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El antiguo miembro del Comando 42 de los marinos reales parecía haber recibido en plena cara el impacto de una bala de grueso calibre. Bond sólo pudo reconocerle por su corpulencia y por el uniforme. Igual que en el pequeño recinto del Departamento de Seguridad, parecía haber sangre por todas partes. Y ésta no podía proceder solamente del agente.
Luego vio los otros horrores: las dos enfermeras, una de espaldas y la otra con las piernas y los brazos extendidos como si hubiera sido arrojada contra la pared y luego echada al suelo sin contemplaciones ni consideración alguna, porque la falda se había arremangado dejándola casi desnuda.
Las dos muchachas habían sido abatidas a tiros, lo que resultaba sorprendente porque no hubo ruido de disparos. Las balas habían seccionado varias arterias, y cuando esto ocurre, la sangre puede proyectarse hasta distancias considerables.
Lo que obsesionaba a Bond era enterarse de si Pearly y Harriett habían contribuido a todo aquello. Quienes simularon ser el hermano y los tíos de Trilby eran seguramente los asesinos. Pero ¿habría ayudado también al crimen el hombre del SAS o la muchacha norteamericana de la Oficina de Impuestos?
Luego vio el otro cadáver boca abajo en la escalera de la clínica y los rojos riachuelos de sangre que se formaban sobre la piedra de los peldaños. Se trataba de un hombre corpulento, de pelo oscuro y bien vestido con un traje convencional negro rayado. ¿Sería uno de los «tíos»? ¿O quizá el «hermano» de Trilby? Pero desde luego no era Pearly.
Desde allí podía ver la caseta de vigilancia y el puesto de comprobación, con la barrera pintada a franjas. Estaba levantada y los cristales de la caseta hechos añicos.
Con la automática aún en la diestra, Bond bajó a toda prisa los escalones que todavía quedaban y, cruzando el patio, se dirigió hacia la garita. Nada podía hacer ya por sus ocupantes. Los dos estaban muertos, uno de ellos todavía sentado detrás de los cristales de la ventanilla, con la delantera del uniforme llena de manchas oscuras. En su cara se pintaba una expresión de terrible sorpresa.
Volviéndose, Bond empezó a retroceder hacia la clínica. Eran varias las cosas que tenía que hacer sin pérdida de tiempo. Conforme caminaba, pudo ver casi sin creerlo el coche de carreras verde Mulsanne Turbo en el mismo lugar en el que lo había estacionado. Sólo la ambulancia se había ido.
Una vez dentro del edificio, limpió un poco la sangre de uno de los teléfonos de la recepción y marcó el número de emergencias. En todas las secciones del servicio había un sistema para casos de apuro, igual que el 999 que sirve para las ambulancias, la policía o los bomberos. El timbre sonaría en la oficina más próxima relacionada con el Servicio de Inteligencia Secreto. Quizá una subestación de la Sección Especial o del Servicio de Inteligencia Militar en alguna base del ejército, la marina o las fuerzas aéreas. En el caso presente fue en una de estas últimas: en las oficinas de la Inteligencia de las Fuerzas Aéreas en Farnborough, escenario de las exhibiciones con aparatos procedentes de todo el mundo y donde tenían lugar también otras actividades como la investigación de accidentes o la prueba de nuevos prototipos. La Royal Air Force está siempre presente en Farnborough y naturalmente hay allí una oficina del Servicio Secreto.
Bond se identificó dando su nombre cifrado; es decir, Predator. Y añadió la clave para la clínica, que era Hospice, y la señal «Flash Red» indicando que se trataba de una emergencia de alto nivel. De este modo se aseguraba de que al poco rato aparecerían en la clínica una unidad de ayuda y fuertes elementos de seguridad.
Aquello, libraba a Bond de toda responsabilidad. No tenía por qué permanecer más tiempo allí. En el breve espacio que tardó en ir desde el teléfono hasta la puerta principal, Londres quedaba informado. Al salir de la cabina telefónica miró los cuerpos tendidos sobre los escalones. A pocos pasos de distancia había una pistola y pudo ver sin necesidad de recogerla que se trataba de una Walther P4; o sea, una Walther Pl normal a la que se había añadido un largo silenciador, consistente en un grueso cilindro que se proyectaba desde el cañón haciendo que la pistola tuviera una longitud tres veces mayor que la normal.
Era una arma eficaz, y aquello explicaba el silencio con el que se había llevado a cabo el ataque. Pensando que lo mejor sería hablar con sir James antes de marcharse, Bond volvió a entrar rápidamente en el edificio. Como el coche seguía allí, podía irse cuando quisiera porque un juego de llaves siempre quedaba en el vehículo dentro de una caja maquética pegada a la trasera bajo el chasis. Aparte de eso, siempre podría recurrir al control remoto.
Junto a Molony y a la enfermera había ahora un enfermero, y todos atendían a Trilby. Sir James, en mangas de camisa, levantó la mirada cuando Bond apareció en el umbral de la puerta.
– Se curará -anunció en el momento de clavar la aguja en el brazo de la joven para ponerle una nueva inyección-. Me temo que nuestro Servicio de Seguridad no comprobó a fondo la identidad de los visitantes.
– Pues lo han pagado bien caro -comentó Bond mirando hacia la enfermera, cuyo marido había sido una de las víctimas. La mujer tenía el rostro nublado por el dolor, pero continuaba cumpliendo con su deber-. Yo sugeriría -añadió Bond- que se convocara a todo el personal para un interrogatorio.
– Ya se ha convocado -contestó la enfermera.
Molony añadió que dos de sus cirujanos estaban en camino hacia allá.
– Me temo que esto no va a servir de gran cosa -observó Bond dando un paso adelante-. Dentro de unos minutos llegará más gente del Servicio de Seguridad. Supongo que ninguno de ustedes habrá tomado el número de la ambulancia que estaba ahí fuera.
El enfermero lo tenía anotado y se lo leyó. Bond le dio las gracias.
– No sé por dónde se habrán ido, pero haremos circular ese número. Creo que usaron el vehículo como medio para escapar rápidamente. Ahora me voy, sir James. Le aconsejaría que vigilara a ese individuo lo más cerca posible, Todo esto puede haber sido una tentativa para liberarlo y llevarse a Trilby al mismo tiempo.
Molony hizo una señal de asentimiento.
– Al parecer los colegas de usted los sorprendieron.
«Podría ser -pensó Bond-. Pero puede ser también que hayan ayudado a esos supuestos parientes y posibles miembros de la Sociedad de los Humildes.»
Dos camiones, tres automóviles y una ambulancia penetraban en el patio conforme Bond salía del edificio. Un oficial de la RAF con el rostro encendido y una pistola en la mano le obligó a pararse y sólo le dejó partir tras haber inspeccionado su documentación y realizado una llamada al teléfono del cuartel general en Regent's Park.
La labor de limpieza había empezado cuando Bond avanzaba hacia su Bentley. Ya había dado el número de la ambulancia al policía de paisano que llegó dándose importancia, mientras el jefe del escuadrón de la RAF interrogaba a 007.
Pensando en la ambulancia, se detuvo un momento para inspeccionar el lugar ahora marcado de blanco donde estuvo estacionada. Al acercarse allí, su pie tropezó con algo… Eran las llaves del Bentley. Habían colgado algo en el llavero que las sostenía: un alfiler de corbata con un pequeño círculo negro en su parte superior. En el círculo estaban grabadas las letras IRS, anagrama de la Oficina de Impuestos, pero tan pequeñas que casi no podían verse a simple vista.
Se dijo que Harriett pudo haber intentado quizá dejar algún mensaje. No queriendo correr riesgos, abrió las puertas y puso en marcha el Bentley usando el control remoto que siempre llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Luego comprobó que no hubiera ningún objeto extraño debajo del vehículo.
Bond sólo se sentó en el asiento del conductor una vez estuvo totalmente seguro de que todo estaba en orden. Tampoco puso en marcha la radio hasta haber recorrido tres millas largas. Sólo entonces llamó al control del cuartel general de Regent's Park.
Primero pasó la información más importante dando detalles sobre la ambulancia, que estaba seguro había sido utilizada por los bandidos para escapar. Luego mencionó rápidamente el número de bajas y dio su opinión sobre las medidas a adoptar en la clínica por el Servicio Oficial de Seguridad. Pidió que le facilitaran cualquier información que pudiera llegarles respecto a la ambulancia y luego hizo una petición final.
– Con todos los respetos pido permiso para utilizar inmediatamente el Scatter.
Se produjo un largo silencio al otro extremo de la línea, y comprendió que el controlador de servicio estaba pasando un dedo por la larga línea de claves especiales. Sabía que debajo el epígrafe «Scatter» aquel hombre encontraría una frase compuesta de trece palabras: «El permiso para usar el Scatter sólo puede ser concedido por el CSS.» Lo que significaba que nadie en el recinto del radio control sabría lo que era el Scatter tanto si M daba como ni permiso en cuestión.
Sólo M, su superior en el departamento y media docena de funcionarios con facultades para ello podrían identificar al Scatter porque se trataba del lugar de refugio más secreto que el servicio tenía en Londres. Era tan recóndito que sólo se usaba para reuniones de alto nivel entre M y funcionarios que trabajaban en alguna misión reservada. Si Bond requería su uso era porque sabía que allí iba a estar a salvo de los Humildes, quienes con toda seguridad irían ahora tras él durante cierto tiempo. Sabia también que a la caída de la noche, M iría a visitarle y había mil cosas que deseaba discutir con él.
Bond siguió su ruta hasta alcanzar la autopista M4, que le daría un fácil acceso al Scatter. En algún lugar situado al este de la salida del aeropuerto de Heathrow la radio empezó a cobrar vida de nuevo.
– Oddball a Predator. Contésteme, Predator.
Bond practicó su rutina normal en las comunicaciones por radio y pronto recibió la información que esperaba.
– Predator, la ambulancia sobre la que dio detalles anteriormente ha sido encontrada abandonada cerca de Byfleet, en un remoto tramo de carretera. Las señales indican que los ocupantes del coche estaban esperando un relevo. También se observan señales de lucha. Corto.
Bond dio la señal de «Recibido». Quizá había sido demasiado duro con Harriett y Pearly… o al menos con uno de ellos. El acaloramiento que sentía al pensar en ello no le dejaba duda alguna sobre su deseo de que lo hecho por Harriett fuese justificado. Pero luego una idea escalofriante le anonadó… ¿Estaría todavía viva? Porque, según sus usos y costumbres, los Humildes no solían dejar a nadie a salvo una vez haberse declarado enemigo suyo.
Pasó ante Olympia en su ruta hacia Scatter.
En el extremo de la High Street de Kensington, que da a la Earls Court Road, existe un pequeño callejón sin salida que concluye en una pequeña y bonita plaza. En su centro se yergue un árbol y tres partes de la plaza están ocupados por hileras de estrechas casitas georgianas de tres pisos con terraza. El refugio secreto conocido como Scatter se encuentra en la última de la esquina sureste. Está pintada en color crema y tiene una puerta gris y ventanas del mismo color. Las tribunas acristaladas de las dos ventanas del segundo y del último piso se convierten en un estallido de color a mediados de verano. Sólo al acercarse se pueden observar las rejas de metal que protegen las ventanas, sin desentonar mucho de las mismas. La plaza está habitada por gente de buena posición y en todas las casas existen complicados sistemas de seguridad como grandes timbres de alarma de color rojo, visibles en la mayoría de ellas, y aparatos para detectar intentos de robo colocados en los marcos de las ventanas del piso bajo.
Bond aparcó su coche en el espacio disponible según las ordenanzas de los barrios de Kensington y Chelsea, apagó la radio, activó la alarma del coche y se apeó del mismo.
La encargada de Scatter es una tal señora Madeleine Findlay, hija de un viejo colega de M y una de las pocas mujeres atractivas que no reaccionaba ante los encantos de Bond, no obstante los repetidos intentos de éste por interesaría. Según palabras del propio M, era «más silenciosa que una tumba». Dudo que alguna vez alguien pueda grabar su nombre en una lápida.
La señora Findlay abrió y le invitó a entrar.
– Tenemos problemas -empezo.
– ¿Los ignoro yo? -preguntó Bond sentándose en un sillón y colocándose de modo a poder observar todo el perímetro de la plaza a través de las cortinas de gruesa malla.
– Dudo que lo sepa, señor -repuso ella. Llevaba puesto un ligero impermeable y se disponía a salir. Porque la señora Findlay siempre se marchaba de Scatter en cuanto alguien iba a utilizar la casa. Sólo M parecía estar enterado de a dónde iba y de cómo hacerla volver.
– ¿De veras?
– Ha dicho que le llame usted inmediatamente por teléfono. Las llaves están sobre la mesa. Las llaves han sido desconectadas, igual que los aparatos para son et lumière. -Se refería a la instalación para captar conversaciones y grabaciones de vídeo-. Ahora voy a salir. -Le dirigió un esbozo de sonrisa y se alejó, atravesando enseguida la plaza con pasos largos y elásticos: Una mujer con todas las de la ley.
Había dos teléfonos en el estante de una librería junto a la ventana. Parecían idénticos, pero las pocas personas con acceso al Scatter sabían que el de la derecha tenía línea directa hasta M. James Bond marcó un número.
El aparato situado al otro extremo sonó dos veces antes de que M contestara. Inmediatamente los dos se enzarzaron en el habitual intercambio de claves.
– Me alegro de que haya llamado – concedió M, tranquilo.
– La clínica parece un matadero.
– No ha sido el único lugar.
– ¿Ah, no?
– ¡Ah, si!
– ¿Dónde ha ocurrido?
– En Chichester. Cerca de la catedral. El candidato local del Partido Laborista recibía a un antiguo primer ministro de su mismo partido -M dio el nombre.
– ¿Muertos? -preguntó Bond notando una impresión aún mayor que la que durante las últimas horas le habías producido cuanto pudo ver y escuchar.
– Los dos y más de treinta personas entre la muchedumbre. Hay además cuarenta heridos.
– ¿El mismo procedimiento?
– Nos parece que sí. Bailey está aquí conmigo. Mire la televisión y descanse un poco. Yo voy en seguida.
La comunicación se cortó bruscamente. Bond se acercó al enorme televisor en color que estaba al otro extremo de la estancia. Los cuatro canales estaban transmitiendo en directo desde el lugar en el que se había producido el desastre. Pudo distinguir la catedral al fondo de una escena de total desolación muy similar a la producida en Glastonbury la tarde anterior. Los Humildes habían vuelto a las andadas. Si aquello continuaba, la gente acabaría por evitar las aglomeraciones. Las elecciones generales se convertirían en una farsa que era justamente lo que los Humildes estaban deseando…, o si no ellos, quienes les habían pagado para que realizaran aquella tarea demoledora.
Las cámaras se desplazaban en medio del desastre, revelando escenas demasiado frecuentes en aquellos días en que el terror acechaba de formas tan diversas. De pronto una de las cámaras enfocó a unos policías que ayudaban a despejar el tráfico en una zona atascada.
Un enorme Audi había quedado detenido mientras un camión pasaba por delante de él con los costados casi rozando los destrozos. La cámara mantuvo el enfoque durante unos minutos.
Al principio Bond no vio el coche, pero luego sus ojos captaron la cara del pasajero que iba en el asiento delantero. No había duda sobre de quién se trababa porque había estudiado algunas fotografías con sumo cuidado. Allí, sonriendo ante su propia obra, se encontraba nada menos que el propio padre Valentine, mientras que en el asiento trasero, embutida entre dos tipos enormes, pudo captar el destello de una mujer con el rostro blanco como la cera. Harriett Horner estaba prisionera dentro del coche de Scorpius.
Bond logró fijarse lo suficiente en la matrícula del automóvil para poder memorizarla, y aun cuando en el curso de los años había adquirido una práctica casi legendaria en retener números en la memoria, tuvo que repetirlo mentalmente una y otra vez mientras alargaba la mano hacia el teléfono y empezaba a marcar un número.