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Con las primeras luces Shibuya parece una especie de gigante despertándose con resaca. Se nota la alegría, las risas espontáneas de la noche anterior se oyen resonando en los extraños silencios y las zonas desiertas de las calles serpenteantes. Las voces borrachas de los juerguistas y amantes del karaoke, los tonos empalagosos de los cazaclientes de clubes, los susurros secretos de los amantes que caminan cogidos de la mano, todo eso ha acabado, pero durante las primeras horas evanescentes de la mañana sus sombras siguen presentes, como fantasmas que se niegan a creer que la noche ha llegado a su fin, que ya no quedan fiestas a las que ir.
Recorrí, acompañado de esos fantasmas, una serie de callejones más o menos paralelos a Meiji-dori, la arteria principal que enlaza Shibuya y Aoyama. Me había levantado temprano y había salido de la cama sin hacer ruido para que Midori durmiese un poco más, pero la había despertado de todas maneras.
Había llevado el disco a Akihabara, la meca electrónica de Tokio, donde intenté reproducirlo en un PC en una de las enormes y anónimas tiendas de informática. No tuve suerte. Estaba codificado.
Lo cual significaba que necesitaba la ayuda de Harry. El darme cuenta de ello no ponía las cosas más fáciles: dada la descripción de Bulfinch sobre el contenido del disco -pruebas de un asesino o asesinos especializados en causas naturales- sabía que lo que había en el disco podría implicarme.
Llamé a Harry desde un teléfono público de Nogizaka. Parecía aturdido y supuse que estaba durmiendo, pero me di cuenta de que se despertó enseguida en cuanto le mencioné la obra que había en Kokaigijidomae, nuestra señal para una reunión de emergencia inmediata. Empleé nuestro código habitual para decirle que quería que nos reuniésemos en la cafetería Doutor de Imoarai-zaka, en Roppongi. Estaba cerca de su apartamento, por lo que llegaría enseguida.
Cuando llegué allí al cabo de veinte minutos Harry ya estaba esperándome, sentado junto a una mesa en la parte posterior, leyendo el periódico. Tenía el pelo enmarañado a un lado de la cabeza y estaba pálido.
– Siento haberte despertado -dije mientras me sentaba frente a él.
Negó con la cabeza.
– ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Eh, deberías ver al otro tipo. Pidamos algo para desayunar.
– Creo que sólo tomaré café.
– ¿No quieres huevos o algo?
– No, sólo un poco de café.
– Parece que has tenido una noche dura -le dije, mientras me imaginaba qué significaría eso para Harry.
Me miró.
– Me estás asustando con tanta cháchara. Sé que no habrías usado el código de no haberse tratado de algo serio.
– Pero de lo contrario no me habrías perdonado que te despertara -repliqué.
Pedimos café y el desayuno y le puse al día de todo lo que había ocurrido desde la última vez que le había visto, empezando por cómo había conocido a Midori, pasando por el ataque frente a su apartamento y luego el mío, el encuentro con Bulfinch, el disco. No le conté lo de la noche anterior. Sólo le dije que utilizábamos un hotel del amor como piso franco.
Al mirarle y notar su preocupación me di cuenta de que confiaba en él. No sólo porque sabía que, desde el punto de vista operativo, no podía hacerme daño, lo cual solía ser el motivo por el que mostraba cierta confianza, sino porque Harry era de fiar. Y porque quería confiar en él.
– Estoy en un aprieto -le dije-. Me vendría bien que me ayudases. Pero… primero necesitarás estar bien informado. Si no te parece bien no tienes más que decirlo.
Se ruborizó levemente, y supe que significaba mucho para él que le pidiera ayuda, que le necesitara.
– Me parece bien -replicó.
Le conté lo de Holtzer y Benny, la aparente relación con la CIA.
– Ojalá me lo hubieras dicho antes -reconoció cuando hube terminado-. Quizá podría haberte ayudado más.
Me encogí de hombros.
– Cuanto menos sepas menos tendré que preocuparme por ti.
Asintió.
– La típica actitud de la CIA.
– Para saberlo hay que haber estado dentro.
– No, no. Recuerda que trabajé para los peces gordos. Los tipos de la CIA son los que convierten la paranoia en una especie de orgullo. De todos modos, ¿por qué querría hacerte daño?
– Tengo cuidado, chico, eso es todo -repliqué-. No es nada personal.
– Me salvaste la vida en Roppongi, ¿te acuerdas? ¿Crees que lo olvidaría?
– Te sorprendería saber lo que la gente es capaz de olvidar.
– Yo no. De todos modos, ¿se te ha ocurrido pensar lo mucho que confío en ti al permitir que compartas esa información conmigo y me conviertas en un blanco potencial y vulnerable? Sé que eres cuidadoso y sé de lo que eres capaz.
– No estoy seguro de entenderte del todo -dije.
Me miró largamente antes de replicar:
– He guardado tus secretos durante mucho tiempo. Seguiré guardándolos. ¿De acuerdo?
«Nunca subestimes a Harry», pensé mientras asentía.
– ¿De acuerdo? -repitió.
– Sí -dije, ya que no me quedaba otra alternativa-. Bien, basta de decirnos cuánto nos queremos. A por el problema. Empecemos por Holtzer.
– Cuéntame cómo le conociste.
– No después de haber comido.
– ¿Tan chungo es?
Me encogí de hombros.
– Le conocí en Vietnam. Entonces trabajaba en la Agencia, adscrito al GOE, el Grupo de Operaciones Especiales de la CIA y los militares. Tiene huevos, eso lo reconozco. No tenía miedo de ir al campo de batalla, a diferencia de otros contables con los que trabajé allí. Me gustó eso de él cuando le conocí, pero incluso entonces me di cuenta de que era un arribista. La primera vez que tuvimos un encontronazo fue después de una operación del ERVN -Ejército de la República de Vietnam, el ejército del sur- en la Región Militar Tres. El ERVN había bombardeado con morteros una supuesta base del Vietcong en Tay Ninh, y para ello se había basado en una información procedente de una fuente que Holtzer se había camelado. Así que tuvimos que realizar el recuento de víctimas para verificar la información que se nos había proporcionado.
»El ERVN había bombardeado a base de bien el lugar, por lo que costaba identificar los cadáveres… había fragmentos por todas partes. Pero no había armas. Le dije a Holtzer que no me parecía que allí hubiera actividad del Vietcong. Entonces me dijo que de qué estaba hablando, que aquello era Tay Ninh y que todos eran del Vietcong. Le respondí que no había armas, que su fuente le había tomado el pelo, que había sido un error. Me dijo que de error nada de nada, que al menos había dos docenas de enemigos muertos. Pero es que contaba cada extremidad desmembrada como si fuera un cuerpo entero.
»De vuelta a la base redactó el informe y me pidió que lo verificara. Le dije que se fuera a tomar por culo. Había un par de oficiales cerca, pero no lo suficiente como para oírnos. Nos acaloramos y acabé noqueándole y dejándolo inconsciente. Los oficiales lo vieron, que era lo que Holtzer había querido, aunque creo que no había contado con la rinoplastia que necesitó después. Normalmente algo así no habría llamado la atención, pero en aquel entonces existía cierta susceptibilidad sobre la manera en que cooperaban en el campo la CIA y las Fuerzas Especiales, y Holtzer conocía bien la burocracia. Hizo ver que yo no quería verificar el informe porque tenía problemas personales con él. Me pregunto cuántas operaciones subsiguientes del S & D se basaron en información procedente de aquella fuente de los cojones.
Sorbí el café.
– Después de ese incidente me causó muchos problemas. Es la clase de tipo que sabe en qué orejas debe susurrar y a mí ese juego nunca se me ha dado bien. Cuando regresé de la guerra había una especie de nubarrón que me seguía a todas partes y supe que siempre tenía que ver con él, aunque no logré atraparle con las manos en la masa.
– Nunca me has contado qué te pasó en EEUU después de la guerra -comentó Harry al cabo de unos instantes-. ¿Por eso te marchaste?
– En parte. -El laconismo de la respuesta implicaba que no quería hablar de eso, y Harry lo comprendió.
– ¿Qué me dices de Benny?
– Lo único que sé es que tenía contactos con el PLD, un recadero, pero se le confiaban recados importantes. Y, al parecer, también era un topo para la CIA.
La palabra «topo» me dejó un mal sabor de boca. Sigue siendo uno de los sobrenombres más repugnantes que conozco.
Durante seis años, un topo comprometió las operaciones del GOE en Laos, Camboya y Vietnam del Norte. Una y otra vez, un equipo se internaba con éxito para que, al poco, lo apresara una patrulla norvietmanita. Algunas de las misiones habían sido trampas mortales en las que habían aniquilado secciones completas del GOE. Pero otras habían salido bien, lo cual significaba que el topo estaba limitado. Si un investigador hubiera comparado las fechas y los accesos habríamos logrado reducir rápidamente la lista de sospechosos.
Sin embargo, el MAMV -el Mando de Ayuda Militar en Vietnam de EEUU- se negó a realizar una investigación debido a ciertas susceptibilidades sobre «las relaciones con sus homólogos»; es decir, temían insultar al gobierno de Vietnam del Sur al sugerir que un ciudadano de Vietnam del Sur adscrito al MAMV no era muy de fiar. Peor aún, el SOG recibió órdenes de seguir compartiendo la información con el ERVN. Para intentar evitar el mando proporcionamos coordenadas falsas a nuestros homólogos vietnamitas, pero el MAMV lo descubrió y lo pagamos caro.
En 1972 se descubrió a un cabo traidor del ERVN, pero era imposible que un oficial de rango bajo hubiera sido la única fuente de daños durante todos esos años. Nunca dimos con el verdadero topo.
Extraje del bolsillo de la chaqueta los móviles de Benny y el kendoka y se los di a Harry.
– Necesito que hagas dos cosas. Comprueba los números a los que han llamado. Deberían estar almacenados en los teléfonos. -Le mostré cuál había sido del kendoka y cuál de Benny-. Comprueba también si hay números de marcado rápido programados e intenta dar con ellos en un listín con la información inversa. Quiero saber con quién hablaban estos tipos, qué relación tenían entre sí y con la Agencia.
– Eso está hecho -replicó-. Te diré algo antes de que acabe el día.
– Bien. La segunda cosa. -Saqué el disco y lo puse en la mesa-. Lo que todo el mundo busca es este disco. Bulfinch dice que contiene información sobre casos de corrupción tan sonados en el PLD y en el Ministerio de la Construcción que podría suponer el fin del Gobierno.
Lo cogió y lo sostuvo en alto.
– ¿Por qué un disco? -preguntó.
– Pensaba preguntarte lo mismo.
– No lo sé. Habría sido mucho más fácil enviar por internet lo que hay aquí. Quizá lo impidiera un programa de gestión de copias. Lo comprobaré. -Se lo guardó en la chaqueta.
– ¿Es posible que por esto supieran que íbamos a por Kawamura?
– ¿Qué quieres decir?
– Que descubrieron que había copiado el disco.
– Es posible. Hay programas de gestión de copias que indican si se ha realizado una copia o no.
– También está codificado. Intenté abrirlo pero no pude. ¿Por qué lo codificaría Kawamura?
– Dudo que fuera él. Seguramente no tendría acceso. Lo codificaría otra persona, a quienquiera que se lo quitase.
Aquello tenía sentido. Sin embargo, seguía sin entender por qué Benny me había puesto sobre la pista de Kawamura hacía unas semanas. Seguramente habrían recurrido a otros métodos para saber que había estado hablando con Bulfinch. Quizá le habrían pinchado el teléfono o algo así.
– Bien -dije-. Dame el toque cuando acabes. Nos veremos aquí, a la hora que te venga bien. Usa el código de siempre.
Asintió y se incorporó para marcharse.
– Harry -añadí-, te aconsejo que esta vez no vayas de chulo. Hay personas que si se enteran que has tenido el disco te matarán para recuperarlo.
Asintió.
– Tendré cuidado.
– No basta, Harry. Tendrás que ser paranoico. No confíes en nadie.
– En casi nadie -replicó frunciendo los labios de tal modo que podría interpretarse como una sonrisa.
– En nadie -repetí mientras pensaba en el Loco Genial.
En cuanto se hubo marchado llamé a Midori desde un teléfono público. Esa mañana nos habíamos trasladado a otro hotel. Contestó de inmediato.
– Sólo quería comprobar si estabas bien.
– ¿Puede ayudarnos tu amigo? -preguntó. Le había dicho que vigilase lo que decía por teléfono, por lo que elegía las palabras con cuidado.
– No sabría decirte todavía. Lo intentará.
– ¿Cuándo vendrás?
– Estoy de camino.
– Tráeme algo para leer, por favor. Una novela, revistas. Debería habérseme ocurrido cuando salí a comer. Aquí no hay nada que hacer y me estoy volviendo loca.
– Pararé en algún establecimiento de camino al hotel. Hasta luego.
Se le notaba menos tensa que cuando le había comunicado que había encontrado el disco. Quiso saber cómo lo había hecho, pero no se lo dije. Obviamente, no podía.
– Me retuvo alguien que lo quería -dije finalmente-. Entonces no sabía qué contenía. Es obvio que desconocía lo que eran capaces de hacer por recuperarlo.
– ¿Quién era ese alguien? -había insistido Midori.
– No importa -repliqué-. Lo único que debes saber por el momento es que intento solucionar todo esto, ¿vale? Mira, si hubiera querido entregárselo a quien me pagó por encontrarlo, ahora no estaría aquí hablando de ello contigo. Eso es todo cuanto puedo decirte.
Como desconocía mi universo, Midori no tenía motivos para dudar que el infarto de Kawamura se debiera a algo que no fueran causas naturales. Si hubiera sido por otro motivo, una bala, una caída desde un edificio, sabía que sospecharían de mí.
Me dirigí hacia Suidobashi, donde para iniciar una PDV concienzuda tomé la línea del JR hasta Shinjuku. Hice transbordo en Yoyogi, comprobé quién se bajaba en la misma parada y luego esperé en el andén después de que el tren se hubo marchado. Dejé que pasaran otros dos trenes en Yoyogi antes de volver a subir y una parada después salí por el extremo este de la estación de Shinjuku, el equivalente viejo y destartalado de la salida oeste, aséptica y obra del Gobierno. Todavía llevaba las gafas de sol para ocultar el ojo hinchado, y el tono oscuro confería a las multitudes frenéticas un aspecto ligeramente fantasmagórico. Dejé que la muchedumbre me arrastrara por una de las laberínticas galerías comerciales subterráneas hasta llegar frente a Virgin Megastore, luego me abrí paso por la galería hasta los grandes almacenes Isetan, y me sentí como un hombre que intenta vadear un río poderoso. Decidí comprarle a Midori un pañuelo de cachemira gigantesco de color azul marino y unas gafas de sol envolventes con las que creía que le cambiaría la forma de la cara. Pagué en cajas distintas para que nadie pensara que el tipo con las gafas de sol le compraba un disfraz fantástico a la mujer de su vida.
Finalmente, me detuve en Kinokuniya, unos cincuenta metros después de Isetan, donde me dejé llevar por unas multitudes tan abigarradas que, en comparación, la galería parecía desolada. Cogí un par de revistas y una novela de la sección de supervenías japonesas y me dirigí hacia la caja para pagar.
Estaba en la cola, observando a quienes emergían de las escaleras mecánicas, cuando el busca comenzó a vibrar en el bolsillo. Lo saqué, esperando ver un código de Harry, pero en la pantallita vi un número de ocho dígitos con el prefijo de Tokio.
Pagué las revistas y el libro, regresé a la primera planta por las escaleras y me encaminé hacia un teléfono público situado en un callejón cerca de Shinjuku-dori. Introduje una moneda de cien yenes y marqué el número, al tiempo que miraba por encima del hombro mientras se establecía la conexión.
Oí que alguien descolgaba al otro lado.
– John Rain -dijo una voz en inglés. Al principio no respondí y la voz repitió mi nombre.
– Creo que se ha equivocado de número.
Se produjo una pausa.
– Me llamo Lincoln.
– Bonito nombre.
– El jefe quiere verle.
Entonces comprendí que la llamada procedía de la Agencia, que el jefe era Holtzer. Esperé para ver si Lincoln añadía algo, pero no lo hizo.
– Debe de estar bromeando -dije.
– No. Se ha producido un error y quiere explicaciones. Indique el lugar y la hora.
– De eso nada.
– Tiene que oír lo que quiere decirle. Las cosas no son lo que parecen.
Miré hacia Kinokuniya al tiempo que sopesaba los riesgos y las posibles ventajas.
– Tendrá que verme de inmediato -dije.
– Imposible. Está reunido. No estará libre antes de la noche, como muy pronto.
– Como si le están haciendo una operación a corazón abierto, me da igual. Dígaselo, Abraham. Si quiere verme, le esperaré en Shinjuku dentro de veinte minutos. Si llega un minuto tarde me habré largado.
Se produjo una larga pausa.
– ¿En qué parte de Shinjuku? -preguntó.
– Dígale que vaya directamente al letrero de Studio Alta desde la salida este de la estación de Shinjuku del JR. Y dígale que si lleva algo más aparte de los pantalones, los zapatos y una camiseta de manga corta, no me verá el pelo, ¿entendido? -Quería que a Holtzer le costase ocultar un arma que pudiera desenfundar rápidamente, si es que ése era su plan.
– Entendido.
– Exactamente veinte minutos -dije antes de colgar.
Cabían dos posibilidades: Una, quizá Holtzer quisiera decirme algo justificado, aunque lo dudaba. Dos, se trataba de un intento por recuperarme para acabar el trabajito que habían fastidiado frente a mi apartamento. En todo caso, era una buena oportunidad para que averiguase más detalles. Desde luego, no contaba con que Holtzer fuera sincero conmigo, pero leería entre líneas sus mentiras.
Suponía que habría cámaras. Le mantendría en movimiento, pero seguiría existiendo el riesgo. «Qué coño -pensé-, saben dónde vivo, los muy cabrones seguramente ya tendrán un álbum de fotos. Me queda poco anonimato que proteger.»
Regresé a Shinjuku-dori y me dirigí hacia la fachada del edificio de Studio Alta, donde había varios taxis esperando pasajeros. Me acerqué a uno de los conductores, un tipo joven con aspecto de estar dispuesto a pasar por alto una situación extraña si el precio valía la pena, y le dije que quería que recogiese a un pasajero que vendría por la salida este dentro de unos quince o veinte minutos, un gaijin con una camiseta.
– Pregúntele si es un ladrón -le expliqué en japonés al tiempo que le entregaba un billete de diez mil yenes-. Si responde que sí, quiero que le lleve hasta Shinjuku-dori, luego gire a la izquierda en Meiji-dori, después a la izquierda de nuevo en Yasukuni-dori. Espéreme en el lado norte de Yasukuni-dori, frente al Banco Daiwa. Llegaré allí después que usted. -Saqué otro billete de diez mil yenes y lo partí en dos. Le di una mitad y le dije que tendría la otra cuando me recogiera. Inclinó la cabeza dando a entender que aceptaba.
– ¿Tiene una tarjeta? -le pregunté.
– Hai -replicó y, acto seguido, extrajo una tarjeta de visita del bolsillo de la camisa.
La cogí y le di las gracias, luego me encaminé hacia la zona posterior del edificio Studio Alta, donde tomé las escaleras hasta la quinta planta. Desde allí se veía bien la salida este. Consulté la hora: faltaban catorce minutos. Anoté una dirección en Ikebukuro en el reverso de la tarjeta y me la guardé en el bolsillo superior de la chaqueta.
Holtzer llegó un minuto antes. Le vi emerger de la salida este y caminar lentamente hacia el letrero de Studio Alta. Incluso desde lejos reconocí los labios carnosos, la nariz prominente. Durante unos instantes más que placenteros, recordé habérsela roto. Seguía teniendo pelo, aunque era cano y no el rubio que recordaba. A juzgar por el porte y la complexión, se mantenía en forma. Parecía tener frío con la camiseta de manga corta. Qué pena.
Vi que el taxista se le acercaba y le decía algo. Holtzer asintió y luego le siguió hasta el taxi, mientras miraba a izquierda y a derecha. Observó el taxi con recelo antes de entrar, y luego partieron hacia Shinjuku-dori.
No había dado tiempo a la gente de Holtzer para disponer de un coche u otros dispositivos de vigilancia móviles en la zona, por lo que si alguien le seguía tendría que ingeniárselas lo mejor posible, seguramente apresurándose a buscar un taxi. Observé la zona durante cuatro minutos y no aprecié ninguna actividad inusual. De momento todo marchaba sobre ruedas.
Di la vuelta, regresé a las escaleras y las bajé de tres en tres hasta llegar a la primera planta. Luego atajé por Yasukuni-dori hasta el Banco Daiwa, y llegué justo cuando el taxi aparcaba. Me dirigí hacia el lado del pasajero sin dejar de mirar las manos de Holtzer. La puerta automática se abrió y Holtzer se inclinó hacia mí.
– John… -comenzó a decir con su habitual tono tranquilizador.
– Las manos, Holtzer -le interrumpí-. Enséñame las manos. Las palmas hacia arriba. -No creía que intentaría dispararme, pero tampoco pensaba darle la oportunidad de hacerlo.
– Debería pedirte lo mismo.
– Pídemelo. -Vaciló un instante, luego se reclinó y alzó las manos-. Ahora entrelaza los dedos y ponte las manos en la nuca. Después vuélvete y mira por la ventanilla del conductor.
– Oh, venga ya, Rain… -comenzó a decir.
– Hazlo o me largo. -Me fulminó con la mirada durante unos instantes y luego me obedeció.
Me senté junto a él y entregué al conductor la tarjeta de visita con la dirección en Ikebukuro, tras lo cual le pedí que nos llevara allí. Daba igual dónde nos condujera, pero no quería decir nada en voz alta. Luego sujeté los dedos entrelazados de Holtzer con la mano izquierda y con la derecha le cacheé. Al poco, me separé de él, contento de que no fuera armado. Pero eso no era lo único que me preocupaba.
– Espero que estés satisfecho -dijo-. ¿Te importaría decirme adónde vamos?
Sabía que me lo preguntaría.
– ¿Llevas un micro oculto, Holtzer? -pregunté mirándole a los ojos. No respondió. ¿Dónde lo llevaría?, me dije. No había notado nada debajo de la camiseta-. Quítate el cinturón -ordené.
– Y una mierda, Rain. Te estás propasando.
– Quítatelo, Holtzer. No pienso seguirte el juego. Creo que la mejor manera de resolver mis problemas sería romperte el cuello aquí mismo.
– Adelante, inténtalo.
– Sayonara, capullo. -Me incliné hacia el conductor-. Tomatte kudasai. -Deténgase.
– Vale, vale, tú ganas -dijo al tiempo que alzaba las manos en señal de rendición-. Hay un micro en el cinturón. No es más que por precaución. Después del desgraciado accidente de Benny.
¿Me estaba diciendo que no me preocupara, que lo de Benny ni siquiera importaba?
– Iya, sumimasen -le dije al conductor-. Itte kudasai. -Lo siento. Siga.
– Me alegra saber que todavía sientes la misma gran estima por los tuyos -le dije a Holtzer-. Dame el cinturón.
– Benny no era de los míos -replicó al tiempo que negaba con la cabeza por mi cerrilidad-. Nos estaba jodiendo del mismo modo que intentó joderte a ti. -Se quitó el cinturón y me lo dio. Lo sostuve en alto. Sí, había un micro minúsculo debajo de la hebilla.
– ¿Dónde está la pila?
– La hebilla hace de pila. Hidruro de níquel.
Asentí, impresionado.
– Un trabajo de primera. -Bajé la ventanilla y lancé el cinturón a la calle.
Intentó atraparlo demasiado tarde.
– Maldita sea, Rain, no tenías por qué hacerlo. Bastaba con apagarlo.
– Enséñame los zapatos.
– No si piensas tirarlos por la ventana.
– Lo haré si ocultan un micro. Quítatelos. -Me los dio. Eran mocasines negros; piel suave y suelas de goma. No cabría un micro. El interior estaba cálido y húmedo por el sudor, lo que indicaba que los llevaba puestos hacía rato, y se apreciaban las marcas de los dedos del pie. Era obvio que los del laboratorio no prepararían algo así para una ocasión especial. Se los devolví.
– ¿Todo bien? -preguntó.
– Di lo que tengas que decir -le insté-. Voy justo de tiempo.
Suspiró.
– El incidente que ocurrió fuera de tu apartamento fue un error. No debería haber ocurrido, y quiero pedirte disculpas personalmente.
Parecía tan sincero que resultaba repugnante.
– Te escucho.
– Voy a arriesgarme contigo, Rain -dijo en voz baja-. Lo que estoy a punto de contarte es confidencial…
– Será mejor que sea confidencial. Si lo que piensas decirme está en los periódicos entonces pierdes el tiempo.
Frunció el ceño.
– Durante los últimos cinco años hemos estado camelándonos a alguien valioso en el gobierno japonés. Una persona de confianza, alguien con acceso a todo. Alguien que sabe dónde se entierran todos los cadáveres… y no sólo en sentido figurado.
Si esperaba una reacción por mi parte, no la obtuvo, por lo que prosiguió.
– Con el paso del tiempo hemos ido obteniendo cada vez más información gracias a esta persona, pero nunca nada demasiado concreto. Nada que pudiéramos usar como palanca. ¿Me sigues?
Asentí. «Palanca» en el mundillo significa «chantaje».
– Es como una colegiala católica, ¿sabes? Siempre dice que no, por lo que tienes que encontrar otro método porque, al final, sabes que ella quiere. -Sonrió con morbosidad-. Bueno, seguimos insistiendo, profundizando cada vez más. Al final, hace seis meses, la naturaleza de las negativas comenzó a cambiar. En lugar de «no, no lo haré», comenzó a decir, «no, es demasiado peligroso, correría un gran riesgo». Ya sabes, objeciones prácticas.
Claro que lo sabía. A los buenos vendedores, los buenos negociadores y los buenos agentes secretos les encantan las objeciones prácticas. Indican un cambio de «no sé» a «cómo», empiezan a anteponer el precio a los principios.
– Tardamos otros cinco meses en cerrar un trato con él. Íbamos a efectuar un único pago en metálico para que no tuviera que preocuparse nunca más, aparte de un estipendio anual. Documentos falsos, el pago en un entorno tropical en el que no llamaría la atención… el equivalente de la Agencia al programa de protección de testigos, pero de lujo.
»A cambio, nos daría las pruebas sobre el Partido Liberal Democrático: los pagos, los sobornos, los vínculos con la yakuza, los asesinatos de quienes denunciaban la corrupción. Y estamos hablando de pruebas concretas: teléfonos pinchados, fotografías, conversaciones grabadas, la clase de pruebas que servirían en un tribunal.
– ¿Qué pensabas hacer con todo eso?
– ¿Qué coño crees que pensábamos hacer? Con esa información el gobierno de EEUU se adueñaría del PLD. Tendríamos a todos los politicuchos japoneses metidos en el bolsillo. ¿Crees que nos volverían a preocupar las bases militares de Okinawa o Atsugi? ¿Crees que tendríamos problemas para exportar todo el arroz o los semiconductores o coches que quisiéramos? El PLD manda aquí, y nosotros mandaríamos sobre los mandamases. Japón habría sido el putón preferido de prisión del Tío Sam durante el resto del siglo.
– Deduzco por tu tono que el Tío Sam ha tenido que renunciar al amor -comenté.
Sonrió con desdén.
– Nada de renuncias. Es un aplazamiento. Conseguiremos lo que queremos.
– ¿Qué relación tenías con Benny?
– Pobre Benny. Era una gran fuente sobre la corrupción del PLD. Conocía a los actores, pero no disponía del acceso adecuado, ¿entiendes? La persona de confianza contaba con el acceso.
– Pero lo enviaste a mi apartamento.
– Sí, lo enviamos. Solo, para interrogarte.
– ¿Cómo averiguaste lo que le ocurrió?
– Venga ya, Rain, tenía el cuello roto justo delante de tu apartamento. ¿Quién más podría haberlo hecho, uno de tus vecinos pensionistas? Además, le habíamos colocado un micro. Procedimiento Operativo Estándar para estos casos. Así que lo oímos todo, le oímos echándome la culpa, pobre capullo.
– ¿Y el otro tipo?
– No sabemos nada de él, salvo que apareció muerto a varios cientos de metros del lugar en que la policía de Tokio encontró el cadáver de Benny.
– Benny me dijo que pertenecía al Boeicho Boeikyoku, que tú les pusiste en contacto.
– Tenía razón, me ocupé del enlace con el Boeikyoku, pero era un mentiroso de mierda porque yo no conocía de nada a su amigo. De todos modos, investigamos un poco al respecto y el colega de Benny no trabajaba en el servicio de inteligencia japonés. Cuando Benny lo llevó a tu apartamento iba por su cuenta, le pagaba otra persona. No se puede confiar en esos topos, Rain. ¿Recuerdas los problemas que tuvimos con nuestros homólogos del ERVN en Vietnam?
Alcé la vista hacia el retrovisor y me percaté de que el conductor nos miraba con expresión recelosa. Era prácticamente imposible que siguiera nuestra conversación en inglés, pero era obvio que se había dado cuenta de que pasaba algo y parecía nervioso.
– Te quitan la pasta, se la quitan a todos -prosiguió-. Te aseguro que no echaré de menos a Billy. Te pagan los dos bandos, alguien lo descubre y, eh, te pasa lo que de todos modos se veía venir.
O, al menos, deberías haber visto venir.
– Vale -dije.
– Pero déjame que termine la historia de nuestro contacto. Hace unas tres semanas iba de camino a entregar la información, descargada en un disco; lleva las putas joyas de la corona y, ¿te imaginas?, sufre un infarto en el Yamanote y muere. Enviamos a varios agentes al hospital, pero el disco ha desaparecido.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que llevara el disco cuando murió?
– Oh, estamos totalmente seguros, Rain, tenemos nuestros métodos, ya lo sabes. Sin embargo, no puedo hablar de las fuentes ni de los métodos. Pero lo mejor de todo no es el disco desaparecido. ¿Quieres saber lo mejor de todo?
– Me muero de ganas.
– Muy bien -dijo al tiempo que se me acercaba y volvía a esbozar su sonrisita grotesca-. Lo mejor de todo es que no fue un infarto… alguien se cargó a ese cabrón, alguien que sabía hacerlo de modo que pareciera una muerte por causas naturales.
– No sé, Holtzer, me parece demasiado rocambolesco.
– Eso digo yo. Sobre todo porque muy pocas personas en el mundo, y menos en Japón, podrían hacer algo así. Qué coño, a la única que conozco es a ti.
– ¿Para eso querías verme? -pregunté-. ¿Para sugerir que tengo algo que ver con toda esta mierda?
– Venga ya, Rain, ya está bien de gilipolleces. Sé perfectamente en qué andas metido.
– No te sigo.
– ¿No? Pues entonces tengo noticias para ti. La mitad de los trabajitos que has hecho durante los últimos diez años eran para nosotros.
«¿Qué coño?», pensé.
Se inclinó hacia mí y me susurró los nombres de varios políticos, banqueros y burócratas importantes que habían fallecido de manera prematura, aunque por causas naturales. Todos ellos habían sido obra mía.
– Esos nombres salen en los periódicos -repliqué, aunque sabía que tenía más información.
Me contó todos los detalles sobre el sistema de tablón de anuncios que yo había utilizado con Benny, los números de las cuentas suizas correspondientes.
«Maldita sea -pensé mientras se me revolvía el estómago-. No he sido más que una marioneta en sus manos. Desde el principio. Joder.»
– Sé que estás muy sorprendido, Rain -dijo mientras se recostaba en el asiento-. Durante todos estos años creías que trabajabas por libre y, de hecho, la agencia te estaba pagando las facturas. Pero tienes que ver el lado bueno de las cosas, ¿no? ¡Eres muy bueno en tu trabajo! Dios santo, eres un puto mago, haces que la gente desaparezca sin dejar huella, sin el más mínimo indicio de juego sucio. Ojalá supiera cómo hacerlo. Ojalá.
Le miré, inexpresivo.
– Quizá tenga la oportunidad de enseñártelo algún día.
– Sigue soñando, colega. Por cierto, vimos el informe de la autopsia. Kawamura tenía un marcapasos que se desactivó solo. El juez de instrucción lo atribuyó a un error. Pero investigamos al respecto y averiguamos que un defecto así es prácticamente imposible. Alguien desactivó el marcapasos, Rain. La clase de trabajo que tú haces. Quiero saber quién te contrató.
– No tiene sentido -repliqué.
– ¿El qué?
– ¿Por qué tantos esfuerzos por recuperar el disco?
Entrecerró los ojos.
– Confiaba en que tú me lo dijeras.
– Pues no. Lo único que puedo decirte es que si hubiera querido el disco habría encontrado métodos mucho más sencillos para recuperarlo.
– Quizá no fuera cosa tuya -dijo-. Quizá quienquiera que te contratara te ordenó que lo recuperaras. Sé que no tienes costumbre de hacer muchas preguntas sobre estas misiones.
– ¿Y acaso he tenido la costumbre de ser un recadero en estos trabajos? ¿«Recuperando» objetos solicitados?
Entrecruzó los brazos y me miró.
– No, que yo sepa.
– Entonces creo que te equivocas de persona.
– Te lo cargaste, Rain. Fuiste el último que estuvo con él. Tienes que entender que las cosas no pintan bien.
– Mi reputación se resentirá.
Se masajeó el mentón durante unos instantes, sin dejar de mirarme.
– Sabes que, en comparación con las otras personas que intentan recuperar el disco, la Agencia es la menor de tus preocupaciones.
– ¿Qué personas?
– ¿A ti qué te parece? A quienes implica. Los políticos, la yakuza, las fuerzas que hay detrás de toda la estructura de poder japonesa.
Cavilé al respecto durante unos instantes.
– ¿Cómo averiguaste que estaba en Japón?
Negó con la cabeza.
– Lo siento, eso entra de nuevo en las fuentes y métodos, no puedo revelarte nada. Pero te diré algo. -Se volvió a inclinar hacia mí-. Ven con nosotros, y hablaremos de lo que quieras.
Era tal la incongruencia que pensé que le había entendido mal.
– ¿Acabas de decir, «ven con nosotros»?
– Sí. Si analizas tu situación te darás cuenta de que necesitas ayuda.
– No sabía que fueras tan humanitario, Holtzer.
– Corta el rollo, Rain. No lo hacemos por razones humanitarias. Queremos que cooperes. O tienes el disco o, dado que perseguías a Kawamura, seguramente cuentas con la información necesaria para encontrarlo. A cambio, te ayudaremos. Así de sencillo.
Pero les conocía bien, conocía bien a Holtzer. Con ellos nada era sencillo; y cuanto más sencillo parecía, más cerca estaban de trincarte.
– No lo tengo fácil -dije-. De nada sirve negarlo. Quizá debería confiar en alguien. Pero no serás tú.
– Mira, si es por lo de la guerra, es una ridiculez. Eso fue hace mucho tiempo. Estamos en otra época, en otro lugar.
– Pero las personas son las mismas.
Agitó la mano como si quisiera alejar un aroma desagradable.
– Da igual lo que pienses de mí, Rain, porque esto no va con nosotros. Lo que importa es la situación, y la situación es la siguiente: la policía te busca. El PLD te busca. La yakuza te busca. Y te encontrarán porque te han desenmascarado de una puta vez. Así que deja que te ayudemos.
¿Qué debía hacer? ¿Eliminarle allí mismo? Sabían dónde vivía, lo que me volvía vulnerable, y cargarme al jefe de oficina tendría graves consecuencias.
El coche que iba detrás de nosotros viró a la izquierda. Miré hacia atrás y vi que el coche que le seguía, un sedán negro con tres o cuatro japoneses dentro, aminoró la marcha en lugar de ocupar el espacio que había quedado libre. No era una estrategia muy eficaz para conducir en Tokio.
Esperé hasta que estuvimos a punto de llegar al siguiente semáforo y entonces le dije al conductor que girara a la izquierda. Apenas tuvo tiempo de frenar y girar. El sedán cambió de carril detrás de nosotros.
Le dije al conductor que me había equivocado, que teníamos que regresar a Meiji-dori. Me miró, visiblemente enfadado, preguntándose qué coño estaba pasando.
El sedán nos seguía a medida que cambiábamos de calle.
«Oh, mierda.»
– ¿Has venido acompañado, Holtzer? Me parece que te dije que vinieras solo.
– Están aquí para llevarte. Para protegerte.
– Muy bien, que nos sigan hasta la embajada -dije, repentinamente asustado, mientras trataba de encontrar el modo de escabullirme.
– No permitiré que el taxi nos lleve juntos a la embajada. Ya me he arriesgado más de la cuenta viniendo a verte. Ellos te llevarán. Es lo más seguro.
¿Cómo era posible que le hubieran seguido? Aunque llevara un micro en alguna cavidad corporal era imposible que le hubieran localizado con tanto tráfico.
Entonces caí en la cuenta. Me la habían jugado bien jugada. Sabían que cuando «Lincoln» llamara yo exigiría un encuentro inmediato. No sabían dónde, pero tenían a varios agentes listos para entrar en acción en cuanto supieran el lugar. Tenían veinte minutos para llegar a Shinjuku, y podían quedarse lo bastante cerca para reaccionar según lo que oyeran por el micro sin que yo les viera. Holtzer debió de haberles dado el nombre de la empresa de taxis, la descripción del coche, el número de matrícula y ponerles al tanto de lo que sucedía antes de que yo entrara en el taxi. Para entonces ya estaban preparados. Mientras, me había felicitado a mí mismo por haber pensado con rapidez y haberme hecho con el control de la situación; mientras, había bajado la guardia después de deshacerme del micro.
Confiaba en vivir lo suficiente como para aprender la lección.
– ¿Quiénes son? -inquirí.
– Puedes fiarte de ellos. Cooperan con la embajada.
El semáforo del paso elevado del río Kanda se puso rojo. El taxi comenzó a aminorar la marcha.
Miré a la derecha y luego a la izquierda en busca de una vía de huida.
El sedán se acercó más y se detuvo a apenas un coche de distancia.
Holtzer me miró, tratando de adivinar lo que haría. Durante una fracción de segundo, nos miramos de hito en hito. Luego arremetió contra mí.
– ¡Es por tu propio bien! -gritó al tiempo que intentaba rodearme la cintura con los brazos. Vi que se abrían las puertas traseras del sedán y que un par de japoneses fornidos salían por ambos lados.
Intenté apartar a Holtzer, pero me había entrelazado las manos en la espalda. El conductor se volvió y comenzó a chillar, aunque no entendí nada.
Los dos japoneses habían cerrado las puertas y se acercaban al taxi sin llamar la atención. Mierda.
Rodeé el cuello a Holtzer con el brazo derecho, le empujé la cabeza hacia mi pecho y deslicé el izquierdo entre mi cuerpo y su cuello para buscarle la carótida con la mano.
– Aum da! Aum Shinrikyo da! -le grité al taxista-. Sarin! -Aum era la secta que había gaseado el metro de Tokio en 1995 y los recuerdos del atentado de gas sarín todavía provocan pánico.
Holtzer gritó algo contra mi pecho. Me incliné hacia delante y utilicé el torso y las piernas a modo de cascanueces. Noté que relajaba los músculos.
– Ei? Nan da tte? -preguntó el taxista sin terminar de creerse lo que veía. ¿Qué quiere decir?
Uno de los japoneses dio un golpecito en la ventanilla del pasajero.
– Aitsu! Aum da! Sarin da! Boku no tomodachi ishiki ga nai! Ike! Kuruma o dase! -¡Esos tipos! ¡Son de Aum, tienen sarín! ¡Mi amigo está inconsciente! ¡Conduzca! ¡Conduzca! No me costó demasiado utilizar un tono de voz que transmitiera miedo.
Quizá pensara que era una tomadura de pelo o que yo estaba loco, pero con el gas sarín no se jugaba. Puso la marcha, viró bruscamente a la derecha y cambió de sentido derrapando en Meiji-dori, por lo que interrumpió el tráfico que venía en dirección contraria. Vi que los japoneses regresaban corriendo al sedán.
– Isoide! Isoide! Byoin ni tanomul -¡Deprisa! ¡Necesitamos un hospital!
En el cruce entre Meiji-dori y Waseda-dori el taxista se saltó un semáforo que acababa de ponerse en rojo y giró con brusquedad a la izquierda en dirección al Centro Médico Nacional. La fuerza de la gravedad apartó a Holtzer de mí. La circulación de Waseda-dori comenzó a nuestras espaldas apenas un segundo después, por lo que sabía que el sedán se quedaría atrapado un minuto, quizá más.
La estación de Tozai Waseda estaba un poco más adelante. Había llegado el momento de escapar. Le dije al taxista que se detuviera. Holtzer estaba desplomado contra la puerta, inconsciente pero respirando. Me apetecía estrangularle de nuevo, así tendría un adversario menos del que preocuparme. Pero no tenía tiempo.
El taxista comenzó a protestar; dijo que debíamos llevar a mi amigo al hospital, que teníamos que llamar a la policía, pero insistí en que parara el coche. Así lo hizo, tras lo cual extraje la mitad del billete de diez mil yenes que le debía y le di otro más.
Recogí el paquete que le había comprado a Midori, salí del taxi de un salto y corrí escaleras abajo hacia el metro. Si tenía que esperar a que llegase el metro me vería obligado a usar otra salida y seguir a pie, pero tuve suerte ya que el Tozai llegaba en ese preciso momento. Fui hasta la estación de Nihonbashi, hice trasbordo a la línea de Ginza y luego cambié al Yamanote en Shinbashi. De camino realicé una PDV concienzuda y cuando salí por los torniquetes de la estación de Shibuya supe que, de momento, estaba a salvo. Pero me habían descubierto y esa seguridad no duraría mucho.