175585.fb2
Para cuando llegué al hotel, el dolor de la espalda se había convertido en una especie de punzada sorda. Tenía el ojo izquierdo hinchado, ya que en algún momento aquel tipo me había metido el dedo, y me dolía la cabeza, probablemente de cuando me había intentado arrancar una oreja.
Pasé frente a la mujer mayor de la recepción rápidamente, mostrándole las llaves sin detenerme para que supiera que ya estaba registrado. Levantó la vista y retomó la lectura enseguida. Intenté presentarle únicamente el perfil derecho, que tenía mejor aspecto que el izquierdo. No debió de fijarse en mi cara.
Llamé a la puerta para que Midori supiera que iba a entrar y abrí con la llave.
Estaba sentada en la cama y se sobresaltó cuando me vio el ojo hinchado y los arañazos de la cara.
– ¿Qué ha pasado? -dijo con un grito ahogado. A pesar del dolor, su voz preocupada me confortó.
– Había alguien esperándome en el apartamento -respondí, cerrando bien la puerta tras de mí. Dejé caer el abrigo que llevaba y me acomodé en el sofá-. Parece que últimamente los dos nos estamos volviendo muy populares.
Se me acercó y se arrodilló junto a mí, escrutándome la cara con la mirada.
– Ese ojo tiene mal aspecto. Voy a traerte un poco de hielo del congelador.
Se levantó y me la quedé mirando. Llevaba vaqueros y una sudadera de marinero que debió de comprarse cuando yo no estaba. Se había hecho una coleta que me permitía contemplar las proporciones entre los hombros y la cintura y las curvas de la cadera. Lo siguiente de lo que fui consciente es que la deseaba tanto que casi habría podido olvidarme del dolor de espalda. No podía evitarlo. Tal como confirmaría cualquier soldado que haya entrado en acción, la reacción lógica de un combate es estar sumamente cachondo. En un momento determinado estás luchando por salvar la vida y, cuando se acaba, de pronto te encuentras con que se te ha puesto grande y dura como un obús. No sé por qué ocurre, pero ocurre.
Volvió con una toalla con hielo y me tumbé en el sofá, un tanto azorado. Sentía un dolor eléctrico por toda la espalda, pero eso no cambió mi estado hormonal. Ella se volvió a agachar y me colocó el hielo contra el ojo, apartándome el cabello de la cara al mismo tiempo. Casi habría preferido que me echara el hielo en la entrepierna.
Me ayudó a recostarme y yo hice una mueca de dolor, perfectamente consciente de lo cerca que la tenía.
– ¿Te duele? -preguntó, apartando las manos.
– No, no pasa nada. El tipo que me cortó la cara me atizó en la espalda con un bastón. Ya se me pasará.
Midori me sostenía el hielo contra el ojo y con la otra mano me daba calor en la mejilla. Mientras tanto, yo estaba ahí sentado, rígido, sin atreverme a moverme y violento ante mi reacción, y la situación parecía alargarse demasiado.
Llegó un momento en que movió el hielo y yo alargué la mano para cogérselo, pero ella no lo soltó y acabé con la mano sobre la suya. Sentía a la vez la calidez del dorso de su mano contra la palma de la mía y el frío del hielo en la yema de los dedos.
– Es agradable -le dije. Ella no preguntó si lo decía por el hielo o por la mano. Ni yo mismo estaba seguro.
– Has estado fuera mucho tiempo -dijo ella al cabo de un rato-. No sabía qué hacer. Iba a llamarte, pero luego empecé a pensar que quizá habías organizado todo esto con aquellos hombres de mi apartamento, como poli bueno y poli malo, para que confiara en ti.
– Yo habría pensado lo mismo. Me hago cargo de lo que te debe de haber parecido todo esto.
– De hecho empezaba a parecer algo bastante irreal. Hasta que te volví a ver.
Eché un vistazo a la toalla, que tenía manchas rojas por la parte que me había tocado la cara.
– No hay nada como un poco de sangre para que las cosas parezcan reales.
– Es cierto. Lo que me volvía a la mente una y otra vez era la dureza con que pegaste a aquel hombre en mi apartamento: vi cómo le salía la sangre a borbotones por la nariz. Si no hubiera visto aquello, creo que me habría ido mientras tú no estabas.
– Entonces me alegro de haberle alcanzado en la cabeza.
Soltó una risita y me volvió a colocar la toalla contra la cara.
– Dime qué ha pasado.
– Aquí no tienes nada de comer, ¿verdad? -pregunté-. Me muero de hambre.
Cogió una bolsa que tenía junto al sofá y la abrió.
– Te he traído un bento. Por si acaso.
– Concédeme unos minutos -respondí. Y empecé a engullir bolas de arroz, huevos y verduras. Lo regué con una lata de zumo de frutas variadas. Me pareció delicioso.
Cuando acabé, cambié de postura para verla mejor.
– Había dos tipos en mi apartamento -le expliqué-. Conocía a uno, un esbirro del PLD del que sólo sé que se llama Benny. Resulta que está relacionado con la CIA. ¿Te suena de algo? ¿Alguna relación con tu padre?
Negó con la cabeza.
– No. Mi padre nunca dijo nada de ningún Benny ni de la CIA.
– Bueno. El otro tipo era kendoka. Tenía un bastón que usaba a modo de espada. No sé qué relación tiene. Conseguí hacerme con los teléfonos móviles de ambos. Quizá me den alguna pista sobre él.
Le cogí el hielo de la mano y me incliné hasta el otro lado del sofá en busca de mi abrigo, lo que me produjo unos dolorosos pinchazos en la espalda. Tiré del abrigo, tanteé el bolsillo interior y saqué los teléfonos. Los dos eran el típico modelo DoCoMo, pequeños y elegantes.
– Benny me dijo que la Agencia está buscando el disco. En realidad no sé por qué me persiguen. A lo mejor piensan… ¿Que voy a decirte algo, a darte alguna clave? ¿Que puede utilizar lo que tú tienes? ¿Se te ocurre qué puede ser? ¿Qué puede impedir que consigan lo que quieren?
Abrí el teléfono del kendoka y apreté el botón de rellamada. Apareció un número en pantalla.
– Es un punto de partida. Podemos hacer una búsqueda de teléfonos inversa. Puede que también tenga números en la agenda. Tengo un amigo de confianza que nos puede ayudar en eso.
Me levanté y el dolor de espalda me hizo estremecer.
– Tendremos que cambiar de hotel. Es lo que suelen hacer los clientes satisfechos con el servicio.
Ella sonrió.
– Supongo que es verdad.
Cambiamos de hotel y nos fuimos a uno cercano que se llamaba Morocco y que parecía querer recrear el ambiente de las Mil y una noches: alfombras orientales, narguiles, joyas para el vientre y otros ornamentos a disposición de las clientas que lo desearan. Era la pura imagen del lujo beduino, pero sólo había una cama, y dormir en el sofá iba a ser como pasar la noche en un potro de torturas.
– ¿Por qué no te quedas con la cama? -me ofreció Midori, como si me leyera el pensamiento-. Con la espalda así, no podrás dormir bien en el sofá.
– No te preocupes -repliqué algo violento-. El sofá ya me va bien.
– Me quedo yo con el sofá -sentenció con una sonrisa prolongada.
Acabé aceptando su oferta, pero no pude dormir bien. Soñaba que estaba atravesando la densa jungla próxima a Tchepone, en el sur de Laos, perseguido por un batallón de reconocimiento del ENV. Me había quedado apartado de mi pelotón y estaba desorientado. Intenté darles esquinazo, pero no podía librarme de ellos. El ENV me tenía rodeado y sabía que me iban a capturar y a torturar. Entonces apareció Midori, que intentaba que cogiera su arma. «No quiero que me capturen -decía-. Por favor, ayúdame. Toma la pistola. No te preocupes por mí. Salva a los montañeros.»
Me puse derecho de un salto, como si tuviera un resorte dentro del cuerpo. «Tranquilo, John. No es más que un sueño.» Tensé el abdomen y dejé salir un largo soplo de aire por la nariz. Me sentía como si el Loco Genial estuviera ahí mismo, en la habitación.
Tenía la cara bañada en sudor y pensé que volvía a sangrar, pero cuando me llevé la mano a la mejilla y me miré los dedos me di cuenta de que eran lágrimas. «¿Qué demonios es esto?», pensé.
La luna estaba baja y la luz se colaba por la ventana. Midori estaba sentada en el sofá, con las rodillas contra el pecho.
– ¿Una pesadilla?
Me pasé los dedos por los lados de la cara.
– ¿Cuánto tiempo llevas despierta?
Se encogió de hombros.
– Un rato. Estabas dando vueltas en la cama.
– ¿He dicho algo?
– No. ¿Tienes miedo de lo que puedas decir mientras duermes?
La miré. La luna le iluminaba un lado de la cara y el otro estaba oculto por la oscuridad.
– Sí -respondí.
– ¿Qué soñabas?
– No lo sé -mentí-. Eran sobre todo imágenes.
Sentía su mirada sobre mí.
– Me pides que confíe en ti y ni siquiera me puedes contar una pesadilla.
Empecé a responder, pero de pronto me sentí enfadado con ella. Me levanté de la cama y me dirigí al baño. «No necesito sus preguntas -pensé-. No necesito preocuparme por ella. La CIA de los cojones, Holtzer, sabe que estoy en Tokio, sabe dónde vivo. Ya tengo suficientes problemas.»
Sabía que ella era la clave. Su padre debió de decirle algo. O tenía lo que buscaba quien fuera que había entrado en su apartamento el día del funeral. ¿Cómo es que no caía en lo que pudiera ser?
Volví a la cama y me quedé mirándola.
– Midori, tienes que poner más empeño. Tienes que recordar. Tu padre debió de decirte o darte algo.
Su cara reflejaba sorpresa.
– Ya te lo dije, nada.
– Alguien entró a registrar su apartamento después de su muerte.
– Lo sé. La policía me llamó cuando sucedió.
– El caso es que no encontraron lo que buscaban y ellos creen que lo tienes tú.
– Mira, si quieres echar un vistazo al apartamento de mi padre, te puedo dejar entrar. Aún no lo he limpiado, y todavía tengo la llave.
Los que habían entrado en el piso se habían ido con las manos vacías, y mi viejo amigo Tatsu, hombre concienzudo como pocos, había escrutado el lugar con todos los medios del Keisatsucho. Sabía que volver a mirar sería perder el tiempo y su sugerencia no hizo más que aumentar mi sensación de frustración.
– Eso no va a servir de nada. ¿Qué puede creer esa gente que tienes tú? ¿El disco? ¿Algo que tenga escondido? ¿Una clave? ¿Estás segura de que no tienes nada?
Observé que se sonrojaba ligeramente.
– Ya te lo he dicho, nada.
– Bueno, intenta recordar algo, ¿no puedes?
– No, no puedo -replicó con voz de enfado-. ¿Cómo voy a recordar algo si no lo tengo?
– ¿Cómo puedes estar segura de que no lo tienes si no lo recuerdas?
– ¿Por qué dices todo esto? ¿Por qué no me crees?
– ¡Porque no encuentro otra explicación! ¡Y tengo que reconocer que no me gusta la sensación de saber que me quieren matar cuando ni siquiera sé por qué!
Puso los pies en el suelo y se levantó.
– ¡Entonces se trata sólo de ti! ¿Te crees que a mí me gusta? ¡Yo no he hecho nada! ¡Y tampoco sé por qué estos tipos hacen lo que hacen!
Exhalé lentamente, intentando controlar mi rabia.
– Es porque creen que tienes el maldito disco. O que sabes dónde está.
– ¡Pues no lo sé! Oai nikusama! Mattaku kokoroattari ga nai wa yo! Mo nan do mo so itteru ja nai yo! -¡No sé nada! ¡Ya te lo he dicho!
Nos quedamos uno frente al otro a los pies de la cama, respirando fuerte.
– No te importo una mierda. Sólo te interesa lo que están buscando, sea lo que sea -añadió.
– Eso no es cierto.
– ¡Es cierto! Mo ii! Dose anata ga doko no dare na no ka sae oshiete kurenain da kara! -¡Ya basta! ¡Ni siquiera me dices quién eres! Se levantó ofendida y cogió una bolsa. Sin mediar palabra empezó a meter cosas dentro.
– Midori, escúchame -le dije, acercándome y agarrando la bolsa-. ¡Escúchame, por Dios! ¡Claro que me importas! ¿No lo ves?
Tiró de la bolsa y respondió:
– ¿Por qué debería creer lo que dices si tú no me crees a mí? ¡No sé nada! ¡No lo sé!
Le arranqué la bolsa de las manos.
– Muy bien, muy bien. Te creo.
– Y una mierda me crees. Devuélveme la bolsa. ¡Devuélvemela! -replicó. Intentó cogerla pero yo me la puse a la espalda.
Por un momento me miró con ojos de incredulidad y luego empezó a golpearme en el pecho. Dejé caer la bolsa y la agarré rodeándola con los brazos para que dejara de pegarme.
Más tarde fui incapaz de recordar exactamente cómo había sucedido. Estaba peleando y yo intentaba contener sus golpes. De pronto noté el contacto de su cuerpo y a continuación comenzamos a besarnos. Daba la impresión de que aún me seguía pegando, pero en realidad estábamos arrancándonos la ropa desesperadamente el uno al otro.
Hicimos el amor en el suelo, a los pies de la cama. Fue algo apasionado, inconsciente. Por momentos parecía que estábamos luchando. Sentía un dolor punzante en la espalda, pero era casi una sensación dulce.
Después alargué el brazo y tiré de la colcha. Nos tapamos y apoyamos la espalda contra el borde de la cama.
– Yokatta -dijo, arrastrando la última sílaba-. Ha estado bien. Más de lo que te merecías.
Me sentía algo aturdido. Hacía tiempo que no me sentía tan vinculado a alguien. Era casi desconcertante.
– Pero tú no confías en mí -prosiguió-. Y eso me duele.
– No es una cuestión de confianza, Midori. Es… -empecé, pero luego me detuve-. Te creo. Siento haberte presionado tanto.
– Yo hablo de tu sueño.
Me tapé los ojos con los dedos.
– Midori, no puedo, no… -empecé. No sabía qué decir-. No hablo de esas cosas. Si no estuviste allí, no lo entenderás.
Se acercó y me apartó suavemente los dedos de los ojos. Luego me llevó las manos inconscientemente hasta su cintura. Su piel y su pecho estaban preciosos a la luz de la luna y las sombras cubrían los hoyuelos que se le marcaban sobre las clavículas.
– Necesitas hablar. Lo noto -constató-. Quiero que me lo cuentes.
Sumí la vista en la maraña de sábanas y mantas, cubiertas de luces y sombras que formaban montículos y valles, formando un extraño paisaje bañado por la luz de la luna.
– Mi madre… era católica. Cuando yo era niño solía llevarme a la iglesia. Mi padre lo odiaba. Yo me confesaba. Le contaba al cura mis pensamientos obscenos, todas las peleas en las que me había metido, los chicos a los que odiaba y todo lo malo que les quería hacer. Al principio fue como sacarse una muela, pero luego se convirtió en algo adictivo. Pero todo eso fue antes de la guerra. En la guerra hice cosas… que van más allá de lo confesable.
– Pero si te las guardas así, se te comerán por dentro como un veneno. Te están carcomiendo.
Quería contárselo. Quería sacarlo todo.
«¿Pero qué te pasa? -pensé-. ¿Quieres que salga corriendo del susto?»
Sí, quizá esa fuera la solución. Quizá eso fuera lo mejor. No podía hablarle de su padre, pero le podía contar algo peor.
Empecé a hablar con voz seca y firme.
– Atrocidades, Midori. Hablo de atrocidades.
Algo así siempre va bien para empezar un discurso. Pero aguantó el tirón.
– No sé lo que hiciste, pero sé que fue hace mucho tiempo. En otro mundo.
– No importa. Es imposible que lo entiendas sin haber estado allí.
Me apreté los ojos de nuevo con las yemas de los dedos, pero ese acto reflejo no sirvió para aplacar las imágenes que me bailaban en la mente.
– Una parte de mí disfrutaba con ello, estaba encantada. No todo el mundo era capaz de operar en el terreno del propio ENV. Algunos tipos, al oír cómo se alejaban los helicópteros de exploración, cuando la jungla quedaba en silencio, se quedaban sin aliento. El pánico se apoderaba de ellos. A mí no me pasaba. Participé en más de veinte misiones de campaña en territorio indígena. La gente me decía que ya había explotado toda mi suerte, pero yo seguía y las misiones cada vez eran más temerarias.
»Yo era uno de los Uno-Cero más jóvenes, los jefes de escuadrón del GOE. Mis compañeros y yo éramos inquebrantables. Puede que fuéramos doce tíos contra toda una división del ENV, pero yo sabía que ni uno solo de mis hombres iba a salir corriendo. Y ellos sabían que yo tampoco lo haría. ¿Sabes lo que es eso para un chico que se ha visto relegado al ostracismo toda su vida por ser mestizo?
Cada vez hablaba más rápido.
– No te importa quién es cada uno. Si te hundes en sangre y mierda es imposible seguir limpio. Algunos tienen más manías que otros, pero al final todos dan el salto. Dos de los tuyos quedan partidos en dos por una mina Bouncing Betty que les arranca las piernas del cuerpo. Sostienes lo que queda de ellos en sus últimos momentos de vida y les dices: «Ánimo, te pondrás bien, te pondrás bien». Ellos lloran y tú lloras y luego están muertos. Te separas y te das cuenta de que estás todo cubierto de tripas.
»Nosotros también dejábamos bombas-trampa para el enemigo. Ésa era una de nuestras especialidades, ojo por ojo y diente por diente. Pero sólo tienes doce hombres y no puedes ganar ese tipo de guerra por mucho que tú les hagas más daño que ellos a ti. Tienes más bajas y la frustración, la rabia, el ahogo, la ira que te hincha las venas, no hace más que acumularse. Y un día te ves atravesando un pueblo con el poder de dispensar la vida y la muerte cargado al hombro, arrasándolo todo de un extremo al otro, adelante y atrás, sin pensártelo. Estás en una zona de fuego libre, lo que significa que todo el mundo que no es un aliado confirmado se supone miembro del Vietcong y se le trata como a tal. Inteligencia te dice que ese pueblo es un hervidero de actividad del Vietcong, que de ahí sale la mitad de los efectivos del sector, que es un lugar de paso de las armas que se distribuyen por el sur a lo largo de la ruta enemiga. Los lugareños te miran con expresión huraña y alguna mama-san te dice: "¡Eh!, Joe, tú folla mami, tú número diez" o alguna mierda por el estilo. Y te han dado esa información. Y dos horas antes una mina se ha cargado a otro colega. Créeme, alguien va a pagarlo.
Respiré hondo dos veces.
– Dime que pare o voy a seguir.
Midori permaneció en silencio.
– El pueblo se llamaba Cu Lai. Reunimos a toda la gente, quizás eran cuarenta o cincuenta personas, mujeres y niños incluidos. Les quemamos las casas ante sus ojos. Disparamos a todos sus animales de granja, masacramos los cerdos y las vacas. Como símbolo, ¿sabes? Una catarsis. Pero no fue suficiente.
»¿Y entonces qué se suponía que teníamos que hacer con esa gente? Llamé por radio, aunque no se debe, porque el enemigo puede triangular y encontrar tu posición. Pero ¿qué se suponía que íbamos a hacer con esa gente? Acabábamos de destruirles el pueblo.
»El tipo al otro lado de la radio, que todavía no sé quién era, dice: "Liquidadlos". Así es como describíamos el asesinato por aquel entonces: "Hay que liquidar a tal o cual persona" o "Hemos liquidado a diez Vietcongs".
»Conservo la calma y el tipo vuelve a decir: "Liquidadlos". Es desconcertante. Una cosa es tener el impulso de matar en caliente. Otra es que algún mando te confirme en frío ese impulso. De pronto tengo miedo, porque me doy cuenta de que ha ido de muy poco. "¿Liquidar a quién?", pregunto. "A todos", responde la voz. Yo respondo: "Estamos hablando de cuarenta o cincuenta personas; también hay mujeres y niños. ¿Me entiende?". El tipo vuelve a repetir: "Vosotros liquidadlos". "¿Me puede dar su nombre y rango?", pregunto, porque no voy a matar de pronto a toda esa gente sólo porque una voz me lo dice por radio. "Hijo -me contesta la voz-, te aseguro que si te dijera mi rango te cagarías en los pantalones. Estáis en una zona de fuego libre. Haz lo que te digo."
»Yo le dije que no lo haría si no verificaba su autoridad. Luego se pusieron a la radio dos personas más, que afirmaron ser los superiores de ese tipo. Uno de ellos dice: "Se le ha dado una orden directa bajo la autoridad del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Obedezca esa orden o asuma las consecuencias".
»De modo que volví con el resto de la unidad para hablarlo. Estaban vigilando a los lugareños. Les dije lo que acababa de oír. A la mayoría de los chicos les causó el mismo efecto que a mí: les dejó helados, les dio miedo. Pero algunos estaban excitados: "De ningún modo", decían. "¿Nos dicen que los liquidemos? ¡Pues cojonudo!" Aun así, todos teníamos dudas.
»Tenía un amigo, Jimmy Calhoun, al que todos llamaban el Loco Genial. No había participado mucho en la conversación. De pronto dice: "Parecéis mariquitas, joder. Si hay que liquidarlos, hay que liquidarlos". Empieza a gritarles a los lugareños en vietnamita: "¡Al suelo, todo el mundo al suelo! Num suyn!". Y los campesinos obedecen. Todos nos quedamos fascinados, preguntándonos qué va a hacer. Jimmy ni siquiera se para a pensar: da un paso atrás, toma el rifle y de pronto ¡ka-pop!, ¡ka-pop! empieza a dispararles. Fue extraño: nadie intentó salir corriendo. Entonces otro de los chicos grita: "¡Jodido Loco Genial!" y también echa mano del rifle. Acto seguido todos estábamos descargando nuestra munición contra esa gente, destrozándolos. Se acababa una carga, apretabas, tirabas, ponías una nueva carga y seguías disparando.
Mantenía la voz firme, con la mirada fija hacia delante, recordando.
– Si pudiera volver atrás, intentaría pararlo. De verdad lo haría. No participaría. Y los recuerdos me persiguen. Me he pasado veinte años corriendo, pero al final es como intentar deshacerse de tu propia sombra.
Se produjo un silencio prolongado e imaginé que pensaría que se acababa de acostar con un monstruo.
– Ojalá no me lo hubieras contado -me dijo, confirmando mis sospechas.
Me encogí de hombros. Me sentía vacío.
– Quizá sea mejor que lo sepas.
Negó con la cabeza.
– No es eso lo que quería decir. Es una historia muy triste. Es muy triste ver lo que has tenido que pasar. Nunca me imaginé la guerra como algo tan… personal.
– Vaya si fue personal. En ambos bandos. Concedían medallas especiales a los del ENV, los soldados del Ejército Norvietnamita, que mataran a un americano. La prueba era una cabeza cortada. Si matabas a alguien del GOE, conseguías diez mil piastras más, la paga de varios meses.
Me volvió a tocar la cara y observé una profunda comprensión en sus ojos.
– Tenías razón. Has vivido un infierno. No lo sabía.
Le cogí las manos y las aparté suavemente.
– Y no has oído la mejor parte. La información que decía que el pueblo era un centro estratégico del Vietcong, ¿te acuerdas? Todo falso. Ninguna red de túneles, nada de arroz ni arsenales escondidos.
– Sonna, sonna koto… -articuló a duras penas-. Quieres decir… pero, John, tú no lo sabías.
Me encogí de hombros.
– Ni siquiera una rodada de camión. Joder, lo habríamos podido comprobar en un segundo antes de empezar a masacrar a gente.
– Pero eras muy joven. Debías de estar desquiciado por el miedo y la rabia.
Sentía que me estaba mirando. Bueno. Después de todo aquello, las palabras sonaban como muertas, como sonidos vacíos de contenido.
– ¿Es eso lo que querías decir la primera noche? -preguntó-. ¿Lo de no ser una persona indulgente?
Recordé que se lo había dicho; recordé que me había mirado como si fuera a preguntarme sobre el tema y que luego pareció desistir.
– No es eso exactamente lo que quería decir. Estaba pensando en otras personas, no en mí mismo. Pero supongo que también es aplicable a mí.
Asintió lentamente.
– Yo tenía una amiga en Chiba llamada Mika. Cuando yo estaba en Nueva York, tuvo un accidente de coche. Atropello a una niña que jugaba en la calle. Mika conducía a cuarenta y cinco kilómetros por hora, el límite de velocidad, y la niña apareció con su bicicleta y se puso frente al coche. No pudo hacer nada. Fue mala suerte. Le habría ocurrido a cualquiera que estuviera conduciendo el coche en aquel lugar y en aquel instante.
En un momento dado comprendí adonde quería llegar. Lo había sabido todo el rato, incluso antes de la evaluación psicológica que me habían hecho en una ocasión para ver cómo llevaba la gran tensión del GOE. El loquero con el que me hicieron hablar me había dicho lo mismo: «¿Cómo vas a culparte por circunstancias que escapaban a tu control?».
Recuerdo aquella conversación. Recuerdo que escuché toda aquella mierda, medio enfadado y medio divertido ante sus intentos de sacármelo todo. Al final le solté: «¿Ha matado usted alguna vez a alguien, doctor?». No me respondió y me fui. No sé qué pondría en su evaluación. Pero no me expulsaron del GOE. Eso vino más tarde.
– ¿Aún trabajas con esa gente? -me preguntó Midori.
– Hay contactos -respondí.
– ¿Por qué? -preguntó ella al cabo de un momento-. ¿Por qué seguir vinculado a cosas que te provocan pesadillas?
Eché un vistazo por la ventana. La luna estaba más alta y la luz se iba retirando de la habitación.
– Es difícil de explicar -respondí lentamente. Observé su pelo que brillaba bajo la pálida luz, como una cascada de agua. Le pasé los dedos por entre los cabellos, cogiéndolos con la mano y luego soltándolos-. Parte de lo que yo era en Vietnam no encajó bien con mi vida cuando volví a Estados Unidos. Algunas cosas son propias de la guerra, pero luego te siguen cuando te vas. Tras la guerra, me di cuenta de que no podía volver a la vida que había dejado. Quería volver a Asia, porque aquí mis fantasmas se rebelaban menos, pero era algo más que una cuestión geográfica. Todo lo que había hecho tenía sentido en la guerra, estaba justificado por la guerra, no podía vivir con ello fuera de la guerra. De modo que necesitaba seguir en guerra.
Sus ojos eran dos estanques oscuros.
– Pero no puedes estar en guerra toda la vida, John.
Esbocé una débil sonrisa.
– Un tiburón no puede dejar de nadar, o muere.
– Tú no eres un tiburón.
– Yo no sé lo que soy -respondí. Me froté las sienes con los dedos, intentando organizar las imágenes, pasadas y presentes, que chocaban en mi mente-. No lo sé.
Pasamos un rato tranquilos y sentí que se apoderaba de mí una agradable somnolencia. Iba a lamentar todo aquello. Una parte de mi mente se mantenía lúcida y lo veía claro. Pero parecía mucho más urgente dormir un poco y, en cualquier caso, lo hecho, hecho estaba.
Me dormí, pero el dolor de la espalda hizo que mi sueño fuera tenso y, en los momentos en que la conciencia hacía una breve aparición, habría dudado de que todo aquello hubiera sucedido realmente si no fuera porque ella seguía a mi lado. Entonces me dejaba arrastrar de nuevo por el sueño, para enfrentarme a fantasmas aún más personales, más terribles aún que aquellos de los que podía hablarle a Midori.