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El juicio por el caso del complejo residencial de la manzana nueve oeste parecía desarrollarse sin contratiempos aquella mañana del viernes.

Se celebraba en el juzgado del distrito de Jin'an, en el que estaba ubicada la manzana nueve oeste. El edificio había sido una escuela católica en los años veinte. A principios de los sesenta se convirtió en un Palacio de los Niños, recordó Chen. Sólo dos o tres vitrales en la sala del tribunal evocaban recuerdos de épocas pasadas.

Según la información confidencial que acababan de facilitar a Chen, Peng sería condenado a tres años de cárcel. El veredicto supondría un mensaje tranquilizador para el pueblo en un momento en que la brecha entre ricos y pobres se iba ensanchando como si se aproximara un terremoto. Al Gobierno le convenía cerrar el caso rápidamente y sin sobresaltos, poniendo de relieve el castigo a Peng por el uso indebido de los fondos del Estado y por su grave negligencia en la operación inmobiliaria.

Esta conclusión le parecería comprensible, y en principio aceptable, a la mayoría de la gente, pese a que no afectaría a los funcionarios corruptos del Partido involucrados que aún no habían sido descubiertos. Por otra parte, brindaría al Gobierno la oportunidad de mostrarse solidario con los ciudadanos de a pie. Tras destinar fondos estatales a indemnizaciones por traslado y otras compensaciones, los vecinos quedarían satisfechos, y puede que algunos decidieran incluso volver a la zona. En cuanto a Peng, debería considerarse afortunado por haber sido condenado a tres años de cárcel. Con sus contactos, quedaría en libertad en un par de meses.

Por lo que sabía Chen, Shanghai y Pekín habían llegado a una especie de acuerdo, al igual que Jia y el Gobierno municipal. Un resultado como éste parecía ser el mejor que Jia podía conseguir en nombre de los vecinos.

El juicio era, por lo tanto, un mero trámite.

Entre los asistentes había un grupo de vecinos de la manzana nueve oeste, además de un grupo igualmente numeroso de periodistas que incluía periodistas extranjeros, los cuales tuvieron que obtener un permiso especial del Gobierno municipal para asistir.

Jia, tenso y pálido, estaba sentado en primera fila entre los vecinos. Llevaba puesto el mismo traje negro.

Chen se sentó al fondo de la sala y comenzó a frotarse las sienes, que le palpitaban como en una sesión de acupuntura. Ni siquiera había tenido tiempo de cambiarse después de la larga cena en la Antigua Mansión. Puede que fuera mejor así. Se había puesto unas gafas de cristales color ámbar, con la esperanza de que nadie lo reconociera.

Yu estaba sentado junto a él, también de paisano. Tampoco había dormido en toda la noche. Tras obtener los resultados de la prueba de la fibra a primera hora de la mañana, el subinspector puso en marcha los procesos rutinarios para pasar de inmediato a la acción, pero Chen le ordenó que esperara.

A instancias de Chen, los policías destacados tanto dentro como fuera de la sala iban también sin uniforme. El inspector jefe ordenó que no pasaran a la acción hasta recibir su aviso. Yu no les había dicho nada acerca del otro caso, el caso del vestido mandarín rojo.

Y Chen tampoco sabía qué contarle a Yu, pero decidió no preocuparse de eso hasta después del juicio. Incluso entonces, la conveniencia de actuar sin dilación continuaba siendo discutible. Sería demasiado drástico. La posible avalancha de especulaciones sobre represalias políticas iría en contra de los intereses del Partido.

Chen comenzó a preguntarse si debería haber asistido al juicio. Pese a los terribles delitos cometidos, no podía evitar ver las cosas desde el punto de vista de Jia. La justicia podía ser una cuestión de perspectivas, tal y como habían comentado la noche anterior. Sin embargo, fueran las que fuesen las injusticias que sufrió Jia durante la Revolución Cultural, era preciso poner fin al asesinato de personas inocentes en el presente.

Gang Hua, el abogado defensor de Peng, se había levantado para pronunciar su alegato final.

Gang solicitó la indulgencia del tribunal basándose en la cooperación de Peng con el Gobierno, en su devolución de los fondos estatales y en su desconocimiento de la conducta deshonesta de sus empleados. Concretamente, Gang hizo hincapié en lo que definió como «circunstancias históricas».

– Es cierto que Peng consiguió los terrenos por menos de su valor, y que pensaba vender los pisos a un precio más alto. Pero el valor de las propiedades inmobiliarias en Shanghai ha aumentado enormemente desde entonces, y este aumento no sólo ha afectado a su proyecto. En cuanto a la regulación sobre el uso de los terrenos, no se especificó al iniciarse la construcción, ni tampoco se fijaron cantidades concretas para compensar a los residentes. Sólo se propuso una escala de posibles compensaciones. Para poder garantizar una puntual finalización del proyecto, Peng contrató a una empresa especializada en traslados, cuyos empleados, quizá movidos por un celo excesivo, se comportaron de un modo demasiado brusco sin que Peng tuviera conocimiento de ello.

»Somos conscientes de que algunos de los vecinos de la manzana nueve oeste sufrieron molestias, e incluso resultaron heridos, pero, a fin de cuentas, este proyecto inmobiliario va en interés del pueblo. ¿Cómo pueden seguir viviendo los habitantes de Shanghai como en la obraSetenta y dos familias que habitan una casa shikumen de dos plantas? China ha emprendido con éxito una reforma sin precedentes. Por tanto, aunque Peng debería responsabilizarse de los errores cometidos en el proyecto del complejo residencial, no podemos pasar por alto las circunstancias históricas. Visto desde una perspectiva más amplia, podríamos decir que la actividad comercial de Peng ha contribuido a la prosperidad de la ciudad. Si van a la manzana nueve oeste el año que viene, verán una hilera tras otra de edificios nuevos.

Era un discurso inteligente, que incluía todo cuanto podía decirse para presentar a Peng como un hombre de negocios que había cometido errores, algunos de ellos bienintencionados, debido a las «circunstancias históricas». El discurso no incluía, por supuesto, lo que no podía decirse: que todas las prácticas corruptas se llevaron a cabo gracias a los contactos de Peng con altos cargos del Partido.

Hubo distintas reacciones entre el público de la sala. Algunos se pusieron a cuchichear entre ellos: a muchos vecinos sólo les interesaba la compensación económica que se les debía.

Entonces Jia se levantó y se dirigió a la parte delantera de la sala para pronunciar su alegato final.

Mientras subía al estrado, Jia recorrió con la mirada los rostros del público hasta reconocer a Chen sentado al fondo. El abogado asintió con la cabeza de forma casi imperceptible, y a continuación bebió un sorbo de agua de una botella de plástico. Parecía lleno de confianza y de convicción. Su rostro había adquirido una extraña transparencia, como si su otro yo fuera a hacerse cargo de la situación.

Sin embargo, esa impresión podía deberse a la luz matutina que entraba a raudales por las vidrieras, pensó Chen.

– Si nos atenemos al discurso de mi docto colega, el veredicto parece del todo previsible -empezó diciendo Jia-. Peng será penalizado por una mala gestión comercial, y los vecinos de la manzana nueve oeste recibirán compensaciones para sus traslados. Ya me imagino los titulares de los periódicos: «El Gobierno municipal exige justicia para el pueblo». O «El Bolsillos Llenos Número Uno de Shanghai, Peng, recibe su castigo». Así que no hay más que hablar. Unos estarán satisfechos con la compensación que se les debe, otros se trasladarán al nuevo complejo de pisos, otros hablarán sobre la caída de los advenedizos, y otros, por fin, se alegrarán de que no se hable más del caso.

»Con todo, un veredicto tan "satisfactorio" puede dejar muchas cosas sin explicar.

»¿Cómo pudo Peng, alguien que vendía empanadillas en la calle Chapu hace cinco o seis años, convertirse en el Bolsillos Llenos Número Uno de Shanghai? No es un mago de los que convierten en oro todo lo que tocan, pero, como sabemos, tiene sus contactos. ¿Y cómo pudo Peng conseguir los terrenos para construir su complejo residencial cuando varios promotores más cualificados que él también habían presentado sus ofertas? Peng sólo cuenta con estudios primarios, pero, como sabemos, tiene sus contactos. ¿Cómo pudo Peng, tras haber obtenido el permiso estatal para "mejorar las viviendas", negar a los vecinos originales el derecho a volver a sus pisos, pese a afirmar que respetaría ese derecho en su propuesta comercial? Como sabemos, tiene sus contactos. ¿Cómo pudo Peng conseguir la autorización del Gobierno para echar por la fuerza a los vecinos "por cualquier medio que fuera necesario"? Pese a que los traslados forzosos eran algo nuevo en la ciudad, la gente no tardó en entender el significado de "por cualquier medio que fuera necesario". Pero, como sabemos, Peng tiene sus contactos.

»¿Y qué contactos son ésos?

»Quizá no hace falta que entre en detalles aquí. Diga lo que diga, hay quien afirmará que esto es irrelevante.

»Al fin y al cabo, cualquier cosa puede explicarse y justificarse. Una persona, que casualmente está sentada en esta sala, me ha dicho que la nuestra es una época de perspectivas. Todo depende de la perspectiva que se adopte, pero esa persona olvidó añadir que quienquiera que ostente el poder controlará la perspectiva.

Jia se refería inequívocamente a él, pensó Chen. Volvió a frotarse las sienes.

– Mi docto colega se ha referido a una situación específica -continuó diciendo Jia-. Las circunstancias históricas. No es un término que él haya inventado. Todos hemos leído sobre este tema y hemos oído hablar de él, sobre todo con relación a la Revolución Cultural, ¿no les parece?

– ¿Lo interrumpimos? -susurró Yu al oído de Chen-. ¿Adonde quiere ir a parar con su discurso?

– No, no creo que vaya demasiado lejos. Esperemos un poco más.

Fue un juicio sin precedentes, en el que un abogado chino emergió triunfante tras enfrentarse por su cuenta a todos los funcionarios del Partido que se ocultaban detrás de Peng. Jia merecía su momento de gloria: puede que fuera el único consuelo que iba a recibir su maltrecho ego. Además, Chen no quería que el juicio se viera afectado por el caso del vestido mandarín rojo. Se trataba de dos casos distintos, que no guardaban relación alguna.

– Estamos aquí, por supuesto, para hablar de los asuntos sociales y políticos relacionados con este caso -siguió diciendo Jia-. Pero ¿qué hay de la gente que ha sufrido pérdidas irrecuperables? Los padres de Zhang Pei, por ejemplo, que murieron a causa de las terribles condiciones que se vieron obligados a soportar después de ser expulsados de su hogar. O Lang Tianping, por citar otro ejemplo, que quedó paralítico después de recibir una brutal paliza durante la «campaña de demolición» que llevó a cabo la empresa encargada de los traslados. O Li Guoqing, cuya novia lo abandonó cuando fue detenido por enfrentarse a los matones de la tríada contratados por Peng.

»Entonces, ¿creen que culpar únicamente a Peng por su mala gestión y exculpar a sus contactos es hacer justicia?

La pregunta inquietó a Chen. ¿Hasta dónde pretendía llegar Jia con todo aquello? Tal vez se tratase de un mero alarde efectista por parte del abogado. La lucha contra la corrupción era una causa popular en los noventa, y su discurso seguramente sería recibido con otra salva de aplausos. Aunque ¿le importaba eso realmente a Jia?

¿Pretendía el abogado que todos recibieran su merecido? Parecía comprensible que un hombre en su situación optara por la venganza. Sería, posiblemente, su última venganza, y también la más implacable. A su modo de ver, las autoridades del Partido tendrían que haber rendido cuentas por la Revolución Cultural. Y, para un Gobierno tan ansioso por cerrar este caso con un mínimo impacto político, sería desastroso que se desenmascarara a todos los funcionarios corruptos y que salieran a la luz todas las políticas sucias, tal y como Jia había amenazado la noche anterior.

Chen debería intentar detener a Jia para salvaguardar los intereses del Partido, pero el abogado estaba pronunciando su alegato final, diciendo lo que era preciso decir. ¿Y qué podía hacer el inspector jefe Chen?

Sin embargo, por alguna razón, Chen no creía que Jia pensara seguir adentrándose por ese camino. Según su acuerdo tácito de la noche anterior, no iba a suceder nada excesivamente dramático en el juicio. Ambos habían prometido moderarse. Si Jia quería que Chen cumpliera su parte del trato, él también debería cumplir la suya. Después de todo, Chen tenía las fotos. Jia debió de tomarse la presencia de Chen como una advertencia: cualquier salida de tono por su parte traería consecuencias. No sólo le afectarían a él, sino también al recuerdo de su madre. Tanto Jia como Chen lo sabían.

Para el inspector jefe, pensar que había ayudado a resolver el caso del complejo residencial era como haberse tragado una mosca.

Chen no sabía cómo alejar el mal presentimiento que se había apoderado de él. Algo no iba bien. ¿Qué era? Por un momento dejó su mente en blanco para ponerse en la piel de Jia.

Jia debía de estar pensando en lo que iba a suceder después del juicio. No tenía escapatoria, y él lo sabía mejor que nadie.

¿Cómo iba a ser capaz de enfrentarse a su caída en desgracia? Uno de los abogados más prestigiosos de la ciudad, que siempre hablaba de hacer justicia, tendría que enfrentarse a un juicio en el que sería juzgado y condenado como criminal, tras firmar la confesión de su puño y letra. Fuera cual fuese su defensa, sólo había una condena posible: la muerte, así como la peor humillación imaginable.

Es más, todo eso también podría afectar a su madre. Aunque las fotos no salieran a la luz, la gente acabaría desenterrando algunos detalles de la historia, si no todos.

¿Qué otra cosa podía esperar?

Chen intentó no seguir pensando de aquella forma. «No eres un pez, ¿cómo puedes conocer su forma de pensar?» Jia está enfermo. Eso era lo que Chen le había dicho a Yu, y era cierto.

De improviso, Jia empezó a toser y a respirar agitadamente sacudido por espasmos, con el rostro pálido y demudado.

– ¿Está bien? -preguntó el juez, deseando que Jia acabara por fin su alegato.

– Sí, estoy bien. No es más que un viejo problema -respondió Jia.

El juez vaciló antes de pedirle que continuara. El juicio era demasiado importante para interrumpirlo ahora.

– Me siento tentado de contarles una historia paralela a nuestro caso -continuó diciendo Jia con renovada fuerza-. Una historia sobre lo que le sucedió a un niñito durante la Revolución Cultural. Perdió a su padre, perdió su hogar, y después, de la forma más humillante, perdió a la madre a la que tanto quería. La experiencia lo traumatizó por completo. Era como un arbolito raquítico que sólo puede sobrevivir retorciendo sus ramas. Como dice el proverbio, «Si le damos la vuelta a un nido ni un solo huevo quedará intacto, aunque puede que las grietas no sean visibles». El niño creció con el único propósito de vengar a su familia. Pero cuando Mao declaró que la Revolución Cultural había sido un error bienintencionado, un error comprensible dadas las circunstancias históricas, el protagonista de nuestra historia se dio cuenta de que la suya sería una tarea imposible. Así que finalmente decidió tomarse la justicia por su mano.

»Nadie debería tomarse la justicia por su mano, claro está, sino reclamarla en una sala como ésta. Es algo que todos podemos entender. Sin embargo, ¿existe algún tribunal que persiga los delitos de la Revolución Cultural? ¿Existirá algún día?

Chen estaba a punto de levantarse cuando Jia sufrió otro acceso de tos, más violento si cabe que los anteriores. Su rostro se amorató, y luego fue adquiriendo una palidez cadavérica. Jia empezó a tambalearse.

En la sala se hizo un profundo silencio.

– No se preocupen, no es más que un viejo problema -consiguió decir Jia antes de desplomarse.

– ¿Está enfermo? -preguntó Yu con estupefacción.

Chen negó con la cabeza. No era un viejo problema, sospechó. Algo muy grave estaba sucediendo. Se le ocurrió una posible solución, que quizás había estado intentando obviar hasta ese momento.

Podría haber una salida para Jia, aunque no fuera inmediata. No aquí, no de esa forma.

Jia consiguió darse la vuelta e insinuó un débil gesto para llamar la atención de Chen.

Chen se levantó, se quitó las gafas y mostró su placa a los guardias de seguridad que corrían hacia él.

Un periodista que estaba entre el público lo reconoció y exclamó: «¡Inspector jefe Chen Cao!».

Chen se dirigió hacia Jia con paso firme y se inclinó sobre él. Los asistentes al juicio no daban crédito a lo que estaban presenciando. El juez bajó del estrado y, tras vacilar unos segundos, se encerró en su recámara. Lo siguieron los dos funcionarios del juzgado, como si huyeran a toda prisa del escenario de un crimen. Nadie más se movió. Jia empezó a hablar con una voz tan débil que sólo el inspector jefe la podía oír.

– El fin está llegando más rápidamente de lo que había esperado, pero no importa si acabo de pronunciar mi alegato final o no. Lo que no puede decirse tiene que confinarse al silencio -susurró Jia, sacándose un sobre del bolsillo de la chaqueta-. Aquí hay cheques para esas familias. Los he avalado. Tiene que hacerme el favor de entregárselos.

– ¿A sus familias? -preguntó Chen, cogiendo el sobre.

– He cumplido mi palabra lo mejor que he podido, inspector jefe Chen. Y usted también cumplirá la suya, lo sé.

– Sí, pero…

– Gracias -contestó Jia con una débil sonrisa-. Le agradezco de verdad todo lo que ha hecho por mí, créame.

Chen le creyó. Sabía que Jia tenía que estar exhausto de haber luchado todos esos años, en vano, en soledad. Chen le dio finalmente la oportunidad de poner fin a sus problemas.

– Ella me quiere, lo sé. Todo lo hace por mí -dijo Jia con un resplandor extraño en el rostro-. Usted me ha devuelto el mundo. Gracias, Chen.

Chen le cogió la mano, que estaba cada vez más fría.

– A usted le gusta la poesía -volvió a decir Jia-. También hay un poema en el sobre. Puede quedárselo como muestra de mi gratitud.

Cerrando los ojos, Jia dejó de hablar. Después de todo, ¿qué más podía decir?

Chen sacó su móvil para llamar a una ambulancia. Quizá ya fuera demasiado tarde. La llamada no era más que un modo de guardar las apariencias.

Al igual que el juicio, otro fingimiento, aunque necesario para el Gobierno.

Su teléfono no parecía funcionar. No había señal. Quizá fuera mejor así. Chen casi se sintió aliviado.

Pero otros debieron de llamar a la ambulancia. Los enfermeros entraron apresuradamente, y lo apartaron del hombre que yacía en el suelo.

«He mantenido mi palabra.» Chen se levantó, pensando en las últimas palabras de Jia mientras los enfermeros empezaban a sacar al abogado en una camilla.

Chen no tuvo que abrir el sobre. Los cheques, firmados por Jia, bastarían como prueba, junto al hecho de que se los hubiera entregado en presencia de tanta gente.

Yu se le acercó con un teléfono en la mano. Debía de haberse puesto en contacto con los otros policías, para ordenarles que no acudieran de inmediato. Era un desenlace extraño. No sólo del juicio por el caso del complejo residencial, sino también del caso del vestido mandarín rojo.

La sala era ahora como una olla de agua hirviendo que comienza a derramarse.

Chen le entregó el sobre a Yu, quien lo abrió y se puso a examinar los cheques con expresión incrédula.

– Para las familias de las víctimas vestidas con qipaos rojos, incluyendo la familia de Hong -dijo Yu con voz sobrecogida-. Debe de haber anotado todos los nombres. Al estar firmados, los cheques son como una confesión en toda regla. Ahora podremos cerrar el caso.

Chen no contestó enseguida. En cuanto a cómo cerrar el caso, aún no lo sabía.

– Su propia firma -dijo Yu enfáticamente-. Debería de ser con- cluyente como prueba.

– Sí, yo también lo creo.

– ¿Quiere hacer algún comentario, camarada inspector jefe Chen?

El periodista que había reconocido a Chen se dirigió a él a gritos desde el otro lado de la sala, intentando abrirse paso a codazos a través del cordón de seguridad formado por los guardias del juzgado.

– ¿Está a cargo del caso? -inquirió otro periodista, empujando hacia delante junto a varios reporteros más.

En la sala reinaba ahora una confusión total, como si la olla de agua hirviendo no sólo se estuviera derramando, sino como si alguien la hubiera volcado.

Algunos de los periodistas siguieron a la camilla hasta el exterior. Chen y Yu se quedaron de pie, solos, en el lugar en que Jia se había desplomado hacía unos minutos. Otros periodistas empezaban a centrar su interés en los dos policías, mientras iluminaban la sala con los flashes de sus cámaras.

Chen arrastró a Yu hasta la recámara del juez, que estaba vacía, y cerró la puerta tras entrar. Inmediatamente después alguien golpeó con fuerza la puerta, tal vez alguno de los periodistas había atravesado el cordón de seguridad, pero los golpes cesaron de repente. Los guardias de seguridad debieron de llevarse a rastras a quienquiera que estuviera llamando a la puerta.

– ¿Había imaginado un final así, jefe? -preguntó Yu, sin andarse con rodeos.

– No -respondió Chen, desconcertado por la brusca pregunta de su compañero-. No exactamente. No así.

No obstante, era un giro que podía haber previsto. Y que debería haber previsto. Si tuviera que enfrentarse a un juicio por los asesinatos en serie en el que saldrían a la luz los secretos vergonzantes de su familia y las fotografías del cuerpo desnudo de su madre, cuyo escándalo sexual sería escrutado, y su complejo de Edipo exagerado, el propio Chen no habría dudado en elegir la salida por la que había optado Jia.

Chen se preguntó acerca de la reacción de Yu. Yu podría sospechar que Chen, movido por sus fantasías librescas, había accedido a la última petición que Jia le hiciera la noche anterior. Después de todo, conceder a un soldado mortalmente herido la oportunidad de suicidarse constituía una tradición consagrada. No era exactamente cierto, pero Yu no lo sabía todo.

– Esos cheques son mucho dinero -dijo Yu con sarcasmo-, pero, claro, el dinero no tenía sentido para él.

El último acto de Jia también revelaba su contrición. Jia no era un asesino trastornado, tal y como Chen había sostenido. En el fondo, Jia era consciente de sus actos. Los cheques ascendían a una gran cantidad. Era la forma que tenía Jia de ofrecer compensación, aunque, como acababa de afirmar en su alegato, «eso no es hacer justicia».

Podía hacerse otra lectura, sin embargo: Jia imploraba indulgencia a través de un mensaje que sólo el inspector jefe podía comprender. Era como si le concediera todo el mérito a Chen, aunque ello supusiera un enorme riesgo para Jia. Si Chen no fuera un hombre de palabra, podría apuntarse el mérito de haber resuelto el caso de asesinato y, pese a su promesa, seguir adelante con la publicación de su relato sensacionalista y de todas aquellas fotografías. Los cheques firmados de Jia revelaban su confianza incondicional en Chen. Como en las batallas de épocas pasadas, los soldados moribundos se ponían en manos de aquellos adversarios a los que respetaban.

Sabiéndose atrapado, a Chen le entró un sudor frío.

– Jia no tenía por qué haberlo hecho -respondió Chen finalmente-. Es demasiado inteligente para no haber previsto las consecuencias. Estos cheques han sellado sus crímenes. Lo ha hecho para ganarse mi favor: él cumplió con su palabra y cooperó. Ahora me toca a mí cumplir con la mía.

– ¿Qué palabra? -preguntó Yu-. Entonces, ¿usted escribirá el informe del caso, jefe?

Yu tenía razón: ¿qué pasaría con el informe del caso?

Las autoridades del Partido presionarían para obtener una explicación. Como policía y como miembro del Partido, no podía negarse a responder. Y la historia tendría que salir a la luz.

Pero puede que no lo obligaran a decir toda la verdad, pensó Chen, si lanzaba algunas indirectas sobre la relación que existía entre el caso y la Revolución Cultural. Si conseguía manejar bien la situación, probablemente no importarían demasiado las vaguedades que farfullara como explicación. Destapar los secretos vergonzantes del pasado podría tener consecuencias indeseadas, por lo que quizá podría lograr que el Gobierno accediera a silenciar ciertos detalles. Puede que se le ocurriera una versión que resultara aceptable para todo el mundo. Una declaración un tanto confusa sobre la muerte del asesino en serie, sin siquiera revelar su identidad ni la causa auténtica de los asesinatos. Después de todo, algunos no iban a creerse lo que contara, dijera lo que dijera. Si dejaban de aparecer nuevas víctimas vestidas con un qipao rojo, la tormenta amainaría.

– Se ha librado con demasiada facilidad -siguió insistiendo Yu, visiblemente ofendido por el silencio de Chen-. Cuatro víctimas, incluyendo a Hong.

Yu aún no había superado la muerte de Hong. Chen lo entendió. Por otra parte, Yu no sabía demasiado acerca de Jia, o de lo que se escondía tras el caso de Jia. Chen no sabía si sería capaz de explicárselo todo a su compañero.

En cuanto al informe del caso, creyó tener una idea mejor. ¿Por qué no atribuirle todo el mérito a Yu, un gran compañero que continuaba apoyándolo, como había hecho siempre, pese a todas las preguntas sin responder?

– ¿Acaso tenía otra salida? -inquirió Chen-. Ahora usted tiene que cerrar el caso.

– ¿Yo?

– Sí, fue usted quien investigó el pasado de Jazmín, quien descubrió el nombre en la lista del club Puerta de la Alegría, quien me alertó sobre la mala suerte de Tian, y quien investigó el pasado de Tian como miembro de una Escuadra de Mao. Por no mencionar la contribución de Peiqin a la investigación. Cuando sugirió que el vestido podría ser una imagen de algo me sirvió de inspiración.

– Eso no es cierto, jefe. Puede que haya investigado todo lo que menciona, pero yo no descubrí nada. No volví a investigar el pasado de Tian hasta que usted me lo ordenó.

– No tenemos que discutir por eso. De hecho, me está haciendo un favor. ¿Qué otra explicación podría ofrecer?

– ¿Qué quiere decir?

– El inspector Liao estará muy cabreado. Debe creer que he jugado al gato y al ratón con el Departamento, y que he trabajado en el caso a sus espaldas. Y lo mismo pensará el secretario del Partido Li. Es muy probable que sus sospechas políticas lo tengan obsesionado.

– La cuestión es que usted ha cerrado el primer caso de asesinatos en serie de Shanghai -repuso Yu.

– Le di mi palabra a Jia. Hay algo acerca del caso que no revelaré. No es algo que se refiera sólo a él. Ahora que ha muerto tras cumplir con su parte del trato, mantendré la boca cerrada. Usted podría entenderlo, Yu, pero los demás no.

Chen se preguntó si Yu lo entendería, pero el subinspector no lo presionó para que le diera una explicación. No demasiado, en cualquier caso. No sólo eran compañeros de trabajo, también eran amigos.

– ¿Qué puedo decirles? -preguntó Yu-. ¿Que la venganza está relacionada con la Revolución Cultural? ¡Ni pensarlo!

– Bueno, Jia cometió los crímenes debido a un ataque de locura temporal. Después le carcomió el remordimiento, así que firmó esos cheques para las familias de las víctimas.

– ¿Por qué le dio a usted los cheques?

– Lo conocí por casualidad, después de hojear el expediente sobre el caso del complejo residencial. Y eso es cierto. El director Zhong, del Comité para la Reforma Legal, puede respaldar mi declaración. Zhong me telefoneó ayer por la noche para hablar del caso del complejo residencial, y Jia estaba presente en ese momento.

– ¿Aceptarán su historia?

– No lo sé, pero al Gobierno no le interesará destapar un caso que podría llamarse «la venganza de la Revolución Cultural», como usted acaba de decir. Ojalá no me presionen para que les dé más detalles. De hecho, cuanto menos digamos, mejor será para todos. Puede que nos salgamos con la nuestra. -Y luego añadió-: Es posible que las autoridades del Partido ni siquiera deseen revelar la identidad del asesino. Está muerto, y punto.

– ¿No estarán deseando castigar a Jia como escarmiento a los que causan problemas al Gobierno?

– No creo que quieran castigarlo así, no ahora. Podría salirles el tiro por la culata. Claro que todo esto no son más que suposiciones mías…

El timbre del teléfono sonó más fuerte de lo habitual en la recámara vacía del juez. Era el profesor Bian, quien tenía una cita con Chen aquella mañana. Su alumno no se había presentado.

– Sé que está ocupado, pero su trabajo es muy original. Me gustaría saber cómo avanza.

– Le entregaré el trabajo dentro del plazo previsto -prometió Chen-. Aunque la conclusión me está dando algún que otro problema.

– Es difícil extraer una conclusión general en un trabajo de fin de trimestre -admitió Bian-. Su tema es muy amplio. Si puede encontrar una tendencia compartida por cierto número de historias, ya será suficiente. En el futuro, podría desarrollar el trabajo como tesis de fin de carrera.

Chen se preguntó si podría hacerlo. No respondió de inmediato. Estaba empezando a tener dudas sobre sus estudios.

Después de todo, su trabajo de literatura no era sino otra interpretación más de los textos antiguos. La gente continuaría leyendo, con o sin su interpretación. Puede que la cultura china se hubiera caracterizado por el discurso antiamoroso de los matrimonios concertados, o puede que existiera cierto arquetipo de mujer fatal china. Pero, de ser así, ¿realmente importaba? Cada historia era distinta, cada autor era distinto. Como en los casos criminales, un policía no siempre puede aplicar una teoría general a todos ellos.

– Sí, lo pensaré, profesor Bian. Y tengo algunas ideas nuevas sobre la «enfermedad sedienta».

Su proyecto literario aún podría ser algo en lo que pensar en el futuro, se dijo. Aunque, por ahora, debía posponerlo.

Tal vez le esperara algo más inmediato, más relevante. En cuanto al caso de los asesinatos, quizás una conclusión parcial no resultara del todo satisfactoria, pero al menos ya no habría más víctimas inocentes. No tenía que preocuparse demasiado por presentar una tesis del caso, como sí exigía un trabajo de literatura. Ni siquiera sabía cuál podría ser dicha tesis.

– No piensa seguir adelante con su curso de literatura china, ¿verdad? -inquirió Yu, interrumpiendo las reflexiones de Chen.

– No, me parece que no. No tiene por qué preocuparse por eso -le aseguró Chen-. Aun así debo acabar este trabajo. Aunque no lo crea, este trabajo de literatura realmente me ha ayudado a resolver el caso.

Yu miró a su jefe con expresión de alivio y a continuación le devolvió el sobre.

– ¡Ah! Hay un trozo de papel dentro del sobre.

– Es un poema.

– ¿Para que usted lo publique?

Chen sacó el papel y empezó a leer.

Madre, he intentado que el eco lejano

me ofrezca una pista de lo que me sucede:

en la antigua mansión la gente viene y va,

viendo sólo lo que quieren ver.

El recuerdo del vestido mandarín rojo

me agota; resplandecen entre las flores

tus pies descalzos, tu mano suave:

el peso del recuerdo me roba

las horas de vigilia.

Pero estamos achatados, enmarcados en el zoom

de un momento; clic, y las nubes y la lluvia

se aproximan deprisa, mientras la funesta tristeza

vuelve a escabullirse hacia el horizonte.

Es todo lo que sé, todo lo que veo.

Madre, bébete tú mi copa.

– No hay ninguna copa en la fotografía -dijo Yu, perplejo.

Chen creía que la última imagen sobre la copa podía provenir de una escena deHamlet, en la que la reina se bebe el veneno destinado a su hijo. En sus años de universidad, Chen había leído una interpretación freudiana de la obra, pero ahora apenas la recordaba.

– Es sobre Hamlet y su madre -respondió Chen, tras decidir no explicar nada más-. Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que pueden aparecer en el informe de un caso.

– ¡Que me aspen! -exclamó Yu, sacudiendo la cabeza como si fuera un tambor chino.