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Accedí a una zona de aparcamiento situada frente a la entrada. Acercándome por detrás del perímetro de luz que surgía del interior, la vi esperando un ascensor situado a su derecha. Desde mi posición vi que las puertas se abrieron cuando llegó el ascensor pero no la vi en el interior. Entonces entró y las puertas se cerraron.
No daba la impresión de que alguien merodeara por allí. A no ser que la esperaran en el apartamento o cerca, esa noche estaría segura.
Extraje la unidad de Harry y activé el teléfono de ella para oírlo por mi teléfono móvil. Silencio.
Al cabo de un minuto oí el cerrojo de la puerta, luego que se abría y cerraba. Pasos amortiguados. Luego el sonido de más pasos, de más de una persona.
Un grito ahogado.
Acto seguido, una voz masculina.
– Escuche. Escuche atentamente. No tenga miedo. Sentimos que se haya asustado. Estamos investigando un asunto de seguridad nacional. Tenemos que actuar con gran cautela. Entiéndalo, por favor.
La voz de Midori, poco más que un susurro.
– Enséñenme… enséñenme la identificación.
– No tenemos tiempo para eso. Tenemos que hacerle unas preguntas y luego nos marcharemos.
– Muéstrenme su identificación -la oí decir con voz más fuerte- o voy a empezar a hacer ruido. Y las paredes de este edificio son muy, pero que muy finas. Probablemente ahora ya me hayan oído.
El corazón me dio un vuelco. Aquella mujer tenía instinto y agallas.
– Nada de ruidos, por favor -fue la respuesta. Luego la reverberación de un buen bofetón.
Le estaban dando una paliza. Tendría que actuar.
Oí su respiración, entrecortada.
– ¿Qué coño quieren?
– Su padre llevaba algo encima cuando murió. Ahora lo tiene usted. Lo necesitamos.
– No sé de qué están hablando.
Otro bofetón. Mierda.
No podía entrar en el edificio sin llave. Aunque alguien entrara o saliera en ese preciso instante de forma que yo pudiera introducirme en el edificio, nunca conseguiría llegar hasta su apartamento para ayudarla. Quizá pudiera derribar la puerta de una patada. Y tal vez hubiera cuatro tipos armados a tres metros que me abatirían a tiros antes de estar en el interior.
Corté la conexión con la unidad e introduje su número en el móvil. Su teléfono sonó tres veces y luego saltó el contestador automático.
Colgué y repetí el procedimiento mediante la tecla de rellamada, una y otra vez. Una y otra vez.
Quería ponerlos nerviosos, darles que pensar. Si alguien intentaba comunicar con ella las veces suficientes, quizá la dejaran responder para disipar posibles sospechas.
Al quinto intento contestó.
– Moshi moshi -dijo ella con voz vacilante.
– Midori, soy John. Ya sé que no puedes hablar. Sé que hay unos hombres en tu apartamento. Dime: «No hay ningún hombre en mi apartamento, abuela».
– ¿Qué?
– Que digas que no hay ningún hombre en tu apartamento, abuela.
– No hay… No hay ningún hombre en mi apartamento, abuela.
– Buena chica. Ahora di: «No, no quiero que vengas ahora. Aquí no hay nadie».
– No, no quiero que vengas ahora. Aquí no hay nadie.
Esos hombres empezarían a tener ganas de marcharse del apartamento.
– Muy bien. Sigue discutiendo con tu abuela, ¿vale? Esos hombres no son la policía; ya lo sabes. Puedo ayudarte, pero sólo si salen de tu apartamento. Diles que tu padre llevaba unos papeles cuando murió pero que están escondidos en su apartamento. Diles que les llevarás allí y se los enseñarás. Diles que no puedes describirles el escondrijo; está en un sitio de la pared y tendrás que enseñárselo. ¿Lo entiendes?
– Abuela, te preocupas demasiado.
– Esperaré fuera -dije y corté la conexión.
«¿Qué dirección es probable que tomen?», pensé en un intento por decidir dónde tenderles una emboscada. Pero justo entonces, una anciana, doblada por la cintura por culpa de haber pasado la infancia desnutrida y trabajando en los arrozales, salió del ascensor para bajar la basura. Las puertas electrónicas se abrieron para que saliera del edificio y aproveché para entrar.
Sabía que Midori vivía en la tercera planta. Subí la escalera a toda velocidad y me paré en la parte exterior de la entrada de su planta, aguzando el oído. Al cabo de medio minuto de silencio, oí el sonido de una puerta que se abría desde algún punto del pasillo.
Entreabrí la puerta, extraje el llavero y coloque el espejo dental abierto por entre la abertura hasta que conseguí ver el pasillo largo y estrecho. Un japonés salía de un apartamento. Miró a izquierda y derecha y asintió. Al cabo de un momento Midori salió, seguida de cerca de otro japonés. El segundo la agarraba por el hombro sin mucha delicadeza.
El que iba delante comprobó que no había nadie en todo el pasillo y entonces se dirigieron hacia donde yo estaba. Retiré el espejo. En la pared había un extintor del tipo C02, lo agarré y me situé a la derecha de la puerta, hacia el lado por el que se abría. Extraje la anilla y apunté la boquilla hacia arriba.
Transcurrieron dos segundos, luego cinco. Oí sus pasos acercándose, los oí justo al otro lado de la puerta.
Respiraba de forma superficial por la boca, tenía los dedos tensos alrededor del gatillo del extintor.
Durante una fracción de segundo, en mi imaginación, vi que la puerta empezaba a abrirse, pero no. Habían pasado de largo, camino de los ascensores.
Maldita sea. Pensé que irían por las escaleras. Volví a abrir la puerta y coloqué el espejo ajustando el ángulo hasta que los vi. Midori iba entre ellos dos y el tipo que tenía detrás le sostenía algo contra la espalda. Supuse que se trataba de una pistola, pero podía tratarse de un cuchillo.
No podía seguirles desde allí con la esperanza de sorprenderles. No podría reducir esa distancia antes de que me oyeran venir y, si iban armados, mis posibilidades iban de pocas a nulas.
Me giré y bajé las escaleras a toda velocidad. Cuando llegué a la primera planta atravesé el vestíbulo y me paré detrás de una columna junto a la cual tendrían que pasar al salir del ascensor. Me apuntalé el extintor contra la cintura y coloqué el espejo pasada la esquina de la columna.
Aparecieron al cabo de medio minuto, agrupados en el tipo de formación que se aprende a evitar el primer día de adiestramiento en las Fuerzas Especiales porque deja vulnerable a todo el equipo en caso de emboscada o mina. Estaba claro que temían que Midori intentara echar a correr.
Volví a introducirme el espejo y el llavero en el bolsillo mientras escuchaba sus pasos. Cuando estaban apenas a unos centímetros de distancia proferí un kiyai de guerrero y salí de un salto, apretando el disparador y apuntando a la altura de la cara.
No pasó nada. El extintor hipó y luego emitió un silbido decepcionante. Eso fue todo.
El tipo que iba en cabeza se quedó boquiabierto y empezó a rebuscar algo en el abrigo. Pensando que me movía a cámara lenta, convencido de que actuaría un segundo tarde, levanté el culo del extintor. Vi que sacaba la mano y que tenía un revólver de cañón corto. Me planté delante con contundencia y le clavé el extintor en la cara como si fuera un ariete, empujando con todo el cuerpo. Escuché un ruido sordo que me satisfizo y se cayó encima de Midori y del tipo que iba detrás; el arma sonó al caer al suelo.
El segundo tipo tropezó hacia atrás y se separó de Midori, haciendo el molinillo con el brazo izquierdo. Llevaba una pistola en la otra mano e intentaba mantenerla delante de él.
Lancé el extintor como si fuera un misil y le di de pleno. Se desplomó y me coloqué encima de él enseguida, agarré la pistola y se la arranqué de la mano. Antes de que pudiera levantar las manos para protegerse, le di con la culata en el mastoides, detrás de la oreja. Se oyó un fuerte crujido y se quedó inerte.
Me giré y levanté la pistola, pero su amigo no se movía. Tenía la cara como si acabara de chocar contra un mástil.
Me volví hacia Midori justo a tiempo de ver a un tercer matón saliendo del ascensor, donde debía de estar apostado desde el comienzo. Sujetó a Midori por el cuello desde atrás con la mano izquierda, intentando usarla como escudo, mientras se llevaba la mano derecha al bolsillo de la chaqueta en busca de un arma. Pero antes de que la sacara, Midori hizo un giro en el sentido contrario al de las agujas del reloj, le agarró la muñeca izquierda y le retorció el brazo hacia fuera y hacia atrás con una típica llave san-kyo de aikido. Su reacción puso de manifiesto que estaba preparado: lanzó el cuerpo en dirección a la llave para evitar que se le rompiera el brazo y aterrizó con una caída suave de ukemi. No obstante, antes de que pudiera recuperarse cubrí la distancia y le propiné una patada estilo gol de campo en la cabeza con la fuerza suficiente como para que levantara todo el cuerpo del suelo.
Midori me estaba mirando con los ojos bien abiertos y jadeando.
– Daijoubu? -pregunté mientras la tomaba del brazo-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?
Negó con la cabeza.
– Me dijeron que eran de la policía pero sabía que no: no querían enseñarme la identificación. ¿Por qué me esperaban en el apartamento? ¿Quiénes son? ¿Cómo sabías que estaban aquí?
La sujeté por el brazo y empezamos a caminar por el vestíbulo en dirección a las puertas de cristal mientras escudriñaba todos los rincones en busca de señales de peligro.
– Los vi en el Blue Note -dije, apretándole más el brazo para que caminara más rápido-. Cuando me di cuenta de que no nos habían seguido, pensé que quizá te estuvieran esperando en el apartamento. Entonces llamé.
– ¿Que los viste en el Blue Note? ¿Quiénes son? ¿Quién demonios eres?
– Soy alguien que ha tropezado con algo muy malo y que quiere protegerte de ello. Te lo contaré más tarde. Ahora mismo tenemos que llevarte a un lugar seguro.
– ¿Seguro? ¿Contigo? -Se detuvo frente a las puertas de cristal y se giró para mirar a los tres hombres, sus rostros convertidos en máscaras ensangrentadas, y luego me miró.
– Te lo contaré todo pero ahora no. Por ahora lo único que importa es que estás en peligro y no puedo ayudarte si no me crees. Permíteme que te lleve a un lugar seguro y te cuente de qué va todo esto, ¿de acuerdo? -Las puertas se abrieron, dado que un ojo infrarrojo había detectado nuestra proximidad.
– ¿Adónde?
– A algún lugar en el que nadie vaya a buscarte ni a esperarte. Un hotel, algo así.
El matón al que había propinado la patada gimió y empezó a levantarse poniéndose a cuatro patas. Me acerqué a él, le propiné otra patada en la cara y volvió a desplomarse.
– Midori, no tenemos tiempo de hablar de esto aquí. Tendrás que creerme, por favor.
Las puertas se cerraron.
Quería registrar a los hombres que estaban en el suelo para ver si encontraba la manera de identificarlos, pero no podía hacer eso y alejar a Midori de allí a la vez.
– ¿Cómo sé que puedo creerte? -preguntó ella, pero estaba moviéndose otra vez. Las puertas se abrieron.
– Confía en tu instinto, es lo único que puedo decirte. Te indicará lo que está bien.
Cruzamos el umbral de la puerta y gracias al ángulo de visión más amplio que me proporcionaba nuestra nueva posición fui capaz de ver a un japonés rechoncho y feo a unos cinco metros hacia la izquierda. Tenía la nariz en zigzag, debía de habérsela roto tantas veces que debió de dejar de arreglársela. Había observado toda la escena transcurrida en el vestíbulo y no parecía saber qué hacer. Algo de su postura, de su aspecto, me decía que no era un civil. Probablemente estuviera compinchado con los tres que yacían en el suelo.
Conduje a Midori hacia la derecha, alejándola del campo de visión del tipo de la nariz chafada.
– ¿Cómo sabías… cómo sabías que había unos hombres en mi apartamento? -preguntó-. ¿Cómo sabías lo que estaba pasando?
– Lo sabía y ya está, ¿entendido? -respondí, girando la cabeza por si veía algún peligro mientras andábamos-. Midori, si estuviera en el bando de esa gente, ¿qué ganaría con toda esta farsa? Te tenían exactamente donde querían. Por favor, déjame ayudarte. No quiero que te hagan daño. Es el único motivo por el que estoy aquí.
Vi al tipo de la nariz chafada entrar mientras nos alejábamos de la escena, supuse que para ayudar a sus compañeros caídos.
Si habían planeado llevarla a algún sitio seguramente tendrían coche. Miré a mi alrededor pero había demasiados vehículos estacionados en la zona como para distinguir el de ellos.
– ¿Dijeron adónde iban a llevarte? -inquirí-. ¿Con quién estaban?
– No -respondió-. Ya te he contado que lo único que dijeron es que eran de la policía.
– De acuerdo, entiendo. -¿Dónde demonios estaba su coche? Quizá hubiera más hombres por ahí.
«Bueno, vamos, sigamos andando, si quieren cazarte tendrán que aparecer.»
Cruzamos la oscura zona de aparcamiento del edificio situado enfrente del de Midori y salimos a Omotesando-dori, donde tomamos un taxi. Le dije al conductor que nos llevara a los grandes almacenes Seibu, en Shibuya. Fui mirando por las ventanillas mientras circulábamos. Había pocos coches en la calle y no daba la impresión de que ninguno nos siguiera.
Lo que tenía en mente era un hotel del amor. El hotel del amor es una institución japonesa, nacida como consecuencia de la escasez de viviendas del país. Dado que las familias, a veces numerosas, viven en pequeños apartamentos, papá y mamá necesitan algún sitio donde estar a solas. De ahí el rabu hoteru, un establecimiento con tarifas para un «descanso» o una «estancia», una recepción famosa por su discreción, donde no se exige tarjeta de crédito para registrarse y lo normal es utilizar nombres falsos. Algunos son de auténtico lujo, con habitaciones temáticas con baños romanos y decorados americanos, como lo que se tendría si se convirtiese el Epcot Center de Disney en un burdel.
Aparte de la escasez de vivienda en Japón los hoteles surgieron porque invitar a un desconocido a tu casa suele ser un acto más íntimo en Japón que en EEUU. Hay muchas mujeres japonesas que dejan entrar a un hombre en su cuerpo antes de dejarle entrar en su apartamento, y los hoteles también cubren este segmento de mercado.
La gente contra la que nos enfrentábamos no era estúpida, por supuesto. Podrían deducir que un hotel del amor sería un lugar seguro y conveniente. Eso sería lo que yo pensaría si estuviese en su lugar. Pero dado que hay unos diez mil rabu hoteru en Tokio, les costaría bastante localizarnos.
Salimos del taxi y caminamos a Sibuya 2-chome, que está repleto de pequeños hoteles del amor. Elegí uno al azar y le dijimos a la mujer mayor de la recepción que queríamos una habitación con baño, para un yasumi, una estancia, no sólo un descanso. Coloqué el dinero sobre la mesa, ella introdujo la mano bajo el mostrador y nos tendió una llave.
Tomamos el ascensor a la quinta planta y encontramos nuestra habitación al final de un pasillo corto. Abrí la puerta y Midori entró primero. La seguí al interior y cerré la puerta con llave detrás de mí. Dejamos los zapatos en la entrada. Sólo había una cama, las camas individuales en un hotel del amor estarían tan fuera de lugar como una Biblia, pero había un sofá de un tamaño aceptable en la habitación en el que podría acurrucarme.
Midori se sentó en el borde de la cama y me miró.
– Aquí estamos -dijo con voz tranquila-. Esta noche tres hombres me esperaban en el apartamento. Decían que eran de la policía, pero estaba claro que no o, si lo eran, estaban en una especie de misión privada. Podría pensar que perteneces a su banda, pero menuda paliza les has dado. Me has pedido que fuéramos a un lugar seguro para explicarme la situación. Te escucho.
Asentí e intenté buscar las palabras adecuadas para empezar.
– Ya sabes que esto está relacionado con tu padre.
– Esos hombres me dijeron que él tenía algo que querían.
– Sí y creen que ahora lo tienes tú.
– No sé por qué piensan eso.
La miré.
– Me parece que sí lo sabes.
– Piensa lo que quieras.
– ¿Sabes qué es lo que no encaja en esta situación, Midori? Hay tres hombres esperándote en tu apartamento, te maltratan un poco, yo aparezco de repente y les doy una paliza. No puede decirse que una cosa de éstas sea normal en la vida de una pianista de jazz, pero no has sugerido ni una sola vez que fuéramos a la policía.
No respondió.
– ¿Quieres ir a la policía? No hay ningún problema, ya lo sabes.
Estaba sentada delante de mí, con las narinas ligeramente ensanchadas, tamborileaba con los dedos a lo largo del borde de la cama. «Maldita sea -pensé-, ¿qué sabe que no me ha contado?»
– Háblame de tu padre, Midori. Por favor. No puedo ayudarte si no me lo cuentas.
Se levantó de la cama de un salto y me hizo frente directamente.
– ¿Que te lo cuente? -exclamó-. ¡No! ¡Cuéntamelo tú! ¡Dime quién coño eres o te juro que iré a la policía y me importa un bledo lo que pase a continuación!
«Una especie de progreso», pensé.
– ¿Qué quieres saber?
– ¡Todo!
– De acuerdo.
– Empieza por contarme quiénes eran los hombres de mi apartamento.
– De acuerdo.
– ¿Quiénes son?
– No sé quiénes son.
– ¡Pero sabías que estaban allí!
Midori tiraría con fuerza de ese cabo suelto hasta deshacer todo el entramado. No sabía cómo enfocar el tema.
– Sí.
– ¿Cómo?
– Porque el teléfono de tu apartamento está pinchado.
– Porque el teléfono de mi apartamento está pinchado… ¿Estás compinchado con esos hombres?
– No.
– ¿Serías tan amable de dejar de responder con monosílabos? Muy bien, el teléfono está pinchado, ¿quién ha sido? ¿Tú?
Ya estábamos.
– Sí.
Se me quedó mirando un buen rato, luego se recostó en la cama.
– ¿Para quién trabajas? -preguntó con voz monótona.
– No importa.
Otro silencio y luego el mismo tono monótono.
– Entonces dime qué quieres.
La miré porque quería que me viera los ojos.
– Quiero asegurarme de que no te hacen daño.
Me miraba con rostro inexpresivo.
– ¿Y cómo piensas hacerlo?
– Esa gente te persigue porque creen que tienes algo que podría perjudicarles. No sé qué es. Pero mientras piensen que lo tienes, no vas a estar a salvo.
– Pero si te diera a ti lo que sea…
– Sin saber qué es, no sé si serviría de algo que me lo dieras. Ya te he dicho que no estoy aquí por eso. Lo único que quiero es que no te hagan daño.
– ¿No te das cuenta de qué parece todo esto desde mi perspectiva? «Dámelo para ayudarte.»
– Lo entiendo.
– No estoy tan segura.
– No importa. Háblame de tu padre.
Se produjo una pausa larga. Sabía qué diría y lo dijo:
– Por eso me formulabas todas esas preguntas. Fuiste a Alfie y…, Dios mío, todo… Me has estado utilizando desde el comienzo.
– Parte de lo que dices es cierto. No todo. Ahora háblame de tu padre.
– No.
Sentí una punzada de rabia en el cuello. «Tranquilo, John.»
– El periodista también te preguntó, ¿verdad? Franklin Bulfinch ¿Qué le contaste?
Me miró intentando conjeturar cuánto sabía.
– No sé de qué hablas.
Miré hacia la puerta y pensé: «Lárgate. Lárgate y ya está». Pero no lo hice.
– Escúchame, Midori. Lo único que tengo que hacer es salir por la puerta. Tú eres quien no podrá dormir en tu apartamento, quien teme ir a la policía, quien no puede hacer una vida normal. Por tanto, o buscas la manera de colaborar conmigo en esto o ya te apañarás tú solita.
Transcurrió mucho tiempo, quizá un minuto entero antes de que respondiera.
– Bulfinch me dijo que se suponía que mi padre tenía que entregarle algo la mañana de su muerte, pero que nunca lo consiguió. Quería saber si yo lo tenía o si sabía dónde estaba.
– ¿Qué era?
– Un disco. Es lo único que me dijo. Me dijo que si me contaba algo más me pondría en peligro.
– Ya te había puesto en un apuro por el mero hecho de hablar contigo. Le siguieron cuando salió de Alfie. -Me apreté los ojos con los dedos-. ¿Sabes algo de ese disco?
– No.
La miré intentando juzgarla.
– Me parece que no hace falta que te lo diga, pero sé consciente de que gente que lo quiere no se pone demasiados límites en cuanto a los métodos para conseguirlo.
– Lo entiendo.
– De acuerdo, resumamos lo que tenemos. Todo el mundo piensa que tu padre te contó algo o te dio algo. ¿Es cierto? ¿Te contó algo o te dio documentos, quizá, algo que dijera que era importante?
– No. Nada que recuerde.
– Esfuérzate. ¿La llave de una caja fuerte? ¿La llave de la casilla de una consigna? ¿Te dijo que hubiera escondido algo o que tuviera documentos importantes en algún sitio? ¿Algo así?
– No -dijo al cabo de un momento-. Nada.
Quizá me ocultara información, era lógico. Sin duda tenía motivos para no confiar en mí.
– Pero sabes algo -insistí-. De lo contrario irías a la policía.
Se cruzó de brazos y me miró.
– Por el amor de Dios, Midori, cuéntamelo. Déjame ayudarte.
– No es lo que te esperas -dijo ella.
– No espero nada. Sólo quiero saber de qué piezas dispones.
Se produjo una pausa larga antes de que hablara:
– Ya te dije que mi padre y yo estuvimos… distanciados durante mucho tiempo. Empezó cuando yo era adolescente, cuando empecé a comprender el sistema político de Japón y el lugar que mi padre ocupaba en él.
Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación, sin mirarme.
– Formaba parte de la maquinaria del Partido Liberal Democrático, había ido ascendiendo desde el viejo Kensetsusho, el Ministerio de la Construcción. Cuando el Kensetsusho se convirtió en el Kokudokotsusho, lo nombraron viceministro del territorio e infraestructura… de obras públicas, vamos. ¿Sabes qué significa eso en Japón?
– Un poco. El programa de obras públicas canaliza dinero de los políticos y las constructoras a la yakuza.
– Y la yakuza ofrece «protección», resuelve conflictos y actúa como grupo de presión de la industria de la construcción. Las constructoras y la yakuza son como gemelos separados en el momento de nacer. ¿Sabes que en Japón los negocios de construcción se llaman gumi?
Gumi significa «banda» u «organización», el mismo sobrenombre que las bandas yakuza emplean para ellas. Los gumi originales eran grupos de hombres desplazados por la Segunda Guerra Mundial que trabajaban para un jefe de banda haciendo cualquier trabajo sucio para sobrevivir. Al final, estas bandas se convirtieron en la yakuza actual y en los negocios de construcción.
– Lo sé -dije.
– Entonces sabrás que, después de la guerra, se produjeron luchas entre las empresas de construcción tan fuertes que a la policía le daba miedo intervenir. Se estableció un sistema por el que se amañaban las ofertas de construcción para detener tales enfrentamientos. El sistema sigue existiendo. Mi padre lo controlaba.
Se echó a reír.
– ¿Recuerdas que en 1994 se construyó el Aeropuerto Internacional de Kansai en Osaka? El aeropuerto costó catorce mil millones de dólares y todo el mundo quiso llevarse tajada. ¿Recuerdas que Takumi Masaru, el jefe yakuza de Yamaguchi Gumi fue asesinado ese mismo año? Fue por no compartir suficientes beneficios de la construcción del aeropuerto. Mi padre ordenó su muerte para apaciguar a los jefes de las otras bandas.
– Cielo santo, Midori -dije con voz queda-. ¿Tu padre te contó estas cosas?
– Cuando se enteró de que era un enfermo terminal. Necesitaba confesar.
Esperé a que continuara.
– Los yakuza con tatuajes y gafas de sol, los que se ven en las zonas peligrosas de Shinjuku, no son más que herramientas para personas como mi padre -siguió diciendo lentamente-. Esa gente forma parte de un sistema. Los políticos votan a favor de obras públicas inútiles que alimentan a las constructoras. Las constructoras permiten que los políticos empleen al personal de la empresa como «voluntarios» durante las campañas electorales. A los burócratas del Ministerio de la Construcción les dan trabajos de «asesor» cuando se jubilan en las constructoras, coche y chófer y otras ventajas adicionales, pero nada de trabajo. Cada año, cuando se debate el presupuesto, los funcionarios del Ministerio de Economía y los del de Construcción se reúnen para decidir el reparto del pastel.
Dejó de caminar y me miró.
– ¿Sabes que Japón tiene el cuatro por ciento del territorio y la mitad de la población de Estados Unidos pero gasta un tercio más en obras públicas? Ciertas personas piensan que en los últimos diez años se han pagado diez billones de yenes de dinero del Gobierno a la yakuza a través de las obras públicas.
«¿Diez billones? -pensé-. Eso deben de ser unos cien mil millones de dólares. Es lo que esos cabrones nos quitan a los demás.»
– Sí, ya sabía algo de esto -le dije-. ¿Tu padre iba a tomar medidas para acabar con esto?
– Sí. Cuando le comunicaron el diagnóstico me llamó. Era la primera vez que hablábamos desde hacía más de un año. Me dijo que tenía que hablarme de algo importante y vino a mi apartamento. Hacía tanto tiempo que no hablábamos que pensaba que era algo relacionado con su salud, su corazón. Lo vi más envejecido y supe que estaba en lo cierto, o casi.
»Preparé té y nos sentamos el uno frente al otro a la mesa pequeña de la cocina. Le hablé de la música en la que estaba trabajando pero como no podía preguntarle sobre su trabajo, no teníamos tema de conversación. Al final le pregunté: "Papá, ¿qué sucede?". "Taishita koto jaa nai", dijo, "Nada importante". Acto seguido me miró y sonrió, con ojos cálidos pero tristes y por un instante me observó igual que cuando era niña. "Esta semana me he enterado de que no me queda mucho tiempo de vida", me dijo, "muy poco, de hecho. Un mes, dos quizá. Un poco más si decido someterme a radioterapia y a la medicación, lo cual no deseo. Lo curioso es que cuando me han dado esta noticia no me ha preocupado y ni siquiera me ha sorprendido en exceso". Entonces se le llenaron los ojos de lágrimas, algo que nunca había visto en él. Dijo: "Lo que me preocupaba no era perder la vida sino saber que ya había perdido a mi hija".
Con un gesto rápido y conciso levantó la mano derecha y se secó el rabillo de un ojo y luego el del otro.
– Entonces me contó todas las situaciones en las que había estado implicado, todo lo que había hecho. Me dijo que quería hacer algo para remediarlo, que habría actuado mucho antes pero que había sido un cobarde porque sabía que si lo intentaba le matarían. También dijo que temía por mí, que la gente con la que estaba implicado no vacilaría en atacar a alguien de la familia para enviar un mensaje. Estaba pensando en hacer algo entonces, algo que arreglara la situación, me dijo, pero que si lo hacía, quizá yo corriera peligro.
– ¿Qué pensaba hacer?
– No lo sé. Pero le dije que yo no aceptaba ser rehén de un sistema corrupto, que si íbamos a reconciliarnos tendría que comportarse como si yo no existiera.
– Qué valiente por tu parte -dije al pensar en su reacción.
Me miró, más tranquila.
– No tanto. No olvides que soy una radical.
– Bueno, sabemos que habló con aquel periodista, Bulfinch, quien se supone que tenía que entregarle un disco. Lo que tenemos que averiguar es qué contenía.
– ¿Cómo?
– Creo que poniéndonos en contacto directamente con Bulfinch.
– ¿Y qué le decimos?
– Esa parte todavía no se me ha ocurrido.
Permanecimos en silencio un minuto y empecé a notar que el agotamiento me vencía.
– ¿Por qué no dormimos un poco? -propuse-. Yo me quedaré en el sofá, ¿de acuerdo? Y mañana podemos seguir hablando. Veremos las cosas más claras.
Sabía que ya no podían enturbiarse más.