175500.fb2 Segunda Oportunidad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo 14

– ¿Necesitas algo del supermercado? -Phil estaba junto a la puerta de la cocina. Olisqueó al aire-. Huele muy bien. ¿Qué es?

– Goulash. -Tania le sonrió por encima del hombro-. Te guardaré un poco para la cena.

– Estupendo. -Phil se acercó a los fogones-. ¿Puedo probarlo?

No era más que un niño grande, pensó Tania, indulgen-te, al tiempo que sumergía el cucharón en la cazuela y se lo ofrecía. El probó el goulash, cerró los ojos y suspiró:

– Delicioso.

– Es una antigua receta de la familia. Me la enseñó mi abuela. -Bajó la potencia del fuego-. Estará aún más bueno después de unas horas a fuego lento.

– Parece imposible. -Phil echó un vistazo por la venta-na-. Está nevando con fuerza. Puede que, dentro de unas horas, no podamos salir. Me preguntaba si podías necesitar leche, o pan, o cualquier cosa.

– Leche. La he terminado para preparar el desayuno. -Ella también miró hacia fuera-. Pero no hace falta que sal-gas, si sólo es para traer provisiones. Las calles deben de es-tar tan resbaladizas como el hielo.

– Iba a salir de todos modos. Le pasa algo a mi coche. Tengo que llevarlo al taller.

– ¿Qué le pasa?

– Ni idea. Hace dos días funcionaba perfectamente, pero ayer empezó a traquetear. -Se encogió de hombros-. Puede que me haya equivocado de gasolina al llenar el depósito

– Se dirigió hacia la puerta-. Volveré dentro de un par de horas. Acompáñame hasta la puerta principal y conecta el sistema de segundad. ¿De qué sirve tenerlo si no lo conectas? Yo acabo de entrar en casa como si nada.

– Pues yo siempre lo conecto. Joel debe de haberse olvi-dado de hacerlo cuando se ha ido esta mañana. -Le siguió hasta el recibidor y accionó el interruptor después de que él abriera la puerta. Observó la nieve, que caía con fuerza y le-vantaba remolinos tan espesos que prácticamente no se veía nada a dos pasos de distancia-. Vaya día tan desagradable. ¿De veras tiene que salir?

– No puedo estar sin coche -sonrió-. Estoy acostumbra-do a conducir en condiciones como éstas. -Hizo un ademán de despedida con las manos y bajó con mucho cuidado los escalones cubiertos de una fina capa de hielo-. Me acordaré de traerte la leche.

Y desapareció tras la cortina de nieve.

Tania cerró la puerta y volvió a dirigirse hacia la cocina. Tan sólo había dado unos pasos cuando se paró en seco y frunció el ceño. Había agua sobre el suelo de madera del vestíbulo. Phil solía tener mucho cuidado y siempre usaba la alfombrilla de la entrada antes de pasar a la casa. Tenía que estar realmente preocupado por el hecho de haber podido cruzar la puerta como si nada. Bueno, no había más remedio que ir por una bayeta y secarla antes de que pudiera estro-pear la madera.

* * *

No notaba su presencia. Maritz se sintió un tanto desen-cantado.

La observó mientras se agachaba a secar cuidadosamen-te el rastro de agua que habían dejado sus zapatos cuando se había colado en la casa, detrás del muchacho que rondaba siempre por allí. Lo habría hecho él mismo, pero no sabía de cuánto tiempo disponía antes de que el chico saliera otra vez. Así que optó por ir a lo seguro: se descalzó y subió rá-pidamente las escaleras que llevaban al piso de arriba.

«Estoy aquí mismo, preciosa Tania. Si levantas la mirada, me verás.»

Ella no levantó la vista. Acabó de secar el suelo y se metió de nuevo en la cocina.

Maritz pensó que no debía desanimarse tanto. No era la primera vez que se topaba con este tipo de ceguera. La ca-pacidad de intuir merma cuando uno cree estar en un sitio seguro.

Pero, de todos modos, él pensaba que Tania era distinta.

Quizá daba lo mismo. La sorpresa sería mayor, y el miedo mucho más intenso.

¿Dónde lo haría?

La oyó tarareando en la cocina. Estaba contenta, aquella mañana.

La cocina, el centro de la casa, la base de la vida en fa-milia.

¿Por qué no?

Empezó a bajar los escalones.

* * *

Phil arrancó suavemente y giró el volante, intentando no derrapar. Le gustaba la sensación de control que sentía al conducir. Era casi como navegar por Internet, entrar y salir de los programas, investigar y rastrear hasta dar con algo que le interesara.

Si supiera tanto de motores como de ordenadores, otro gallo cantaría, se lamentó. Probablemente, la reparación iba a costarle un ojo de la cara.

O quizá no. Había ido a hacer el cambio de aceite al Ta-ller Acmé, y los mecánicos parecían ser bastante eficientes. Rondaría por allí mientras trabajaban, y charlaría un rato con Irving Jessup, el propietario, y éste…

Taller Acmé.

El rótulo apareció ante él de repente. Entró con cui-dado.

Había un coche delante, incluso con mal tiempo. Así que tendría que esperar. No le importaba. Si hay cola, quie-re decir que hacen bien su trabajo. Ningún problema.

No tenía prisa.

* * *

El goulash necesitaba un poco más de pimienta, decidió Tania. Dejó la cuchara a un lado y cogió el molinillo pimentero de cristal del estante. Phil le había dicho que estaba per-fecto, pero él no había probado el goulash de la abuela. Tania siempre se sentía feliz cuando cocinaba alguna de las recetas de su familia. Le traían recuerdos que habían perma-necido intactos a pesar de aquellos últimos años. La abuela, sentada junto a la mesa, pelando patatas y contándole histo-rias de sus viajes por el país cuando era joven. Mamá y papá llegando de la oficina, riendo, explicando…

– Ha llegado la hora, Tania.

Ella se volvió hacia la puerta.

Allí había un hombre con un cuchillo en la mano. Son-riendo.

El corazón le dio un vuelco y después se le heló.

Él. Seguro que era él.

El hombre asintió, como si ella hubiera pronunciado esas palabras.

– Sabías que vendría. Me estabas esperando, ¿verdad?

– No -murmuró ella.

Su aspecto era tan normal como el de cualquier hombre. Cabello y ojos castaños, un poco por encima de la estatura media. Hubiera podido ser el dependiente del supermerca-do o el agente de seguros que la había visitado la semana pa-sada. No era la amenaza sin rostro que la había estado per-siguiendo.

Pero llevaba un cuchillo.

– Tú no quieres hacer esto -dijo Tania, humedeciéndose los labios-. Ni siquiera me conoces. Todavía estás a tiempo. Vete de aquí.

– Sí te conozco. Nadie te conoce mejor que yo. -Dio un paso hacia ella-. Y sí quiero hacer esto. Hace mucho tiempo que quiero.

– ¿Por qué?

– Porque eres especial. Lo supe la primera vez que te seguí.

¿La puerta?

No, él le impedía el paso mientras se acercaba.

Tania tenía que continuar hablándole y tratar de pensar en algo.

– ¿Por qué me seguías?

– Por el asunto de la señora Calder. Esperaba que vol-viera o se pusiera en contacto contigo. -Un paso más-. Pero me di cuenta de lo especial que eres y empecé a disfrutar contigo.

– Yo no sé dónde está Nell.

– Esperaba que dijeras eso. Ya averiguaré si es cierto o no. -Sonrió-. De hecho, espero que no me lo digas ensegui-da. Me dará mucha pena que esto se acabe.

¿El cajón de los cuchillos de cocina?

No: antes de que pudiera abrirlo, ese hombre ya se ha-bría abalanzado sobre ella.

– ¿Quién eres?

– Había olvidado que no hemos sido presentados. Sien-to que te conozco tanto, Tania. Soy Paul Maritz.

Oh, Dios santo. El monstruo de Nell era, ahora, el monstruo de Tania, y cada vez estaba más cerca. ¿Qué po-día hacer?

– Te he mentido. Sé dónde está Nell, pero nunca lo sa-brás, si me matas.

– Ya te lo he dicho: prefiero que sea un poco más ade-lante, y no enseguida. -Estaba a tan sólo a dos metros de ella-. Pero podemos hablar de eso cuando…

Tania rompió el pimentero contra el borde del estante, y le echó la pimienta y los pedazos de cristal a los ojos.

El masculló algo y, cegado, blandió el cuchillo.

Tania cogió la cazuela del goulash y le lanzó el conteni-do a la cara.

Maritz gritó, con las mejillas rojas, escaldadas.

Ella pudo salir de la cocina hacia el recibidor.

El la perseguía, soltando improperios.

Tania alcanzó la puerta principal e intentó abrir el ce-rrojo.

Maritz la agarró por el hombro y la empujó lejos de la puerta.

Ella se tambaleó hacia la pared, tropezó con la mesilla del recibidor y cayó al suelo.

– Estúpida zorra. -Le lloraban los ojos, y las lágrimas cubrían su rostro enrojecido y dolorido-. ¿Creías que iba a dejar que…?

Tania le lanzó el jarrón de bronce que había sobre la me-silla y corrió de nuevo hacia la puerta.

Pudo abrirla, y pulsó la alarma antes de salir a toda prisa.

Resbaló y bajó rodando los escalones.

Había olvidado que la entrada estaba cubierta de hielo.

Maritz se acercaba otra vez, despacio, para no cometer el mismo error que ella.

La alarma de segundad aullaba mientras Tania intenta-ba desesperadamente ponerse en pie. Alguien la oiría. Al-guien aparecería. Cojeaba, se había torcido el tobillo iz-quierdo. El dolor le impedía avanzar, pero ella intentaba cruzar el jardín hasta la calle.

– ¿Adonde vas, Tania? -le gritó él, ya cerca-. ¿A pedir ayuda a los vecinos? No vas a poder llegar, cojeando así. Y nadie va a verte, con esta tormenta. Y, en cuanto a la alarma, la compañía de seguridad no llegará a tiempo.

Tania seguía avanzando.

– Estoy justo detrás de ti.

Cállate, bastardo.

– Ríndete. De todos modos, va a ser lo mismo.

Ella se tambaleó al resbalar de nuevo sobre el hielo.

Casi podía sentir la agitada respiración de Maritz justo en la nuca.

– Sabes lo que va a pasar. Hace semanas que lo sabes.

El tobillo cedió, y Tania cayó al suelo.

Se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

– Preciosa Tania. -Maritz se arrodilló junto a ella y le acarició el pelo-. No era esto lo que había planeado para ti. Quería algo más agradable que verte arrastrándote sobre la nieve. Pero has disparado la alarma y, ahora, tengo que dar-me prisa.

– Pero no te he dicho dónde está Nell -arguyó ella, de-sesperada.

– Entonces, dímelo.

– En Florida. Déjame ir y le diré que…

Maritz movió la cabeza:

– Me parece que mientes. Siempre lo adivino. No creo que me lo digas. Tendré que preguntárselo al doctorcito.

– ¡No!

– No me dejas otra opción. -Tiró con fuerza de los cabe-llos de Tania mientras levantaba el cuchillo-. No voy a ha-certe el daño que tú me has hecho. Un solo corte y todo ha-brá acabado.

Iba a morir. Tenía que ocurrírsele algo, rápido. Seguro que debía de haber una salida. No había sobrevivido al in-fierno de Sarajevo para morir de aquel modo.

No había nada que hacer, pensó horrorizada.

El cuchillo se acercaba a su garganta.

No. No podía hacer nada para salvarse…

* * *

Jamie Reardon estaba en el hotel cuando su busca recibió la señal de alarma de la casa de Lieber.

Tardó veinte minutos en llegar allí. Vio un coche patru-lla aparcado en la esquina, sin ocupantes. La alarma aún es-taba conectada, aullando desde la puerta principal. ¿Por qué no la habían parado?

Salió del coche y se dirigió hacia la casa.

Vio una pisada sangrienta nada más cruzar la verja del jardín. Aquel oscuro líquido, con pequeñas incrustaciones de hielo cristalizado, resaltaba sobre el blanco de la nieve.

Dos guardias de seguridad, uniformados, estaban allí, de espaldas delante de él, observando algo en el suelo.

Jamie sabía qué miraban.

Llegaba demasiado tarde.

* * *

– Necesito hablar con Nick. Ahora mismo.

– Ha ido al Barra X esta tarde, Jamie -contestó Nell, mi-rando su reloj-, pero dudo que todavía le encuentres allí. Seguramente, ya debe de estar de vuelta, aunque es difícil decir cuánto va a tardar, con esta tormenta. ¿Quieres que le diga que te llame?

– Sí. Tan pronto como llegue.

– ¿Estás en el hotel?

– No. Te doy el número.

Nell lo anotó en el bloc de notas del teléfono.

– ¿Qué pasa? ¿Quieres dejarme el mensaje?

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

– No, no hay mensaje.

Nell se puso tensa. Se sentía tan dejada de lado como la vez que Jamie le había dado a Nicholas aquel mensaje críp-tico sobre Nigel Simpson. Pero eso había sido antes de que Nicholas le prometiera que no habría secretos entre ellos.

– Quiero saber qué pasa, Jamie.

– Pues pregúntaselo a Nick -repuso Jamie, cansado-. Si te lo digo, seguro que pide mi cabeza.

Y colgó.

Lentamente, Nell se sentó en la silla, junto al teléfono. No se sentía bien. Estaba muy claro. Y era decepcionante. Nicholas le había dicho a Jamie que no le revelara… algo. ¿Cuántas cosas seguía ocultándole aún?

Echó un vistazo al número que había anotado. Le resul-taba vagamente familiar. ¿A qué ciudad pertenecía el prefijo?

Minneapolis.

Y ella había llamado a ese número antes, y sabía de quién era.

Le temblaba la mano mientras lo marcaba.

– Diga.

– ¿Qué estás haciendo en casa de Joel Lieber, Jamie?

– Mierda. Debería haberte dado el número de mi busca.

– ¿Qué estás haciendo ahí? -Y al ver que no contestaba exigió-: Quiero hablar con Tania. -No puedes hablar con ella.

El miedo la invadió.

– ¿Qué quieres decir con que no puedo…?

– Mira, tengo que colgar. Dile a Nick que me llame.

Nell colgó el teléfono con furia al oír que Jamie cortaba. Se puso en pie de un salto y corrió hacia el dormitorio

– Michaela.

* * *

No llegó a la casa de Lieber hasta casi ocho horas más tarde. Precinto amarillo. Estaba cercada con precinto amarillo. Siempre hacían eso después de un crimen, recordó, muy al-terada, mientras bajaba del taxi. ¿Cuántas veces había visto ese mismo precinto en las noticias? Pero siempre en casa de desconocidos, no en la casa que Tania le había hecho sentir como suya.

Había un corpulento policía delante de la barricada. Pa-recía muy frío. Casi tanto como el frío que ella sentía.

– Nell. -Jamie salía de un coche aparcado en la esquina-. No deberías haber venido -le dijo con suavidad-. Esto es lo que Nick intentaba evitar.

– ¿Qué ha pasado?

– Maritz. Ha estado siguiendo a Tania mientras esperaba que tú volvieras.

Nell se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. Era culpa suya. Era por su culpa todo lo que le había sucedido a Tania. Ella y Joel sólo habían intentado ayudarla, y Nell había llevado aquel monstruo a sus vidas.

– ¿Está muerta?

El negó con la cabeza.

– En el hospital, con un tobillo roto.

El alivio que sintió casi la hizo desvanecerse.

– Gracias a Dios. -Miró de nuevo el precinto amarillo y la recorrió un escalofrío de miedo-. ¿Joel?

– No estaba aquí. -Jamie respiró profundamente antes de continuar-: Pero Phil sí. Maritz había estado manipulan-do el motor de su coche, y Phil lo llevó al taller. El mecáni-co le dijo que alguien había estado hurgando los cables y el carburador. Llegó a tiempo para salvar a Tania. -Apretó los labios-. Pero él no ha podido salvarse. Maritz le ha matado. La lucha ha durado lo suficiente para dar tiempo a que los de seguridad llegaran aquí. Maritz ha huido, y no ha podido terminar con Tania.

Phil. El dulce, el luminoso Phil. Nell sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar lo amable y cariñoso que había sido con ella en el hospital. Murmuró:

– Le quería mucho.

– Yo también. -Jamie se aclaró la garganta, pero tenía los ojos sospechosamente húmedos-. Era un muchacho formi-dable.

– Quiero ver a Tania. ¿Me acompañas?

– Por eso he estado esperando. -La cogió del codo y la llevó hasta el coche-. Nick me ha dicho que no te pierda de vista hasta que llegue él.

– ¿Has hablado con él?

– Tres horas después de que tú te marcharas al aeropuer-to. Tenía unas ganas enormes de estrangularme. Y a ti tam-bién.

– ¿Y tú ya estabas aquí? Entonces, sabías que Tania esta-ba en el punto de mira.

Jamie se encogió de hombros.

– El director de la funeraria había desaparecido. Que-ríamos estar seguros de que ella y Joel no corrían ningún peligro.

– Pero corrían. -Se sentó en el asiento del copiloto-. Y Phil también.

– ¿Crees que no me siento lo suficientemente mal? -re-plicó Jamie con rudeza-. Phil era amigo mío.

– No me importa lo mal que te sientas. Maritz ha mata-do a Phil y también ha intentado matar a Tania porque quie-re cogerme a mí. Y Nicholas ni siquiera se ha dignado a decirme nada.

– Porque sabíamos que vendrías. Nick quiere que te mantengas a salvo.

– ¿Qué derecho tiene a…? -Se desmoronó. No tenía nin-gún sentido discutir con Jamie, cuando el culpable era Ni-cholas-. No tengo ganas de hablar. Llévame a ver a Tania.

* * *

– Está en la planta quinta -dijo Jamie mientras paraba el co-che frente al hospital-. ¿Quieres que entre contigo?

– No.

Nell salió del coche dando un portazo.

Joel estaba en el corredor, delante de la habitación de Tania.

– Tienes mal aspecto -le dijo Nell-. ¿Cómo está Tania?

– Tiene un tobillo roto, magulladuras, los nervios de pun-ta… -enumeró Joel-. Ha visto cómo Phil moría acuchillado. -Sonrió amargamente-. Aparte de eso, está perfectamente.

– Es culpa mía.

– Soy yo el que ha olvidado conectar la alarma cuando he salido, esta mañana. Aquel bastardo ha entrado en la casa sin problema alguno. -Sacudió la cabeza-. Así de sencillo. -Lo siento, Joel.

– Casi la mata. -Le dirigió una dura mirada-: Mantente alejada de ella. No quiero que te le acerques.

Nell se sintió herida. No podía culpar a Joel por estar resentido pero, aun así, dolía.

– Te prometo que, después de hoy, no la veré hasta que todo haya terminado. Tan sólo quiero decirle… ¿Puedo verla?

Joel se encogió de hombros.

– En cuanto Kabler haya terminado de hablar con ella.

Nell miró hacia la puerta de la habitación.

– ¿Kabler está aquí?

– Ha llegado hace unos minutos. Ha dicho que tenía que hacerle unas preguntas sobre Maritz.

– ¿Creen que podrán cogerle?

– Kabler dice que tal vez ya esté dentro de un avión, sa-liendo del país.

– ¿Y qué hay de aplicar la extradición?

– La extradición sólo sirve si le encuentran.

– Acudirá a Gardeaux en busca de protección.

– No lo sé. -Movió la cabeza-. Tan sólo quiero que se mantenga lejos de Tania.

– Y yo. -Rozó su brazo-. Seguro que no se atreve a vol-ver, ahora que ha sido identificado.

– ¿Ah, no? Ese bastardo está loco. Es capaz de cualquier cosa. La ha estado vigilando, la ha estado siguiendo, y ha en-trado en casa y… -Se desmoronó-. Dile a Tania lo que tengas que decirle y aléjate de ella. Ya ha tenido bastante con…

– La esperaba, señora Calder. -Kabler salió de la habita-ción, cerrando la puerta tras él-. ¿Dónde está Tanek?

– He venido sola. -Se dirigió a Joel-: ¿Puedo entrar ya?

– En cuanto yo me haya asegurado de que Kabler no ha causado ningún daño. -Entró en la habitación.

– Pobre Phil, qué pena. Tan buen chico, tan joven… -dijo Kabler-. ¿Le conocía usted bien?

– Sí. No, creo que no. ¿Qué está haciendo aquí, señor Kabler?

– Encargué a uno de mis hombres que controlara la si-tuación, desde que supimos que Birnbaum había desapare-cido. ¿Recuerda que le dije que sospechaba que estuviera involucrado?

Nell apoyó la cabeza contra la pared.

– Es evidente que su hombre no ha sido capaz de con-trolar la situación de manera satisfactoria.

– ¿Sabía usted que Maritz estaba siguiendo a la señorita Vlados?

– Por supuesto que no -repuso ella, impaciente-. ¿Me cree capaz de dejar que corriera el riesgo de…?

– Cálmese. -Kabler levantó una mano-. Tan sólo pre-guntaba. Ya que Reardon estaba por aquí, es lógico pensar que Tanek lo sabía. -Meneó la cabeza-. Ya le dije que no era de fiar. Si ha utilizado a la señorita Vlados como cebo, ¿cree que no hará lo mismo con usted?

– El no la ha utilizado como cebo.

– Entonces, ¿por qué la mantuvo a usted al margen? -Nell no contestó, y él movió la cabeza de nuevo-. Todavía cree en él.

– Tanek jamás pondría en peligro a Tania.

– ¿Le ha contado lo que averiguó gracias a Nigel Simpson?

– Sí.

– No, no se lo ha contado. No estaría usted tan calmada. -Ella le dio la espalda, y Kabler apretó los labios-. No voy a dejar que nada parecido vuelva a pasar. Reúnase conmigo en el vestíbulo cuando termine de hablar con la señorita Vlados.

– ¿Por qué?

– Voy a enseñarle algo que le demostrará que no se pue-de confiar en Tanek. En absoluto.

Nell lo siguió con la mirada mientras se iba por el pasi-llo. Estaba furiosa con Nicholas pero, instintivamente, le había defendido. Qué estúpida era empeñándose en confiar en él, como si eso fuera un estilo de vida.

Jamás se había sentido tan sola.

– Ya puedes entrar -le dijo Joel, junto a la puerta-. Pero sólo unos minutos. Necesita reposo.

Tania tenía mal aspecto: pálida, terriblemente frágil, apoyada contra unos enormes cojines inmaculados.

De todos modos, hablaba con la misma alegría y brus-quedad de siempre:

– Deja ya de mirarme de esta manera. No tengo nada grave. Recuperaré el tobillo.

– Supongo que sabes cuánto lo siento. -Nell se acercó a la cama-. No me imaginaba que esto pudiera suceder. Ten-dría que haberme pasado a mí. Es a mí a quien quiere Maritz.

– Bueno, bueno, no presumas tanto. Quizás al principio sí, pero después ha pensado que soy una víctima muy atrac-tiva. -Sonrió tristemente-. Cree que soy especial. ¿A que es un bonito piropo?

– ¿Cómo puedes bromear…?

La sonrisa de Tania se desvaneció.

– Es la única manera de soportar todo esto. Avanzaba hacia mí. Seguía avanzando. No podía detenerle. Contigo también fue así, ¿verdad? -Nell asintió. Los ojos de Tania se llenaron de lágrimas-. Ha matado a Phil.

– Lo sé.

– Phil me ha salvado, y Maritz lo ha matado. Una vez, vi una de esas películas de terror. El asesino parecía una especie de espantapájaros, y su absoluta maldad era lo que le mante-nía vivo. -Tania asió la mano de Nell, tan fuerte que casi le hizo daño-. Seguía y seguía, simplemente. Matando. No era así, en Sarajevo. Allí, los asesinos no tenían rostro. Pero Ma-ritz sí lo tiene. Y parece tan normal como cualquiera.

– Te estás poniendo nerviosa. Será mejor que me vaya, o Joel pedirá mi cabeza.

Tania intentó sonreír, pero fue en vano.

– Sí, se está comportando de un modo muy protector, ¿verdad? Quizá será mejor que te vayas. No soy una com-pañía demasiado agradable en estos momentos. Mantente en contacto.

– Lo haré, te lo prometo. -Se inclinó y besó a Tania en la mejilla-. Ponte bien enseguida.

Tania asintió.

– Nell. -Ella se detuvo junto a la puerta-: Ve con cuida-do -susurró-. Es el espantapájaros.

* * *

Tanek la esperaba fuera.

– ¿Cómo se encuentra?

– No muy bien -repuso Nell fríamente-. ¿ Cómo espera-bas que estuviera? Casi la matan, y ha visto cómo apuñala-ban a Phil delante de sus ojos. -Empezó a caminar.

– ¿Adonde vas?

– ¿Ahora mismo? Necesito una taza de café. Ver a Tania en ese estado no ha sido nada agradable. -Necesitaba algo más que una taza de café. Temblaba, y no quería que él lo viera. Sabía lo bien que atacaba Tanek cualquier muestra de debilidad. Entró en la sala de espera y buscó cambio en su bolso para la máquina-. Además, no creo que todo esto sea de tu incumbencia.

– Pues lo es, maldita sea. -Tanek echó unas monedas en la cafetera y observó el líquido negro que caía en una taza de papel-. ¿Por qué no has esperado a que yo llegara? Podría haberte traído yo mismo.

Nell le arrebató la taza.

– No podía estar del todo segura de eso, ¿no es cierto? Ni siquiera me dijiste que Maritz la estaba siguiendo.

– No lo sabíamos. No con absoluta certeza.

– Pero sí la suficiente para pedirle a Jamie que permane-ciera por aquí.

– Era tan sólo una medida de seguridad. No quería que sucediera otro asunto como el de Medas.

Nell tomó un sorbito.

– Bien, pues ya lo tienes. Phil está muerto.

– ¿Y cómo crees que me siento? Soy yo quien lo tra-jo aquí.

– Francamente, no me importa cómo te sientes.

Tanek apretó los labios.

– De acuerdo, no te lo dije todo. Quería evitar que te presentaras a toda prisa.

– Eso no tenías que decidirlo tú.

– Pero tomé una decisión. No quería que te mataran, maldita sea.

– Si yo hubiera estado aquí, Maritz habría ido por mí, en lugar de seguir a Tania.

– Exactamente.

– ¿Y quién te ha dicho que eres Dios, Nicholas? ¿Qué derecho tienes a tomar decisiones de ese calibre?

– Hice lo que debía.

Nell se bebió su café de un trago y lanzó la taza a la pa-pelera.

– Y yo voy a hacer lo que debo. -Salió de la sala de espe-ra y se dirigió al ascensor.

Tanek la siguió.

– ¿Adonde vas? -No obtuvo respuesta-. Mira, ya sé que estás muy enfadada, y lo entiendo, pero lo que ha pasado no afecta a la situación principal. Maritz ya debe de estar es-condido bajo el ala de Gardeaux, en estos momentos. Debe-mos ceñirnos al plan establecido.

Ella pulsó el botón del ascensor.

– No creo que ese plan sirva ya. Se requiere gozar de cierta confianza.

Él la miró a los ojos.

– Puede que ahora no me creas, pero volverás a confiar en mí.

– Espero no ser tan estúpida. -Entró en el ascensor e im-pidió que Tanek la siguiera-: No, no quiero que vengas conmigo.

Él asintió y retrocedió un paso.

– De acuerdo. Ya veo que necesitas tu espacio.

Nell se sorprendió. No había creído que él se rindiera tan fácilmente. La puerta se cerró entre ambos, y ella apoyó la cabeza contra el espejo. Se sentía tan dolorida y agotada como si hubiera participado en una guerra. Y todavía tenía que enfrentarse a Kabler.

Kabler salía del pequeño quiosco de regalos del vestíbu-lo cuando vio a Nell bajando del ascensor.

– Mighty Morphin, el Ranger rojo -le explicó, viendo que ella miraba con curiosidad la bolsa en la que llevaba su reciente compra-. Para mi hijo. Estos muñecos son difíciles de encontrar en las tiendas de mi barrio.

– No creo que sea esto lo que quería enseñarme, ¿ver-dad? -contestó Nell.

– He visto a Tanek cuando subía. ¿Qué es lo que…?

– Ha dicho usted que quería enseñarme algo.

– No está aquí. -La agarró del brazo y salieron juntos del hospital, hacia el aparcamiento-Parece muy cansada. Relájese y confíe en mí.

¿Por qué no? Confiaría en Kabler. Tenía que confiar en alguien. Se metió en el coche, se acomodó en el asiento y ce-rró los ojos.

– Está bien. Voy a relajarme, pero le aconsejo que usted no lo haga. Nicholas ha dejado que me vaya sin ponerme trabas: seguro que Jamie Reardon no debe de andar muy le-jos. Lleva un coche de alquiler, un Taurus gris.

– Está cinco coches por detrás de nosotros. No importa. Que nos siga.

* * *

– ¿Está con Kabler? -Nicholas masculló algo entre dientes-. Sigue pegado a ellos. ¿Qué demonios pretende este tipo?

– No puedo seguir pegado a ellos. Te estoy llamando desde el aeropuerto. Acaban de subir a un jet privado que ya está corriendo por la pista.

– ¿Puedes averiguar qué destino lleva?

– ¿Un jet de la DEA? Si me das un poco de tiempo, qui-zá sí. Ahora mismo, ni hablar.

Nicholas ya sabía que la respuesta iba a ser ésa, pero es-taba agotando todas las posibilidades. Además, tenía una muy bien fundada sospecha de hacia dónde se dirigían. No había creído que Kabler fuera capaz de llegar tan lejos.

– Voy para allá. Intenta conseguir pasajes y estar a pun-to y preparado para todo en cuanto yo llegue.

– ¿Se supone que sé de sobra para qué vuelo tengo que hacer la reserva?

– A Bakersfield, California.

* * *

La enorme casa de estilo Victoriano estaba alejada de la calle principal, y rodeada de un frondoso jardín de altos robles. Aunque no cuadraba con la época, parecía llena de magia, iluminada por la luz del atardecer.

– Vamos, entre -le dijo Kabler.

– No le creo -susurró Nell-. No es cierto.

Kabler dio la vuelta al coche y la ayudó a bajar.

– Compruébelo usted misma.

Lentamente, Nell subió los peldaños del enorme porche y llamó al timbre.

A través de las flores grabadas en el cristal de la puerta principal, atisbo a duras penas a una mujer que bajaba des-de el piso superior.

De repente, la luz del porche, un farolillo antiguo, se en-cendió, y la mujer también miró a través del cristal trans-lúcido.

La puerta se abrió de golpe.

– ¿En qué puedo servirle?

Nell se quedó helada. No podía articular palabra.

La mujer frunció levemente el entrecejo, y su despejada frente se llenó de arruguitas.

– ¿Vende usted algo?

– ¿Qué pasa, María? -Un hombre bajaba por las escaleras.

Nell sintió que iba a desmayarse de un momento a otro. No, sintió que iba a vomitar.

Oh, Dios santo. Dios santo.

El hombre pasó afectuosamente un brazo por los hom-bros de la mujer. Sonrió:

– ¿Qué podemos hacer por usted?

– Richard. -Nell apenas pudo pronunciar ese nombre.

La sonrisa del hombre se desvaneció.

– Se equivoca. Deben haberle dado una dirección erró-nea. Me llamo Noel Tillinger, y ésta es mi esposa, María.

Nell sacudió la cabeza, tanto para aclarar sus ideas como para negar las palabras de aquel nombre.

– No. -Y dirigió su atónita mirada a la mujer-: ¿Por qué, Nadine?

Nadine se fijó realmente en aquel rostro desconocido:

– ¿Pero quién,…?

– No te metas en esto, María. Ya me encargo yo de que se vaya.

– Creo que ya te encargaste lo suficiente -intervino Ka-bler, detrás de Nell-. Y no con excesiva delicadeza, por cierto.

Richard abrió los ojos como platos.

– ¿Kabler? ¿Qué demonios hace usted aquí?

Kabler le ignoró. Miraba a Nell fijamente.

– ¿Se encuentra usted bien, señora Calder?

No se encontraba bien. No estaba segura de que se vol-viera a encontrar bien nunca más.

– Yo no le creía, Kabler.

Richard no podía apartar los ojos de aquel rostro:

– ¿Nell?

– Creo que es mejor que entremos -repuso Kabler.

Richard se hizo a un lado, sin dejar de mirarla.

– Kabler me dijo que te habían hecho cirugía estética, pero… Es increíble… Estás espléndida.

Nell casi suelta una risotada histérica. ¿Es que a Richard sólo se le ocurría pensar en cómo había cambiado su apa-riencia?

Kabler dio un leve empujoncito a Nell y la hizo pasar.

– Es mejor que no nos quedemos en el porche. La pri-mera norma del programa de protección de testigos es no atraer la atención.

Nadine sonrió forzadamente:

– Pasemos al salón. -Les condujo desde el recibidor has-ta una sala, a la cual se accedía cruzando una arcada, y que parecía sacada de una novela de Edith Wharton, llena de plantas, mimbre y madera oscura. Hizo un gesto con la mano, señalando el sofá, cubierto de cojines tapizados-: Siéntate, Nell.

Nadine estaba en casa, y tan bonita y segura de sí misma como Nell la recordaba.

– ¿Por qué, Nadine? -repitió.

– Le quiero. Cuando me llamó, vine a su lado -repuso Nadine, simplemente-. Yo no quería que ocurriera. Tú me gustabas, me caías bien. Nadie quería hacerte daño.

Nell se humedeció los labios, completamente secos.

– ¿Desde cuándo…?

– Hemos sido amantes durante más de dos años.

Dos años. Richard se había estado acostando con Nadi-ne durante tanto tiempo, y ella no lo había sospechado nunca. Qué listo había sido. O, quizá, qué estúpida había sido ella.

– ¿Por qué la ha traído aquí, Kabler? -preguntó Richard-. Dijo que ella nunca lo sabría. Dijo que nadie lo sa-bría jamás.

– Tenía que darle una prueba definitiva. Estaba a punto de meterse en graves problemas. Y pensé que ya había teni-do bastantes.

– ¿Y qué hay de mí? -insistió Richard-. ¿Qué pasará si ella se lo cuenta a alguien?

– Tengo serias dudas de que Nell quiera confiarles nada a los que mataron a su hija… ¿Tú qué crees?

Richard se puso rojo.

– No, creo que no -murmuró-. Pero no debería haberla traído.

– No entiendo nada de nada -espetó bruscamente Nell-. Cuénteme de qué va todo esto, Kabler.

– El ataque de Medas estaba dirigido contra su marido -aclaró Kabler-. Él estuvo blanqueando dinero de Gardeaux a través de su banco durante algún tiempo. Cuando le surgió la oportunidad de asociarse con Kavinski, le dijo a Gardeaux que ya no quería tener más tratos con él. No fue muy inteligente por su parte. Nadie cesa los tratos con Gar-deaux hasta que él mismo así lo dispone. Gardeaux le nece-sitaba, y decidió hacerle llegar una advertencia.

– ¿Qué advertencia?

– La muerte de su esposa. Usted, Nell, era el principal objetivo.

– ¿Iban a matarme a mí para castigarle a él?

– Es una práctica bastante común en esos círculos.

– ¿Y Jill? -preguntó Nell con rabia-, ¿Querían matar también a Jill?

– No lo sabemos. Creemos que no. Es posible que Maritz tomara esa decisión por sí mismo. Es un psicópata.

Es un psicópata. Sigue y sigue. No puedes detenerle. El espantapájaros.

– Si el objetivo era yo, ¿por qué dispararon contra Ri-chard…? -De repente, lo vio claro- No le dispararon, ¿ver-dad? Fue un montaje.

Kabler asintió.

– Unas horas antes de la fiesta, pudimos verificar la infor-mación que habíamos recibido: el objetivo era Nell Calder.-Hizo una pausa-. Pero también se añadía, al final, que Richard Calder también debía caer. Parece ser que Gardeaux ha-bía descubierto por qué Richard les ofrecía un tanto por cien-to de interés muy elevado por el dinero que blanqueaba. Se quedaba una parte y lo enviaba a una cuenta suiza. No pude hacer mucho más que enviar unos cuantos hombres a la isla.

– Entonces, ¿por qué no estaban allí para salvar a Jill? -le espetó Nell, toda resentimiento-. ¿Por qué no estaba usted mismo allí?

Richard sonrió, burlón.

– Sí, dígaselo. Que sepa cuáles eran sus prioridades. -Se volvió hacia Nell-. Ésa es la razón por la cual estás aquí. Ése es el motivo por el que Kabler parece estar tan preocupado por ti. Tenían órdenes de ponerse en contacto conmigo an-tes que nada. De ofrecerme un trato. Salvar el pellejo y tener una nueva vida, a cambio de testificar contra Gardeaux cuando llegara el momento.

– Pensé que teníamos tiempo -le explicó Kabler a Nell-. Pensé que usted estaría en el salón, con todos los demás. Le asigné a un hombre que la protegiera.

– Pero su principal prioridad era cazar a Gardeaux -pun-tualizó Richard-. Incluso tenía un plan. Había enviado a un médico con sus hombres, como si fuera un invitado más. Se suponía que yo debía sufrir un ataque al corazón y ser tras-ladado rápidamente fuera de la isla. -Richard esbozó una agria mueca-. Pero le salió el tiro por la culata, ¿verdad?

– Pudimos sacarte de allí -replicó Kabler.

– Y enviarme a este pueblucho. Yo quería irme a Nueva York.

– No era un lugar seguro.

– Me prometió un rostro nuevo. Eso habría garantizado mi segundad.

– Todo a su tiempo.

– Ya han pasado casi seis meses, maldita sea.

– Cállate, Calder. -Kabler se dirigió a Nell-: ¿Ya ha oído bastante?

Demasiado. Mentiras. Engaños. Traición.

Hizo el ademán de marcharse.

– Nell -Richard la agarró del brazo, deteniéndola-, ya sé que todo esto te ha desorientado, pero es de vital importan-cia que nadie sepa que estoy aquí.

El le sonreía. Esa misma sonrisa encantadora y juvenil que le había abierto tantas puertas a lo largo de su vida.

– Suéltame.

– Yo también quería a Jill -dijo Richard suavemente-. Sabes que jamás habría hecho nada que pudiera lastimarla. O a ti.

– Suéltame.

– Antes, prométeme que guardarás silencio. Sabes que tengo razón. Es sólo que…

– Por el amor de Dios, suéltala y deja que se vaya, Ri-chard -explotó Nadine.

– Cállate -repuso Richard sin apartar los ojos de Nell-. Este asunto es entre nosotros dos. No es culpa mía que ma-taran a Jill. Yo estaba abajo, en el salón. No estaba allí para protegerla. Pero tú sí, Nell.

Nell se puso tensa, y le miró, incrédula. Estaba inten-tando utilizar el sentimiento de culpabilidad para manipu-larla. ¿Y por qué no?, pensó amargamente. Lo había hecho siempre, desde que se casaron.

– Hijo de puta.

Richard enrojeció, pero no le soltó el brazo.

– Tan sólo quería salir adelante. Quería más. Siempre cuidé de ti y de Jill.

– Suéltame -repitió Nell entre dientes.

– Tú sabes que yo…

Le dio un puñetazo en el estómago y, mientras Richard se doblaba en dos, le golpeó en la nuca. Él cayó de bruces al suelo, y ella se le echó encima. Todo había empezado por su culpa. Él había sido el primer eslabón de la cadena que ha-bía llevado a Jill a la muerte. Un golpe con el puño cerrado, uno sólo, pero muy certero, y Richard estaría muerto. Nell levantó el brazo. Un solo golpe y…

– No. -Kabler la detuvo y la obligó a ponerse en pie-. Usted no quiere hacer eso, Nell.

– Desde luego que quiero -repuso ella, intentando sol-tarse.

– De acuerdo, pero yo no puedo permitirlo. Necesito a mi testigo. -Kabler esbozó una amarga sonrisa-: Aunque confieso que yo haría lo mismo.

La sujetaba firmemente, pero Nicholas le había enseña-do el modo de librarse de la mayoría de inmovilizaciones. Conocía distintas técnicas, pero ponerlas en práctica signifi-caba herir a Kabler, y Kabler no se lo merecía. No; él inten-taba ayudarla. Nell respiró profundamente.

– Ya puede soltarme. No voy a hacerle nada… al menos, por ahora.

Kabler la soltó de inmediato.

Richard se incorporó, aturdido, con las manos sobre su dolorido abdomen.

– ¿Qué demonios te ha pasado, Nell?

– Lo que me ha pasado eres tú. Tú y Maritz y… -Giró sobre sus talones-. Si lo quiere sano y salvo, Kabler, será mejor que me saque de aquí.

– No es precisamente lo que quiero, pero sí lo que debo hacer. Si dependiera de mí, le atropellaría con un camión. -La cogió del brazo e intentó llevarla hacia la salida.

Nell se soltó y volvió a girarse hacia Richard.

– Sólo quiero saber una cosa más. ¿Por qué te casaste conmigo?

Richard sonrió desagradablemente.

– ¿Por qué crees tú que lo hice? ¿Crees que me hubiera casado con una insignificante y vulgar personita que había sido suficientemente estúpida para dejar que la preñaran? Tu padre me ofreció una bonita suma y una inmejorable carta de presentación dirigida a Martin Brenden.

Richard estaba convencido de que había encontrado la manera de herirla. No se daba cuenta de que sus palabras, en realidad, tan sólo estaban cortando el frágil hilo que todavía los unía. Nell ya era libre.

– No hay ninguna necesidad de que le digas eso -intervi-no Nadine, mientras lo ayudaba a ponerse en pie-. A veces, eres un auténtico cabrón, Richard.

Kabler guió a Nell, con delicadeza, hasta la entrada.

– Siento haber tenido que enfrentarla a esto -le dijo, mientras abría la puerta y le cedía el paso-, pero no veía otro modo de demostrarle que Tanek le estaba mintiendo.

– ¿Él estaba al corriente de todo esto?

– Nigel Simpson le facilitó la información.

– ¿Cómo puede usted estar tan seguro?

– Reardon estuvo en Atenas, haciendo preguntas al mé-dico que había certificado la defunción de Richard, en Medas. Y ha seguido investigando, intentando descubrir dónde escondemos a Calder.

– ¿Nicholas sabía que estaba vivo y me lo ocultó?

– Ya le dije, Nell, que cuando se entra en este círculo, to-dos son iguales. -Miró hacia la casa mientras llegaban al co-che-. Ha estado usted realmente impresionante, ¿sabe? ¿Se lo ha enseñado Tanek?

Nell a duras penas oyó la pregunta.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– Supongo que los planes que tenía para usted no in-cluían que una minucia como un difunto marido que vuelve a la vida la distrajeran.

Volvía a insistir en que Tanek pensaba utilizarla como señuelo. Por primera vez, Nell se preguntó si no tendría ra-zón. Nicholas era muy listo. ¿Sería posible que la estuviera manipulando, haciéndole creer que, en realidad, era ella la que controlaba la situación? Nell no se consideraba tan es-túpida, pero…

Luego. Estaba demasiado conmocionada e influida por la rabia para pensar con claridad.

– ¿Puedo confiar en que guardará usted silencio? -le pre-guntó Kabler-. Me estoy jugando el puesto trayéndola aquí. No le enviará un anónimo a Gardeaux diciéndole dónde puede encontrar a Calder, ¿verdad?

– ¿Qué es lo que le hace pensar que Gardeaux sabe que Richard está vivo?

– Reardon no es el único que ha estado haciendo pre-guntas por ahí, y Simpson no consiguió la información a través de nosotros.

Nell sintió otra oleada de rabia intensa.

– No le prometo que no vaya a matar a ese bastardo yo misma.

– Me lo temía. -Suspiró Kabler-. Y eso significa que voy a tener que trasladar a Calder a otro…

– ¿Estás lista para irnos?

Nell se volvió, y vio a Nicholas, avanzando hacia ella.

– Quería una prueba definitiva de que Tanek sabía lo de Richard, ¿no? Pues ahí la tiene -murmuró Kabler-. Dema-siado tarde, Tanek. No creo que ella quiera irse de aquí si no es conmigo.

– Lo sabías -susurró Nell. Y fue en aquel preciso instan-te que ella se dio cuenta de cómo había deseado creer que Tanek no le hubiera mentido en esto también-. Lo sabías todo, y no me lo contaste.

– Pensaba contártelo, tarde o temprano.

– ¿Cuándo? ¿El año que viene? ¿O tal vez dentro de cin-co años?

– Cuando fuera seguro. -Se volvió hacia Kabler-. No había más remedio que traerla hasta aquí, ¿verdad? Aunque Richard Calder todavía sea un objetivo, ha tenido que ha-cerlo. Usted sabe que para cualquiera, y aún más para Nell, acercarse a Calder es un peligro.

– Richard está muy bien escondido aquí, en Bakersfíeld. Eres tú el que debería mantenerse alejado de la señora. Aho-ra, ella también lo sabe. No podrás utilizar…

Nell cayó de bruces al suelo, como si un puño gigante hubiera descargado sobre ella, con todas sus fuerzas, un tre-mendo golpe.

Nicholas también había sido derribado, pero ya se había incorporado, veloz como un rayo, y la estaba protegiendo con su cuerpo de los escombros que volaban sobre ellos.

¿De dónde salían?, se preguntó Nell, completamente aturdida. ¿Qué había pasado?

Entonces, por encima del hombro de Nicholas, vio la casa.

Lo que quedaba de ella. Sin ventanas. Sin porche. La fa-chada que daba al sur había volado por los aires, y la casa era ya, solamente, un montón de ruinas en llamas. Llamas enor-mes, devoradoras.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, incapaz de reaccionar ni de pensar en nada.

– Una bomba. -Kabler estaba de rodillas, tenía cortes en la cara. Sangraba. Cerró los puños con rabia mientras miraba, furioso e impotente, la casa-. Mierda. Lo han encontrado.

Hablaba de Richard. Richard estaba en aquella casa. Y ahora, estaba muerto. Y Nadine también.

Hacía tan sólo un momento que Nell había estado ha-blando con ellos, y ahora ambos habían muerto.

Casi no se dio cuenta de que Nicholas se había puesto en pie y la estaba ayudando a levantarse:

– Vamos. Hemos de salir de aquí.

Kabler también se levantó, despacio, con dificultad, con la mirada fija en aquel montón de ruinas.

– Malditos sean. Malditos sean.

Nicholas agarró a Nell del brazo y empezó a tirar de ella, calle abajo, hacia su coche.

– ¿Adonde demonios crees que vas? -le gritó Kabler.

– Lejos de aquí. ¿O es que tenemos que esperar a que vengan por ella también?

– Quizá no haya sido Gardeaux. Tanek, has aparecido en el momento oportuno. Quizás hayas sido tú mismo.

– Eso sería una buena solución, ¿verdad, Kabler? Así, nadie podría acusar a nadie de haber guiado a Gardeaux hasta el escondite de Richard Calder. -Sus miradas se cruzaron-. Pero no. No he sido yo, eso está claro. Ha sido un error traer a Nell hasta aquí. Probablemente, la vi-gilaban desde el momento en que apareció por casa de Lieber. No han tenido que hacer nada más que seguirla y colocar la bomba junto al suministro del gas mientras ahí dentro se mantenía una interesantísima conversación con Calder.

– No pueden habernos seguido hasta aquí. He dado or-den de discreción total sobre los destinos de todos los vue-los de la DEA.

– Querían a Calder. Si le ofreces a alguien suficiente di-nero, los secretos más confidenciales pueden hacerse públi-cos. ¿Estoy o no en lo cierto, Kabler?

Kabler abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró.

– Sí, estás en lo cierto. -De repente, parecía un hombre vencido, un anciano.

– Y ahora, ¿puedo irme ya, y llevarme a Nell del campo de batalla antes de que también la maten?

Kabler permaneció en silencio durante un largo minuto y después asintió:

– Llévatela. -Se volvió hacia Nell-. Tengo que hacer un control de los daños, pero ya me pondré en contacto con usted más adelante. Si es usted inteligente, no olvidará lo que ha visto hoy, y no dejará que él la utilice. -Echó una úl-tima mirada a la casa, totalmente envuelta en llamas-. O aca-bará como Richard.

– Yo la he mantenido con vida durante cinco meses -sentenció Nicholas, zanjando el tema. Luego, se llevó a Nell casi a rastras hacia el coche.

Empezaba a llegar gente de las otras casas de la vecin-dad, pudo constatar Nell, todavía aturdida. Una sirena au-llaba en la distancia.

Nicholas abrió la puerta del coche.

– Entra.

Ella dudó un instante y se volvió hacia Kabler.

Pero él ya no estaba mirando hacia ellos. Ni hacia la casa. Se encontraba junto a la puerta abierta de su coche, in-clinado sobre el volante y hablando enérgicamente por la radio.

Control de los daños, había dicho.

¿Qué se podía controlar, en aquel infierno? Richard y Nadine estaban muertos.

Entró en el coche, y Nicholas cerró la puerta de golpe.