175585.fb2 Sicario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

Sicario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

Veintitrés

Me levanté poco antes del amanecer y me quedé mirando por la ventana. La luz iba bañando Tokio poco a poco y la ciudad emergía lentamente de su letargo, estirándose como en un bostezo. Midori aún dormía.

Me duché y me puse uno de los trajes que guardaba en el Imperial, uno de franela gris gruesa de Paul Stuart. Camisa de algodón blanca Sea Island y corbata azul clásica. Los zapatos eran artesanos; el maletín, de piel curtida, de un fabricante de artículos de cuero británico llamado W. H. Gidden que había muerto en circunstancias trágicas. Iba mejor vestido que la mayoría de quienes se supone que visten así por costumbre; como siempre, son los detalles los que dan credibilidad al disfraz o se la quitan. «¿Y quién sabe? -pensé-. Si esto no saliera bien, irías bien vestido para tu entierro. Quedarías muy bien.»

Midori se levantó mientras yo estaba en la ducha. Llevaba un albornoz blanco del hotel y se sentó en la cama mientras yo me vestía.

– Me gustas con traje -me dijo cuando acabé-. Te queda bien.

– Como cualquier sarariman que va a la oficina -respondí, restándole importancia.

Introduje la Glock en la pistolera que llevaba a la espalda, donde quedaría oculta por la bonita funda de franela. Luego me coloqué la aturdidora bajo la axila, donde quedaba bien sujeta gracias a la presión del brazo. Separé el brazo unos centímetros y lo sacudí fuerte, y el arma se deslizó hasta caerme en la mano. Satisfecho, la volví a colocar en su sitio.

Giré el cuello hasta oír el crujido de la articulación de la columna.

– Muy bien, me tengo que ir. Volveré esta noche. ¿Me esperarás?

Asintió sin alterar el semblante.

– Estaré aquí. Tú asegúrate de volver.

– Lo haré -aseguré. Recogí el maletín y salí.

En el vestíbulo del hotel todavía no había demasiados ejecutivos de los que pronto se levantarían para disfrutar juntos de un desayuno energético a precio desorbitado. Atravesé la puerta principal y rechacé con la cabeza la oferta del portero que me quería conseguir un taxi. En vez de eso decidí dar un paseo hasta la estación de Tokio, y asegurarme así de que no me estaban siguiendo. Desde la estación tomaría el tren a Shinbashi y, desde Shinbashi, hasta la estación de Yokosuka. Podía ir directamente desde la estación de Tokio, pero preferí dar un rodeo por motivos que ya eran habituales en mí.

Era una mañana fresca y clara, un tiempo raro para Tokio, pero el que siempre había preferido. Mientras atravesaba el parque Hibiya vi un pequeño asagao, una campanilla que había florecido en dura pugna contra el chorro de agua fría de una de las fuentes. Era una flor de verano y me pareció triste, como si supiera que moriría pronto por el frío del otoño.

En la estación de Tokio compré un billete hasta Shinbashi, donde hice trasbordo a la línea de Yokosuka, mirando atrás de vez en cuando durante todo el camino. Compré un billete de ida y vuelta a Yokosuka, aunque habría sido preferible comprarlo sólo de ida. Todos los soldados son supersticiosos, tal como le gustaba decir al Loco Genial, y los vicios arraigados son difíciles de superar.

Subí al tren a las 7.00 y salió de la estación cuatro minutos más tarde, con gran puntualidad. Setenta y cuatro minutos después entrábamos en la estación de Yokosuka, frente a la base naval del puerto. Me abrí paso por el andén con el maletín en la mano y me entretuve haciendo una llamada desde un teléfono público a la vista de todo el mundo mientras los demás pasajeros que se habían apeado del tren desaparecían.

Desde la estación caminé por el paseo marítimo que sigue la orilla del puerto de Yokosuka. Un viento frío se deslizaba sobre el agua y me llegaba a la cara trayéndome un leve olor a mar. El cielo estaba oscuro, pese a la claridad de Tokio. «Demasiado bonito para que dure», pensé.

La superficie del agua del puerto era gris y producía una sensación tan poco halagüeña como el cielo. Me detuve en una pasarela de madera para observar los inquietantes buques de guerra americanos amarrados y las colinas de un verde llamativo que destacaban contra el gris de todo lo demás. La basura de los barcos chocaba de forma rítmica contra el espigón bajo mis pies: botellas vacías, cajetillas de tabaco, bolsas de basura… como extrañas y decadentes especies de criaturas marinas que hubieran resultado heridas en las profundidades y hubieran llegado hasta la superficie para morir allí.

El puerto me recordaba a Yokohama y las lejanas mañanas de domingo en que mi madre me llevaba allí. Ella iba a la iglesia a Yokohama, y quería que yo me educara en el catolicismo. Entonces salíamos de la estación de Shibuya y el viaje duraba más de una hora, no los veinte minutos que se tarda actualmente.

Recuerdo los largos viajes en tren, en los que mi madre siempre me cogía de la mano, apartándome literalmente del mal humor de mi padre, debido a la imposición de aquel primitivo ritual occidental a su influenciable y joven hijo. La iglesia era una experiencia insidiosamente sensorial: los olores añejos a madera, a papel viejo y al fieltro de las butacas; los bancos rectos, rígidos como moldes para personas; el brillo de los ángeles en las vidrieras; los funestos ecos de la liturgia; la insipidez de la hostia consagrada. Todo ello catalizado por la sensación creciente de que la experiencia tenía lugar a través de una ventana que mi padre, la otra mitad de mi legado cultural, habría preferido mantener cerrada.

A la gente le gusta decir que Occidente es una cultura basada en la culpa, mientras que la de Japón se basa en la vergüenza, y que la principal diferencia radica en que la primera es una emoción interiorizada, mientras que la segunda depende de la presencia de un grupo.

Pero os diré, como el Tiresias de estos dos mundos, que la diferencia es menor de la que cabría imaginar. La culpa es lo que aparece cuando no hay un grupo que te haga avergonzar. Arrepentimiento, terror, atrocidad: si al grupo no le importa, simplemente nos inventamos un Dios a quien le importe. Un Dios en el que se pueda influir con posteriores buenas acciones, o por lo menos intenciones, una vez cometido el pecado.

Oí el ruido de unos neumáticos sobre la grava y me giré hacia el aparcamiento que tenía detrás justo a tiempo de ver al primero de tres sedanes negros frenar a unos metros de mí. Se abrieron las puertas traseras y salió un hombre de cada lado. Todos occidentales. «Holtzer», pensé.

Los coches que iban detrás se detuvieron a la izquierda y a la derecha del primero; estaba de espaldas al agua, rodeado. Dos hombres más salieron de cada uno de los otros coches. Todos ellos llevaban Berettas compactas.

– Sube -masculló el que tenía más cerca, indicando el coche con la pistola.

– Me parece que no -respondí sin alterarme. Si pensaban matarme, tendría que ser allí mismo.

Seis de ellos formaron un semicírculo a mi alrededor. Si se acercaban un poco más, podría intentar abrirme paso por uno de los extremos: el tipo que estaba enfrente no se atrevería a disparar por temor a alcanzar a su compañero.

Sin embargo, eran muy disciplinados y no se me acercaron más. Probablemente les habían instruido sobre los peligros de acercarse demasiado.

En cambio, uno de ellos introdujo la mano bajo la americana y extrajo algo que reconocí de inmediato: una pistola de dardos paralizadores.

Lo que significaba que me querían vivo, no muerto. Me giré y me abalancé contra el hombre más próximo, pero fue demasiado tarde. Oí el chasquido de la pistola que disparaba un par de dardos eléctricos, sentí el doble pinchazo en el muslo y la corriente que me recorría todo el cuerpo. Me agaché, sacudiéndome en vano, queriendo arrancarme los dardos con la mano pero sin obtener respuesta de mis miembros temblorosos.

Dejaron circular la corriente más de lo necesario, rodeándome mientras yo me retorcía como un pez en el muelle. Por fin paró, pero seguía sin poder controlar las extremidades y me costaba respirar. Sentí que me cacheaban los tobillos, los muslos y la espalda. Unas manos me levantaron la parte trasera de la americana y noté que retiraban la Glock de su funda. Esperaba que el cacheo se prolongara, pero no fue así. Encontrar el arma debió de satisfacerles y dejaron de buscar; un error de aficionados que me permitió conservar la granada aturdidora.

Uno de ellos se arrodilló detrás de mí y me esposó las manos tras la espalda. Me colocaron una capucha. Se acercó otro tipo y noté que me levantaban, rígido como un saco de arpillera, y me estiraban entre los asientos de uno de los coches. Sentía que las rodillas me presionaban la espalda. Se cerraron las puertas y el coche se puso en marcha.

Llegamos en menos de cinco minutos. Por la velocidad y la ausencia de curvas sabía que estábamos aún en la Autopista Nacional 16 y que habíamos pasado la base. Durante el viaje comprobé el estado de los dedos de las manos y moví los de los pies. Estaba recuperando el control, pero mi sistema nervioso seguía alterado por la descarga eléctrica e incluso tenía el estómago revuelto.

Sentí que el coche frenaba y giraba a la derecha. Oí la grava bajo los neumáticos. Nos detuvimos. Se abrieron las puertas y dos pares de manos me agarraron por los tobillos y me sacaron a rastras del coche. Al salir me golpeé la cabeza contra el extremo inferior de la puerta y vi las estrellas.

Me pusieron en pie y me hicieron caminar. Oí pasos a mi alrededor y supe que estaba rodeado. Acto seguido, me hicieron subir un tramo de escaleras corto. Oí una puerta que se abría y que luego se cerró con un ruido hueco metálico. Me colocaron en una silla y me quitaron la capucha de la cabeza.

Estaba en el interior de un remolque de los que se usan en las obras. Por la única ventana corredera entraba apenas un haz de luz. Un hombre estaba sentado de espaldas a la ventana.

– Hola, John. Me alegro de verte.

Era Holtzer, por supuesto.

– Joder -dije, adoptando a propósito un aire de derrota y desaliento. Lo cual no resultó muy difícil, dadas las circunstancias-. ¿Cómo has dado conmigo?

– Sabía que habías tenido noticias de Bulfinch y que te inventarías algo nuevo para conseguir el disco. Sé que tienes informadores, que podrías encajar suficientes piezas como para seguirme la pista. Hemos tenido la precaución de poner controles por los escenarios más probables cerca de la base. Te has metido de cabeza en uno de ellos.

– Joder -repetí, pero esta vez convencido.

– No seas tan duro contigo mismo. Estuviste bastante cerca. Pero deberías haberte imaginado que no lo conseguirías, John. Es lo que te pasa cuando te enfrentas a mí.

– Claro -admití, mientras intentaba pensar cómo saldría de aquella. Sin las esposas podría deshacerme de Holtzer y los dos tipos de la puerta, pero no sabía quién quedaba fuera. Con esposas no llegaría a ninguna parte.

– Ni siquiera sabes qué he querido decir con eso, ¿verdad? -prosiguió-. ¡Dios, qué ciego has estado siempre!

– ¿A qué te refieres?

Con sus labios carnosos dibujó una sonrisa repugnante y articuló cuatro palabras sin voz. Al principio no las entendí, así que siguió articulándolas hasta que las capté: «Yo era el topo. Yo era el topo».

Dejé caer la cabeza e intenté recuperar el control.

– Que te den, Holtzer. Nunca tuviste acceso. Fue alguien del ERVN.

– ¿Tú crees? -replicó acercando su cara a la mía, con una voz baja y tan íntima que resultaba obscena, de modo que sus hombres no lo oyeran-. ¿Te acuerdas de Cu Lai?

La aldea camboyana. Me invadió una sensación de náusea que no tenía nada que ver con los efectos de la descarga eléctrica.

– ¿Qué?

– ¿Recuerdas aquel «liquidadlos»? ¿Recuerdas aquel «Hijo, te aseguro que si te dijera mi rango te cagarías en los pantalones»? ¡Fuiste un hueso duro de roer, John! Tuve que usar tres voces diferentes para convencerte.

«Mantén el control, John. Céntrate en el problema. Hay que salir de aquí.»

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Tenía una fuente de información, un tipo que podía hacer mucho por mí. Tenía que enseñarle lo que yo podía hacer por él. Un tipo de la aldea le había prestado un montón de dinero y le estaba causando problemas. Quería enseñarle cómo podía acabar con aquel tipo de problemas.

– ¿Así que masacraste todo un pueblo para acabar con una persona?

– Tenía que hacerlo. Todos os parecéis mucho, ya sabes.

Se rió de su propia broma.

– Y una mierda. ¿Por qué no le diste a tu informador el dinero para pagar el préstamo?

Echó la cabeza atrás y se rió.

– Venga, Rain, los contables prestaban mucha más atención al dinero que se gastaba que a las balas. ¿Que morían unos pueblerinos? Pues se sumaban al número de bajas de Vietcongs. Era más fácil hacer eso que solicitar los fondos, rellenar la documentación y toda esa mierda.

Por primera vez desde mis primeras pesadillas sobre la guerra, sentí una auténtica desesperación que me taladraba la mente. Empecé a tomar conciencia, en lo más profundo de mi ser, de que en unos minutos estaría muerto, de que Holtzer habría ganado, como siempre había ocurrido. Y aunque la idea de mi propia muerte no me fascinaba especialmente, me abrumaba saber que no había conseguido detenerle y, al mismo tiempo, comprender lo que me había obligado a hacer tantos años atrás.

– No te creo -dije, intentando ganar tiempo-. ¿Qué te iban a dar que valiera tanto la pena? Sé que no era dinero; treinta y cinco años después sigues siendo un asalariado del gobierno que usa trajes baratos.

Hizo una mueca de simpatía forzada.

– Eres un pueblerino, Rain. Así es como funciona el mundo y aún no te has enterado. Se intercambia información por información, ése es el juego. Tenía un informador que me pasaba datos sobre los movimientos del ENV, información esencial para los ataques de la Arc Light que utilizábamos para romper la cadena de abastecimiento de la Ruta de Ho Chi Minh. Y aunque las misiones del GOE no causaban grandes estragos en la estructura operativa, erais para el Norte como un grano en el culo, porque daba la impresión de que no podían controlar ni el patio de su casa. De modo que querían información sobre el GOE y estaban dispuestos a pagarla cara, con información propia. Yo vendía mierda a precio de oro.

Sabía que no mentía. No podía decir nada.

– Ah, y déjame compartir una cosita más contigo antes de que estos hombres te saquen ahí fuera, te peguen un tiro en la nuca y tiren tu cuerpo al puerto -continuó-. Lo sé todo sobre el Loco Genial. Te metí en la misión para librarme de él.

Tenía un nudo en la garganta. No podía hablar. Era como si me estuvieran violando.

– Es cierto, fue un golpe de suerte que me enterara del problema de su pequeño ejército de montañeros. Pero sabía perfectamente cómo manejarlo: con su viejo amigo del colegio, John Rain. Nadie más se le podía acercar tanto.

Se había acabado. Iba a morir. Me venían ideas dispersas y una extraña calma se apoderó de mí.

– Lo difundí más tarde. Se suponía que debía ser confidencial, pero me aseguré de que la gente se enterara. «Que quede entre tú y yo.» ¿No te encanta esa frase? Es como decir «Asegúrate de que sale en el periódico». Es estupenda.

De pronto recordé la primera vez que subí al monte Fuji. Estaba con mi padre y ninguno de los dos llevábamos la ropa adecuada para el frío. Por turnos, el uno o el otro insistíamos en regresar, pero el otro siempre insistía en seguir, hasta que al final llegamos a la cima. Con el paso del tiempo nos reíamos al recordarlo, y a él le encantaba contar la historia.

– Te diré que eso incomodaba a la gente, John. ¿Qué tipo de hombre puede cargarse a su mejor amigo? ¿Acercársele sigilosamente y liquidarlo? Desde luego, después de aquello no era digno de confianza, eso seguro. No era alguien a quien se pudiera ascender, que pudiera avanzar en el escalafón. Supongo que esa mínima información «entre tú y yo» arruinó tu carrera militar, ¿no? Desde entonces, para tus superiores no has sido más que un recadero mestizo con instintos asesinos.

Al viejo siempre le había gustado contar esa historia. Y estaba encantado de que nos hubiéramos turnado en la tarea de convencer al otro hasta culminar la ascensión.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato, Rain?

Sí, era bonito. No estaba mal como último recuerdo.

Se puso de pie y se dirigió a los dos hombres apostados en la puerta.

– No lo matéis aquí, está demasiado cerca de la base naval. Los militares aún tienen su registro dental y podrían identificar el cadáver. No queremos que nadie lo relacione con el gobierno de Estados Unidos ni conmigo. Lleváoslo a algún otro lugar y deshaceos de él cuando hayáis acabado.

Un hombre le abrió la puerta y Holtzer salió.

Oí puertas de coche que se abrían y se cerraban y luego los neumáticos de dos coches que derrapaban sobre la grava y se alejaban. Habíamos llegado en tres coches, de modo que sólo quedaba uno. No sabía si habría más hombres en el exterior.

Los dos hombres se quedaron en la puerta con expresión impasible.

En lo más profundo de mi ser algo se rebelaba e insistía en seguir luchando.

– Estas esposas me están empezando a doler -dije, poniéndome de pie despacio-. ¿No podéis hacer nada?

Uno de ellos se rió.

– No te preocupes, acabaremos con el dolor en unos minutos.

– Pero es que me duelen los brazos -repetí, con expresión de estar a punto de llorar y levantando los codos para separar los brazos del torso. Vi que uno de ellos ponía cara de sorna.

– Dios mío, creo que se me está cortando la circulación -gemí. Tracé un movimiento circular con los hombros hasta que la granada me quedó por encima de la manga y luego levanté los codos y empecé a sacudir los brazos violentamente. Sentí que el artilugio se desplazaba hasta la parte superior de la manga de la americana.

La granada no se deslizaría tan fácilmente por la presión de los brazos esposados contra los costados. Me di cuenta de que tenía que haber intentado que saliera por la espalda, por donde habría caído con más facilidad hasta las manos. Demasiado tarde.

Bajé las muñecas, estiré los brazos y empecé a mover las piernas como si tuviera que orinar.

– Tengo que mear -dije.

Los tipos de la puerta se miraron el uno al otro y, a juzgar por la expresión, les parecía patético.

Con cada sacudida la granada descendía un centímetro más. Cuando rebasó el codo, sentí cómo se deslizaba suavemente por la manga hasta la mano.

El mecanismo tenía un temporizador de cinco segundos. Si lo tiraba demasiado pronto, podrían sacarlo por la puerta antes de que estallara. Si esperaba demasiado, probablemente perdería una mano. Y no era exactamente el modo en que esperaba librarme de las esposas.

Tiré de la anilla y conté. «Uno, mil uno…»

El tipo situado a la izquierda de la puerta introdujo la mano en la chaqueta e hizo ademán de sacar la pistola.

«Dos, mil dos…»

– Espera un segundo, un segundo -dije, con la garganta en tensión. «Tres, mil tres.»

Se miraron el uno al otro con cara de asco. Se estaban preguntando: «¿Éste es el caso tan complicado que nos advertían que sería tan peligroso?».

«Cuatro, mil cuatro.» Cerré los ojos con fuerza y me di la vuelta, dándoles la espalda al tiempo que arrojaba la granada hacia ellos con un golpe de muñeca. Oí cómo caía al suelo y luego un estallido que me sacudió todo el cuerpo. Me quedé sin aliento y caí al suelo.

Rodé hacia la izquierda y luego a la derecha, con la sensación de encontrarme bajo el agua. No oía nada más que un estruendo en el interior de mi cabeza.

Los hombres de Holtzer también rodaban por el suelo, cegados y agarrándose la cabeza con las manos. Respiré a duras penas y conseguí ponerme de rodillas, pero había perdido el sentido del equilibrio y caí de lado.

Uno de ellos consiguió ponerse a cuatro patas y empezó a tantear el suelo, en un intento por recuperar la pistola.

Me volví a poner de rodillas, concentrándome en mantener el equilibrio. Uno de ellos andaba a tientas en círculos concéntricos y vi que acabaría llegando hasta el arma.

Planté vacilante el pie izquierdo en el suelo e intenté ponerme de pie, pero me volví a caer. Necesitaba los brazos para mantener el equilibrio.

Los dedos de aquel tipo se acercaban a la pistola.

Rodé de espaldas y bajé las manos todo lo que pude, pasando las esposas por debajo de la cadera y las nalgas, hasta la parte trasera de los muslos. Me agité con frenesí a izquierda y derecha, deslizando las muñecas por las piernas, pasando un pie y luego el otro por la abertura, y conseguí tener las manos delante del cuerpo.

Me puse a cuatro patas. El tipo estaba tocando con los dedos el cañón de la pistola.

De algún modo conseguí ponerme de pie. Me acerqué justo cuando cogía la pistola y le aticé una patada de futbolista en plena cara. La fuerza del impacto lo alejó dando vueltas y a mí me arrojó hacia atrás.

Conseguí ponerme en pie de nuevo a la vez que lo hacía el segundo hombre. Aún parpadeaba sin cesar por el fogonazo, pero me vio venir. Buscó su arma dentro de la americana.

Caí sobre él justo cuando conseguía sacar una pistola. Antes de que pudiera levantarla, le clavé los dedos en la garganta para bloquearle los nervios frénico y laríngeo. Luego le pasé las manos por detrás del cuello y aproveché el corto espacio que dejaba la cadena de las esposas para bajarle la cabeza hasta el punto donde se levantaba con furia mi rodilla una y otra vez. Quedó inconsciente y lo empujé a un lado.

Me giré hacia la puerta y vi que el otro había conseguido ponerse en pie. Tenía una mano extendida y vi que llevaba un cuchillo. Antes de reaccionar y coger algo para interponerlo entre los dos, cargó contra mí.

Si se hubiera parado y hubiera recobrado la calma habría tenido más posibilidades, pero decidió sacrificar el equilibrio por la velocidad. Se lanzó con el cuchillo en la mano, pero sin apuntar. Yo había dado un paso a la derecha, quizá demasiado pronto, pero no pudo rectificar. La hoja me pasó rozando. Me giré hacia la izquierda y le agarré con ambas manos la muñeca de la mano con que asía el cuchillo, al estilo aikido, pero recuperó el equilibrio demasiado rápido. Forcejeamos durante un segundo y tuve la nefasta impresión de que perdería la partida del cuchillo.

Le tiré de la muñeca en la dirección opuesta y le clavé el codo derecho en la nariz. A continuación, di media vuelta de golpe, le hice una llave de cabeza con el brazo derecho y sujeté la solapa de mi americana por debajo de su barbilla como si fuera un judogi. La mano del cuchillo le había quedado libre y con un golpe de cadera completé la llave, reforzando el agarre con la mano izquierda mientras su cuerpo me pasaba por encima. Cuando se separó de mí lo sujeté por el cuello con firmeza al tiempo que le empujaba la cabeza en dirección opuesta. El chasquido me reverberó por los brazos y el cuello se rompió por el punto en que lo presionaba con el antebrazo. Oí el ruido del cuchillo al caer al suelo y lo solté.

Caí de rodillas, aturdido, e intenté pensar. «¿Cuál de los dos tenía las llaves de las esposas?», me pregunté. Cacheé al primer tipo, que estaba morado y tenía la lengua fuera e hinchada, lo que me indicaba que la fractura del cartílago había resultado mortal, y encontré unas llaves de coche pero no las de las esposas. Con el otro tipo tuve más suerte. Cogí lo que buscaba e instantes después era libre. Busqué un poco por el suelo y al momento estaba armado con una de las Berettas.

Salí tambaleándome y llegué al aparcamiento. Tal como esperaba, quedaba un coche. Entré, giré la llave en el contacto, apreté el acelerador y salí a la calle a toda velocidad.

Sabía dónde estaba, junto a la autopista, a cinco o seis kilómetros de la entrada de la base naval. El procedimiento habitual sería detener el sedán de Holtzer antes de entrar en el recinto. Holtzer me llevaba menos de cinco minutos de ventaja. Teniendo en cuenta el tráfico y los semáforos que había hasta la base, era posible que aún tuviera tiempo.

Sabía que las probabilidades de conseguirlo eran mínimas, pero contaba con una ventaja importante: no me importaba un carajo vivir o morir. Sólo quería ver a Holtzer muerto antes que yo.

Accedí a la Autopista Nacional 16 entre destellos de faros largos y bocinazos para avisar de mi presencia a los otros coches. Me pasé tres semáforos en rojo provocando frenazos de los vehículos a ambos lados. Frente al edificio de la NTT vi que el semáforo en rojo que había más adelante había dejado un espacio libre en el carril de sentido contrario y me lancé sin pensarlo. Aceleré como un loco esquivando el tráfico que venía de frente, tocando el claxon sin parar y volví al carril correcto justo cuando cambiaba el semáforo, con lo que conseguí colocarme frente a los coches que antes tenía delante. Logré abrocharme el cinturón de seguridad mientras conducía y observé con una satisfacción morbosa que el coche estaba equipado con airbag. Al principio había planeado lanzar la granada aturdidora al interior del coche de Holtzer para conseguir introducirme en él, pero tal como le había dicho a Midori tendría que improvisar.

Me encontraba a diez metros de la puerta principal cuando vi que el sedán giraba a la derecha y tomaba la carretera de acceso a la base. Un policía militar vestido con el uniforme de camuflaje se le acercaba con las manos levantadas y la ventanilla del conductor bajó. Observé que había mucha vigilancia y que estaban haciendo controles varios metros antes de la puerta a causa de la amenaza de bomba anónima.

Había demasiados coches delante del mío. No lo conseguiría.

La ventanilla del conductor del sedán estaba bajada.

Toqué el claxon, pero nadie se movió.

El militar de guardia alzó la vista para ver de dónde procedía el alboroto.

Apreté un botón y la ventanilla empezó a bajar de forma automática.

El guardia seguía mirando.

Subí el coche a la acera y derribé papeleras y aplasté bicicletas aparcadas a mi paso. Un peatón tuvo que echarse a un lado. A unos metros de la carretera de acceso a la base di un volantazo a la derecha, atravesé en diagonal una franja con plantas y me dirigí hacia el vehículo de Holtzer. El guardia se volvió, me vio venir a toda velocidad y saltó a un lado justo a tiempo para salvarse. Arremetí contra el sedán con la máxima potencia por la parte de la puerta trasera del lado del conductor y el coche salió despedido dando tumbos hasta formar con el mío una masa de chatarra en forma de V. Yo estaba preparado para el golpe, y el cinturón de seguridad y el airbag, que se abrió y se deshinchó en una milésima de segundo tal como anuncia la publicidad, me salvaron.

Me solté el cinturón e intenté abrir la puerta, pero estaba atrancada. Giré sobre mí mismo y saqué los pies por la ventanilla abierta, agarrándome al asidero de encima de la puerta y usándolo para impulsarme.

Sólo estaba a dos pasos del sedán. Me agarré al volante a través de la ventanilla abierta y a continuación introduje el cuerpo, golpeando con las rodillas el marco de la puerta al hacerlo. Me eché sobre el regazo del conductor, me revolví para bajar los pies y luego me lancé hacia atrás. Holtzer estaba en el asiento izquierdo, inclinado hacia delante, evidentemente desorientado tras el impacto. Un tipo joven que supuse que sería uno de los ayudantes de Holtzer iba a su lado, con un maletín Halliburton de metal entre los dos.

Sujeté a Holtzer por la cabeza con el brazo izquierdo y le presioné el cañón de la Beretta contra la sien con la mano derecha. Vi a uno de los policías militares al otro lado de la ventanilla del conductor, con la pistola desenfundada, buscando una abertura. Me acerqué todavía más la cabeza de Holtzer.

– ¡Atrás, o le volaré la jodida cabeza! -le grité.

Adoptó una expresión dubitativa, pero seguía apuntando con la pistola.

– ¡Todos fuera del coche! -grité-. ¡Rápido!

Estiré el brazo con el que rodeaba el cuello de Holtzer hasta agarrarme la solapa de la americana con la mano. Estábamos mejilla contra mejilla, y el militar de la pistola debería confiar mucho en su puntería si quería probar a disparar.

– ¡Fuera del coche! -volví a gritar-. ¡Rápido! ¡Tú! -le grité al conductor-. ¡Sube la puta ventanilla! ¡Súbela!

El conductor apretó un botón y la ventanilla subió. Le volví a gritar que saliera y que luego cerrara la puerta. Salió tambaleándose y dio un portazo.

– ¡Tú! -le grité al ayudante-. ¡Fuera! ¡Y cierra la puerta!

Holtzer empezó a protestar, pero le apreté el cuello con más fuerza y las palabras se le quedaron ahogadas en la garganta. El ayudante echó una mirada a Holtzer y luego intentó abrir la puerta.

– Está atrancada -dijo, obviamente sorprendido e incapaz de reaccionar.

– ¡Pasa adelante! -grité-. ¡Venga!

Lo hizo como pudo y salió, llevándose el maletín consigo.

– Muy bien, cabronazo, ahora nosotros -le dije a Holtzer al tiempo que le soltaba el cuello-. Pero primero dame ese disco.

– Vale, vale, tranquilo -respondió-. Está en el bolsillo izquierdo de la americana.

– Sácalo. Despacio.

Alargó la mano derecha y sacó el disco con cuidado.

– Pónmelo sobre la rodilla -le ordené. Obedeció-. Ahora entrelaza los dedos de las manos, gírate hacia la ventana y pon las manos sobre la cabeza.

No quería que intentara arrebatarme la pistola mientras recogía el disco.

Lo cogí y lo guardé en uno de los bolsillos de la americana.

– Ahora vamos a salir tú y yo. Pero despacito, o dejaremos tus sesos esparcidos por toda la tapicería.

Se giró hacia mí lanzándome una mirada de reprobación.

– Rain, no sabes lo que estás haciendo. Baja la pistola antes de que los guardias te vuelen la cabeza.

– Si no sales de este vehículo en tres segundos -le contesté con un gruñido y mostrándole la Beretta- te dispararé en las pelotas. Lo que no sé es si me pararé ahí o no.

Algo me inquietaba, algo sobre el modo en que me había dado el disco. Demasiado fácil.

Entonces me di cuenta. Era un señuelo. Nunca me habría dado el disco verdadero tan fácilmente.

«El maletín», pensé.

– ¡Venga! -le grité, y alargó la mano hacia la manija de la puerta. Le apreté el cañón de la pistola contra la cara.

Salimos del coche e inmediatamente nos rodearon seis policías militares, todos ellos con el arma desenfundada y el semblante muy serio.

– ¡Mantened la distancia o le volaré la cabeza! -grité mientras le presionaba la boca de la pistola contra el cuello-. Vi al ayudante detrás de los militares, con el maletín a los pies.

– ¡Tú! ¡Abre el maletín!

Me miró sin comprender.

– ¡Sí, tú! ¡Abre ese maletín ahora mismo!

Parecía anonadado.

– No puedo. Está cerrado con llave.

– Dale la llave -le ordené a Holtzer. Se rió.

– Y una mierda.

Me apuntaban seis tipos. Me pasé a Holtzer a la izquierda de un tirón de modo que tuvieran que corregir el objetivo, lo que me dio una fracción de segundo para dejar de apuntarle durante un instante y atizarle en la sien con la culata. Cayó de rodillas, atontado, y me agaché con él para quedarme pegado a su cuerpo para que me hiciera de escudo. Le tanteé el bolsillo izquierdo del pantalón y oí un tintineo. Introduje la mano y saqué un juego de llaves.

– ¡Trae aquí el maletín! -le grité al ayudante-. ¡Tráelo o es hombre muerto!

El ayudante vaciló unos instantes pero después tomó el maletín y lo trajo. Lo colocó frente a nosotros. Le tiré las llaves.

– Ahora ábrelo.

– ¡No le hagas caso! -gritó Holtzer, intentando incorporarse-. ¡No lo abras!

– ¡Ábrelo! -repetí- ¡O le vuelo los sesos!

– ¡Te ordeno que no abras el maletín! -gritó Holtzer-. ¡Es la cartera diplomática de Estados Unidos! -El ayudante estaba helado, con expresión de incertidumbre-. ¡Por Dios bendito, hazme caso! ¡Se está marcando un farol!

– ¡Cierra el pico! -ordené, hundiéndole la boca de la pistola bajo la barbilla-. Oye, ¿te crees que se jugará la vida por la valija diplomática? ¿Qué podría contener que fuera tan importante? ¡Ábrelo!

– ¡Disparadle! -gritó de pronto Holtzer a los policías militares-. ¡Disparadle!

– ¡Abre ese maletín o acabarás bañado en sus jodidos sesos!

Los ojos del ayudante iban del maletín a Holtzer y de Holtzer al maletín. Daba la impresión de que todo el mundo estaba paralizado.

Ocurrió de pronto. El ayudante se puso de rodillas y tanteó con la llave. Holtzer empezó a protestar y le volví a sacudir en la cabeza con la pistola. Se retorció hacia atrás.

El maletín se abrió.

En el interior, perfectamente visible entre dos capas protectoras de espuma, estaba el disco de Kawamura.

Pasó un largo segundo y luego oí una voz familiar a mi espalda.

– Arresten a este hombre.

Me giré y vi a Tatsu acercándoseme seguido de tres policías japoneses.

Los tres policías se aproximaron y uno de ellos se soltó un par de esposas del cinturón.

Uno de los policías militares empezó a protestar.

– Estamos fuera de la base -explicó Tatsu en un inglés fluido-. No tienen jurisdicción. Es un asunto interno de Japón.

Me pusieron los brazos tras la espalda y sentí cómo se cerraban las esposas. Tatsu me sostuvo la mirada lo suficiente como para que advirtiera la tristeza que transmitía, tras lo cual se volvió y echó a andar.