos, la bombona de oxígeno con sus diversos adminículos en un rincón; un lavabo, la persiana ante los cristales, y tendida en una pequeña cama la honorable Trilby Shrivenham, con su pálido rostro destacando apenas sobre la blancura de la almohada y con el gota a gota aplicado al brazo.
Una enfermera se levantó de donde estaba sentada junto a la cama. Molony hizo una señal con la cabeza y le rogó que le trajera diez centímetros cúbicos de algo que Bond no había oído nunca nombrar.
– Voy a reanimarla un poco para que pueda usted hablar con ella. Quizá responda a alguna pregunta, aunque no estoy muy seguro.
La enfermera volvió y empezó a preparar una palanganita curvada con todo lo necesario para la inyección. Al entregársela a sir James, éste le indicó que esperase fuera.
– Si lord Shrivenham regresa, no le deje entrar. El viejo tonto se metería aquí sin más ni más y empezaría a gimotear. -Miró a Bond con unas pupilas que parecían de cristal-. Es la última vez que hago esto por alguien -manifestó-. Va a ser un favor especial para M. Así que si quiere sacarle algo a esta joven aproveche la ocasión. Probablemente, cuando la devuelva al mundo real, habrá perdido todo rastro de su memoria subconsciente. -Se inclinó sobre Trilby y empezó a buscarle la vena en el antebrazo-. Vamos a ver qué ocurre -manifestó irguiéndose de nuevo luego de haberle puesto la inyección.
Bond llevaba en el bolsillo trasero del pantalón una grabadora Walkman Sony Profesional. La sacó y la puso sobre la mesilla de noche, tras de lo cual abrió la bolsita de fieltro que contenía un potente micrófono y el elevador de voltaje que enchufó en el lugar adecuado. Comprobó la cinta y puso en marcha el aparato.
– ¡Trilby! -casi gritó Molony- Despierte. ¡Trilby! Hay aquí alguien que quiere hablar con usted.
Ella se estremeció un poco, gruñó y empezó a mover la cabeza de un lado para otro sobre la almohada, como un niño inseguro de sí mismo que aún sigue bajo los efectos de un sueño, del que no acaba de despertar.
– Trilby -la llamó Bond con voz suave.
– Tendrá que mostrarse enérgico -le advirtió Molony mirándole desde el otro lado de la cama.
– ¡Trilby!
Esta vez los quejidos se hicieron más fuertes y los párpados de la joven se movieron. Enseguida aquella voz estremecedora que Bond ya conocía empezó a brotar de sus labios como si surgiera de lo más hondo del foco de maldad que le habían incrustado en el cerebro.
– «Los humildes heredarán la tierra» -pronunció. Pero no había ningún gozo en aquella promesa. Más bien sonaba como una amenaza.
– ¿Cómo va a ocurrir, Trilby? ¿Cómo será que los humildes heredarán la tierra?
– Los humildes… heredarán… heredarán… ¡heredarán! -la expresión de futuro quedaba subrayada por un gruñido sordo en un tono de voz que no era ni masculino ni femenino.
– ¿Cómo van a lograrlo, Trilby?
– Con la sangre.
– ¿La sangre?
Muy lentamente, como si las palabras le fueran extraídas una a una de la garganta, cual si lastradas por un peso enorme surgieran con dificultad del fondo de un abismo, continuó:
– «La sangre… la sangre… la sangre… de… los padres caerá… sobre los… hijos.»
– Continúe, Trilby.
Esta vez la joven empezó a hablar más vivamente, como si de pronto se hubiera librado de toda ligadura y las palabras surgieran sin reserva, a borbotones.
– «La sangre de los padres caerá sobre los hijos.» La sangre de las madres se derramará también. Y un imparable circulo de venganza empezará a girar.
– ¡Diga algo más! -le exigió Bond-. Cuéntenos más cosas. «Los humildes heredarán la tierra. La sangre padres caerá sobre los hijos…»
Ella tomó el hilo de la frase.
– También se derramará la sangre de las madres. Y un imparable círculo de venganza empezará a girar.
– Continúe.
Trilby gimió de nuevo, moviendo la cabeza de un lado para otro.
– ¡Vamos, Trilby, continúe! -le exigió a su vez sir James Molony.
– Los humildes heredarán. Los humildes irán a visitar al rey Arturo. -Al pronunciar estas últimas palabras la repugnante voz se quebró en una risa cascada-. Sí… -De nuevo aquella risa histérica sonó tenebrosa y aguda-. Sí. Los humildes irán a visitar al rey Arturo. Al rey Arturo. Al rey… Arturo -la voz continuó escuchándose mientras la respiración de Trilby se hacía cada vez más fatigosa y jadeante.
– Ya lo ha oído. -Molony se sentó junto a la joven provisto de una nueva inyección. Al cabo de unos minutos la respiración de Trilby se había vuelto normal otra vez y su agitación cesó-. ¿Ha sacado algo en limpio? -preguntó el doctor.
– Nada en absoluto -repuso Bond. Y tomando el Sony rebobinó la cinta. Hizo una breve comprobación de que la voz había quedado registrada y desconectó el aparato. No sentía deseo alguno de volver a escuchar aquellos sonidos que hubieran hecho contraerse de pavor a la persona más valerosa-. Nada en absoluto -repitió-. Lo llevaré a M y dejaremos el asunto a los expertos…, es decir, a menos de que usted opine algo en concreto.
El especialista movió la cabeza.
– Son palabras sin sentido -murmuró-. Palabras sin sentido, pero siniestras.
Bond utilizó el teléfono de uno de los pequeños despachos privados para marcar el número personal de M. No le repitió lo que habían hablado allí porque probablemente la línea no era lo suficiente segura y el enigma sobre el seguimiento de que había sido objeto entre Hereford y Londres seguía pendiente en el aire. En su camino hacia la clínica se había mostrado muy cuidadoso, pero no pudo detectar nada alarmante.
– Venga para acá enseguida -le ordenó M. Y añadió como si hubiera pensado repentinamente-: También Cowboy está de regreso. Mejor que deje su radio conectada en la frecuencia habitual por si tenemos que comunicarle algo. Quizá le digamos que haga un rodeo pasando por Berkshire. ¿Quién sabe?
Eran poco más de las cinco de la tarde cuando Bond se despidió de sir James, que fijó en él su mirada de águila, y una vez de regreso a su coche ajustó el receptor de onda corta a la frecuencia en que emitía el servicio.
Tres cuartos de hora después circulaba suavemente por las primeras calles de Londres con el M3, cuando la cháchara normal en aquella frecuencia de radio se alteró.
– Predator. Vamos, conteste. Oddball a Predator. Adelante.
Al reconocer su señal de llamada, Bond tanteó con calma bajo el tablero de mandos, buscando el micrófono pegado allí por contacto magnético. Una vez lo hubo sacado empezó a hablar tranquilamente sin poder prever lo que le esperaba.
– Predator. Aquí Predator. Adelante Oddball. Recibiendo con fuerza seis. Corto.
Estaba a punto de iniciarse en él cierto sentimiento de ansiedad.
– Predator, diríjase a Tango Seis. Urgente código uno. Magnum. Tres tablas y un atrapado. Los azules en camino.
Bond pronunció un seco «enterado» y apretó el acelerador al tiempo que escogía el camino más rápido hacia el refugio secreto de Kilburn, donde había dejado a Harriett Horner. «Tango seis» era la clave que le identificaba. «Urgente código uno» equivalía a incidente grave. «Magnum» significaba que se habían utilizado armas de fuego. «Tres tablas y un atrapado» se refería a tres muertos y un herido. «Azules en camino» era lo más explícito: la policía, probablemente miembros de la Sección Especial se encontraba ya allí.
Conforme zigzagueaba por entre el tráfico, Bond se preguntó si la bella Harriett Horner no figuraría entre los cadáveres. De algo estaba seguro: la muerte se había abatido sobre Kilburn en terrenos del Servicio de Seguridad. «La sangre de los padres», se dijo. Y añadió: «La sangre de las madres se derramará también.» En lugar se había cometido una traición. Primero, la persecución a que fue sometido al salir de Hereford; ahora el ataque a un refugio considerado hasta entonces como muy seguro.