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Todo parecía perfecto y real. En muchos aspectos, la vida había adoptado el aspecto de un sueño. Estaban ahora reunidos en el Salón de los Rezos, decorado con flores. Aretha Franklin y el coro de la iglesia baptista New Bethel de Detroit cantaban a voz en grito Camina hacia la luz por los altavoces indirectos, mientras Bond, teniendo a Pearly Pearlman como padrino, esperaba junto a las escaleras del estrado donde Vladimir Scorpius deslumbrantemente ataviado con sus ropas «papales», sonreía melifluamente.
En el instante en que Bond dio su acuerdo a que la boda se celebrara aquella misma noche, Scorpius había tendido su mano hacia el teléfono.
– ¡Espere! -profirió bruscamente Bond-. ¿Qué va hacer?
– Si la ceremonia ha de ser esta noche, hay que pensar en muchas cosas.
– De acuerdo -aprobó Bond con voz tranquila-. Pero todo a su tiempo.
– ¿No irá a desdecirse? -preguntó Scorpius, alarmado.
– No. Pero si he de casarme con Harriett, primero se lo tendré que preguntar a ella.
– No es necesario. Se casará de todos modos. Estoy seguro de que va a aceptar.
– Quiero que sea ella misma quien me lo diga.
– ¡Trilby! -llamó Scorpius con voz aguda por vez primera aquella noche-. Ve a buscar a la Horner y tráela aquí ahora mismo.
– ¡No! -exclamó Bond levantando una mano. Deseo verla en privado. En el cuarto de los invitados. Si no es así, el trato queda deshecho. Si quiere que acepte, tengo que verla a solas y preguntarle si me quiere como cualquier hombre haría con cualquier mujer. Además debe estar segura de lo que va a hacer.
Scorpius vaciló un momento, pero luego colgó el teléfono e hizo una señal de asentimiento.
– Muy bien. Pero os casaréis de todas formas.
Bond creyó oír cómo Trilby ahogaba una risita. La miró y vio que se había puesto pálida, lo que se hacia evidente incluso bajo el espeso maquillaje que llevaba. De nuevo, Bond se preguntó por qué había de casarse. ¿Por qué acceder a aquel capricho de un demente? ¿Se trataba de alguna tortura sutil? ¿Por qué estaba Scorpius tan ansioso de proseguir aquella farsa?
Unos golpecitos en la puerta anunciaron la llegada del «guardaespaldas Bob», al que se dio la orden de llevar de nuevo a Bond al cuarto de los invitados y esperar allí.
– No tiene que… -la voz de Trilby temblaba-. No debe en modo alguno…
– ¿Qué es lo que no debo hacer? -preguntó Bond.
– Eso mismo quiero saber yo -intervino Scorpius, brusco y amenazador-. Sí, Trilby ¿Qué es lo que no debe hacer el señor Bond?
– No puede verla -casi sollozó Trilby-. Trae muy mala suerte ver a la novia antes de la boda. No debe permitirse que el novio haga eso.
– ¿Hemos de preocuparnos por semejantes supersticiones? -preguntó Scorpius en un tono ahora insoportablemente protector.
– Tengo que hablar con ella, Trilby. No estaría bien que no me declarara antes.
La joven hizo una breve señal de asentimiento, con los ojos arrasados en lágrimas.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí -contestó ella con un hilo de voz-. Sí…, sólo que…, bueno, es que las bodas me emocionan mucho.
Bond la tocó en el hombro en un ademán tranquilizador, pero ante su profunda sorpresa ella se apartó bruscamente, como si estuviera apestado.
Cuando Bond regresó al departamento de los huéspedes, Harriett estaba tendida en su cama, envuelta en un albornoz. La etiqueta cosida a uno de los bolsillos proclamaba «Hilton Hotel, Disney Village». A Bond aquello le pareció sumamente adecuado.
– ¡James! Creí que te habías ido para siempre.
Pasó las piernas por sobre el borde de la cama y dejó caer el libro que estaba leyendo. Él vio que se trataba de Lágrimas de otoño, de McCarry. Lo señaló con la mirada y dijo:
– Veo que también te gusta. Tenemos una cosa en común.
Conforme hablaba se llevó una mano al oído, miró hacia el techo e hizo un movimiento circular con el índice, dando a entender que techos, paredes, teléfonos, lámparas y cualquier otra cosa que hubiera en la habitación podía albergar un dispositivo de escucha.
Ella hizo una señal de asentimiento al comprender la indicación. Con anterioridad ya le había dicho que estaban sometidos a observación auditiva, aunque a su juicio la misma no estuviera operada por esos conocidos aparatos que existen en el sofisticado mercado de la electrónica. En casos como aquél sólo había un modo y únicamente uno para protegerse contra tal vigilancia. Bond y muchos como él lo habían usado ya con anterioridad.
– Harriett, querida. -Empezó tomándola de la mano y llevándosela al rincón más lejano del cuarto, donde había un amplio y confortable sillón-. Esto es terriblemente difícil. Sólo lo hice una vez en mi vida.
Al tiempo que hablaba había sacado del bolsillo un lápiz de plata Tiffany y una libretita con cubiertas de piel. Se acomodó en el sillón e hizo que Harriett se sentara sobre sus rodillas.
– ¿Sólo una vez, James? -preguntó ella dirigiéndole una tímida sonrisa-. ¿Un hombre tan guapo y tan apuesto como tú?
Le pasó un brazo por el cuello y apoyó la cabeza contra su pecho conforme él colocaba la libretita sobre sus muslos cubiertos por el albornoz y empezaba a escribir.
– He hablado largo y tendido con nuestro anfitrión -le explicó en voz alta-. Por razones que no voy ahora a mencionar parece que nuestro futuro inmediato sólo estará a salvo si…
– Sigue, James -le animó ella al tiempo que miraba lo que había escrito en la libreta.
«¿Cuándo se casó Trilby Shrivenham con Scorpius?»
Harriett tomó el lápiz mientras él continuaba:
– …si tú y yo nos casamos.
«¡No sabia que estuvieran casados!», escribió ella. Y al mirarla, Bond vio pintado el miedo en su cara, que se había vuelto repentinamente pálida.
Luego preguntó en voz alta:
– ¿Si nos casamos? Ya te lo dije, James. Ya te dije que esto es lo que él quiere. ¿Me crees ahora? -Movió la cabeza frunciendo el ceño, preocupada intentando añadir algo más.
– Sí… -Bond le tomó el lápiz de la mano-. Sí, pero yo soy algo anticuado en estas cosas. Naturalmente, te aprecio. Te aprecio mucho.
Su proximidad, con sólo la tela del albornoz entre él y su carne desnuda, empezaba a ponerle nervioso.
– Ya lo veo. -Ella permitió que posara una mano en su regazo. Haciéndose un poco hacia adelante vio lo que había escrito.
«Comprenderás que si nos casamos, intentaré escapar de aquí lo antes posible. Y volver por ti enseguida.»
– Lo que intento decirte, Harry, es que si yo te lo pido y tú aceptas ese matrimonio, representará nuestra salvación y nuestro bienestar común.
Y escribió en la libreta:
«Al menos de momento.»
Ella le tomó el lápiz de nuevo.
– Desde Luego, James.
Se produjo una pausa, conforme escribía:
«Si piensas escapar, quiero que me lleves contigo.»
– James, lo que pretendes decirme es que no estás enamorado de mí, ¿verdad?
– En efecto.
Y escribió en la libreta:
«Scorpius va a celebrar la ceremonia esta noche. ¿Te das cuenta de que no tendrá ningún valor legal ni nos unirá en modo alguno?»
– ¿Y qué más? -preguntó ella arrebatándole el lápiz.
– A pesar de eso, te ruego que aceptes. Que te cases conmigo.
Harriett había escrito:
«Lo sé, pero es el único modo. Ya debes saber que ese hombre quiso que fuera su esposa.»
– Pues acepto -le sonrió con el rostro radiante mientras el sol, por un segundo, asomaba por detrás de las espesas nubes.
– Gracias, entonces ¿me permites…?
Él había escrito:
«¿Y le diste calabazas?»
– ¿No puedes esperar hasta que haya terminado la ceremonia? -Harriett bajó la mirada hacia la nota e hizo con la cabeza vivas señales de asentimiento. Pero su rostro estaba grave, no obstante la brillantez de sus palabras y su voz. Tomando el lápiz de la mano de Bond, escribió:
«Sí, y los dos nos metimos en un buen lío. Ya te lo contaré después. Ahora sigamos.»
– Te iba a preguntar si puedo besarte.
Harriett apretó los labios contra los de él. O era una experta graduada en la asignatura del beso o no había besado o sido besada desde hacía mucho tiempo.
Conforme trataba de recobrar el aliento, Bond pensó que podían existir otras dos explicaciones. Scorpius pudo haberla delegado para llevar a cabo todo aquello con el fin de mantenerlo ocupado, aunque quizá demasiado pronto, o verdaderamente Harriett deseaba provocar en él una pasión explosiva.
– ¡Oh, James! -murmuró-. ¡Me alegro tanto de que sea esta noche!… Realmente no tenía otra cosa mejor en que ocuparme.
Él le dirigió una sonrisa desvaída, ligeramente teñida de crueldad, a la vez que escribía en la libreta:
«Esta noche planearemos nuestra fuga.»
Respirando agitadamente con el fin de dar a quien escuchara la idea de que estaban fundidos en un estrecho abrazo, ella escribió:
«De acuerdo; pero sólo luego de la consumación. Tenemos que sacarle algo agradable a todo esto.»
– James, no sabes hasta qué punto lo he deseado, desde la primera vez que te vi.
El se dijo que sus palabras sonaban convincentes y que quizá fuera sincera al pronunciarlas. Enseguida escribió:
«Eres una chica estupenda.»
Bond pensó que debían aceptar lo que viniera. Quizá aquella fuese la oportunidad que había estado esperando. Tal vez el que Harriett hubiera rechazado a Scorpius fuera la clave de la insistente pregunta que no cesaba de repetirse: ¿Por qué una boda? ¿Por qué todo aquello parecía ser de tanta importancia para Scorpius? Seguía sin conocer gran cosa de Harriett. Ahora, después de haberle revelado su inmediato plan de fuga, ella descubriría sin duda sus verdaderas intenciones. Si estaba actuando con duplicidad -es decir, si formaba parte del equipo de Scorpius-, lo daría a conocer a sus captores, quienes adoptarían medidas para que no incurriese en una tentativa peligrosa. Pero, por otra parte, si era sincera y estaba trabajando para el gobierno de Estados Unidos, seguiría a su lado hasta haber completado la misión que tenía encomendada. De un modo o de otro, pronto sabría si era o no de confianza.
– ¡Caray! -exclamó ella, levantándose y arrugando la frente.
Bond tuvo que admitir que era una mujer muy deseable, con el pelo oscuro cayéndole sobre los ojos y que ahora apartaba con la mano.
– ¿Qué sucede?
– Que no tengo nada que ponerme. -Levantó la mirada y volvió a sonreír, aunque aparecía algo turbada tras un fingido estado de buen humor-. No importa para después, pero ¿qué llevaré en la ceremonia?
– Estoy seguro de que Scorpius habrá pensado algo -respondió Bond.
– Sí -aprobó ella frunciendo el ceño-. Me parece que tienes razón… No olvidará ningún detalle de este condenado asunto, desde la ceremonia hasta el modo en que tengamos que morir. Porque no es posible que nos permita seguir viviendo. Tú también lo sabes, ¿verdad?
Bond volvió la cabeza, no queriéndola mirar a los ojos
– Pues habrá que hacer algo para impedirlo -replicó.
En efecto, Vladimir parecía haber pensado en todo. Tenía preparado un traje gris para Bond y otro para el padrino, junto con corbatas de seda y flores para el ojal.
Ahora, conforme estaban todos de pie en el Salón de los Rezos, Bond observó que había sido muy conservador en su estimación de los que Scorpius podía proveer.
La pieza de Aretha Franklin cesó de escucharse y un órgano lanzó al aire los toques de la Marcha nupcial. Las luces disminuyeron su intensidad y el pasillo central empezó a quedar lentamente iluminado por diversos focos.
Al ver a la novia y a su comitiva, Bond tuvo la extraña sensación de haber vivido ya aquellos momentos. Habían tardado poco más de una hora en prepararlo todo, y el sentido común le dijo que Scorpius lo tenía ya previsto con anterioridad, lo que no era un presagio alentador.
El matón de suaves modales a quien Bond había puesto el mote de Guardaespaldas Bob avanzaba por el pasillo llevando a Harriett del brazo. Ella lucía un vestido de pura seda blanca, con amplia falda fruncida a la cintura, donde se convertía en un corpiño de amplio escote decorado con bordados y con perlas. Llevaba en la cabeza un velo que le cubría la cara y le caía por los hombros flotando por la espalda hasta la mitad de su larga cola, que se recogía con espléndida elegancia. Resplandecía bajo las luces como una radiante diosa blanca que avanzara lentamente para unirse a su cónyuge. Durante un segundo, Bond no pudo contener la emoción que le turbaba al recordar la última vez en que estuvo esperando a una novia, a su querida Tracy, asesinada en circunstancias trágicas mientras realizaban su viaje de bodas. En aquellos momentos, sus evocaciones, igual que un fantasma, parecieron ocultar como una nube la figura de Harriett, que se disolvió para quedar sustituida por la de su querida esposa. Durante unos segundos Tracy estuvo allí de nuevo con él, yendo a su encuentro con el rostro sereno. Pero luego la realidad hizo otra vez acto de presencia bruscamente, obligándole a aspirar el aire con fuerza y a aclarar sus pensamientos, al tiempo que recordaba una cínica frase leída tiempos atrás: «El pasado no es más que un cubo de cenizas.»
Aquellos momentos de confusión mental y emocional confirieron a Bond el extraño sentimiento de que Harriett y él estaban cometiendo una especie de acto indigno. La comitiva de la novia formaba un espectáculo brillante, iluminado y dirigido como por un talento de la escenografía. Harriett sostenía en la mano un delicado ramillete de flores rojas y blancas. Trilby, vestida de seda color crema, llevaba una corona de flores sobre la cabeza en su calidad de dama de honor, y tres de las jóvenes miembros de los Humildes, incluyendo a Ruth, la hija de Pearlman, iban asimismo vestidas de seda color crema.
Las reflexiones de Bond se eclipsaron al pensar que mientras Harriett fuera lo que aseguraba ser, no existía desacato de ninguna clase, porque los dos estaban practicando aquella ceremonia fingida con el único objeto de salvar sus vidas y no sólo las suyas, sino la de otros que las habrían perdido también en el futuro.
A su lado, Pearly Pearlman murmuro:
– Mire a mi querida, Ruth. ¿Qué diría su abuelita si la viese? Una buena chica judía como ella tomando parte en esta comedia. No está bien. Además, fíjese en el imbécil de su marido. -Hizo una señal indicando a un joven pálido, delgado y barbudo que estaba sentado un par de filas más arriba del pasillo. Cuando Ruth pasó por su lado, el joven levantó hacia ella unas pupilas húmedas-. Hubiera podido casarse con alguien dotado de una profesión más decente. Con un hombre de futuro.
– ¿Se refiere a su yerno el astronauta? -preguntó Bond en un murmullo-. ¿O del que practica esquí acuático?
– ¡Cállese! -le ordenó Pearly con voz quizá un poco estridente.
Al llegar junto a Bond, Harriett hizo entrega de su ramillete a Trilby y sonrió a aquél tras su velo como si fuera el único hombre al que hubiera podido amar o con el que deseara casarse. Quizá fuese así en realidad; pero aquella idea no le preocupó demasiado, por ser secundaria respecto a lo que los deparaba el futuro. A partir de aquel momento debería tener siempre presente una idea fija. «Esto no es real -se dijo-. Ni legal ni nada parecido.»
Nervioso, Scorpius dio unos pasos y empezó su versión particular de lo que creía la ceremonia de una boda.
– Queridos, amados míos; quienes conservamos humildes la mente, el corazón y el cuerpo, nos hemos congregado aquí para unir en matrimonio a estas dos personas. Harriett y James, de acuerdo con nuestra fe y nuestra creencia de que sólo quienes han ingresado en la Sociedad de los Humildes alcanzarán el verdadero paraíso.
Prosiguió así durante media hora en una mezcolanza de frases cristianas, judías y de otras religiones. Los contrayentes tenían las manos unidas por un pañuelo de seda, similar a una estola; el Guardaespaldas Bob, que actuaba como padrino de Harriett, hizo circular una bolsa de terciopelo que contenía cincuenta krugerrands; se intercambiaron los anillos y los novios bebieron tres sorbos de la misma copa de plata, tras de lo cual, Bond aplastó con el pie un vaso de vino colocado debajo de un paño. Esto último, según explicó Scorpius, representaba el aplastamiento de todos quienes se interponían entre los verdaderos Humildes y el camino al paraíso. Pero Bond sabía perfectamente que aquello era un plagio de la ceremonia judía en la que se simboliza la destrucción del Templo y se recuerda a la pareja que el matrimonio debe permanecer bien guardado para evitar que se haga añicos.
Finalmente Scorpius los declaró marido y mujer. El velo de Harriett fue echado hacia atrás y se permitió a Bond besar a la novia.
A continuación tuvo lugar una pequeña fiesta en la amplia antesala donde se congregaron todos los Humildes presentes. Se brindó con champán Pol Roger 71, una de las grandes cosechas, y se intercambiaron felicitaciones seguidas de breves discursos. Harriett miraba a Bond con admiración y él se dio cuenta de que, si bien nunca podría estar realmente enamorado de aquella muchacha, sí se sentía preocupado por ella. Su sentido de la caballerosidad le decía claramente que tenía que hacer todo lo posible para que no sufriera.
Para entonces se había hecho ya tarde; eran casi las dos de la madrugada. Bond estaba convencido de que, aunque quizá pudieran producirse algunas muertes más en Inglaterra, deberían esperar hasta las primeras horas del día siguiente antes de iniciar el plan de fuga que tenía perfectamente trazado en su cerebro. Aquello le proporcionaría alguna claridad a la que poder examinar el terreno por los amplios ventanales que ocupaban casi toda la superficie de los muros exteriores del cuarto de los invitados frente al mar.
Entre una barahúnda de gritos y de bromas de mal gusto, la pareja fue conducida a las habitaciones de los invitados, que encontraron casi excesivamente acicaladas. La destinada a Bond estaba cerrada con llave y su cartera había sido trasladada al salón. Había allí flores, más champán Y bombones de chocolate. Uno de los guardianes dijo que no los despertarían temprano, y por su parte, Scorpius dejó bien claro que no esperaba verlos por lo menos durante dos o tres días.
Bond estaba empezando a sentir cierto cansancio, después de la larga jornada, acrecentado por el cambio de hora. Se excusó y se metió en el baño para lavarse y empezar su rutina nocturna. Su bolsa de aseo había sido vaciada y los diversos objetos estaban colocados sobre una estantería de cristal encima del doble lavabo. Al salir vio que Harriett se hallaba de pie junto a la cama, llevando sólo su breve ropa interior.
– Mira, James -le dijo dirigiéndole su sonrisa más pícara-. No me falta de nada. -Fue señalando cada una de las piezas-. Las hay antiguas, otras modernas, y algunas prestadas, pero todas en azul.
Se acercó a él envolviéndolo con su cuerpo semidesnudo y empujándole hacia la cama. Habría hecho falta ser un santo para resistirse, y Bond era el primero en admitir que la santidad no constituía precisamente su punto fuerte.
A primeras horas de la mañana, metidos bajo las sábanas, donde sus palabras no podían ser recogidas por ningún micrófono, él empezó a hacerle preguntas:
– ¿Dijiste que Scorpius te propuso casarse contigo?
– Me ofreció el matrimonio y una vida de lujo a cambio de que yo le entregara la mía, desde luego. Sabe que soy muy hábil en mi trato con él; pero cuando me hizo la propuesta tuve la impresión de que intentaba demostrarse algo a sí mismo; convencerse de que su poder puede salvar cualquier obstáculo que se ponga en su camino. No pude comprender por qué no me mató sencillamente.
– ¿Y tú le rechazaste?
Ella dejó escapar una breve risita.
– Le dije que se fuera… Bueno, en realidad, empleé unas expresiones bastante vulgares.
– Pero él no te mató. ¿Cómo acabó la cosa?
– Se puso rabioso, empezó a lanzar improperios y juró que me haría sufrir como una condenada. Luego se fue aplacando y añadió que si no me casaba con él procuraría que lo hiciera con cualquier otra persona… Me parece que en aquel momento pensaba en ti, James.
– ¿De veras?
– Afirmó que había decidido realizar una boda. Parecía como obsesionado por esa idea. Está completamente loco, ¿no te habías dado cuenta?
– Sí. Ahora lo veo perfectamente.
– Parecía como si la ceremonia de una boda fuera esencial para sus planes. Estaba llevando a cabo alguna de sus horribles operaciones y…
– Lo sé.
– …y en su demencia parece como si la idea de una boda formara parte de alguna superstición; como si en su paranoia creyera que el plan, o lo que sea, sólo tendría éxito si casaba a alguien. Es decir, si él mismo realizaba la ceremonia.
– Sí -murmuró Bond. Aquello parecía cobrar sentido. Scorpius, el proveedor de tantas muertes, había llegado a creerse las tonterías que predicaba, y ahora, a punto de realizar algo que internacionalmente iba a tener una repercusión horrible, pensaba que era el momento de realizar un sacrificio a su idea de la divinidad.
Como si sus pensamientos se transmitieran a Harriett, ésta comentó:
– Parecía considerar la boda como un sacrificio. Dijo que me concedería un par de días de placer, y que luego de casada, cuando su gran tarea hubiera quedado completa, presenciaría cómo la novia y el novio sufrían las penas reservadas a los condenados. Nos daríamos cuenta de hasta dónde llega su poder en el mundo… Esto es muy importante para su locura. Luego moriríamos lentamente… -Tragó saliva y se contuvo las lágrimas-. Tengo miedo, James. Estoy muy asustada. Nos tiene reservado algo realmente terrorífico. Ese hombre es el demonio en persona.
Se aferró a él como intentando encontrar en su cuerpo la paz mental que tanto necesitaba.
Estrechándola contra él, Bond trató de explicarle su plan de fuga y el modo de eludir los peligros que los amenazaban. Ahora estaba seguro de aquella mujer y decidido a hacer lo posible para salvarla…, y no sólo a ella sino quizá también a centenares de otras personas.
– Escúchame, Harry -empezó-. En mi cartera llevo algunas cosas interesantes.
– ¡Dios mío! -exclamó, atrayéndole hacia ella-. ¿No tienes bastantes conmigo?
No sería hasta la tarde siguiente cuando empezaría a explicarle lo que se había propuesto.
En aquellos momentos, extenuados por sus expansiones amorosas, los dos empezaron a hablar de su vida, de su infancia, de las cosas que les agradaban y de las que les disgustaban. Bond descubrió que Harriett era en esencia una mujer muy seria dotada de fuerte voluntad y energía. En muchos aspectos los dos poseían un sentido del humor casi idéntico y descubrieron que en su atracción mutua existía algo más que el sexo. Podían ser a la vez amantes y amigos.
A las primeras claridades perladas del alba, Harriett se sumió en un tranquilo sueño. Saltando de la cama, él se acercó sin hacer ruido a la ventana. Amanecería al cabo de una hora y notó que la luz de los focos había sido ya apagada.
Harriett se movió un poco y le llamó con voz susurrante para que volviera a la cama.
La tarde fue clara y brillante con un sol espléndido y un cielo teñido de ese azul profundo que es una de las maravillas de la vida. Sobre la playa y el mar los pelícanos volaban describiendo círculos como aviones en desordenada formación, lanzándose hacia el agua para sacar de ella su alimento. A lo lejos, junto a la orilla, Bond podía distinguir los puntitos negros de otras aves a la busca de bocados exquisitos conforme subía la marea.
Un biplano rojo, que se utilizaba para recorridos turísticos por encima de la isla, descendió bruscamente y picó como si pretendiera bombardear «Ten Pines». Pero en el último instante el piloto rectificó y el pequeño avión de juguete pareció como si se pusiera erguido sobre su cola, sostenido por el aire cálido y ascendiendo de nuevo para realizar a continuación un par de espectaculares piruetas. Bond se preguntó qué tal lo pasarían los turistas que habían pagado por participar en la diversión.
El avión volvió a pasar tres veces, y Bond empezó a tener la intuición de que allí estaba ocurriendo algo extraño. ¿Era normal que los turistas obtuvieran tres o cuatro vistas panorámicas del escondite de Scorpius? ¿No sería mejor esperar quizá otro día o incluso dos antes de intentar la fuga? Pero era demasiado arriesgado continuar aplazándola. De nuevo empezó a repasar todos los detalles comprobando la distancia desde la ventana hasta la zona pantanosa cubierta de juncos donde se encontraba el mayor de los peligros: el nido de serpientes mocasines que se ocultaba allí. Al principio del día se había dicho ya que la distancia debía ser de veinte pasos; luego habría diez pasos más por el pantano hasta alcanzar la relativa seguridad de la playa.
En la cama, metido de nuevo bajo las sábanas, explicó su estrategia a Harriett en un susurro. Scorpius y los suyos le habían estado removiendo la cartera: de ello no le quedaba la menor duda, porque conocía métodos infalibles para detectar cualquier manipulación: un pelo aquí, un fragmento de cerilla allá. Pero la tecnología de la bella Q había triunfado. La cartera guardaba celosamente todos sus secretos.
El compartimento de seguridad contenía la pistola Browming Compact de nueve milímetros, cargada junto con dos cargadores de reserva. Había también un pequeño botiquín, pero que de nada serviría contra el veneno de las mocasines acuáticas; un equipo para abrir cerraduras, unos cuantos rollos de alambre para usos varios y una robusta herramienta que lo mismo se podía usar como mortífero cuchillo de nueve pulgadas que como hacha, lima o palanqueta. Actuaba, pues, como un suplemento indispensable a su más pequeña pero versátil navaja del ejército suizo.
Por último, y pulcramente envueltas en un pedazo de papel encerado, había doce tiras de explosivo plástico, cada una de ellas del tamaño de un chicle. Colocados a prudente distancia había también detonadores y mechas electrónicas. Reveló a Harriett la existencia de los explosivos, aunque callando lo de la pistola y algunos otros objetos.
Subrayó los peligros que encerraba el pantano y calculó que sus posibilidades de salvación se elevaban a un cincuenta por ciento, especialmente luego de que ella admitiera que no nadaba muy bien. Esto significaba que él tendría que ralentizar el ritmo de sus brazadas…, si es que conseguían llegar al mar.
– Voy a preparar tres cargas muy potentes empleando el explosivo plástico. Dos barras en cada carga son capaces de producir un terrible estallido -le explicó en un murmullo mientras la iba besando. Le reveló también la existencia de tres detonadores electrónicos que podía programar para que actuaran con intervalos de dos y diez segundos-. El primero funcionará a los dos segundos; el segundo, a los cuatro, y el último a los ocho.
La operación sería sencilla y directa, pero necesitaba un cronometraje meticuloso así como frialdad y concentración.
– En cuanto hayamos salido y estemos al otro lado de la ventana nos quedaremos quietos hasta que nuestras pupilas se ajusten a la oscuridad. Cuando te empuje correremos en línea recta hacia los pantanos. -Insistió en que debía mantenerse a su nivel y contar el número de pasos-. Yo me ocuparé de las bombas de plástico -continuó-. Tendré que ir arrojándolas conforme corremos: primero la de mecha más larga; luego, la mediana, y finalmente, la corta. De este modo, y si actuamos adecuadamente, podemos conseguir una explosión simultánea. Si no me equivoco, los explosivos abrirán un camino en el pantano. Nada quedará con vida en esa zona, y cuantas serpientes se encuentren en un radio de varios metros serán puestas fuera de combate. Las que sobrevivan sufrirán una conmoción terrible. Pero ten en cuenta que son animales muy beligerantes.
«Saldremos como murciélagos de una cueva, para lanzarnos por el paso que espero abrir en el pantano. Si conservamos los ánimos y tenemos suerte, podremos llegar sanos y salvos al otro lado; es decir, a la playa, Y alcanzar el mar. Pero hay que correr en línea recta y muy deprisa. Dispondremos de menos de treinta segundos para cruzar el paso. Si me equivoco y una sola serpiente queda con vida en él o en sus inmediaciones, vamos a pasarlo muy mal.
«En el caso de que uno de los dos resulte mordido, el otro deberá continuar la marcha como sea. Una vez en el agua habrá que nadar hacia la derecha porque estamos situados más al extremo derecho que hacia el izquierdo la plantación. Tendremos que seguir mar adentro un largo trecho, porque sospecho que cuando estemos allí Scorpius habrá empezado a disparar como un loco tanto desde la derecha como desde la izquierda de la finca.
– ¿Quieres decir que si una serpiente te muerde, James, tendré que abandonarte? -preguntó Harriett con voz débil e insegura.
– Quedarse significaría la muerte.
Tras una larga pausa, ella le abrazó fuertemente.
– No sé si querría seguir viviendo en el caso de que tú me faltaras, querido James.
– ¡Vamos, Harry; nadie es tan importante como eso, y además son muchas las personas a las que debemos tomar en consideración, aparte tú y yo! Hay que detener las maldades de Scorpius. Acabar con ellas definitivamente. De modo que si yo caigo, tú continúas. ¿Entendido?
Ella volvió a preguntarle lo que opinaba realmente sobre las posibilidades de superar la prueba. De nada hubiera servido mentirle. Bond tenía que ser sincero.
– Si quieres hacerte atrás, me lo dices, Harry -le sugirió-. Calculo que nuestras posibilidades de atravesar el pantano son menos de un cincuenta por ciento. Y de un cincuenta si llegamos al agua.
Le explicó que en el caso de que ella sobreviviera, pero él no, debería dirigirse al teléfono más próximo y llamar a la policía.
– Si la palmo en el pantano tendrás que cumplir la misión tú sola.
No añadió que si era afortunado o, mejor aún, si los dos conseguían su propósito, pensaba actuar de manera distinta. No llamaría a la policía local, sino a un número cuyo receptor actuaría con gran celeridad. Volvió a acordarse del avión que había visto volar aquella tarde. La idea seguía fija en su mente. ¿Se trataba de un intento en aquellos momentos ya críticos para asaltar la residencia de Scorpius con armas y gases lacrimógenos? Si lograba hacerlos entrar rápidamente, los Humildes podían ser retenidos en el interior. Hubiera deseado, a ser posible, entrar a hurtadillas, en el comedor y mirar el mapa para hacerse cargo de todos los detalles que proporcionaban las titilantes lucecitas. Pero tendría que dejarlo para más tarde.
Harriett le obligó a repetir una y otra vez todo cuanto ya le había explicado, Y al atardecer los dos se acercaron a la ventana para examinar el terreno que debían atravesar.
Durante el día unos guardianes que apenas se hicieron visibles les habían llevado alimentos y retirado los platos sucios. Antes de cenar, Bond se metió en el cuarto de baño y dejó chorrear el agua, con el fin de disimular ruidos extraños; abrió el compartimento secreto de la maleta y empezó a preparar las tres bombas de plástico. Se tomó todo el tiempo necesario, comprobando y volviendo a comprobar las mechas electrónicas, que fue colocando en lugares separados: una en el compartimento secreto, otra en la cartera propiamente dicha, y otra en el armarito del cuarto de baño. Sabia exactamente cuál de ellas debería colocar en las correspondientes blandas bolitas de plástico. Guardó todo lo demás y procedió a realizar el siguiente preparativo, que consistía en adaptar un gorro de ducha de los que el cuarto de baño estaba bien provisto, lo mismo que de otros objetos, todos los cuales llevaban etiquetas de los mejores hoteles del mundo. Estaba bien claro que Scorpius era un ladrón muy diestro. Cuando hubo terminado, con el gorro y un trozo de alambre había fabricado una pistolera perfectamente impermeable en la que introducir la Browning antes de lanzarse al agua.
Tras haber cenado estofado de pollo, buey a la Wellington y tarta de frambuesa, pudo observar que Harriett se estaba poniendo nerviosa. El miedo a lo desconocido que en este caso podía ser la muerte, empezaba a mostrarse en su mirada y en el modo en que paseaba de un lado a otro de la habitación. La comida fue retirada y los dos se bañaron antes de meterse en la cama. Él había decidido que se levantarían a las cuatro y media de la mañana, y en el momento de acostarse pudo notar cómo Harriett temblaba de miedo y de emoción.
– Todavía puedes volverte atrás si lo deseas -le murmuró Bond-. También sería posible salir de aquí haciendo explotar la casa, pero ese sistema es muy peligroso y yo creo sinceramente que el más practicable es el que he elegido. Las serpientes que no mueran quedarán atontadas y podremos atravesar el pantano en cuestión de segundos. No creo que nos acosen. Pero si intentamos abrirnos camino por la casa, los hombres de Scorpius nos abatirán con sus armas. Poseen movilidad Y conocen el interior del edificio mucho mejor que nosotros.
– No te preocupes, James -le aseguró ella, acurrucándose contra su cuerpo-. Iré contigo y no te abandonaré. Pero ahora ámame, querido. Será el mejor reconfortante.
Antes de media noche Bond fue al cuarto de baño y sacó las tres bombas. Las llevaría puestas por orden de uso en la mano izquierda. La Browning iría en su cinto dispuesta para ser transferida cuando llegara el momento al gorro de baño que llevaba atado a la cintura. El cuchillo y otros objetos diversos quedarían distribuidos por los bolsillos.
Se volvió a la cama, pero no pudo dormir ni tampoco Harriett, de modo que hicieron el amor una vez más y luego descansaron uno en brazos de otro hasta que 1legó el momento de prepararse para actuar.
Por causa de los micrófonos habían ideado un procedimiento para vestirse casi en silencio total, y hacia las cuatro y veinticinco estaban los dos junto a la ventana. Bond pasó revista uno por uno todos los movimientos. Fuera se habían apagado los focos. A exactamente las cuatro treinta hizo una señal con la cabeza. Harriett se acercó a él y le dio un último beso y un abrazo. Bond la retuvo durante un segundo y enseguida abrió la puerta vidriera.
En la penumbra, Harriett se agarró a su cinturón. Pero apenas habían dado dos pasos hacia adelante, cuando Bond tropezó de improviso con algo que parecía tan sólido como un muro de ladrillo.
Todo a su alrededor se volvió negro, pero al instante los dos quedaron vivamente iluminados y rodeados de imágenes de ellos mismos.
En una fracción de segundo, en la que había ocurrido todo aquello, Bond comprendió cómo actuaba la trampa. Al mirar desde la ventana no se distinguía nada extraño. Pero una vez en el exterior, se quedaba atrapado en un gran compartimento tan grande como un cuarto de baño, hecho enteramente de cristal y con los bordes curvados. Una vez atrapados en aquella caja, la puerta deslizante se cerraba automáticamente, al tiempo que una potente luz se encendía en la parte superior. Las desconcertantes imágenes reflejadas provenían de que el cristal había sido tratado de tal modo que al encenderse las luces las paredes se convertían en espejos casi perfectos.
¿De modo que era aquello a lo que Scorpius había aludido cuando mencionó haber añadido algunos refinamientos producto de su imaginación?
Harriett se puso a gritar histéricamente, intentando trasponer el muro de cristal.
A nivel del suelo y junto a lo que habían imaginado que era el exterior de las habitaciones se había abierto un largo enrejado. Y de él, impulsados por algún mecanismo secreto, empezaron a surgir enormes escorpiones rampantes, aterrorizados y frenéticos al ser heridos por la cruda luz de los focos.
Surgían a montones, no en decenas, sino en lo que parecía a centenares como una marea continua. Algunos parecían caer también de la parte superior de su prisión de vidrio, mientras otros intentaban trepar por el mismo. Aunque muchos alacranes se mataban entre ellos, la catarata era implacable y Bond se quedó helado de horror, mientras Harriett chillaba y se agarraba a su cuerpo como clavada al suelo, hipnotizada por aquellos horribles insectos. La piel de Bond empezó a contraerse mientras todo cuanto podían registrar sus sentidos se concentraba en aquel vasto ejército que parecía surgir de las entrañas de la tierra y cuyas largas colas curvadas mostraban su aguijón dispuestos al ataque.
Los gritos de Harriett repercutían en el interior de Bond, mezclándose el horror con una sensación de silenciosa angustia. Más por su parte, ningún grito se desplazaría de su cerebro para surgir de sus labios. Eran los alaridos que suenan en las pesadillas, en esos sueños que horripilan la piel, en los horrores y fantasías en los que seres extraños se acercan silenciosos y amenazadores con pasos ahogados, dispuestos a clavaros su veneno en el corazón.