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Me condujeron de vuelta por el pasillo. Al pasar por las puertas de entrada, dobles y de cristal, me percaté de que había un cerrojo muerto cerrado situado en el pequeño espacio que había entre puerta y puerta. Cuando entramos en el edificio las puertas se habían abierto hacia fuera. Si las golpeaba justo en el centro, sin detenerme, era posible que el cerrojo cediera. Si no cedía y tenía tiempo de volver a intentarlo, podría tratar de pasar rompiendo el cristal y confiar en que los cortes no fueran graves. Opciones terribles, pero mucho mejores que acabar torturado hasta la muerte a manos de Narizchata y sus simpáticos colegas.
Me arrastraron de mala manera por el pasillo e intenté emanar todo el miedo e impotencia posibles, de modo que se sintieran más seguros. Quería que creyeran que estaban al mando de la situación, que me intimidaban. Eso me brindaría una pequeña oportunidad para sorprenderles. Aparte de eso, sólo contaba con una ventaja, la misma que el Grupo de Observación y Estudios siempre tuvo contra los norvietnamitas, incluso cuando operábamos en su territorio: teniendo en cuenta lo que se avecinaba, mi motivación por escapar era mayor que la suya por retenerme.
Me llevaron hasta una habitación ubicada en el extremo más apartado del pasillo. Era pequeña, de apenas unos tres metros cuadrados. La puerta tenía una ventana de cristal esmerilado en el centro y se abría hacia dentro y a la izquierda, al fondo de la habitación. A la derecha había una mesa pequeña y rectangular con dos sillas a ambos lados de la misma. Me empujaron hacia una de las sillas, con la espalda hacia la puerta. Coloqué las manos sobre las rodillas, debajo de la mesa.
Narizchata despareció durante unos minutos. Cuando regresó llevaba un garrote de madera largo. Se sentó al otro lado de la mesa, frente a mí. Oí a los otros dos colocarse detrás, a ambos lados.
Había un metro de espacio entre la espalda de Narizchata y la pared. Bien.
No habían cerrado la puerta con llave. ¿Para qué molestarse? Eran tres y eran unos cabrones bien grandes. Estaban en su territorio. Sabían que controlaban la situación.
Levanté apenas la mesa con las rodillas para calcular su peso. A pesar del tamaño era bastante pesada. Notaba los latidos del corazón en las sienes y el cuello.
Narizchata comenzó a decir algo. No le escuché. En cuanto abrió la boca me incorporé de un salto, extendí los brazos por debajo de la mesa y la empujé con fuerza contra él. El impulso de la misma lo incrustó en la pared. Sentí el impacto en los brazos.
Los otros dos se abalanzaron sobre mí. Extendí la pierna hacia el tipo que me atacaba por la derecha. Le di de lleno en la barriga, aunque era tanta la velocidad con la que venía que sus pies siguieron llevándole hacia delante. Luego se desplomó y el otro ya estaba encima de mí.
Me sujetó por detrás e intentó una hadaka jime, una estrangulación para inmovilizarme por el cuello, pero lo encogí y me ciñó el antebrazo alrededor de la boca. De todos modos, la sujeción era tan fuerte que tuve la impresión de que me desencajaría la mandíbula. Abrí la boca y el borde anterior del brazo se le quedó atrapado entre mis dientes. Antes de que pudiera soltarse le mordí con todas mis fuerzas. Sentí que los dientes se hundían en el músculo y le oí aullar de dolor.
La presión disminuyó, me volví y le asesté varios ganchos en el abdomen. Bajó los brazos para defenderse y le propiné un golpe seco con la palma debajo de la nariz. No se cayó, pero se quedó aturdido. Lo aparté de un empujón y me dirigí hacia la puerta.
El tipo al que había pateado me sujetó la pierna desde el suelo, pero logré librarme. Así con fuerza el pomo de la puerta, lo giré y la abrí por completo. Se estampó contra la pared y el cristal esmerilado se hizo añicos.
Avancé a trompicones por el pasillo, corriendo y a punto de caerme, como un hombre descendiendo sin control por una colina inclinada. Tardé apenas unos segundos en llegar a las puertas de la entrada. Las embestí con todo el ímpetu que me quedaba y cedieron por el centro. Rodé por el pasillo, me incorporé y corrí hacia las escaleras. Cuando llegué a la puerta exterior la abrí de un tirón y bajé las escaleras de cuatro en cuatro, con la mano apoyada en la barandilla para no perder el equilibrio. Al dejar atrás la primera contrahuella oí que la puerta se abría de golpe. Ya habían comenzado a perseguirme; había confiado en que la ventaja fuera mayor.
Tenía que salir de allí antes de que llegaran los refuerzos. La estación de Shibakoen estaba al otro lado de Hibiya-dori. Crucé la calle corriendo, intentando avanzar por entre el tráfico en diagonal, por lo que las ruedas derrapaban a medida que saltaba delante de los coches.
Multitudes densas de transeúntes emergían por el final de las escaleras de la estación; seguramente acababa de llegar un tren. Volví la vista al llegar a la entrada y vi a dos de los hombres de Yamaoto corriendo tras de mí a toda velocidad.
Oí la señal que indicaba la llegada de otro tren. Tal vez me diera tiempo. Estaba seguro de que me dispararían en cuanto pudieran. En medio de aquel gentío nadie sabría de dónde habían procedido los disparos. Me abrí paso a duras penas, esquivé a tres ancianas que avanzaban lentamente y me bloqueaban las escaleras y al final de las mismas giré a la izquierda. Había un pequeño comercio autorizado frente a las taquillas y al pasar junto al mismo, cogí una lata de café del tamaño de la mano. Ciento noventa gramos. Bordes de metal duros.
Me abrí paso por entre las portezuelas y llegué al andén. Demasiado tarde; las puertas ya estaban cerradas y el tren comenzaba a avanzar.
El andén estaba abarrotado, pero había una especie de pasillo vacío que discurría junto al tren. Corrí hacia allí, volví la vista y vi a uno de los matones de Yamaoto dejando atrás las portezuelas y abriéndose paso hasta la zona despejada situada junto al tren.
Me volví y calculé la distancia. Unos cinco metros, más o menos.
Lancé la lata como si fuera una pelota de béisbol, apuntándole al estómago. El lanzamiento me salió un poco alto y le impactó en el esternón con un golpe tan seco que lo oí a pesar del ruido de la multitud. Se desplomó en el acto. Pero su colega venía detrás, con el arma desenfundada.
Me di la vuelta. El tren comenzaba a acelerar.
Incliné la cabeza hacia abajo y corrí tras él a toda velocidad, respirando entrecortadamente. Oí un disparo. Luego otro.
Dos metros. Uno.
Estaba lo bastante cerca como para alargar la mano y tocar la barra de hierro vertical situada en el extremo posterior del vagón, pero no pude acercarme más. Durante unos instantes, mi velocidad y la del tren estaban perfectamente sincronizadas. Luego comenzó a alejarse.
Dejé escapar un grito salvaje y salté hacia delante con los dedos extendidos hacia la barra. Durante un trágico segundo creí que no llegaría y que me caería, pero entonces la mano se me cerró en torno al metal frío.
El tren me impulsó el cuerpo hacia delante y golpeé la parte posterior del vagón con las rodillas. Los pies me colgaban apenas unos centímetros por encima de las vías. Los dedos comenzaron a resbalárseme por la barra. Alcé la vista y vi a un niño con el uniforme del colegio mirándome por la ventana trasera, boquiabierto. Entonces el tren entró en el túnel y solté la barra.
De manera instintiva, coloqué el brazo izquierdo debajo del cuerpo y a lo largo del mismo para rodar al caer. Aun así, el impacto contra las vías fue tal que en lugar de rodar, reboté. Sentí un golpe tremendo en el costado izquierdo y luego una breve sensación de vuelo. Apenas unos instantes después noté un golpe seco y me detuve por completo.
Estaba boca arriba, mirando el techo del túnel del metro. Me quedé así un momento, sin aliento, moviendo los dedos gordos del pie, doblando los dedos de la mano.
Transcurrieron cinco segundos, luego otros cinco. Respiré hondo varias veces seguidas.
«¿Dónde coño -pensé-, dónde coño he caído?»
Resoplé y me erguí. Estaba sobre una pequeña montaña de arena, a la izquierda de las vías. Junto a la misma había dos obreros de la construcción japoneses con casco, mirándome con la boca ligeramente entreabierta.
Al lado del montículo de arena había un suelo de hormigón que los obreros estaban reparando. Mezclaban la arena con cemento. Me di cuenta de que si me hubiera soltado del tren tan siquiera medio segundo después habría caído sobre el hormigón en lugar de la blanda montaña de arena.
Me deslicé hasta el suelo, me incorporé y comencé a sacudirme la arena. La forma de mi cuerpo había quedado estampada en la arena como en los dibujos animados.
Los obreros no se habían movido. Seguían mirándome, boquiabiertos, y me percaté de que lo que acababan de presenciar les había impresionado.
– Ah, sumimasen -comencé a decir, sin saber qué añadir-. Etto, otearae wa arimasu ka? -Perdón, ¿saben dónde está el baño?
Se mantuvieron inmóviles y me di cuenta de que la pregunta les había confundido todavía más. Mejor así. Vi que estaba apenas unos metros en el interior del túnel y comencé a caminar hacia el exterior.
Reflexioné sobre lo sucedido. Los hombres de Yamaoto me habían visto entrar en el túnel asido a la parte posterior del tren, pero no habían visto que me había resbalado hasta caer, y yo iba demasiado rápido como para que pensaran que me soltaría a propósito. Por lo que seguramente imaginaron que, al cabo de tres minutos, estaría en la estación de Mita, el final de la línea. Lo más probable era que hubieran salido corriendo de la estación hacia Mita para interceptarme.
Se me ocurrió una locura.
Introduje la mano en el bolsillo, extraje el auricular que habían guardado allí antes de que Narizchata y los suyos me atraparan en la camioneta, y me lo coloqué. Rebusqué en el bolsillo el transmisor adhesivo. Seguía allí. Pero, ¿seguía transmitiendo?
– ¿Harry? ¿Me oyes? Háblame -dije.
Se produjo un largo silencio y, justo cuando me disponía a intentarlo de nuevo, el auricular cobró vida.
– ¡John! ¿Qué coño está pasando? ¿Dónde estás?
Me alegré de oírle.
– Tranquilo, estoy bien. Pero necesito que me ayudes.
– ¿Qué pasa? Lo he escuchado todo. ¿Estás en la estación de tren? ¿Estás bien?
Trepé al andén. Algunas personas me miraron de hito en hito, pero no les hice caso y me abrí paso entre ellas como si emerger sucio y contusionado de las profundidades de uno de los túneles del metro de Tokio fuera lo más normal del mundo.
– He estado mejor, pero ya hablaremos de eso. ¿El equipo sigue en marcha?
– Sí, sigo viendo todas las habitaciones del edificio.
– Perfecto, eso es lo que necesito saber. ¿Quién sigue en el edificio?
– Los infrarrojos indican que sólo hay un tipo. Todos los demás salieron corriendo detrás de ti.
– ¿Yamaoto también?
– Sí.
– ¿Dónde está el tipo que se ha quedado?
– En la última habitación a la derecha mirando el edificio de frente… donde te llevaron los tres hombres. Está allí desde que has salido.
Sería Narizchata o uno de los suyos; no estaría en condiciones para perseguirme. Me alegraba de saberlo.
– Vale, ésta es la situación. Todos creen que estoy al final de un tren que va hacia Mita y allí se reunirán dentro de unos cuatro minutos. Tardarán otros cinco en darse cuenta de que no estoy allí y que me han perdido el rastro, y otros cinco en regresar al edificio de Convicción. O sea, que dispongo de unos catorce minutos para volver a entrar y colocar el micro.
– ¿Qué? No sabes dónde están. ¿Y si no han ido todos a Mita? ¡Podrían regresar mientras estás en el edificio!
– Cuento contigo para que me informes al respecto. Sigues recibiendo una señal de vídeo desde la camioneta, ¿no?
– Sí, sigue transmitiendo.
– Mira, ya casi he llegado al edificio… ¿sigue sin haber nadie?
– Sí, no hay nadie, pero me parece una locura.
– Nunca tendré una oportunidad mejor que ésta. Todos están fuera del edificio, no habrá nada cerrado con llave y cuando vuelvan podremos escuchar todo lo que digan. Voy a entrar.
– Vale, ya te veo. Hazlo rápido.
Un consejo innecesario. Pasé por las puertas de la escalera y giré a la derecha, luego corrí por el pasillo hasta la entrada. Como había supuesto, habían salido a toda prisa y estaba abierta de par en par.
La oficina de Yamaoto estaba tres puertas más allá a la derecha. Entraría y saldría en un abrir y cerrar de ojos.
La puerta estaba cerrada. Intenté girar el pomo.
– Oh, mierda -exclamé.
– ¿Qué pasa?
– Está cerrada con llave.
– Olvídalo, pon el micro en otra parte.
– No, tenemos que escuchar lo que digan aquí dentro. -Examiné la cerradura y vi que era una gacheta común de cinco clavijas. Nada del otro mundo-. Espera un momento. Creo que puedo entrar.
– John, lárgate de ahí. Podrían regresar en cualquier momento.
No repliqué. Saqué mis llaves y separé una de mis ganzúas caseras y el espejo dental. El mango largo y fino del espejo me serviría de oportuna llave de tensión. Introduje el mango en la cerradura y lo giré con suavidad en el sentido de las agujas del reloj. Cuando el juego del cilindro hubo desaparecido, aflojé la presión de la ganzúa y comencé a trabajar en la quinta clavija.
– ¡No intentes forzar la cerradura! ¡No se te da bien! ¡Pon el micro en otra parte y lárgate!
– ¿Qué es eso de que no se me da bien? Te enseñé a hacerlo, ¿no?
– Sí, por eso sé que no se te da bien. -Se calló. Seguramente se dio cuenta de que era inútil intentar detenerme y que lo mejor sería dejar que me concentrara.
Sentí que la quinta clavija estaba a punto de ceder, pero entonces la perdí. Mierda. Giré el espejo dental un poco más para apretar el cilindro contra las clavijas.
– ¿Harry? Echo de menos tu voz… -Volví a perder la clavija.
– No me hables. Concéntrate.
– Ya lo hago, pero cuesta lo suyo… -Sentí que la quinta clavija cedía y se mantenía así. Las tres siguientes fueron fáciles. Sólo faltaba una.
La última clavija estaba dañada. No hacía ningún ruidito. Moví la ganzúa hacia todos los lados, pero no sirvió de nada.
– Venga, guapa, ¿dónde estás? -Inspiré. Contuve la respiración y moví la ganzúa.
No noté que la clavija cediera pero, de repente, el pomo ya no estaba bloqueado. Lo giré a la derecha y entré.
La oficina estaba igual que cuando me había marchado. Las luces seguían encendidas. Me arrodillé junto al sofá de piel y palpé la parte inferior. Estaba recubierta con una especie de tela. Los extremos estaban grapados a lo que parecía madera. Buen lugar para colocar el micro y que quedase bien sujeto.
Quité el adhesivo que cubría el micro y lo presioné allí debajo. A quienquiera que hablara en esa habitación se le oiría con absoluta claridad.
– John, acaban de regresar dos hombres -dijo Harry de repente-. Están subiendo por el pasillo. Sal ahora mismo. Usa la salida secundaria, la que está a la izquierda del edificio mirándolo de frente.
– Mierda, ya he colocado el micro. No podré responderte cuando haya salido de la habitación. Sigue hablándome.
– Acaban de detenerse al final del pasillo que conduce a la entrada principal. Quizá están esperando a los otros. Baja hasta la entrada secundaria y quédate allí hasta que te avise de que el peligro ha pasado.
– Vale. En marcha. -Coloqué las clavijas de la cerradura de la puerta en su lugar, luego salí y la cerré tras de mí. Me volví y comencé a encaminarme hacia el pasillo exterior.
Narizchata venía por el pasillo. Tenía la camisa ensangrentada. La mesa debía de haberle golpeado en la cara y roto la nariz de nuevo. Su aspecto no había mejorado en absoluto. Le oí emitir sonidos roncos de animal herido.
Estaba entre mi camino y la salida. No me quedaba otra alternativa que pasar por allí.
– ¡Hay uno justo delante de ti! -exclamó Harry unos segundos demasiado tarde-. ¡Y los otros vienen por el pasillo!
Narizchata inclinó la cabeza y hundió el cuello y los hombros, como un toro a punto de embestir.
Quería ponerme las manos encima. Me atacaría con fuerza, enloquecido de ira, sin pensar.
Se abalanzó sobre mí y cubrió rápidamente la distancia que nos separaba. Intentó asirme del cuello, pero le agarré la camisa húmeda y me dejé caer al suelo practicando una tomo-nage modificada: le hundí el pie derecho en las pelotas y lo volteé por encima de mí. Cayó boca arriba con un golpe seco que se notó en todo el suelo. Valiéndome del impulso del movimiento, me puse en pie, di dos pasos largos hacia él y salté hacia arriba como un potro salvaje encabritado, para luego caer con ambos pies con tanta fuerza como pude sobre el torso desprotegido. Sentí que se le rompían los huesos y que se quedaba sin aire. Dejó escapar un sonido como el de un globo que se desinfla en un charco de agua, y supe que había acabado con él.
Me tambaleé por el pasillo, pero entonces me detuve. Si le encontraban allí en medio sabrían que yo había vuelto y quizá se imaginaran por qué. Es posible que buscaran el micro. Tenía que llevarle de vuelta a la habitación situada al final del pasillo, donde parecería que había muerto por el golpe de la mesa.
Las piernas le apuntaban en la dirección correcta. Me puse en cuclillas entre ellas, dándole la espalda, le sujeté bien por alrededor de las rodillas y me incorporé. Pesaba más de lo que parecía. Me incliné hacia delante y le arrastré, sintiéndome como un caballo uncido a un carro con ruedas cuadradas. Sentí latigazos de dolor en la espalda.
– ¿Qué haces? -Era la voz de Harry de nuevo en mi oído-. Están entrando por la puerta principal. Tienes doce segundos como mucho para desaparecer del pasillo.
Dejé a Narizchata en la habitación situada al final del pasillo y comencé a correr hacia la salida secundaria.
Llegué a la entrada de las escaleras secundarias y oí que se abría la puerta que estaba en el otro extremo del pasillo. Abrí de un tirón la puerta, me abalancé al otro lado y empujé con fuerza la puerta para cerrarla, pero impedí que lo hiciera por completo.
Me puse en cuclillas en el rellano, luchando contra la necesidad imperiosa de respirar, sostuve la puerta abierta apenas unos milímetros y vi a los hombres de Yamaoto acceder al pasillo. Uno de ellos avanzaba doblado, era el tipo al que había acertado con la lata de café. Entraron en las oficinas de Convicción y desaparecieron de mi campo de visión.
– Ya están en la oficina -informó Harry acto seguido-. No hay nadie delante del edificio. Usa la salida secundaria y vete al este por el parque hacia Sakurada-dori.
Descendí las escaleras rápidamente en silencio. Asomé la cabeza por la puerta de salida y miré en ambas direcciones. No había nadie. Avancé arrastrando los pies por un callejón que enlazaba Hibiya-dori y Chuo-dori y corté por el parque. La sensación del sol en la cara era todo un placer.