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14. Engaños y cartas marcadas

M llegó después de oscurecer. Bond ni siquiera miró el reloj porque el tiempo había perdido todo significado para él luego de los horrores que casi constantemente aparecían en la televisión. Tuvo que repetirse que todo aquello era real y no una serie de escenas imaginadas por algún guionista loco.

M parecía viejo y cansado. Bond no podía recordar ningún instante en que su antiguo jefe actuara y hablara de un modo semejante, como un hombre desprovisto repentinamente de vigor, como si le dolieran todos los huesos y tuviera dificultad en emitir las palabras.

M manifestó no haber venido solo.

– He pensado que era mejor poner vigilancia. Hay un equipo en High Street y otro en Earls Court Road, pero ninguno de ellos sabe exactamente dónde me encuentro. Bailey está apostado en la esquina de la plaza. Me pareció una buena precaución dejarle venir.

– ¿Acaso alguien está seguro por completo? -preguntó Bond al tiempo que tomaba el abrigo de M y le servía un whisky que aquél se bebió de un trago alargando enseguida el vaso para que se lo volviera a llenar. Esta vez Bond le vertió una cantidad menor.

Cuando se hubieron acomodado, Bond empezó a hablar exponiendo la teoría que se había formado tras el extraño interrogatorio del hombre que se hacia llamar Ahmed el Kadar, pero cuyo nombre de muerte era Joseph.

M le escuchó en silencio, y cuando la explicación hubo acabado levantó la mirada hacia Bond con una expresión tan fría como las inmensidades árticas, los mares nórdicos y todos los bloques de hielo del mundo.

– ¿Usted lo cree? – preguntó.

– Parece ser la única explicación.

– ¿Es posible que un hombre pueda contar con gente dispuesta a morir por orden suya y actuar como bombas humanas?

– Pues eso me parece que es lo sucedido en Chichester y lo que ciertamente ocurrió también en Glastonbury. Todos los hemos visto.

M hizo una señal de asentimiento.

– Sí, en Chichester ha ocurrido lo mismo. Una mujer joven. Los ataques siempre se llevan a cabo en terrenos abiertos de modo que no es posible examinar con atención a los reunidos. Bailey ha estado con el jefe del departamento y con el comisionado metropolitano. Todos se muestran de acuerdo en proceder a alguna forma de control de la gente durante esos actos electorales, pero ningún procedimiento puede considerarse totalmente seguro. James, ¡en nombre del cielo!, ¿cómo vamos a terminar con esto?

– No tengo idea, señor. Scorpius o Valentine, o como quiera que le llamemos, parece haber puesto en movimiento una máquina de asesinar completa y eficaz. Leyendo entre líneas, el interrogatorio de el Kadar se ve que los Humildes viven en la pureza para la satisfacción personal de Scorpius. La base de su moral pura y sin mácula consiste en evitar la transmisión de cualquier enfermedad venérea y en formar uniones muy estrictas de un hombre y una mujer. Se ve que ése es otro de los dogmas de los Humildes: nada de divorcio. Lo cual parece tener mucho sentido. Una vez la pareja ha producido un niño, uno de los padres al menos, se pueden ofrecer para integrarse en ese ambiente revolucionario y dejarse matar por la causa, sabiendo que tras ellos dejan a otro ser humano que a su debido tiempo obrará de igual modo.

– La muerte sin fin. Amen.

– Exacto, señor. Creen morir por una causa grande y sublime. Alcanzarán el paraíso y, andando el tiempo, el mundo se convertirá también en un paraíso. Si Scorpius está dotado de ese poder de atracción, de ese carisma, de ese fervor y habilidad para conseguir que la gente lo crea, no me extraña que todo le salga bien. Porque existe una multitud de aspirantes en el mundo del terrorismo capaz de reunir fondos y de pagar cantidades enormes por un acto de terror o por una campaña entera.

– A menos de que se lo impidamos sin tardanza y de modo radical, sólo Dios sabe lo que puede ocurrir. -M tenía el aspecto de quien debe soportar un fardo demasiado pesado para él. Suspiró antes de continuar. Su expresión de cansancio era la de un hombre al cabo de sus fuerzas-. Desde luego nos veremos obligados a adoptar medidas restrictivas desagradables con el fin de limitar las campañas. Nada de reuniones públicas sin efectuar antes una inspección a fondo de cada uno de los asistentes. Hay que vigilar también los teatros, los restaurantes y los campos de fútbol. Todo un modo de vida y de libertad toca a su fin.

– ¿Opina usted, pues, que se trata de una campaña?

– ¡Oh, sí! Es una campaña sin ningún género de dudas. Están utilizando el terror y otras cosas que aún no sabemos. O los Humildes han montado su propia campaña para dar al traste con las elecciones, o su jefe está siendo pagado generosamente por hacerlo por encargo de otros.

– Nadie me ha informado todavía respecto a «Terremoto».

– ¿Terremoto? -preguntó M como si no lo entendiera.

– Fue la señal que recibí en mi camino hacia la clínica de Surrey, señor. Recuerde que puso a un grupo en Manderson Hall, Pangbourne, para que colaborara con lo que se suponía que yo estaba haciendo.

– ¡Ah, sí! Se trata de algo que usted no sabe todavía. Hemos atrapado a seis miembros de los Humildes a los que se mantiene en custodia bajo la acusación de usar drogas. Eso nos da la oportunidad de interrogarlos.

– ¿Miembros de los Humildes acusados de drogadictos?

M hizo unos breves signos afirmativos.

– Puse a un equipo de vigilancia y a un par de agentes de Bill Tanner para que vigilaran el lugar desde las cuatro de la mañana. Bailey me prestó además a una pareja de sus policías de paisano. Ellos fueron los que vieron al grupito aproximándose a Ja claridad del amanecer. Cuatro hombres y dos mujeres. Armados y dispuestos a morir. Dispararon un par de tiros cuando el grupo entró sobre las nueve. Parecían buscar a alguien, aunque luego lo negaron afirmando que habían vuelto para recoger unas cosas.

– Pero, según parece, Pearlman había realizado ya un examen minucioso del lugar.

– Pues eso no lo vio. En la parte superior de la casa hay una docena de alojamientos: antiguas viviendas de criados convertidas en dormitorios. Bajo una de las camas se encontró una trampilla que llevaba a lo que para la Sección Antidroga ha sido una verdadera cueva del tesoro: heroína, coca; en fin, de todo.

– Parte del dogma de los Humildes consiste en prescindir del alcohol y de las drogas.

– La impresión que tenemos es que aquello no iba destinado al consumo personal. Una de las chicas admite haber transportado allí cargamentos enteros. Al parecer trataban de usarlo más tarde como incentivo a distribuir gratis entre miembros de los servicios armados. Como hicieron los del Vietcong con el personal estadounidense en Vietnam.

– ¿De qué otras cosas no estoy enterado?

M permaneció silencioso unos segundos y luego, mirando su reloj de pulsera, repuso:

– Todo a su tiempo, James. Nos van a traer a alguien más. Tenemos una segunda o quizá una tercera pista.

– ¿Nada del Audi en que vi a ese hombre? ¿A Scorpius y a la chica de la Oficina de Impuestos?

– Hemos alertado a la policía. Usted tomó bien el número, y hemos estado examinando las cintas magnetofónicas. Me figuro que todos los agentes del país están pendientes de ese coche. Pero, James -M adoptó un aire más familiar al llamar a Bond por su nombre de pila, cosa que sólo solía hacer cuando iba a transmitirle alguna instrucción a la que el otro pudiera negarse. En la presente ocasión, su voz estaba desprovista de la habitual brusquedad en tales casos-, James -repitió-, aun cuando logremos atrapar a ese Scorpius, ¿cómo vamos a destruir el nido de víboras que ha creado?

– Será imposible. Al menos hasta que cada uno de ellos, cada hombre, mujer y niño, haya sido puesto en manos de la justicia. En cuanto a Scorpius, la muerte sería demasiado sencilla para él. De todos modos no creo en lo del ojo por ojo. Usted lo sabe. Llevo en este juego demasiado tiempo y hay algo especialmente vil en liquidar a alguien si es que se puede utilizar otro sistema.

– Con frecuencia no existe otro camino -M parecía más calmado como si hubiese recuperado el dominio de sí mismo-. Y más aún por lo que se refiere a Scorpius. En cuanto a sus seguidores, bueno, éstos son distintos.

– Se habrá dado cuenta, señor, de que, aunque echemos mano a Scorpius, es decir, si le agarramos vivo, no habrá modo de evitar que la presente operación siga adelante. En estos momentos la mayor parte de los actos en que han de tomar parte los políticos importantes durante la campaña electoral están ya programados. Los periódicos del país poseen las listas. Cualquiera puede averiguar los itinerarios…

– Lo tenemos previsto en parte -le interrumpió M vivamente-. Los actos públicos más esenciales han sido cambiados de fecha. Los jefes del C3, C7 y Dl1, es decir, los que manejan los fuegos artificiales, si es que me permite la broma, han sido llamados al COBRA. Se han realizado modificaciones en todo el esquema. Los dos partidos políticos más importantes están de acuerdo con ello. Diferentes lugares, diferentes fechas y horarios distintos. Pero esto es sólo un punto de partida. Me imagino que todos cuantos se han puesto ya en movimiento por orden de Scorpius seguirán adelante con sus planes. Los Humildes no son tontos, pero todos incurren en un defecto psicológico particularmente vulnerable.

– ¿Cuál es? -preguntó Bond, que ya se había planteado aquella cuestión y era un tema que le fascinaba.

– El de la gente que profesa ideas políticas o religiosas ambivalentes. El de cuantos no están satisfechos con las normas establecidas. El de quienes desean sacarle más partido a la religión. Los que no tienen nada y creen que las ideologías políticas corrientes, es decir, la izquierda y derecha, son las causantes de su desgracia. Algunos incluso se muestran irritados con la Providencia. Un nuevo ideal y un nuevo Dios les confieren renovadas esperanzas. Se trata de estar presente cuando todo se ponga en movimiento. Morir por la causa que acabará con todas las dificultades actuales. Bueno, todo esto resulta embriagador para gente con resentimientos.

A Bond le pareció muy cierto. ¿De modo que era aquello lo que el COBRA había logrado: reorganizar los programas electorales y escuchar la conferencia de algún tonto psiquiatra de Whitehall?

Los dos quedaron en silencio. Cosa de tres minutos más tarde M volvió a hablar:

– ¿Considera a Scorpius un hombre en su sano juicio?

– ¡Desde luego! -exclamó Bond-. ¿Qué pretendía en aquel momento? -se preguntó-. Es la maldad en persona. Un diestro traficante de armas. Un hombre dotado de un increíble magnetismo personal que obra impulsado por motivos financieros de altos vuelos. Sí, desde luego, hay que tener una mente muy clara.

– ¡Hum! -rezongó M haciendo una señal de asentimiento-. Bond, como hombre en su sano juicio… -añadió. Había descartado el «James» y sostenía su vaso en la mano para que se lo volviera a llenar-. Como hombre en su sano juicio, póngase en el lugar de Scorpius. Ha gustado las delicias del poder. Ha obtenido un contrato masivo que le compromete a desbaratar las elecciones inglesas y posiblemente algo más que eso, y obtenido la promesa de un encargo todavía más importante si éste termina bien, digamos, por ejemplo, un caso semejante en Estados Unidos durante la próxima elección presidencial. ¿Qué haría usted? Si el programa está en movimiento… si las instrucciones han sido cursadas, ¿cuál sería su siguiente paso?

Bond no vaciló.

– Me largaría de aquí -respondió con calma-. Me marcharía lo más lejos posible de las islas británicas. Luego me sentaría a esperar los acontecimientos.

– Exacto. Esa es la opinión también de COBRA. Hemos establecido vigilancia en todos los puertos y aeropuertos, aunque me figuro que ese señor es demasiado listo para emplear vías de transporte normales. Probablemente tiene ya convenido algún sistema para salir del país sin que nadie lo vea.

– Si; del mismo modo que también tiene a alguien situado en posición privilegiada para informarle exactamente de lo que pensamos hacer.

– ¿Sigue creyendo eso?

– Es evidente, señor. Más evidente que nunca si se considera el juego de manos que nos traemos. Mis primeros sospechosos siempre han sido el hombre del SAS, es decir, Pearlman, y la muchacha norteamericana de la Oficina de Impuestos. Pero puede haber otros. De cualquier modo que lo mire, alguien se nos adelanta siempre. -Contó los episodios ya conocidos con la punta de los dedos-. Primero: alguien sabía que me habían mandado venir desde Hereford después de que se encontró el cadáver de Emma Dupré. Segundo: Trilby Shrivenham nos sale con todo ese galimatías, pero aún no sabemos bien de qué se trata. Tercero: esa gente sabía exactamente dónde habíamos guardado a la chica de la Oficina de Impuestos. Cuarto: le digo a Pearlman y a la chica que nos vamos a Manderson Hall, último refugio de los Humildes en este país, cuando en realidad íbamos a Surrey para interrogar a su hombre atrapado en Kilburn, y estoy convencido de que aquello los puso nerviosos. ¿Qué ocurre a continuación? Un asesinato. Una tentativa frustrada para matar a la joven Shrivenham y para rescatar a su secuaz. Hasta cierto punto consiguieron ambas cosas: lo ocurrido en Manderson Hall, a donde todos creían que íbamos (el aviso de «Terremoto» y el asesinato en masa en la clínica de Surrey. Alguien debió de estar enterado. Alguien los informó sobre nosotros. Es a ese alguien a quien de deberíamos estar buscando.

– Las cazas de brujas raras veces sirven para algo. Pero puede que tenga razón… hasta cierto punto. Pearlman parece el más sospechoso. Dice usted que nadie le siguió a la casa de Kilburn y también asegura que Pearlman mostró sorpresa ante el cambio de planes. Pero ¿y si actuara sólo como pantalla? Una llamada clandestina procedente de él les hace recibir información. Pero hay un equipo realmente bueno trabajando a sus espaldas. Ustedes habrían sido seguidos hasta Surrey. O mejor dicho, el trío que visitó a la joven Shrivenham recibió un mensaje a tiempo. ¿Ha pensado en ello?

– Podríamos comprobarlo.

M alargó la mano hasta el teléfono, marcó un número y empezó una larga conversación en voz baja durante la cual Bond trató de reajustar y de ensamblar la lógica de todo el conjunto.

Finalmente M dejó el teléfono y se quedó mirando a Bond.

– Debíamos haber pensado antes en esto. El que se hizo pasar por hermano de la joven Shrivenham recibió una llamada cosa de quince minutos antes de que llegara usted. El pobre chico de la recepción la anotó, pero nadie pensó en hacer averiguaciones.

Bond estaba a punto de conseguir que sus ideas se concretaran. Abría la boca para decir algo cuando el teléfono volvió a sonar. Tres veces y se detuvo; luego dos y volvió a detenerse. A la tercera serie de llamadas, M tomó el auricular. Hubo otra conversación en voz baja. Cuando volvió a dejar el aparato, M se quedó mirando fijamente a Bond.

– Han encontrado el Audi -anunció sin excesivo entusiasmo- en una zanja, cubierto con ramas y hojas. Junto a una carretera de segundo orden en Kent. Fuera de toda ruta habitual, a cinco millas de un antiguo campo de aterrizaje.

– ¿Cuándo? -preguntó Bond deseoso de saber el momento preciso en que el coche había sido hallado.

– Lo encontraron accidentalmente hace cosa de una hora. En condiciones normales no lo hubieran localizado hasta dentro de un día o dos, porque esa carretera es poco transitada. Pero al parecer un granjero borracho que andaba por allí como si llevara el piloto automático en dirección a su casa, se desplazó un tanto hacia la izquierda y metió en una zanja a su bonito Range Rover. Nada de particular, pero lo suficiente como para que tuviera que llamar al garaje pidiendo que lo sacaran del apuro. Por casualidad el agente local estaba llenando el depósito de su Panda cuando se recibió la llamada y decidió ir a ver lo que ocurría.

– ¿Qué hay de ese aeropuerto?

M asintió tristemente:

– Ha dado en el clavo, 007. Un avión en la noche. Cosa poco usual por aquellos contornos. El aeropuerto consta de una sola pista y no tiene edificios ni hay torre de control. No se llevan a cabo vuelos nocturnos, aunque la pista está en condiciones bastante decentes. Por supuesto, la hicieron durante la guerra. Se la utilizaba como campo auxiliar de Manston. Y aun sigue siendo así hasta cierto punto. Algunas escuelas de aviación locales la usan para que sus alumnos practiquen aterrizajes difíciles.

– Se refería a los aterrizajes que en tiempo de guerra la Royal Air Force denominaba «de tumbos y sacudidas».

– ¿Y esta noche un avión partió de allí?

M hizo una señal de asentimiento.

– Acierta de nuevo. Un miembro del club local vive justamente al otro lado. A última hora de la tarde un pequeño y muy pulcro Piper Comanche de dos motores…

– ¿De los de seis pasajeros un poco apretados?

– En efecto. Sea como quiera, el caso es que empezaba a oscurecer y el aparato llegó volando con sólo un motor. Nuestro hombre del club aéreo sale corriendo a ver si puede prestar ayuda. El piloto es un chico simpático. Va en vuelo hacia Francia, pero tiene problemas con el motor. Dice que necesita alguna pieza de recambio y pide al otro que le deje telefonear. Llama a alguien diciéndole que le traiga determinada pieza y rehusa la comida y el cobijo que le ofrecen. «Tengo que quedarme en el avión», es todo lo que explica. Al llegar la noche despega. Al del club aéreo por poco le da un ataque al corazón. Porque el aparato debió de elevarse a ciegas.

– ¿De modo que se nos ha escapado?

– Así parece. ¿Usted qué cree?

– Lo mismo -repuso Bond. Tras de lo cual continuó con su anterior razonamiento. Había estado pensando en ello muy a fondo y sus conclusiones eran preocupantes. ¿Y si permitieron que Emma Dupré se les escapara? -preguntó-. ¿Y si mi número de teléfono lo escribió alguien en su agenda?

M enarcó una ceja como si se hubiera hecho la composición de lugar de que cualquier teoría procedente de Bond era una estupidez.

– ¡Adelante! -le animó, aunque tras aquella exclamación se notaba que estaba perplejo.

Para empezar, Bond no podía comprender que se hubieran fijado precisamente en él.

– Durante largo tiempo me ha intrigado la idea de por qué un grupo con intenciones agresivas me siguió durante mi viaje a Londres. Es una pregunta que no ceso de hacerme.

Añadió que si habían permitido intencionadamente que Emma se fuera llevando en su agenda el teléfono de Bond, sólo podía ser por un motivo.

– Si Scorpius y quienes trabajan para su Sociedad de los Humildes estaban a punto de empezar su horrorosa campaña, necesitaban asegurarse de que ciertas informaciones les llegaran desde dentro. Querían saber por adelantado qué acción se iba a adoptar. En consecuencia, señor, la agenda de Emma con mi número de teléfono constituía un cebo personal. Eso ha estado bien claro todo el tiempo. Incluso es posible que no quisieran que la chica muriese. Pero murió. A Scorpius le era igual una cosa que otra. Pero una vez se identificara mi número yo quedaría involucrado en el asunto. Y si me dejaba involucrar, nuestro servicio también lo estaría. Sume todos estos factores y el resultado es fácil. Tenían que disponer de un agente de penetración que pudiera informar directamente a Scorpius o a quien él designara. De alguien próximo al Servicio o capaz de acercarse a éste o a mí o a quien tome parte en la operación. ERMF. O como mi tutor solía decir: «En Realidad Muy Fácil».

– Debo admitir que tiene sentido -aprobó M frunciendo el entrecejo. Mientras Bond hablaba no había dejado de mirar su reloj de pulsera-. Scorpius tenía que atraernos a su trampa porque disponía de alguien próximo a nosotros. De alguien con el oído fino como el de usted o quizá como el mío.

– De alguien con fácil acceso a nuestro entorno.

– ¡Hum! -gruñó M, que se estaba poniendo nervioso por momentos.

Se levantó y dirigióse a la ventana, advirtiendo a Bond que apagara las dos lamparitas de estudiante que arrojaban una tenue claridad verdosa por la habitación.

M volvió cuidadosamente el borde de la cortina para echar una mirada al exterior y durante unos momentos se quedó perfectamente inmóvil. De pronto exclamó:

– ¡Ah, por fin!

Fuera se oía el sonido de un coche al aparcar. M advirtió a Bond que mantuviera las luces extintas hasta que su visitante hubiera entrado. Y enseguida se dirigió a la puerta. Se oyeron voces suaves y un rozar de pies.

– Está bien. Venga de nuevo la luz.

M estaba dando a todo aquello un tono francamente melodramático.

Bill Tanner acababa de entrar. Y cogida a su brazo iba la deliciosa Ann Reilly conocida en todo el servicio como la bella Q. Sus ojos estaban tapados por un vendaje negro.

– Se lo puede quitar, querida -le indicó M con voz meliflua-. La señorita Reilly no figura en el círculo mágico de los que conocen nuestro refugio secreto. De ahí la necesidad de esta comedia de capa y espada.

La bella Q parpadeó tratando de acostumbrar sus pupilas a la tenue claridad.

– ¡Hola, James! -saludó a Bond, muy animada. Debí haber sabido que era a usted a quien tenía que informar. ¿Porque qué otra persona estaría escondida en un lugar donde ninguna joven apasionada pueda hallarlo?

– Siéntese y vayamos al grano -le indicó M.

Se sentaron muy próximos en dos sillones de cuero de alto respaldo y en un taburete. La bella Q sacó de su bolso una de las tarjetas de plástico Avante Carte.

– No hemos hecho todavía una verificación completa -empezó-. Pero hasta el momento esa tarjetita de aspecto ingenuo parece poseer la fuerza de una hechicera.

Enseguida se lanzó a una amplia explicación sobre las tarjetas inteligentes y su modo de actuar. Poseían unas bandas magnéticas ocultas en su interior que transmitían información a una computadora de modelo especial y la acumulaban desde la pantalla de unos procesadores de datos de mayor capacidad.

Buena parte de cuanto la bella Q estaba diciendo era sumamente técnico y se refería principalmente a ese tipo de tarjeta de crédito que permiten obtener determinadas cantidades de dinero de un cajero automático, capaz también de rechazarlas si no existen fondos suficientes.

– Usted sabe muy bien -continuó- que ciertas tarjetas hacen algo más que proporcionar unas libras cuando el banco está cerrado. Informan también sobre el estado de la cuenta y en determinados casos se las puede usar para ingresar dinero en ella.

Hizo una pausa sosteniendo la Avante Carte entre el pulgar y el índice.

– Pero esta pequeña maravilla es diferente. La que aquí tengo perteneció a Trilby Shrivenham y mañana la vamos a investigar a fondo. Ya hemos despiezado la de Emma Dupré y nos ha revelado una gran cantidad de secretos. La llamada Avante Carte es probablemente la tarjeta más sofisticada de cuantas conozco.

»Verán: no sólo contiene franjas magnéticas, sino también minúsculas memorias, lo que los técnicos en computadoras llaman ROM (Read Only Memory), es decir, memoria única real, y también RAM (Random Access Memory)~ memoria de acceso al azar. Ello significa que la tarjeta es capaz de actuar como un pequeño ordenador, y puede ser programada con algún fin especifico. Pero su aspecto más siniestro consiste en incorporar una microplaqueta de información de datos de entrada y de salida.

Pudo notar cómo las pupilas de M empezaban a ponerse vidriosas, y, como éste ya había oído cuanto necesitaba, fue directamente al grano.

– Me limitaré a señalar las cosas que esta tarjeta puede hacer. Aunque todavía no hemos averiguado si es que realmente lo hicieron, en primer lugar, su simple inserción en un cajero automático electrónico y la pulsación de una secuencia de números puede ponerla en contacto con las unidades centrales de las computadoras de los bancos ingleses más importantes. Piense en lo que eso significa. Equivale a contactar con los datos de todos esos bancos.

»Y a su vez significa también que se pueden desviar dichos datos y manipularlos como se quiera. El aspecto delictivo más evidente de ello es el de que, en teoría, si la tarjeta está correctamente programada por una computadora principal y si se conocen los números de las cuentas de alguna rica institución, es posible pasar electrónicamente, a través de un cajero automático, dinero de esa espléndida cuenta a la de uno mismo o a cualquier otra que se desee. La consecuencia está clara.

– Es decir, que se puede arruinar a cualquiera o convertirle a uno en millonario por un día.

– O al menos durante el tiempo suficiente como para hacerse con el dinero. -Pasó un dedo manicurado por la tarjeta-. Este es un producto electrónico planeado con muy mala idea, James. Su potencial delictivo y su inteligencia son enormes.

– ¿Para qué lo han utilizado hasta la fecha? -preguntó Bond. La bella Q dirigió a M una mirada como si le preguntara: «¿Lo puedo decir?» M hizo una señal de asentimiento.

– Lo más interesante es que la tarjeta de Trilby Shrivenham no ha sido utilizada jamás. Pero creemos que a ella sí la utilizaron… para obtener los números de las cuentas principales de su padre.

– ¿Han estado consiguiendo dinero perteneciente a lord Shrivenham?

– No ha sido así, James -intervino Bill Tanner hablando por vez primera-, sino todo lo contrario. Por una de esas raras coincidencias que pocas veces pasan en la ficción, pero con frecuencia sí en la vida real, el viejo Basil Shrivenham quiso verificar un depósito bancario que había permanecido inactivo durante un par de años, limitándose a acumular intereses. No es muy importante, pero tampoco despreciable. En realidad se trata de una cuenta reservada en su testamento para Trilby. Esta mañana pidió el saldo que debería haber sido de unas doscientas mil libras, y cuando comprobó la cifra rogó que practicaran una comprobación. Se repasó la cuenta y era correcta. Pero el saldo que debería haber sido de un par de cientos de los grandes tenía en su haber cerca de tres millones de libras esterlinas.

– Y todo se llevó a cabo durante la semana pasada por medios electrónicos -añadió M-. ¿Se da usted cuenta, Bond?

El aludido hizo una señal de asentimiento.

– Sí, me doy cuenta. Alguien, si así lo considera necesario, puede trasladar ese dinero a una cuenta más significativa que se convertirá en una especie de fondo a utilizar de modo fraudulento por el partido político de Shrivenham.

– En efecto, 007. Ha dado usted en el clavo. Y a su debido tiempo la prensa…, o al menos la prensa sensacionalista, recibirá copias auténticas de la cuenta bancaria, así como de varias transacciones efectuadas por medios electrónicos. Y el actual gobierno, empeñado en obtener otro mandato, se verá involucrado en una versión inglesa del Watergate.

– Pero con todo lo demás en su favor… -expresó Bond con cierta brusquedad. Pero al ver la mirada de M optó por cerrar la boca.

Estuvieron hablando durante cosa de una hora, tras lo cual M dijo que la entrevista podía darse por terminada. A la bella Q le vendaron otra vez los ojos y fue conducida hasta el automóvil por Bill Tanner, mientras M se quedaba un poco más en la casa.

– Es mejor que esta noche duerma aquí -le aconsejó-. Por lo menos estará seguro. -Bajó de nuevo la voz como si temiera que alguien pudiera oírle-. Mañana será otro día. He puesto a la mayor parte de nuestros servicios en Europa…, o al menos aquellos en los que puedo confiar plenamente, en situación de alerta de cara al amigo Scorpius. Espero tener más información hacia la tarde. Llámeme dos minutos después de cada hora después de mediodía. Para entonces creo que estaré en condiciones de informarle sobre Scorpius. -Dirigió a Bond una mirada de soslayo-. Pero desde luego, si obtiene alguna noticia interesante, no vacile en seguirle la pista y trate de ponerse en contacto con nosotros. Pero recuerde, James, que quiero que este asunto se resuelva no importa lo que cueste. Y eso corre de su cuenta. Téngalo presente. El imperio de la ley y el sistema de vida inglés dependen de nuestro éxito. Y lo mismo digo respecto a un gran número de vidas inocentes.

Cuando Bond se quedó solo dirigióse a la larga y estrecha cocina y se preparó una omelette aux fines herbes, que acompañó con una botella de Chablis, aunque no sin pensar, divertido que la buena señora Findlay probablemente adquiría el vino al por mayor en un supermercado. Se dijo que no había nada que objetar, aunque hubiera resultado preferible que alguien se lo advirtiera antes, porque el constante contacto con semejante clase de bebida podría dañar el paladar.

Finalmente comprobó todas las cerraduras y las alarmas, se dio una ducha y trepó a la enorme cama de matrimonio que era la pieza más importante del dormitorio principal. Aunque estaba cansado hasta no poder tenerse en pie, Bond permaneció tumbado de espaldas un buen rato, dando un repaso a los acontecimientos del día antes de sumirse en un profundo y tranquilo sueño.

No supo lo que le despertó, pero de pronto sus ojos se abrieron y como en sueños, introdujo la mano bajo la almohada en busca de la pistola que había guardado allí antes de meterse en la cama. Podía ver el resplandor rojizo del reloj despertador mostrando que la hora era las cinco y once de la madrugada.

De pronto se quedó petrificado. La pistola no estaba en su sitio, lo que significaba que, aun cuando pareciese imposible, alguien había entrado en la habitación.

Movió lentamente las piernas de modo a poder saltar como un resorte en cuanto sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad. Pero era demasiado tarde. Sin previo aviso, una mano de hierro le tapó la boca con los dedos separados para empujarle la cabeza al tiempo que un cuerpo humano se apretaba contra sus piernas, inmovilizándole por completo. Su atacante era de una fortaleza inaudita.

Notó una respiración cálida junto al oído y luego oyó cómo le murmuraban:

– Lo siento, jefe, pero es la única manera. Puedo ahorrarle un montón de disgustos.

No había necesidad de más explicaciones. La impresión de Bond no había fallado. Notaba el frío cañón de su propia pistola en la sien. Durante un segundo se dijo que Pearlman acabaría con él a los pocos minutos.

Pearly Pearlman alargó la mano y encendió la luz, aunque sin dejar de retener a Bond contra la cama.

– Buenos días, jefe -le saludó-. Vamos a hacer un pequeño viaje. Pero no necesitará acicalarse demasiado. Le voy a contar una historia que va a ser un bálsamo para su alma.