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Walter Smith accionó la palanca que abría el maletero. Desabrochó el cinturón de seguridad de Hannah y a continuación se lanzó sobre la nieve espesa y húmeda para rodear el coche a toda prisa y acercarse a la puerta del pasajero.
Hannah pesaba más que Emma y Judith, y era muchísimo más alta. En lugar de tomarla en brazos y llevarla como si fuera una niña pequeña, Walter la sujetó con fuerza por debajo de las axilas y la arrastró hacia la parte posterior del coche. Ya había preparado las mantas.
La metió en el maletero, le secó la nieve de la cara y le puso una almohada debajo de la cabeza. De la nariz de Hannah brotaba un reguero de sangre que fluía a un ritmo lento y regular. Confiaba en no habérsela roto.
Se sacó del bolsillo la bolsa que contenía las diminutas píldoras sedantes que encargaba en México por internet y le introdujo tres en la garganta. Hannah emitió un gemido y se las tragó. Bien. Le colocó los brazos a la espalda y le esposó las muñecas. A continuación le ató los tobillos.
Walter se quedó mirando a Hannah. Tenía un rostro cálido y amable; era su rostro lo que le había atraído. La había visto esperando el autobús y María le había hablado, le había dicho que Hannah Givens era LA ELEGIDA, y María tenía razón, siempre tenía razón.
Walter empujó a Hannah hasta colocarla de costado para que la sangre no se le acumulara en la garganta y le provocara arcadas. Tendría que parar el coche en algún momento para ver cómo estaba.
Walter arropó a Hannah con una manta hasta la barbilla, la besó en la frente, cerró el maletero y volvió a sentarse al volante.
La nieve caía copiosamente y Walter conducía despacio, con mucho cuidado, sujetando el volante con fuerza con ambas manos. Esa noche habría muchos polis en la carretera.
Mientras conducía, miraba sin parar la figura del salpicadero. Oía la voz de María con toda claridad en su cabeza. Su Santa Madre le decía que no se preocupase.