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El viernes siguiente recibí otra llamada de Harry en el busca en la que me decía que comprobara nuestro BBS.
Había descubierto que el desconocido era realmente periodista: Franklin Bulfinch, jefe de la oficina en Tokio de la revista Forbes. Bulfinch era uno de los cinco hombres extranjeros que vivía en el complejo de apartamentos de Daikanyama en el que le había visto entrar; lo único que Harry había tenido que hacer era cotejar los nombres que había encontrado en la guía del distrito con los archivos principales de la Oficina de Inmigración. Allí se guardaba información sobre todos los extranjeros residentes en Japón, incluida la edad, el lugar de nacimiento, la dirección, el empleador, las huellas dactilares y una fotografía. Con esta información, Harry había conseguido determinar rápidamente que el resto de los extranjeros no encajaban con la descripción que les había dado. También había tenido el detalle de piratear y cargar en el servidor la foto de Bulfinch para que yo confirmara que estábamos hablando del mismo hombre. Así era.
Harry me había recomendado que echara un vistazo a forbes.com, donde se archivaban los artículos de Bulfinch. Me conecté al sitio y me pasé varias horas leyendo los escritos de Bulfinch sobre la sospecha de alianzas entre el Gobierno y la yakuza, sobre cómo el Partido Liberal Democrático emplea amenazas, sobornos e intimidación para controlar a la prensa, sobre el coste que toda esta corrupción tiene para el japonés medio.
Los artículos de Bulfinch, escritos en inglés, tenían poco impacto en Japón y era obvio que los medios de comunicación locales no se hacían eco de sus esfuerzos. Me imaginé que aquello debía de resultarle frustrante. Por otro lado, probablemente fuera el motivo por el que no me habían encargado que lo eliminara.
Supuse que Kawamura era una de las fuentes de Bulfinch, de ahí la presencia del periodista en el tren aquella mañana y el registro rápido que le efectuó a Kawamura. Sentí cierta admiración abstracta por su obstinación: su fuente sufre un infarto delante de él y lo único que hace es rebuscar el material en los bolsillos del hombre.
Alguien debió de descubrir aquella relación, imaginó que era demasiado arriesgado eliminar al jefe de una oficina extranjera y decidió cargarse a quien filtraba la información. Tenía que parecer natural porque, de lo contrario, echarían más madera al fuego de Bulfinch. Por eso me llamaron.
Pues muy bien. O sea, que no había habido equipo B. Me había equivocado con respecto a Benny. Podía dejarlo estar.
Consulté la hora. Todavía no eran las cinco. Si quería, podía llegar tranquilamente al Blue Note a las siete, hora en que empezaba la primera tanda del concierto.
Me gustaba su música y me agradaba su compañía. Era atractiva e intuía que yo le atraía. Una combinación apetecible.
«Ve -pensé-. Será divertido. ¿Quién sabe qué pasará después? Podría ser una buena noche. La química está ahí. Un rollo de una noche. Podría estar bien.»
Pero todo eso eran gilipolleces. No sabía qué pasaría después de la actuación, pero Midori no parecía de las que tienen rollos de una noche. Precisamente, ése era el motivo por el que quería verla y, precisamente también, por el que no podía.
«¿Qué te pasa? -pensé-. Tienes que llamar a alguna de tus amiguitas. Tal vez Keiko-chan, le gusta echarse unas risas. Una cena tardía, quizá en el pequeño restaurante italiano de Hibiya, un poco de vino, un hotel».
No obstante, en aquel momento la perspectiva de pasar una noche con Keiko-chan resultaba curiosamente deprimente. Tal vez mejor una sesión de ejercicio físico. Decidí encaminarme hacia el Kodokan, uno de los locales en los que practico judo.
El Kodokan, o «Escuela para estudiar el camino», fue fundado en 1882 por Jigoro Kano, el inventor del judo moderno. Kano, estudioso de varias escuelas de destreza en el manejo de la espada y el combate cuerpo a cuerpo, extrajo un nuevo sistema de lucha basado en el principio de la eficacia máxima en la aplicación de la energía mental y física. En términos generales, el judo es con respecto a la lucha occidental lo que el kárate es con respecto al boxeo. No es un sistema de puñetazos y patadas sino de derribos y forcejeos, que se distingue por un arsenal de llaves brutales y técnicas de estrangulación infalibles, todas las cuales tienen que emplearse con sumo cuidado en el local de entrenamiento. El significado literal de judo es «camino de la suavidad» o «camino apacible». Me pregunto qué opinaría Kano de mi interpretación.
En la actualidad, el Kodokan está situado en un edificio sorprendentemente moderno y anodino de ocho plantas en Bunkyo-ku, al suroeste del parque Ueno y a pocos kilómetros de mi barrio. Cogí el metro en Kasuga, la estación más cercana, me cambié en uno de los vestuarios, y subí las escaleras hacia el daidojo, la sala de entrenamiento principal, donde estaba de visita el equipo de la Universidad de Tokio. Después de practicar mi primer uke con facilidad y hacer que se rindiera con una estrangulación, todos se pusieron en fila para luchar con el guerrero avezado. Eran jóvenes y duros pero no tenían nada que hacer contra la experiencia y astucia que otorga la edad; al cabo de una media hora de randori ininterrumpido yo seguía siendo el que acababa encima, sobre todo en el trabajo de suelo.
Un par de veces, al volver a la posición de hajime después de un derribo, me fijé en un kurobi japonés, o cinturón negro, que hacía estiramientos en un rincón de los tapices. Llevaba el cinturón un tanto andrajoso y era más gris que negro, lo cual indicaba que hacía muchos años que lo llevaba. Era difícil calcular la edad que tenía. Tenía mucho pelo y bien negro pero en su rostro se dibujaban el tipo de líneas que relaciono con el paso del tiempo y cierta cantidad de experiencia. Pero se movía como una persona joven y se abría de piernas sin ningún problema. En varias ocasiones noté que estaba muy pendiente de mí aunque en realidad no le vi mirando en mi dirección.
Necesitaba un respiro y me disculpé ante los estudiantes universitarios que estaban en fila, esperando poder demostrar su valor conmigo. Me hacía sentir bien vencer a judokas que tenían la mitad de años que yo y me pregunté durante cuánto tiempo más sería capaz de hacerlo.
Me dirigí al lateral del tapiz y, mientras hacía estiramientos, observé al tipo del cinturón andrajoso. Estaba practicando las proyecciones de harai-goshi con uno de los estudiantes universitarios, un joven bajo y fornido con el pelo rapado. Le hizo un barrido tan fuerte que el joven hizo un par de gestos de dolor cuando sus torsos chocaron.
Terminó y le dio las gracias al joven y, a continuación, se acercó al lugar en que me encontraba realizando los estiramientos e hizo una reverencia.
– ¿Desea hacer una ronda de randori conmigo? -preguntó, en inglés con un leve acento.
Alcé la vista y noté una mirada muy intensa y la mandíbula cerrada, y su sonrisa no suavizó en nada ambos rasgos. No me había equivocado al pensar que me observaba, aunque no le hubiera pillado. ¿Había advertido la herencia caucásica en mis rasgos? Tal vez, y lo único que quería era hacer la prueba del gaijin, aunque, por mi experiencia, era un juego para los judokas más jóvenes que él. Y su inglés, o por lo menos la pronunciación, era excelente. Eso también resultaba extraño. Los japoneses que más ansiosos están de medir sus fuerzas con los extranjeros suelen ser los que menos experiencia han tenido con ellos, y su nivel de inglés suele reflejar esa falta de contacto.
– Kochira koso onegai shimasu -repuse. Será un placer. Me molestaba que se hubiera dirigido a mí en inglés, y seguí hablando japonés-. Nihongo wa dekimasu ka? -¿Habla japonés?
– Ei, mochiron. Nihonjin desu kara -respondió, indignado. Por supuesto que sí. Soy japonés.
– Kore wa shitsuri: shimasita. Watashi mo desu. Desu ga, hatsuon ga amari migoto datta no de… -Disculpe. Yo también. Pero tiene un acento tan perfecto que…
Se echó a reír.
– Usted también. Espero que su nivel de judo también esté a la altura. -Pero al seguir dirigiéndose a mí en inglés, evitaba tener que admitir la verdad de su cumplido.
Yo seguía molesto y también precavido. Hablo japonés como un nativo, igual que el inglés, por lo que intentar felicitarme por mi facilidad con alguno de estos idiomas resulta insultante. Además, quería saber por qué había dado por supuesto que yo hablaba inglés.
Encontramos un sitio libre en el tatami y nos hicimos una reverencia mutua, luego empezamos a movernos en círculo, buscando cada uno de nosotros un agarre ventajoso. Él estaba muy relajado y se movía con fluidez. Hice un amago con deashi-barai, un barrido al pie, con la intención de continuar con osoto-gari, pero él respondió al amago con un barrido por su parte y me derribó sobre el tapiz.
Maldita sea, qué rápido era. Me puse en pie, nos colocamos de nuevo en posición y esta vez describimos un círculo en sentido contrario. Los orificios nasales se le ensanchaban ligeramente al respirar, pero ésa era la única señal de esfuerzo.
Lo tenía bien agarrado por la manga derecha con la mano izquierda, los dedos bien aferrados a la tela. Una buena colocación para conseguir un ippon seonagi. Pero ya se lo esperaba. Para variar, le hice un barrido fuerte para sasae-tsuri-komi-goshi, girando en el agarre y tensándome para el derribo. Pero él había anticipado el movimiento y liberó las caderas antes de que le cortara el paso, bloqueándome la vía de escape con la pierna derecha. Perdí el equilibrio y me golpeó con fuerza con taiotoshi, me impulsó por encima de su pierna estirada y me dejó clavado en el tapiz.
Me derribó dos veces más en los cinco minutos siguientes. Era como luchar contra una cascada.
Me estaba cansando. Me situé frente a él y dije:
– Jaa, tsugi o saigo ni shimasho ka? -¿Hacemos uno más y lo dejamos?
– Ei, so shimasho -respondió, poniéndose alerta. De acuerdo.
«Muy bien, cabrón -pensé-. Tengo una sorpresita para ti. Vamos a ver qué te parece.»
Jugi-gatame, que significa «llave cruzada», es una llave de brazo que toma su nombre del ángulo de ataque. La ejecución clásica deja al atacante en perpendicular con respecto al contrincante, con ambos luchadores boca arriba, adoptando la forma de una cruz. Una permuta, aunque los clasicistas la llamarían «mutación», se denomina jugi-gatame volador, en el que el atacante lanza la llave directamente estando de pie. Como exige una entrega total y se tienen las mismas posibilidades de éxito que de fracaso, esta variación apenas se prueba, y no es muy conocida.
Si este tipo no estaba familiarizado con ella, estaba a punto de recibir una introducción.
Describí un círculo a la defensiva, jadeando para intentar parecer más cansado de lo que estaba. Conseguí librarme de sus intentos de agarre tres veces y le esquivé como si fuera reacio a entablar combate. Al final se frustró, mordió el anzuelo y acercó demasiado la mano izquierda para agarrarme la solapa derecha. En cuanto me agarró, le sujeté el brazo y eché la cabeza hacia atrás, lanzando las piernas hacia arriba como si fuera un saltador de trampolín. La cabeza me aterrizó entre sus pies, mi peso lo sacudió y se quedó medio agachado, con el pie derecho clavado en su axila izquierda, lo cual le hizo perder el equilibrio. Durante una fracción de segundo, antes de que se abalanzara sobre mí, vi la expresión de absoluta sorpresa en su rostro. Acto seguido nos encontramos en el tapiz y le atrapé el brazo y se lo retorcí contra el codo.
Dio una voltereta e intentó deshacerse de mí pero no podía. Tenía el brazo extendido al límite de su movimiento natural. Apliqué un poco más de presión pero se negó a someterse. Sabía que teníamos unos dos milímetros más antes de que el codo se le dislocara. Cuatro más y se le rompería el brazo.
– Maita ka -dije, inclinando la cabeza hacia delante para mirarlo. Ríndase. Estaba retorciéndose de dolor pero no me hizo ningún caso.
Es una tontería resistirse a una llave que retuerce el brazo.
– Maita ka -repetí con dureza. Pero él seguía resistiéndose.
Transcurrieron cinco segundos más. No pensaba soltarle sin que se rindiera pero no quería romperle el brazo. Me pregunté cuánto tiempo seríamos capaces de mantener aquella postura.
Al final me dio un golpecito en la pierna con la mano que tenía libre, la forma de rendición del judoka. Lo solté de inmediato y me aparté de él. Se dio la vuelta y se arrodilló con la postura seiza clásica, con la espalda recta y el brazo izquierdo estirado con rigidez por delante. Se estuvo frotando el codo varios segundos y me miró.
– Subarashikatta -dijo-. Excelente. Pediría la revancha pero no creo que el brazo me lo permita hoy.
– Tenía que haberse rendido antes -declaré-. No sirve de nada resistirse a una luxación de brazo. Mejor sobrevivir para luchar otro día.
Inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
– Mi orgullo estúpido, supongo.
– A mí tampoco me gusta rendirme. Pero ha ganado los primeros cuatro combates. Le cambio el palmarés. -Él seguía hablando en inglés y yo le respondía en japonés.
Me puse frente a él en seiza y nos dedicamos sendas reverencias. Cuando estuvimos erguidos, dijo:
– Gracias por la lección. Nunca había visto esa variación de jugi-gatame ejecutada con éxito en randori. La próxima vez no subestimaré los riesgos que está dispuesto a correr para obtener una rendición.
Eso ya lo sabía.
– ¿Dónde entrena? -le pregunté-. No le había visto por aquí.
– Entreno en un club privado -respondió-. Quizá podría venir algún día. Siempre buscamos al judoka de shibumi. -Shibumi es un concepto estético japonés. Es una especie de poder sutil, una autoridad fluida. En el sentido más estricto, intelectual, podría denominarse sabiduría.
– No estoy seguro de ser lo que buscan. ¿Dónde está su club?
– En Tokio -repuso-. Dudo que haya oído hablar de él. En términos generales, mi… club no está abierto a los extranjeros. -Rectificó enseguida-: Pero, por supuesto, usted es japonés.
Probablemente tendría que haber pasado por alto el comentario.
– Sí. Pero usted me ha abordado en inglés.
Guardó silencio.
– Tiene unos rasgos fundamentalmente japoneses, si me permite decirlo. Me pareció detectar cierto indicio caucásico y quería asegurarme. Suelo fijarme mucho en esas cosas. Si me hubiera equivocado, usted no me habría entendido y me habría quedado claro.
«La prueba de fuego», pensé. Disparar a la arboleda, si alguien devuelve el disparo, ya sabes que hay alguien.
– ¿Eso le satisface? -pregunté, controlando mi fastidio de forma consciente.
Por un momento, me pareció que se había incomodado, pero entonces habló.
– ¿Le importa si le hablo con sinceridad?
– ¿No es lo que ha hecho hasta ahora?
Sonrió.
– Usted es japonés, pero americano también, ¿verdad?
Adopté una expresión cuidadosamente neutral.
– De todos modos, creo que comprende. Sé que los americanos admiran la franqueza. Es una de sus características desagradables, y más teniendo en cuenta que se felicitan por ella de forma constante. ¡Y ese rasgo desagradable también se me está pegando! ¿Se da cuenta de la amenaza que América supone para el reino nipón?
Le observé mientras me preguntaba si era un chiflado de derechas. De vez en cuando uno se los encuentra, se precian de aborrecer a América pero no logran evitar sentirse fascinados por ella.
– ¿Los americanos… provocan demasiadas conversaciones francas? -pregunté.
– Sé que se está haciendo el gracioso, pero en cierto sentido, sí, los americanos son misioneros, igual que los cristianos que vinieron a Kyushu a convertirnos hace quinientos años. Sólo que ahora no quieren hacer proselitismo del cristianismo sino del modo de vida americano, que es la religión secular oficial de América. La franqueza no es más que un aspecto, relativamente trivial.
¿Por qué no divertirse?
– ¿Considera que le están convirtiendo?
– Por supuesto. Los americanos creen en dos cosas: primera, a pesar de la experiencia cotidiana y del sentido común, que «todos los hombres han sido creados iguales», y la segunda es que la confianza absoluta en el mercado es la mejor forma que una sociedad tiene para poner en orden sus asuntos. América siempre ha necesitado tales nociones trascendentales para unir a sus ciudadanos, que proceden de distintas culturas de todo el mundo. Y así los americanos se sienten impulsados a demostrar la universalidad de estas ideas, y por tanto su validez, convirtiendo de forma agresiva otras culturas a la suya. En un contexto religioso, este comportamiento equivaldría al del misionero en cuanto a origen y efecto.
– Es una teoría interesante -reconocí-. Pero el tener un punto de vista agresivo hacia otras culturas nunca ha sido un monopolio exclusivo de América. ¿Cómo explica la historia colonial japonesa en Corea y China? ¿Intentos por salvar a Asia de la tiranía de las fuerzas del mercado occidental?
Sonrió.
– Se está burlando otra vez, pero su explicación no se aleja demasiado de la realidad. Porque las fuerzas del mercado, la competencia, son las que impulsaron a Japón en sus conquistas imperiales. Las naciones occidentales ya habían conseguido sus concesiones en China, América ya había institucionalizado el saqueo de Asia con la «Puerta Abierta». ¿Qué otra opción teníamos aparte de tener nuestras propias concesiones, por si Occidente nos rodeaba y obtenía el monopolio de nuestros suministros de materia prima?
– Dígame la verdad -le dije, fascinado a mi pesar-. ¿Realmente se cree todo esto? ¿Que los japoneses nunca quisieron la guerra, que Occidente lo provocó todo? Porque los japoneses lanzaron sus primeras campañas contra Corea con Hideyoshi hace más de cuatrocientos años. ¿Cómo es posible que Occidente provocara eso?
Me miró de hito en hito y se inclinó hacia delante, tenía los pulgares enganchados en su obi, los dedos del pie le aguantaban el peso.
– No me está entendiendo bien. La conquista japonesa de la primera mitad de este siglo fue una reacción a la agresión occidental. En épocas anteriores hubo otras causas, incluso tan innobles como el ansia de poder y saqueo. La guerra forma parte de la naturaleza humana, y nosotros los japoneses somos humanos, ne? Pero nunca hemos luchado, y está claro que nunca hemos fabricado armas de destrucción masiva para convencer al mundo de la rectitud de una idea. Eso ya lo hizo América y su gemelo bastardo, el comunismo.
Se inclinó más hacia mí.
– La guerra siempre ha formado parte del mundo y siempre la formará. Pero ¿unas cruzadas intelectuales? ¿Con batallas libradas a escala global, respaldadas por economías industriales modernas, con la amenaza de un auto de fe nuclear para los infieles? Eso sólo lo ofrece América.
Bueno, aquello confirmaba el diagnóstico de chiflado de derechas.
– Le agradezco que me hable con franqueza -dije haciendo una ligera reverencia-. Ii benkyo ni narimashita. -Ha sido muy instructivo.
Me devolvió la reverencia y empezó a retirarse.
– Kochira koso. -Lo mismo digo. Sonrió, de nuevo con cierta incomodidad-. Tal vez nos volvamos a ver.
Le observé mientras se marchaba. Luego me dirigí a uno de los habituales, un veterano llamado Yamaishi, y le pregunté si había visto alguna vez al tipo que justo en ese instante se estaba marchando del tatami.
– Shiranai -dijo encogiéndose de hombros-. Amari shiranai kao da. Da kedo, sugoku tsuyoku na. Kandori, mita yo. -No le conozco. Pero tiene un nivel de judo muy bueno. Les he visto luchando.
Quería calmarme antes de ducharme por lo que bajé a un dojo vacío de la quinta planta. Dejé las luces apagadas al entrar. Aquella sala era mejor cuando sólo recibía la iluminación del parque de atracciones de Korakuen, que centelleaba y bullía al lado. Hice una reverencia ante la foto de Kano Jigoro, situada en la pared del fondo, y luego practiqué unas caídas ukemi hasta llegar al centro de la sala.
De pie en la tranquila penumbra, miré hacia Korakuen. A lo lejos se oían las montañas rusas ascendiendo traqueteantes hacia su apogeo, luego el silencio suspendido, y a continuación el rugido de la caída y las risas histéricas de los pasajeros, aunque el viento se llevaba sus gritos.
Hice estiramientos en el centro de la sala. Mi uniforme, el judogi, estaba húmedo contra la piel. Había ido al Kodokan porque es el mejor sitio para practicar judo pero, al igual que el barrio de Sengoku, el lugar significa mucho más para mí ahora que al comienzo. Aquí he visto cosas: un viejo veterano entrecano que lleva practicando judo todos los días desde hace medio siglo enseñando con paciencia a un niño con un gi demasiado grande que la colocación adecuada de la pierna para hacer la estrangulación de samkakujime es formando un ligero ángulo, no justo detrás, con respecto al contrincante; un joven sandan, tercer Dan negro, que dejó su Irán natal para practicar en el Kudokan hace cuatro años, y desde entonces apenas se ha perdido un solo día de entrenamiento, realiza el osoto-gari con unas repeticiones tan precisas y potentes que sus movimientos se acaban pareciendo a una gran fuerza de la naturaleza, al movimiento de las mareas, quizá, el bailarín convirtiéndose en baile; cómo un joven estudiante llora en silencio después de que le corten el paso en un partido mientras el público ovaciona al equipo contrario sin fijarse en sus lágrimas circunspectas.
La montaña rusa realizaba el típico sonido de carraca mientras las últimas luces se difuminaban en el cielo. Eran más de las siete, demasiado tarde para llegar al Blue Note. Daba igual.