175470.fb2 Scorpius - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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5. «Los humildes heredarán la Tierra»

El nombre y título de lord Shrivenham no estaban en consonancia con su aspecto exterior. Cuando la gente hablaba de él, quienes no lo conocían se lo imaginaban como un esbelto y distinguido par del reino. Pero en realidad era obeso, desmañado, con unas manos enormes y torpes y un tieso mechón de pelo grisáceo en la cabeza. Contaba cerca de sesenta años y tenía un aspecto preocupado y cansino, atormentado y sucio. Después de las presentaciones de rigor, M se dirigió a su viejo amigo llamándolo Shrivenham, mientras el par, meticuloso y correcto, llamaba al otro sencillamente M.

– Quiero que vea usted esto, Shrivenham -indicó M pasándole por encima del escritorio la tarjeta de plástico del Avante Carte.

Su señoría la tomó y la examinó como quien va a explotar de un momento a otro. Finalmente exclamó:

– ¡Santo cielo! -le dio varias vueltas y volvió a exclamar-: ¡Vaya, vaya! Por lo que veo, ese individuo consiguió su propósito.

– ¿A qué individuo y a qué cosa se refiere? -preguntó el superintendente jefe Bailey. Pero M levantó una mano y, volviéndose hacia Basil Shrivenham, le tomó la tarjeta.

– Quisiera que repitiese ante estos caballeros lo que me contó durante nuestra conversación de hace un rato -le instó M con expresión tranquila.

– ¿Se refiere a ese Valentine?

– Sí, y especialmente a cuando habló con usted en la Gomme-Keogh.

Shrivenham hizo una señal de asentimiento, miró la tarjeta depositada sobre la mesa escritorio de M y movió la cabeza como si todavía no creyese lo que estaba viendo.

– ¿Lo saben? preguntó.

– ¿Lo de su hija? ¿Lo de Trilby y los Humildes? Sí. Lo saben todo. Absolutamente todo. No tiene por qué preocuparse, Shrivenham. Limítese a contarles lo de sus negociaciones con el llamado padre Valentine.

– Bien -Sir Basil puso sus enormes manos sobre las rodillas y luego, creyendo quizá que aquello no era del todo correcto, se cruzó de brazos. Parecía estar incómodo-: ¿Saben que mi hija ha tenido problemas? -empezó, aunque haciendo una pausa como si realmente no deseara seguir hablando de aquello.

Bailey intervino con el fin de allanarle la dificultad que significaba enfrentarse con la verdad y revelarla a unos desconocidos.

– La honorable Trilby Shrivenham se hizo adicta a la heroína, señor. Recibió ayuda del padre Valentine, jefe de una secta religiosa conocida como la Sociedad de los Humildes. Y éste la sometió a tratamiento y logró desengancharía.

– En efecto -convino Shrivenham vacilando otra vez. Pero en seguida se lanzó a un prolongado aunque un tanto incoherente monólogo. Al parecer, Trilby se había apartado de la heroína cosa de siete meses antes. Regresó a su casa para pasar un largo fin de semana y contó a sus padres que estaba dispuesta a incorporarse a la Sociedad de los Humildes y abandonar su hogar-. Mi mujer y yo creímos que se trataba de una decisión repentina…, de una veleidad, ¿comprenden?

– Pero ¿no fue así? -preguntó Bond amablemente, apoyando a Bailey.

– Por aquel entonces no lo pudimos averiguar. Los dos nos alegrábamos de ver a nuestra hija recuperada y en buen estado. A Trilby siempre la hemos llamado Trill…, una especie de diminutivo. Trill; sí, siempre la hemos llamado Trill.

Bond suspiró interiormente. De una cosa estaba seguro. Lord Shrivenham era un pesado y un tonto.

– Por aquel entonces hubiéramos hecho cualquier cosa por Trill. Tenía tan buen aspecto… Y había dominado su vicio. No podíamos negarle ningún favor. Nos contó lo del clérigo, o lo que sea, que se hace llamar padre Valentine. Naturalmente, le estábamos muy agradecidos por lo había hecho por nuestra hija, ¿me entienden?

– Desde luego, señor – respondió Bond.

– Así que cuando ella nos indicó que ese Valentine precisaba de cierta orientación…, orientación bancaria, accedí a entrevistarme con ese hombre.

Por vez primera aquella noche Shrivenham sonrió. Y al hacerlo, le recordó a Bond esas carátulas de calabaza se preparan para el día de Todos los Santos.

– A decir verdad, pensé que me iba a pedir dinero prestado -miró a su alrededor casi agresivamente-. Pero por aquel entonces yo hubiera accedido a ello… a interés razonable, desde luego, porque, a mi modo de ver, todo cuanto hiciéramos era poco.

Guardó silencio de nuevo y todos pensaron que se le había evaporado la energía; pero sólo fue para recuperar aliento. Porque continuó tan lenta y prolijamente como antes.

Valentine había ido a verle a las oficinas de la Gomme-Keogh en la City, pero no para pedir dinero. Lo que quería era consejo sobre el aspecto financiero de montar una compañía de tarjetas de crédito. Shrivenham le hizo ver que la cosa era difícil. Las compañías importantes operaban partiendo de instituciones con gran apoyo financiero, bancos y asociaciones, incluso cadenas de almacenes concedían créditos sobre las ventas.

– Al parecer, deseaba beneficiar a los miembros de su secta religiosa con ciertas facilidades financieras. Se mostró muy estricto en lo de la santidad del matrimonio y declaró que en la sociedad había tantos ricos como pobres, pero que se insistía siempre en que todos partieran de la misma base por lo que respecta a sus vidas conyugales. Me explicó algunos…, sólo algunos, de sus arreglos bancarios en América, las islas Caimán, Hong Kong y, desde luego, en Suiza. Todo parecía muy sólido, es decir, siempre que fuese verdad. Pero aun así, le respondí claramente…, porque uno ha de ser muy claro cuando se habla como banquero comercial… Le respondí que se pondría en una situación muy difícil con respecto a la política financiera del gobierno, por no decir con la ley.

– Pero evidentemente no logró convencerle -comentó Bond con una breve risita.

Shrivenham le miró sin el menor rastro de humor.

– Desde luego que no -repuso-. Aunque la verdad es que nunca he oído decir que la tarjeta Avante Carte lograra remontar el vuelo. Debido a mi posición, me enorgullezco de conocer todo cuanto se refiere a las tarjetas de crédito en el mundo. Es un asunto preocupante. Muy preocupante.

– ¿Menciono el nombre que pensaba dar a la tarjeta? -preguntó Bailey.

– ¡0h, sí! -Shrivenham se quedó mirando al funcionario de la Sección Especial como si se tratara de un imbécil-. ¡0h, sí! -repitió-. Debo confesar que me ha sorprendido enormemente y que no pude dar crédito a mis ojos cuando vi la tarjeta con su nombre sobre ese escritorio. Sí, me dijo que la llamaría Avante Carte -al fin pareció haberse quedado definitivamente sin aliento.

– Cuénteles qué otras cosas dijo -le instó M moviéndose en su asiento.

– No es la clase de hombre que muestre resentimiento o enfado. Pero cuando se iba me advirtió que algún día su tarjeta de crédito iba a ser más poderosa que todas las demás juntas. Estas fueron sus palabras exactas: «Más poderosa».

– ¿Simpatizó usted con el padre Valentine? -preguntó Bailey.

– No puedo decir que fuera así. Había algo extraño en su persona. Algo raro. No quisiera ser demasiado categórico, pero me pareció…, bueno, que tenía algo de siniestro. Tranquilo, calmoso, modesto, pero siniestro. Aunque son cosas que no encajan.

– He conocido asesinos que eran también tranquilos, calmosos y modestos -le explicó Bailey-. Sin embargo mataban a cualquiera a sangre fría.

– Y aunque usted intentara disuadirlo, él se mostró empeñado en seguir adelante con lo de la tarjeta de crédito, ¿verdad? -preguntó Bond tanteando el terreno.

– ¡Oh, sí! Desde luego que sí. Parecía obsesionado por la idea. Quizá eso fuera lo que me pareció más siniestro de él. Aunque jamás pensé que lo lograra.

– Aparte su obcecación, ¿detectó en él alguna otra cosa anormal? -insistió Bond.

Shrivenham frunció el ceño comprimiendo la hacia arriba. Bond le recordó a un chiquillo cuando trata de encontrar respuesta a una pregunta difícil. Por fin respondió que no. Aquel hombre se había mostrado afable y racional en todo, excepto en su determinación de seguir adelante con la Avante Carte.

– Tenía unos ojos muy peculiares -prosiguió Shrivenham como si se tratara de algo completamente insólito en un ser humano-. Quiero decir que uno se sentía sorprendido al ver aquellos ojos tan penetrantes y tan claros. Unas pupilas extrañas que parecían atravesarle a uno… No sé si me comprenden.

– ¿De qué color? – preguntó M bruscamente.

– ¿Cómo dice?

– Que de qué color tenía los ojos. ¿No lo recuerda?

Esta vez no hubo pausa alguna.

– Negros. Negros como la noche -se calló de improviso, pareciendo perplejo-. No sé por qué he dicho eso -prosiguió-. Lo de negros como la noche. Porque si me algo parece muy negro, suelo decir negro como el azabache.

«Probablemente el padre Valentine ejerció algún efecto sobre usted», se dijo Bond. Además de sus ojos negros como la noche y de su voz aterciopelada, aquel hombre debía tener algo más que lo hiciera parecer siniestro. El padre Valentine debía de resultar también bastante agradable.

– ¿Sólo le vio una vez? -preguntó.

Shrivenham hizo una señal de asentimiento.

– Sí, sólo una vez. Luego Trill volvió a la sociedad. Supimos de ella dos veces. Le escribimos centenares de cartas, pero nunca respondió. Dorothea está muy preocupada. Y yo también, desde luego. ¡Qué gente más extraña esos Humildes! Son los últimos a los que yo hubiera deseado que Trill subvencionara. Pero lo ha hecho. Les ha entregado hasta su último penique.

– Bien -declaró M carraspeando-. Gracias por haber venido, Shrivenham. Quise que estos funcionarios oyeran su historia. Investigaremos lo de las tarjetas de crédito y la Brigada de Represión de Fraudes intervendrá también. Puede estar usted seguro de que todos estaremos pendientes de su amigo Valentine y de los Humildes.

– Tienen su domicilio cerca de Pangbourne, en Berkshire, en una casa que había sido propiedad de Buffy Manderson.

– Se refiere a sir Bulham Manderson -aclaró M.

– Sí. Era la residencia campestre de Buffy. Pero tuvo que venderla porque el mantener una finca como ésa se sale de las posibilidades de cualquiera hoy día. Es un lugar muy bello. Tiene cientos de habitaciones y muchos acres de tierra. Un acabado perfecto. Buffy se trasladó a un pisito diminuto en Mayfair, con siete habitaciones y una galería. Las cosas se le han puesto un poco difíciles. A veces le veo en el club y con frecuencia…

– Gracias, Shrivenham -le atajó M antes de que continuara con sus divagaciones acerca del pobre y viejo Buffy pasándolo tan mal en un piso de siete habitaciones situado en un aristocrático edificio de Mayfair-. Gracias por haber venido. Estaremos en contacto.

– ¡Ah! Ya es hora de que me vaya -Lord Shrivenham pareció como despertar de sus sueños nostálgicos.

En aquel momento el intercomunicador de M se puso a sonar. Moneypenny, que por regla general solía marcharse a cosa de las seis de la tarde, continuaba en su puesto. Y eso que pasaba ya de la medianoche.

M habló con ella en voz baja, luego de haber contestado brevemente a su llamada.

– ¿Cuándo? -preguntó-. Bien. Comprendo -su mirada se desplazó hacia Bond, quien creyó detectar en ella cierta incertidumbre o preocupación-. Sí -repitió M-. Puede confiar en nosotros. Yo mismo se lo diré. Bond y el superintendente jefe harán el resto. Muy bien -colgó el auricular y miró a Basil Shrivenham-. Tengo una noticia que le va a dejar pasmado, Basil -era la primera vez que llamaba a su viejo amigo por su nombre de pila.

– ¿A mí? -la cara de Shrivenham pareció perder algo de color al tiempo que en sus ojos se pintaba una creciente ansiedad-. ¿Se trata de algo malo?

– No, no. Probablemente es bueno. Su hija ha aparecido.

– ¿Trill? ¿Dónde? ¿Se encuentra bien?

– Está en casa. En su casa. Aunque un poco alterada al parecer. La está atendiendo un médico. Pero al menos allí se encuentra fuera del alcance de los Humildes.

Basil Shrivenham parecía a punto de sufrir un ataque. El rostro se le había puesto gris.

– Entonces más vale que regrese enseguida -se agarró al sillón como si necesitara apoyarse en algo-. Tengo que enterarme enseguida de lo que ha pasado. Además hay que hablar con el médico y todo eso. Así que permitan que me retire.

– No -le atajó M en un tono tan autoritario que ni siquiera un primer ministro se hubiera atrevido a desobedecerle-. No. Se irá con estos agentes -levantó la mirada al ver que Moneypenny entraba silenciosamente en la habitación-. Pero antes vaya con miss Moneypenny para que ésta le sirva un café, un té o algo más fuerte si lo desea. Yo hablaré con Bailey y con Bond y ellos le acompañarán a casa. Me parece lo más sensato.

– Bueno, si usted lo dice… Pero ¿no sería mejor que llamase a Dorothea?

– Váyase, Basil. Todo saldrá bien.

Con un aire más alelado todavía que antes, Shrivenham dejó que Moneypenny le precediera al salir de la habitación.

En cuanto se hubo cerrado la puerta, M empezó a explicar los hechos. Veinte minutos antes, Trilby Shrivenham había sido encontrada por un agente de la policía en la puerta de la residencia de los Shrivenham cerca de Eaton Square. Según las palabras del agente, se encontraba «en condición semiinconsciente». Pensando que se trataba de un caso de etilismo o de drogadicción, estaba a punto de llamar a su comisaría, cuando lady Shrivenham, que había oído voces a la puerta, salió a investigar e identificó a su hija.

– Lo siento, Bond. Sé que ha tenido un día difícil, pero creo que estamos sobre la pista de algo. Quiero que los dos se vayan con Shrivenham, y vean a la muchacha y a su médico. Este esperará hasta que lleguen. Vean cuál es la situación y mándenme su informe. Luego pensaremos lo que hay que hacer. Será preciso que alguien vaya lo antes posible a la sede central de los Humildes y también me gustaría que ambos leyeran el expediente sobre Scorpius-Valentine. Aparte el viejo informe, hay algunos datos actualizados que ha traído Wolkovsky.

– Tengo que dormir un poco -declaró Bond con expresión de quien realmente está agotado-. No creo encontrarme en condiciones para ir ahora mismo a Berkshire y ponerme a investigar lo que hace allí, esa gente.

M tuvo un breve gesto de contrariedad.

– Lo comprendo. No es usted un superhombre. Además probablemente lo voy a necesitar para otra cosa que tengo pensada. En estos momentos estamos desesperadamente faltos de personal. El problema es ¿a quién mando a Berkshire?

– ¿Por qué no utiliza el talento de alguna persona de confianza? -preguntó Bond.

– ¿Qué clase de persona?

– El sargento del SAS que me condujo hasta aquí. Está bien adiestrado, es observador y se conoce todos los trucos. Ya hemos utilizado a gente como él en otras ocasiones.

– En efecto -asintió M, aunque sin entusiasmo-. ¿Tiene usted su nombre, número de teléfono y todo lo demás?

– Naturalmente.

– Déjeme esos datos. Antes dijo que se llamaba Pearlman o algo por el estilo, ¿verdad?

Bond repitió el número de teléfono que Pearly le había dado cuando se separaron. M hizo una señal de asentimiento.

– Voy a hablar un momento con su superior. Cuando se encuentra uno tan falto de personal como pasa ahora en este departamento, hay que emplear cualquier recurso. Sí. Quizá sea posible -parecía disgustado al pronunciar aquellas palabras-. Permaneceré aquí toda la noche. Ahora ustedes dos se van con Shrivenham y me informan en cuanto puedan.

El superintendente jefe Bailey tosió un poco y en seguida sonrió ampliamente.

– Con todos los respetos, señor -dijo-, preferiría que la superioridad diera antes su aprobación.

M agitó una mano.

– Todo saldrá bien. Yo me encargo de hablar con su jefe. Puede estar seguro de que lo haré.

El agente Bailey no pareció quedar muy convencido pero aun así hizo una señal de asentimiento y siguió a Bond cuando éste salía del despacho. Lord Shrivenham estaba sentado en la antesala, es decir, en los dominios de Moneypenny, teniendo en la mano un generoso whisky. Moneypenny se puso en pie enseguida, solícitamente.

– ¡En marcha, señor! -exclamó Bailey dirigiéndose a la puerta.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó sir Basil-. Me refiero a Trill. ¿No ha…, bueno, quiero decir…? Ustedes ya me comprenden…

De pronto Shrivenham parecía haberse vuelto más viejo como si lo ocurrido a Trilby hubiera minado considerablemente su energía. Bond se dijo que aquello era natural considerando sobre todo que ocurría poco después del drama sufrido por Emma.

Bailey le contestó con expresión tranquila:

– La honorable señorita Trilby se encuentra bajo los efectos de algo extraño, señor. Debe usted saberlo antes de que nos vayamos. El médico la atiende. No se sabe si es que ha vuelto a su viejo hábito, es decir, la heroína, o si se trata simplemente de alcohol. Lo importante, lord Shrivenham, es que está en su casa, lo que significa hallarse lejos de la influencia del padre Valentine. Vámonos. Ya veremos qué puede hacerse por ella.

Cuando salían del edificio, Bailey dijo a Bond en voz baja que confiaba en que la chica se encontrara efectivamente fuera del alcance de Valentine. Bond hizo una señal de asentimiento, preguntándose si su cara tendría la misma expresión preocupada que la del agente de la Sección Especial.

Los Shrivenham vivían en una de esas agradables residencias blancas estilo Regency que pueblan toda la zona de Belgravia. Fuera había dos automóviles sin distintivo alguno especial y en el interior de la morada brillaban algunas luces. Un policía de uniforme estaba de guardia en la puerta principal y Bailey le enseñó su tarjeta de identificación. Dentro, una sirvienta de edad indefinida que iba de acá para allá por el vestíbulo dispuesta a ayudar a quien hiciera falta, introdujo a los visitantes en una habitación atestada de objetos de estilo victoriano y con la repisa de la chimenea cubierta de antiguas piezas de porcelana.

Sentados en un sofá Chesterfield, con tapicería de terciopelo acolchada, había una mujer muy gruesa vestida con un atuendo floreado que le daba el aspecto de un arbusto en primavera, y un hombrecillo con el típico aspecto de un doctor con pacientes de clase elevada. Llevaba el cabello alisado y lucía el atavío que cabía esperar en cualquier médico de aquella zona de Londres: pantalón a rayas, chaqueta negra, chaleco con reloj de cadena y un cuello duro complementado por una inmaculada corbata de seda gris.

Shrivenham entró en la habitación con la pesadez de un oso enorme. La figura floral se levantó y los dos se encontraron en medio de la estancia. Bond estuvo a punto de hacer una divertida mueca de susto pensando que iban a chocar, pero cuando la discordante pareja se abrazó quedóse un tanto desconcertado. Lord y lady Shrivenham se pusieron a hablar atropelladamente intercalando diminutivos cariñosos:

– ¡Oh, Batty, mi amor! -exclamó la dama a punto de llorar.

– ¡Cálmate, Flor! -la tranquilizó Basil Shrivenham-. ¿Cómo se encuentra nuestra hija?

La escena era casi ridícula. Pero entre tanto la dama informaba de que Trill seguía inconsciente y de que a juicio del doctor se trataba de drogas, aunque no de heroína, sino de alguna otra cosa.

Bailey dio con el codo a Bond y ambos, apartando su atención del melodrama que se estaba representando en el centro de la sala, se acercaron al médico.

– ¿Ha llamado usted a un especialista? -le preguntó Bond, luego de haberse efectuado las presentaciones. El nombre del doctor era Roberts, y al oír aquello pareció como si de pronto se quedara sin habla. Sólo se limitó a hacer una señal de asentimiento.

– ¿Cuál es su opinión? -quiso saber Bailey. Vale más esperar. Profesionalmente me siento limitado por ciertas…

– No es el momento de pensar en convencionalismos -le interrumpió Bond bruscamente-. Y menos con gente como nosotros. Así que comuníquenos su parecer, doctor.

– A mi modo de ver, alguien le ha administrado un cóctel de drogas. Tengo a una enfermera ahora con ella.

– ¿Vivirá?

El doctor se miró los zapatos.

– Le he puesto el gota a gota y le he administrado unos antitóxicos suaves.

– ¿Ha dicho algo?

– Sí, pero se encuentra sumida en una especie de delirio del que entra y sale sin cesar. Repite siempre una frase: «Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la Tierra…»

– ¿Podríamos verla? -preguntó Bailey. El médico estuvo a punto de contestar de nuevo en nombre de los convencionalismos, pero luego, pensándoselo mejor, condujo a los dos a otra estancia. Enseguida se dieron cuenta de que lord y lady Shrivenham los seguían como un par de acorazados.

Aquella habitación estaba fría y silenciosa y su decorado era menos espectacular. Los muebles se distinguían gracias a la luz fluorescente de unas lámparas normales y otras puestas sobre las mesillas de noche. Una enfermera morena, vigorosa y eficiente que no dejaba entrever lo que sentía ni por su cara ni por su comportamiento, se ocupaba del gota a gota situado junto a una cama en la que estaba tendida una joven con el cuerpo cubierto una por sábana. El médico se acercó a ella y los dos empezaron una conversación sotto voce.

Bond examinó el contorno del cuerpo bajo la tela. Al contrario de su padre y de su madre, Trilby Shrivenham era alta y esbelta, tenía un rostro ovalado y fláccido como si disfrutara de un reposo normal y su cabeza sobre la almohada estaba rodeada por una masa de desordenado pelo rubio. Bond y Bailey se quedaron unos momentos mirándola. Luego el segundo observó un bolso dejado en el suelo junto a la mesilla de noche. Preguntó si pertenecía a la paciente y la enfermera hizo una escueta señal de asentimiento. Enseguida quiso impedir que Bailey lo tomara, pero el doctor se interpuso al tiempo que murmuraba algo, como venía haciendo desde que entró en la habitación.

Bailey empezó a registrar el bolso mientras Bond no podía apartar sus ojos del rostro que descansaba sobre la almohada. Al cabo de un minuto, Bailey le dio unos golpecitos en el hombro. Bond se volvió y pudo ver que el agente de la Sección Especial tenía una tarjeta Avante Carte en la mano. En la misma figuraba el nombre de Trilby P. Shrivenham.

Se miraron el uno al otro y Bond enarcó las cejas. En aquel momento la muchacha que estaba en la cama empezó a moverse y a gemir.

A Bond se le erizó el pelo de la nuca porque de la boca de aquella espléndida criatura salía una voz que parecía surgir del fondo mismo de una tumba: ronca, cascada, cínica como envuelta en un manto diabólico.

«Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la tierra» -recitaba la joven, y Bond comprendió que no era Trilby Shrivenham la que pronunciaba aquellas palabras-. «Los humildes heredarán la tierra… Los humildes heredarán la tierra.»

De pronto profirió una carcajada que parecía como venir de muy lejos y tan horrible que tanto el doctor como la enfermera reaccionaron apartándose sobresaltados de la paciente.

«Los humildes heredarán la tierra» repitió. Y luego, por vez primera, abrió los ojos, de pupilas fijas y desorbitadas, impregnadas de una expresión de temor. Era como si estuviera mirando algo que nadie más que ella pudiera ver y que se hallaba allí en la habitación. De nuevo empezó a reír al tiempo que añadía-: «La sangre de los padres caerá sobre los hijos.»

A Bond le pareció como si aquellas palabras se arrastraran por un abismo viscoso y negro repleto de montones de cuerpos en descomposición. Más adelante recordaría aquella imagen conforme se fijó entonces en su mente.

Tras ellos, lady Shrivenham exhaló un breve sollozo y todos se estremecieron como si una maldición se hubiera patentizado como viniendo de algún lugar situado más allá de los labios y las cuerdas vocales de la joven.