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James Bond dio un paso hacia adelante. El grito había alcanzado ahora un tono penetrante, expresando un terror primitivo y brutal. Bond intentó dar otro paso, pero aunque nadie hizo ademán alguno para impedirlo, hubo de detenerse como si se sintiera paralizado.
Vio cómo Valentine, ahora reclinado contra la puerta, esbozaba una sonrisa. Por unos segundos, mirando su delgada cara rebosante de salud, Bond volvió a verla sobrepuesta a la fotografía de Vladimir Scorpius, igual que cuando examinaba el expediente.
Le miró las orejas… Eran las orejas de Scorpius, así como el pelo ya escaso en algunos lugares pero inmaculadamente peinado. La línea de la mandíbula en otros tiempos gruesa y ahora con la piel tirante sobre la escasa carne…, era la mandíbula de Scorpius. Los pómulos… los pómulos de Scorpius, y finalmente los ojos «negros como la noche», como había dicho el viejo Basil Shrivenham; los ojos de Scorpius, negros como la noche, ahora le mantenían inmóvil.
Las pupilas relampaguearon como si estuvieran dotadas de un fuego interior, tras de los iris, y un gusano se moviera entre aquel fuego. Luego empezaron a ensancharse como si quisieran tragarle. Bond apartó la mirada al tiempo que una imagen distinta de Scorpius se formaba en algún lugar de lo más profundo y oscuro de su subconsciente: la imagen de Scorpius empalado en una daga por su propia mano, por la mano de James Bond aferrando una empuñadura en forma de serpiente. Esgrimía la daga y, un segundo antes de hundirla en la garganta de Scorpius, le miraba de nuevo y se aproximaba a él.
– ¡Ah! -La sonrisa seguía fija en la cara de Scorpius, pero sus ojos habían perdido la brillantez, pareciendo como si en ellos se mostrase ahora una leve expresión de miedo que sólo duró unos momentos para desaparecer enseguida-. Vamos, señor James Bond. -La voz seguía sonando tranquila, suave y tranquilizante-. Vamos a ver de dónde procede realmente ese ruido. Creo que va a quedar usted bastante impresionado.
– Lo dudo.
– ¿Es ese el modo en que corresponde a mi hospitalidad? ¿Dudando? Señor Bond, creo que tiene mucho que aprender todavía. Venga conmigo. -Levantó una mano con los dedos separados… ¿Quizá el ademán de un príncipe medieval? Posiblemente. Luego hizo un leve movimiento como de invitación-. Venga. Vayamos todos al Salón de los Rezos.
«¿De modo que ésta es la auténtica maldad? -pensó Bond. Era innegable que Scorpius poseía un poder, igual al que ostentan muchas grandes figuras públicas y que con frecuencia ni ellas mismas reconocen. Scorpius tenía la propiedad maléfica de estar dotado de un temperamento muy fuerte, combinado con una fuerza hipnótica de gran intensidad. Probablemente ahora la manejaba de manera puramente refleja. Aquel poder podía ser limitado en sí mismo, pero resultaba inapreciable para dirigirse a quienes deseaban creer en él. Ahora bien, enfrentado a un hombre o una mujer dotado de suficiente inteligencia, Scorpius se veía obligado a apelar a otros métodos, como, por ejemplo, el uso de drogas hipnóticas y cosas por el estilo. Pero su voluntad y su fuerza mental combinadas le hacían un peligroso adversario.
Si Scorpius hubiera operado utilizando solamente los burdos recursos de la fuerza física o de la voluntad para provocar pánico y miedo a quienes estaban cercanos a él, no habría resultado enemigo difícil. Pero Bond reconocía que la tarea que le aguardaba era mayor de la que había imaginado. Porque no sólo se enfrentaba a la fuerza muscular, a la astucia y a la habilidad para manejar a otras personas, sino también a la fuerza mental.
Por un segundo, mientras permanecían allí de pie dispuestos a seguir la invitación de aquel hombre, le pareció hallarse en presencia de la maldad total, del enemigo por antonomasia; de alguien que, utilizando la palabra, los hechos o valiéndose de algún razonamiento retorcido, era capaz de convencer a otros mortales de que actos deshonestos y horribles se convertían en prácticas bondadosas, caritativas y justas. En el mundo dominado por Scorpius, la moralidad era vuelta del revés. El bien se transformaba en mal y lo erróneo en correcto, mientras lo bueno y lo justo quedaban convertidos en lo malvado y lo falso.
Todo ello se hacia patente por el solo hecho de seguir a aquel hombre a lo que él llamaba Salón de los Rezos. La intuición de Bond dijo a éste que el recinto en cuestión era un lugar en el que ninguna persona en sus cabales debía meterse. Sin embargo, aún así, todos obedecían la voz del jefe.
Luego de atravesar la puerta por la que Scorpius había aparecido poco antes en su condición de padre Valentine, se encontraron en una gran habitación rodeada de estanterias llenas de libros. Había un escritorio sencillo bajo una ventana en el extremo más lejano; pero no obstante las hileras de libros encuadernados en piel en las enormes librerías, el recinto estaba impregnado de cierto aire de austeridad. Tampoco allí había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo.
– ¡Adelante! -invitó Scorpius conforme atravesaban la estancia en dirección a una puerta entre dos librerías, a la derecha. Recorrieron luego un corredor igualmente desnudo, hasta llegar a un par de puertas dobles que hicieron recordar a Bond las entradas a palco o a anfiteatro en un teatro o cine.
No estaba equivocado porque, en efecto, las puertas daban paso a un vasto local para espectáculos, a una habitación enorme en forma de media luna, con el suelo escalonado, sobre el que había hileras de asientos. Al fondo había un estrado. No se veía ventana alguna y la velada claridad procedía de luces indirectas ocultas en el techo. Al igual que en un teatro o en un cine, las filas de asientos estaban divididas por tres pasillos que bajaban hasta el estrado. Este consistía en una plataforma sobre la que se hallaba una sencilla mesa de madera.
Había reunidos en aquel lugar unos sesenta o setenta hombres y mujeres cuya atención se centraba en el estrado, fuertemente iluminado por dos focos que acentuaban la desnudez del ambiente. Ante la mesa había una silla de madera de gran tamaño y con el respaldo muy alto. Dos jóvenes revestidos como acólitos y cuyas casulllas escarlata aportaban la única nota de color a la escena, se habían situado a ambos lados de la silla con la cara vuelta hacia su ocupante. Esta era Harriett Horner, quien en el momento de entrar Scorpius y el grupo profirió otro de sus penetrantes aullidos.
Estaba atada a la silla con correas de cuero que le sujetaban los brazos, las piernas y la cintura, y al tiempo que gritaba, hacia esfuerzos por liberarse de sus ataduras como alguien que está sufriendo una tortura horrible, sujeta a una trampa de la que no podía escapar.
Bond profirió una interjección en voz baja y Scorpius se volvió hacia él.
– Tenga cuidado Bond. Va a ver cosas que nunca habría creído posibles. La señorita Horner está siendo sometida a la prueba por la que tienen que pasar la mayoría de los neófitos antes de unirse a nuestra santa sociedad.
– ¡Querrá decir impía sociedad! -replicó Bond con acritud-. Esta joven no ha venido aquí por su voluntad.
– ¿Y qué me dice de usted mismo, James Bond? Me parece que tampoco usted ha hecho este viaje por decisión propia.
Bond evitó la mirada del otro.
– He venido a verle y a hablar con usted porque quiero poner fin al terror que inflige en los demás.
– ¿De veras? ¡Qué interesante! Ya averiguaremos por qué ha acudido usted realmente a los Humildes.
Hizo otro ademán y uno de los jóvenes que indudablemente formaba parte de su grupo de guardaespaldas se adelantó sosteniendo una larga sotana blanca similar a la que lleva el papa. Una vez se hubo puesto y abotonado por completo aquella prenda, Scorpius se ciñó a la cintura una amplia faja de seda blanca y, tomando un solideo asimismo blanco que le ofrecía otro de los guardianes, empezó a descender por el pasillo central hacia el estrado.
Conforme caminaba se empezó a escuchar un sordo murmullo, mientras los asistentes se arrodillaban ante sus asientos y el murmullo se hacía cada vez más fuerte hasta convertirse en un cántico.
– Padre Valentine, te saludamos desde el principio hasta el fin. Padre Valentine, te saludamos, te saludamos, te saludamos. Desde el principio hasta el fin alabamos a nuestro padre Valentine, que nos otorga el paraíso, posee el poder del bien y es el creador de un nuevo mundo eterno.
Y así continuaron repitiendo la cantinela incansablemente hasta que Scorpius alcanzó el estrado.
Los dos acólitos se habían arrodillado con el rostro radiante, como presas de un éxtasis que parecía derivarse de la simple presencia de Scorpius. Bond se sentía asqueado al presenciar aquella manifestación profana de pura y simple iniquidad.
Harriett había cesado de gritar y Bond pudo ver cómo Scorpius le colocaba las manos sobre la cabeza. Luego levantó su cara y empezó a hablarle:
– ¿Has mirado hacia el fondo del oscuro pozo, hermana? -le preguntó.
– He mirado al fondo del oscuro pozo -respondió Harriett con voz fuerte, aunque en un tono poco natural.
Bond se dijo que aquello no era una simple manifestación de hipnosis. Aunque Scorpius fuera autor de tal reacción, sus extraordinarios poderes no le parecieron suficientes como para convertir a Harriett en un muñeco parlante. Entre los dos empezaron ahora a entonar una especie de espeluznante letanía.
– Has mirado al fondo del oscuro pozo que es el mundo tal como ahora lo conocemos, hermana. ¿Y qué has visto en él?
– Horrores y corrupción. Hombres, mujeres y niños degradados por su propia locura y por su apego a las riquezas materiales.
– ¿No es terrible ver a la gente destruirse a sí misma, en un mundo falso y detestable que insensatamente considera como un paraíso?
– He visto a aquellos a quienes conozco afanándose dolorosamente bajo tales terribles creencias. No pueden ser perdonados. Me asustan y aterrorizan.
– ¿Te aterrorizan hasta el punto de que has gritado presa de angustia por ellos?
– Estos gritos son mis plegarias. Confío en que vean la verdad.
– ¿Verán la verdad y la aceptarán?
– No, hasta que un nuevo orden quede establecido por el fuego y por la muerte. Sólo entonces lo entenderán todo.
La voz, no obstante sonar como la de un robot, se hizo más convulsa y fue aumentando de tono de un modo irreal.
– Ten calma, hermana Harriett. Ten calma. Has visto la verdad. Y aún verás y entenderás muchas más cosas. Pero ahora ten calma. -Se volvió para enfrentarse a los reunidos-. Tengo noticias para vosotros hermanos y hermanas. Nuestro hermano cuyo nombre de muerte es Philip ha alcanzado la paz eterna y la recompensa del paraíso. Ha destruido a dos hombres importantes que caminaban por la senda oscura de sus creencias malvadas. Ha acercado el paraíso todavía más a nosotros. Su acción tuvo lugar en Inglaterra sólo hace cosa de una hora. Sin embargo nos ha hecho avanzar muchos años hacia el edén en el que todos los hombres serán iguales sobre la tierra; en el que los beneficios que ésta produce serán compartidos por todos; en la que encontraremos la paz espiritual y respiraremos un aire puro y libre de tinieblas. Alabemos a Philip, nuestro hermano, uno de los Humildes que ya ha encontrado su paraíso. Te saludamos, Philip, desde el principio hasta el fin.
Como un lamento de intensidad creciente, los reunidos empezaron a cantar:
– Te saludamos, Philip, desde el principio hasta el fin.
Y cuando se hizo de nuevo el silencio, sólo se escuchó en la sala la voz narcotizada de Harriett elevándose y descendiendo sin control alguno, lanzando al aire sus salutaciones a aquel Philip desconocido «desde el principio hasta el fin».
Scorpius dio instrucciones en voz baja a uno de sus acólitos y ambos se acercaron aún más a los lados de la silla. Harriett parecía como desplomada hacia delante, retenida sólo por las ligaduras que los dos jóvenes con las sotanas rojas empezaron ahora a soltar, tras de lo cual ayudaron a la muchacha a ponerse en pie y la condujeron hasta detrás de la mesa. Scorpius se volvió hacia los reunidos una vez más, levantando la mano derecha con los dedos índice y medio extendidos en una irreverente imitación de la bendición papal.
– Os invito a los placeres que vuestros cuerpos y vuestras almas necesiten esta noche -entonó-. Pronto llegarán noticias de otras victorias y la tarea final dará comienzo. Esperamos que otros muchos creyentes acudan a este lugar y se unan a nuestra santa sociedad. Habrá más bodas y numerosos nacimientos que ayuden a poner en acción a aquellos de vosotros que aún no pueden proseguir la ruta que lleva al paraíso. Tened paciencia porque vuestra hora llegará. Y ahora retiraos en paz.
Unos altavoces escondidos empezaron a difundir una música electrónica, lejana, pulsante y etérea, de la que aquella gente gustaba sobremanera y que estaba dotada además, de cierta cualidad hipnótica.
Conforme la música subía de tono, una leve niebla empezó a emerger ondulante de unos agujeros en la plataforma. Bond se dijo que la debía producir una máquina de fabricar hielo seco. Sin duda, el amigo Scorpius disponía de elementos muy buenos dotados de técnicas diversas, que trabajaban para él. Conforme reflexionaba sobre aquello, pudo ver cómo Scorpius iba quedando envuelto por la niebla, transmitiendo a los otros la impresión de un hombre que se eleva por los aires y que se va desintegrando lentamente ante los ojos de quienes le miraban.
La concurrencia empezó a desfilar. Muchas de aquellas personas tenían poco más de veinte años. Sólo unas cuantas parecían algo mayores, quizá alrededor de treinta, pero ninguna pareció fijarse en los tres guardaespaldas ni en Pearlman ni en Bond, quien de pronto distinguió una cara conocida entre los concurrentes. Era la misma de la fotografía que había visto con anterioridad por la mañana en Inglaterra. La cara de Ruth Pearlman. Los ojos de la joven miraban fijamente ante sí, pero, conforme se acercaba al grupo, su paso se hizo más lento como si caminara en un estado de sonambulismo y se encontrara a punto de despertar. Sus pupilas se movieron y miró de frente a su padre.
Ruth se quedó completamente inmóvil y de pronto al reconocerle su cara pecosa se iluminó en una sonrisa de felicidad.
– ¡Papá! -exclamó corriendo hacia Pearlman y echándole los brazos al cuello-. ¡Oh! ¡Qué agradable sorpresa! Nuestro padre Valentine me dijo ayer que me preparaba un regalo maravilloso, antes de que me fuera… -Se interrumpió mirando las otras caras, consciente de que estaba a punto de decir algo prohibido-. ¡Oh, cuánto me gusta verte!
Volvió a estrechar a su padre una y otra vez hasta que uno de los guardianes la apartó suavemente.
– Está programado que pases algún tiempo con tu padre -le explicó el amable y joven matón poniéndole las manos sobre los hombros-. Pero ahora, hermana, debes ir a tu cuarto a meditar y cuidar a tu hijo. La hora de tu gloria llegará pronto.
– ¿Qué hora…? -empezó Pearlman, pero, cambiando de idea, miró hacia Bond, quien pudo detectar en la cara del otro una expresión como si le pidiera ayuda.
Conforme se llevaban a Ruth, el guardaespaldas llamado Bob se situó detrás de Bond.
– El padre Valentine espera que le haga usted el honor de cenar con él esta noche en su apartamento privado. Su equipaje ha sido llevado a la habitación de los huéspedes. Uno de mis hombres le mostrará el camino. Ya le llamaré digamos dentro de media hora. Así tendrá tiempo para refrescarse y cambiar unas palabras con los demás invitados.
– ¿Qué invitados? -preguntó Bond. Pero Bob había hecho seña ya a otro de los jóvenes gigantes al que dio el nombre de Jack.
Jack colocó su mano enérgica sobre el antebrazo de Bond.
– Por aquí, señor Bond -le indicó-. No quisiera que llegase tarde a la cena con el padre Valentine.
Y empujó a su huésped fuera del anfiteatro. Pero Bond se liberó de su mano con brusquedad.
– ¡Quíteme las zarpas de encima!
– Tranquilo, señor Bond. No vamos a hacer una escena en este recinto sagrado, ¿verdad?
– Métase las manos en los bolsillos.
Jack hizo una pequeña reverencia burlona e indicó a Bond que caminara delante de ellos.
– Ya le diré cuándo tenga que torcer a izquierda o a derecha o subir una escalera. ¡Adelante, señor Bond!
Empezaron el largo recorrido por diversas escaleras y caminando a lo largo de corredores, mientras Bond intentaba retener en la memoria las direcciones que estaban adoptando. No volvieron a pasar por delante del estudio de Scorpius ni cerca del vestíbulo principal y tardaron cosa de ocho minutos en llegar a una zona que Bond dedujo se encontraba en el piso bajo, hacia la trasera del edificio.
Pasaron ante una salida para caso de incendio y, de pronto, la austera desnudez que parecía ser la nota dominante del decorado de aquella mansión dio paso a una magnificencia muy poco usual: un largo y ornamentado pasillo estaba iluminado con intrincados candelabros de colores chillones que parecían de origen mexicano. Pisaba una alfombra extraordinariamente gruesa y, aunque aquel pasillo debía de tener una extensión de por lo menos cuarenta metros, sólo pudo ver cuatro puertas, dos en la pared de la izquierda y dos en la de la derecha, decoradas con falsas columnas y cornisas doradas y ornamentadas con lazos y querubines. Para Bond todo aquello tenía un aspecto extravagante y como fuera de lugar, y comprendió que tal decoración era tan ordinaria y repulsiva como el propio Scorpius. Allí no podía sorprenderse de nada.
Jack se detuvo ante la segunda puerta, dio unos golpecitos y la abrió.
– Este es el salón, señor. Los dormitorios están a derecha e izquierda. Hay cuartos de baño y tocadores en los pasillos de intercomunicación. Espero que lo encuentre usted todo a su gusto, pero si hemos olvidado alguna cosa utilice por favor el teléfono. -Dejó escapar una risita sardónica-. Es sólo interno, ¿comprende? Me temo que no podrá establecer comunicación con el exterior. ¡Oh! Le hemos quitado la maquinilla de afeitar. Es una arma delicada. Encontrará una afeitadora eléctrica en el cuarto de bario. Bob estará aquí dentro de veinte minutos. Que lo pase usted bien.
Haciendo otra de sus burlonas reverencias, Jack se retiró y la puerta quedó cerrada. Bond pudo oír el alarmante rumor de unos cerrojos al ser corridos. Ya antes se había dado cuenta de la fina cerradura con combinación numérica incrustada en una de las columnas. Pero aquello no importaba, porque si no habían descubierto los secretos de la cartera, una cerradura electrónica no constituiría una grave dificultad.
Se volvió para echar una mirada a la habitación. Toda ella estaba muy ornamentada y recargada, con reproducciones de mobiliario Luis XV, cuadros modernos y tejidos de colores de un brillo casi histéricos. Las cortinas no habían sido todavía corridas para la noche y dejaban al descubierto, en toda la longitud de una de las paredes, un enorme ventanal a través del cual, iluminado por la luz de unos focos, se veía un espacio arenoso y más allá una tierra pantanosa cubierta de juncos que conducía hasta una hermosa y dorada playa en la que rompían las olas de un mar embravecido.
Exploró el pasadizo que salía de la izquierda de aquella estancia principal y que llevaba a dos habitaciones: un horrible cuarto de baño moderno decorado en dos tonos de verde, a la izquierda, y un tocador que parecía más bien el probador de unos almacenes a la derecha. La puerta de enfrente daba paso al dormitorio de igual tamaño y mal gusto que el salón. La cama era enorme, con cuatro columnas y al pie de la misma se encontraba su cartera. La pared de la derecha, igual que la del salón, estaba ocupada por otra ventana gigante.
Aquél podía ser el dormitorio de un hotel con más riqueza que buen gusto, y Bond pensó que quizá resultara utilizable como punto de partida para huir. Posiblemente Scorpius, el viejo traficante en armas, había desarrollado aquel estilo ornamentado y terrible conforme se convertiría en un recluso rico. Nunca habían conseguido obtener foto alguna del Vladem I; es decir, del yate. Pero probablemente su estilo debía de ser muy similar. Aquel Vladimir Scorpius, santón de pacotilla, elemento de cuidado, con su negocio de emplear terroristas, y que se valía de la credibilidad emocional de jóvenes ingenuos, tenía su talón de Aquiles, que eran la vulgaridad y las pretensiones. «Bien, Vladimir -pensó Bond-. Puedo explotar esa circunstancia de un modo que usted no puede imaginar porque probablemente cree en todo esto, es decir, en el aspecto externo de su demostración de poder.»
Se acercó a la cartera de viaje y vaciló un momento antes de colocarla sobre la cama. «Cuidado», pensó. Porque entre toda aquella aparatosidad era probable que Scorpius tuviera las habitaciones de sus huéspedes debidamente provistas de un sistema de son et lumière. Colocó la cartera sobre la cama. Se habían manipulado las cerraduras y habían descubierto la combinación, cosa bastante fácil incluso para un sistema sofisticado, pero, al comprobar el peso, notó que el compartimento secreto permanecía incólume. Desde luego, ningún aparato de rayos X era capaz de revelarlo ni tampoco ningún tipo de comprobaciones. La Bella Q había utilizado en aquella ocasión unos métodos excepcionalmente sagaces.
Luego de comprobar que sólo le habían quitado la maquinilla de afeitar y las hojas de recambio, tomó una camisa limpia, calcetines y ropa interior, tras lo cual volvió a cerrar la cartera empleando la combinación, y dejándola sobre la cama como si careciera de importancia. Más adelante podría sacar de ella las armas y otros artículos que pudiera necesitar.
Luego de desnudarse, Bond se duchó rápidamente, se restregó con una de las grandes y ásperas toallas que estaban pulcramente apiladas en un contenedor cromado, puesto sobre el baño y volvió al dormitorio. No había hecho más que quitarse la toalla para echarla otra vez en el cuarto de baño cuando oyó una tosecita divertida que procedía de la puerta del dormitorio. Miró hacia allá y pudo ver que Harriett Horner había entrado. Llevaba una bata afelpada y su cara pálida mostraba señales de fatiga, sobre todo alrededor de los ojos; pero su boca se torcía en una divertida sonrisa al ver desnudo a Bond.
– Me han dicho que habías llegado, James. ¡Gracias a Dios que estás aquí! Sí; ¡gracias a Dios! -Corrió hacia él sin preocuparle que estuviera desnudo y echándole los brazos al cuello empezó a besarle en la cara.
Luego, acercando los labios a su oído, susurró:
– Hay una instalación de audifonía, aunque no de imágenes, al menos que yo sepa. -Y añadió otra vez en voz alta-: Realmente no pude creerlo cuando nuestro padre Valentine me habló de ti.
Manteniendo de nuevo los labios junto a su oído añadió:
– Ha sido muy desagradable. Utiliza conmigo drogas y una poderosa fuerza hipnótica. Intenta hacerme creer lo de ellos y convertirme en una Humilde. Está consiguiendo atontarme, pero yo me acuerdo de todo.
Y otra vez en voz alta:
– ¿Es esta noche cuando piensa preguntárte1o?
– ¿Preguntarme qué? -Bond la miró observando que le hacía un picaresco guiño.
– ¡Oh, James! -Le volvió a besar como si aquello la encantara. Tampoco era una experiencia desagradable ni mucho menos. Una vez más sus labios le rozaron para murmurar como anteriormente-: Prepárate porque el impacto va a ser fuerte.
– Pero ¿qué va a preguntarme? -insistió Bond.
– Si quieres casarte conmigo. -Estaba excitada, pero ahora ya no sonreía-. Dice que si accedes a ser mi esposo y a vivir aquí sometido a la disciplina de los Humildes, no nos hará daño alguno. Por favor, James, por favor, dile que sí.
– Desde luego, si es que con eso salvamos la vida. Pero no creo que el siniestro Scorpius nos suelte tan fácilmente.
Miró a Harriett, pero las pupilas de la joven parecieron haber perdido todo signo de vida. Se oyeron unos suaves golpecitos en la puerta principal. Debía de ser Bob para llevarse a Bond a presencia de Scorpius.
– ¿Te casarás conmigo, James? – preguntó Harry Horner, apretándose contra él.
Bond se dijo que aquello no iba a ser un destino peor que la muerte, ni mucho menos. Aunque la amenaza fatal seguiría pendiente sobre ellos. Una tenue sonrisa le curvó los labios como en un gesto de confianza.
– Me lo pensaré, Harry -repuso-. Lo voy a reflexionar muy seriamente.