175585.fb2 Sicario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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Catorce

A la mañana siguiente estaba sentado con la espalda apoyada en la pared, en mi posición estratégica favorita de Las Chicas, esperando la llegada de Franklin Bulfinch.

Era una mañana soleada y fría y entre la luz brillante que se filtraba por las ventanas y el ambiente moderno del que se enorgullece Las Chicas, me sentía a gusto con las gafas de sol Oakley de imitación que había comprado por el camino.

Midori estaba beneficiándose de la seguridad que le proporcionaba la sección musical del cercano edificio Spiral, en Aoyama-dori, lo bastante cerca para ir al encuentro de Bulfinch si fuera necesario pero lo bastante lejos para estar a salvo si las cosas se ponían feas. Había llamado a Bulfinch hacía menos de una hora para prepararlo todo. Seguramente era un periodista legal y acudiría solo al encuentro, pero me parecía poco práctico darle tiempo para desplegar fuerzas en el caso de que me equivocara.

Fue fácil reconocer a Bulfinch mientras se aproximaba al restaurante; era el mismo tipo alto y delgado con gafas de montura ligera que había visto en el tren. Avanzaba a zancadas, erguido, seguro de sí mismo y volví a tener la impresión de que desprendía cierto aire aristocrático. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una americana azul. Atravesó el patio, entró en el restaurante y se detuvo para mirar a izquierda y a derecha, buscando a Midori. Me vio pero no me reconoció.

Se dirigió hacia los servicios y probablemente echara un vistazo al comedor situado en la parte posterior del edificio. Sabía que regresaría enseguida, así que aproveché para observar la calle. Le habían seguido en el Alfie, por lo que era probable que también le hubieran seguido en esta ocasión.

La calle seguía vacía cuando Bulfinch regresó a la zona principal del restaurante al cabo de un minuto. Volvió a recorrer el local con la vista.

– Señor Bulfinch -dije en voz baja cuando sus ojos se posaron en mí.

Me miró durante unos instantes antes de replicar.

– ¿Le conozco?

– Soy amigo de Midori Kawamura. Me pidió que viniera en su lugar.

– ¿Dónde está ella?

– Ahora mismo corre peligro. Debe actuar con suma precaución -repliqué.

– ¿Vendrá?

– Depende.

– ¿De qué?

– De que decida si es seguro o no.

– ¿Quién es usted?

– Como he dicho, un amigo, interesado en lo mismo que usted -expliqué.

– ¿Es decir?

Le miré sin quitarme las gafas de sol.

– El disco.

– No sé nada de un disco -aseguró.

«Por supuesto», pensé.

– Esperaba que el padre de Midori le entregara un disco cuando murió en el Yamanote hace tres semanas. No lo llevaba consigo, así que usted quedó con Midori después del concierto en el Alfie el viernes siguiente. Se reunió con ella en el Starbucks de Gaienhigashi-dori, cerca del Almond, en Roppongi. Allí le mencionó lo del disco porque confiaba que lo tuviera. No pensaba decirle cuál era el contenido porque temía ponerla en una situación comprometida. Aunque ya lo había hecho al ir al Alfie porque le siguieron. Supongo que todo esto bastará para que sepa que soy de fiar.

No hizo ademán de sentarse.

– Podría haber averiguado casi todo eso sin que se lo dijera Midori y haber rellenado las lagunas con conjeturas sensatas, sobre todo si fue usted quien me siguió.

Me encogí de hombros.

– ¿E imité su voz y le llamé hace una hora?

Vaciló, luego se acercó y se sentó, con la espalda erguida y las manos en la mesa.

– De acuerdo. ¿Qué puede contarme?

– Pensaba preguntarle lo mismo.

– Mire, soy periodista. Escribo artículos. ¿Tiene información para mí?

– Necesito saber qué hay en el disco.

– No entiendo por qué sigue hablando de un disco.

– Señor Bulfinch -dije al tiempo que observaba la calle, que estaba vacía-, la gente que quiere el disco piensa que lo tiene Midori, y están más que dispuestos a matarla con tal de conseguirlo. El que fuera a verla al Alfie mientras le seguían seguramente fue lo que la ha puesto en peligro. Así que más vale que nos dejemos de gilipolleces, ¿no le parece?

Se quitó las gafas y suspiró.

– Suponiendo que el disco existiese, no entiendo que el saber qué contiene ayudase a Midori.

– Usted es periodista. Supongo que le interesaría publicar el hipotético contenido del disco, ¿no?

– Podría suponerlo, sí.

– Y supongo que algunas personas querrían evitar que se publicase, ¿no?

– Ésa sería una suposición sensata.

– Vale, bien. La amenaza de esa publicación es la que ha puesto a Midori en el punto de mira de esas personas. Una vez publicado el contenido del disco, Midori ya no sería una amenaza, ¿no es cierto?

– Lo que dice tiene sentido.

– Entonces parece que queremos lo mismo. Los dos queremos que se publique el contenido del disco.

Cambió de postura.

– Entiendo. Pero prefiero no hablar de esto hasta que vea a Midori.

Cavilé al respecto durante unos instantes.

– ¿Lleva un móvil?

– Sí.

– Muéstremelo.

Introdujo la mano en el lateral izquierdo de la americana y extrajo una pequeña unidad desplegable.

– De acuerdo -dije-. Guárdeselo en el bolsillo. -Al tiempo que lo hacía, extraje un bolígrafo y un trocito de papel del bolsillo de mi chaqueta y comencé a anotar rápidamente varias instrucciones. El instinto me decía que el tipo no llevaba micrófonos ocultos, pero el instinto no siempre es infalible.

«Hasta que no indique lo contrario, no quiero que use el móvil bajo ningún concepto», explicaba la nota. «Saldremos juntos del restaurante. Una vez fuera, deténgase y le cachearé para comprobar si lleva armas. Después vaya donde le indique. En un momento dado le haré saber que quiero que camine recto y luego le diré adónde vamos. Si desea preguntar algo, escríbalo. Si no es así, devuélvame la nota. A partir de este momento, no diga palabra alguna a no ser que yo hable primero.»

Le entregué la nota. La tomó con una mano al tiempo que se ponía las gafas con la otra. Cuando hubo terminado de leerla, me la pasó por encima de la mesa y asintió.

Doblé la nota y la guardé en el bolsillo de la chaqueta junto con el bolígrafo. Luego dejé un billete de mil yenes en la mesa para pagar el café que había estado bebiendo y le hice señas para que se pusiera en marcha.

Nos incorporamos y salimos. Le cacheé y no me sorprendió que estuviera limpio. Mientras avanzábamos por la calle me aseguré de que fuera un poco adelantado, a un lado, como una especie de escudo humano. Conocía de sobra los mejores lugares de la zona para vigilar o tender una emboscada, por lo que miraba en todas direcciones en busca de alguien fuera de lugar, alguien que pudiera haber seguido a Bulfinch hasta el restaurante y que lo estuviera esperando en el exterior.

Mientras caminábamos le indicaba «izquierda» o «derecha» a su espalda, y de ese modo llegamos al edificio Spiral. Cruzamos las puertas de cristal y nos dirigimos a la sección de música, donde Midori esperaba.

– Kawamura-san -dijo inclinándose al verla-. Gracias por llamarme.

– Gracias por venir a verme -replicó Midori-. Me temo que no fui completamente franca cuando nos vimos para tomar un café. No desconozco tanto las relaciones de mi padre como le di a entender. Sin embargo, no sé nada del disco que mencionó. En todo caso, no más de lo que usted me contó.

– Entonces no estoy muy seguro de poder ayudarla -replicó.

– Díganos qué hay en el disco -insté.

– No creo que les fuera útil -aseguró.

– No creo que nos perjudique -dije-. Ahora mismo vamos a ciegas. Si cooperamos tenemos muchas más posibilidades de recuperar el disco que actuando por separado.

– Por favor, señor Bulfinch -dijo Midori-, quienquiera que ande a la caza del disco estuvo a punto de matarme el otro día. Necesito su ayuda.

Bulfinch hizo una mueca, miró a Midori y luego a mí; los ojos realizaron el mismo recorrido varias veces.

– De acuerdo -dijo al cabo de unos instantes-. Hace dos meses su padre se puso en contacto conmigo. Me dijo que leía mi columna en Forbes. Me explicó quién era y añadió que necesitaba ayuda. El clásico caso de denuncia de corrupción.

Midori se volvió hacia mí.

– Eso fue cuando se lo diagnosticaron.

– ¿Perdón? -dijo Bulfinch.

– Cáncer de pulmón. Acababa de averiguar que le quedaba poco tiempo de vida -explicó Midori.

Bulfinch asintió, con expresión comprensiva.

– Entiendo. No lo sabía. Lo siento.

Midori inclinó la cabeza brevemente para aceptar la condolencia.

– Siga, por favor.

– Durante el transcurso del siguiente mes mantuve varias reuniones clandestinas con su padre, durante las cuales me informó con todo lujo de detalles sobre la corrupción del Ministerio de la Construcción y su papel como intermediario entre el Partido Liberal Democrático y la yakuza. Esas reuniones me ofrecieron información inestimable sobre la naturaleza y el grado de corrupción en la sociedad japonesa. Pero necesitaba corroboración al respecto.

– ¿Qué clase de corroboración? -inquirí-. ¿Es que acaso no podía publicarlo y atribuirlo a «una fuente importante del Ministerio de la Construcción»?

– Normalmente, sí -replicó Bulfinch-, pero me enfrentaba a dos problemas en este caso. Primero, el cargo de Kawamura en el Ministerio implicaba que era el único que podía acceder a la información que me ofrecía. Publicarla era sinónimo de incluir su nombre.

– ¿Y el segundo problema? -inquirió Midori.

– El impacto -respondió Bulfinch-. Ya hemos publicado media docena de revelaciones sobre la clase de corrupción en la que Kawamura estaba implicado. La prensa japonesa se niega en redondo a publicarlas. ¿Por qué? Porque los políticos y los burócratas aprueban e interpretan leyes que crean o destruyen sociedades anónimas nacionales. Y las sociedades anónimas suponen más de la mitad de los ingresos por publicidad de los medios. Así que si, por ejemplo, un periódico publica un artículo que ofende a un político, el político llama a sus contactos de las sociedades anónimas más importantes, las cuales retiran la publicidad del periódico y la trasladan a una publicación rival, por lo que el periódico se hunde. ¿Entiende? Si le pide a un periodista que investigue una historia que se salga de los clubes de noticias kisha patrocinados por el Gobierno, le cierran el periódico. Si les sigue el juego seguirá recibiendo dinero, legal e ilegal. Aquí nadie se arriesga; todo el mundo trata la verdad como si fuera una enfermedad contagiosa. Por Dios, la prensa de Japón es la más dócil del planeta.

– ¿Pero con pruebas…? -pregunté.

– Unas pruebas concretas cambiarían todo. Los periódicos se verían obligados a cubrir la historia o, de lo contrario, pondrían de manifiesto que sólo son herramientas del Gobierno. Descubrir y sacar a la luz a los cerebros corruptos debilitaría al Gobierno y envalentonaría a la prensa. Podríamos comenzar un círculo virtuoso que conduciría a un cambio en la política japonesa que no se ha visto en el país desde la Revolución Meiji.

– Creo que exagera el afán de los medios de comunicación nacionales -comentó Midori.

Bulfinch negó con la cabeza.

– En absoluto. Los conozco bien. Son buenos periodistas, quieren publicar. Pero también son realistas.

– La prueba -dije-. ¿Cuál era?

Bulfinch me miró por encima de las gafas de montura ligera.

– No lo sé exactamente. Sólo que es una prueba concreta. Irrefutable.

– Quizá el disco debería acabar en manos del Keisatsucho, no de la prensa -manifestó Midori, refiriéndose a la agencia de investigación de Tatsu.

– Tu padre no habría durado ni un día si le hubiera pasado esa información a los del FBI -comenté para ahorrarle el problema a Bulfinch.

– Exacto -dijo Bulfinch-. Su padre no fue la primera persona que trató de denunciar la corrupción. ¿Le suena Tadayo Honma?

«Ah, sí, Honma-san. Una historia triste», pensé.

Midori negó con la cabeza.

– Cuando el Banco de Crédito Nipón quebró en 1998 -prosiguió Bulfinch-, hubo problemas con al menos treinta y seis mil millones de dólares, y seguramente muchos más, de su cartera de préstamos por valor de ciento treinta y tres mil millones de dólares. Se relacionaron esos préstamos incobrables con los bajos fondos, incluso con pagos ilegales a Corea del Norte. Para arreglar el desaguisado, un consorcio contrató a Tadayo Honma, el antiguo y respetado director del Banco de Japón. Honma-san se convirtió en presidente del BCN a comienzos de septiembre y comenzó a repasar los libros de contabilidad del banco para intentar sacar a la luz el verdadero alcance de las deudas y entender dónde y por qué se habían producido.

»Honma duró dos semanas. Lo encontraron ahorcado en una habitación de hotel de Osaka, con notas dirigidas a la familia, la empresa y otros allegados. Incineraron el cuerpo de inmediato, sin autopsia, y la policía de Osaka dictaminó que se trataba de un suicidio sin tan siquiera realizar una investigación al respecto.

»Y lo de Honma no fue un caso aislado. Su muerte fue el séptimo "suicidio" entre japoneses importantes que investigaban irregularidades financieras o que debían prestar declaración sobre las irregularidades habidas desde 1997, cuando comenzó a saberse la relevancia de los préstamos incobrables que afectaban a bancos como el Crédito Nipón. También hubo un miembro del parlamento que se disponía a hablar sobre actividades para recaudación de fondos irregulares, otro director del Banco de Japón que supervisaba pequeñas instituciones financieras, un investigador de la Agencia de Supervisión Financiera y el director del Departamento de Instituciones Financieras Pequeñas y Medianas del Ministerio de Economía. En ninguno de los siete casos se realizó una investigación por homicidio. Los que mandan en este país no lo permiten.

Pensé en Tatsu y en sus teorías de la conspiración, impasible detrás de mis gafas.

– Se rumorea que hay un equipo especial entre la yakuza -comentó Bulfinch al tiempo que se quitaba las gafas y limpiaba los cristales con la camisa-, especialistas en «causas naturales», que van a ver a las víctimas por la noche a la habitación del hotel, les obligan a firmar testamentos a punta de pistola, les inyectan sedantes y luego les estrangulan de tal modo que parece que la víctima se ha suicidado ahorcándose.

– ¿Ha encontrado algo que demuestre que los rumores son ciertos? -pregunté.

– Todavía no. Pero cuando el río suena… agua lleva.

Sostuvo las gafas en alto, las observó con atención y volvió a ponérselas.

– Le diré algo más. Aunque los problemas de los bancos sean terribles, la cosa está peor en el Ministerio de la Construcción. Construcción es el mayor empleador del país, y lleva arroz a una de cada seis mesas en Japón. Es con diferencia la industria que más contribuye al PLD. Si se quiere arrancar de cuajo la corrupción del país, habría que comenzar por Construcción. Su padre fue un hombre valiente, Midori.

– Lo sé -replicó.

Me pregunté si seguiría pensando que el infarto había sido por causas naturales. Comenzaba a hacer calor en el edificio.

– Ya le he contado lo que sé -dijo Bulfinch-. Ahora es su turno.

Le miré de hito en hito desde detrás de las gafas.

– ¿Se le ocurre por qué motivo Kawamura acudió al encuentro sin el disco?

Bulfinch reflexionó antes de responder.

– No.

– Esa mañana iba a realizarse la transferencia, ¿no?

– Sí. Como he dicho, ya nos habíamos reunido en varias ocasiones. Kawamura cumpliría con lo prometido esa mañana.

– Quizá no pudo acceder al disco o descargar lo que pensaba descargar y por eso iría con las manos vacías.

– No. El día anterior me dijo por teléfono que ya lo tenía. Sólo faltaba entregarlo.

Se me ocurrió algo. Me volví hacia Midori.

– Midori, ¿dónde vivía tu padre? -Por supuesto, yo ya lo sabía, pero ella no debía saberlo.

– En Shibuya.

– ¿En qué chome? -Una chome es una pequeña subdivisión dentro de los múltiples municipios de Tokio.

– En San-chome.

– Al final de Dogenzaka, ¿no? ¿Por encima de la estación?

– Sí.

Me volví hacia Bulfinch.

– ¿Dónde se subiría Kawamura al tren esa mañana?

– En la estación de Shibuya del JR.

– Tengo una corazonada y pienso seguirla. Le llamaré si sale como espero.

– Espere un momento… -comenzó a decir.

– Sé que no le será fácil -dije-, pero tendrá que confiar en mí. Creo que sé cómo encontrar el disco.

– ¿Cómo?

– Como he dicho, tengo una corazonada -repetí. Empecé a caminar hacia la puerta.

– Espere -dijo-. Iré con usted.

Negué con la cabeza.

– Trabajo solo.

Me cogió del brazo.

– Iré con usted -repitió.

Le miré la mano que me sujetaba el brazo. Acto seguido, me soltó.

– Quiero que salga de aquí -le dije-. Diríjase hacia Omotesando-dori. Llevaré a Midori a un lugar seguro y seguiré mi corazonada. Estaré en contacto con usted.

Miró a Midori, sin saber qué hacer.

– No se preocupe -dijo ella-. Queremos lo mismo que usted.

– Supongo que no tengo otra opción -reconoció mientras me fulminaba con una mirada cargada de rencor, aunque me percaté de lo que estaba pensando de verdad.

– Señor Bulfinch -dije en voz baja-, no intente seguirme. Si lo hiciera me daría cuenta. No reaccionaría como un amigo.

– Por Dios, dígame qué se le ha ocurrido. Quizá pueda ayudarle.

– Recuerde -dije al tiempo que señalaba la calle-, diríjase hacia Omotesando-dori. Me pondré en contacto con usted pronto.

– Será mejor que lo haga -replicó. Se me acercó un poco más y me miró de hito en hito, y no tuve más remedio que reconocer que tenía agallas-. Más le vale. -Saludó a Midori con la cabeza, cruzó las puertas de cristal del edificio Spiral y salió a la calle.

Midori me miró.

– ¿Cuál es esa corazonada? -preguntó.

– Luego -repliqué mientras observaba a Bulfinch por el cristal-. Tenemos que ponernos en marcha antes de que tenga tiempo de volver sobre sus pasos y nos siga a uno de nosotros. Vamos.

Salimos y paramos un taxi que se dirigía hacia Shibuya. Mientras entrábamos y nos alejábamos seguí observando a Bulfinch, que caminaba en el otro sentido.

Bajamos del taxi y nos separamos en la estación de Shibuya. Midori regresó al hotel y yo me encaminé hacia Dogenzaka… donde Harry y yo habíamos seguido a Kawamura esa mañana que ahora parecía tan lejana, donde, si mi corazonada era cierta, Kawamura había arrojado el disco la mañana que murió.

Estaba pensando en Kawamura, en su conducta de aquella mañana, en lo que debía de estar pensando.

Más que nada estaría asustado. Es el día; tiene el disco que descubrirá a todas las ratas de alcantarilla. Lo lleva en el bolsillo. Es pequeño y pesa muy poco, por supuesto, pero es demasiado consciente de su presencia, de ese objeto que sabe que acabará con los pocos días de vida que le quedan si le atrapan con el mismo. En menos de una hora se reunirá con Bulfinch y se deshará de esa maldita cosa, gracias a Dios.

«¿Y si me están siguiendo justo ahora», pensaría. «¿Y si me encuentran con el disco?» Comienza a mirar por todas partes. Se detiene a encender un cigarrillo, se vuelve y recorre la calle con la vista.

Viene alguien que le parece sospechoso. ¿Por qué no? Cuando el miedo te atenaza el mundo se transforma. Un árbol parece un soldado del ENV hasta el último detalle: el uniforme oscuro, el Kaláshnikov. Cualquier tipo trajeado se parece al asesino gubernamental que te introducirá la mano en el bolsillo, sacará el disco y sonreirá mientras te apunta con la pistola en la sien.

«Deshazte del maldito disco y que Bulfinch vaya a buscarlo. Cualquier lugar sirve, cualquiera… allí, la frutería Higashimura servirá.»

Me detuve frente a la pequeña puerta de la tienda y observé el letrero de la misma. Aquella mañana se había escondido allí. Si el disco no estaba allí entonces podría estar en cualquier parte. Pero si se había deshecho del mismo de camino al encuentro con Bulfinch, ése era el lugar idóneo.

Entré. El propietario, un hombre bajito con expresión derrotada y la piel del color de una vida de tabaco, alzó la vista y me recibió con un cansino irrashaimase antes de seguir leyendo su manga. Era un local pequeño y rectangular, y el dueño lo dominaba todo desde donde estaba. Kawamura sólo habría escondido el disco en los lugares en los que un cliente habría puesto la mano sin despertar sospechas. Se habría movido con presteza. En realidad sólo debía permanecer una hora oculto, por lo que tampoco tenía que encontrar un lugar increíblemente seguro.

Lo cual significaba que seguramente habría desaparecido. Ya no estaría allí. Pero era mi única opción. Valía la pena intentarlo.

Manzanas. Había visto una manzana saliendo por la puerta del vagón mientras las puertas cerraban.

En el rincón más alejado de la tienda había una pila de Fuji, relucientes y hermosas en los cajones de espuma de poliestireno. Me imaginé a Kawamura acercándose a ese lugar, observando las manzanas y deslizando el disco debajo de las mismas al hacerlo.

Me aproximé. El cajón no era muy profundo, por lo que era fácil buscar el disco entre las manzanas, como si quisiera encontrar la mejor de todas.

No había ningún disco. Mierda.

Repetí el procedimiento con las peras contiguas, luego las mandarinas. Nada.

Maldita sea. Estaba convencido de que la corazonada era buena.

Tendría que comprar algo para completar la farsa. Era obvio que era un comprador exigente en busca de algo especial.

– ¿Podría prepararme una pequeña selección para regalar? -pregunté al propietario-. Media docena de piezas de fruta, con un melón pequeño incluido.

– Kashikomarimashita -replicó intentando esbozar una sonrisa. Enseguida.

Mientras preparaba el regalo con esmero proseguí la búsqueda. Durante los cinco minutos que tardó el propietario en satisfacer mi petición tuve tiempo de comprobar todos los lugares en los que Kawamura podría haber escondido el disco esa mañana. Fue inútil.

El propietario estaba a punto de acabar. Extrajo una cinta de muaré verde, la empleó para envolver la caja que había utilizado y la remató con un lazo sencillo. Era un buen regalo. Quizá le gustara a Midori.

Saqué varios billetes y se los di. «¿Qué esperabas? -me dije-. Kawamura no habría tenido tiempo de esconderlo bien. Incluso si lo hubiera dejado aquí ya lo habría encontrado alguien.»

Lo habría encontrado alguien.

El propietario contaba el cambio con la misma tranquilidad con la que había preparado la caja de frutas. Un hombre cuidadoso, sin lugar a dudas. Metódico.

Esperé a que acabara.

– Perdón, sé que es poco probable -le dije en japonés-, pero un amigo mío perdió aquí un CD la semana pasada y me pidió que le preguntara si alguien lo había encontrado. Es tan poco probable que he vacilado en mencionárselo, pero…

– Un -gruñó al tiempo que se arrodillaba detrás del mostrador. Se incorporó al cabo de unos instantes con una funda de plástico en la mano-. Me preguntaba si alguien lo vendría a buscar o no. -Lo limpió con el delantal y me lo entregó.

– Gracias -dije sin mostrar sorpresa alguna-. Mi amigo se pondrá muy contento.

– Me alegro por él -replicó, y los ojos se le empañaron de nuevo.